13
El ángel Islington estaba soñando un sueño oscuro y vibrante.
Olas inmensas se alzaban y rompían sobre la ciudad; relámpagos blancos desgarraban en zigzag el cielo nocturno; llovía a cántaros, la ciudad temblaba: brotaron unos incendios cerca del gran anfiteatro que se extendieron, rápido, por la ciudad, a pesar de la tormenta. Islington lo dominaba todo desde muy arriba, cerniéndose en el aire, como uno se cierne en los sueños, como se había cernido en aquellos tiempos tan lejanos. Había edificios en aquella ciudad que medían cientos de metros de alto, pero parecían pequeños frente a las olas verde gris del Atlántico. Entonces oyó gritar a la gente. Había cuatro millones de personas en la Atlántida y, en su sueño, Islington oyó todas y cada una de sus voces, clara y perfectamente, cuando, una por una, gritaron y se asfixiaron y se quemaron y se ahogaron y murieron. Las olas se tragaron la ciudad y, por fin, la tormenta amainó.
Cuando rayó el alba, no quedaba nada que indicara que allí había habido una ciudad alguna vez y mucho menos una isla el doble de grande que Grecia. No quedó nada de la Atlántida más que los cuerpos hinchados de niños, de mujeres y de hombres, flotando por el agua, en las olas frías de la mañana; cuerpos que las gaviotas, grises y blancas, ya estaban empezando a picotear con sus picos crueles.
E Islington despertó. Estaba de pie en el octágono de los pilares de hierro, junto a la gran puerta negra, hecha de sílex y de plata deslustrada. Tocó la fría suavidad del sílex, el metal gélido. Tocó la mesa. Rozó las paredes con el dedo. Luego atravesó los aposentos de su morada, uno tras otro, tocando cosas, como para asegurarse de su existencia, para convencerse de que estaba aquí y ahora. Siguió unos dibujos, mientras andaba, canales lisos que, con los siglos, sus pies delgados habían formado en la roca. Se detuvo cuando llegó a la charca, se arrodilló y dejó que sus dedos tocaran el agua fría.
Se formó una onda en el agua, que empezó con las puntas de sus dedos y se repitió hasta llegar a la orilla. Los reflejos de la charca, del mismo ángel y de las llamas de las velas que lo enmarcaban, temblaron y se transformaron. Se veía un sótano. El ángel se concentró un momento; oía un teléfono que sonaba, en algún lugar en la lejanía.
El Sr. Croup se acercó al teléfono y levantó el auricular. Se le veía bastante satisfecho consigo mismo.
—Croup y Vandemar —rugió—. Sacamos ojos, retorcemos narices, perforamos lenguas, partimos barbillas, cortamos pescuezos.
—Señor Croup —dijo el ángel—. Ya tienen la llave. Quiero que se ocupen de que la chica llamada Puerta esté a salvo en su viaje de regreso aquí.
—A salvo —repitió el Sr. Croup, nada convencido—. De acuerdo. La mantendremos a salvo. Qué idea tan maravillosa, qué originalidad. Verdaderamente pasmosa. La mayoría de la gente se contentaría con contratar a asesinos para ejecuciones, homicidios furtivos, incluso viles asesinatos. Sólo usted, señor, contrataría a los dos mejores asesinos de todo el espacio y el tiempo, y luego les pediría que se asegurasen de que una niñita permaneciera ilesa.
—Asegúrese de que sea así, señor Croup. Nada debe hacerle daño. Permita que algo le haga daño en cualquier sentido y me contrariará mucho. ¿Lo ha entendido?
—Sí. —Croup se movió intranquilo.
—¿Hay algo más? —preguntó Islington.
—Sí, señor. —Croup se tosió en la mano—. ¿Se acuerda del marqués de Carabás?
—Por supuesto.
—¿Entiendo que no hay ninguna prohibición semejante de extirpar al marqués…?
—Ya no —dijo el ángel—, sólo protejan a la chica.
Sacó la mano del agua. Ahora solamente se reflejaban llamas de velas y un ángel de belleza increíble y perfectamente andrógina. El ángel Islington se levantó y regresó a sus aposentos interiores para esperar a sus inminentes visitantes.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el Sr. Vandemar.
—Ha dicho, señor Vandemar, que somos libres de hacerle todo lo que deseemos al marqués.
