4

La oscura mujer se agachó en el valle de los huesos de cristal.

En lo alto, la luna roja parpadeaba inquieta en el cielo del desierto, pero incluso la tenue luz que desprendía hería los ojos de aquella mujer, quien tenía que aprender a manejarse con su nuevo cuerpo y a dominar su peso y falta de elegancia durante el corto período del que disponía para llevar a cabo el plan que había trazado, antes de que éste se desmoronase. El estéril y etéreo caos del Abismo ya le parecía una pesadilla, como una estación despiadada de otra época. Takhisis enterró aquel recuerdo en algún rincón de su memoria y se llenó los pulmones de aire del desierto y del suave olor de la salvia y de la sal que cubría los cristales.

Ahora que surgían divisiones y reinaba cierto desconcierto entre las filas rebeldes, había llegado el momento de elaborar una estrategia y atacar.

«El conocimiento otorga un gran poder», se dijo de nuevo a sí misma.

Una gran libertad.

Takhisis rugió y empezó a practicar movimientos con su cuerpo recién adoptado, levantando los brazos, dando pasos, parpadeando… El paisaje, resplandeciente bajo la luz roja, brillaba de un modo misterioso; era como si Takhisis observase el mundo a través del corazón de una piedra preciosa cuyas aristas reflejasen la luz oblicua de la luna. Cerca, el tamaño de las salinas y de las rocas de cristal era imponente, casi desproporcionadamente grandes. En cambio, el altiplano y el arroyo, situados a unos cinco kilómetros de allí, parecían reducidos y misteriosos, como un destello al final de un túnel infinito.

La extraña tríada compuesta por el Hombre de las Llanuras, la barda y el elfo resultaba enigmática y distante a la vez, y sus pensamientos, pasiones y motivaciones continuaban siendo, para la Reina de la Oscuridad, algo turbio.

Takhisis miró hacia la luna, cuyo recorrido a través del firmamento no se detenía. La roja Lunitari avanzaba lentamente por el cielo del este hacia un vacío del firmamento donde se hallaba la luna negra, cuya existencia era todavía desconocida para los astrónomos.

Era una máscara para Nuitari. Un velo resplandeciente sobre la oscura luna.

«Debo empezar por la muchacha», pensó la diosa.

Lentamente, los cristales que daban cobijo a su espíritu comenzaron a mutar, a cambiar de forma. Pero para alguien que pasase cerca, no sería más que una gran columna de sal derritiéndose, disolviéndose, en medio de las salinas.

El cuerpo de Takhisis se endureció, se hizo más anguloso. Los hombros se ensancharon y las piernas, antes largas, suaves y bien formadas, se tornaron nudosas como si un viento ancestral las hubiese retorcido.

Era un hombre lo que ahora andaba sobre la arena del desierto. Un hombre hermoso, atlético y frío.

A medida que avanzaba bajo la luz de la luna, su piel se volvió translúcida y, finalmente, transparente. La presencia de aquella criatura era como una ondulación de la oscuridad en medio de la noche del desierto y no más visible que una ligera brisa templada sobre la arena. Aquella enigmática figura se deslizó sin hacer ruido entre el grupo de centinelas del perímetro exterior.

A salvo, detrás de las líneas rebeldes, el guerrero se detuvo y escuchó, volviéndose de nuevo visible al tornarse su piel más oscura y opaca. El sonido distante de una lira repercutió en su mano quebradiza y los cristales que formaban sus dedos vibraron al ritmo de la suave melodía.

Bien. La barda estaba tocando de nuevo. La música era molesta casi desagradable, pero le ayudaría a encontrar el paradero de la muchacha.

En algún lugar cerca del árido barranco, Takhisis, o más bien un hombre que se hacía llamar Tamex, encontraría a Alanda. Y entonces comenzaría el aventar el grano y la paja, la verdad y la mentira.

También la barda había pasado la noche en vela.

Sola en el estéril arroyo, donde en cualquier momento podía surgir el peligro, la joven tocaba las tres cuerdas de la lira élfica mientras pensaba en Fordus.

—Hacia el norte él se marchó —empezó Alanda con un tono suave, dulce y titubeante, al tiempo que buscaba la melodía adecuada en medio de la oscuridad.

Lucas regresó a su aro y se mantuvo con la cabeza erguida, atento al sonido de la lira.

