VII
SIGNOS
A Ricardo Pascual
Centellean en la noche del ser, a través de la claridad de la conciencia que no la disipa, signos, signos del reino de la matemática, y figuras también de otros reinos, del reino de lo sacro o que a serio tiende, principalmente. Llaman, amenazando convertirse en obsesiones, a ser descifrados; se imponen como estaciones a recorrer, como pasos que hay que dar fuera o más allá del camino de aquel que se lo haya trazado de antemano, con su sola, escuálida razón. Rondan y revolotean estos signos en las figuras del arte y en las del que ve visiones. Muchas de ellas fantasmas de algo, ser o suceso, percibido realmente en la vida cotidiana, percibidas realmente, mas no verdaderamente. Y su imagen visionaria persigue así como la verdad inadvertida, como la razón dejada en los aires.
Signos, figuras parecen así ser como gérmenes de una razón que se esconde para dar señales de vida, para atraer; razones de vida que, más que dar cuenta, como solemos creer que es el único oficio de las razones y aun de la razón toda, y que más que ofrecer asidero a las explicaciones de lo que pasó y de lo que no, llaman a alzar los ojos hacia una razón, la primera, a una razón creadora que en la vida del hombre modestamente -adecuadamente- ha de ser la razón fecundante.
Semillas pues, estos signos y figuras de un conocimiento que exige y promete al ser que los mira la prosecución y el despliegue de su vida. Ya dentro de nuestra tradición racionalista, los estoicos hablaron de «razones seminales», expresión que ahora no nos resulta ser tan declaradora. Ya que la palabra Razón ha perdido tanto, se ha desgastado tanto al convertirse en abstracta como para ser la traducción fiel del «logos». Lo que les sucede igualmente a los términos «semillas», «gérmenes», por referirse hoy solamente a lo biológico, sin más.
La atención a los signos no humanos está encerrada en el hombre histórico dentro de la atención que concede a las circunstancias, sin que se pare mientes en que las circunstancias pueden ofrecer una cierta revelación acerca de los elementos que las configuran y que nos piden «ser salvadas» según Ortega y Gasset, que las «descubrió» como depositarías de razón a rescatar del logos oculto.
Y así hay que sorprenderse a sí mismo en el asombro ante la evidencia del signo natural: la figura impresa en las alas de una mariposa, en la hoja de una planta, en el caparazón de un insecto y aun en la piel de ese algo que se arrastra entre todos los seres de la vida, ya que todo lo viviente aquí de algún modo se arrastra o es arrastrado por la vida. Signos que no pueden constituir señales, ni avisos. Y que si nos remitimos a ese aviso del puro sentir que vive envuelto en el olvido en todo hombre, se nos aparecen como figuras y signos impresos desde muy lejos, y desde muy próximo; signos del universo.
Mirados tan sólo desde este sentir, estos signos nos conducen, nos reconducen más bien, a una paz singular, a una calma que proviene de haber hecho en ese instante las paces con el universo, y que nos restituye a nuestra primaria condición de ser habitantes de un universo que nos ofrece su presencia tímidamente ahora, como un recuerdo de algo que ya ha pasado; el lugar donde se vivió sin pretensiones de poseer.
¿Sucedió alguna vez el que los seres humanos no habitaran en ciudad alguna? Pues que ciudad puede ser ya la cueva, el rudimentario palafito. Ciudad es todo lo que tiene techo. Y al tener techo, puerta. Un dintel y un techo, una habitación donde solamente su dueño y los suyos, y los que él diga, pueden entrar, por escaso abrigo que proporcione. Ya ese hombre ha trazado un límite entre su vida y la del universo, una frontera.
No se detiene la influencia de la luna en el reino de las aguas, se enseñorea de los bosques y tiene un cielo suyo.
Crea la luna un mar propio con su sola aparición y más todavía, si no se ensalza sobre la urbe. Sobre su reino -el bosque- se derrama en libertad, es Ella, ella la sola, la perdida, escapada de la casa del Padre o sometida por él mismo a andar así errante y dominadora a la par. Delegada y rebelde, revolucionaria, cumple sus fases exactamente, es todo lo que obtuvo del sol, al querer una órbita propia y diversa, la obediencia rendida se muestra a las claras en ser su espejo. Generosa, excesiva, se deshace, se diría, reflejando la luz y dándola, ávida de dar y de ser acogida, ávida de amar y todavía más, parece, de ser amada. Y la avidez de ser amado en cualquier ser tan sólo se calma con la idolatría, con la enajenación, con la locura misma nacida de la adoración imposible. Y ella, la Luna diosa, Artemisa hermana divergente de Apolo, espeja también este suceso de la avidez de ser amado hasta la enajenación, hasta el embebimiento, hasta el éxtasis, tal como sucede con el amor a lo absoluto adorable. El absoluto adorable que no es precisamente el dios Apolo, relativo, como todos los dioses que sirvieron a la luz antes de que la luz misma naciese aquí, en la tierra. Servidores, y asimilados sin duda todos los dioses y figuras de la luz, a la luz entera y a su verbo.