Vandemar asintió.
—¿Eso incluía matarle con mucho dolor? —preguntó, con algo de pedantería.
—Sí, señor Vandemar, pensándolo bien, diría que sí.
—Eso está bien, señor Croup. No me gustaría que volvieran a reñirnos —levantó la vista hacia la cosa ensangrentada que estaba colgada encima de ellos—. Será mejor que nos deshagamos del cuerpo, entonces.
Una de las ruedas delanteras del carrito de la compra del supermercado chirriaba y tenía una marcada tendencia a tirar hacia la izquierda. El Sr. Vandemar había encontrado el carrito metálico en una isla peatonal cubierta de hierba, cerca del hospital. Al verlo se dio cuenta de que tenía el tamaño perfecto para transportar un cuerpo. Podría haber cargado con el cuerpo, por supuesto; pero entonces podría haberse manchado de sangre o de gotas de otros fluidos. Y sólo tenía un traje. Así que empujaba el carrito de la compra con el cuerpo del marqués de Carabás dentro, por el desagüe de aguas pluviales, y el carrito chirriaba y tiraba hacia la izquierda. Pensó que el Sr. Croup podría empujar el carrito, para variar. Sin embargo, el Sr. Croup estaba hablando.
—¿Sabe, Sr. Vandemar? —decía—. En este momento estoy demasiado rebosante de alegría, demasiado encantado, y no digamos ya demasiado extasiado de una forma absoluta y sin límites para refunfuñar, renegar o rezongar, ya que por fin se nos ha permitido hacer lo que hacemos mejor…
El Sr. Vandemar sorteó una esquina particularmente difícil.
—¿Se refiere a matar a alguien? —preguntó.
El Sr. Croup esbozó una sonrisa radiante.
—Me refiero a matar a alguien, en efecto, señor Vandemar, alma valerosa, amigo noble y reluciente. No obstante, ya debe de haber intuido un «pero» latente merodeando bajo mi exterior feliz, risueño y alegre. Una irritación minúscula, como si tuviera el trocito más diminuto de hígado crudo metido dentro de la bota. No me cabe la menor duda de que debe de estar diciéndose: «Algo va mal en el pecho del señor Croup. Le induciré a que se desahogue conmigo».
El Sr. Vandemar reflexionó sobre ello mientras forzaba la puerta redonda de hierro que había entre el desagüe de aguas pluviales y la cloaca, y la cruzaba con dificultad. Luego pasó a pulso por la puerta el carrito metálico con el cuerpo del marqués de Carabás. Y después, más o menos seguro de que no había estado pensando nada semejante, dijo:
—No.
El Sr. Croup lo ignoró y continuó:
—… Y si entonces, en respuesta a sus súplicas, le revelase lo que me irrita, le confesaría que a mi alma le fastidia la necesidad de ser modesto. Deberíamos estar colgando los tristes restos del marqués de la horca más alta de Londres de Abajo y no tirándolo como algo usado, como… —hizo una pausa, buscando el símil exacto.
—¿Una rata? —sugirió el Sr. Vandemar—. ¿Unas empulgueras? ¿Un bazo? —ñeec, ñeec, chirriaban las ruedas del carrito de la compra.
—En fin —dijo el Sr. Croup. Delante de ellos había un canal profundo de agua marrón. En la superficie del agua y arrastrados por la corriente había espuma de jabón de color hueso, condones usados y algún que otro trozo de papel higiénico. El Sr. Vandemar paró el carrito de la compra. El Sr. Croup se inclinó y le cogió la cabeza al marques por el pelo, diciéndole entre dientes al oído muerto:
—Cuanto antes se acabe este asunto, más contento estaré. Hay otros tiempos y otros lugares que apreciarían como es debido a dos expertos con el garrote vil o el cuchillo deshuesador.
Entonces se irguió.
—Buenas noches, buen marqués. No se olvide de escribir.
El Sr. Vandemar volcó el carrito, y el cadáver del marqués cayó ruidosamente en el agua marrón debajo de ellos. Y entonces, porque había llegado a disgustarle profundamente, el Sr. Vandemar tiró también el carrito de la compra a la cloaca de un empujón y miró cómo la corriente se lo llevaba.
Entonces el Sr. Croup levantó la lámpara y observó el lugar en que estaban.
