Capítulo 5

capitulo

Henry se sentó en el suelo del rellano y observó a su tío hurgar en el pomo de la puerta.

—Aquí va —dijo tío Frank. Tiró, y el pomo se desprendió fácilmente.

—¿Qué es ese pincho? —preguntó Henry.

—Ese pincho, Henry, es la pieza que atraviesa la puerta y sostiene el pomo —respondió Frank. Luego miró a Henry y movió las cejas—. Y ahora vamos a ser un poco más osados de lo que he sido hasta ahora. Tu tía ha esperado dos años, así que supongo que ya le he hecho esperar bastante.

Frank puso el pulgar en la punta de la barra y empujó. La barra murmuró y se sacudió varias veces, pero finalmente encajó en la puerta. Cuando por fin consiguió pasar el embellecedor de latón envejecido, el tío Frank usó un destornillador para empujar la barra hasta el fondo. Henry oyó un golpe al otro lado de la puerta.

—Eso ha sido el pomo del interior de la puerta, que ha caído al suelo —dijo el tío Frank—. Y no podremos volver a ponerlo a menos que abramos la puerta. Te diré algo, Henry: hoy voy a hacer algo que me he resistido a hacer en los últimos dos años. Si la puerta no se abre, la echaremos abajo. Es una buena puerta; ya no hacen puertas como ésta y no me gustaría tener que romperla, pero probablemente será el marco lo que se raje.

—¿Crees que se abrirá? —le preguntó Henry.

—No —contestó Frank—, pero no voy a volver abajo con el rabo entre las piernas. Primero le hurgaré un poco las tripas, y si eso no funciona me liaré a patadas con ella.

La operación duró unos cuarenta y cinco minutos. A la puerta se le salió el embellecedor de latón y todo lo que pudo salírsele. Los destornilladores giraban y apuñalaban la madera. Al final, el tío Frank se levantó, se puso las manos en las lumbares, se inclinó hacia atrás y se meció de un lado a otro. El gato pasó por delante de Henry y se frotó contra la pierna de Frank.

—Bueno, allá vamos. Que Dios me perdone.

Frank levantó el pie derecho y le pegó una patada a la puerta, justo donde había estado el pomo. Abajo se oyó un grito.

—¿Se ha abierto? —preguntó Dotty a voces.

—¡Silencio, mujer! —le gritó Frank—. Pronto se abrirá.

La puerta no se movió, pero hizo un ruido tremendo, como un enorme tambor de madera. Frank retrocedió todo lo que pudo, dio cinco pasos rápidos y cargó contra la puerta. Su cuerpo se estrelló contra la madera y luego contra el suelo.

El gato, que había estado observando desde el rincón, se alejó con parsimonia. Al principio Henry no dijo nada, e intentó seguir sin decir nada, pero luego se rió. Frank también empezó a reírse, pero al momento se calló.

—Tenemos que conseguir que esta cosa se abra —dijo—. Nunca había visto una puerta de roble tan sólida, y ésta es de abeto.

—¿Abeto? ¿El abeto es como el pino? —preguntó Henry—. Yo creía que la madera de pino era blanda.

—Y lo es. La madera de abeto es un poco más dura, pero no tanto como ésta.

Frank examinó la madera de la puerta.

—Parece abeto. Las vetas son un poco distintas, pero aun así está claro que es abeto. Ten cuidado, Henry; voy a intentar hacerme daño de nuevo. Si no funciona, nos pondremos drásticos.

Henry se echó un poco más hacia atrás.

—Una vez vi hacer esto en una película —dijo el tío Frank, retrocediendo de nuevo hasta la barandilla para darse impulso.

Allí parado, se balanceó hacia delante y hacia atrás, luego dio cuatro pasos y saltó con los pies hacia delante. Cuando éstos golpearon la puerta, cayó al suelo de espaldas, y se quedó con las piernas levantadas y apoyadas en la puerta, boqueando.

—¿Estás bien, tío Frank? —le preguntó Henry—. ¿Quieres que traiga a la tía Dotty?