La luna asimila la luz del sol, este sol que ciertamente no coincide con el Febo romano, con el sol. Apolo es portador de la luz hiperbórea, sobresolar, aunque aquí en la tierra sea dada por el sol; un sol que nunca se oculta. Un suceso que se da allá en el polo, en el punto inhabitable tras de la catástrofe que torció el eje del planeta. Es la luz que quedó de antes; luz perdida para los habitantes de la tierra que conocemos y que el dios Apolo traía a su tierra de elección -la antigua Delfos- periódicamente, obedeciendo así a la ley de la ocultación de la luz que se nos dejó establecida. La Luna, ella, diosa que quizá se rebeló contra la ocultación, lo paga con su fase de ocultación completa, aparece en sus fases disminuida, creciente, plena, ávida de derramar la luz que no es suya y que la posee. Patrona poseída del amor que roba, del sueño sustraído, de la vigilia amenazada de locura, de alguna más que enfermedad dolencia, estigma de su luz, generadora de los venenos; de los venenos pálidos, dulces, que dan el adormirse. Sin fuego. Ya que su luz hay que reconocer que está limpia del fuego solar, luz acuosa sin la fuerza del alacrán solar, que genera, sin duda, y pone su firma en dolencias tales como la llamada en la Edad Media «Feu sacré». Una firma sobre la piel tersa de ese alacrán que el sol suelta como signo quizá de su fuerza, de su venganza por tanta vida y fuego como nos da.
Mas la luna, ella, no tiene fuego, atrae, en su avidez incontenible de ser amada, a costa del ser que la mira y que de ella se queda prendido, llevándolo hacia sí, hacia el mar acuoso que su luz crea; una luz como de galaxia que quizás es lo que ella dejó de ser, desprendiéndose de alguna galaxia de la que guarda nostalgia -Galatea ella según el mito, uno de esos mitos infalibles de la poesía griega-. ¿Y quién en la luna se mira? ¿Quién la ama hasta dejarse en ella su ser? Tal vez la planta sacra: la cicuta. Como de rodillas la cicuta en un campo entero se vuelve hacia la luna inclinada su flor pálida como una frente pensativa, como una frente exhausta por el pensamiento. Ávida de ser luminosa quizá, la cicuta, planta de la luna, se arrodilla ante ella y la mira. Y como ojos se vuelve toda la cicuta que no acaba de tener una mirada, absorta, embebida por la presencia de la luna que ha encontrado al fin su planta, su ser vegetal adorador, sin el cual ninguna divinidad del cosmos llega a serlo cumplidamente. Y si alguno no la tiene es por una renuncia, con esa elegancia que aun en los dioses se da por la renuncia de pasarse sin alguno de sus atributos.
Y al verla así, arrodillada y absorta, la cicuta llega a ofrecer un rostro que se le ha abierto. Su flor alcanza la grandeza de esos rostros de orantes que unidamente con las manos extendidas y abiertas está a punto de desprenderse de su cuerpo. Mas ellos suplican al borde del éxtasis, mientras que la blanca flor de la cicuta ha entrado ya en el éxtasis, en esa luz acuosa y ambarina que la luna parece emitir sólo para ella; luz de pintura se diría en la que no es posible entrar. Y aunque se esté al par que la cicuta por ella bañado, no se es tocado por esta luz, ámbar desleído, luz sustancial como ninguna otra luz de la naturaleza.
Y se siente que de esta luz pastosa, en la que la flor de la cicuta encuentra su éxtasis, al veneno no hay más que un paso. Un veneno que la flor envía al tallo que la sostiene, concentración del rencor hacia lo que no cede aunque se doblegue, y que sigue sosteniendo al ser que adora a la luna sumergido en su luz refleja. Una luz que es sólo luz, sin fuego, propio reflejo de una lejana y ajena combustión. Fríamente cae la luz lunar buscando tal vez, por encima de todo, encenderse, y tan sólo enciende pálidas flores que muestran en su desmesurada apertura sus blancas entrañas, como las de una piña que se ha abierto y está en camino de deshacerse, de borrarse fundida con la luz pastosa; de confundirse con ella para siempre.
