Siempre hay un después
Sequedad.
Salgo del coche a trompicones y me arrastro hasta la puerta mosquitera. Me embarga un sentimiento semejante a una completa y absoluta desolación. Viaja por mi interior. No. Zigzaguea. Ya no me importa ser un mensajero. La culpa me atenaza. Me la sacudo pero siempre vuelve. Nadie dijo que esto iba a ser fácil.
La pistola.
Aún siento en mi mano la pistola. La fusión del metal caliente y suave con la piel. Ahora se halla en el maletero del coche, otra vez fría y pétrea, haciéndose la inocente.
Mientras me dirijo al porche vuelvo a oír el cuerpo del hombre golpeando el suelo. Creo que el tipo no podía creer que siguiera vivo. Cada inhalación que hacía era un grito ahogado, con cada inhalación succionaba, acumulaba vida. Todo había terminado. Yo había disparado al sol, pero, como es lógico, el sol estaba demasiado lejos. En aquel momento me pregunté dónde había aterrizado la bala.
De regreso a casa, con los neumáticos desandando el camino, de vez en cuando me volvía hacia el asiento del copiloto. Estaba lleno de vacío. Probablemente lo que quedaba de un hombre que podría haber muerto yacía aún sobre la tierra plana, respirando polvo hasta revestirle los pulmones.
Ahora lo único que deseo es entrar en casa y abrazar a Doorman. Confío en que él también quiera abrazarme.
Compartimos un café.
«¿Está bueno?», le pregunto.
Impecable, responde.
A veces me gustaría ser perro.
El sol se ha elevado y la gente ya está camino del trabajo. Sentado a la mesa de la cocina, estoy prácticamente seguro de que nadie de esta calle anónima, bañada de rocío, ha tenido una noche como la mía. Los imagino a todos levantándose para orinar o teniendo orgasmos en la cama mientras yo apuntaba con el cañón de una pistola al cuello de otro ser humano. «¿Por qué yo?», pienso, pero, como de costumbre, estoy lloriqueando, aunque siento que estoy en mi pleno derecho. Me habría gustado hacer el amor en lugar de intentar asesinar a una persona. Tengo la sensación de que he perdido algo, y el café se me está enfriando. La fetidez de Doorman me envuelve. Pese a mi inquieta cabeza, el sueño de Doorman me calma.
El teléfono suena muy pronto.
Oh, no, esto es más de lo que puedes manejar, Ed.
Los latidos de mi corazón se aceleran. Se enredan entre sí.
Un pulso incompetente.
Me siento.
Suena el teléfono.
Quince veces.
Paso por encima de Doorman, contemplo el auricular y finalmente decido contestar. La voz se me desmorona en la garganta.
—¿Diga?
La voz al otro lado está irritada pero por suerte pertenece a Marv. En segundo plano oigo a hombres trabajando. Martilleando. Blasfemando. Sosteniendo la voz de Marv.
—Caray, gracias por atender el maldito teléfono, Ed —me dice. Ahora mismo no estoy de humor para reproches—. Estaba empezando a pensar…
—Cierra el pico, Marv. —Le cuelgo.
Como era de esperar, el teléfono vuelve a sonar. Descuelgo.
—¿Se puede saber qué leches te pasa?
—Nada, Marv.
—No me vengas con cuentos, Ed, que he pasado una noche de perros.
—¿También tú intentaste matar a alguien?
Doorman me mira como si estuviera preguntándome si la llamada es para él. Regresa de inmediato a su cuenco y sigue dándole lametazos, buscando efluvios de café diseminados.
—¿Otra vez esa tontería? —Tontería. Me encanta cuando un tío como Marv utiliza esa palabra—. He oído muchas excusas en mi vida, Ed, pero esta se lleva la palma.
Me rindo.
—Olvídalo, Marv. No me pasa nada.
—Me alegro. —Marv siempre prefiere que yo no tenga nada que decir. Llega al tema que quería plantear desde el principio—. Bueno, ¿te lo has pensado?
—¿Si me he pensado qué?
—Ya sabes.
Elevo la voz.
—No, Marv, en este momento ignoro por completo de qué estás hablando. Es temprano, he estado fuera toda la noche y por la razón que sea ahora mismo no estoy emocionalmente preparado para esta pequeña charla de tú a tú. —Me entran ganas de colgar pero me contengo—. ¿Te importaría ayudarme y contarme exactamente de qué estamos hablando?
—Vale, vale. —Actúa como si en estos momentos yo fuera el mayor capullo del mundo y me estuviera haciendo un favor al no colgarme—. Los colegas se están preguntando si estás dentro o fuera.
—¿De qué?
—Ya sabes.
—Refréscame la memoria, Marv.
—Del Annual Sledge Game.
«Mierda —me reprendo—, el partido de fútbol que se juega descalzo. ¿Cómo es posible que lo haya olvidado? Soy un cabrón egoísta».
—No he pensado mucho en ello, Marv.
Ahora está disgustado, y no se trata de un disgusto cualquiera. De hecho, está que arde. Me da un ultimátum.
—Pues ya estás espabilando, Ed. Comunícame en menos de veinticuatro horas si quieres jugar o pondremos a otra persona. Hay una larga lista de espera, ¿sabes? Esos partidos constituyen una tradición muy codiciada. Tenemos a tíos como Jimmy Cantrell y Horse Hancock deseando entrar…
Desconecto. ¿Horse Hancock? No quiero ni pensar quién demonios puede ser. Únicamente cuando el teléfono comienza a emitir pitidos me percato de que Marv me ha colgado. Le llamaré más tarde y le diré que quiero jugar. Puede que tenga suerte y alguien me parta el cuello sobre una enorme parcela de hierbajos. No estaría mal.
En cuanto cuelgo voy hasta el taxi con una bolsa de plástico y saco el objeto de mi culpa del maletero. Lo devuelvo al cajón e intento olvidarlo. No lo consigo.
Duermo.
Tendido en la cama, las horas se adormecen a mi alrededor.
Sueño con anoche, con el sol arrollador de la mañana y con la tiritera de un hombretón. ¿Habrá regresado ya al pueblo? ¿Pudo volver andando o, por el contrario, consiguió que alguien lo llevara? Trato de no pensar en ello. Cada vez que esos pensamientos trepan por la cama, ruedo sobre mi espalda para aplastarlos. Se escabullen.
Tengo la sensación de que es por la tarde cuando despabilo del todo y no son más que las once. El morro húmedo de Doorman me besa la cara. Devuelvo el taxi, regreso a casa y saco a pasear a Doorman.
—Mantén los ojos bien abiertos —le digo cuando salimos a la calle. La paranoia se ha adueñado de mí. Pienso en el individuo de Edgar Street pese a saber que probablemente sea el menor de mis problemas. De quien debo preocuparme es de la persona que me envió el As de diamantes. Tengo el presentimiento de que sabe que he completado el naipe y que me enviará otro en cualquier momento.
Picas. Corazones. Tréboles.
Me pregunto cuál será el próximo naipe que aterrice en mi buzón. Picas es el palo que más que inquieta, creo. El As de picas me da miedo, siempre me lo ha dado. Intento no pensar en ello. Me siento observado.
Entrada la tarde damos un largo paseo y acabamos en casa de Marv, donde hay un montón de tíos charlando en el jardín de atrás.
Cuando llego, grito. Marv tarda en oírme, y cuando se acerca le digo:
—Cuenta conmigo, Marv.
Me estrecha la mano como si acabara de pedirle que sea el padrino de mi boda. Para Marv es importante que juegue porque llevamos varios años juntos en esto y quiere convertirlo en una tradición. Él cree en ello y me doy cuenta de que no debería menospreciarlo.
Miro a Marv y a los demás.
Nunca se marcharán de este pueblo. No sentirán ese deseo, y está bien.
Charlo con Marv un rato más e intento marcharme a pesar de que varios hombres con nevera portátil me ofrecen cerveza. Visten bermudas, camiseta sin mangas y chanclas. Marv me acompaña hasta la verja, donde Doorman aguarda. Tras alejarme unos metros, Marv me llama.
—¡Eh, Ed!
Me vuelvo. Doorman no. Marv le importa muy poco.
—Gracias.
—De nada. —Y sigo andando.
Dejo a Doorman en casa, voy hasta el aparcamiento de VACANT y ficho. Mientras cruzo el pueblo en coche vuelvo a darle vueltas a lo de anoche. Fragmentos de lo sucedido asoman por el borde de la carretera y avanzan al lado del taxi. Cada vez que una imagen pierde velocidad y cae, es sustituida por otra. Durante un instante, cuando me miro en el espejo retrovisor no me reconozco. No siento que sea yo. Ni siquiera parezco recordar quién es Ed Kennedy.
No siento nada.
Un aspecto positivo es que al día siguiente no trabajo. Doorman y yo nos sentamos en el parque de la calle mayor del pueblo. Es por la tarde y he comprado un par de helados. Cucuruchos de dos sabores. Mango y choconaranja para mí. Goma de mascar y capuchino para Doorman. Estamos muy a gusto sentados a la sombra. Observo con detenimiento cómo Doorman se abalanza delicadamente sobre el dulce sabor y ablanda el cucurucho con su baba. Es una criatura hermosa.
Unas pisadas pliegan la hierba a nuestra espalda.
Mi corazón se detiene.
Veo una sombra. Doorman sigue comiendo. Una criatura hermosa, pero un perro guardián inútil.
—Hola, Ed.
Conozco la voz.
La conozco y me repliego hacia dentro. Es Sophie. Veo fugazmente sus atléticas piernas cuando me pregunta si puede sentarse.
—Por supuesto —digo—. ¿Quieres un helado?
—No, gracias.
—¿No te apetece compartir el de Doorman?
Ríe.
—No, gracias… ¿Doorman?
Nuestras miradas se encuentran.
—Es una larga historia.
Nos quedamos callados, a la espera, hasta que recuerdo que soy el mayor de los dos y, por tanto, me corresponde a mí iniciar la conversación.
Pero no lo hago.
No quiero manchar la compañía de esta chica con una charla frívola.
Es preciosa.
Su mano desciende para acariciar suavemente a Doorman. Permanecemos en silencio una media hora. En un momento dado me percato de que me está mirando a la cara. Su voz me penetra.
—Te echo de menos, Ed —dice.
Lo fuerte es que lo dice en serio. Es tan joven, y yo también la echo de menos. ¿O me aferro a ella porque fue un buen mensaje? Creo que echo de menos su pureza y su sinceridad.
Siente curiosidad.
Lo noto.
—¿Todavía corres? —pregunto, negándolo.
Asiente educadamente y me sigue el juego.
—¿Descalza?
—Claro.
Todavía luce un rasguño en la rodilla izquierda, pero cuando lo contemplamos no hay pesar en sus ojos. Está contenta, y el hecho de que se sienta bien conmigo hace que yo también me sienta bien.
«Estás tan bella cuando corres descalza», pienso, pero no me atrevo a expresarlo en alto.
Doorman apura su helado y lame las palmas de la mano y los dedos de Sophie.
A nuestra espalda suena un bocinazo y los dos sabemos que es para ella. Se levanta.
—Tengo que irme.
No hay adiós.
Solo pasos y una pregunta cuando se vuelve hacia mí.
—¿Estás bien, Ed?
Me vuelvo y cuando la miro no puedo evitar sonreír.
—Estoy esperando —respondo.
—¿Qué?
—El siguiente As.
Es inteligente y sabe qué decir.
—¿Estás preparado?
—No. —Y me resigno a un hecho evidente—. Pero lo recibiré de todos modos.
Se aleja y advierto que su padre me está observando desde el coche. Espero que no piense que soy un sinvergüenza o algo por el estilo, que se dedica a sentarse en los parques para aprovecharse de adolescentes inocentes. Sobre todo después del incidente de la caja de zapatos.
Noto el morro de Doorman en la pierna. Levanta la vista para mirarme con sus adorables ojos de perro viejo.
—¿Y bien, amigo? —le pregunto—. ¿Qué será? ¿Corazones, tréboles o picas?
¿Qué me dices de otro helado?, propone.
No es una gran ayuda que digamos.
Me como el cucurucho y nos levantamos. Me doy cuenta de lo rígido y dolorido que aún estoy por lo ocurrido en la Catedral. Un intento de asesinato tendría ese mismo efecto en vosotros.
La visita
Transcurre un tercer día, y todavía nada.
He pasado por Edgar Street y la casa está a oscuras. La mujer y la hija duermen y el marido sigue sin dar señales de vida. He barajado la posibilidad de volver a la Catedral para comprobar si saltó o si le sucedió alguna otra cosa.
Pero…
¿Cómo puedo ser tan burro?
Tenía que matar al hombre y aquí estoy, preocupándome por su bienestar. Me siento culpable por todo lo que le hice, pero también me siento culpable por no haberle matado. Después de todo, para eso me enviaron. Creo que la presencia de la pistola en mi buzón lo dejaba bien claro.
Puede que consiguiera llegar hasta la carretera y echara a andar.
Puede que se arrojara por el precipicio.
Me detengo antes de pensar en todos los escenarios posibles. Dentro de unos días ya no tendré tiempo de preocuparme por eso. Unos pocos días.
Regreso una noche de jugar a las cartas y la casa huele diferente. Está el olor de Doorman, pero hay algo más. Huele a un tipo de masa.
A empanadas.
Me aproximo a la cocina con cautela y advierto que la luz está encendida. Hay alguien sentado en mi cocina comiendo empanadas que ha sacado del congelador y calentado en el horno. Puedo oler la carne tratada y la salsa. Siempre se puede oler la salsa.
Presa de un absurdo optimismo, busco algo que emplear como arma, pero no hay nada en mi camino salvo el sofá.
Cuando llego a la cocina veo una figura solitaria.
Me quedo paralizado.
Sentado a la mesa, con un pasamontañas, hay un hombre comiendo una empanada de carne con salsa. Me asaltan numerosas preguntas pero ninguna tiene respuesta. No todos los días llegas a casa y te encuentras con algo así.
Mientras medito sobre qué hacer, caigo en la cuenta, presa del pánico, de que tengo a otro detrás.
«No».
Un lametón me despierta.
Doorman.
«Gracias a Dios que estás bien», le digo. Se lo comunico cerrando los ojos con alivio.
Otro lametón y la sangre que rueda por mi cara le tiñe la lengua de rojo. Me sonríe.
—Yo también te quiero —digo, y mi voz suena como un rumor. No sé si ha salido o no, o si es real. Eso me hace reparar en que no oigo nada fuera de mí. Todo es interno y como estático.
«Muévete», me digo, pero no puedo. Me siento pegado al suelo de la cocina. Cometo el error de intentar recordar qué ha sucedido. Eso solo hace que un ruido me recorra por dentro y que la cara de Doorman, cernida sobre mí, se deforme. Lo siento como un presagio de muerte. Un prólogo, quizá.
Mi mente se repliega.
Para dormir.
Caigo en mi interior y me siento atrapado. Atravieso varias capas de oscuridad y estoy a punto de alcanzar el fondo cuando una mano tira de mi garganta y me devuelve a la dolorosa realidad. Alguien está literalmente arrastrándome por la cocina. La luz fluorescente me acuchilla los ojos y el olor a empanadas y salsa me revuelve el estómago.
Me incorporan hasta dejarme sentado en el suelo, semiconsciente, mientras me aguanto la cabeza con las manos.
