20

El mundo se volvió oscuro y un estruendo bajo le llenó la cabeza a Richard, como el rugido enloquecido de mil bestias enfurecidas. Pestañeó ante la oscuridad y se cogió fuerte a su bolsa. Se preguntaba si había sido un estúpido al guardar el cuchillo. Algunas personas pasaron junto a él rozándole en la oscuridad. Richard se apartó de ellas sobresaltado. Oyó pasos delante; Richard empezó a subir y, a medida que lo hacía, el mundo empezó a aclararse, a perfilarse y a formarse de nuevo.

El gruñido era el estruendo del tráfico, y él estaba saliendo de un paso subterráneo en Trafalgar Square. El cielo era del perfecto y apacible azul de una pantalla de televisión, sintonizada a un canal desconectado.

Era media mañana de un cálido día de octubre, y él estaba en la plaza con su bolsa en la mano y parpadeando por la luz del sol. Taxis negros y autobuses rojos y coches multicolores corrían a toda velocidad y con gran estruendo alrededor de la plaza, mientras los turistas lanzaban puñados de alpiste a las legiones de palomas rechonchas y sacaban fotografías de la Columna de Nelson y de los enormes leones de Landseer que la flanqueaban. Caminó por la plaza, preguntándose si él era real o no. Los turistas japoneses le ignoraron. Intentó hablar con una chica rubia y guapa, que se rio y negó con la cabeza y dijo algo en un idioma que Richard pensó que podría ser italiano, pero que en realidad era finlandés.

Había una criatura de sexo indeterminado que miraba unas palomas mientras se zampaba una tableta de chocolate. Él se agachó a su lado.

—Eh, hola, ¿qué tal? —dijo Richard. La criatura chupó la tableta de chocolate con mucha concentración y no dio ningún indicio de reconocer a Richard como a otro ser humano—. Hola —repitió Richard, con una ligera nota de desesperación en la voz—. ¿Me ves? ¿Eh? ¿Hola?

Dos ojitos le miraron furiosos desde una cara cubierta de chocolate. Entonces el labio inferior se le puso a temblar y la criatura huyó, echó los brazos a las piernas de la mujer adulta más cercana y gimió:

—¿Mamá? Ése hombre me está molestando. Me está molestando.

La madre de la criatura atacó a Richard, frunciendo el entrecejo de una forma tremenda.

—¿Qué hace usted —preguntó la mujer—, molestando a Leslie? Hay sitios para gente como usted.

Richard empezó a sonreír. Era una sonrisa inmensa y feliz.

—Lo siento muchísimo, de verdad —dijo sonriendo como un gato de Cheshire. Y entonces, con la bolsa firmemente agarrada, atravesó Trafalgar Square corriendo, acompañado de oleadas de palomas repentinas, que levantaban el vuelo estupefactas.

Sacó la tarjeta de crédito de la cartera y la puso en el cajero automático, que reconoció su número secreto de cuatro cifras, le aconsejó que lo mantuviera en secreto y que no se lo revelase a nadie, y le preguntó qué clase de servicio deseaba. Pidió dinero en efectivo y se lo dio en abundancia. Dio un puñetazo al aire, encantado, y entonces, avergonzado, fingió que había estado haciéndole señas a un taxi.

Un taxi paró para él —¡paró!, ¡para él!—, y se subió y se sentó detrás y sonrió, radiante. Le pidió al conductor que le llevase a su oficina. Y cuando el taxista le dijo que casi sería más rápido ir a pie, Richard esbozó una sonrisa aún más grande y dijo que no le importaba. Y en cuanto estuvieron en camino le pidió —casi le suplicó—, al taxista que le entretuviera con sus opiniones sobre los Problemas del Tráfico de la Zona Urbana, la Mejor Manera de Resolver el Problema del Crimen, y Temas Políticos Espinosos del Día. El taxista acusó a Richard de «quedarse con él» y estuvo enfurruñado todo el viaje de cinco minutos por la Strand. A Richard no le importó. De todos modos, le dio una propina ridícula. Y entonces entró en su oficina.

Al entrar en el edificio, notó cómo la sonrisa empezaba a abandonarle el rostro. Cada paso que daba le dejaba más ansioso, más incómodo. ¿Y si aún no tenía ningún trabajo? ¿Qué importaba que niños cubiertos de chocolate y taxistas le vieran, si resultaba que, por una terrible desgracia, seguía siendo invisible para sus colegas?