Y se confunde al transformar esta sustancia de luz refleja en veneno mortal. Extraño veneno nacido de la quietud de esta flor que no puede ni aun de día ser inocente, pues que mira, y hasta se asoma por entre los barrotes de una ventana que bien podría ser la de una celda, ávida como un pensamiento que no llega a serlo por faltarle la chispa de fuego indispensable; blanca y cada vez más blanca en su desplegarse que alude a la masa cerebral, ofreciéndose como una santa, prometida a la santidad de la muerte apurada por sólo haber pensado. Suceso que ella, la cicuta, parece no haber olvidado, no poder nunca olvidar.
Cayó al fin bajo la espada de Perseo la cabeza de la Medusa. ¿Tenía cuerpo acaso? No había de ser un cuerpo carnal, ni tan siquiera al modo de los cuerpos de los seres marinos. De su «sangre» en la tierra nació Crisaor, un ser áureo como su simple nombre indica, un caballero. Y el caballo alado. Pegaso. No eran propiamente de la tierra. La promesa de esta extraña criatura anunciaba quizás otro reino en el que algo había de subsistir del mar, o quizá no, si se entiende que el mar sea el abismo donde la vida guarda gérmenes, esbozos, esquemas de criaturas inéditas todavía, y donde se alojan al par, aquellas de imposible nacimiento al menos en este orden del tiempo. Seres o proposiciones de seres necesitados de un orden inimaginable que les aguarda. O para quedarse así, si es que se entiende que las aguas amargas sigan siendo un lugar donde la vida es posible sin mayor determinación ni condicionamiento que la de ser un algo viviente.
Y la belleza de la Medusa, criatura impar, seguiría siendo el foco mismo del terror, su centro original a través de los tiempos. La figura del poder subsistente del abismo de las aguas para proseguir aún, fecunda ella por el dios mismo, el rey del Océano, su ancestro. Ya después la cabeza de la Medusa ornada de alas, como el caballo Pegaso, aparecía como guardiana de los ínferos para la absoluta pureza buscada por los neopitagóricos en la Basílica subterránea que construyeron sin poder nunca llegar a usarla en Roma, según Jerome Carcopino.
Y aquí y ahora, en el mar, el animal nombrado Medusa ofrece algo así como un vaciado del cráneo: una membrana que hace pensar en la pia mater o en la dura mater, envolturas de nuestro cerebro. De sus bordes prenden hilos transmisores de lo que este esquema cerebral necesita saber, noticia de la mayor o menor densidad de las aguas por donde transita. Un esquema, pues, del sistema nervioso, incompleto también; el hueco del cerebro y los vibrantes, sueltos filamentos al modo de una cabellera. Un sistema nervioso pues, que no ha encarnado todavía o que se ha desencarnado ya. Para la simple mirada que recoge esta presencia real -fuera del conocimiento científico- es la visión del origen remoto de la sede del sentir y del pensamiento, o bien de un designio que se ha quedado detenido, de un sistema nervioso y cerebro, albergue de un otro modo de pensamiento. Como indicios y sentidos no hay en esta viva Medusa, la simple mirada no científica, puede presentir algo así como la sede o designio de un pensamiento sin la apertura de los sentidos; de un pensar puro sin más receptividad que la que atañe al lugar donde como puro ser, el ser del pensamiento, transita, al modo de un insensible estratega.
Y esta criatura que no posee ni un mínimo esqueleto, se acuerda perfectamente con la petrificación originada por la Medusa del mito, lejos del esqueleto y de la carne al par. ¿Se ha librado ella del terror que su diosa inspiraba? Figuras las dos del abismal terror originario. Figuras de sueño.
Viene el terror como todo lo primario del sueño y del soñar. Del sueño originario que esparce terror y esperanza con tanta frecuencia indescifrables y posesivos. Solamente liberador este sueño que arranca de los orígenes, porque da a ver y a sentir lo que en la calma de la vigilia y aun en esas raras calmas que la historia consiente, y que forman parte de su poder de seducción, se dan. Acomete el terror al que dormido lo respira, sobrecogiéndolo para poseerlo enseguida, deteniendo su aliento, petrificándolo. O inmovilizándolo a lo menos. Y también, llevándolo hacia el otro reino, ése de donde lo único sea vivir, seguir estando vivo o, por el contrario, ofreciéndole el otro reino donde la determinación no haya lugar, donde el terror que viene del origen sea eludido por tanto. Y el pensamiento, así se le aguarda, pueda ser como un desconocido que llama a la puerta sin llamar y que dice sin pronunciar palabra.