—Me entristece pensar —dijo—, que hay gente caminando por las calles de arriba que nunca conocerán la belleza de estas cloacas, señor Vandemar. Éstas catedrales de ladrillo rojo bajo sus pies.
—Artesanía —asintió el Sr. Vandemar.
Le dieron la espalda al agua marrón y regresaron a los túneles.
—Sucede lo mismo con las ciudades que con la gente, señor Vandemar —dijo el Sr. Croup, remilgado—, el estado de sus intestinos es de suma importancia.
Puerta se ató la llave al cuello con un cordel que encontró en uno de los bolsillos de su chaqueta de cuero.
—Así no estará segura —dijo Richard. La chica le hizo una mueca—. Bueno —dijo él—, no lo estará.
Ella se encogió de hombros.
—Está bien —dijo—. Buscaré una cadena para colgarla cuando lleguemos al mercado. —Estaban atravesando un laberinto de cuevas, túneles profundos que parecían casi prehistóricos, abiertos a hachazos en la piedra caliza.
Richard soltó una risita.
—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Puerta.
Él sonrió.
—Es que estaba pensando en la cara que pondrá el marqués cuando le digamos que conseguimos la llave de los monjes sin su ayuda.
—Seguro que tendrá algo sardónico que decir al respecto —dijo ella—. Y luego, de vuelta al ángel. Por el «camino largo y peligroso», sea lo que sea.
Richard admiró las pinturas de las paredes de la cueva. Rojizos y ocres y sienas perfilaban jabalíes que embestían y gacelas que huían, mastodontes lanudos y perezosos gigantes: se imaginó que las pinturas debían de tener miles de años, pero entonces doblaron una esquina y se dio cuenta de que, con el mismo estilo, había camiones, gatos domésticos, coches y —notablemente inferiores a las otras imágenes, como si sólo se vislumbraran rara vez y desde muy lejos—, aviones.
Todas las pinturas estaban a poca distancia del suelo. Se preguntó si los pintores eran una raza de pigmeos de Neanderthal subterráneos. Era tan probable como cualquier otra cosa en aquel extraño mundo.
—¿Y dónde se celebrará el próximo mercado? —preguntó.
—Ni idea —dijo Puerta—. ¿Cazadora?
Cazadora surgió de las sombras sin hacer ruido.
—No lo sé.
Una figura pequeña pasó corriendo por su lado, siguiendo el camino por donde habían venido. Unos momentos después otro par de figuras diminutas vinieron hacia ellos en feroz persecución de la primera. Cazadora sacó rápidamente la mano cuando pasaban, enganchando a un niño por la oreja.
—Ay —dijo él, al estilo de los niños—. ¡Suéltame! Aquélla niña me ha robado el pincel.
—Es verdad —dijo una voz aflautada desde el fondo del pasillo—. Se lo ha robado.
—No lo he hecho —llegó una voz aún más alta y aún más aflautada, desde aún más al fondo del pasillo.
Cazadora señaló las pinturas de la pared de la cueva.
—¿Las has hecho tú? —preguntó.
El niño tenía una arrogancia intensa sólo vista en los mejores de los artistas y en todos los niños de nueve años.
—Sí —dijo con agresividad—. Algunas.
—No están mal —dijo Cazadora. El niño la fulminó con la mirada.
—¿Dónde será el próximo Mercado Flotante? —preguntó Puerta.
—En Belfast —dijo el niño—. Ésta noche.
—Gracias —dijo Puerta—. Espero que recuperes el pincel. Deja que se vaya, Cazadora.
Cazadora le soltó la oreja al niño, pero este no se movió. La miró de arriba abajo, luego hizo una mueca, para indicar que no estaba, sin ninguna duda, nada convencido.
—¿Tú eres Cazadora? —preguntó. Ella le sonrió, con modestia. Él se sorbió los mocos—. ¿Tú eres el mejor guardaespaldas del Lado Subterráneo?
—Eso me han dicho.
El niño movió la mano hacia atrás y hacia delante otra vez con un movimiento suave. Se detuvo, perplejo, y abrió la mano y se examinó la palma. Entonces levantó la vista hacia Cazadora, confundido. Cazadora abrió la mano dejando ver una navaja automática pequeña con un filo siniestro. La alzó, fuera del alcance del niño. Él arrugó la nariz.