—No —jadeó el tío Frank—. Es sólo que del golpe se me ha cortado la respiración —se incorporó despacio y luego se levantó—. Espera aquí; vuelvo enseguida. Tendremos que jugar sucio.

Se llevó un dedo a los labios y bajó sigilosamente las escaleras. Al cabo de un rato, Henry oyó la voz de la tía Dotty.

—¿Frank? ¿Qué estás haciendo?

—Sólo voy a coger unas cuantas herramientas más. Volveré en un minuto.

—¿Cómo va?

—No muy mal.

Henry oyó la puerta trasera cerrarse con un golpe. Estaba a solas con sus pensamientos y el gato, que había reaparecido y estaba lavándose en el otro extremo del rellano. Henry miró al gato. El gato miró a Henry.

—Perdona lo de la otra vez —le dijo Henry.

El gato lo miró de arriba a abajo y continuó llenándose la lengua de pelos.

Henry se sentó en el suelo de moqueta verde del rellano, pero a los cinco minutos la impaciencia le pudo y se levantó con la intención de subir a su cuarto. Fue en ese preciso momento cuando apareció el tío Frank por la escalera con un hacha en la mano. Estaba completamente cubierta de óxido y un poco de pintura roja, pero la hoja parecía afilada. Henry se preguntó cuándo la habría usado su tío por última vez. Quizá la afilase con regularidad, como los cuchillos de la tía Dotty.

Frank asió con fuerza el mango del hacha y se rió.

—Bueno, Henry, pues aquí estamos. Ahora vamos en serio.

Henry se hizo a un lado mientras Frank se acercaba a la puerta. Su tío se llevó la mano al cuello y se sacó un cordón negro de dentro de la camisa. En el extremo del colgante pendía un anillo de plata. Frank lo besó rápidamente y volvió a guardarlo bajo la camisa. Giró el tronco, su mano derecha se deslizó hacia la parte superior del mango del hacha y la izquierda descendió hasta el extremo inferior.

Cambió el peso del cuerpo de un pie a otro y su cabeza se balanceó. Aunque era evidente que hacía mucho que no usaba el hacha, a Henry le dio la impresión de que era algo que había hecho a menudo tiempo atrás y con lo que había disfrutado enormemente.

Frank giró el tronco hacia atrás, cuadró las caderas y su mano derecha bajó por el mango para detenerse sobre la izquierda.

* * *

En el pasado, la puerta de la habitación del abuelo había sido una puerta normal de madera de abeto con cuatro paneles: dos rectángulos verticales grandes en la parte de arriba y dos más pequeños en la de abajo. El tinte de la madera era oscuro, como el del nogal, pero debajo de éste se escondía un rojo aún más intenso. Aquel color seducía a la vista para luego esconderse, tratando de provocar que algo lo descubriera. Resultaba imposible captar aquel color con la mirada, pero su presencia era perfectamente perceptible, subyacente en el interior de la madera.

Existen lugares donde se han petrificado bosques enteros. Es un proceso que suele ocurrir en el fondo de los lagos, después de una erupción volcánica. La puerta de la habitación del abuelo no se había petrificado ni era de roca, pero sí de algo muy parecido. Su médula era más fuerte que la piedra porque era menos quebradiza. El hacha de Frank podría haber abierto una brecha en una puerta petrificada, pero no en la del abuelo.

El filo del hacha vibró contra la madera y rebotó. Frank la dejó en el suelo, apoyada contra la pared, se sacudió las manos y examinó la marca que había hecho. Había golpeado una hendidura que había junto al panel derecho, en la parte superior de la puerta. La madera debería ser igual de fina ahí que en cualquier otra parte de la puerta, por lo que el hacha debería haberla atravesado. En cambio, la profundidad de la muesca que había producido el golpe era de unos treinta milímetros. Frank no dijo nada. Tampoco miró a Henry. Simplemente cogió el hacha y comenzó a golpear la puerta de nuevo.