La imagen de la Medusa marina despierta en el fondo insondable de las aguas del sueño el anhelo y el temor entremezclados de un pensamiento no asistido de los sentidos ni condicionado por ellos. De un pensamiento absoluto que no sería ya tampoco un pensamiento asistido del pensar -del esfuerzo y de la tensión del pensar-, ni por el tiempo. Un saber sería más bien; un saber sobre el tiempo, sobre las aguas del tiempo, y no solamente sobre el abismo del indefinido e indefinible nacimiento. Un saber absoluto que al darse aquí, tendría sólo la necesidad de recibir noticia acerca del lugar donde su receptáculo se encuentra; señales de ese su transitar por los mares del tiempo, para mantenerse en las zonas que le permitan no ser sumergido, ni arrojado fuera. Un sueño que quizás haya sido filosóficamente formulado. Lo que anda lejos de ser dicho como una condenación absoluta de este filosofar. No puede ser acusado un filosofar por extraer una esperanza -aunque no pueda verificarse aquí- del abismo del terror originario. Y todavía más, en los escasos claros de la historia, el pensar filosófico y el poético han creído que tenían que aventurarse a dar forma -determinación- a lo que se agita en lo indeterminado; volver la mirada hacia el albor del pensar griego, al «apeiron», lo indeterminado de donde «la justicia del ser» destaca todas las cosas que son, que son por ahora, se entiende.
Acaso no hubo siempre en la vida, y en el ser humano con mayor resalte, esa ceguera que aparece ser congénita con el poder de moverse por sí mismo. Todo lo vivo parece estar a ciegas; ha de haber visto antes y después, nunca en el instante mismo en que se mueve, si no ha llegado a conseguirlo por una especial destreza. El ver se da en un disponerse a ver: hay que mirar y ello determina una detención que el lenguaje usual recoge: «mira a ver si…» lo que quiere decir: detente y reflexiona, vuelve a mirar y mírate a la par, si es que es posible.
Parece que sea la ceguera inicial la que determine la existencia de los ojos, el que haya tenido que abrirse un órgano destinado a la visión, tan consustancial con la vida, como la vida lo es de la luz. Y los ojos no son bastante numerosos, y al par, carecen de unidad. Y ellos por muchos que fueran no darían tampoco al ser viviente la visión de sí mismo, aunque sólo fuese como cuerpo. El que mira es por lo pronto un ciego que no puede verse a sí mismo. Y así busca siempre verse cuando mira, y al par se siente visto: visto y mirado por seres como la noche, por los mil ojos de la noche que tanto le dicen de un ser corporal, visible, que se hace ciego a medida que se reviste de luminarias centelleantes. Y le dicen también de una oscuridad, velo que encubre la luz nunca vista. La luz en su propia fuente que mira todo atravesando en desiguales puntos luminosos ojos de su faz, que descubierta abrasaría todos los seres y su vida. La luz misma que ha de pasar por las tinieblas para darse a los que bajo las tinieblas vivos y a ciegas se mueven y buscan la visión que los incluya.
Mas luego bajan las alas ciegas de la noche, caen y pesan, siendo alas, sobre el que vive anclado a la tierra. Y la sombra de esas alas planeará siempre sobre la cabeza del ser que anhela la visión que le ve, y que vela sus ojos cuando, movido por este anhelo, mira.
Y de esas alas de la noche ¿no habrá contrapartida en las veloces alas del nacer del día y en las de su ocaso -llamas, fuego que tanto saben a amenaza?
Y aparecen las alas del Querubín, sembradas de innumerables, centelleantes ojos. Un ser de las alturas, de la interioridad de los cielos de luz, que aquí sólo en imagen se nos da a ver; alzadas las alas, inclinada la cabeza, imponiendo santo temor al anhelo de visión plena en la luz que centellea en los ojos de la noche.
La imagen, aun considerada en sí misma, es múltiple, aunque esté sola. La conciencia la sostiene sabiéndola imagen. Y la posibilidad se abre a su lado; podría ser diferente y es quizás así, tal como se da a ver. Su ser de abstracción no le da fijeza, más que cuando un intenso sentimiento se le une. Y entonces asciende a ser icono: el icono forjado por el amor, por el odio, por el concepto mismo, especialmente cuando la imagen encierra la finalidad.