—¿Cómo lo has hecho?
—Fuera de aquí —dijo Cazadora. Cerró la navaja y se la lanzó al niño, que se largó por el pasillo sin mirar atrás, en pos de su pincel.
La corriente empujó el cuerpo del marqués hacia el éste, por la profunda cloaca, boca abajo.
Las cloacas de Londres habían empezado siendo ríos y arroyos, fluyendo de norte a sur (y, al sur del Támesis, de sur a norte), llevando basura, cuerpos de animales muertos y el contenido de los orinales al Támesis, que se llevaba, en su mayor parte, las desagradables sustancias al mar. Éste sistema había funcionado más o menos durante muchos años, hasta que, en 1858, el enorme volumen de vertidos que producían la gente y las industrias de Londres, combinados con un verano bastante caluroso, produjo un fenómeno conocido entonces como el Gran Hedor: el Támesis mismo se había convertido en una cloaca abierta. La gente que podía irse de Londres, se fue; los que se quedaron se tapaban las caras con trapos empapados en fenol e intentaban no respirar por la nariz. El Parlamento se vio obligado a suspender sus actividades a principios de 1858 y, al año siguiente, ordenó que empezase un programa de construcción de cloacas. Los miles de kilómetros de cloacas que se hicieron se construyeron con una cuesta poco pronunciada de oeste a este y, en algún lugar más allá de Greenwich, las vaciaban con una bomba en el estuario del Támesis, y las aguas residuales eran arrastradas al Mar del Norte. Éste era el camino que el cuerpo del difunto marqués de Carabás estaba siguiendo, viajando de oeste a éste, hacia la salida del sol y hacia la planta de tratamiento de aguas residuales.
Unas ratas que estaban en una cornisa alta de ladrillo, haciendo aquello que hacen las ratas cuando la gente no mira, vieron pasar el cuerpo. La más grande, un gran macho negro, chilló. Una hembra pequeña marrón le contestó con otro chillido y luego saltó de la cornisa a la espalda del marqués y bajó un trecho por la cloaca encima de él, olisqueándole el pelo y el abrigo, y probando la sangre y, después, peligrosamente, se inclinó por encima del cuerpo y escudriñó lo que se podía ver de la cara.
Saltó de la cabeza al agua sucísima y nadó con diligencia al borde. Donde se encaramó al enladrillado resbaladizo. Volvió corriendo por una viga y se reunió con sus compañeros.
—¿Belfast? —preguntó Richard.
Puerta sonrió, con picardía, y no quiso decir nada más que:
—Ya verás —cuando él le insistió sobre el tema.
Cambió de táctica.
—¿Cómo sabes que el niño te decía la verdad sobre el mercado? —preguntó.
—No es algo sobre lo que nadie de aquí abajo mienta nunca. Creo que… no podemos mentir sobre ello —hizo una pausa—. El mercado es especial.
—¿Cómo sabía el niño dónde se hacía?
—Alguien se lo dijo —contestó Cazadora.
Richard pensó en eso un momento.
—¿Cómo lo supieron los demás?
—Alguien se lo dijo —explicó Puerta.
—Pero… —se preguntó quién elegía el sitio en primer lugar y cómo se difundía la noticia, e intentó formular la pregunta de tal modo que no sonase estúpido.
Una voz sonora de mujer preguntó desde la oscuridad:
—Ssht, ¿tenéis idea de dónde se celebra el próximo mercado?
Salió a la luz. Llevaba joyas de plata y tenía el pelo perfectamente peinado. Era muy pálida y su vestido largo era de terciopelo azabache. Richard supo de inmediato que la había visto antes, pero tardó unos momentos en situarla: el primer Mercado Flotante, ahí fue… en Harrods. Ella le había sonreído.
—Ésta noche —dijo Cazadora—. En Belfast.
—Gracias —dijo la mujer. Tenía unos ojos de lo más asombroso, pensó Richard. Eran del color de las dedaleras.
—Allí os veré —dijo ella, y miró a Richard al decirlo. Luego apartó la mirada, un poco tímida; entró en las sombras y desapareció.
—¿Quién era ésa? —preguntó Richard.
—Se hacen llamar las Terciopelo —dijo Puerta—. Duermen aquí abajo durante el día y recorren el Sobremundo de noche.