El Sr. Figgis, el guarda de seguridad, levantó la vista de un ejemplar de Ninfas adolescentes y picantes, que tenía escondido dentro del ejemplar del Sun, y se sorbió la nariz.

—Buenos días, señor Mayhew —dijo. No era un «buenos días» cordial. Era el tipo de «buenos días» que daba a entender que al que hablaba no le importaba nada si el receptor estaba vivo o muerto, y ni siquiera, para el caso, si era por la mañana.

—¡Figgis! —exclamó Richard, encantado—. ¡Hola a usted también, señor Figgis, guarda de seguridad excepcional!

Nadie le había dicho jamás algo ni remotamente parecido al Sr. Figgis, ni siquiera las señoras desnudas de su imaginación; Figgis se quedó mirándole con recelo, hasta que éste entró en el ascensor y desapareció de su vista, luego volvió a concentrar su atención en las ninfas adolescentes y picantes, ninguna de las cuales, empezaba a sospechar, tenía probabilidades de volver a ver los veintinueve, con chupachups o sin ellos.

Richard salió del ascensor y caminó, un poco titubeante, por el pasillo. Todo irá bien, se dijo, si mi escritorio está allí. Si mi escritorio está allí, todo estará bien. Entró en la habitación grande llena de compartimentos pequeños donde había trabajado durante tres años. Había gente trabajando en sus escritorios, hablando por teléfono, rebuscando en los archivadores, bebiendo té malo y café peor. Era su oficina.

También estaba el sitio junto a la ventana, donde antes había estado su escritorio, que ahora estaba ocupado por un grupo gris de archivadores y por una yuca. Estaba a punto de girarse y correr cuando alguien le pasó un té en una taza de espuma de poliestireno.

—El regreso del hijo pródigo, ¿eh? —dijo Gary—. Toma.

—Hola, Gary —dijo Richard—. ¿Dónde está mi escritorio?

—Por aquí —dijo Gary—. ¿Cómo fue Mallorca?

—¿Mallorca?

—¿No vas siempre a Mallorca? —preguntó Gary. Estaban subiendo las escaleras de atrás que llevaban a la cuarta planta.

—Ésta vez no —dijo Richard.

—Ya me lo parecía —dijo Gary—. No estás muy moreno.

—No —admitió Richard—. Bueno, ¿sabes? Necesitaba un cambio.

Gary asintió con la cabeza. Señaló una puerta que había sido, desde que él estaba allí, la puerta del cuarto de los archivos y del material de los ejecutivos.

—¿Un cambio? Pues te aseguro que ahora has hecho uno. ¿Y puedo ser el primero en felicitarte?

La placa de la puerta decía:

R. B. MAYHEW.

ASOCIADO.

—Qué suerte tienes, cabrón —dijo Gary, cariñosamente.

Se alejó, y Richard pasó por la puerta, absolutamente desconcertado. La habitación ya no era el cuarto de los archivos y del material de los ejecutivos: la habían vaciado y la habían pintado de gris y negro y blanco, y la habían vuelto a enmoquetar. En el centro del despacho había un escritorio grande. Lo examinó: era, sin lugar a dudas, su propio escritorio. Habían guardado cuidadosamente los trolls en uno de los cajones, y los sacó todos y los colocó por el despacho. Tenía su propia ventana, con una vista bonita al río marrón fangoso y, más allá, a la orilla sur del Támesis. Había incluso una gran planta verde, de hojas enormes y cerosas, del tipo que parece artificial pero no lo es. Habían substituido su ordenador viejo, cubierto de polvo y de color crema, por otro mucho más elegante, más limpio y negro, que ocupaba menos sitio en la mesa.

Se acercó a la ventana y tomó un sorbo de té, mirando el río marrón sucio.

—Entonces, ¿lo has encontrado todo a tu gusto? —Richard levantó la vista. Enérgica y eficiente, Sylvia, la secretaria personal del director ejecutivo, estaba en la puerta. Le sonrió cuando le vio.

—Eh. Sí. Mira, me tengo que ocupar de unas cosas en casa… ¿crees que podría tomarme el resto del día libre y…?

—Como quieras, de todos modos no se suponía que estuvieras de vuelta hasta mañana.

—¿Ah, no? —preguntó—. De acuerdo.

Sylvia frunció el ceño.

—¿Qué te ha pasado en el dedo?

—Me lo rompí —le dijo él.

Ella le miró la mano preocupada.

—¿No te pelearías con alguien, verdad?

—¿Yo?

Ella sonrió burlonamente.

—Te estaba tomando el pelo. Supongo que te lo enganchaste en una puerta. A mi hermana le pasó.