—Hacia el norte se marchó Fordus, en dirección a Istar…

La barda continuó pulsando las cuerdas de la lira, de la cual emanaba un sonido estridente. El halcón se estremeció y las plumas de su cabeza se erizaron formando una cresta amenazadora.

—¿Qué?, ya sé que no me ha salido bien, perdona —le dijo la muchacha. Y sus plumas se relajaron de nuevo.

Por un instante, un temblor helado recorrió el cuerpo de la joven. ¿Podía ser que hubiese oído palabras humanas en el chillido del halcón? Alanda prefirió apartar aquel pensamiento de su mente y dejó con indiferencia la lira sobre su regazo, contenta de que sus maestros de música bárdica no pudiesen presenciar sus tentativas por encontrar las palabras adecuadas y su torpeza con las cuerdas de la lira, ya que sólo confirmarían sus absurdas teorías acerca de los Hombres de las Llanuras y el talento bárdico, y sobre ella especialmente. También sobre ese instrumento que le habían endosado, el cual, en sus manos, no era más que algo disonante e inútil.

Lucas volvió a erizar las plumas y permaneció inmóvil en su aro. Sus ojos verdes centelleaban misteriosamente.

Alanda miró al halcón con aire interrogativo.

—¿Qué? —preguntó la muchacha, esta vez esperando una respuesta.

De repente, un gélido estremecimiento la embargó, como si el banco seco del río escupiese el recuerdo de aguas torrenciales y abundante hielo. Una sombra se cruzó entre ella y la luz de la luna. Una nube, un pájaro nocturno…

La sombra se detuvo sobre ella.

Lucas metió la cabeza bajo el ala y lanzó un frágil y doloroso quejido.

Lentamente, Alanda se dio la vuelta.

Un hombre de tez oscura y con el rostro iluminado por la luz de la luna sonrió dulcemente. Sus ojos de color ámbar se posaron sobre ella y la túnica negra de seda que lo envolvía se movía rítmicamente sobre sus hombros y su pecho. Sus piernas eran largas y fuertes, y estaban cubiertas por unas botas de piel negra. Una extraña elección para el desierto, pensó la barda en algún lugar recóndito de su mente.

Aquel individuo era una rara combinación de belleza y misterio, como el reflejo deformado de la luna sobre el agua. Alanda lo miró con recelo mientras acercaba su mano, lentamente, pero con aplomo, al cuchillo que colgaba de su cinturón.

Aquel hombre enigmático le aguantó la mirada y la saludó con la cabeza.

—Eres Alanda la barda —le dijo, como si él fuese el primero que la llamaba con aquel nombre.

Con un movimiento ágil y elegante, se acercó a ella, le retiró la mano del cuchillo… y le besó los dedos gentilmente, sin apartar sus ojos de los de la muchacha.

Lucas lanzó un grito agudo, se erizó bajo la luz cobriza e intentó volar hacia el hombre, pero la pihuela se enredó.

Alanda tragó saliva y lo saludó con la cabeza mientras apartaba su mano y acariciaba al halcón.

—Calla, Lucas. Todo está en orden.

El pájaro se agitó y saltó en la percha, pero se quedó allí obedientemente.

—Me llamo Tamex —dijo el hombre—. Vengo del sur, de las estribaciones de las montañas. —La barda intentó recuperar la compostura y actuar con naturalidad. La mano de aquel hombre había sido extremadamente dura y fría.

La joven intentó expresar un saludo mediante signos, pero algo entorpeció sus manos.

—Mientras tu ejército luchaba en las llanuras, yo… cruzaba el desierto buscando el campamento que-nara y aguardaba tu retorno. ¿Hablarás conmigo?

Yo no hablo con nadie más que con Lucas. Yo tan sólo canto, le contestó mediante signos.

—No comprendo —dijo Tamex—. Sé que puedes hablar. Yo puedo oír lo que dices. ¿Quieres intentarlo?

—¿Tú puedes entender mis palabras? —La voz de Alanda sonaba ronca e insegura.

Tamex asintió con la cabeza.

—He venido a servir a tu líder y a luchar contra la esclavitud de Istar. Y también a escucharte a ti.

Alanda meneó la cabeza, rechazando su último ofrecimiento.

—Es una misión difícil enfrentarse a esa ciudad. Istar es el corazón del mundo —afirmó la joven—. ¿Cómo puedes comprender mis palabras si son víctimas de un maleficio? —le preguntó al cabo de escasos segundos.

