VII. Y último

Hummm! ¡Buenos días! ¿Por qué provoca usted a los perros? —dijo Iván Nikiforovich al ver a Antón Prokofievich, pues todo el mundo empleaba siempre un tono de broma al hablar con Antón Prokofievich.

—¡Por mí, que se mueran todos! ¡Yo no les he hecho nada! —contestó Antón Prokofievich.

—Está usted mintiendo.

—¡Por Dios que no! Vengo a decirle que Piotr Fiodorovich le invita a usted a comer. —¡Hummm!

—A fe mía que lo pedía con una insistencia como no he visto nunca. «¿Cómo es», preguntaba, «que Iván Nikiforovich me evita como si fuera su enemigo? Nunca se pasa por aquí para charlar o sentarse un rato conmigo».

Iván Nikiforovich se acarició la barbilla.

—«Si Iván Nikiforovich no viene ahora mismo», decía «no sabré qué pensar: debe de tener algo contra mí. Hágame usted el favor, Antón Prokofievich, de convencer a Iván Nikiforovich». Así que, ¿qué me dice, Iván Nikiforovich? Anímese, que se ha reunido allí una estupenda compañía.

Iván Nikiforovich se puso a mirar a un gallo que se había puesto a cantar con todas sus fuerzas en las escaleras del porche.

—¡Si usted supiera, Iván Nikiforovich —prosiguió el proceloso enviado— qué salmón y qué caviar está sirviendo Piotr Fiodorovich!

En ese punto Iván Nikiforovich volvió la cabeza y empezó a escuchar con más atención.

Eso animó al enviado.

—¡Vayamos rápido! ¡También está allí Foma Grigorievich! ¿A qué espera usted? —preguntó, viendo que Iván Nikiforovich seguía tendido en la misma postura en la que lo había encontrado—. Bueno, ¿vamos o no?

—No. No quiero ir.

Este «no quiero ir» asombró a Antón Prokofievich. Estaba seguro de que su convincente exposición había persuadido completamente a aquella respetable persona y, sin embargo, lo que oyó fue un decidido «no quiero ir».

—¿Y por qué no quiere usted ir? —preguntó con un enfado del que sólo muy raramente hacía gala y que no sentía ni siquiera cuando le echaban un papel ardiendo sobre la cabeza, diversión a la que eran especialmente aficionados el juez y el comisario.

Iván Nikiforovich tomó una pizca de rapé y nada dijo.

—Como usted quiera, Iván Nikiforovich, pero no sé qué motivo puede tener para rehusar esta invitación.

—¿Cómo iba a aceptarla? —dijo al fin Iván Nikiforovich—. ¡Ese ladrón estará allí!

Así se refería habitualmente a Iván Ivanovich. ¡Dios mío! ¡Y pensar que no hacía tanto que…

—¡A fe mía que no está! ¡A Dios pongo por testigo que no está! ¡Que me parta un rayo aquí mismo si está allí! —contestó Antón Prokofieivch, que estaba dispuesto a jurar por Dios diez veces en una hora—. ¡Vamos, Iván Nikiforovich!

—Está usted mintiendo, Antón Prokofievich. Está allí, ¿a que sí?

—¡No, por Dios que no está! ¡Que no pase yo de este punto y hora si lo está! Y juzgue usted mismo ¿por qué iba a mentirle? ¡Que se me pudran los brazos y las piernas!… ¡Cómo! ¿Todavía no me cree?

Fueron tantas las garantías, tantos los brazos y piernas, que Iván Nikiforovich acabó convencido y tranquilo. Ordenó al sirviente que vestía la levita infinita que le trajera sus pantalones anchos y su chaqueta de nanquín.

Supongo que es completamente superfluo describir la forma en que Iván Nikiforovich se puso sus pantalones anchos, se anudó una corbata al cuello y finalmente se enfundó su chaqueta de nanquín, que tenía un descosido bajo el brazo derecho. Baste decir que lo hizo conservando la calma y que no contestó al ofrecimiento de Antón Prokofievich de que le diese algo a cambio de su bolsita turca de tabaco.

Mientras tanto, en la fiesta, todos esperaban impacientes el momento decisivo en que aparecería Iván Nikiforovich y se cumpliría el deseo general de que aquellos dos hombres tan respetables se reconciliaran. Muchos estaban convencidos de que Iván Nikiforovich no iría. Entre éstos se contaba el comisario, que incluso quiso apostar con Iván Ivanovich (el tuerto) que no vendría, y si no salió adelante la apuesta fue sólo porque el Iván Ivanovich (el tuerto) insistió en que el alcalde se jugara la pierna en la que le habían disparado y él su ojo ciego, lo que, aunque al comisario le pareció una falta de respeto, hizo bastante gracia a la concurrencia. Nadie se había sentado a la mesa todavía, aunque eran casi las dos, hora en que en Mirgorod, hasta en las ocasiones más solemnes, habría terminado ya de comer.