—No. —Richard empezó a reconocer—, sí que estuve en una pe… —Sylvia enarcó las cejas—. Una puerta —acabó de manera poco convincente.

Fue en taxi al edificio en el que había vivido antes. No estaba muy seguro de atreverse a viajar en metro. Aún no. Al no tener la llave, llamó a la puerta de su piso y estuvo más que decepcionado cuando le abrió la mujer que Richard recordaba haber conocido, o más bien, no haber conocido, en su cuarto de baño. Se presentó como el inquilino anterior y ella enseguida estableció que: a) él, Richard, ya no vivía allí, y b) ella, la Sra. Buchanan, no tenía ni idea de lo que había pasado con ninguno de sus efectos personales. Richard tomó unas notas y luego se despidió con muy buenos modales, y cogió otro taxi negro para ir a ver al hombre del abrigo de pelo de camello.

El hombre agradable del abrigo de pelo de camello no llevaba puesto el abrigo y era, de hecho, mucho menos agradable que la última vez que Richard se lo había encontrado. Estaban sentados en su despacho, y el hombre había escuchado la lista de quejas de Richard con la expresión de alguien que, poco antes y por accidente, se ha tragado una araña viva entera y acaba de empezar a notar cómo se retuerce.

—Pues sí —admitió, después de mirar los archivos—. Sí parece que hubo algún tipo de problema, ahora que lo menciona. No acabo de ver cómo pudo haber sucedido.

—No creo que importe cómo sucedió —dijo Richard, razonablemente—. El hecho es que mientras estuve fuera unas semanas, usted alquiló mi apartamento a —consultó sus notas—. George y Adele Buchanan, que no tienen intención alguna de marcharse.

El hombre cerró el archivo.

—Bueno —dijo—. A veces la gente se equivoca. Un error humano. Me temo que no podemos hacer nada al respecto.

El antiguo Richard, el que había vivido en la que ahora era la casa de los Buchanan, se habría derrumbado en ese momento, se habría disculpado por molestar, y se habría ido. En cambio, Richard dijo:

—¿Ah, no? ¿No puede hacer nada al respecto? ¿Alquiló a otra persona un apartamento que yo estaba alquilándole legalmente a su compañía y, al hacerlo, perdió todos mis efectos personales y usted no puede hacer nada al respecto? Pues da la casualidad que yo creo, y estoy seguro de que mi abogado también lo creerá, que usted puede hacer mucho al respecto.

Era como si la araña hubiera empezado a subir por la garganta del hombre sin el abrigo de pelo de camello.

—Pero no tenemos ningún otro apartamento como el suyo libre en el edificio —dijo—. Sólo está el apartamento del ático.

—Eso —le dijo Richard al hombre fríamente—, me iría bien —el hombre se relajó— …como vivienda. Ahora —dijo Richard—, hablemos de la compensación por mis bienes perdidos.

El apartamento nuevo era mucho más bonito que el que había dejado. Tenía más ventanas y un balcón, un salón espacioso y un cuarto de los invitados como es debido. Richard vagó por el piso, descontento. El hombre sin el abrigo de pelo de camello había hecho, muy a regañadientes, que lo amueblaran con una cama, un sofá, varias sillas y un televisor.

Richard puso el cuchillo de Cazadora en la repisa de la chimenea.

Compró un curry para llevar en el restaurante indio del otro lado de la calle, se sentó en el suelo enmoquetado de su nuevo apartamento y se lo comió, preguntándose si de verdad había comido curry alguna vez tarde por la noche en un mercado al aire libre en la cubierta de un cañonero amarrado cerca del Puente de la Torre. No parecía muy probable, ahora que lo pensaba.

Sonó el timbre. Se levantó y abrió la puerta.

—Hemos encontrado muchas de sus cosas, Sr. Mayhew —dijo el hombre, que volvía a llevar su abrigo de pelo de camello—. Resulta que lo habían mandado a un guardamuebles. Vale, meted las cosas, chicos.

Una pareja de hombres corpulentos acarrearon varias cajas de embalaje grandes de madera, llenas de las cosas de Richard, y las pusieron sobre la moqueta en medio de la sala de estar.

—Gracias —dijo Richard. Metió la mano en la primera caja y abrió el primer objeto envuelto en papel, que resultó ser una fotografía enmarcada de Jessica. La miró unos momentos y luego la volvió a meter en la caja. Encontró la caja en la que estaba su ropa, la sacó y la guardó en el dormitorio, pero las otras cajas se quedaron, sin tocar, en medio del suelo de la sala de estar. A medida que pasaban los días, se sentía cada vez más culpable por no sacar las cosas de las cajas. No obstante, no las sacó.

