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En los días que siguieron, ignoró el consejo de su aprendiz, que insistía en que regresara al Ayuntamiento y montara de nuevo un numerito, a pesar de que no había aparecido nadie de la oficina del vicealcalde Ma. Su mujer se quejaba de que debido a su orgullo su vida estaba siendo un infierno y le regañó. Le dijo que es inútil ayudar a un gato moribundo a trepar por un árbol. Él reaccionó estrellando la taza de té contra el suelo, mirando preso de furia la cara demacrada y pálida de su mujer. El valor para enfrentarse a ella le duró solo un instante. Entonces ella bajó la cabeza y llevó la mano al bolsillo de su delantal para sacar su desgastada cartera negra de piel artificial, y de nuevo toda la responsabilidad recayó en su marido.

—Tenemos exactamente noventa y nueve yuanes. Cuando se nos acaben, eso será todo.

Dio media vuelta y se dirigió a la cocina, desde donde se escuchaban ruidos de un cuchillo cortando. Estaba preparando sopa. Unos segundos después apareció de nuevo, con una moneda de un yuan en su mano, cubierta con astillas de madera.

—Mis más sinceras disculpas —dijo con gravedad—. Hay otro yuan. Lo usaba en una pata de la mesa para que no estuviera coja.

Casi me olvido de ello.

Una enigmática sonrisa apareció en su rostro mientras dejaba la moneda junto a la cartera. Ding le dirigió una mirada llena de ira, buscando que ella le mirase. Todo lo que necesitaba era que sus ojos se encontraran para tener la oportunidad de reprocharle en silencio media vida de penalidades junto a ella. Debido a su esterilidad, a sus ojos ella era simplemente inferior. Sin embargo se giró prudentemente, dándole la espalda a la rabia que se apoderaba de ella. Llevaba puesta una camisa negra con flores amarillas que solo Dios sabe de dónde habría cogido y que era totalmente inapropiada para una mujer de su edad. Un girasol del tamaño de un bol lanzaba un desvencijado rayo a través de su espalda, ligeramente encorvada. Alzando su puño con la idea de liarse a golpes por culpa de esa maldita cartera, detuvo la mano en el aire, suspiró desalentado y se sentó, derrotado. Un hombre que no puede ganarse la vida y cuidar de su familia no tiene el derecho a arremeter contra su mujer. Así han funcionado siempre las cosas, tanto en China como en el resto del mundo.

Una mañana soleada cogió su bastón y atravesó la puerta. Los rayos del sol cegaban y herían sus ojos, y se sentía como un topo que salía al exterior tras pasar años en una oscura madriguera. Un desfile de coches pasaba lentamente frente a él, con las motocicletas volando entre ellos, como liebres desafiantes. Quería cruzar la calle pero no tenía valor como para abrirse camino entre la corriente de coches. Le sobrevino un vago recuerdo sobre un paso de cebra en algún lugar cercano, por lo que comenzó a caminar calle abajo por la acera, con sus adoquines recién puestos de cemento de colores. Puede que hubiera vivido ahí durante muchos años, pero se percató de que no era tan valiente como un hombre al que vio conduciendo calle abajo una bicicleta muy poco manejable. Llevaba una bombona de gas sobre la que estaba cociendo batatas. El vapor que desprendía la parte trasera de su bicicleta provocaba que incluso los coches más lujosos le dieran paso. Dos personas que llevaban sierras y hachas sobre sus hombros paseaban silbando. El más bajito de los dos, que llevaba una chaqueta de pana, hundió con toda la tranquilidad del mundo el hacha en el tronco de un platanero oriental. El Viejo Ding se estremeció como si hubiera sido él mismo el objetivo del tajo. Los puestos de vendedores ambulantes llenaban la calle arbolada, uno cada pocos pasos, y prácticamente todos ellos le llamaban cuando pasaba por delante. Estaba expuesta una variopinta selección de mercancías, algunas grandes como electrodomésticos y otras pequeñas como botones, y muchas cosas más. Uno de ellos, un hombre de piel oscura y ojos rasgados, estaba agachado bajo un árbol, con un cigarrillo pendiendo de sus labios y un par de cochinillos gordos y pequeños atados con una cuerda.

—Oye amigo, ¿qué le parecería tener un bonito cochinillo? —preguntó el comerciante—. Son auténticos yorkshires, la mejor raza que se puede encontrar. Son unas mascotas increíbles, limpias y educadas, mucho mejor que los perros o los gatos. En Occidente son más populares que los perros y los gatos. Un estudio de Naciones Unidas ha probado que los únicos animales más inteligentes que los cerdos son los seres humanos. Los cerdos pueden reconocer palabras, pueden pintar cuadros, y si tienes paciencia, puedes incluso enseñarles a cantar o bailar.