—¿Es que eso importa? —le contestó Tamex con hipocresía, y alejó rápidamente sus ojos de reptil de los de la muchacha—. ¿Acaso es tan trascendental?

El hombre dejó vagar su mirada sobre la figura arrodillada de la joven, sobre su cabello rubio, sus hombros bronceados y sus delgados muslos desnudos.

Su mirada finalmente se detuvo en la lira. Los negros diamantes incrustados en el fondo de sus pupilas se estremecieron, se empequeñecieron y desaparecieron. Entonces, de una forma casi casual, su mirada se fijó en el tambor que había al lado de Alanda y en la baqueta de hueso.

—Te he oído tocar —le dijo—. No la lira, pero sí el tambor. Tus canciones y tus ritmos son dignos de alabar a los héroes.

Aturdida, la barda dejó la lira y cogió la baqueta del tambor, pero ésta se le escapó entre los dedos y chocó ruidosamente contra el tambor. Tamex continuó hablándole.

—Tú eres la que exalta al Señor de los Rebeldes.

—¿Exalta?

—Tú lo engrandeces más allá de sus hazañas.

Por un instante, tan breve como el intervalo entre el rayo y el trueno, la joven abrió desmesuradamente los ojos y se sintió indefensa ante el repentino vuelco de su corazón; era como si se precipitase en el oscuro vacío. Pero, poco a poco, logró regresar al mundo y apareció ante ella la visión del arroyo, de los destellos de la luz de la luna y del alto y hermoso guerrero que estaba de pie ante ella.

—Háblame de él —susurró el oscuro hombre.

Se levantó con dificultad y cogió una gran bocanada de aire. De nuevo volvía a ser Alanda y las palabras poco a poco comenzaron a salir torpemente de su boca.

—¿Quieres que te hable de sus dones? ¿Sus profecías? —le preguntó mientras cogía el tambor.

—Cuéntame.

—Hace veinticinco años —comenzó la barda—, los que-naras encontraron a un bebé acurrucado junto a una duna.

»Nunca hemos sabido quién lo dejó allí, quién lo abandonó al rigor de los elementos del desierto. Fue una gran suerte, casi un milagro, que alguien reparase en que allí había un bebé. Fordus no lloraba ni chillaba, y la persona que lo encontró, un jefe de los Hombres de las Llanuras, temió que el niño estuviese herido o incluso muerto.

»—Este niño ha sido tocado por Sirrion —dijo el santón de la tribu, mientras Kestrel sostenía al bebé ante él en la noche de la elección de nombre—. El poder del fuego está en sus ojos. —Ésta fue la afirmación del poeta, el adivino.

—¿Así que él había sido escogido por los… dioses? —preguntó Tamex mientras una sonrisa breve y enigmática cruzaba su pálido rostro.

—Eso fue lo que dijo el santón —le contestó Alanda con la mirada baja y clavada en la lira que descansaba en el suelo—. Aunque ninguno de los Hombres de las Llanuras quiso o supo entenderlo.

»En cada generación, tan sólo unos pocos son tocados por el dios del fuego. Pero la marca de Sirrion es de doble filo; por cada niño que es bendecido con inspiración, intuición y poesía, otros miles se convierten en locos, en lunáticos que bailan al despuntar la luna roja y cuyo cuidado recae enteramente sobre sus familias y su pueblo.

—¡Debe de ser dura la vida de aquéllos que han sido tocados por los dioses! —contestó Tamex en un tono cortante—. ¿Pero cómo lo recibieron los Hombres de las Llanuras?

—El jefe del grupo acogió la noticia… como a un jefe le correspondía —Alanda continuó su narración—. Después de todo, él había encontrado al bebé y había optado por rescatarlo. Kestrel era viudo y ninguna mujer entraba en su tienda, así que él mismo cuidó del niño, con dificultad, pero tampoco mal del todo. Entregó a Fordus a una nodriza atenta y cariñosa, que lo llevaba en una mochila cosida al forro de su camisa.

»Aquel bebé de ojos azules era sano, y creció fuerte, esbelto y vigoroso, como el hijo de cualquier Hombre de las Llanuras. Pero la tribu estaba constantemente a la espera de que mostrase el don que Sirrion le había dado.

»Pasaron quince años antes de que estuvieran seguros.