Estaba en su despacho, sentado a su mesa, mirando por la ventana, cuando sonó el interfono.

—¿Richard? —dijo Sylvia—. El director ejecutivo quiere que nos reunamos en su despacho dentro de veinte minutos para discutir el informe Wandsworth.

—Ahí estaré —dijo él. Entonces, como no tenía nada más que hacer durante los próximos diez minutos, cogió un troll naranja y amenazó con él a un troll algo más pequeño y de pelo verde—. Yo soy el mejor guerrero de Londres de Abajo. Prepárate para morir —dijo en una voz de troll peligrosa, mientras movía el troll naranja. Entonces cogió el troll de pelo verde y dijo, en una voz de troll más pequeño—: ¡Ajá! Pero primero te beberás una deliciosa taza de té…

Alguien llamó a la puerta y, con aire de culpabilidad, Richard dejó los trolls en la mesa.

—Adelante. —La puerta se abrió, y entró Jessica y se quedó en la entrada. Parecía nerviosa. Richard había olvidado lo hermosa que era.

—Hola, Richard —dijo ella.

—Hola, Jess —dijo él, y entonces se corrigió—. Perdona… Jessica.

Ella sonrió y se sacudió el pelo.

—Jess está bien —dijo y pareció que casi lo decía en serio—. Jessica… Jess. Hace siglos que nadie me llama Jess. Lo echo bastante de menos.

—Bueno —dijo Richard—, ¿qué te trae, tengo el honor de, eh…?

—En realidad sólo quería verte.

No estaba seguro de lo que debería decir.

—Qué bien —dijo.

Ella cerró la puerta del despacho y dio unos pasos hacia él.

—Richard. ¿Sabes algo extraño? Recuerdo que rompí nuestro compromiso, pero apenas me acuerdo de por qué discutimos.

—¿No?

—Aunque eso no importa, ¿verdad? —miró por el despacho—. ¿Te han ascendido?

—Sí.

—Me alegro por ti —se metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó una cajita marrón. La dejó en la mesa de Richard. Él la abrió, aunque sabía lo que había dentro.

—Es nuestro anillo de compromiso. Pensé que, bueno, tal vez, te lo devolvería y entonces, bueno, si las cosas salían bien, pues, quizá algún día me lo volverías a dar.

Relució a la luz del sol: nunca se había gastado tanto dinero en una cosa. Cerró la caja y se lo devolvió.

—Quédatelo, Jessica —dijo. Y añadió—. Lo siento.

Ella se mordió el labio inferior.

—¿Has conocido a alguien?

Él vaciló. Pensó en Lamia y en Cazadora y en Anestesia e incluso en Puerta, pero ninguna de ellas eran alguien en el sentido en que ella quería decirlo.

—No. A nadie más —dijo. Y entonces, dándose cuenta de que era cierto al mismo tiempo en que lo decía—: Sólo he cambiado, eso es todo.

Su interfono sonó.

—¿Richard? Te estamos esperando. —Apretó el botón—.

Ahora mismo bajo, Sylvia.

Miró a Jessica. Ella no dijo nada. Quizá no había nada que se atreviera a decir. Se fue y cerró la puerta sin hacer ruido tras ella.

Richard cogió los documentos que necesitaría, con una mano. Se pasó la otra por la cara, como si se estuviera limpiando algo: pena, quizá, o lágrimas, o a Jessica.

Empezó a coger el metro otra vez, para ir al trabajo y volver, aunque pronto se dio cuenta de que había dejado de comprar periódicos para leer en el viaje por la mañana y por la tarde y, en vez de leer, estudiaba los rostros de la otra gente que iba en el tren, rostros de todo tipo y color, y se preguntaba si eran todos de Londres de Arriba, y se preguntaba qué pasaba tras sus ojos.

Durante la hora punta de la tarde, unos días después de su encuentro con Jessica, pensó que había visto a Lamia al otro lado del vagón, de espaldas a él, con el pelo oscuro recogido en alto y su vestido largo y negro. El corazón empezó a latirle con fuerza en el pecho. Se abrió paso a empujones hacia ella por el compartimento abarrotado. Cuando se acercaba, el tren llegó a una estación, las puertas se abrieron con un silbido, y ella salió. Pero no era Lamia. Se dio cuenta, decepcionado, de que sólo era otra chica siniestra londinense, que salía a pasar una noche en la ciudad.