Al cabo de un rato las dos figuras se funden con la nebulosidad y puedo distinguirlas bajo la luz de la cocina.
Están sonriendo.
Me lanzan sonrisas desde el interior de dos gruesos pasamontañas. Son algo más altas que la media y ambas fuertes y musculosas, sobre todo comparadas conmigo.
Dicen:
—Hola, Ed.
—¿Cómo te encuentras, Ed?
En mis pensamientos estoy pisando agua.
—Mi perro —gimo. La cabeza se me hunde entre las manos y las palabras zozobran. He olvidado que fue Doorman el que me ayudó a volver en mí.
—Necesita un baño —dice uno de ellos.
—¿Está bien? —Palabras quedas. Palabras asustadas que tiemblan y luchan por permanecer en el aire.
—Y un collar antipulgas.
—¿Pulgas? —respondo. Mi voz se desparrama por el suelo—. Mi perro no tiene pulgas.
—Entonces, ¿esto qué es?
Uno de los hombres me agarra suavemente del pelo para alzarme la cabeza y me enseña el antebrazo lleno de picaduras.
—No son de Doorman —digo al tiempo que me pregunto por qué diablos opto por mostrarme obstinado en esa situación.
—¿Doorman? —Como a Sophie, a estos intrusos les extraña el nombre.
Lo confirmo asintiendo con la cabeza que, para mi sorpresa, me despabila.
—Oye, con pulgas o sin pulgas, ¿está bien o no?
Los dos se miran y uno de ellos le da otro bocado a su empanada.
—Daryl —dice con calma—, no sé si me gusta el tono de Ed en este preciso instante. Es… —Se esfuerza por encontrar la palabra—. Es…
—¿Agrio?
—No.
—¿Desagradecido?
—No. —Pero ya lo tiene—. Peor. Irrespetuoso. —Pronuncia la última palabra con completo y quedo desprecio. Me habla mirándome directamente a la cara. Sus ojos me previenen más de lo que lo hace su boca. Por dentro me digo que tal vez debería echarme a llorar, suplicarles que no hagan daño a mi perro bebedor de café.
—Por favor —digo al fin—. No le han hecho daño, ¿verdad?
Los ojos duros se ablandan.
Niega con la cabeza.
—No.
La mejor palabra que he oído en mi vida.
—Pero como perro guardián es un inútil —dice el que sigue comiendo empanada sumergiéndola en la salsa que inunda el plato—. ¿Sabes que siguió durmiendo cuando entramos?
—Lo creo.
—Y cuando despertó entró en la cocina buscando comida.
—¿Y?
—Le dimos empanada.
—¿Caliente o congelada?
—¡Caliente, Ed! —Parece ofendido—. No somos unos salvajes, ¿sabes? De hecho, somos bastante civilizados.
—¿Me habéis dejado algo?
—Lo siento, el perro se comió la última.
«Será tragón», pienso, pero no puedo reprochárselo. Los perros comen lo que les echen. No puedo pelear con la naturaleza.
En cualquier caso, trato de sorprenderles.
Disparo.
Una pregunta rápida.
—¿Quién os envía?
Una vez en el aire, mi pregunta pierde el paso. Las palabras flotan. Me levanto despacio y ocupo una de las sillas vacías. Me siento algo más cómodo sabiendo que todo esto es parte de lo que sucede a continuación.
—¿Quién nos envía? —El otro tipo toma ahora las riendas—. Buen intento, Ed, pero sabes que no podemos decírtelo. Nada nos gustaría más, pero ni siquiera nosotros lo sabemos. Simplemente hacemos el trabajo y nos pagan.
Estallo.
—¿Cómo? —Es una acusación, no una pregunta—. ¡A mí nadie me paga! Nadie me da…
Me cae un guantazo.
Potente.
El tipo vuelve a sentarse y sigue comiendo. Sumerge la última corteza de empanada en el enorme charco de salsa de su plato.
«Te echaste más de la necesaria —pienso—. Muchas gracias».
Mastica parsimoniosamente la costra, engulle una parte y dice:
—¡Deja de quejarte, Ed! Todos tenemos nuestras obligaciones aquí. Todos sufrimos. Todos soportamos reveses por el bien supremo de la humanidad.
Ha dejado impresionado a su compañero, y también a sí mismo.
Están de acuerdo, asintiendo con la cabeza.
—Muy bonito —le dice el otro—. Trata de recordarlo.
—Vale. ¿Cómo era? ¿El bien supremo de…? —Se devana los sesos pero no da con la palabra.
—La humanidad —respondo demasiado bajo.
—¿La qué, Ed?
—La humanidad.
—Eso. ¿Tienes un boli, Ed?
—No.
—¿Por qué no?
—Esto no es un quiosco.
—¡Otra vez ese tono! —Se levanta, me abofetea con más fuerza que antes y regresa tranquilamente a su silla.
—Me ha dolido —le digo.
—Gracias. —Se mira la mano, la sangre, la mugre—. Estás hecho un desastre, Ed.
—Lo sé.
—¿Qué te pasa?
—Quiero empanada. —Juro, y seguro que podéis corroborarlo por comportamientos anteriores, que a veces soy muy niño. Un coñazo de niño gigante. Marv no es el único.
El que me ha abofeteado me imita con voz infantil.
—Quiero empanada… —Incluso suspira—. Pero ¿tú te oyes? Por Dios, madura de una vez.
—Lo sé.
—Bien, es el primer paso.
—Gracias.
—Esto… ¿dónde estábamos?
Lo meditamos.
En silencio.
Doorman entra con cara de culpa.
Supongo que un café ahora es impensable, ¿no?, se atreve a preguntarme. ¡Tendrá morro!
Lo fulmino con la mirada y recula. Se percata de que en este momento no es santo de mi devoción.
Los tres lo observamos mientras sale.
—Puedes olerlo llegar —suelta uno.
—Y que lo digas.
El que come despacio se levanta y se pone a enjuagar los platos en el fregadero.
—Déjalo —le digo.
—No, no. Civilizados, ¿recuerdas?
—Ah, es cierto.
Da unas palmadas y gira sobre sus talones.
—¿Alguna mancha de salsa en mi pasamontañas?
—No veo ninguna —responde el otro—. ¿Y yo?
Se inclina y el tipo lo examina.
—No, estás limpio.
—Bien. —El que come despacio retuerce la cara y dice—: Esta cosa es un coñazo. Me pica toda la cara.
—No seas quejica, Keith.
—¿A ti no te pica?
—¡Por supuesto que me pica! —Daryl no puede creer que esté teniendo esta conversación—. Pero no me oyes quejarme cada cinco minutos, ¿o sí?
—Ya llevamos aquí una hora.
—Da igual. Recuerda que estas son las cosas que debemos soportar por el bien supremo de… —Chasquea los dedos en mi dirección.
—Oh…, la humanidad.
—Exacto. Gracias, Ed. Buen trabajo.
—De nada.
Ya somos un poco amigos. Lo percibo.
—Oye, Daryl, ¿podemos terminar con esto de una vez para que pueda quitarme esta careta de lana?
—¿Podrías mostrar un poco de disciplina, Keith? Los buenos sicarios tienen una disciplina impecable.
—¿Sicarios? —pregunto.
Daryl se encoge de hombros.
—Sí, bueno, así nos hacemos llamar.
—Suena convincente —concedo.
—Yo también lo creo. —Y se detiene a pensar.
Cavila. Habla.
—Tienes razón, Keith. Será mejor que nos larguemos cuanto antes. ¿Has cogido la pistola?
—Sí. Estaba en su cajón.
—Bien. —Daryl se levanta y saca un sobre del bolsillo de su cazadora. Lleva escritas las palabras «Ed Kennedy»—. Tengo algo que entregarte, Ed. Levántate, hijo, por favor.
Me levanto.
—Lo siento —me dice—, pero solo obedezco órdenes. Debo decirte una cosa: hasta el momento lo has hecho bien. —Baja la voz—. Y entre tú y yo, y mira que podrían lisiarme por esto, sabemos que no mataste a aquel hombre…
Se disculpa una vez más y me clava el puño debajo de las costillas.
Me doblo.
El suelo de la cocina está sucio.
Hay pelos de Doorman por todas partes.
El azote de un puño aterriza en mi nuca.
Pruebo el suelo.
Se une a mi boca.
Noto cómo el sobre aterriza lentamente sobre mi espalda.
Lejana, muy lejana, oigo la voz de Daryl por última vez.
—Lo siento, Ed —dice—. Buena suerte.
Sus pisadas resuenan por la casa y ahora oigo a Keith.
—¿Puedo quitarme ya el pasamontañas? —pregunta.
—Pronto —responde Daryl.
La luz de la cocina se apaga y vuelvo a caer.
El sobre
Ojalá pudiera deciros que Doorman me está ayudando a levantarme, pero, naturalmente, no es así. Se acerca y me lame unas cuantas veces, hasta que encuentro fuerzas suficientes para ponerme en pie.
La luz me engulle.
El dolor se incorpora.
Mientras trato de mantener el equilibrio, Doorman se mueve y le pido ayuda desesperadamente. Lo único que puede hacer, no obstante, es balancearse y mirarme.
Con el rabillo del ojo vislumbro algo en el suelo.
Hago memoria.
El sobre.
Ha resbalado por mi espalda y ahora se encuentra debajo de las sillas de la cocina, con todos los pelos de Doorman.
Me inclino para recogerlo y lo sostengo entre los dedos como un niño sosteniendo algo sucio, por ejemplo un pañuelo usado.
Entro en la sala de estar seguido de Doorman y me dejo caer con garbo en el sofá. El sobre titubea, mofándose del peligro que encierra, como diciendo: «Es solo papel, solo palabras». No menciona si las palabras hablan de muerte o violación, o nuevamente de terribles misiones cargadas de sangre.
«O de Sophies, o de Millas», me recuerdo.
Sea como sea, estamos sentados en el sofá.
Doorman y yo.
¿Y bien?, me pregunta con la barbilla pegada al suelo.
«Lo sé».
Debo abrirlo.
Rasgo el sobre y el As de tréboles cae acompañado de una carta.
Querido Ed:
Si estás leyendo esto significa que todo va bien. Confío sinceramente en que no te duela demasiado la cabeza. Keith y Daryl te mencionaron, sin duda, que todos estamos muy satisfechos con tus progresos. Si la intuición no me falla, seguramente también te soltaron que sabemos que no mataste al hombre de Edgar Street. Bien hecho. Manejaste la situación de forma hábil y competente. Admirable, ciertamente. Felicidades.
En el caso de que te lo estés preguntando, no hace mucho el señor de Edgar Street se subió a un tren con destino a un viejo pueblo minero. Estoy seguro de que te alegra saberlo…
Te aguardan otros retos.
Los tréboles no son tarea fácil, hijo.
La pregunta es: ¿te sientes capaz?
¿O es una pregunta irrelevante? No te sentías capaz con el As de diamantes.
Pero lo hiciste.
Buena suerte y sigue repartiendo. Seguro que comprendes que tu vida depende de ello.
Adiós.
Genial.
Sencillamente, genial.
Tiemblo ante la idea de que el As de tréboles me desvele sus intenciones. La razón me dice que no lo coja. Absurdamente, hasta imagino que Doorman se lo come.
El problema es que puedo sentirlo a solo unos milímetros del dedo pulgar de mi pie. El maldito naipe es como la misma gravedad. Como una cruz que debo cargar sobre la espalda.
Ahora está en los dedos de mi mano.
Lo levanto.
Está en mis ojos.
Lo leo.
A veces, hacemos algo y no nos damos cuenta hasta unos segundos después. Eso es justamente lo que acaba de pasarme, así que ahora estoy leyendo el As de tréboles, esperando encontrar otra lista de direcciones.
Me equivoco.
No va a ser tan fácil. Esta vez no hay direcciones. En todo esto no existe uniformidad. No hay nada que permita asegurar alguna pieza: cada pieza es una prueba y parte de ella está en lo inesperado.
Esta vez encuentro palabras.
Solo palabras.
El naipe dice:
Reza una oración a las piedras de casa.
¿Os importaría? ¿Os importaría decirme qué puede significar eso? Las direcciones, por los menos, eran algo concreto. Las piedras de casa pueden ser cualquier cosa. Cualquier lugar. Cualquier persona. ¿Cómo puedo encontrar un lugar que no tiene rostro ni nada que me indique la dirección correcta?
Las palabras me susurran.
El naipe me habla quedamente al oído como si el recuerdo debiera ser inmediato.
No hay nada, sin embargo.
Solo el naipe, un perro que ronca plácidamente y yo.
Me despierto más tarde hecho un ovillo en el sofá y me percato de que he vuelto a sangrar por la parte de atrás de la cabeza. Hay sangre en el sofá y óxido en mi cuello. Me ha vuelto el dolor, pero ya no es agudo ni intenso. Solo constante.
El naipe descansa sobre la mesa del café, flotando en polvo. Creciendo entre el polvo.
Fuera reina la oscuridad.
La luz de la cocina brilla mucho.
Me apabulla cuando me acerco a ella.
La sangre oxidada me araña el cuello y desciende por la espalda. Por el camino decido que necesito beber algo, apago la luz y tropiezo en la oscuridad hasta la nevera. Encuentro una cerveza en el fondo y regreso a la sala, donde me esfuerzo por beber y estar alegre. En mi caso, estar alegre significa ignorar el naipe. Mis pies acarician a Doorman mientras me pregunto qué día y qué hora es, y qué darían en la tele si pudiera tomarme la molestia de levantarme para encenderla. Hay libros en el suelo. No voy a leerlos.
Algo se desliza por mi espalda.
La cabeza me está sangrando de nuevo.
Solo Ed
—¿Otro?
—Otro.
—¿Qué palo esta vez?
—Tréboles.
—¿Y sigues sin tener ni idea de quién te los envía? —Audrey repara en la cerveza vertida sobre la cazadora y luego en la sangre reseca de mi cuello—. Dios, ¿qué te pasó anoche?
—No es nada.
Para ser franco, me siento un poco patético. Lo primero que hice cuando el sol salió fue ir a casa de Audrey en busca de ayuda. Llevábamos un rato hablando en la puerta cuando me doy cuenta de que estoy temblando mucho. El sol me calienta pero mi piel intenta escapar de mí. Forcejea con mi carne.
«¿Puedo entrar?», pregunto para mí, pero la respuesta me llega tras unos segundos de tensión, cuando ese tío del trabajo aparece en segundo plano preguntando:
—¿Quién es, cariño?
—Oh. —Audrey arrastra los pies.
Incómoda.
Entonces de improviso:
—Es solo Ed.
Solo Ed.
—Bueno, ya nos veremos…
Empiezo a caminar hacia atrás mientras espero.
¿Qué?
A ella.
Pero no me sigue.
Finalmente da unos pasos al frente y dice:
—¿Estarás más tarde en casa, Ed?
Sigo caminando hacia atrás.
—No lo sé.
Es cierto. No lo sé. Los tejanos se me pegan a las piernas como si tuvieran mil años. Como una moscarda. La camisa me quema de frío. La cazadora me araña los brazos, tengo el pelo tieso y los ojos rojos. Sigo sin saber qué día es hoy.
Solo Ed.
Me doy la vuelta.
Solo Ed sigue caminando.
Solo Ed aprieta el paso.
Hace el gesto de arrancar a correr.
Pero tropieza.
