IV

EL VACÍO Y EL CENTRO

LA VISIÓN — LA LLAMA

Todo es revelación, todo lo sería de ser acogido en estado naciente. La visión que llega desde afuera rompiendo la oscuridad del sentido, la vista que se abre, y que sólo se abre verdaderamente si bajo ella y con ella se abre al par la visión. Cuando el sentido único del ser se despierta en libertad, según su propia ley, sin la opresiva presencia de la intención, desinteresadamente, sin otra finalidad que la fidelidad a su propio ser, en la vida que se abre. Se enciende así, cuando en libertad la realidad visible se presenta en quien la mira, la visión como una llama. Una llama que funde el sentido hasta ese instante ciego con su correspondiente ver, y con la realidad misma que no le ofrece resistencia alguna. Pues que no llega como una extraña que hay que asimilar, ni como una esclava que hay que liberar, ni con imperio de poseer. Y no se aparece entonces como realidad ni como irrealidad. Simplemente se da el encenderse de la visión, la belleza. La llama que purifica al par la realidad corpórea y la visión corporal también, iluminando, vivificando, alzando sin ocupar por eso todo el horizonte disponible del que mira. La llama que es la belleza misma, pura por sí misma. La belleza que es vida y visión, la vida de la visión. Y, mientras, dura la llama, la visión de lo viviente, de lo que se enciende por sí mismo. Y luego, por sí mismo también, se apaga y se extingue, dejando en el aire y en la mente su geometría visible. Y cuando no es así, queda la huella del número acordado, y la ceniza que de algún modo el que así ha visto recoge y guarda. Y un vacío no disponible para otro género de visión y que reaparecerá, haciéndose ostensible, cuando ya se lo conoce, en toda aparición de belleza.

EL VACÍO Y LA BELLEZA

La belleza hace el vacío -lo crea-, tal como si esa faz que todo adquiere cuando está bañado por ella viniera desde una lejana nada y a ella hubiere de volver, dejando la ceniza de su rostro a la condición terrestre, a ese ser que de la belleza participa. Y que le pide siempre un cuerpo, su trasunto, del que por una especie de misericordia le deja a veces el rastro: polvo o ceniza. Y en vez de la nada, un vacío cualitativo, sellado y puro a la vez, sombra de la faz de la belleza cuando parte. Mas la belleza que crea ese su vacío, lo hace suyo luego, pues que le pertenece, es su aureola, su espacio sacro donde queda intangible. Un espacio donde al ser terrestre no le es posible instalarse, mas que le invita a salir de sí, que mueve a salir de sí al ser escondido, alma acompañada de los sentidos; que arrastra consigo al existir corporal y lo envuelve; lo unifica. Y en el umbral mismo del vacío que crea la belleza, el ser terrestre, corporal y existente, se rinde; rinde su pretensión de ser por separado y aun la de ser él, él mismo; entrega sus sentidos que se hacen unos con el alma. Un suceso al que se le ha llamado contemplación y olvido de todo cuidado.

EL ABISMARSE DE LA BELLEZA

Tiende la belleza a la esfericidad. La mirada que la recoge quiere abarcarla toda al mismo tiempo, porque es una, manifestación sensible de la unidad, supuesto de la inteligencia del que tan fácilmente al quedarse prendida de «esto» o de «aquello» y de su relación, sobre todo de su relación, se desprende. Ya que esto o aquello considerado desinteresadamente muestra su unidad, no suya tal vez, Días unidad al fin y al cabo.

Y la belleza en la que luego discierne la inteligencia, elementos y relaciones hasta con sus números, se ofrece al aparecer como unidad sensible. Y la mente de quien la contempla tiende a asimilarse a ella, y el corazón a bebérsela en un solo respiro, como su cáliz anhelado, su encanto.

Porque la belleza al par que manifiesta la unidad, la Unidad que no puede proceder más que del uno, se abre. No se presenta al modo del ser de Parménides, o de lo que se cree que es ese ser. Se abre como Una flor que deja ver su cáliz, su centro iluminado que luego resulta ser el centro que comunica con el abismo. El abismo que se abre en la flor, en esa sola flor que se alza en el prado, que se alza apenas abierta enteramente. Apenas, como distancia que invita a ser mirada, a asomarse a ese su cáliz violáceo, blanco a veces. Y quien se asoma al cáliz de esta flor una, la sola flor, arriesga ser raptado. Riesgo que se cumple en la Coré de los sacros misterios. La muchacha, la inocente que mira en el cáliz de la flor que se alza apenas, al par del abismo y que es su reclamo, su apertura. Y no sería necesario -diciéndolo con perdón del sacro mito eleusino- que apareciera el carro del dios de los ínferos. El solo abismo que en el centro de la belleza, unidad que procede del uno, se abre, bastaría para abismarse. Y así la esperanza dice: hasta que el abismo del uno se alce todo; hasta que Demeter Alma no vuelva a tener que ponerse de luto.