Un sábado por la tarde vio una rata grande y marrón, sentada encima de los cubos de basura de plástico que había detrás de los Apartamentos Newton, limpiándose los bigotes y con aspecto de ser la dueña y señora del mundo. Cuando Richard se acercó, saltó a la acera y esperó a la sombra de los cubos de basura, mirándole con sus ojos como cuentas, negros y cautelosos.

Richard se agachó.

—Hola —dijo amablemente—. ¿Nos conocemos?

La rata no hizo ningún tipo de respuesta que Richard pudiera percibir, pero no se escapó.

—Me llamo Richard Mayhew —continuó, en voz baja—. En realidad no soy un ratanoparlante, pero, eh, conozco a unas cuantas ratas, bueno, he conocido a algunas, y me preguntaba si estarías familiarizada con Lady Puerta…

Oyó el crujido de un zapato detrás de él y se giró para ver a los Buchanan que le miraban con curiosidad.

—¿Ha… perdido algo? —preguntó la Sra. Buchanan. Richard oyó, pero ignoró, el susurro brusco de su marido de—: Sólo la chaveta.

—No —dijo Richard, sinceramente—. Estaba, eh, diciéndole hola a una… —la rata salió disparada.

—¿Era una rata? —rugió George Buchanan—. Me quejaré al ayuntamiento. Es una vergüenza. Pero así es Londres, ¿no?

Sí, asintió Richard. Lo era. Realmente lo era.

Las cosas de Richard siguieron intactas en las cajas de embalaje de madera en medio del suelo de la sala de estar.

Aún no había encendido la televisión. Solía llegar a casa de noche y comer, luego se quedaba de pie delante de la ventana, mirando Londres, los coches y las azoteas y las luces, mientras el crepúsculo de finales de otoño se convertía en noche, y se encendían las luces por toda la ciudad. Miraba, de pie, solo y a oscuras en su piso, hasta que las luces de la ciudad empezaban a apagarse. Al final, a disgusto, se desnudaba y se metía en la cama y se dormía.

Sylvia entró en su despacho un viernes por la tarde. Él estaba abriendo sobres, usando su cuchillo —el cuchillo de Cazadora— como abrecartas.

—¿Richard? —dijo ella—. Me estaba preguntando, ¿sales mucho últimamente?

Él dijo que no con la cabeza.

—Bueno, algunos de la oficina vamos a salir esta noche. ¿Te apetece venir?

—Eh, claro que sí —dijo él—. Sí, me encantaría.

Lo odiaba.

Eran ocho: Sylvia y su novio, que tenía algo que ver con coches antiguos, Gary de contabilidad de la empresa, que hacía poco que había roto con su novia, debido a lo que Gary insistía en describir como un ligero malentendido (había creído que ella sería bastante más comprensiva cuando él se acostó con su mejor amiga de lo que en realidad había resultado ser), varias personas muy simpáticas y amigos de personas simpáticas, y la chica nueva del servicio de informática.

Primero vieron una película en la pantalla gigante del Odeón, en Leicester Square. El bueno ganó al final y, antes del desenlace, hubo muchas explosiones y muchos objetos voladores. Sylvia decidió que Richard debería sentarse al lado de la chica del servicio de informática ya que, explicó, era nueva en la compañía y no conocía a mucha gente.

Caminaron por Old Compton Street, que lindaba con el Soho, donde los horteras y los chics se sientan unos al lado de otros en provecho de ambos, y comieron en La Reache, llenándose de cuscús y de muchos platos maravillosos de comida exótica, que cubrieron su mesa y pasaron a ocupar una mesa cercana que nadie utilizaba, y de allí fueron a un bar pequeño que a Sylvia le gustaba en Berwick Street, que estaba cerca, y tomaron unas copas y charlaron.

La chica nueva del servicio de informática le sonreía mucho a Richard a medida que pasaba la noche, y él no tenía nada en absoluto que decirle. Invitó al grupo a una ronda y la chica del servicio de informática le ayudó a llevarlas de la barra a su mesa. Gary se fue al lavabo, y la chica del servicio de informática vino a sentarse al lado de Richard, ocupando su sitio. Richard tenía la cabeza llena del entrechocar de los vasos y del estruendo de la máquina de discos y del olor intenso a cerveza y a Bacardi derramado y a humo de cigarrillo. Intentó escuchar las conversaciones que tenían lugar en la mesa y descubrió que ya no podía concentrarse en lo que nadie decía y, lo que era peor, que no le interesaba nada de lo que podía oír.