Rasga la tierra con un pie y echa a andar de nuevo al tiempo que oye la voz de ella llamándole, cada vez más próxima.
—¿Ed? ¡¿Ed?!
Solo Ed se vuelve para escucharla.
—Iré más tarde a tu casa, ¿de acuerdo?
Solo Ed se resigna, se rinde.
—De acuerdo, luego te veo —acepta, y se aleja. Tiene la imagen de Audrey en el marco de la puerta.
Una camiseta demasiado grande utilizada como pijama. El hermoso pelo del despertar. Caderas que se contonean. Piernas nervudas bañadas de sol. Labios secos y somnolientos. Marcas de dientes en el cuello.
Dios, puedo oler el sexo en ella, y la sangre reseca, y una mancha pegajosa de cerveza en mi cazadora.
Hace un día precioso.
Ni una nube en el cielo.
«Para tu información, Ed —me digo más tarde mientras desayuno copos de maíz—, hoy es martes. Esta noche trabajas».
Guardo el As de tréboles en el mismo cajón que el As de diamantes. Por un momento imagino una mano completa de ases en ese cajón, abiertas en abanico, tal como las sostendría un jugador en una partida. Jamás imaginé que llegaría un día en que no querría cuatro ases. En una partida de cartas rezas por una mano así. Mi vida no es una partida de cartas.
Estoy casi seguro de que Marv no tardará en proponerme que corramos juntos para prepararnos para el Annual Sledge Game. Durante un rato hasta consigo que se me escape varias veces la risa al pensar en ello, al imaginarnos corriendo descalzos sobre el rocío y los terribles pinchos de los jardines delanteros de la gente. No tiene sentido correr con zapatillas deportivas si el partido se juega descalzo.
Audrey llega en torno a las diez, aseada y oliendo a limpio. Lleva el pelo recogido, con excepción de algunos mechones encantadores que le caen sobre los ojos. Viste tejanos, botas marrones y una camisa azul con la insignia de VACANT TAXIS bordada en el bolsillo.
—Ed.
—Audrey.
Nos sentamos en el borde del porche con las piernas colgando. Se han formado algunas nubes.
—¿Qué dice ese naipe?
Me aclaro la garganta y hablo con voz queda.
—… Reza una oración a las piedras de casa.
Silencio.
—¿Te dice algo? —pregunta al fin. Sus ojos se han posado en mí. Los siento. Siento su suavidad.
—Nada.
—¿Y qué me dices de tu cabeza y…? —Me mira ahora con una mezcla de asco y preocupación—. El resto de tu persona. —Lo dice—. Ed, tienes un aspecto horrible.
—Lo sé. —Las palabras aterrizan sobre mis pies y resbalan hasta la hierba.
—¿Qué hiciste en las direcciones del primer naipe?
—¿De verdad quieres oírlo?
—Sí.
Lo cuento y lo veo.
—Tuve que leerle a una anciana, dejar que una chica adorable corriera descalza hasta quedar extenuada, ensangrentada y soberbia y… —hablo sin perder la calma— matar a un hombre que violaba a su esposa prácticamente cada noche.
El sol asoma por detrás de una pequeña nube.
—¿Hablas en serio?
—¿Te lo contaría si no? —Intento que mi voz suene hostil, pero no lo consigo. No me queda energía.
Audrey no se atreve a mirarme. Teme leer la respuesta en la expresión de mi cara.
—¿Lo hiciste?
Ahora me siento culpable por haber sido brusco con ella e incluso por haberle contado todo eso. Ella no puede ayudarme, ni siquiera puede intentar comprenderlo. Nunca sabrá. Audrey nunca sentirá los brazos de esa niña, Angelina, alrededor de su cuello, ni verá los añicos de la madre desparramados por el suelo del supermercado. Nunca sabrá lo fría que estaba esa pistola ni lo mucho que Milla ansiaba escuchar que había tratado bien a Jimmy, que nunca le había fallado. Nunca comprenderá la timidez de las palabras de Sophie o la quietud de su belleza.
Durante uno o dos segundos me pierdo.
Dentro de esos pensamientos.
Dentro de esa gente.
Cuando vuelvo a emerger y me descubro todavía sentado junto a Audrey, le respondo.
—No, Audrey, no lo maté, pero…
—Pero ¿qué?
Niego con la cabeza y noto que en mis ojos asoman lágrimas. Las retengo ahí.
—¿Qué, Ed? ¿Qué hiciste?
Despacio. Pronuncio las palabras. Despacio.
Despacio…
—Llevé a ese hombre a la Catedral y le puse una pistola en, la cabeza. Apreté el gatillo, pero no le disparé a él. Apunté al sol. —No me está ayudando volver sobre ello—. Se ha marchado del pueblo. Ignoro si volverá.
—¿Se lo merece?
—¿Qué tiene que ver que se lo merezca o no? ¿Quién demonios soy yo para decidir algo así, Audrey?
—Vale. —Me acaricia suavemente—. Tranquilízate.
—¿Que me tranquilice? —espeto—. ¡¿Que me tranquilice?! Mientras tú te tiras a ese tío, mientras Marv organiza su estúpido partido de fútbol, mientras Ritchie hace lo que sea que hace cuando no está jugando a las cartas y mientras el resto de este pueblo duerme, yo me dedico a lavar los trapos sucios.
—Has sido elegido.
—¡Menudo consuelo!
—¿Y la anciana y la chica? ¿Acaso no fueron cosas buenas?
Reculo.
—Lo fueron, pero…
—¿Mereció la pena por ellas hacer lo otro?
Mierda.
La odio.
Asiento.
—Lo que pasa es que me gustaría que fuera más fácil para mí, ¿sabes? —No la miro a propósito—. Ojalá hubieran elegido a otra persona para esto. Alguien competente. Si no hubiera abortado aquel atraco… Preferiría no tener que hacer esas cosas. —Las palabras me salen a borbotones, como leche derramada—. Y ojalá fuera yo el que estuviera contigo y no ese otro tío. Ojalá fuera mi piel la que acariciara tu piel…
Ahí está.
La estupidez en su forma más pura.
—Oh, Ed. —Audrey desvía la mirada—. Oh, Ed. Nuestros pies cuelgan.
Los contemplo, y contemplo el tejano que cubre las piernas de Audrey.
Seguimos sentados.
Audrey y yo.
Y un malestar.
Escurriéndose entre los dos.
Al rato dice:
—Eres mi mejor amigo, Ed.
—Lo sé.
Se puede matar a un hombre con esas palabras.
Sin necesidad de pistola.
Sin necesidad de balas.
Solo palabras y una chica.
Nos quedamos en el porche un rato más mientras le miro las piernas y el regazo. Ojalá pudiera acurrucarme ahí y dormir. Todo esto no ha hecho más que empezar y ya estoy agotado.
Ha llegado el momento de tomar una decisión.
Tengo que calmarme.
Taxis, la fulana y Alice
Ha anochecido y me dirijo con el taxi a la ciudad. A lo lejos, los edificios eclipsan la puesta de sol.
Hace una noche tranquila, ideal para pensar.
La persona más interesante que se sube a mi taxi es una mujer con aspecto de prostituta que se instala en el asiento del copiloto. Tiene el cuerpo duro. Físicamente duro. Sus cabellos ondean en mi dirección y tiene una boca bonita pero unos dientes feos. Sus palabras son rubias y dulces. Termina todas las frases con un apelativo cariñoso.
—¿A qué viene esa cara tan larga, cielo?
—Nunca había estado en esta zona, encanto.
En contra del estereotipo, su maquillaje es ligero y de muy buen gusto. No masca chicle. Calza unas botas negras hasta la rodilla, un jersey de cuello cisne blanco que marca sus curvas y un chaleco oscuro.
«Los ojos en la carretera, Ed».
—¿Cielo?
Me vuelvo hacia ella.
—¿Recuerdas adónde vamos, encanto?
Me aclaro la garganta.
—¿Quay Grand?
—Exacto. Tengo que llegar antes de las diez, ¿de acuerdo, corazón?
—Claro. —Y la miro con simpatía. Me gustan los clientes de esa guisa.
Cuando llegamos, el taxímetro marca once con sesenta y cinco pero me da quince y me dice que me quede con el cambio. Se inclina sobre la ventanilla.
—Eres una monada.
Sonrío.
—Gracias.
—¿Por el dinero o por el cumplido?
—Por las dos cosas.
Me tiende una mano y dice:
—Me llamo Alice. —La acepto y se la estrecho—. Ellos me llaman Sheeba pero tú puedes llamarme Alice, ¿de acuerdo, cielo?
—De acuerdo.
—¿Y tú eres?
—Oh. —Le suelto la mano a regañadientes y contesto. Por lo visto no ha reparado en mi permiso de conducir, que descansa sobre el salpicadero—. Ed. Ed Kennedy.
Me obsequia con un último apelativo cariñoso.
—Gracias por la carrera, Ed. Y no te preocupes tanto. Diviértete, corazón.
—Lo haré.
Mientras se aleja me imagino que se vuelve y dice:
«¿Podrías recogerme por la mañana, Ed?».
Pero no lo hace.
Sigue su camino.
Alice ya no vive aquí.
La observo caminar hasta la entrada del hotel.
Detrás de mí, un coche toca la bocina con insistencia y un hombre brama por la ventanilla:
—¡Muévete, taxista!
Tiene razón. Somos unos ineptos.
Mientras conduzco en medio de la noche me imagino que Alice se convierte en Sheeba. Oigo su voz, la huelo en la habitación de hotel tenuemente iluminada, con vistas al puerto de Sidney.
«¿Te gusta, encanto?».
«Oh, cielo…».
«Sí, cariño, así, justo ahí, corazón, no pares».
Me veo debajo de ella.
Veo cómo me toma y me hace el amor.
La siento.
La conozco.
Saboreo su boca de champán.
Ignoro su fea dentadura.
Cierro los ojos y la saboreo.
Acaricio su piel desnuda.
El jersey en el suelo.
El chaleco cerca de nosotros.
Las botas olvidadas, formando una escuadra junto a la puerta.
Me siento dentro ella.
«Oh —jadea—. Oh, Ed, Ed. —Me pierdo en ella—. Oh, Ed…».
—¡Rojo! —me grita el tipo que llevo en el asiento de atrás.
Aprieto el freno hasta el fondo.
—¡Joder, tío!
—Lo siento.
Respiro hondo.
Me ha ido bien olvidarme del As de tréboles y de Audrey durante un rato, pero ahora estoy de vuelta en la realidad. La voz del hombre ha traído consigo el recuerdo de uno y otra.
—Verde, amigo.
—Gracias.
Arranco.
Las piedras
En casa.
Llego al pueblo cuando el sol comienza a elevarse en el cielo. Las calles están desiertas y entro en el aparcamiento de VACANT TAXIS.
Como de costumbre, regreso a la choza caminando.
Doorman se alegra de verme.
Bebemos juntos el consabido café y saco el naipe del cajón. Lo miro tratando de leer entre líneas, tratando de cogerlo desprevenido y hacer que me desvele sus secretos.
Independientemente de cómo me haya ido la noche en el taxi, ahora me siento preparado. Quiero arrancarme de la cara mi boca penosa y quejica, mi boca buscaexcusas, y afrontar la situación. Me arrincono en la luz naciente de la sala de estar. Pienso: «No te quejes más, Ed. Acéptalo». Incluso salgo al porche y observo mi limitada visión del mundo. Quiero agarrar ese mundo y por primera vez en la vida siento que puedo hacerlo. Hasta el momento he superado todos los retos. Y aquí sigo, erguido. Vale, erguido sobre un porche destartalado y lleno de grietas, y quién soy yo para decir que el mundo no es también así. Pero Dios sabe que el mundo nos exige mucho. Doorman está sentado a mi lado en posición firme, o por lo menos todo lo firme que puede. Hasta parece obediente y fiable. Lo miro y digo: «Ha llegado la hora».
¿Cuántas personas reciben una oportunidad como esta?
Y de las pocas que la reciben, ¿cuántas la aprovechan de verdad?
Me agacho y poso una mano en el hombro de Doorman (o lo más parecido a un hombro en un perro) y salimos a buscar las piedras de casa.
A media calle nos detenemos.
Nos detenemos porque tenemos el problema número uno.
No tenemos ni idea de dónde buscar.
El resto de la semana transcurre sin incidentes: una combinación de timbas, trabajo y paseos con Doorman. El jueves por la noche doy unas patadas a un balón de fútbol con Marv en la explanada del pueblo y luego lo veo emborracharse en su casa.
—Apenas falta un mes para el gran partido —dice. Bebe un sorbo de la cerveza de su padre. Él nunca compra cerveza. Nunca.
Marv todavía vive con sus viejos. Tengo que reconocer que el interior de la casa está bastante bien. Suelos de madera. Cristales limpios. Su madre y Marissa lo hacen todo, naturalmente. Marv, el gandul de su hermano y el padre no mueven un dedo. Marv paga una pequeña suma por su mantenimiento y mete el resto del dinero en el banco. A veces me pregunto para qué ahorra. En el último recuento dijo tener treinta mil.
—¿Qué posición quieres en el partido, Ed?
—Ni idea.
—Yo quiero de central —me confiesa—, pero es probable que vuelva a ser lateral. Tú estarás en segunda línea, aunque seas larguirucho y endeble.
—Muchas gracias.
—¿No es cierto?
Lo es.
—Pero sabes jugar cuando te pones las pilas —prosigue.
Ahora me tocaría decirle a Marv que él también juega bien, pero no lo hago. Mantengo la boca cerrada.
—¿Ed?
Nada.
—¿Ed? —Da una palmada—. ¿Estás ahí?
Por un momento considero la posibilidad de preguntarle a Marv si ha oído hablar de las piedras de casa, pero algo me detiene. No lo entenderá y ahora ya sé a ciencia cierta que si debo ser ese mensajero, tengo que hacerlo solo.
—Lo estoy, Marv —le digo—. Estaba pensando en mis cosas, eso es todo.
—Eso acabará matándote —me previene—. Te iría mucho mejor si no pensaras tanto.
En parte me gustaría poder ser así. Nunca me preocuparía de las cosas que realmente importaran. Sería feliz de la misma forma penosa que lo es nuestro amigo Richie. Nada te afecta y tú no afectas a nada.
—No te preocupes, Marv —digo—. Estoy bien.
Marv está hablador esta noche.
—¿Te acuerdas de aquella chica con la que salía? —me pregunta.
—¿Suzanne?
Pronuncia su nombre completo estirando las palabras.
—Suzanne Boyd. —Se encoge de hombros—. Recuerdo que se marchó con su familia y jamás me dijo una sola palabra al respecto. Han pasado tres años… Le di vueltas al asunto hasta volverme loco. —Pone voz a mis pensamientos—. Alguien como Ritchie habría pasado de todo. La habría llamado escoria, se habría bebido una cerveza y habría apostado a los caballos. —Marv sonríe, contrito, y baja la vista—. Típico de él.
Quiero hablar con Marv.
Quiero preguntarle sobre esa chica, si la quería y si todavía la echa de menos.
Pero nada sale de mi boca. Se hace un largo silencio, hasta que decido romperlo. Me recuerda a alguien rompiendo pan y repartiéndolo. En mi caso reparto una pregunta a mi amigo.
—¿Marv?
—¿Qué? —Inopinadamente, sus ojos me desgarran.
—¿Cómo te sentirías si en este momento tuvieras que estar en un lugar y no supieras cómo llegar a él?
