Epílogo
El gato era muy gordo; estaba acostumbrado a alimentarse de la basura, los restos que tiraban por la ventana de la cocina y, ocasionalmente, de alguna que otra rata perezosa y sobrealimentada como él. Era un macho negro, con la cara y la cola blancas. No tenía nombre, al menos que él supiera, pero alguien lo estaba llamando. Alguien lo requería, lo necesitaba.
No solía aventurarse dentro de la sala donde estaba sentado el anciano, aquella habitación llena de enormes puertas y ventanas con forma de luna. Las puertas hacían que un cosquilleo le recorriera el espinazo y que se le pusieran frías las almohadillas de las patas. Sin embargo, esa vez se subió de un salto a las escaleras sin vacilar; y su tremenda panza se balanceó. Pasó junto al cadáver, ya frío, de un joven hechicero que yacía en el rellano superior. Y luego pasó otros dos, separados por el cadáver de un perro.
Cuando llegó al salón del trono, la llamada lo hizo estremecerse, apoderándose de su mente y de todos sus sentidos. Y allí, de pie en uno de los umbrales de los que colgaban pesados cortinajes, había un joven, un ordenanza, que aún se mantenía en pie. Frente a él había una mujer. El gato la percibía a un tiempo como joven y vieja, fuerte y débil. Tenía el poder de verlo todo, pero necesitaba de la sabiduría del gato, de su vista.
El animal saltó a los brazos de la mujer y ella entró en él; sus mentes se fundieron y, en un instante, la voluntad del animal quedó anulada.
—¿Cuál es tu nombre? —le dijo la mujer al ordenanza.
El joven le sostuvo la mirada.
—Monmouth —dijo—. ¿Cuál es el vuestro?
La mujer se rió. El eco de su risa llenó el salón de piedra.
—¿Ni siquiera eres un aprendiz de hechicero y te atreves a preguntarme eso? He devorado la vida de tus maestros, que yacen fríos detrás de ti… ¿y te atreves a preguntar mi nombre?
Dio un paso hacia él.
—Sí —respondió sin amedrentarse. Sólo movió un poco los pies.
La mujer se acercó aún más, acariciando la cabeza del pesado gato.
—Entonces despierta a tu maestro Carnassus, ese anciano tembloroso, y dile esto, si tu boca es capaz de dar cabida a estas palabras. Dile que Nimiane, la temida reina de Endor, la última descendiente de la estirpe de Niac, cuya voz destruyó la magia de FitzFaeren, que hizo hervir el mar para doblegar la fuerza de Amram y condenó a los Merlinis, antaño sometidos por Mordecai, el hijo de Amram, a descansar bajo la madera, se ha liberado de sus cadenas como su padre se liberó de la sangre de Adán y ha venido para ver si un anciano recuerda los votos que hizo cuando era joven. Los Perros de la Bruja tienen ahora una nueva presa.