Apenas Antón Prokofievich apareció en la puerta le rodearon todos al momento. Como respuesta a todas las preguntas, gritó una única y decidida frase: «No quiere venir.» No había hecho más que decirlo y ya una tempestad de reproches, insultos y puede que hasta capirotazos se disponía a caer sobre su cabeza por haber fracasado en su embajada cuando de repente se abrió la puerta y por ella entró Iván Nikiforovich.

Si hubiera aparecido un resucitado o el propio Satán, no hubiera causado mayor asombro entre los reunidos como la inesperada llegada de Iván Nikiforovich. Antón Prokofievich casi se deshace en carcajadas de pura alegría, la que le produjo haber gastado aquella broma a todo el mundo.

Sea como fuere, el caso es que a todos les parecía difícil que Iván Nikiforovich se vistiera como correspondía a un caballero en tan poco tiempo. Iván Ivanovich, que en aquel momento había salido por algún motivo, no estaba presente. Tras recuperarse del asombro, todo el mundo mostró su preocupación por Iván Nikiforovich y su satisfacción por que hubiera aumentado el diámetro de su cintura. Iván Nikiforovich dio besos de saludo a todos y se hartó de decir «Muy agradecido».

Entretanto, el olor del borsch se extendió por toda la habitación y acarició las narices de los ahora hambrientos invitados. Todos se dirigieron hacia el comedor. Una hilera de damas, charlatanas y taciturnas, delgadas y rellenas, tomó la vanguardia del grupo y la larga mesa se pobló de multitud de colores. No describiré los manjares que estaban en la mesa; no diré nada de los mnishki [8] con nata agridulce, ni del guisado de menudillos que sirvieron con el borsch, ni del pavo con ciruelas y pasas, ni del plato que tenía el aspecto de un par de botas bañadas en kvas, [9] ni de la salsa, que era el canto del cisne de un cocinero de la vieja escuela, salsa que se servía prendida en llamas para diversión y espanto de las damas. No hablaré de estos platos porque me gusta más comerlos que extenderme describiéndolos en una conversación.

Iván Ivanovich tenía debilidad por el pescado preparado con rábano picante, de modo que se ocupó especialmente en el nutritivo y útil ejercicio de devorarlo. Estaba concentrado en separar las espinas más finas y depositarlas en el plato cuando por casualidad miró hacia adelante. ¡Dios mío, qué extraño! ¡Sentado frente a él estaba Iván Nikiforovich!

Y en ese mismísimo momento Iván Nikiforovich también levantó la mirada y… ¡no! ¡No puedo! ¡Que alguien me dé otra pluma! ¡Ésta es demasiado lenta, demasiado inerte, su trazo demasiado fino para este cuadro! Sus rostros quedaron como petrificados en una expresión de asombro. Cada uno de ellos veía en el otro la persona que conocía desde hacía tiempo, a la que se acercaría instintivamente, como a un amigo al que uno se encuentra y le alarga el frasquito de rapé diciéndole «Sírvase usted» o «¿Sería usted tan amable de servirse usted mismo?», pero a la vez esa misma cara que contemplaban era terrible, como un mal presagio. El sudor caía a chorros de la frente de Iván Ivanovich e Iván Nikiforovich.

Los presentes, y todos los que estaban sentados en la mesa, se quedaron mudos, prestando toda su atención a la escena y sin poder apartar los ojos de los dos antiguos amigos. Las damas, que hasta entonces se habían entretenido con una amena conversación sobre cómo guisar los capones, se callaron de repente. ¡Todo quedó en silencio! ¡Era una escena digna del pincel de un gran artista!

Finalmente Iván Ivanovich sacó su pañuelo y se sonó la nariz. Iván Nikiforovich miró a su alrededor y sus ojos se detuvieron en la puerta abierta. El comisario se fijó en ese gesto e hizo que cerrasen la puerta a cal y canto de inmediato. Entonces ambos amigos empezaron a comer y ni una sola vez volvieron a cruzar la mirada.