Tamex comenzó a interrumpir, a hacer preguntas, pero Alanda había empezado ya a narrar la primera gran historia, aquélla que había cantado más de cien veces alrededor de las hogueras de los campamentos rebeldes cuando los guerreros se sentían desmoralizados y la fe en Fordus flaqueaba.

Se le hacía raro decir aquellas palabras de nuevo, era extraño no cantarlas o expresarlas mediante signos.

—Al ojo del guerrero y al ojo del guía, el joven Fordus parecía normal. Cazaba con los otros muchachos, ayudaba con el fuego y cogía lagartos para los guisos. Fordus hacía sus turnos de guardia cuando ya era lo suficiente mayor para coger una lanza durante la noche.

»Sin embargo, cuando comenzó a hablar, a la tardía edad de cinco o seis años, sus palabras eran ambiguas y extrañas. Una peculiar poesía plagada de metáforas y paradojas salía de su boca.

»Hablaba de lunas y arena negra, de cristales y de halcones, y de errantes y ominosos planetas. Kestrel no temía a ningún hombre, pero lo cierto era que los dones de los dioses le ponían nervioso. Así fue como el jefe de la tribu de los Hombres de las Llanuras continuó alimentando y cobijando al niño, pero sin amarlo.

»Los otros muchachos invitaban a Fordus a sus cacerías; después de todo, era el hijo adoptivo del jefe, además del más veloz y fuerte de todos ellos. La suya era el hacha que acababa con el jabalí y el leopardo, con el goblin y con el escorpión gigante. Pero a la Hora de los Relatos, cuando se recordaba el momento de la cacería alrededor del fuego, cuando los actos más insignificantes del día se transformaban en las fanfarronadas más grandes, Fordus no decía ni una palabra. Su amigo Luz de Relámpago hablaba por él, narrando sus historias al resto de la tribu.

»Fordus lo llamaron en la noche de la elección de nombre, y desde ese momento dejó atrás la infancia. Era el término en el antiguo lenguaje de las Kharolis para designar la tormenta del desierto, del fuerte viento que sopla en lo más alto procedente de no se sabe dónde, y la turbadora lluvia torrencial. La fuerza que llena los arroyos y es capaz de inundar el mundo entero con su furia.

—Pero ¿qué pasó antes de la elección del nombre? —preguntó Tamex, inclinándose hacia la muchacha, con actitud interesada, casi ansiosa.

—¿Antes? —Era como si esa idea fuese totalmente extraña para ella.

—¿Algo relacionado con… ópalos? —le inquirió Tamex.

—¿Ópalos? —dijo Alanda frunciendo el ceño—. Cuando encontraron a Fordus no tenía nada más que la torques, el collar que creció en tamaño a medida que él entraba en la madurez.

—¡Qué fascinante! —afirmó Tamex en voz baja, casi con indiferencia—. ¿Sabes algo más de esa… torques?

La barda no sabía nada sobre aquel asunto y algo en su interior le decía que era peligroso indagarlo.

—Sólo sé lo que te estoy contando —contestó la muchacha con la mirada clavada en el oscuro intruso—. Nada más.

Los ojos de Tamex se tornaron inexpresivos y fríos repentinamente.

—Háblame entonces acerca de la profecía —susurró Tamex—. Cuéntame.

Alanda se rebulló, intranquila, y se limpió las manos con la túnica, mientras sostenía la extraña mirada de aquel enigmático individuo. ¿Podía ser que uno de sus ojos hubiese parpadeado más despacio que el otro?

—A los quince años —continuó la muchacha—, Fordus corría más rápido que los mensajeros de la tribu, más incluso que los leopardos, y era capaz de mantener el paso de la gacela hasta los confines del desierto. Pero no utilizaba su rapidez para defenderse o huir; su valentía rozaba la temeridad y, aun así, era capaz de apaciguar y tranquilizar a los muchachos que lo seguían.

»Entonces empezaron las lluvias, por primera vez desde la muerte del antiguo Profeta del Agua. Y el jefe de la tribu convocó una asamblea.

»Los santones habían estado escrutando el cielo durante meses y habían puesto en práctica los métodos ancestrales de introspección y augurio, los mismos rituales que el antiguo Profeta había utilizado durante cincuenta años para ayudar a su tribu. Invocaron a las estrellas, a las rocas, a las lunas en conjunción, pero la lluvia no llegó jamás.