Ya que el devenir dejado a su correr declina, la conciencia necesita enderezarlo una y otra vez; a solas no deja de caer desviándose hasta perderse de vista, cayendo bajo el nivel del tiempo y del no-ser: caído en el pasado, o enterrado a medio nacer, o larva de pensamiento.
La referencia al futuro del devenir que atraviesa la persona humana y que le es dada por ella, no es suficiente para contener ese su declinar. La finalidad definida por su sola presencia en la conciencia basta para que en el río inacabable de «vivencias», y más aun de las que están ligadas a los sucesos que afectan a la persona, el declinar no se produzca. En principio, los sucesos no sostienen a la persona, aunque se le presenten como favorables. Y el exceso de facilidad favorece el declinar insensible de la persona misma. Y la dicha puede llevarla, como la desgracia, a las márgenes del tiempo.
Pues que la presencia, raras veces total, del futuro, al fundirse con la corriente de pensamientos a medias formulados, de sentires incipientes, de sensaciones confusas, se anega en la corriente temporal fácilmente. Y aún puede la finalidad irse desgastando, convirtiéndose en pasado insensiblemente, tomando las notas cualitativas del pasado por el vacío que deja su incumplimiento. Y la finalidad así desleída se convierte en posibilidad. Y la posibilidad tiende a desarraigarse del presente, a evaporarse o a condensarse en «lo que hubiera podido ser». Y ha de surgir una razón, una mediación entre la finalidad que llega desde la altura y la lejanía del futuro, de tanto mayor inmensidad cuanto más decisiva, total, sea la finalidad, y ese devenir en que la persona está debatiéndose y que tiende a sumergirla. Una razón, abstracta sin duda; más todavía, ideal. De naturaleza una, la presencia irreductible, indisoluble, inanalizable. Sin figura y sin forma, a no ser que indique como un signo el núcleo irreductible de toda forma pura; de la forma en sí misma, sin más.
La forma de lo uno, si alguna vez la tuviera, en la que coinciden perfectamente fondo y forma: identidad. Una forma de identidad apta para ser mediadora, un punto de mediación.
Inasible, el punto marca, señala, establece sin llamar a la discusión y sin que de su presencia dimane -al menos en un primer momento- alguna ley. Lo que propone es como la posibilidad de la imposibilidad, lo inverosímil de la verdad, el signo del ser que no puede confundirse con la realidad ni entrar en ella, mas que la atrae y la sostiene. Sombra real de un remoto, irrepresentable centro. El punto no representa nada, es su sola aparición. -La dualidad de contenido y forma es la que hace posible la representación y cuando en una figura del arte o de la vida coinciden, la representación ha quedado abolida, aunque se trate de arte representativo o de humanas figuras cargadas de representación-. El punto es, simplemente. No es causa ni efecto, ni indica ninguna dirección a tomar al que lo mira; su primaria acción es el desprendimiento que no sin cierta violencia opera en quien lo mira. Y quien a él se remite se desprende ya por ello del devenir que lo envuelve y está a punto de sumergirle. Y así viene a encontrarse sostenido por él, como si el punto fuese lo que no sólo no es sino que parece negar: un lugar.
Un lugar es por definición un espacio donde se puede entrar, o donde hay dentro algo o alguien. Y el punto nada tiene dentro ni nada puede albergar ni por un instante -un instante, que es su equivalente en el tiempo-. Sugiere entonces la posibilidad de vivir sin lugar; sin lugar alguno en un total desprendimiento. Y que ello no dure no quiere decir que no sea. O que no sea al menos, como antesala o nártex. Como una anticipación de un modo de vida en el que la trascendencia se cumpla.
Y el que tal imposible no dure, el doble imposible de no poder albergarse en la pureza del punto, ni la de que inmediatamente se revela de vivir sin lugar alguno, el que haya sido real y verdaderamente, mas sin duración, no lo desmiente ni lo desvaloriza. Por el contrario, revela un modo de vida que no se extiende en la duración. Un vivir que no prolifera. Un puro vivir la cualidad o esencia de la vida sin cantidad y sin medida. La inmensidad del vivir solo, del sólo vivir. Como una profecía de la vida desprendida de su extensión, de su duración: del lugar, y del espacio-tiempo; de la inevitable relación que toda vida sostiene con la causalidad y también que a toda vida acompaña. Muestra la profecía de la vida alzándose sobre las categorías que la sostienen y la cercan; que la desgarran también, ya que no alcanza a contenerla salvándola de su declinar, de ese declinar que lleva consigo todo devenir.