Analiza la pregunta. Se diría que por el momento ha aparcado a la chica.
—¿Como perderse el Annual Sledge Game?
Se lo acepto.
—Eso.
—Pues… —Lo medita con todo su ser mientras se pasa la tosca mano por la rubia barba de tres días. Así de importante es para él el partido—. Estaría todo el rato imaginando qué está ocurriendo en ese lugar, pensando que no puedo intervenir por lo lejos que estoy.
—¿Te sentirías frustrado? —pregunto.
—Seguro.
He consultado mapas. He encontrado viejos libros que pertenecían a mi padre y leído historias del lugar. Nada, sin embargo, me aporta una sola pista sobre dónde se hallan las piedras de casa. Los días y las noches se deshacen. Noto cómo se desmontan por las costuras. Cada minuto me hace saber que algo podría estar ocurriendo, algo a lo que debo contribuir. O detener.
Jugamos a las cartas.
He pasado por Edgar Street varias veces y todo sigue igual. El hombre no ha vuelto aún. Creo que nunca volverá.
La madre y la hija parecían felices los ratos que he estado observándolas. Con eso me basta.
Una noche voy a casa de Milla y leo para ella.
Se alegra mucho de verme y debo confesaros que me gusta volver a ser Jimmy. Bebo té y beso la mejilla arrugada de Milla cuando me marcho.
El sábado voy a ver correr a Sophie. Sigue quedando segunda pero, fiel a su palabra, corre descalza. Me ve y asiente con la cabeza. No nos decimos nada porque está corriendo. Me coloco detrás de la valla, en la recta de fondo. Nos reconocemos durante ese instante fugaz y eso es suficiente.
«Te echo de menos, Ed», la oigo decir aquella tarde en el parque. También hoy, en la expresión de su cara cuando pasa corriendo por mi lado, sé que está diciendo «Me alegro de que hayas venido».
Yo también me alegro, pero me marcho en cuanto la carrera termina.
Esa noche en el trabajo, ocurre.
Encuentro las piedras de casa.
O para ser sincero…
Ellas me encuentran a mí.
Cuando trabajo en la ciudad mantengo los ojos muy abiertos por si veo a Alice, sobre todo si estoy cerca de Quay o de Cross. No hay rastro de ella, lo cual me produce cierta pena. Los únicos clientes reincidentes son viejos que siempre conocen un itinerario mejor o ejecutivos que siempre están mirando el reloj o hablando por teléfono.
Sobre las cuatro de la mañana recojo a un hombre joven camino de mi casa. Cuando me hace señas lo examino. Parece un tipo estable y no tiene pinta de ir a vomitar. Lo último que necesito es alguien vomitando en mi taxi al final de un turno. Eso puede arruinarte la noche en pocos segundos.
Me acerco al bordillo y sube.
—¿Adónde? —pregunto.
—Limítate a conducir. —Su voz suena amenazadora desde la primera palabra—. Llévame a casa.
Estoy nervioso pero hablo.
—¿Qué casa?
Vuelve la cara y me clava una mirada inquietante.
—La tuya. —Sus ojos tienen un extraño color amarillo, como los de un gato. Pelo negro y corto. Ropa negra y dos palabras más—: Conduce, Ed.
Obedezco, como es lógico.
Conoce mi nombre y sé que me está llevando al lugar donde el As de tréboles quiere que vaya.
Viajamos en silencio, contemplando el paso sesgado de las luces. Está sentado en el asiento del copiloto y cada vez que voy a mirarle, me lo pienso dos veces. Puedo sentir esos ojos en todo momento. Parecen dispuestos a arañarme.
Trato de iniciar una conversación.
—Bueno —digo. Patético, lo sé.
—¿Bueno qué?
Pruebo otra táctica.
Una apuesta.
—¿Conoces a Daryl y Keith?
—¿A quién?
Su desdén es insoportable, pero no me rindo.
—Ya sabes, Daryl y…
—Oye, amigo, ya te he oído la primera vez. —Endurece la voz otra pizca—. Sigue mencionando nombres y te garantizo que no llegarás a casa.
«¿Por qué toda la gente que viene a verme es violenta o marrullera o ambas cosas?», me pregunto. Haga lo que haga, siempre acabo con gente como esa dentro de mi choza o de mi taxi.
Por razones obvias decido no volver a abrir la boca. Me limito a conducir y a intentar, en vano, robarle alguna mirada.
—Sigue recto —me dice cuando llegamos a Main Street.
—¿Hasta el río?
—No te hagas el listillo. Limítate a conducir.
Dejamos mi casa atrás.
Dejamos la casa de Audrey atrás.
Llegamos al río.
—Para aquí.
Detengo el coche.
—Gracias.
—Son veintisiete con cincuenta.
—¿Qué?
Se necesita coraje para abrir la boca. Este tipo tiene pinta de querer matarme.
—He dicho que son veintisiete con cincuenta.
—No pienso pagarte.
Le creo.
Le creo porque no se mueve del asiento y deja que sus ojos se vuelvan redondos y negros en medio de todo ese amarillo. No va a pagarme. No hay más que decir. No hay nada que discutir. Pero sigo intentándolo.
—¿Por qué no? —digo.
—No los tengo.
—En ese caso me quedaré con tu americana.
Se inclina hacia mí, mostrándose casi amable por primera vez.
—Tenían razón. Eres un cabrón testarudo.
—¿Quién te lo ha dicho?
No responde.
Sus ojos enloquecen. Abre la puerta y baja de un salto.
Pausa.
Me siento atrapado en el momento. Un segundo después me apeo del taxi y le sigo. En dirección al río.
Hierba húmeda y palabras.
—¡Vuelve aquí!
Pensamientos extraños.
Pensamientos del tipo «¿Vuelve aquí, Ed? “Vuelve aquí” no puede ser más vulgar. Es lo que dicen todos los taxistas en estas situaciones. Se te ha de ocurrir algo más original. Es un milagro que no hayas añadido “chorizo” al final de la frase…».
Se me tensan las piernas.
El aire me acaricia la boca pero no acaba de entrar.
Echo a correr.
Corro y me doy cuenta de que he experimentado esto antes, esta sensación de mareo en la barriga.
Era un niño y estaba persiguiendo a Tommy, mi hermano menor. El de la ciudad con mejores perspectivas y mejor gusto que yo para las mesas de centro. Él, naturalmente, ya era más rápido que yo incluso entonces. Mejor. Siempre lo fue y a mí me avergonzaba. Era bochornoso tener un hermano menor más rápido, más fuerte, más listo y mejor que yo. En todo. Pero el caso es que lo era y punto.
Pescábamos en el río, corriente arriba, y hacíamos carreras para ver quién llegaba primero. No ganaba una sola vez. Yo, por supuesto, me decía que podría ganar si me esforzaba de verdad.
Así que en una ocasión…
Me esforcé de verdad.
Y perdí.
También ese día Tommy encontró una dosis de energía extra y me ganó por cinco metros.
Yo tenía once años.
Él diez.
Casi una década después estoy de nuevo aquí, persiguiendo una vez más a alguien más rápido, más fuerte y mejor que yo.
Después de casi un kilómetro mi respiración se desploma.
El hombre mira atrás.
Se me comban las piernas.
Paro.
Me rindo.
Una risa brota de sus labios, veinte metros más adelante.
—Mala suerte, Ed —dice, y se aleja.
Me quedo donde estoy y veo cómo sus piernas desaparecen en la oscuridad mientras me asaltan los recuerdos.
Un viento oscuro se abre paso entre los árboles.
El cielo está inquieto. Negro y azul.
Mi corazón aplaude dentro de mis oídos, al principio como una multitud desaforada. Poco a poco se va calmando, hasta que solo queda una persona aplaudiendo con patente sarcasmo.
Plas. Plas.
Plas.
«Buen trabajo, Ed».
«Qué manera de rendirse».
«El taxi —pienso—. Lo he dejado abierto». Y las llaves están en el contacto, el peor pecado que un taxista puede cometer cuando decide perseguir a un cliente. Un pecado capital. Los taxistas siempre cogen las llaves. Siempre cierran. Menos yo.
Puedo ver el taxi en mi mente.
Solo en la calzada.
Ambas puertas abiertas.
—Tienes que volver —susurro para mí, pero no me muevo.
Permanezco clavado hasta que aparecen las primeras luces del alba y nos veo a mi hermano y a mí compitiendo.
A mí cayendo.
Nos veo pescando juntos en la margen del río y luego subiendo por la corriente hasta donde ya no podía verse ninguna casa. Bien arriba, donde era preciso trepar, donde pescábamos desde las rocas.
Las rocas.
Las suaves rocas.
Las…
Camino despacio al principio, más deprisa después. Camino deprisa corriente arriba.
Sigo a mi hermano y a mí. Trepo.
El agua se desmenuza en su descenso al tiempo que mis manos y mis pies me impulsan hacia delante. El mundo está aclarándose, adquiriendo forma y color, como si alguien lo estuviera pintando a mi alrededor.
Me pican los pies.
Pasan del frío al calor.
Lo veo.
Nos veo.
«Allí —señalo—. Allí están las rocas. Las piedras gigantes». Dios, puedo vernos en las rocas lanzando el sedal, esperando, a veces riendo. Jurando que no le contaremos a nadie que venimos aquí.
Casi he llegado.
Lejos de aquí, las puertas del taxi siguen abiertas.
El sol ha salido: un recortable naranja sobre un cielo de cartón.
Alcanzo la cima y me arrodillo.
Mis manos tocan la fría piedra.
Exhalo.
Feliz.
Oigo el río y levanto la mirada, y caigo en la cuenta de que estoy arrodillado sobre las piedras de casa.
Hay tres nombres grabados en la roca.
Los veo unos segundos después, cuando vuelvo a levantar la mirada. Me acerco.
Los nombres son:
THOMAS O’REILLY
ANGIE CARUSSO
GAVIN ROSE
Durante un rato el río corre por mis oídos y el sudor surca el interior de mis brazos. Desciende por las costillas de mi lado izquierdo hasta la cinturilla del pantalón.
Busco bolígrafo y papel pese a saber que no llevo, del mismo modo que le das a una persona una respuesta equivocada con la vana esperanza de que, por obra de un milagro, de repente resulte acertada.
Confirmado. No llevo nada encima. Por tanto, anoto los nombres en mi mente y los repaso con tinta. Luego los cincelo.
Thomas O’Reilly.
Angie Carusso.
Gavin Rose.
No me suena ninguno de los tres y decido que eso es bueno. Creo que sería aún más difícil si conociera a las personas a las que estoy siendo enviado.
Echo una última ojeada y me marcho recitando los nombres para no olvidarlos.
Tardo casi cuarenta y cinco minutos en regresar al taxi.
Cuando llego, las puertas están cerradas, pero sin el seguro echado, y las llaves han desaparecido del contacto. Me siento al volante y cuando bajo la visera, caen sobre mi regazo.
El sacerdote
—O’Reilly, O’Reilly…
Estoy consultando la guía telefónica. Es mediodía. He dormido.
Hay dos T. O’Reilly. Uno en la mejor zona del pueblo. El otro en una zona sórdida.
«Es este —pienso—. El de la zona sórdida».
Lo sé.
Para cerciorarme voy primero a la dirección de la zona alta. Es una casa bonita, rematada con cemento y con un amplio camino de entrada. Llamo a la puerta.
—¿Sí?
Un hombre alto abre y se me queda mirando desde el otro lado de la puerta mosquitera. Lleva pantalón corto, camisa y zapatillas.
—Lamento molestarle —digo—, pero…
—¿Vendes algo?
—No.
—¿Eres testigo de Jehová?
—No.
Se sorprende.
—En ese caso, puedes entrar. —Su tono ha cambiado al instante y sus ojos me miran por primera vez con amabilidad. Eso me lleva a contemplar la posibilidad de aceptar su ofrecimiento, pero lo rechazo.
Permanecemos a ambos lados de la mosquitera. Me pregunto cómo debo actuar y decido que ir al grano sea probablemente lo mejor.
—Señor, ¿es usted Thomas O’Reilly?
Da un paso al frente y espera unos segundos antes de responder.
—No, amigo, soy Tony. Thomas es mi hermano. Vive en una casucha de Henry Street.
—Vaya, lamento haberle molestado. —Y hago ademán de marcharme—. Gracias.
—Oye. —Abre la puerta y me sigue—. ¿Qué quieres de mi hermano?
Tardo en responder.
—Todavía no lo sé.
—Ya que piensas ir por su barrio —dice—, ¿podrías hacerme un favor cuando lo veas?
Me encojo de hombros.
—Claro.
—¿Podrías decirle que la avaricia todavía no me ha engullido? —La frase aterriza entre los dos como una pelota desinflada.
—Se lo diré.
Estoy cruzando la verja cuando Tony O’Reilly me llama por última vez. Me vuelvo.
—Creo que debo prevenirte. —Se acerca—. Mi hermano es cura.
Nos miramos unos segundos mientras asimilo la información.
—Gracias —digo, y por fin me voy.
Me alejo pensando: «Aun así, es preferible a un hombre que viola y maltrata a su esposa».
—¿Cuántas veces quieres que te lo diga?
—¿Estás seguro?
—No soy yo, Ed. Si fuera yo te lo diría.
Estoy teniendo esta conversación con mi hermano Tommy, por teléfono. Mis pensamientos se han centrado en él después de haber llegado hasta el río y las piedras de casa. Que yo sepa, Tommy es la única persona aparte de mí que sabe que íbamos a ese lugar, porque nunca se lo contamos a nadie. Siempre pensábamos que nos caería una buena tunda por subir tan arriba los dos solos. Aunque también existe la posibilidad de que alguien más lo supiera y optara por ignorarlo. Tanto mi hermano como yo sabíamos nadar.
Antes de eso le hablé de los naipes, y su comentario fue:
—¿Por qué te ocurren siempre a ti esa clase de cosas, Ed? Si hay algo raro flotando en el aire, siempre se las apaña para caer encima de ti. Eres como un imán para la mierda rara.
Nos reímos.
Lo medité.
«Taxista. Perdedor. Pilar de la mediocridad. Pésimo amante. Patético jugador de cartas». Y ahora, para colmo, «imán para la mierda rara».
Lo acepto.
No está mal la lista que estoy elaborando.
—Pero dime, Tommy, ¿cómo estás?
—Bien, ¿y tú?
—Tirando.
Fin de la conversación.
No es Tommy.
Últimamente hemos pasado por una pequeña sequía de timbas, por lo que Marv decide organizar una gran noche. El lugar elegido es la casa de Ritchie. Sus viejos acaban de marcharse de vacaciones.
Antes de ir paso por Henry Street y busco a Thomas O’Reilly. Por el camino noto unos retortijones en el estómago y mis manos buscan los bolsillos. La calle es un horror y siempre ha sido célebre por ello. Un lugar de tejas rotas, ventanas rotas y gente rota. Hasta la casa del sacerdote deja mucho que desear. Ya lo percibo desde lejos.
Tejado de zinc ondulado, rojo y herrumbroso.
Paredes de cemento fibroso de color blanco sucio.
Pintura cubierta de dolorosas ampollas.
Una valla coja que batalla por mantenerse en pie.
Y una verja que sufre.
Casi he llegado cuando me doy cuenta de que no voy a conseguirlo.