Henry lo observaba, viendo cómo cada hachazo rebotaba en la puerta. Frank la atacaba por la izquierda y por la derecha, siempre en los bordes de los paneles, pero el hacha saltaba, brincaba sobre la madera, se escurría, se retorcía. Frank finalmente paró, jadeante, y se secó el sudor de la cabeza. Toda la moqueta estaba salpicada de astillas.

—Henry —le dijo al chico, respirando entrecortadamente—, no estoy seguro de que esto vaya a funcionar. —Tomó el hacha y pasó el dedo por el filo de la hoja—. Ya está desafilado —masculló.

—¿Nos damos por vencidos? —le preguntó Henry.

—No. Esta noche vamos a una barbacoa, y le he dicho a Dots que abriré la puerta antes de que salgamos, como sea. Puedes irte a hacer lo que quieras; yo tengo que darle un poco al coco, a ver qué hago con esto.

—¿Seguro? ¿No te hago falta para nada?

—No. Lárgate.

Henry se acercó a la puerta y la palpó. Había muchas muescas, pero eran superficiales.

—¿Por qué no ha funcionado el hacha?

—No lo sé; eso es a lo que tengo que darle vueltas. Tu abuelo era un tipo raro; igual de egoista muerto que vivo, pero esto es lo más extraño que he visto nunca. Anda, vete a dar una vuelta. Yo voy a ir al granero; me oirás cuando vuelva, si lo que quieres es presenciar mi último ataque.

Y con esas palabras Frank bajó las escaleras, con el hacha desafilada al hombro.

Henry no estuvo quieto mucho rato. En cuanto perdió a su tío de vista, trepó las escaleras del ático y se puso a rascar con las uñas la pintura de la puerta metálica. Un rato después saltó de la cama, bajó corriendo las escaleras y, con mucha calma, se dirigió hacia la mesa del comedor, de donde recuperó la navaja recién afilada. Luego dio media vuelta y regresó a su cuarto como un rayo.

Henry examinó el filo de la mermada hoja de su navaja sentado en la cama. Frank la había reducido casi un tercio de su tamaño original, pero había quedado muy bien afilada. Tanto, que a Henry le daba un poco de miedo tocarla. Aun así, frotó el pulgar a lo largo de la hoja, consciente de que lo que sostenía en su mano era algo verdaderamente peligroso. La hoja de la navaja miraba los dedos de Henry de modo insinuante, como diciéndole: «No serías el primero. ¿Por qué crees que se deshicieron de mí?». El filo, como le había advertido Dotty, no había quedado recto. La curva de la hoja tampoco estaba bien definida, sino que tenía ondas, como la superficie de un lago agitado por el viento.

Henry se agachó y raspó la pintura con la navaja. Se desprendía con facilidad, pero en tiras muy finas. El área no era muy grande —apenas tres centímetros de alto por ocho de ancho—, pero le llevó un buen rato. Aun cuando hubo quitado toda la pintura, no parecía que pudiera verse nada a través del cristal.

Henry soltó la navaja. Estaba escudriñando la más absoluta oscuridad a través del cristal, con las manos ahuecadas a ambos lados de los ojos, cuando oyó un ruido de pasos subiendo las escaleras. Dedujo que debía ser Henrietta, pero aun así dio un respingo y cuando la niña llegó al ático, él ya había salido del cuarto y había cerrado las puertas. Henrietta traía una caja de cartón bajo el brazo.

—Hola —lo saludó sonriendo—. He traído unos cuantos pósters del granero. Papá tenía una caja de la que se había olvidado. Son todos del mismo jugador de baloncesto, y en todos pone: «UNIVERSIDAD DE KANSAS, CAMPEONES NACIONALES», aunque papá dice que aquel año no ganaron nada. Pensaba que podría venderlos en Inglaterra a gente que no lo supiese, pero nadie los quería, así que me ha dicho que puedes quedártelos todos. También he traído cinta adhesiva y un cincel. ¿Por qué no ha conseguido papá abrir la puerta de la habitación del abuelo? ¿Has podido quitarle la pintura?