Sacó de su bolsillo un recorte de periódico arrugado, amarró las cuerdas bajo sus pies para tener libres las dos manos, y señaló el recorte.

—Amigo —dijo— no tienes por qué creerme, pero está justo aquí, en blanco y negro. Mira. —Una mujer mayor irlandesa sujetaba un cerdo, y era como si hubiera contratado una niñera. Todas las mañanas, después de traerle el periódico, salía a comprarle algo de leche y pan. Entonces fregaba el suelo y ponía a hervir agua, pero lo más alucinante de todo, un día la anciana tuvo un ataque al corazón, y ese cerdito tan listo acudió derecho al ambulatorio local para llamar una ambulancia. Salvó la vida de la anciana…

Gracias a las melosas palabras del vendedor, se posó sobre Ding la clase de buen ánimo de la que no disfrutaba desde hacía mucho tiempo. Echó una cálida y tierna mirada a los cochinillos, que estaban atados por sus patas traseras y se acurrucaban el uno contra el otro, como dos gemelos inseparables. Su vello refulgía como hilos de plata y sus panzas lucían manchas negras. Sus hocicos eran rosas y sus ojos pequeños eran de un mármol negro brillante. Una niña regordeta con coletas peinadas hacia arriba se acercó dando tumbos y se puso en cuclillas frente a los cochinillos, entrando en el campo de visión del Viejo Ding. Asustados por la presencia de la niña, los cochinillos tiraron hacia direcciones opuestas, chillando como si fueran perritos. A punto de entrar también en su campo de visión estaba una mujer joven de cara radiante que estiró los dos brazos —su piel era de un blanco lechoso— y cogió en brazos a la niñita, que se puso a patalear y a gritar con tanta insistencia que la mujer no tuvo más remedio que dejarla otra vez en el suelo. Sin mostrar un ápice de miedo, la niña fue derecha a los cerditos, que se apretaban el uno contra el otro. Estiró su pequeña y delicada mano, y los cochinillos se juntaron más aún y comenzaron a temblar. Por fin tocó a uno de ellos. Se puso a chillar pero no trató de escapar. Mirando hacia la mujer joven, la niña se rio. El vendedor vio que era el momento de poner otra vez en acción su lengua zalamera. Repitió la misma estrategia de venta, esta vez adornándolo todavía más si cabe. La mujer le miraba atentamente con una sonrisa encantadora detenida en sus labios. Llevaba puesto un vestido naranja, reluciente como una antorcha llameante, tan escotado que cuando se inclinó se le veían por completo los pechos. El Viejo Ding no pudo evitar mirarla a pesar de su sonrojo, como si hubiera hecho algo a todas luces indebido. Se percató de que el vendedor de cerdos tenía sus ojos posados exactamente en el mismo punto. Cada vez que la mujer trataba de levantar a la niña, su intento era frustrado por el berrinche que le entraba. El Viejo Ding se fijó en un collar de oro alrededor del cuello de la mujer y en las pulseras de jade verde oscuro en ambos brazos. Tampoco pudo pasar por alto el intenso perfume que llevaba: un olor más dulce que el té de jazmín que le habían servido en la sala de espera de la fábrica, un aroma tan embriagador que le aturdía. Intuyendo perfectamente de quién dependía la venta, el comerciante se centró en la niña pequeña, agasajándola con todas las ventajas de criar cerdos y sosteniendo los cochinillos directamente frente a ella, a pesar de la lucha y los gritos por mantenerse alejados de ella. Acariciando la panza de uno de los cerditos y después la del otro, se dirigió a la niña en el tono de voz más dulce que era capaz de poner.

—Vamos amiguita, toca a estas dos preciosidades.

Ahora que les estaban acariciando, los cerditos se calmaron y gruñeron satisfechos, con la mirada perdida en el horizonte mientras les mecían antes de dejarlos con cuidado en el suelo. La niña reunió el valor como para tirar de la oreja del animal y acariciarle la panza con suavidad. Más ruiditos de placer surgieron de los cerditos hasta que comenzaron a quedarse dormidos.

Decidida a marcharse, la mujer levantó a la niña obteniendo a cambio otro berrinche. La puso de nuevo en el suelo y en cuanto sus piececitos se posaron en la acera sus pasos se dirigieron vacilantes hacia los cochinillos; las lágrimas desaparecieron. Una sonrisa ladina se extendió sobre la cara del comerciante, mientras se disponía a emprender otro discurso para conseguir la venta.