Tan pronto como la comida hubo terminado, los dos antiguos amigos se levantaron de sus sillas y empezaron a buscar sus gorros para escabullirse tan rápido como pudieran. Entonces el comisario le guiñó el ojo a Iván Ivanovich —no ese Iván Ivanovich, sino el otro, el tuerto— y se puso tras Iván Nikiforovich mientras que el jefe de policía se colocó detrás de Iván Ivanovich y los dos empezaron a empujarles desde atrás acercándoles el uno al otro, para que no se marcharan sin haberse dado la mano. Iván Ivanovich, el tuerto, empujó a Iván Nikiforovich un poco de lado pero con bastante precisión hacia el lugar donde había estado de pie Iván Ivanovich; el comisario, por su lado, hizo gala de una puntería pésima, pues se vio incapaz de controlar los caprichos de su infantería, que esta vez no obedecía sus órdenes en absoluto y, como a propósito, avanzaba demasiado lejos y en la dirección opuesta (lo que también pudo deberse al hecho de que en la mesa había un gran número de licores de todo tipo), haciendo que Iván Ivanovich cayera sobre una señora de vestido rojo a la que la curiosidad la había hecho colocarse en el centro de la habitación. Como aquello no presagiaba nada bueno y, para tratar de arreglar las cosas, el juez ocupó el sitio del comisario, aspiró todo el tabaco que tenía en el labio superior y empujó a Iván Ivanovich hacia el otro lado. Éste es un procedimiento muy habitual en Mirgorod para provocar una reconciliación. Se parece un poco al juego de pelota. Mientras el juez empujaba a Iván Ivanovich, Iván Ivanovich (el tuerto) empujaba a su vez con todas sus fuerzas a Iván Nikiforovich, por el cual resbalaba el sudor como la lluvia de un tejado. A pesar de que los dos amigos se resistieron como gatos panza arriba, acabaron hallándose uno frente al otro, pues los dos empujadores recibieron refuerzos de los demás invitados.

Todos los rodeaban formando un estrecho círculo y no tenían intención de soltarlos hasta conseguir que se estrecharan las manos.

—¡Qué Dios les ampare, Iván Nikiforovich o Iván Ivanovich! ¡Digan en conciencia por qué se han peleado ustedes! ¿Acaso no fue por una tontería? ¿No se avergüenzan ustedes de su actitud ante sus semejantes y ante Dios?

—¡No lo sé! —dijo Iván Nikiforovich, sofocado por el esfuerzo (se advertía que no estaba totalmente en contra de la reconciliación.)—. No tengo la menor idea de en qué pude yo ofender a Iván Ivanovich. ¿Por qué, entonces, derrumbó mi corral y conspiró para acabar conmigo?

—Yo no soy culpable de mala intención en nada —dijo Iván Ivanovich sin volver los ojos hacia Iván Nikiforovich—. Juro ante Dios y ante todos ustedes, honorables caballeros, que yo nada le he hecho a mi enemigo. ¿Por qué, entonces, me insulta y ataca mi rango y mi buen nombre?

—¿Y cuándo le he atacado yo, Iván Ivanovich? —dijo Iván Nikiforovich.

Otro minuto de conversación y la larga enemistad hubiera tocado allí a su fin. La mano de Iván Nikiforovich ya estaba a medio camino de su bolsillo para sacar el frasquito de tabaco y decir: «Sírvase.»

—¿No es atacarme —replicó Iván Ivanovich sin levantar la vista— que usted, mi querido señor, insulte mi rango y mi apellido con una palabra que es indecente repetir aquí?

—Permítame que le diga, amigo Iván Ivanovich —y mientras decía esto, Iván Nikiforovich tocó con un dedo un botón de Iván Ivanovich, lo que demostraba su buena disposición hacia él—, que usted se ha ofendido sabe el diablo por qué… Porque yo le haya llamado «ganso»…

Iván Nikiforovich comprendió inmediatamente que había cometido una imprudencia pronunciando esa palabra, pero ya era demasiado tarde: la palabra estaba pronunciada.

¡Todo se fue al diablo!

Si ya esa palabra, cuando fue pronunciada en una situación en la que no había ningún testigo, enfureció de tal modo a Iván Ivanovich, que Dios nos libre de contemplar nunca nada semejante, considere usted qué no habría de ocurrir ahora que tal palabra había sido repetida frente a una concurrencia en la que había muchas damas, ante las cuales Iván Ivanovich gustaba de aparecer siempre especialmente correcto. Si Iván Nikiforovich hubiera actuado de otra manera, si hubiera dicho «pájaro» en lugar de «ganso» quizá la cosa hubiera podido arreglarse.

Pero, no. ¡Ése fue el fin!

Lanzó una mirada —¡y qué mirada!— a Iván Nikiforovich. Si esta mirada hubiera estado dotada de poder ejecutivo, hubiera convertido en cenizas a Iván Nikiforovich. Los invitados entendieron lo que esa mirada significaba y se apresuraron a separarlos. Y este hombre, el epítome de la bondad, que jamás pasaba frente a una mendiga sin dirigirse a ella, salió corriendo de la sala presa de un aterrador frenesí. ¡Así son las violentas tempestades que producen las pasiones!