Tres hombretones salen de un callejón y empiezan a pedirme cosas. No me amenazan, pero su sola presencia hace que me sienta solo e intimidado.
—Eh, tío, ¿tienes cuarenta centavos? —pregunta uno de ellos.
—¿O un cigarrillo? —dice otro.
—¿Realmente necesitas esa cazadora?
—Vamos, tío, solo un cigarrillo. Sé que fumas. No te pasará nada por darme uno…
Me quedo clavado unos instantes, giro sobre mis talones y me alejo.
A toda pastilla.
En casa de Ritchie no puedo dejar de revivir la escena mientras los demás reparten y hablan.
—¿Adónde han ido tus viejos, Ritchie? —pregunta Audrey.
Se hace un largo silencio mientras lo medita.
—Ni idea.
—Es broma, ¿no?
—Me lo dijeron, pero lo he olvidado.
Audrey niega con la cabeza y Marv ríe tras el humo de su puro.
Pienso en Henry Street.
Esta noche, para variar, gano.
Se me escapan algunas manos, pero consigo ganar más partidas que nadie.
Marv todavía habla con ilusión del próximo Sledge Game.
—¿Os habéis enterado? —nos sopla a Ritchie y a mí—. Los Falcons tienen un nuevo fichaje este año. La gente dice que pesa ciento cincuenta.
—¿Ciento cincuenta qué? ¿Kilos? —pregunta Ritchie.
Al igual que hemos hecho Marv y yo, Ritchie ha jugado los últimos años, de lateral, pero está menos interesado aún que yo. Para que os hagáis una idea, tiene la costumbre de compartir una cerveza o dos con el público durante los tiempos muertos del partido.
—En efecto, Ritchie —afirma Marv. Esto es serio—. Ciento cincuenta kilazos.
—¿Vas a jugar, Ed?
La pregunta la hace Audrey. Sabe que voy a jugar pero lo pregunta para reconciliarse conmigo. Desde el incidente de solo Ed en la puerta de su casa no ha sabido muy bien qué decirme. Levanto la vista y esbozo una media sonrisa. Audrey sabe que significa que estamos bien.
—Sí —le digo—. Jugaré.
La sonrisa que Audrey esboza a su vez dice: «Me alegro». Esto es, me alegro de que estemos bien. A Audrey no podría importarle menos el Annual Sledge Game. Detesta el fútbol.
Cuando termina la timba, viene a mi casa y bebemos en la cocina.
—¿Te va bien con tu nuevo rollo? —le pregunto. Estoy vaciando migas de tostada en el fregadero. Cuando me vuelvo para escuchar su respuesta diviso una mancha de sangre reseca en el suelo. Sangre de mi cabeza entre pelos de perro. Hay recordatorios por todas partes.
—Sí —responde.
Quiero decirle lo mucho que lamento haberme presentado como lo hice la otra mañana, pero no lo hago. Ahora estamos bien y no tiene sentido volver sobre algo que no puedo cambiar. Estoy a punto de mencionarlo en varias ocasiones pero me contengo. Es mejor así.
Cuando devuelvo la tostadora a su lugar veo mi reflejo en ella pese a la mugre. Mis ojos se muestran tan inseguros que parecen heridos. Durante un breve instante veo el desastre de mi vida. La chica que no puedo tener. Los mensajes que no me veo capaz de entregar… A renglón seguido, sin embargo, veo cómo esos mismos ojos adquieren determinación. Veo una versión futura de mí mismo regresando a Henry Street para conocer al padre Thomas O’Reilly. Acudiré con mi cazadora vieja y costrosa, sin dinero y sin cigarrillos, como la última vez. Pero en esta ocasión estoy decidido a llegar hasta la puerta.
«Tengo que hacerlo», pienso, y hablo con Audrey.
—Sé adonde tengo que ir.
Da un sorbo a la bebida de pomelo que le he servido y lo pregunta.
—¿Adónde?
—Tres personas más.
Los nombres grabados en la roca aparecen en mi cabeza, pero no se los desvelo. Como ya he dicho, no serviría de nada.
Está deseando preguntármelos.
Lo noto.
Ni una sola palabra sale de su boca; sin embargo hay algo que debo decir sobre Audrey: jamás fuerza las cosas. Sabe que no le contaré nada si me presiona más de la cuenta.
Lo que sí le cuento es dónde encontré los nombres.
—Un cliente huyó sin pagar y es allí adonde fue…
Audrey no puede hacer otra cosa que negar con la cabeza.
—Quienquiera que sea se está tomando muchas molestias.
—Y se diría que me conoce muy bien, casi tanto como yo mismo.
—Sí, pero… —comienza Audrey—, ¿quién te conoce realmente, Ed?
Ha dado en el clavo.
—Nadie —respondo.
¿Ni siquiera yo?, pregunta Doorman cuando entra en la cocina.
Me vuelvo hacia él y contesto:
«Oye, colega, unas tazas de café no significan que me conozcas».
A veces pienso que ni yo mismo me conozco.
Mis ojos tropiezan de nuevo con mi reflejo.
Pero sabes lo que tienes que hacer, me dice.
Estoy de acuerdo.
Acudo a Henry Street al día siguiente por la noche, después del trabajo, y llego hasta la puerta. Debo decir que la casa del padre O’Reilly otorga un nuevo significado a la palabra atroz.
Me presento y, sin más preámbulos, el padre me invita a pasar.
Ya en el recibidor, me pongo a hablar sin pensar en lo que digo.
—Caray, no le pasaría nada por limpiar este lugar de vez en cuando.
«¿He dicho yo eso?».
Pero no tengo de qué preocuparme porque el padre me responde al instante.
—Mira quién habla. ¿Cuándo fue la última vez que lavaste esa cazadora?
—Buena observación —digo, agradeciendo su pronta respuesta.
Tiene unos cuarenta y cinco años y está empezando a perder pelo. No es tan alto como su hermano y tiene los ojos de color verde botella y las orejas más bien grandes. Viste sotana y me pregunto por qué vive aquí y no en la iglesia. Siempre he creído que los curas vivían en las iglesias para que la gente pudiera acudir cuando necesitara ayuda o consejo.
Me conduce hasta la cocina y nos sentamos a la mesa.
—¿Té o café? —Lo dice de tal forma que no parece que tenga elección en cuanto al hecho de tomar algo. Solo puedo elegir qué.
—Café —contesto.
—¿Leche y azúcar?
—Sí, por favor.
—¿Cuántas cucharadas?
Me da vergüenza decirlo.
—Cuatro.
—¡Cuatro cucharadas! ¿Eres pariente de David Helfgott?
—¿Quién es?
—Ya sabes, ese pianista medio pirado. —Le sorprende que no lo conozca—. Se tomaba doce tazas de café al día con diez cucharadas de azúcar en cada una.
—¿Era bueno?
—Sí. —Pone agua a hervir—. Estaba loco pero era bueno. —Sus ojos vidriosos ahora desvelan bondad. Una bondad inmensa—. ¿También tú estás loco pero eres bueno, Ed Kennedy?
—No lo sé —digo, y el sacerdote ríe, más para sí que para mí.
Una vez hecho, el padre lleva el café a la mesa y se sienta conmigo. Antes de beber su primer sorbo pregunta:
—¿Te hostigan ahí fuera para que les des cigarrillos y dinero? —Señala la calle con el mentón.
—Sí, y hay un tío empeñado en que le dé mi cazadora.
—¿En serio? —Niega con la cabeza—. Solo Dios sabrá por qué. Falta de gusto, supongo. —Bebe. Me miro las mangas.
—¿Tan fea es?
—Qué va. —Se pone serio—. Solo te estaba tomando el pelo, hijo.
Vuelvo a mirarme las mangas y el tejido que rodea la cremallera. El ante negro está prácticamente pelado.
Se hace un incómodo silencio entre nosotros. Me indica que ha llegado el momento de ir al grano. Pienso que probablemente el padre esté de acuerdo, y la expresión que veo en su cara es de curiosidad, aunque paciente, y de espera.
Me dispongo a hablar cuando en una casa vecina estalla una discusión.
Un plato se hace añicos.
Los gritos saltan por encima de la valla.
La pelea gana intensidad, las voces dan portazos y las puertas se cierran a gritos.
El padre repara en mi nerviosismo y dice:
—Espera un segundo, Ed. —Se acerca a la ventana y la abre un poco más. Brama—: ¿Podríais hacerme un favor y calmaros? —Insiste—. ¡Eh, Clem!
Un murmullo seguido de una voz se arrastra hasta la ventana.
—¿Qué hay, padre?
—¿Qué problema tenéis hoy?
—¡Me está sacando otra vez de mis casillas, padre! —responde la voz.
—Ya me he dado cuenta, Clem, pero…
Le interrumpe otra voz. De mujer.
—Ha vuelto a estar en el pub, padre. Bebiendo y jugando.
La voz del padre adquiere un tono sacerdotal. Un tono solemne y firme.
—¿Es cierto eso, Clem?
—Eh…, sí, pero…
—Pero nada, Clem. Esta noche te quedas en casa, ¿de acuerdo? Viendo la tele cogiditos de la mano.
Primera voz:
—Está bien, padre.
Segunda voz:
—Gracias, padre.
El padre O’Reilly regresa a la mesa sacudiendo la cabeza.
—Te presento a los Parkinson —dice—. Son un jodido desastre. —Su comentario me deja de piedra. Nunca he oído a un cura hablar de ese modo. De hecho, nunca he hablado con un cura, pero seguro que no todos son como este.
—¿Ocurre a menudo? —le pregunto.
—Dos veces por semana como mínimo.
—¿Cómo lo aguanta?
Levanta los brazos y se señala la sotana.
—Estoy aquí para eso.
Charlamos durante un rato.
Le hablo del taxi.
Él me habla de su labor como sacerdote.
Su iglesia es la vieja capilla que hay a las afueras del pueblo y ahora comprendo por qué ha elegido vivir aquí. La iglesia está demasiado lejos para poder ayudar realmente a la gente, así que este es el mejor lugar para él. Es aquí donde el padre necesita estar, no en una iglesia, acumulando polvo.
A veces me sorprende su manera de hablar, lo cual queda confirmado cuando me habla de su iglesia. Reconoce que si fuera una tienda o un restaurante, habría cerrado hace años.
—¿Va mal el negocio últimamente? —pregunto.
—¿La verdad? —El cristalino de sus ojos se rompe y se me clava—. De puta pena.
Tengo que preguntárselo.
—¿Puede hablar así? ¿Siendo santo y todo eso?
—¿Lo dices porque soy cura? —Apura su café—. Por supuesto que sí. Dios sabe lo que de verdad importa.
Me alegro de que no empiece con eso de que Dios nos conoce a todos y el resto de ese sermón. Al padre O’Reilly en ningún momento le da por predicar. De hecho, cuando ninguno de los dos tiene nada más que decir, me mira de forma terminante y dice:
—Pero no nos enredemos hoy con la religión, Ed. Hablemos de otra cosa. —Adopta una actitud ligeramente formal—. Hablemos de por qué estás aquí.
Nuestras miradas se encuentran.
Solo un breve instante.
Tras un largo silencio me sincero con él. Le cuento que todavía no sé por qué estoy aquí. No le hablo de los mensajes que ya he entregado ni de los que me quedan por entregar. Únicamente le digo que tengo una misión que cumplir aquí y que se desvelará por sí sola.
Me escucha con suma atención, con los codos sobre la mesa, las palmas juntas, los dedos entrelazados bajo el mentón.
Pasa un rato, hasta que comprende que no tengo nada más que decir. Entonces, con una gran calma y claridad, habla él.
—No te preocupes, Ed. Seguro que lo que necesites hacer se te manifestará. Tengo la impresión de que lo ha hecho otras veces.
—Sí.
—Hazme solo un favor y recuerda una cosa —dice, y me doy cuenta de que no quiere que su comentario suene excesivamente religioso—. Ten fe, ¿de acuerdo?
Levanto la taza pero no queda una gota de café.
Me acompaña hasta la calle y echamos a andar. Por el camino nos cruzamos con los pedigüeños de cigarrillos, dinero y cazadoras. El padre los atrae y dice:
—Escuchadme bien, muchachos. Quiero que conozcáis a Ed. Ed, te presento a Joe, Graeme y Joshua. —Estrechamos manos—. Chicos, este es Ed Kennedy.
—Encantado, Ed.
—Hola, Ed.
—¿Qué tal, Ed?
—Ahora, chicos, quiero que tengáis presente una cosa. —Esta vez el padre habla en un tono severo—. Ed es amigo mío y no debéis pedirle cigarrillos ni dinero, y aún menos su cazadora. —Me lanza una sonrisa fugaz—. ¿Tú la has mirado bien, Joe? ¿No te parece un espanto? Yo la encuentro horrorosa.
Joe se muestra de acuerdo.
—Sí que lo es, padre.
—Entonces, ¿ha quedado claro?
Ha quedado claro.
—Estupendo.
El padre y yo seguimos nuestro camino y nos detenemos en la esquina. Nos damos la mano, nos decimos adiós y el hombre casi ha desaparecido de mi vista cuando me acuerdo de su hermano y me doy la vuelta.
—¡Eh, padre!
Me oye y gira sobre sus talones.
—Casi lo olvido. —Me detengo a unos quince metros de él—. Su hermano. —Los ojos del padre se acercan un poco más—. Me pidió que le dijera que la avaricia no lo ha engullido aún.
Los ojos del cura se iluminan, con un suave toque de pesar.
—Mi hermano Tony… —Sus palabras suenan quedas y llegan flotando hasta mí—. Hace mucho que no veo a mi hermano Tony. ¿Cómo está?
—Bien. —Lo digo con una certeza que me sorprende. Únicamente la intuición me dice que es la respuesta correcta, y ahora nos quedamos mirando, entre torpeza y basura—. ¿Se encuentra bien, padre? —pregunto.
—Sí, Ed. Gracias por tu interés.
Se da la vuelta y echa a andar, y por primera vez no lo veo como un sacerdote.
Ni siquiera como un hombre.
En este momento es solo un ser humano regresando a casa por Henry Street.
Contraste radical.
Estoy en casa de Marv viendo Los vigilantes de la playa con el volumen a cero. La trama y los diálogos no nos interesan.
Estamos escuchando a su grupo favorito. Los Ramones.
—¿Puedo poner otra cosa? —pregunta Ritchie.
—Claro. Pon Pryor —dice Marv. Últimamente a Jimi Hendrix le llamamos Richard Pryor. «Purple Haze» empieza a sonar y Marv pregunta—: ¿Dónde está Audrey?
—Aquí. —Entra.
—¿A qué huele? —Pregunta Ritchie con un escalofrío—. Es un olor familiar.
Marv lo sabe, sin duda, y me señala con un dedo acusador.
—Has traído a Doorman, ¿verdad?
—Tenía que hacerlo. Parecía tan solo cuando me iba.
—Sabes que aquí no es bienvenido.
Doorman está en el hueco de la puerta de atrás, mirándonos.
Ladra a Marv.
La única persona a la que ladra.
—No le caigo bien —observa Marv.
Otro ladrido.
—Porque le lanzas miradas asesinas y siempre te estás metiendo con él. Lo entiende todo, que lo sepas.
Discutimos un rato más, hasta que Audrey se pone a repartir cartas.
—¿Caballeros? —Se aclara la garganta.
En la tercera partida robo el As de tréboles.
«Padre O’Reilly», pienso.