EL CENTRO — LA ANGUSTIA

Sobreviene la angustia cuando se pierde el centro. Ser y vida se separan. La vida es privada del ser y el ser, inmovilizado, yace sin vida y sin por ello ir a morir ni estar muriendo. Ya que para morir hay que estar vivo, y para el tránsito, viviente.

(«Que yo, Sancho, nací para vivir muriendo» es una confesión de un ser, sobre vivo, viviente.)

El ser sin referencia alguna a su centro yace, absoluto en cuanto apartado; separado, solitario. Sin nombre. Ignorante, inaccesible. Peor que un algo, despojo de un alguien. Se hunde sin por ello descender ni moverse ni sufrir alteración alguna, resiste a la disgregación amenazante. Es todo.

Y la vida se derrama del ser descentrado simplemente. No encuentra lugar que la albergue, entregada a su sola vitalidad. Angustia del joven, del adolescente y aún del niño que vaga y tiene tiempo, un tiempo inhabitable, inconsumible; situación derivada de del no estar sometida a un ser y a su través, a un centro. Tiende a volver a su condición primaria, a la avidez colonizadora; se desparrama y aún se ahoga en sí misma, agua sin riberas, hasta que encuentra, si felizmente encuentra, la piedra.

Reaccionar en la angustia o ante ella -Kierkegaard alcanza en este punto autoridad de mártir y de maestro- es el infierno. La quietud bajo ella es indispensable. La quietud que no consiste en retirarse sino; en no salirse del simple sufrir que es padecer. En este padecer el ser se despierta, se va despertando necesitado de la vida y la llama. La llama si ha resistido a la tentación inerte de seguir la vida en su derramarse. Y cuando la vida torna a recogerse es el momento en que el alguien, el habitante del ser -si no es el ser mismo- establece distancia, una diferencia de nivel para no quedar sumergido por el empuje de la vida como antes lo estaba por la ausencia de ella. Y pasa así de estar sin lugar a ser su dueño mientras es simplemente alzado de un modo embriagante. Pasa de quedarse sin vida a quedarse solo con esa vida parcial que vuelve por docilidad de sierva.

Ya que la vida es como sierva dócil a la invocación y a la llamada de quien aparece como dueño. Necesita su dueño, ser de alguien para ser de algún modo y alcanzar de alguna manera la realidad que le falta.

Y la realidad surge, la del propio ser humano y la que él necesita haber ante sí, solo en esta conjunción del ser con la vida, en esta mezcla no estable, como se sabe. Y así antes de separarse en la situación terrestre -la que conocemos y sufrimos- ha de fijarse una extraña realidad, la del propio sujeto, la del ser que ha cobrado por la vida y merced a ella, la realidad propia. Y la vida, sierva fiel, podrá entonces retirarse habiendo cumplido su finalidad saciada al fin, sin avidez sobrante. Y lo hará dejando siempre algo de su esencia germinante, nada ideal ni que pueda por tanto ser captado; algo que puede solamente reconocerse en tanto que se siente, en esa especie, la más rara del sentir iluminante, del sentir que es directamente, inmediatamente conocimiento sin mediación alguna. El conocimiento puro, que nace en la intimidad del ser, y que lo abre y lo trasciende, «el diálogo silencioso del alma consigo misma', que busca aún ser palabra, la palabra única, la palabra indecible; la palabra liberada del lenguaje.

EL CENTRO Y EL PUNTO PRIVILEGIADO

Se tiende a considerar el centro de sí mismo como situado dentro de la propia persona. Lo cual evita a ésta considerar el movimiento íntimo. El movimiento más íntimo no puede ser otro que el del centro mismo. Y esto aun cuando se entienda el vivir como una exigencia de íntima transformación.

La virtud del centro es atraer, recoger en torno todo lo que anda disperso. Lo que va unido a que el centro sea siempre inmóvil.

Y el centro último ha de ser inmóvil. Mas en el hombre, criatura tan subordinada, el centro ha de ser quieto, que no es lo mismo que inmóvil. Por el contrario, es la quietud la que permite que el centro se mueva a su modo, según su incalculable «naturaleza».

Ningún acto humano puede darse si no siguiendo una escala, ascensional sin duda, con la amenaza, rara vez evitada enteramente, de la caída. Y aunque esta escala se siga con una cierta continuidad, se dan en ella períodos decisivos, etapas, detenciones.

Y así el centro del ser humano actúa durante la primera etapa de la escala ascendente de la persona, de un modo que responde al sentir originario y a la idea correspondiente de que sea el centro ante todo, inmóvil, dotado de poder de atracción, ordenador: foco de condensación invisible.

La etapa siguiente comienza en virtud de una cierta transformación que ha tenido que darse ya sintiendo la necesidad y la capacidad del centro de moverse, de transmigrar de un lugar a un punto nuevo. Es la etapa de la quietud; el centro no está inmóvil sino quieto. Y lo que le rodea comienza a entrar en quietud. Se ha cumplido una transformación decisiva. Se inicia una «Vita nova».