Dejó la caja con los pósters en el suelo.

—El cincel está al fondo.

—Gracias —le dijo Henry—. Le he quitado la pintura, pero sigo sin poder ver nada. Está manchado.

Entraron en su cuarto y Henrietta examinó la pequeña puerta.

—Creo que es un buzón.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Henry. Pasó los dedos por las ranuras de la puerta—. No se parece en nada a un buzón.

—Es como los que hay en las oficinas de Correos —replicó Henrietta—. Yo solía ir a Correos con mi madre, y allí había buzones como éste.

—¿Te refieres a las taquillas de los apartados de correos? —Henry pinchó el cristal con la navaja—. ¿Por qué debería haber una en mi cuarto?

Henrietta se rió.

—¿Por qué deberían estar todas estas puertas en la pared de tu cuarto?

—No lo sé —respondió Henry—. Supongo que alguien debió ser una especie de coleccionista. Ya sabes, de cositas con puertas. Le gustarían las puertas en miniatura.

—No —replicó Henrietta—. Tiene que ser algo mucho más emocionante que eso. —Se irguió y se sentó con las piernas cruzadas—. Alguien las escondió, así que se supone que son puertas secretas. Tenemos que abrirlas y averiguar por qué las escondieron.

—¿Crees que conseguiremos ver algo a través de ésta? —inquirió Henry, agachándose para escudriñar de nuevo el interior.

Henrietta lo apartó de un empujón. Se lamió las yemas de los dedos y las frotó contra el cristal. Luego se estiró la manga hasta cubrirse la mano y secó con ella el vidrio.

Henry volvió a mirar a través de ella.

—Está bastante limpio —dijo—, pero yo sigo sin ver nada. Necesitamos una linterna.

—Yo tengo una en mi habitación —dijo Henrietta, poniéndose en pie de un salto.

No tardó mucho en traerla. Al volver cerró bien la puerta tras de sí y se acercó hasta donde estaba la lamparita de noche de Henry. Cuando la apagó, el cuarto se quedó prácticamente a oscuras. A excepción del rayito de sol que se filtraba por debajo de la puerta, no había ninguna luz.

Henry hizo un esfuerzo por no estremecerse. Aquello estaba sucediendo de verdad. Realmente había encontrado esas extrañas puertas y no sabía que escondían. De pronto se preguntó por qué debía presuponer que algo oculto dentro de una puerta secreta tenía que ser bueno.

Henrietta encendió la linterna y se la tendió.

—Cógela y mira dentro —le dijo—. Fuiste tú quien la encontraste.

Henry tomó la linterna. Se arrodilló sobre la cama, puso la linterna junto a su ojo derecho, tragó saliva y miró a través del cristal.

—Creo que veo algo —dijo Henry, moviendo la cabeza—. Parece un sobre.

Le dio la linterna a Henrietta y se hizo a un lado, andando de rodillas. Henrietta se agachó y miró.

—Parece más delgado que un sobre —dijo—, a lo mejor es una postal.

Henry apoyó la mano en la pared y se inclinó para mirar de nuevo.

—Mueve un poco la cabeza —le dijo a su prima.

Cuando la niña hizo lo que le decía, Henry volvió a mirar, apoyándose en la pared. Se había asido a algo metálico que de repente se resbaló, haciéndole caer sobre Henrietta. Ella gritó y ambos fueron a parar al suelo. Sobre sus cabezas una de las puertas daba golpes contra la pared.

Henry se quedó quieto, con los cinco sentidos alerta. La linterna se había apagado y le dolían los ojos de lo abiertos que los tenía. Gracias a la luz que entraba por debajo de la puerta del cuarto, pudo distinguir la figura de Henrietta en el suelo. Percibió el olor de un animal grande y sintió un viento frío en la piel. Oyó un ruido, una especie de crujido y a su prima conteniendo las lágrimas. Sentía el sabor del miedo en su garganta, que se le había encogido hasta el punto de empezar a dolerle.