—¿Qué haces este domingo, Marv?
—¿Qué quieres decir con «Qué haces este domingo»?
—¿Qué crees que quiere decir?
Ritchie interviene.
—Mira que eres puñetero, Marv. Me parece que Ed solo te está preguntando si el domingo estás ocupado.
Marv señala ahora a Ritchie. Está de uñas porque he traído a Doorman.
—No te metas en esto, Pryor. —Se vuelve hacia Audrey—. Y tú también podrías cerrar el pico.
Audrey le mira atónita.
—¿Qué he dicho yo?
Interrumpo.
—No me refería solo a Marv, sino a los tres. —Dejo las cartas sobre la mesa, boca abajo—. Necesito un favor.
—¿Qué favor? —pregunta Marv.
Ahora están atentos.
Esperando.
—Me estaba preguntando si podríamos ir… —dejo que las palabras salgan precipitadamente de mi boca— a la iglesia.
—¿Qué?
—¿Por qué no? —replico.
Marv intenta recuperarse de la impresión.
—¿Por qué demonios quieres que vayamos a la iglesia?
—En esa iglesia hay un cura y…
—¿No será uno de esos Chester?
—No, no lo es.
—¿Qué es un Chester? —pregunta Ritchie, pero nadie le contesta. En realidad le trae sin cuidado y enseguida lo olvida.
La siguiente en hablar es Audrey, que pone el toque de sensatez en todo esto.
—¿Y por qué, Ed?
Creo que ha entendido que tiene algo que ver con el As de tréboles.
—El cura es un buen tipo y creo que nos sentaría bien, aunque solo fuera para reírnos.
—¿Irá ese de ahí?
Marv señala a Doorman.
—Naturalmente que no.
Ritchie es mi salvador. Será un caradura que vive del paro, un jugador empedernido y el dueño del tatuaje más espantoso del mundo, pero casi nunca discute. Con su acostumbrado estilo afable, dice:
—¿Por qué no, Ed? Yo iré a la iglesia contigo. —Y añade—: Para reírnos, ¿eh?
—Claro —digo.
Luego Audrey.
—Yo también, Ed.
Le toca a Marv, que se sabe en una situación delicada. No quiere ir, pero se da cuenta de que si se niega quedará como un cabrón. Finalmente suelta el aire de los pulmones y dice:
—Esto es increíble. Iré, Ed. —Ríe con pesar—. A la iglesia el domingo. —Meneando la cabeza—. Jesús.
Recojo mis cartas.
—Nunca mejor dicho.
Esa noche, de vuelta en casa, suena de nuevo el teléfono. No dejo que me intimide.
—¿Diga?
—Hola, Ed.
Es mamá. Suspiro aliviado y me preparo para el bombardeo. Hace tiempo que no sé nada de ella, por lo que debe de tener dos semanas o un mes de improperios que lanzarme.
—¿Cómo estás, mamá?
—¿Has telefoneado a Kath? Hoy es su cumpleaños.
Kath, mi hermana.
—Mierda.
—Ya puedes decirlo, Ed. Ahora mueve el culo y llámala.
—Vale, lo…
Ha colgado.
Nadie es capaz de rematar una llamada telefónica como mi madre.
Solo he cometido un error: no he sido lo bastante rápido para preguntarle el número de Kath, por si acaso no lo encuentro. Intuyo que lo he perdido, lo que demuestra ser cierto una vez que he registrado hasta el último cajón y la última grieta de la cocina. No está y Kath no sale en la guía.
«Oh, no».
Supones bien.
La temida llamada a mi madre.
Marco.
—¿Diga?
—Mamá, soy yo.
—¿Qué pasa ahora, Ed? —Su suspiro me da una idea de lo harta que está.
—¿Cuál es el número de Kath?
Seguro que os lo imagináis.
El domingo llega más deprisa de lo que esperaba.
Nos sentamos al fondo de la iglesia.
Ritchie se siente a gusto y Audrey está contenta. Marv tiene resaca —bebiéndose otra vez la cerveza de su padre— y yo estoy nervioso por una razón que no acierto a precisar.
En la iglesia hay como mucho una docena de personas, aparte de nosotros. Semejante vacío resulta un poco deprimente. La moqueta está llena de agujeros, los bancos tienen aspecto desvencijado. Solo los ventanales emplomados parecen sagrados. Las demás personas son mayores y están sentadas con la espalda encorvada, como si fueran mártires.
Cuando el padre O’Reilly sale, dice:
—Gracias a todos por venir. —Por un momento parece un hombre vencido. Entonces repara en las cuatro personas del fondo—. Y una especial bienvenida a los taxistas de este mundo.
La calva le brilla con la luz que entra por el ventanal.
Levanta la vista para saludarme con la mirada.
Soy el único que ríe.
Ritchie, Marv y Audrey se vuelven hacia mí. Marv tiene los ojos increíblemente rojos.
—¿Una noche dura? —le pregunto.
—Alucinante.
El padre guarda silencio y observa a los presentes. Puedo ver cómo reúne fuerzas para llevar a cabo su trabajo con ilusión. El padre O’Reilly busca en su interior. Comienza su sermón.
Terminada la misa, salimos.
—¿A qué ha venido toda esa mierda del pastor? —pregunta Marv. Se tumba en la hierba. Hasta su voz tiene resaca.
Nos sentamos bajo un gran sauce que llora a nuestro alrededor. En la iglesia pasaron el cepillo para que la gente pusiera dinero antes de marcharse. Yo puse cinco dólares, Ritchie no llevaba dinero encima, Audrey dio un par de dólares y Marv rebuscó en los bolsillos y puso una moneda de veinte centavos y un tapón de bolígrafo.
Lo miré.
—¿Qué?
—Nada, Marv.
—Pues eso.
Ahora, sentados bajo el sauce, Audrey tararea para sí y Ritchie se reclina en el escalón. Marv se duerme y yo espero.
Una presencia no tarda en materializarse a mi espalda. Sé que es el padre O’Reilly antes incluso de que hable. Es lo que desprende el hombre. Su naturaleza serena, campechana.
—Gracias por venir, Ed —dice. Mira a Marv—. Ese chico está aún peor que tú. —Sus ojos sonríen con malicia—. Por los clavos de Cristo. —Nos reímos todos excepto Marv, que de repente se despierta.
—Ah, hola padre. —Se rasca el brazo—. Bonito sermón.
—Gracias. —Nos mira de nuevo a los cuatro—. Gracias por venir. ¿Os veré la semana próxima?
—Puede —digo, pero Marv decide hablar por él.
—Ni lo sueñe.
El padre se lo toma bien.
No sé exactamente qué necesita el padre O’Reilly, pero sí sé lo que voy a hacer. Estoy de nuevo en casa, sentado con Doorman, leyendo y contemplando las fotografías que descansan sobre el televisor. Tomo una decisión.
Voy a llenarle la iglesia.
La pregunta es cómo.
Como niños
Pasan los días y medito sobre posibles maneras de conseguir gente para llenar esa iglesia. Se me ocurre que podría pedir a Audrey, Marv y Ritchie que lleven a todos sus familiares y amigos, pero, en primer lugar, no puedo fiarme demasiado de ellos, y en segundo lugar, bastantes problemas tendré ya solo para conseguir que ellos tres repitan.
A principios de semana trabajo mucho mientras no paro de darle vueltas a la cabeza.
Estoy llevando a un hombre al aeropuerto cuando se me ocurre una gran idea. Casi hemos llegado cuando dice:
—Eh, amigo, la verdad es que me sobra un poco de tiempo. ¿Te importaría parar en ese pub de ahí?
Le miro por el espejo retrovisor y se me enciende una luz.
—¡Eso es! —le digo.
—Me apetece una cerveza en un pub de verdad —continúa—. No soporto los bares de aeropuerto.
Me detengo junto al bordillo para que baje.
—¿Quieres una? —Me pregunta—. Yo invito.
—No —digo—. Tengo otra carrera, pero puedo venir a buscarle dentro de media hora, si quiere.
—Vale. —Está satisfecho consigo mismo.
Y, francamente, yo también, porque lo que me dispongo a deciros es cierto:
En este país solo hay una cosa capaz de atraer sin falta a una multitud.
¿La respuesta?
Cerveza.
Cerveza gratis.
Cuando llego a la casa del sacerdote, prácticamente irrumpo en ella y le cuento que podemos organizar algo grande para el próximo domingo. Le expongo mi idea.
—Cerveza gratis, cosas para los niños, comida. ¿He mencionado la cerveza gratis?
—Sí, Ed, creo que sí.
—¿Y? ¿Qué opina?
Se sienta despacio y lo medita.
—Es una gran idea, Ed, pero olvidas un detalle.
Hoy no hay quien pueda desmoralizarme.
—¿Cuál?
—Que para eso hace falta dinero.
—Creía que la Iglesia católica estaba cargada de pasta, con todo ese oro en esas enormes catedrales…
Se ríe.
—¿Has visto oro en mi iglesia, Edward?
¿Edward?
Creo que el padre es la única persona a la que he permitido que me llame así en toda mi vida. Hasta en mi partida de nacimiento aparezco como Ed a secas.
Continúo.
—¿Está seguro de que no tiene dinero en algún lado?
—Lo estoy, Ed. Lo he invertido todo en fondos para madres adolescentes solteras, alcohólicos, personas sin techo, adictos… y mis vacaciones a las Fiji.
Doy por sentado que lo de las vacaciones a las Fiji es broma.
—Está bien —digo—. Conseguiré el dinero. Tengo algunos ahorros. Pondré quinientos dólares.
—¿Quinientos? Es demasiado, Ed. No tienes pinta de que te sobre el dinero.
Me dirijo a la puerta a grandes zancadas.
—No ºse preocupe de nada, padre. —Hasta me permito una carcajada—. Tenga un poco de fe.
En momentos así es de muchísima ayuda tener amigos inmaduros. Te aportan ideas sobre cómo divulgar lo más deprisa posible la noticia de algo que quieres que se haga. Déjate de carteles. Déjate de anuncios en el periódico local. Solo existe un método. Algo que quedará grabado en todas las mentes del pueblo…
Pintura en espray.
Marv muestra un interés repentino por ir el domingo a la iglesia. Le explico el plan y sé, sin asomo de duda, que puedo contar con él. Hete aquí un área en la que Marv destaca y disfruta. A veces, la conducta infantil puede ser su especialidad.
Les robamos las barbacoas a mi madre y a Ritchie, llamo y reservo un castillo hinchable y pido prestada una de esas máquinas de karaoke a un colega de Marv que trabaja en el pub. También encargamos varios barriles de cerveza y salchichas del carnicero a un precio más o menos razonable. Lo tenemos todo dispuesto.
Ha llegado la hora de pintar.
El jueves por la tarde compramos el espray en la ferretería y empezamos la faena a las tres de la madrugada. Marv detiene el coche frente a mi casa y decidimos ir a pie. En ambos extremos de Main Street escribimos, sobre la calzada, el mismo texto con letras gigantes:
EL DÍA DE «CONOZCA A UN SACERDOTE».
ESTE DOMINGO A LAS 10 H EN SAINT MICHAEL’S
COMIDA, MÚSICA, BAILE
Y
CERVEZA GRATIS
NO TE PIERDAS ESTA MAGNÍFICA FIESTA
No sé a Marv, pero a mí me embarga un sentimiento de camaradería cuando me arrodillo con él en la calzada para pintar. Parecemos unos chiquillos. En un momento dado me vuelvo hacia mi amigo. Marv, el broncas. Marv, el tacaño con el dinero. Marv, el de la novia que desapareció.
Una vez hecho el trabajo, me da una palmada en el hombro y echamos a correr cual expertos ladrones. Reímos y corremos y el momento es tan denso que me dan ganas de zambullirme en él, de dejarme llevar.
Me encanta la risa de esta noche.
Nuestros pies corren y no quiero que se detengan. Quiero correr y reír y sentirme así eternamente.
Nos sumergimos en la risa de la noche.
Con la llegada de la mañana todo el mundo habla del tema. Absolutamente todo el mundo.
La policía le ha hecho una visita al padre para preguntarle si sabe algo del asunto. El hombre reconoce estar al corriente de la fiesta, pero no de las técnicas de publicidad empleadas por algunos de sus feligreses.
El viernes por la tarde, en su casa, me lo cuenta.
«Como pueden imaginar —les dijo a los polis—, tengo una clientela algo turbia. ¿Qué iglesia para los pobres no la tiene?».
Le creyeron, naturalmente. ¿Quién no creería a este hombre?
«De acuerdo, padre, pero si se entera de algo comuníquenoslo».
«Descuiden, descuiden. —Y cuando los agentes se disponían a marcharse, les hizo una última pregunta—: ¿Les veré el domingo?».
La policía, al parecer, también es humana.
«¿Cerveza gratis? —respondieron—. Cómo no».
Genial.
Arreglado. Todo el mundo irá. Familias. Borrachos. Capullos. Ateos. Seguidores de Satanás. Góticos. Todo el mundo.
El viernes por la noche trabajo pero el sábado no.
Ese día suceden dos cosas.
La primera: el padre O’Reilly viene a mi casa. Le ofrezco sopa. Estamos comiendo cuando de pronto se detiene y advierto que una emoción se apodera de su rostro.
Yo también me detengo.
—Tengo que decirte algo, Ed.
—¿Sí, padre?
Su mirada me atraviesa.
—Es para mí un honor conocerte.
Estoy sorprendido.
Me han dicho muchas cosas, pero nadie me ha dicho jamás que es un honor conocerme.
Esta vez me permito escucharlo.
—Gracias, padre —digo.
—De nada.
La segunda cosa que ocurre es que hago algunas visitas. La primera a Sophie, muy breve. Le pregunto si puede ir el domingo, a lo que contesta:
—Por supuesto, Ed.
—Trae a tu familia —le pido.
—La llevaré.
Después me presento en casa de Milla y le pregunto si puedo llevarla el domingo a la iglesia.
—Será un placer, Jimmy. —Resumiendo, está encantada.
A continuación.
La última visita.
Me descubro llamando, sin demasiadas esperanzas, a la puerta de Tony O’Reilly.
—Ah, tú —dice, pero tengo la impresión de que se alegra de verme—. ¿Le diste mi mensaje a mi hermano?
—Sí. Por cierto, me llamo Ed.
De pronto me siento cohibido. Detesto decirle a la gente qué hacer, o incluso pedírselo. Así y todo, le miro a los ojos y hablo.
—Me preguntaba si… —Se me quiebra la frase.
—¿Si qué?
La recojo, pero me la guardo y utilizo otra.
—Me parece que ya sabe qué, Tony.
—Sí, lo sé —dice—. He visto las pintadas.
Bajo la mirada y vuelvo a alzarla.
—¿Y?
Tony O’Reilly abre la puerta mosquitera y temo que empiece a insultarme, pero en lugar de eso me invita a pasar y nos sentamos en su salón. Viste un atuendo similar al de la última vez. Pantalón corto, camiseta sin mangas y zapatillas. No parece un tipo demasiado malvado, pero tengo mi propia opinión sobre los hombres que visten así. Los peores criminales llevan barba de tres días, camiseta sin mangas y chanclas.
Sin preguntar trae una bebida fría.
—¿Te vale una naranjada?
—Claro. —Incluso trae hielo picado. Probablemente tenga una de esas superneveras que lo hacen todo.