Entonces se le ocurrió, con tanta claridad y tanta certeza como si lo hubiera estado viendo en la pantalla grande del Odeón de Leicester Square: el resto de su vida. Se iría a casa esa noche con la chica del servicio de informática, y harían el amor tiernamente y, mañana, al ser sábado, pasarían la mañana en cama. Y luego se levantarían y juntos sacarían sus cosas de las cajas de embalaje y las guardarían. Al cabo de un año, o un poco menos, se casaría con la chica del servicio de informática y conseguiría otro ascenso, y tendrían dos hijos, un niño y una niña, y se mudarían a los suburbios, a Harrow o a Croydon o a Hampstead o incluso a un sitio tan lejano como Reading.

Y no sería una mala vida. Eso también lo sabía. A veces no se puede hacer nada.

Cuando Gary volvió del lavabo, miró a su alrededor desconcertado. Todos estaban allí excepto…

—¿Dick? —preguntó—. ¿Alguien ha visto a Richard?

La chica del servicio de informática se encogió de hombros.

Gary salió a Berwick Street. El frío del aire nocturno fue como un cubo de agua fría en la cara. Notaba el sabor del invierno en el aire. Llamó:

—¿Dick? ¿Eh? ¿Richard?

—Aquí.

Richard estaba apoyado contra una pared, en la oscuridad.

—Sólo he salido a respirar un poco de aire fresco.

—¿Estás bien? —preguntó Gary.

—Sí —dijo Richard—. No. No lo sé.

—Bueno —dijo Gary—, eso cubre todas tus opciones. ¿Quieres hablar de ello?

Richard le miró serio.

—Te reirás de mí.

—Lo haré de todos modos.

Richard miró a Gary. Entonces Gary sintió un gran alivio al verle sonreír y supo que aún eran amigos. Gary miró atrás, hacia el bar. Luego se metió las manos en los bolsillos del abrigo.

—Vamos —dijo—. Demos un paseo. Desahógate contándomelo todo. Luego me reiré de ti.

—Cabrón —dijo Richard, sonando mucho más a Richard que en las últimas semanas.

—Para eso son los amigos.

Se pusieron a caminar sin ninguna prisa, bajo las farolas.

—Mira, Gary —empezó Richard—. ¿Nunca te preguntas si esto es todo lo que hay?

—¿Qué?

Richard hizo un gesto vago, incluyéndolo todo.

—El trabajo. Tu casa. El bar. Conocer chicas. Vivir en la ciudad. La vida. ¿No hay nada más?

—Creo que eso lo resume todo, sí —dijo Gary.

Richard suspiró.

—Bueno —dijo—, para empezar, no fui a Mallorca. Es decir, de verdad que no fui a Mallorca.

Richard habló mientras recorrían toda la maraña de callejuelas diminutas del Soho entre Regent Street y Charing Cross Road. Habló y habló, empezando por cuando encontró a una chica que sangraba en la acera e intentó ayudarla, porque no podía dejarla allí sin más, y por lo que sucedió después. Cuando tuvieron demasiado frío para andar, entraron en una cafetería abierta toda la noche. Era una cafetería como es debido, de las que lo cocinaban todo en grasa de cerdo y servían té en serio en tazas grandes, desportilladas y blancas, que brillaban por la grasa del beicon. Se sentaron y Richard habló mientras Gary escuchaba, y luego pidieron huevos fritos con judías en salsa de tomate y tostadas y se sentaron y comieron, mientras Richard seguía hablando y Gary seguía escuchando. Limpiaron con la tostada lo que quedaba de la yema del huevo. Bebieron más té, hasta que al final Richard dijo:

—… y entonces Puerta hizo algo con la llave, y yo había vuelto otra vez. A Londres de Arriba. Bueno, al Londres de verdad. Y, bueno, ya sabes el resto.

Hubo un silencio.

—Eso es todo —dijo Richard. Se acabó el té.

Gary se rascó la cabeza.

—Mira —dijo al final—. ¿Esto es real? ¿No es alguna broma horrible? Quiero decir, ¿no hay alguien con una cámara a punto de salir de detrás de una pantalla o algo así y decirme que estoy en la Cámara Oculta?

—Francamente, espero que no —dijo Richard—. ¿Me… me crees?

Gary miró la cuenta que estaba sobre la mesa, contó unas monedas de una libra y las dejó encima de la formica, junto a un recipiente de plástico de ketchup que tenía la forma de un tomate enorme, con ketchup pasado endurecido y negro alrededor del orificio.