Y queda igualmente la persona que por tal experiencia pasa, con el saber de un vivir sustraído ala causalidad, por encima de la cadena de las causas que parecen por su sucesión forzosa y previsible sostener el flujo del devenir. Mas que en verdad un día se muestran como estabilizándolo, perennizándolo sin rescatarlo. La causalidad en el fluir de la vida hace perenne su limitación y al darle cauce la hace durar indefinidamente, y la estabiliza en la duración indiferente, subyugada bajo la indefinida necesidad su transcendencia, lo imprevisible de lo trascender.
El punto fijo por sí mismo se desplaza. Se desprende de todo plano sin que ese su desplazarse engendre línea ninguna, ni marque la aparición de otro plano. Se libra en su soledad, se libera y se da al par con ella. Está fuera del espacio sin estar por ello en el vacío, sin ser un hueco ni nada que le pertenezca. No pertenece al espacio ni al tiempo. Mas con su soledad unifica a los dos y los distingue, haciendo del espacio una infInitud y del tiempo una concreción.
En el conocimiento y en la pasión activa inevitablemente se presenta el punto absoluto. El simple punto referencia que sostiene la vida por encima de la imposibilidad del ser, desaparece y sólo se va identificando paso a paso y si se trata de la muerte, «a posteriori», en el punto absoluto, irremovible.
En la vía del conocimiento, según se abre la conversión del punto de referencia en punto absoluto, se hace visible. Pues que primeramente fue más ancho, el punto, eso que se llama una meta, que se aleja según el horizonte, se alza y se agranda. La meta inalcanzable. En algunos instantes se ha llegado hasta muy cerca de ella. Era un recinto en el que no siempre se ha entrado, por sentirlo vedado o extraño y hasta irreal. Es el punto abierto en círculo, abierto y al par inalcanzable. Y si está habitado por un contenido de posible conocimiento, penetrar en él, disponerse a hacerlo, sería ciego error y grande falta al par. Sería su allanamiento. Lo que se presenta circularmente cerrado es imagen que porta el mandato de que debe ser recorrido ese cerco. Pues que el cerco se transforma en cárcel si se logra entrar en él por la violencia del entendimiento que tantas veces en Occidente se ha ejercido. La llamada que abandonando toda violencia se siente aparece nítidamente, después, si no en un primer momento, es la llamada a girar en torno, a dar vueltas en torno a la meta siempre provisoria, relativa. y el dar vueltas o darle vueltas, el «darle vueltas al asunto» como en la vida diaria se dice comúnmente, corresponde a la relatividad de su manifestación aquí y ahora, pues que se muestra para eso, para ser vista desde todas sus caras. Ya que la meta sin figura se confunde con el horizonte, y fluctúa, no es determinante. Es, sí, una orientación, y una llamada a ese girar en torno, signo de fidelidad, de aceptación del tiempo, de la relatividad que no renuncia al absoluto.
Cuando se yergue y acomete y precisamente en la calma, el yo se hace sentir como un punto oscuro. Y la calma se va tornando en simple inmovilidad y el tiempo se condensa, oprime el corazón. Entre el pensar y el sentir no se establece comunicación alguna y los sentidos -infalibles índices- se retraen. La percepción nítida nada trae, nada revela. Mas luego, en un instante, el punto oscuro del yo se viene a encontrar como centro de una cruz; entonces, sin sobresalto alguno, el corazón ocupa su lugar, se hace centro.
Y el ser se siente extendido en una cruz formada por el tiempo y la eternidad. Y no es un simple tiempo sucesivo éste que se cruza con la eternidad; se abre o está apunto de abrirse en múltiples dimensiones. El corazón del tiempo recoge el palpitar de la eternidad, el abrirse de la eternidad. Y el tiempo fluye como río de la eternidad.
Y si siempre fuera así, si siempre el ser humano se mantuviera extendido en esta cruz, viviría de verdad. Mas no puede suceder así de por sí. O más bien, contrariamente, sólo de por sí podría ser así siempre. Mas mientras tanto, el corazón aún oscuro, con su pasividad, un vaso con su vacío nada más, tendría que ser el centro, sin someterse al yo que lo suplanta.