Oigo niños correr por el jardín de atrás y no tardo en ver sus caras asomando aquí y allá, subiendo y cayendo desde una cama elástica.
—Los muy jodidos —ríe Tony. Tiene el mismo humor que su hermano.
Nos quedamos unos minutos mirando un especial muy interesante sobre el juego de la cuerda en un programa semejante a Wide World of Sports, pero en cuanto aparece el primer anuncio en la gran pantalla del televisor, Tony redirige su atención hacia mí.
—Supongo que te estarás preguntando por qué mi hermano y yo estamos distanciados.
No puedo ocultarlo.
—Sí.
—¿Te apetece saber qué pasó?
Le miro.
Con franqueza.
Y niego con la cabeza.
—No. No es asunto mío.
Tony suelta un bufido y bebe un sorbo de naranjada. Le oigo triturar un poco más el hielo dentro de la boca. Aunque no lo he hecho conscientemente, le he dado la respuesta adecuada.
Uno de los niños entra llorando en el salón.
—Papá, Ryan me está…
—¡Oh, deja de lloriquear y lárgate! —grita Tony.
El niño considera la posibilidad de llorar un poco más fuerte, pero se lo piensa otra vez. Se calma.
—¿Es naranjada?
—Sí.
—¿Puedo tomar un poco?
—¿Cuál es la palabra mágica?
—¿Por favor?
—Vale. Ahora la frase entera.
—¿Puedo tomar un poco de naranjada, por favor?
—Eso está mucho mejor, George. Ahora lárgate a la cocina y prepárate una.
El rostro del niño se ilumina.
—¡Gracias, papá!
—Condenados niños —ríe Tony—. Hoy día carecen de modales…
—Y que lo diga —convengo, y nos reímos.
Nos reímos y Tony dice:
—¿Sabes, Ed? Si buscas bien puede que mañana me veas allí.
Por dentro me alegro, pero no lo demuestro.
Es fantástico.
—Gracias, Tony.
—¡Oh, papá! —grita George desde la cocina—. ¡Se me ha derramado!
—¡Lo sabía!
Tony se levanta sacudiendo la cabeza.
—¿Te importa que no te acompañe a la puerta? Tengo que ocuparme de esto.
—No se preocupe.
Dejo el televisor de pantalla grande y la casa grande con sensación de alivio. Contento con el resultado.
Duermo más profundamente que nunca y me despierto temprano. Por la noche estaba leyendo un libro muy hermoso y extraño titulado Table of Everything. Lo busco hasta que reparo en que se ha escurrido entre la cama y la pared. Mientras intento rescatarlo recuerdo que hoy es el gran día. El día de Conoce a un Sacerdote. Abandono la búsqueda y me levanto.
Audrey, Marv y Ritchie llegan a mi casa a las ocho en punto y partimos hacia la iglesia. El padre ya está allí, repasando su sermón mientras camina de un lado a otro.
Llegan más personas:
El colega de Marv con los barriles y el karaoke.
La gente del castillo hinchable.
Tenemos las barbacoas y quedamos en que Ritchie y algunos de sus amigos vigilarán la cerveza durante el sermón.
A las diez menos cuarto comienza a llegar un río de gente y caigo en la cuenta de que tengo que recoger a Milla.
—Oye, Marv… —No me puedo creer que esté haciendo esto—. ¿Me dejas tu coche diez minutos?
—¿Qué? —Sé que piensa sacarle el máximo partido—. ¿Quieres que te deje mi cafetera?
No tengo tiempo para tonterías.
—Así es, Marv. Retiro todo lo que he dicho sobre tu coche.
—¿Y?
—¿Y?
Caigo.
—Nunca más volveré a decir nada malo sobre tu coche.
Esboza un sonrisita victoriosa y me lanza las llaves.
—Cuídalo, Ed.
Ese comentario sobra. Marv sabe que voy a tener que morderme la lengua para no replicarle. El muy cabrón incluso aguarda, pero no abro la boca.
—Buen chico —dice, y me marcho.
Milla me está esperando inquieta y abre la puerta antes de que haya subido los escalones del porche.
—Hola, Jimmy —me dice.
—Hola, Milla.
De regreso al coche le abro la puerta y ponemos rumbo a la iglesia. Por la ventanilla rota se cuela una brisa agradable.
Cuando llegamos son las diez menos cinco y no puedo dar crédito a mis ojos. La iglesia está abarrotada. Hasta vislumbro a mi madre, que entra luciendo un vestido verde. Dudo que la cerveza le importe lo más mínimo. Ha venido simplemente porque no quiere perderse el acontecimiento.
Localizo uno de los pocos asientos que quedan vacíos e invito a Milla a sentarse.
—¿Y tú Jimmy? —pregunta nerviosa—. ¿Dónde te sentarás?
—No te preocupes, seguro que encuentro un sitio. —Pero no lo encuentro. Me sumo a la gente del fondo de la iglesia que espera de pie a que el padre O’Reilly salga.
Cuando dan las diez, las campanas de la iglesia se apoderan de la congregación y todos —los niños, las mujeres con bolso y empolvadas, los borrachos, los adolescentes y los feligreses que acuden regularmente— guardan silencio.
El padre.
Sale.
Sale y todo el mundo aguarda sus palabras.
Se queda un rato contemplando a la multitud. Luego una sonrisa franca aparece en su rostro y dice:
—Hola a todos. —Y la gente enloquece. Aplaude y vitorea y el padre parece más animado de lo que lo he visto nunca. Lo que ignoro es que también él tiene trucos en la manga.
No hay palabras aún.
Ni oraciones.
Espera a que se haga el silencio, tras lo cual se saca una armónica de la sotana y procede a interpretar una melodía conmovedora. En un momento dado salen tres hombres marginados vestidos con traje: uno golpeando la tapa de una lata, otro tocando un violín y el tercero tocando también una armónica. Grande.
Tocan, la música resuena en la iglesia y una energía que no había experimentado antes se propaga entre la gente.
Cuando terminan, la multitud vuelve a aplaudir y el padre aguarda.
Finalmente, dice:
—Esta canción era para Dios. De Él vengo y a Él está dedicada. Amén.
—Amén —repite la gente.
El padre habla entonces durante un rato y me encanta lo que dice y cómo lo hace. No habla como esos predicadores de las iglesias apocalípticas, donde prácticamente solo se dicen sandeces. El padre habla con una sinceridad que hipnotiza. No sobre Dios, sino sobre este encuentro de la gente del pueblo. Sobre hacer actividades juntos y ayudarse. Y sobre el acto de congregarse en general. Les invita a hacerlo en su iglesia cada domingo.
Pide a los tres hombres, Joe, Graeme y Joshua, que lean algunos textos. Son bastante torpes y lentos, pero la gente les aplaude cual héroes cuando terminan, y puedes ver el orgullo reflejado en sus rostros. Muy diferentes de cuando mendigan dinero, cigarrillos y cazadoras.
Me paso un buen rato preguntándome dónde está Tony. Cuando oteo a la multitud, Sophie repara en mí y ambos nos saludamos con la mano y ella sigue escuchando. No veo a Tony por ningún lado. Finalmente lo localizo.
Se abre paso entre los asistentes y se detiene a mi lado.
—Hola, Ed —me saluda. Lleva un niño en cada mano.
—¿Habrá naranjada para los niños? —me pregunta.
—Desde luego.
Unos cinco minutos después el padre O’Reilly me ve en compañía de Tony.
Está terminando y todavía no ha pronunciado ninguna plegaria. Finalmente se decide.
—Ahora procederé a rezar —dice—, primero en voz alta y luego en silencio. Sentíos libres entonces de decir vuestras propias oraciones. —Inclina la cabeza hacia delante y añade—: Señor, gracias. Gracias por este momento glorioso y por estas magníficas personas. Gracias por la cerveza gratis. —La gente ríe—. Y gracias por la música y las palabras con que nos has obsequiado hoy. Y, en especial, Señor, te agradezco que mi hermano pueda estar hoy aquí, y te doy las gracias por determinadas personas en el mundo que tienen pésimo gusto con las cazadoras… Amén.
—Amén —repiten todos.
—Amén —digo, algo rezagado, y como muchos de los presentes, rezo por primera vez en años.
Rezo: «Haz que Audrey esté bien, Señor, y Marv, y mamá y Ritchie y toda mi familia. Por favor, toma a mi padre en tus brazos y, por favor, por favor, ayúdame con los mensajes que debo entregar. Ayúdame a hacerlo bien…».
Las últimas palabras del padre llegan un minuto después.
—Gracias a todos y que comience la fiesta.
La multitud le vitorea.
Por última vez.
Ritchie y Marv se encargan de la barbacoa. Audrey y yo de la cerveza. El padre O’Reilly se ocupa de la comida y la bebida de los niños, y hay para todos.
Terminadas la comida y la bebida, sacamos el karaoke y mucha gente sale a cantar toda clase de cosas. Paso mucho rato con Milla, que se encuentra a unas chicas, como ella dice, del colegio. Se sientan todas en un banco y a una de ellas las piernas no le llegan al suelo. Las columpia cruzadas a la altura de los tobillos, y es lo más bonito que he visto en todo el día.
Hasta consigo que Audrey cante conmigo. «Eight Days a Week», de los Beatles. Como era de esperar, Ritchie y Marv causan furor cuando interpretan «You Give Love a Bad Name», de Bon Jovi. Lo juro, todo este pueblo vive en el pasado.
Bailo.
Bailo con Audrey, Milla y Sophie. Lo que más me gusta es hacerles dar vueltas y oír sus risas.
Cuando la fiesta se acaba, y después de llevar a Milla a casa, recogemos.
La última imagen que veo ese día es la de Thomas y Tony O’Reilly sentados juntos en los escalones de la iglesia, fumando. Tal vez tarden años en volver a verse, pero uno no puede pedirle más a la vida.
No sabía que el padre fumara.
Aparece la poli
Esa noche la policía aparece alrededor de las diez y media. En sus manos, cepillos de fregar y una suerte de solución líquida.
—Para que limpies la pintura de la calzada —me dicen.
—Muchas gracias —respondo.
—Es lo menos que podemos hacer.
A las tres de la mañana vuelvo a estar en la calle principal del pueblo, esta vez limpiando la pintura del asfalto con el cepillo.
—¿Por qué yo? —le pregunto a Dios.
Dios no responde.
Me río y las estrellas me observan.
Me gusta estar vivo.
Un caso fácil como un helado
Durante días sufro terribles agujetas en los brazos y los hombros, pero sigo pensando que mereció la pena.
En esa época doy con Angie Carusso. Hay pocos Carusso en la guía telefónica y la encuentro por eliminación.
Tiene tres hijos, dos niños y una niña, y pinta de haber sido una de esas típicas madres adolescentes de este pueblo. Trabaja en la farmacia a tiempo parcial. Tiene el pelo corto, castaño oscuro, y el uniforme de trabajo la favorece. Es una de esas batas blancas hasta la rodilla que parecen llevar todos los ayudantes de farmacia. Me gustan.
Cada mañana prepara a sus hijos para el colegio y los acompaña a pie. Tres días a la semana se marcha después a trabajar. Los otros dos regresa a casa.
La observo de lejos y advierto que le pagan el jueves. Esa tarde recoge a sus hijos y los lleva al mismo parque donde estaba sentado con Doorman el día que Sophie se acercó a hablarme.
Compra un helado para cada uno, y los niños lo devoran a una velocidad supersónica. En cuanto lo han engullido, piden otro.
—No, ya conocéis la regla —les dice Angie—. Podréis comer otro la semana que viene.
—Por favor.
—Por favor.
Uno de ellos está a punto de sufrir un berrinche y por un momento me gustaría ser yo quien tuviera que enderezarlo. Por suerte le dura poco porque quiere subir al tobogán.
Angie se queda un rato observándolos hasta que el aburrimiento la vence y se los lleva.
Lo sé.
Ya lo sé.
«Es un caso fácil», me digo.
Fácil como un helado.
Cuando la veo alejarse son sus piernas las que me entristecen. No sé por qué. Pienso que porque se mueven más despacio de lo que a ella le gustaría. Adora a esos niños, pero la frenan. Camina algo inclinada para poder asir la mano de su hija.
—¿Qué hay de cena, mamá? —pregunta uno de los niños.
—Todavía no lo sé.
Suavemente, se retira un mechón de pelo de los ojos y sigue andando, escuchando las palabras de su hija. Le está hablando de un niño del colegio que siempre la hace rabiar.
Por mi parte, sigo observando los pequeños pasos que dan las piernas errantes de Angie.
Todavía me entristecen.
Después de eso me toca una larga serie de turnos de día y paseo mucho por las noches. Mi primera parada es Edgar Street, donde las luces están encendidas y puedo ver a la madre y la hija cenando. De pronto se me ocurre que sin el hombre en la casa quizá no les llegue para pagar las facturas. Por otro lado, es probable que el tipo se bebiera una gran parte del dinero y estoy casi seguro de que la mujer prefiere ser un poco más pobre a cambio de su libertad.
También paso por casa de Milla y, más tarde, voy a ver al padre O’Reilly, que todavía tiene el subidón de la concentración del día de Conoce a un Sacerdote. En la misa del domingo siguiente había mucha menos gente, pero la iglesia seguía estando mucho más llena que de costumbre.
Por último, me acerco a todas las casas donde vive alguien llamado Rose. Son unas ocho y encuentro la que estoy buscando al quinto intento.
Gavin Rose.
Tiene unos catorce años, viste ropa vieja y mantiene una permanente mueca de desprecio. Lleva el pelo bastante largo y sus camisas de franela parecen harapos. Le cuelgan por la espalda.
Va al colegio.
Es un adolescente duro y fumador.
Tiene los ojos azules, del color del agua de colonia fresca, y una docena de pecas repartidas por el rostro.
Ah, y otra cosa.
Es un auténtico cabrón.
Por ejemplo, entra en las tiendas pequeñas y se muestra irrespetuoso con los propietarios que hablan mal el inglés. Y les roba todo aquello que le quepa debajo de los brazos o dentro de los pantalones. Empuja a los niños que son más endebles que él y, si puede, les escupe.
Mientras le observo antes de irse al colegio me aseguro de que Sophie no me vea. Antiguos temores salen a la superficie y me horroriza pensar que pueda verme y crea que me gusta merodear por los patios de los colegios. Que me guste mirar.
Básicamente, observo a Gavin Rose en casa.
Vive con su madre y su hermano mayor.
Su madre fuma como un auténtico carretero, lleva botas de piel de oveja y le encanta beber; su hermano es tan problemático como Gavin. De hecho, me cuesta decidir cuál de los dos es peor.
Viven en la parte baja del pueblo, cerca de un arroyo sucio y espumoso que se bifurca del río. La principal característica de esa casa es que los hermanos Rose no hacen más que pelearse. Si voy por la mañana los encuentro discutiendo. Si voy por la noche los encuentro zurrándose a puñetazo limpio. Están constantemente insultándose.
Su madre no puede controlarlos.
Para sobrellevarlo, bebe.
Se duerme en el sofá mientras el último culebrón resbala por la pantalla y por su cuerpo.
En menos de una semana he visto a esos chicos pelearse por lo menos una docena de veces, hasta que una noche, el martes, tienen la peor pelea de todas. Salen violentamente por la puerta y se desplazan hacia un costado de la casa, donde el hermano mayor, Daniel, propina una brutal paliza a Gavin. Gavin está doblado y Daniel lo levanta por el cuello de la camisa.