—Creo que, bueno, algo te pasó, eso está claro… Mira, lo más importante es, ¿tú te lo crees?

Richard le miró fijamente. Tenía ojeras oscuras bajo los ojos.

—¿Si yo me lo creo? Ya no lo sé. Me lo creía. Estuve allí. Había una parte en la que tú salías, ¿sabes?

—Antes no lo has mencionado.

—Era una parte bastante horrible. Me decías que me había vuelto loco y que lo único que hacía era vagar por Londres alucinando.

Salieron de la cafetería y caminaron hacia el sur, hacia Piccadilly.

—Bueno —dijo Gary—. Tienes que reconocer que eso suena más probable que tu Londres mágico de abajo, adonde va la gente que se cae por las grietas. He pasado junto a las personas que se caen por las grietas, Richard: duermen en los umbrales de las puertas de las tiendas por toda la Strand. No van a un Londres especial. Se mueren congeladas en invierno.

Richard no dijo nada.

Gary continuó.

—Creo que quizá te diste algún golpe en la cabeza. O quizá fue una especie de shock cuando Jessica te plantó. Te volviste un poco loco un tiempo. Luego mejoraste.

Richard se estremeció.

—¿Sabes qué es lo que me asusta? Creo que podrías tener razón.

—¿Así que la vida no es emocionante? —continuó Gary—. Genial. Yo me quedo con el aburrimiento. Al menos sé dónde comeré y dormiré esta noche y aún tengo un trabajo el lunes. ¿No? —se volvió y miró a Richard.

Richard asintió, vacilante.

—Sí.

Gary se miró el reloj.

—¡Hostia! —exclamó—. Son más de las dos. Esperemos que aún queden algunos taxis.

Entraron en Brewer Street, por la parte de Piccadilly del Soho, y pasaron junto a las luces de los espectáculos eróticos y de los clubs de striptease. Gary estaba hablando sobre taxis. No decía nada original o siquiera interesante. Simplemente estaba cumpliendo con su obligación de londinense de quejarse de los taxis.

—… Tenía la luz encendida y todo —decía—, le dije adonde quería ir y me dijo, lo siento, voy de camino a casa, yo dije, ¿dónde vivís todos los taxistas, si puede saberse? ¿Y por qué ninguno vive cerca de mi casa? El truco está en subirse primero y luego decirles que vives al sur del río, pero ¿qué pretendía decirme? Por el escándalo que estaba armando, Battersea podría haber estado en la maldita Katmandú…

Richard había dejado de escucharle. Cuando llegaron a Windmill Street, Richard cruzó al otro lado y miró por el escaparate de la tienda de revistas Vintage y examinó los modelos caricaturescos de estrellas de cine olvidadas y los pósters y cómics y revistas antiguas que estaban expuestos. Había sido una visión de un mundo de aventura e imaginación. Y no era real. Se lo dijo a sí mismo.

—¿Tú qué opinas? —preguntó Gary.

Richard volvió sobresaltado al presente.

—¿De qué?

Gary se dio cuenta de que Richard no había oído ni una palabra de lo que había dicho. Lo repitió:

—Si no hay ningún taxi podríamos coger un autobús nocturno.

—Sí —dijo Richard—, estupendo. Vale.

—Me preocupas.

—Lo siento.

Caminaron por Windmill Street, hacia Piccadilly. Richard hundió las manos en los bolsillos. Por un momento, puso cara de estar confundido y sacó una pluma negra de cuervo bastante arrugada, con un hilo rojo atado alrededor del cañón.

—¿Qué es eso? —preguntó Gary.

—Es una… —se calló—. Sólo es una pluma. Tienes razón. No es más que porquería —dejó caer la pluma en la alcantarilla junto al bordillo.

Gary vaciló. Entonces dijo, escogiendo sus palabras con cuidado:

—¿Has pensado en ver a alguien?

—¿Ver a alguien? Mira, no estoy loco, Gary.

—¿Estás seguro? —un taxi venía hacia ellos, con la luz amarilla de «libre» encendida.

—No —dijo Richard, sinceramente—. Aquí hay un taxi. Cógelo. Yo cogeré el siguiente.

—Gracias. —Gary le hizo una seña al taxi para que se parara y se subió detrás antes de decirle al conductor que quería ir a Battersea. Bajó el cristal de la ventanilla y, mientras el taxi arrancaba, dijo:

—Richard… esto es la realidad. Acostúmbrate a ella. Es todo lo que hay. Nos vemos el lunes.