Nunca se había considerado valiente; nunca lo había sido, y aunque lo que hizo a continuación no fue un gran acto de valentía, sí supuso un esfuerzo. Con aquella corriente de aire frío erizando cada centímetro de su piel, Henry se incorporó para sentarse, fue a tientas hasta la cabecera de su cama y encendió la luz. La puerta que estaba justo encima del buzón estaba abierta, meciéndose despacio, golpeando ligeramente la pared unas veces y otras casi cerrándose.

Henry miró a Henrietta, y ella le devolvió la mirada, pálida y con los ojos como platos.

—¿Estás bien? —le susurró él.

—¿Qué está haciendo? —le preguntó la niña.

Henry alzó el brazo y puso la mano frente a la puerta.

—Entra aire.

Durante un momento, los dos se quedaron en silencio, escuchando.

—¿Lo oyes? —le preguntó ella—. ¿Qué es?

—Parecen árboles agitados por el viento —respondió él.

—¿Deberíamos mirar dentro? —inquirió Henrietta.

Henry se subió a la cama. El viento frío que salía de la pequeña puerta pasaba rozándole el rostro y abriéndose paso entre sus cabellos. Henry sujetó la puerta para que se quedara quieta, y Henrietta se subió a la cama con él.

—Hay algo dentro, en el fondo —dijo Henry.

Alargó la mano, aunque apenas podía ver lo que estaba intentando coger; era sólo una forma difusa. Su mano palpó algo y lo atrapó. Era un cordel. Henry tiró de él y encontró una pequeña llave colgando de su extremo.

De pronto el viento que soplaba a través de la portezuela se convirtió en una ráfaga. Las puertas del cuarto de Henry se abrieron, el polvo rodó por el suelo hacia la ventana del ático y el ruido de árboles meciéndose se convirtió en el rugido de una catarata. Oyeron el sonido de ramas doblándose y quebrándose. Entonces, lo notaron, un olor fresco y repentino. En algún lugar, al otro lado de la pared, había empezado a llover.

—¡Ciérrala, rápido! —le dijo Henrietta—. ¡Papá y mamá lo oirán, se darán cuenta!

Henry empujó la puerta contra el viento hasta cerrarla, echó el pestillo, y la habitación quedó en silencio.

—¿Cómo la has abierto? —le preguntó Henrietta.

—No creo que estuviera realmente cerrada —contestó Henry—. Debía estar atascada nada más. Me apoyé en ella para mirar por el cristal de la otra, y se abrió.

Unos mechones habían escapado de la trenza de Henrietta. Los apartó de su cara y enarcó las cejas.

—Es mágica —dijo—. No podemos fingir que no lo es, es una puerta mágica. Probablemente todas lo son.

Henry se revolvió en la cama, incómodo, y apartó la vista.

—Yo no creo que sea magia —replicó—. Creo que es algo muy raro, pero no magia.

—Henry —dijo su prima, inclinándose hacia delante y recalcando cada palabra—, no está lloviendo fuera y en la parte de atrás de la casa no hay árboles.

—Lo sé —respondió Henry—. Pero creo que debe ser algo parecido a la teoría cuántica.

—¿Qué es eso? —inquirió Henrietta.

—Bueno, mi padre dice que es una teoría que explica que algunas cosas estén en sitios donde realmente no están, o en dos sitios a la vez.

—Pues eso suena a magia.

—No, es algo natural —contestó Henry, meciéndose nerviosamente—. Simplemente ocurre.

—¿Y puede provocarse? —preguntó Henrietta.

—Sólo funciona con las cosas muy pequeñas.

—Esa puerta es pequeña.

—No —replicó Henry—, con cosas muy, muy pequeñas. Y los árboles y la lluvia y el viento no son pequeños precisamente.

—Bien, pues si son demasiado grandes para tu teoría cuántica —concluyó Henrietta—, entonces la puerta tiene que ser mágica.