»Cuentan que fue una época funesta. Las invocaciones dieron paso a la indignación y ésta a una creciente desesperación. Un día, Krestel convocó a toda la tribu; hombres y muchachos, cazadores y rastreadores, y tampoco faltaron los centinelas ni los encargados de mantener vivo el fuego.

»Les dijo que iba a enviarlo en busca de agua.

Alanda hizo una pausa y ladeó ligeramente la cabeza como si estuviese escuchando el susurro del viento.

—En el desierto abundan los manantiales ocultos —dijo la muchacha—. A veces aparecen oasis inesperados, recién formados misteriosamente en la aridez y esterilidad del desierto, o se encuentran pequeños pozos bajo las rocas o bien un delgado hilo de agua marrón que fluye por algún arroyo fangoso. Pero sin un Profeta las posibilidades de encontrar agua son mínimas.

»Cuando el jefe de la tribu ordenó ir en busca del agua, lo hizo obligado por la desesperación, y después de una semana, incluso los santones más viejos y sabios abandonaron la tentativa.

»Viejo Corredor presionó para que lo nombraran el nuevo Profeta del Agua de la tribu, ya que consideraba que el título le pertenecía por derecho y edad. Rogó que se celebrase la ceremonia, que se mencionasen las palabras solemnes ante sus parientes de sangre, sobre un territorio sagrado y bajo el brillo de la estrella del norte, tal como debía hacerse. Entonces él ayunaría y meditaría, y quizás encontraría agua o tal vez no. La profecía del agua era una tarea dura e ingrata; aun así Viejo Corredor la ansiaba con todas sus fuerzas. Pero mientras Viejo Corredor exigía, intrigaba y amenazaba, las reservas de agua se agotaban y el joven Fordus asumió el reto de acabar con aquella sequía.

»Así fue como por primera vez, a los quince años, Fordus habló por sí mismo en la Hora de los Relatos.

»El joven se puso en pie en medio de las fanfarronadas y tediosas bravatas de los hombres de la tribu, mientras el fuego parecía ridiculizar la falsa alegría de los sedientos hombres reunidos a su alrededor. Fordus permaneció erguido y, finalmente, el campamento se sumió en un profundo silencio.

»Kestrel apuntó a su hijo adoptivo con el kala y todas las miradas se dirigieron hacia aquel joven atlético y musculoso, quien continuó allí decidido y flanqueado por sus amigos, el elfo Luz de Relámpago y Estrella del Norte, quien todavía era casi un niño.

»—Qué me importan vuestras cacerías —le dijo Fordus a Viejo Corredor—, vuestras lanzas y vuestras boleadoras, y vuestras caminatas de kilómetros y noches enteras.

»El muchacho utilizó un viejo lenguaje grosero del cazador para dirigirse, ardiente e implacable, a aquellos hombres.

»Viejo Corredor escupió, y sus amigos santones asintieron con las cabezas adornadas con abalorios en señal de apoyo.

»El murmullo fue creciendo en la asamblea de cazadores, pero Fordus sólo sonreía.

»—Guárdate tu agua, Viejo Corredor, no malgastes el agua —le aconsejó Fordus—, porque con tus profecías la necesitarás. Alardea, cavila y desespérate lo que quieras, que yo mientras tanto encontraré el agua que tanto necesitamos.

»Así fue como Fordus se dio la vuelta y se alejó con paso majestuoso del campamento, flanqueado por sus dos amigos. Los hombres más viejos hablaron durante toda la noche de lo que allí había ocurrido, pero por la mañana ya lo habían olvidado todo y partieron en busca del legendario lugar ofrecido por los dioses en el cual abundaba el agua.

»Mientras los tres jóvenes buscaban por su cuenta.

—Era rebelde incluso entonces —afirmó Tamex, con una voz fría e insinuante.

—Pero rebelde entonces por el bien de todos —le contestó Alanda, quien se sonrojó y procuró esquivar la oscura mirada de su interlocutor.

—¿Entonces? Y ¿ahora no?

Aquel Tamex no era tonto y había detectado el dolor en la voz de la muchacha, el reproche y el resentimiento.

—Juzga por ti mismo —le contestó suavemente Alanda, y continuó con su historia.