Richard le dijo adiós con la mano y miró cómo se iba el taxi. Entonces se dio la vuelta y se alejó despacio de las luces de Piccadilly, dirigiéndose otra vez hacia Brewer Street. Ya no había ninguna pluma junto al borde de la acera. Richard se detuvo junto a una anciana, profundamente dormida en el umbral de la puerta de una tienda. Estaba tapada con una manta vieja y rasgada, y las pocas cosas que tenía —dos cajas pequeñas de cartón llenas de trastos y un paraguas sucio que antes había sido blanco—, estaban a su lado atadas con un cordel, que se había atado a la muñeca para que nadie se las robara mientras dormía. Llevaba un gorro de lana, de ningún color en particular.

Richard se sacó la cartera, encontró un billete de diez libras y se agachó para deslizar el billete doblado en la mano de la mujer. Ella abrió los ojos y se despertó sobresaltada. Pestañeó con ojos viejos al ver el dinero.

—¿Qué es esto? —dijo medio dormida, molesta porque la hubieran despertado.

—Quédeselo —dijo Richard.

Ella desdobló el dinero, luego se lo metió por la manga.

—¿Qué quiere? —le preguntó a Richard, con desconfianza.

—Nada —dijo Richard—. No quiero nada, de verdad. Nada en absoluto —y entonces se dio cuenta de lo cierto que era y de lo espantoso que se había vuelto ese hecho—. ¿Ha tenido alguna vez todo lo que siempre quiso? ¿Y entonces ha comprendido que no era en absoluto lo que quería?

—No puedo decir que sí —dijo ella, atrapando el sueño por el rabillo del ojo.

—Pensé que quería esto —dijo Richard—. Pensé que quería una vida agradable y normal. Verá, quizá estoy loco. Sí, quizá lo estoy. Pero si esto es todo lo que hay, entonces no quiero estar cuerdo. ¿Entiende? —ella dijo que no con la cabeza. Richard se metió la mano en el bolsillo interior—. ¿Ve esto? —dijo. Alzó el cuchillo—. Cazadora me lo dio mientras moría —le dijo.

—No me haga daño —dijo la anciana—. Yo no he hecho nada.

Oyó una intensidad extraña en su propia voz.

—Limpié su sangre de la hoja. Una cazadora siempre cuida de sus armas. El conde me armó caballero con él. Me dio la libertad del Lado Subterráneo.

—Yo no sé nada de eso —dijo ella—. Por favor, guárdelo. Sea buen chico.

Richard sopesó el cuchillo. Entonces arremetió contra la pared de ladrillo, junto al umbral de la puerta en la que la mujer había estado durmiendo. Hizo tres tajos, uno horizontal, dos verticales.

—¿Qué hace? —preguntó la mujer, con cautela.

—Una puerta —le dijo él.

Ella se sorbió la nariz.

—Debería guardar esa cosa. Si la policía le ve se lo llevarán preso por llevar armas ofensivas.

Richard miró el contorno de la puerta que había marcado en la pared. Se volvió a meter el cuchillo en el bolsillo y empezó a golpear la puerta con los puños.

—¡Eh! ¿Hay alguien ahí? ¿Me oís? Soy yo… Richard. ¿Puerta? ¿Alguien?

Se hizo daño en las manos, pero siguió aporreando los ladrillos.

Y entonces la locura le dejó, y paró.

—Lo siento —le dijo a la anciana.

Ella no contestó. O bien se había vuelto a dormir o bien, y eso era lo más probable, lo simulaba. Ronquidos de anciana, auténticos o fingidos, venían del umbral de la puerta. Richard se sentó en la acera y se preguntó cómo podía arruinarse uno tanto la vida como lo había hecho él. Entonces volvió a mirar la puerta que había marcado en la pared.

Había un agujero con forma de puerta en la pared, donde él había marcado el contorno. Había un hombre en la puerta, con los brazos cruzados de manera teatral. Se quedó allí hasta que estuvo seguro de que Richard le había visto. Y entonces dio un bostezo enorme, tapándose la boca con una mano morena.

El marqués de Carabás enarcó las cejas.

—¿Y bien? —dijo con irritación—. ¿Vienes?

Richard le miró fijamente un instante.

Luego asintió con la cabeza, sin atreverse a hablar, y se puso en pie. Y se fueron juntos por el agujero de la pared, de vuelta a la oscuridad, sin dejar nada tras ellos: ni siquiera la puerta.