Sermonea a su hermano al tiempo que le zarandea la cabeza.
—¡Te dije que no tocaras mis cosas!
Lo arroja contra el suelo antes de entrar de nuevo en casa con paso decidido.
Transcurridos unos minutos, Gavin se alza sobre las manos y las rodillas mientras le observo desde el otro lado de la calle.
Finalmente, tras comprobar que tiene sangre en la cara, blasfema y echa a andar, a paso rápido, calle abajo. Durante todo el trayecto habla de lo mucho que odia a su hermano y de que va a matarlo, hasta que finalmente se detiene y se sienta en la cuneta que hay al final de la pendiente, donde la carretera está rodeada de matorrales.
Es mi momento.
Me acerco y me detengo frente a él, y tengo que confesaros que los nervios afloran en mi interior. El muchacho es duro y no me dará nada sin más.
Hay una farola sobre nuestras cabezas, observándonos.
Corre una brisa que me enfría el sudor de la cara y veo cómo mi sombra se cierne lentamente sobre Gavin Rose.
Levanta la vista.
—¿Qué cojones quieres?
Lágrimas calientes se cuecen en su rostro y sus ojos muerden.
Niego con la cabeza.
—Nada.
—Entonces lárgate, mamón de mierda, o te daré una paliza que jamás olvidarás.
«Tiene catorce años —me digo—. ¿Recuerdas Edgar Street?». Esto es pan comido.
—Pues ya puedes empezar —contesto—, porque no pienso moverme de aquí. —Mi sombra lo ha cubierto por completo y Gavin se queda donde está. Es un bocazas, tal como imaginaba. Arranca hierba del suelo y la arroja a la carretera. La arranca como si fuera pelo. Tiene unas manos feroces.
Al rato me siento en la cuneta, a unos metros de él, y dejo que mi boca derribe el vacío que ha seguido a su amenaza.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunto sin mirarle. Funcionará si no le miro.
Su respuesta es sucinta.
—Mi hermano es un cabrón y quiero matarle.
—Bien por ti.
—¿Te estás quedando conmigo? —estalla.
Niego con la cabeza, resistiéndome todavía a mirarle.
—En absoluto. —«Pequeño capullo», pienso.
Lo repite.
—Quiero matarlo. Quiero matarlo. Matarlo. —El rabioso pelo le cubre la cara. Las pecas resaltan bajo la luz de la farola.
Contemplo al muchacho y reflexiono sobre lo que debo hacer.
Me pregunto si el mundo ha puesto alguna vez a prueba a los muchachos Rose.
Está a punto de hacerlo.
El color de sus labios
El jueves por la tarde transcurre apaciblemente.
Angie Carusso trabaja en la farmacia y luego recoge a sus hijos en el colegio. Caminan juntos hasta el parque y hablan del helado que van a comprarse. Uno de ellos decide, astutamente, comprarse un helado barato para poder tener dos. Se lo propone a Angie y esta le dice que, caro o barato, solo tiene permitido un helado. El niño se decanta de nuevo por un helado caro.
Entran en la tienda y yo espero en el parque. Me siento en un banco algo alejado y aguardo a que salgan. Cuando lo hacen, entro en la tienda y trato de imaginar qué helado podría gustarle a Angie Carusso.
«Deprisa —pienso— o se habrán ido cuando salgas». Al final me decido por dos sabores. Menta con trocitos de chocolate y maracuyá en un cucurucho de barquillo.
Cuando salgo los niños están sentados en el banco, todavía lamiendo sus helados.
Me acerco.
Me trabo con las palabras y me sorprende que salgan como es debido.
—Disculpe… —Angie y los niños se vuelven hacia mí. De cerca, Angie Carusso es bonita y desmañada—. La he visto por aquí en varias ocasiones y he observado que usted nunca se compra un helado. —Me mira como si estuviera pirado—. He pensado que usted también se merece uno.
Se lo tiendo torpemente. Por los lados del cucurucho ya han empezado a caer churretones verdes y amarillos.
Alarga la mano despacio, con cara de pasmo. Se queda unos segundos mirando el helado. Finalmente, su lengua procede a rescatar los churretones.
Limpias las paredes del cucurucho, hace ademán de dar un bocado al helado como si fuera el pecado original. «¿Debo o no debo?». Me mira de nuevo con cautela antes de hundir los dientes en la menta. Sus labios se cubren de verde justo en el instante en que los niños echan a correr hacia el tobogán. Solo la niña se queda y señala:
—Hoy también hay un helado para ti, mamá.
Angie le aparta el flequillo de los ojos.
—Eso parece, Casey —dice—. Ve a jugar con tus hermanos.
Casey se marcha y nos quedamos ella y yo en el banco.
Hace un día caluroso y húmedo.
Angie Carusso se come su helado y me pregunto qué hacer con mis manos. Su boca apura la menta y, suave y lentamente, pasa al maracuyá. Utiliza la lengua para empujarlo hacia abajo. Parece que no pueda soportar que el cucurucho esté vacío.
Mientras come vigila a sus hijos. Apenas han reparado en mi presencia, concentrados como están en atraer la atención de su madre y discutir sobre quién se eleva más alto en los columpios.
—Son maravillosos —le dice Angie al cucurucho— la mayor parte del tiempo. —Sacude la cabeza y sigue hablando—. De joven yo era la que nunca tenía problemas. Ahora tengo tres hijos y estoy sola.
Se queda mirando los columpios y sé que está imaginando cómo serían si los niños no estuvieran sentados en ellos. El sentimiento de culpa la atenaza por un instante. Parece que esté siempre ahí, acechando, pese al amor que siente por sus hijos.
Me doy cuenta de que nada le pertenece ya y que ella pertenece a todo.
Llora, brevemente, mientras vigila. Se permite por lo menos eso. Tiene lágrimas en los ojos y helado en los labios.
Ya no le sabe como antes.
No obstante, cuando se levanta me da las gracias. Me pregunta cómo me llamo pero le digo que eso no tiene importancia.
—Sí la tiene —protesta.
Cedo.
—Me llamo Ed.
—Gracias, Ed —dice—. Gracias.
Me da las gracias unas cuantas veces más, pero las mejores palabras que oigo en todo el día me llegan justo cuando pienso que ha terminado. Es la niña, Casey. Se retuerce en la mano de Angie y dice:
—La semana que viene te daré un bocado del mío, mamá.
Siempre recordaré el color del helado en sus labios.
Sangre y rosas
Ahora tengo que ocuparme de los Rose. Como ya he dicho, no creo que el mundo les haya puesto jamás a prueba. Parece que nunca les han preguntado cómo reaccionarían si alguien de fuera interrumpiera sus peleas con puños ajenos.
Tengo su dirección.
Tengo su número de teléfono. Y estoy listo.
A comienzos de la semana siguiente consigo muchos turnos de día y me acerco a la casa todas las noches que tengo libre. En cada ocasión solo los veo discutir. No se pelean, de modo que me voy a casa decepcionado. Por el camino busco la cabina telefónica más próxima y encuentro una a un par de manzanas.
Las dos noches siguientes tengo que trabajar, y me digo que es mejor así. No hace mucho que los hermanos Rose tuvieron una pelea fuerte y quizá necesiten unos días más para prepararse para la siguiente.
Ahora lo que hace falta es que Gavin salga otra vez de casa. Mi labor no es agradable.
Ocurre un domingo por la noche.
Llevo casi dos horas allí cuando la casa tiembla y Gavin sale disparado por la puerta.
Regresa al mismo lugar y se sienta una vez más en la cuneta.
Y una vez más, le sigo.
Mi sombra apenas le ha rozado cuando dice:
—Otra vez tú. —Pero ni siquiera me mira.
Mis manos lo agarran por el cuello de la camisa.
Me noto fuera de mí.
Me veo arrastrar a Gavin Rose hasta los arbustos y golpearle contra el suelo, la tierra y las ramas caídas.
Mis puños se agolpan en su cara y le clavo un puñetazo en el estómago.
El chico llora y suplica. Le cambia la voz.
—No me mates, no me mates…
Veo sus ojos y hago lo posible por no cruzarme con ellos. Le hundo el puño en la nariz para borrar lo que haya podido ver. Está herido pero continúo. Necesito asegurarme de que no puede moverse cuando termine con él.
Puedo oler su miedo. Mana de su cuerpo.
Soy consciente de que esto podría salir terriblemente mal, pero siento que no tengo otra opción.
Ha llegado el momento de aclarar que antes de tener que ocuparme de Edgar Street, jamás había puesto un dedo encima a nadie. No me siento bien, y aún menos tratándose de un chico joven que no tiene escapatoria. Pero no puedo dejar que eso me detenga. Estoy poseído mientras sigo aporreando a Gavin Rose en el cuerpo y en la cara. Estamos a oscuras y el viento acecha entre los arbustos.
Nadie puede ayudarle.
Salvo yo.
¿Y cómo lo hago?
Le propino una última patada y me aseguro de que no pueda moverse durante al menos cinco o diez minutos.
Me levanto respirando entrecortadamente.
Gavin Rose no irá a ningún lado.
Tengo sangre en las manos cuando salgo de los arbustos y subo por la calle con paso presto. Puedo oír el televisor en la casa de los Rose al pasar por delante.
Cuando doblo la esquina y diviso la cabina, tropiezo con un problema: hay alguien dentro.
—Me trae sin cuidado lo que ella diga —brama una adolescente enorme, con un aro en el ombligo, dentro del cubículo—. No tiene nada que ver conmigo…
No puedo evitarlo.
Pienso: «Sal de ahí, vaca estúpida».
Pero se está enrollando cada vez más.
«Un minuto —decido—. Le daré un minuto y luego entraré».
Repara en mí pero está claro que no podría importarle menos. Se vuelve y sigue hablando.
«Bien, voy a entrar», y doy unos golpecitos en el cristal.
Responde dándose la vuelta y preguntando:
—¡¿Qué?! —La palabra sale como un disparo.
Trato de ser educado.
—Lamento molestarte, pero necesito hacer una llamada urgente.
—¡Lárgate, tío! —No le hace ninguna gracia.
—Mira… —Levanto las manos y le enseño la sangre de las palmas—. Un amigo mío acaba de tener un accidente y tengo que pedir una ambulancia…
Vuelve a hablarle al auricular.
—¿Kel? Sí, estoy aquí. Oye, vuelvo a llamarte en un minuto. —Me mira cabreada—. ¿De acuerdo?
Cuando cuelga, sale despacio y puedo oler la mezcla de sudor y desodorante en el interior de la cabina. No es muy agradable que digamos, pero no es un hedor de las proporciones de Doorman.
Cierro la puerta y marco.
Tres tonos y Daniel Rose responde.
—¿Diga?
Queda y severamente susurro:
—Escúchame bien: si bajas hasta el final de tu calle encontrarás a tu hermano en bastante mal estado entre los arbustos. Te aconsejo encarecidamente que vayas.
—¿Quién habla?
Cuelgo.
—Gracias —le digo a la chica cuando salgo.
—Será mejor que no hayas dejado sangre en el teléfono.
Encantadora.
Llego a la calle de los Rose justo a tiempo para presenciar la escena.
Daniel Rose está ayudando a su hermano a regresar a casa. Estoy lejos, pero puedo ver cómo lo sostiene con el brazo alrededor del hombro. Por primera vez parecen hermanos.
La cara de los tréboles
Debo decir que estoy muy satisfecho conmigo mismo. Había tres nombres grabados en la gran roca de las piedras de casa y estoy casi seguro de que he cumplido con todos ellos.
Desciendo hasta el río con Doorman y echo a andar corriente arriba, hasta los nombres grabados en la roca. El ascenso es un poco arduo para Doorman y lo miro con cara de decepción.
«Te empeñaste en venir, ¿no? Te avisé que no sería fácil, pero no me escuchas».
Esperaré aquí, contesta.
Le doy una palmadita cuando se tumba y continúo.
Mientras trepo por las enormes piedras noto que un sentimiento de orgullo crece dentro de mí. Es fantástico poder regresar victorioso tras la incertidumbre de mi primera visita.
Es tarde avanzada pero no hace calor, de modo que apenas estoy sudando cuando mis ojos se posan en los nombres.
Reparo de inmediato en que hay algo diferente en ellos. Son los mismos nombres, pero al lado tienen ahora un visto bueno grabado.
Me llevo una gran alegría cuando veo el primer nombre.
Thomas O’Reilly. Un gran visto bueno.
Después, Angie Carusso. Otro gran visto bueno.
Después…
¿Qué?
Miro la piedra con incredulidad. Gavin Rose sigue solo en lo que a visto bueno se refiere.
Me quedo mirando el nombre con el brazo doblado sobre la espalda, rascándome la columna.
—¿Qué me queda por hacer? —pregunto—. Gavin Rose es un caso cerrado.
La respuesta no puede andar muy lejos.
Pasan algunos días y se acerca el fin de noviembre. Falta poco para el Annual Sledge Game. Inquieto por mi aparente falta de interés, Marv no para de llamarme.
Llega diciembre y dos noches antes del partido sigo preocupado por Gavin Rose y el visto bueno que falta en la piedra. He vuelto al lugar y sigue sin mostrarse. Confiaba en que quienquiera que esté haciendo esa parte se hubiera retrasado, pero es imposible que se demore tres o cuatro días. Quienquiera que esté a cargo de esa parte no permitiría que eso ocurriera.
Duermo mal.
Estoy irritable con Doorman.
El viernes, en vista de que no logro conciliar el sueño, voy a la farmacia nocturna situada en lo alto de Main Street para comprar algo, lo que sea, que me ayude a dormir. Debí guardarme algunos de los somníferos que le metí al hombre de Edgar Street.
Cuando salgo, reparo en un grupo de chicos reunidos al otro lado de la calle.
Ya cerca de casa llego a la conclusión de que me están siguiendo, y cuando nos detenemos en un cruce, esperando a que el semáforo se ponga verde, reconozco la voz de Daniel Rose.
—¿Es él, Gav?
Intento defenderme pero son demasiados. Seis por lo menos. Me arrastran hasta un callejón y me tratan de la misma manera que yo traté a Gavin. Me muelen a puñetazos, me inmovilizan, turnándose. Puedo notar sangre corriendo por la cara y contusiones en las costillas, las piernas, el estómago.
Están disfrutando.
—Eso te enseñará a no meterte con mi hermano. —Es Daniel Rose quien habla. Me clava una patada en las costillas. La lealtad duele—. Vamos, Gav, remátalo tú.
Gav obedece.
Encaja su bota en mi estómago y hunde el puño en mi cara.
Huyen y se pierden en la noche.
Intento levantarme pero caigo al suelo.
Me arrastro hasta casa y siento que he vuelto al punto en que recibí el As de tréboles.
Cuando cruzo la puerta tambaleándome, Doorman parece sorprendido. Casi alarmado. Solo consigo sacudir la cabeza y asegurarle que estoy bien con una fugaz y dolorosa sonrisa. Imagino que mientras todo esto pasa un gran visto bueno está siendo grabado en la piedra junto al nombre de Gavin Rose. Asunto zanjado.
Más tarde me miro en el espejo del cuarto de baño.
Dos ojos morados.
Mandíbula hinchada.
Corriente de sangre subiéndome a la garganta.
«Buen trabajo, Ed», me digo, y aun me quedan fuerzas para esbozar una sonrisa.