—¿Son peligrosas? —preguntó Richard.
—Todo el mundo es peligroso —dijo Cazadora.
—Mira —dijo Richard—. Volviendo al tema del mercado. ¿Quién decide dónde se celebra y cuándo? ¿Y cómo se enteran las primeras personas de dónde se va a celebrar? —Cazadora se encogió de hombros—. ¿Puerta? —preguntó Richard.
—Nunca lo he pensado —doblaron una esquina. Puerta levantó la lámpara—. No está nada mal —dijo.
—Y rápido, además —dijo Cazadora. Tocó la pintura de la pared de roca con la punta del dedo. La pintura aún estaba húmeda. Era un dibujo de Cazadora, Puerta y Richard. No habían quedado muy atractivos.
La rata negra entró en la guarida de las Doradas respetuosamente, con la cabeza baja y las orejas hacia atrás. Avanzó muy despacio, entre grititos y chillidos.
Las Doradas habían construido su guarida en un montón de huesos, que antes habían pertenecido a un mamut lanudo, en los tiempos fríos en que las grandes bestias peludas caminaban por la tundra nevada del sur de Inglaterra como si, según las Doradas, fueran los dueños y señores del lugar. A este mamut en concreto, al menos, las Doradas lo habían sacado de su error de un modo bastante concienzudo y totalmente irreversible.
La rata negra rindió homenaje al pie del montón de huesos. Luego se tendió de espaldas con el cuello al descubierto, cerró los ojos y esperó. Después de un rato, un chillido desde lo alto le indicó que podía darse la vuelta.
Una de las Doradas salió del cráneo del mamut, en la cima del montón de huesos. Avanzó paso a paso por el viejo colmillo de marfil, una rata de piel dorada con ojos de color cobrizo, del tamaño de un gato doméstico grande.
La rata negra habló. La Dorada pensó, brevemente, y le dio una orden. La rata negra se puso boca arriba, dejando el cuello al descubierto otra vez, por un momento. Luego dio una vuelta y un culebreo, y se marchó.
Había habido Cloaqueros antes del Gran Hedor, por supuesto, viviendo en las cloacas isabelinas o en las de la Restauración o en las de la Regencia, a medida que más y más de las vías fluviales de Londres se desviaban a tuberías y a pasadizos cubiertos, a medida que la población en expansión producía más porquería, más basura, más vertidos: pero fue después del Gran Hedor, después del gran plan Victoriano de construcción de cloacas. Cuando los Cloaqueros tomaron posesión de lo suyo. Se les podía encontrar en cualquier parte a lo largo y a lo ancho del alcantarillado, pero fijaron su residencia en algunas de las bóvedas de ladrillo rojo parecidas a las de las iglesias que había hacia el éste, junto a la confluencia de muchas de las aguas revueltas y espumosas. Se sentaban, junto a barras, redes y ganchos improvisados, y observaban la superficie del agua marrón.
Llevaban ropas marrones y verdes, cubiertas de una capa gruesa de algo que podría haber sido moho y podría haber sido lodo petroquímico y cabía la posibilidad de que pudiera haber sido algo mucho peor. Tenían el pelo largo y enmarañado. Olían más o menos como uno se imaginaría. Había faroles viejos colgados por el túnel. Nadie sabía qué usaban los Cloaqueros como combustible, pero sus faroles ardían con una llama verde y azul más bien nociva.
No se sabía cómo se comunicaban entre ellos. En sus pocas relaciones con el mundo exterior, usaban una especie de lenguaje gestual. Vivían en un mundo de borboteos y de goteos, los hombres, las mujeres y los niños silenciosos de las cloacas.
Dunnikin divisó algo en el agua. Era el jefe de los Cloaqueros, el más sabio y el más viejo. Conocía las cloacas mejor que sus primeros constructores. Dunnikin alargó la mano para coger una red larga para pescar gambas; un movimiento experto de la mano y ya estaba sacando del agua un teléfono móvil bastante empapado. Se acercó al montoncito de basura del rincón y puso el teléfono con el resto de la pesca del día, que hasta ese momento estaba compuesta de dos guantes sin pareja, un zapato, un cráneo de gato, un paquete de cigarrillos empapado, una pierna ortopédica, un cocker muerto, un par de cuernos (montados), y la parte de abajo de un cochecito de niño.
