ESCENA V

ORGON, CLEANTO

CLEANTO:

—Dorina, hermano, se ha burlado de vos en vuestras barbas y, sin querer enojaros, os digo con franqueza que tiene razón. ¿Se ha visto alguna vez capricho semejante? ¿Es posible que haya un hombre con un poder mágico tal como para haceros olvidarlo todo por él? Un hombre que, tras reparar en vuestra casa todas sus miserias, llega al punto...

ORGON:

—Alto ahí, hermano. No conocéis a aquel de quien habláis. CLEANTO:

—Puesto que así lo queréis, confieso que no le conozco, pero para saber qué clase de hombre es...

ORGON:

—Os encantaría conocerlo. Sí; infinito sería vuestro arrobamiento. Es un hombre que..., un hombre, ¡ah!, un hombre... En fin, es un hombre. El que se instruye bien de sus lecciones goza de paz profunda. Mira a todos como si fuesen despreciable estiércol. Merced a sus pláticas, me he trocado en otro del que era. El me ha enseñado a no tener afecto por nadie, ha apartado mi alma de toda amistad, y tanto es así, que si yo viese morir a mi hermano, hijos, madre y esposa, no me curaría de ello.

CLEANTO:

—¡Humanos sentimientos, cuñado!

ORGON:

—Si hubieses visto cómo conocí a Tartufo habríais tenido por él la amistad que yo. A diario iba a la iglesia, con benigno talante, prosternábase frente a mí, doblando entrambas rodillas, y atraía los ojos de toda la congregación por el fervor con que elevaba a Dios sus plegarias. Exhalaba suspiros, ponía los brazos en cruz y a cada momento besaba humildemente la tierra. Cuando yo salía, adelantábase presto para ofrecerme agua bendita. Instruido por su mozo (que le imitaba en todo) de lo que era aquel hombre y de su inteligencia, hícele dones, mas él, modesto, siempre quería devolverme una parte. «Es demasiado (decía), es excesivo en la mitad. Y no merezco vuestra compasión.» Y si yo me negaba a tomarle el dinero, acudía a los pobres y lo distribuía entre ellos ante mis ojos. Al fin el Cielo llevóle a acogerse en mi casa y desde entonces todo parece prosperar en ella. Repréndelo todo, y respecto a mi mujer tómase extremo interés por mi honor, advirtiéndome de cuales gentes la miran con ojos dulces y mostrándose seis veces más celoso que yo. No podéis creer a dónde llega su celo; acúsase de pecado a la menor nonada; escandalízale cualquier menudencia, y ha pocos días vino a culparse de haber apresado una pulga estando en oración y matádola con excesiva cólera.

CLEANTO:

¡Pardiez, hermano mío, que debéis haber perdido el seso! ¿Os mofáis de mí con tales discursos y creéis que todas esas ficciones.

ORGON: —Vuestro discurso, hermano, huele a libertinaje. Tenéis el alma un tanto corrompida y, según os he predicado lo menos diez veces, vais a atraeros algún mal recado.

CLEANTO:

—Cuantos son como vos razonan lo mismo, porque quieren que todos sean ciegos, al igual que ellos. Tener buenos ojos es ser libertino y el no reverenciar vanas afectaciones es carecer de respeto y fe por las cosas sagradas. Pero vuestros discursos no me amedrentan; que sé lo que digo y el Cielo ve en mi corazón. No hay por qué ser esclavos de esos fingidores, que hay tantos falsos devotos como falsos valientes, y así como no se ve qué, allí donde el honor los conduce, los verdaderos valientes sean los que más bullicio hacen, así los buenos y verdaderos devotos, merecedores de que se sigan sus huellas, no son los que tanto gesticulan. ¿Acaso no distinguís entre la devoción y la hipocresía? ¿Queréis tratarlas a ambas con igual idioma y rendir el mismo honor a la máscara que al rostro, igualar el artificio a la sinceridad, confundir las apariencias con las verdades, estimar al fantasma como, a la persona y a la moneda falsa como a la buena? ¡Cuán singulares son los más de los hombres! Jamás se les ve en lo justo; la razón tiene para ellos límites angostos, que rebasan en todo sentido, dañando a menudo la cosa más noble por quererla exceder y llevarla demasiado adelante. Dígoos esto sólo de pasada, cuñado.

ORGON:

—Sin duda sois vos un doctor venerando, a quien ha sido otorgado todo el saber del mundo. Vos sois el único sabio y el único ilustrado, un oráculo y Catón de nuestro siglo, y a vuestro lado los hombres todos son necios.