Henry no sabía qué decir. Habría preferido descubrir que todo aquello no era más que un truco, que no estaba durmiendo al lado de un montón de puertas mágicas, pero no se le ocurría ninguna otra forma de explicar lo que acababa de pasar.

—No sé —dijo finalmente.

De pronto Henrietta se estremeció, brincó sobre las rodillas y sus grandes ojos se posaron en Henry.

—¿No te mueres por saber qué hay tras las otras puertas? ¡Podría haber todo tipo de cosas!

Henry permaneció muy quieto.

—¿Y a ti no te da miedo? —le preguntó—. Quiero decir que podríamos encontrarnos con algo malo.

—Todo el mundo se encuentra algo malo alguna vez —le contestó ella—. Cuando se esconde algo es porque es muy malo o muy bueno —volvió a dar un brinco—. Hasta que no lo veamos, no lo sabremos.

—No sé —volvió a repetir Henry.

Lo cierto era que, a pesar de sus temores, sentía mucha curiosidad por saber qué habría en las otras puertas. La idea de abrir otra lo aterraba, pero sabía que se sentiría peor si no lo intentaba.

—¿Crees que la llave abrirá alguna otra? —le preguntó Henrietta, señalándola.

Henry bajó la vista a la llave que tenía en la mano. Estaba a punto de decir «no sé» por tercera vez cuando en el piso de abajo se oyó un ruido sordo, como el motor de una motocicleta. Henry se guardó la llave en el bolsillo y los dos bajaron corriendo las escaleras.

En el rellano encontraron a tío Frank, de pie frente a la habitación del abuelo, con unas gafas protectoras de plástico y una sierra eléctrica. Empezó a canturrear algo, se puso en guardia y presionó el interruptor. Una nube de humo negro salió de la parte trasera de la sierra cuando la cadena empezó a girar ruidosamente. Frank echó la sierra hacia atrás y la fue inclinando despacio hacia la puerta. Cuando la tocó, empezaron a saltar astillas por todo el rellano. Frank parecía estar teniendo dificultades para evitar que la sierra no se le resbalara. Cuando, a pesar de sus esfuerzos, la sierra comenzó a deslizarse entre sus manos, Frank abrió un poco más las piernas. Entonces la cadena se enganchó con algo y rebotó. La fuerza del impacto de la cadena en movimiento propulsó a Frank contra la pared y éste saltó cuando la sierra, que a duras penas sostenía con la mano izquierda, descendió hacia sus piernas. La máquina no llegó a tocarlas, pero la nariz de Frank sí que dio de bruces contra el suelo. Tan sólo un segundo después la sierra se clavó en la madera, despedazando la moqueta. Sus largas hebras verdes se enredaron sobre ella, y allí se quedó, cómodamente acurrucada, funcionando al ralentí. Frank se agachó sobre ella, casi sin aliento, y la apagó.

Dotty, que había aparecido en lo alto de la escalera, miró a Frank, vio la sierra enterrada en el rellano y volvió a mirar a Frank.

—Hora de irse —dijo—, nos esperan en la barbacoa. ¿Estás bien, Frank?

Frank se frotó la mejilla con el brazo.

—Bueno, mi orgullo ha sido pisoteado y el suelo ha quedado un poco maltrecho. —Se agachó para tirar de la sierra, que ahora estaba muy calladita, pero ésta no se movió—. Luego la sacaré, Dots. Perdona por… bueno —suspiró y se llevó las manos a la cabeza—. Me parece que para entrar a esta habitación tendremos que romper la pared del baño.

—Frank Willis, no sé si la casa sobrevivirá a tus chapuzas —dijo tía Dotty—. Me parece que lo que necesitas ahora mismo es un perrito caliente.

Frank parecía aliviado.

—Venga, niños —añadió Dotty—. Vamos a llegar tarde a la barbacoa.

Henry y Henrietta la siguieron escaleras abajo, volviéndose de vez en cuando a mirar la puerta de la habitación del abuelo y la sierra. Frank bajó tras ellos, con la gafas de plástico aún puestas. Tenía el pelo lleno de astillas de madera.