No había sido un buen día. Y esa noche era noche de mercado, al aire libre. Así que Dunnikin no apartaba la vista del agua. Nunca se sabía lo que podía aparecer.
El Viejo Bailey estaba colgando la colada para que se secase. Mantas y sábanas se agitaron y volaron con el viento en la azotea de Centre Point, el rascacielos feo y distintivo de los años sesenta que marca el extremo oriental de Oxford Street, muy por encima de la estación de Tottenham Court Road. Al Viejo Bailey no le gustaba mucho Centre Point, pero, como les decía a menudo a los pájaros, la vista desde la azotea no tenía comparación y, además, la azotea de Centre Point era uno de los pocos sitios del West End de Londres donde no se tenía que ver el mismo Centre Point.
El viento arrancó plumas del abrigo del Viejo Bailey y se las llevó, haciéndolas volar por encima de Londres. No le importó. Como también les decía a menudo a sus pájaros, había más donde encontrar aquéllas.
Una rata grande y negra salió de la tapa rota de una rejilla de ventilación, miró a su alrededor y luego se acercó a la tienda salpicada de cagadas de pájaro del Viejo Bailey. Subió corriendo por el lado de la tienda, luego corrió por la cuerda para tender la ropa del Viejo Bailey y le chilló, con urgencia.
—Más despacio, más despacio —dijo el Viejo Bailey. La rata repitió lo dicho, en un tono más bajo pero con la misma urgencia—. Válgame Dios —dijo el Viejo Bailey. Entró en su tienda corriendo y regresó con armas: su tenedor para tostar pan y una pala para el carbón. Luego volvió corriendo a la tienda y salió con algunos utensilios para negociar. Y luego entró en la tienda por última vez, abrió el arcón de madera y se metió la cajita de plata en el bolsillo.
—La verdad es que no tengo tiempo para estas payasadas —le dijo a la rata, al salir por última vez de la tienda—. Soy un hombre muy ocupado. Los pájaros no se cogen solos, ¿sabes?
La rata le chilló. El Viejo Bailey estaba desatando el rollo de cuerda que llevaba alrededor de la cintura.
—Bueno —le dijo a la rata—, hay otros que podrían ir a buscar el cuerpo. Yo ya no soy tan joven. No me gustan los lugares subterráneos. Soy un hombre de tejados, yo, nacido y criado aquí.
La rata hizo un ruido grosero.
—Vísteme despacio, que tengo prisa —replicó el Viejo Bailey—. Ya voy, mocosa. Conocí a tu tatarabuelo, jovencita, así que no intentes darte aires… Bueno, ¿dónde va a ser el mercado? —la rata se lo dijo. Entonces el Viejo Bailey se metió a la rata en el bolsillo y se encaramó por encima del borde del edificio.
Sentado en un saliente junto a la cloaca, en su silla de jardín de plástico, a Dunnikin le invadió un presentimiento de riqueza y prosperidad. Lo sentía flotar de oeste a éste, hacia ellos.
Dio unas palmadas, fuertes. Otros hombres llegaron corriendo, y las mujeres y los niños, que agarraron ganchos y redes y cuerdas por el camino. Se reunieron a lo largo del saliente resbaladizo de la cloaca, a la luz verde y chisporroteante de sus faroles. Dunnikin señaló, y esperaron, en silencio, que es como esperan los Cloaqueros.
El cuerpo del marqués llegó flotando boca abajo por la cloaca, llevado por la corriente tan despacio y con tanta majestuosidad como una barcaza fúnebre. Lo recogieron con sus ganchos y sus redes, en silencio, y pronto lo tenían encima del saliente. Le sacaron el abrigo, las botas, el reloj de oro y el contenido de los bolsillos del abrigo, pero dejaron el resto de la ropa en el cadáver.
Dunnikin sonrió al ver el botín. Volvió a aplaudir, y los Cloaqueros se empezaron a preparar para el mercado. Ahora sí tenían algo de valor para vender.
—¿Estás segura de que el marqués estará en el mercado? —le preguntó Richard a Puerta, mientras el camino empezaba, poco a poco, a ascender—. No nos fallará —dijo ella, con toda la confianza que pudo—. Estoy segura de que estará allí.