CLEANTO:

—No soy, hermano, un doctor venerando, ni me ha sido otorgado todo el saber del mundo; mas, al cabo, tengo por toda ciencia saber diferenciar lo falso de lo verdadero, y como no veo género de héroes más admirables que los devotos perfectos, ni cosa más noble y hermosa en el mundo que el santo fervor de un verdadero celo, tampoco veo nada, más odioso que el exterior blanqueado de un celo espacioso. Hablo de esos charlatanes sueltos, de esos devotos de plazuela cuya farsa sacrilega y engañadora abusa impunemente y se burla a su grado de cuanto más sacrosanto tienen los mortales. Pues son gentes aquellas que, con alma sometida al interés, hacen de la devoción oficio y granjerias, queriendo comprar créditos y dignidades a costa de mucho bajar de ojos y mucho afectado fervor. Refiérome a esas personas que con descomunal ardor corren por el camino del Cielo hacia su fortuna, pidiendo cosas a diario, implorantes y acalorados; predicando el retirarse, mas a la corte, ajustando su celo con sus vicios; mostrándose prontos, vindicativos, de mala fe, artificiosos; cubriendo insolentemente con el interés del Cielo su fiero resentimiento cuando quieren perder a alguien; siendo tanto más peligrosos en su áspera cólera cuanto que usan contra nosotros armas que reverenciamos, y en su pasión quieren asesinarnos con un hierro sagrado. De carácter tan falso, vense aparecer hartos hombres; mas los devotos de corazón son fáciles de conocer. Nuestro siglo, hermano, expone a nuestros ojos quienes pueden servirnos de gloriosos ejemplos. Mirad a Periandro y Aristón, a Orente, Alcidamas, Polidoro y Clitandro. A estos nadie les discute sus títulos; no son fanfarrones de la virtud; no se ve en ellos una vanidad insoportable, y su devoción es humana y natural. Porque no censuran todos nuestros actos, hallando exceso de orgullo en tales represiones, y dejan a otros las palabras duras, reprendiendo nuestras acciones con las suyas propias. Dan poco apoyo a las apariencias del mal y su alma se inclina a juzgar bien al prójimo. No hay en ellos cábalas ni intrigas, ocúpanse con cuidado en vivir bién, jamás se encarnizan contra el pecador y dirigen su odio tan sólo al pecado. Nunca, con exceso de celo, quieren tomar los intereses del Cielo con más empeño que el Cielo mismo.

Esos devotos son los míos, es así como debe obrarse, ése es el ejemplo que debe proponerse. Y, en verdad, vuestro hombre no es de tal modelo y, si bien loáis de buena fe su fervor, os creo deslumbrado por un falso brillo.

ORGON:

—Mi querido señor y cuñado, ¿habéis concluido?

CLEANTO:

—Sí.

ORGON:

—Soy vuestro servidor. (Hace ademán de irse.)

CLEANTO:

—Una palabra más, hermano; os lo ruego. Dejemos esta conversación y decidme: ¿sabéis que Valerio ha recibido vuestra palabra de que casara con vuestra hija?

ORGON:

—Sí.

CLEANTO:

—¿Os habéis inclinado a consentir en ese dulce vínculo?

ORGON:

—Es verdad.

CLEANTO:

—Pues, ¿por qué diferir la ceremonia?

ORGON: —No lo sé.

CLEANTO:

—¿Tenéis otra idea en la cabeza?

ORGON:

—Puede ser.

CLEANTO:

—¿Queréis faltar a la fe prometida?

ORGON:

—No he dicho eso.

CLEANTO:

—Creo que ningún obstáculo impide el cumplimiento de vuestra promesa.

ORGON:

—Según.

CLEANTO:

—¿Tanto cumplido hace falta para decir una palabra? Valerio me ha pedido que os visitara sobre el asunto.

ORGON:

—¡Loado sea Dios!

CLEANTO:

—¿Qué debo decirle?

ORGON:

—Lo que os plazca.

CLEANTO:

Pero es menester conocer vuestros designios. ¿Cuáles son? ORGON:

—Los que el Cielo disponga.

CLEANTO:

—Hablemos claramente. Valerio tiene vuestra palabra. ¿La cumpliréis o no?

ORGON:

—Adiós.

CLEANTO (Solo.):

—Temo una desgracia para el amor de Valerio y debo advertirle de cuanto pasa.