—¿Cuánto pide por uno de estos? —preguntó la mujer.

Tras pensárselo un momento, contestó decidido:

—Para cualquier otro pediría trescientos yuanes por cada uno, pero a usted se lo dejo en quinientos yuanes por los dos.

—¿No puede rebajármelo un poco? —preguntó.

—Señorita, eche una mirada a estos cerdos. No se ven animales así todos los días. ¡Son unos yorkshires de pura raza! Vaya a la tienda de juguetes de cualquier centro comercial, y verá que un cerdo de juguete cuesta doscientos yuanes. Si mi hijo no se fuera a casar y no necesitara dinero para los gastos, no me desharía de ellos por quinientos yuanes, ¡solo por quinientos yuanes!

La mujer sonrió con dulzura.

—Frene un poco —dijo—, o lo próximo que me dirá es que se trata de dos unicornios.

—Eso no se aleja mucho de la verdad.

—No he traído dinero conmigo.

—No hay problema. Se los llevaré a su domicilio.

Sin embargo, cuando el vendedor tiró de los cerditos para marcharse comenzaron a moverse para todos los lados y se vio obligado a levantarlos y llevar uno debajo de cada brazo. Chillaban sin parar.

—Dejad de chillar pequeñitos. Hoy es nuestro día de suerte.

Estáis a punto de convertiros en los cerditos más felices del mundo. Os esperan días muy felices a los dos. En lugar de gritar deberíais estar riendo.

El comerciante siguió a la mujer hacia un callejón, con un cerdito debajo de cada brazo. La niña pequeña, que estaba sentada sobre los hombros de la mujer, se giraba y se ría a carcajadas cuando veía a los cerditos.

El Viejo Ding observó el desfile de las personas y los cerdos tanto como pudo mientras le poseía una creciente sensación de melancolía. Entonces comenzó a caminar de nuevo hacia lo alto del paso elevado, y a mitad de camino se detuvo y fantaseó con la elegancia cautivadora de la mujer. El puente también estaba repleto de pequeños puestos, cada uno de ellos cuidado por vendedores que tenían el aspecto de ser trabajadores a los que habían despedido. El paso elevado se balanceó ligeramente; ráfagas de un aire cálido le golpearon la cara. Los coches circulaban veloces sin descanso sobre el centelleante asfalto debajo de él. Distinguió a su aprendiz, Lü Xiaohu, que vestía una camiseta amarilla, circulando a toda velocidad con su triciclo calle abajo. Un toldo blanco cubría a una pareja joven y elegante. Avanzaban tan rápido que no podía distinguir los radios de las ruedas, transformadas en una mancha borrosa plateada. Las dos cabezas se arrimaban de vez en cuando. El sudor recorría el rostro de Lü Xiaohu. Era alguien serio, pensó el Viejo Ding, y un excelente mecánico, por lo que como cualquier mecánico que se precie sería bueno con cualquier cosa que tocase.

Tras cruzar el paso elevado entró lleno de esperanza en un mercado de productos agrícolas. El toldo que lo cubría estaba hecho de nailon verde, lo que imprimía un tono verde en la cara de todos los vendedores. El olor de las verduras, la carne, el pescado y los fritos se fundían y le asaltaban, así como los gritos de los comerciantes. Detrás de uno de los puestos advirtió a Wang Dalan, una mujer manca que había trabajado con él en la fábrica. Le miraba por encima de un montón de fresas húmedas.

—Ding Shifu —le llamó con dulzura—. ¿Dónde te has estado escondiendo?

Se paró en seco. Y al hacerlo, distinguió a otros tres antiguos trabajadores de la fábrica. Todos le sonreían y le pidieron que probara sus mercancías.

—¡Toma algunas fresas, Ding Shifu!

—¿Quieres un tomate, Ding Shifu?

—¡Prueba una de mis zanahorias, Ding Shifu!

Estaba a punto de preguntarles cómo iba el negocio hasta que se fijó con atención en sus caras. No era necesario preguntar. La vida era dura, de acuerdo, pero mientras que tuvieras ganas de trabajar duro y dejar tu orgullo a un lado, siempre podías arreglártelas. Pero no había forma de que un hombre de su edad pudiera competir con personas jóvenes como para abrir un puesto de verduras, por no mencionar el esfuerzo de pedalear un triciclo como hacía su aprendiz. Tampoco podía vender cochinillos en la calle; no se podía considerar una tarea ardua, pero necesitabas tener un pico de oro, alguien capaz de hablar a un cadáver y devolverle la vida. En la fábrica, el Viejo Ding tenía fama de no tener casi nunca nada que decir. Todo esto resultaba muy decepcionante, pero todavía no había llegado al punto de desesperarse. Echaría un vistazo y encontraría algo que hacer. Se negaba a creer que en una ciudad tan grande no hubiera una sola cosa que pudiera hacer para ganarse la vida. Y justo cuando la desesperación comenzaba a crecerle dentro, el Viejo de Ahí Arriba le señaló el camino hacia la riqueza.