»Los tres muchachos rastrearon el desierto sin perder de vista el campamento, manteniendo las pequeñas hogueras de los que-naras siempre a su izquierda, mientras rodeaban el asentamiento. Fordus avanzaba delante de sus compañeros a paso rápido, sin jadear, como tantas veces le he visto hacer desde entonces en primera línea de sus tropas. Estoy convencida de que no prestaba más atención a sus compañeros que la que le dedicaba a la ausente luna roja o a las apacibles nubes que surcaban el cielo del oeste.

»Cuando llegó a un montículo —continuó la barda con aire ausente su relato mientras tabaleaba la resplandeciente piel del tambor—, Fordus se detuvo y se apoyó contra una suave piedra que se alzaba hacia el cielo. Luz de Relámpago y Estrella del Norte iban tras él, retrasados como siempre.

»Sobre sus cabezas, la luna blanca apareció apacible entre las nubes y, de repente, el desierto entero se desplegó ante ellos, tan desolado y carente de rasgos como la faz de aquella luna. Los cristales de sal salpicaban aquel árido paisaje, absorbiendo la luz de la luna como si fuesen aristas de una gema preciosa o como pequeños fragmentos de vidrio.

»Era un territorio de sal y rocas, pero no encontraron ni rastro de agua.

»Esto sucedió un poco más al sur de aquí, en un viejo territorio que antiguamente, durante la Era de la Luz, había delimitado la frontera septentrional de Silvanesti. Aquel lugar había sido un bosque hasta que se desencadenó la Segunda Guerra de los Dragones y la Reina Oscura dejó yermo el país de los elfos. Ahora allí no hay más que grava y sal, sal y grava.

Tamex no dijo nada y los dos permanecieron sentados en el cauce seco del río.

—El país de los elfos —prosiguió Alanda, obsesionada por la visión de un territorio tan devastado—, el país de los druidas. Y luego…

—Ya sé, ya sé, las Guerras de los Dragones —dijo Tamex impaciente—. Pero ¿qué sucedió con Fordus?

—¿Fordus? Oh, sí. Esa fue la noche en la que encontró el kanaji.

—¿El kanaji?

—Un foso druida, un oráculo. Yo lo vi por primera vez cerca de Silvanost, junto a la orilla del Thon-Thalas. Un gran declive cubierto de redes y hojas. Los druidas descienden a ellos para meditar, para… encontrar la luz.

—¿Cómo? ¿Cómo funcionaban esos…?

—¿Kanajis? Magia druida —contestó esquiva, y es que algo dentro de la joven se removió ante esa pregunta—. Aquella noche, Fordus encontró el foso y se quedó junto a él, sintió que éste le atraía como un imán hasta aquel lugar.

»Los tres jóvenes cavaron, ya que deseaban con todas sus fuerzas encontrar agua. Entonces, los tres se arrodillaron, uno al lado de otro, para intentar mover la roca.

»Debajo de aquella roca encontraron una pequeña cámara redonda, excavada en la piedra caliza, lo suficientemente grande para que dos hombres corpulentos pudiesen sentarse dentro. El suelo estaba recubierto de una capa de fina arena blanca, que parecía haber permanecido inalterable por el viento y el agua durante miles de años.

»Fordus saltó al interior de la cámara circular, Luz de Relámpago lo siguió de cerca. Los dos amigos examinaron las arenosas paredes grisáceas, la sombría circunferencia, mientras el más joven de ellos, el pequeño Estrella del Norte, se quedó arriba mirando impaciente.

»Fordus y Luz de Relámpago se sentaron sobre la suave arena y bromearon con el nerviosismo propio de unos jóvenes en medio de un lugar sagrado. Pero la antigüedad y espectacularidad del lugar pronto acalló sus risas, y los dos jóvenes se sentaron en silencio, mientras a lo lejos, en la gran extensión del árido desierto, resonaba el cántico de los ancianos de la tribu que se alzaba y decaía entre las paredes del foso kanaji.

»Los muchachos permanecieron tranquilos. Luz de Relámpago y Estrella del Norte, en un gesto de respeto que les habían enseñado desde niños, miraron hacia los cielos, en dirección al símbolo de infinito de Mishakal y al arpa de Branchala.

»Fordus, por su parte, miraba hacia el suelo del kanaji cuando, de repente, la arena empezó a rizarse y a arremolinarse bajo sus pies. Fordus levantó los ojos en busca de Luz de Relámpago y dirigió la mirada de su amigo hacia aquel lecho de arena que no cejaba de moverse y de formar extraños jeroglíficos sobre aquella blancura inmaculada.