Durante un mes entero no se volvió a saber nada de Iván Ivanovich. Se encerró en su casa. Se abrió el baúl secreto y de él se sacaron viejos rublos de plata de los abuelos. Y estos rublos acabaron en las sucias manos de turbios intermediarios. El caso fue transferido al Supremo. Y sólo cuando Iván Ivanovich recibió el feliz anuncio de que al día siguiente se dictaría sentencia, sólo entonces miró afuera y se aventuró a salir de su casa. Pero ¡ay! ¡Desde entonces el tribunal le ha informado diariamente durante los últimos diez años que se dictaría sentencia «mañana»!

Hace unos cinco años pasé por la ciudad de Mirgorod. Hacía muy mal tiempo para viajar. Era otoño, con su humedad, sus días melancólicos, su barro y sus brumas. Un verde poco natural cubría campos y prados, producto de las tediosas e incesantes lluvias. Ese verde sentaba tan mal a aquellos prados como las travesuras a un anciano o las rosas a una mujer mayor. Por aquel entonces, el estado del tiempo afectaba mucho a mi ánimo, y si el tiempo era monótono también yo me sentía aburrido. Pero, a pesar de eso, al acercarme a Mirgorod, sentí que se me aceleraba el corazón. ¡Dios, tantos recuerdos! Hacía doce años que no visitaba Mirgorod. Entonces vivían allí dos personas singulares, dos amigos entrañables cuya amistad era verdaderamente excepcional. ¡Y cuántas personas notables habían fallecido! El juez Demian Demianovich era ya un difunto. Iván Ivanovich (el tuerto), también se había despedido del mundo. Conduje por la calle mayor. Por todas partes había postes con paja atada en la parte superior: ¡debían de ser el trazado de algún nuevo proyecto! Habían demolido varias casas. Los restos de las cercas y empalizadas de cañas seguían deprimentemente en pie.

Era un día festivo. Mandé detener mi coche con capota frente a la iglesia y entré tan discretamente que nadie se volvió a mirarme. Cierto que no había nadie que pudiera hacerlo: la iglesia estaba casi vacía. Apenas había gente. Se veía que el barro atemorizaba hasta a los más beatos. Las velas en la tenue o, mejor dicho, enfermiza luz del día, resultaban de algún modo extrañamente desagradables. El oscuro vestíbulo tenía un aspecto melancólico; las alargadas ventanas, de vidrios redondos, estaban cubiertas de lágrimas por la lluvia. Me encaminé hacia la sacristía y me dirigí a un respetable anciano de pelo gris:

—Permítame que le haga una pregunta. ¿Vive todavía Iván Nikiforovich?

Justo entonces la lamparilla que estaba en el icono ardió con más fuerza y la luz iluminó directamente el rostro de mi interlocutor. ¡Qué sorpresa me llevé cuando, al verle, sus rasgos me resultaron tan familiares! ¡Era el propio Iván Nikiforovich! Pero ¡había cambiado muchísimo!

—¿Está usted bien, Iván Nikiforovich? ¡Cómo ha envejecido usted!

—Sí, he envejecido. Hoy he estado en Poltava, ¿sabe? —contestó Iván Nikiforovich.

—¡No me diga! ¿Ha ido usted a Poltava con el mal tiempo que hace hoy?

—¡No había otro remedio! El pleito…

Al oír eso, se me escapó un suspiro. Iván Nikiforovich se dio cuenta y dijo:

—No se preocupe. Sé de buena tinta que el caso se fallará a mi favor la semana que viene.

Me encogí de hombros y fui a ver si averiguaba algo sobre Iván Ivanovich.

—Iván Ivanovich está aquí —me dijo alguien—. En el coro.

Vi entonces una figura esquelética. ¿Era posible que fuera Iván Ivanovich? Tenía el rostro cubierto de arrugas y el pelo completamente blanco, pero vestía la misma bekesha de siempre. Tras los saludos de rigor, Iván Ivanovich, luciendo aquella sonrisa alegre que tan bien se ajustaba a su rostro en forma de embudo, me dijo:

—¿Quiere que le cuente una buena noticia?

—¿Qué noticia? —pregunté.

—Mañana sin falta deciden mi caso. El tribunal ha dicho que será así «con toda seguridad».

Suspiré todavía con más fuerza y me apresuré a despedirme, pues me había llevado hasta allí un asunto muy importante, y volví a subirme a mi coche. Los escuálidos caballos que en Mirgorod se conocían como caballos de diligencia, echaron a andar y sus cascos, al hundirse en la masa de barro, producían un sonido desagradable. Ráfagas de lluvia caían sobre el judío cubierto de esparto que iba en el pescante. La humedad me llegaba a los huesos. La triste puerta de la ciudad, con una garita en la que un vigilante inválido estaba sentado remendando su uniforme gris, quedó atrás. Luego, otra vez, el mismo campo, en unos sitios labrado y negro, en otros verde, los empapados cuervos y cornejas, la monótona lluvia, el cielo cerrado y lloroso… ¡Qué triste es el mundo, caballeros!