Estaba anocheciendo cuando se encontró de nuevo frente a la colina detrás de la fábrica, donde los rayos de sol de un color rojo sangre bailaban sobre la superficie de la laguna detrás de la colina. Parejas despreocupadas paseaban a lo largo del camino que rodeaba la laguna. Después de décadas trabajando en la fábrica, esta era la primera vez que caminaba hasta la colina, además de pasear junto al lago. Durante todos esos años, la fábrica había sido su segundo hogar; las docenas de premios que había ganado representaban océanos de sudor. Se giró para contemplar una vez más la fábrica: un taller que una vez bullía de actividad ahora permanecía calmo y abandonado. El sonido del acero se había convertido en un sueño del pasado; la chimenea que había expulsado humo negro durante décadas parecía ahora un volcán durmiendo. El suelo de la fábrica estaba cubierto de anillas defectuosas y de maquinaria oxidada para realizar cortes. En el patio detrás de la cafetería yacían desparramadas botellas de alcohol vacías.

La fábrica estaba muerta. Una fábrica sin trabajadores no es sino un cementerio. Sus ojos le ardían, su corazón estaba lleno de una mezcla de tristeza y rabia. Mientras caía la tarde, una oscuridad inquietante se erigía por encima de los matorrales de la cima de la colina, anunciada por el grito de un pájaro que le sobresaltó. Se masajeó su pierna dolorida y se puso de pie. Caminó colina abajo.

Un cementerio ocupaba el área cercana a la laguna, al pie de la colina. Era el lugar de descanso eterno para cientos de héroes de las luchas a vida o muerte habidas en la ciudad treinta años atrás. Arboles majestuosos rodeaban el cementerio: había pinos, cipreses y docenas de álamos altísimos. Caminaba por el cementerio y le dolía tanto la pierna que tuvo que sentarse en una piedra. Los cuervos llenaban la noche con los graznidos que lanzaban desde el nido en uno de los álamos y las urracas volaban sobre su cabeza trazando círculos mientras él se masajeaba la pierna. Mientras la frotaba, su mirada se posó en los restos de un autobús que descansaban en el suelo junto al álamo. No tenía ruedas y las ventanas no tenían cristal, y prácticamente no tenía pintura. ¿Quién, se preguntaba, habría dejado eso ahí? ¿Y por qué? Por deformación profesional había estado pensando el modo de convertir esa cosa en algo vivo. Y en ese momento vislumbró a una pareja joven merodeando por el cementerio, como dos fantasmas, para deslizarse a continuación en el interior del autobús. Por alguna extraña razón, comenzó a respirar fuerte. Una parte del Viejo Ding quería salir de ahí inmediatamente; la otra parte del Viejo Ding le empujaba a no marcharse. Mientras los dos Dings estaban enzarzados en una feroz batalla sobre qué hacer, un suave y dulce gemido emergió desde los restos del autobús. A ello le siguió un grito femenino incontenible, no demasiado distinto al chillido de un gato en celo, pero diferente en cualquier caso. El Viejo Ding no podía verse su rostro, obviamente, pero sus orejas ardían e incluso el aire que expiraba por la nariz parecía fuego. Hubo ruidos y chirridos en el autobús hasta que la cabeza del hombre asomó por la puerta. La mujer le siguió un instante después. Contuvo el aliento como un ladrón oculto entre los arbustos, y no se levantó hasta que escuchó una especie de tos de satisfacción procedente de la fila de árboles más allá del cementerio.

El Viejo Ding que quería marcharse y el Viejo Ding más curioso se enfrascaron en otra batalla. Lucharon sin parar mientras sus piernas le conducían dentro del autobús. El interior estaba oscuro y sucio, con olor a humedad y a rancio. Había basura esparcida por todo el suelo. Rozó algo con la punta de su zapato y decidió pensar que solo se trataba de papel higiénico.

Una voz ronca le llamó desde el exterior.

—Shifu, Ding Shifu, ¿dónde estás?

Era su aprendiz, Lü Xiaohu.

Caminó hacia fuera y dio unos cuantos pasos con cautela para calmarse antes de contestar.

—¡Deja de gritar, estoy aquí!