»—Druida —les dijo mi primo Estrella del Norte—. El lenguaje pictórico de hace más de mil de años.

»Fordus lanzó un grito de alegría y salió corriendo a través del desierto en dirección a las hogueras de su pueblo, dejando atrás a sus compañeros, boquiabiertos, ante la aparición de aquellos símbolos.

»Los ancianos de la tribu, curiosos más que irritados por la interrupción de sus rituales, fueron conducidos hasta el kanaji. Cuando llegaron hasta aquel enigmático lugar y miraron hacia el interior del foso, todos ellos se dieron cuenta del cambio que se había producido en Fordus, sus ojos de color azul mar de repente brillaron y se clavaron en aquel foso, y las pupilas se le dilataron hasta que una profunda e insondable oscuridad pareció escapar de aquel azul mar.

»Sus labios se movían despacio, con gran esfuerzo, como si estuviesen traduciendo el lenguaje oculto de los dioses. Pronunciaba una sílaba y luego otra.

»Agachado en el borde del kanaji, Viejo Corredor hizo el gesto de salvaguarda, para resguardarse de la malvada Reina y la destrucción que siempre iba asociada con ella.

—Un gesto estúpido —afirmó Tamex—. No es más que una superstición estúpida.

—Fuese cual fuese su poder, no llegó a completarlo porque Kestrel, con un gesto firme, agarró la muñeca del viejo conspirador.

»—Mi hijo no necesita ninguna protección —dijo Kestrel—. Viejo Corredor, déjale que hable a menos que tú sepas interpretar los símbolos y jeroglíficos.

»Viejo Corredor miró en silencio a Fordus, quien se arrodilló sobre aquellos signos ya completos.

»—Hacha —susurró Fordus—. Torre y rayo. La lluvia se abre paso entre la luz y el recuerdo.

»Los ancianos se miraron unos a otros, desconcertados. Seguro que más de uno pensó en el don de Sirrion, en la llama de la poesía o, más bien, en la locura.

»Entonces, Luz de Relámpago, con sus pálidos ojos clavados en la profundidad azul de la mirada de Fordus, tradujo para todos ellos.

»—A camino entre el Altiplano Rojo y las Lágrimas de Mishakal —comenzó a traducir el elfo—, y a dos metros bajo la superficie hay suficiente agua para un mes de viaje.

»Aquellos hombres tenían que confirmar la profecía de Fordus y, después, más entrada la noche, cavarían en busca del agua que saciase su sed. Pero en aquel momento, bajo la luz de las estrellas, Kestrel apoyó sus manos sobre la cabeza de su hijo adoptivo y comenzó el cántico que iba a otorgar al muchacho el nombre de Profeta del Agua.

»—¡No puede ser! —chilló Viejo Corredor, pidiendo tiempo, exigiendo que aquello se aplazase y poniendo cualquier excusa con tal de alejar aquel título de las manos de Fordus—. Los dioses tan sólo honran al Profeta que está bajo la luz de la estrella del norte, y ¡ésta todavía no ha aparecido! Tú lo sabes Kestrel y, aun así, me arrebatas el título y se lo entregas a tu hijo. Eso no es lo que dicen las tradiciones, no es adecuado, no está permitido, no… no…

»Silencioso, pero triunfante, Kestrel señaló al muchacho que se encontraba al borde del foso, por encima de su hijo.

»—Viejo Corredor, ¿quién es ése que está junto al foso, sobre mi hijo? —preguntó—. ¿Cómo se llama?

»Estrella del Norte, que se hallaba en aquel lugar, ya fuese por predestinación o por accidente, se arrodilló junto al borde del kanaji, descendió hacia el interior del foso y, con un gesto delicado y lleno de respeto, tocó la cabeza de Fordus.

Alanda sonrió y se desperezó; se levantó del lecho seco del río y se sacudió la arena de la túnica.

—Ésta es la historia, Tamex. Ésta es en la forma que se cuenta en la Hora de los Relatos.

—Pero nunca de forma tan espléndida —le contestó gentilmente—, ni por una fabulosa barda, la Voz de los Dioses en persona.

De repente, Alanda miró hacia su singular audiencia, su único espectador y lo vio bajo una perspectiva nueva y reveladora, como si estuviese despertándose de un trance, de un encantamiento.

Aquel hombre parecía menos alto que cuando apareció por primera vez, hacía apenas una hora.