14
Diez días estuvo Fordus en el límite que separaba ambos mundos, mientras los chamanes luchaban por salvarle la vida. Alanda entonaba apenados cantos de curación junto a él, y la música y las palabras de la joven se filtraban en su largo y árido letargo como si se tratase de un sueño del agua.
Fordus quería salir a la superficie, a la luz, y levantarse, pero había otra voz que también habitaba en su sueño, una voz profunda, apacible y fascinante.
Quédate tumbado, relájate, has librado una larga y dura lucha, y en ella has dado lo mejor de ti. Deja que a partir de ahora sea otro el que haga el trabajo duro y ven conmigo, vayamos juntos a la dulce oscuridad.
Te enseñaré todo sobre las profecías.
Al tercer día, se rindió ante aquella voz, ante los halagos y las promesas, y ante su propia curiosidad, y los sueños le revelaron cosas maravillosas.
Siempre viajaba por el desierto, un desierto liso e infinito, sin rocas, ni salinas, ni tampoco un arroyo que lo ayudasen a diferenciar un sendero de otro. En todos los sueños acababa encontrando por sorpresa el foso del kanaji, un viejo pozo tragado por la arena en el corazón de ninguna parte.
Fordus se introdujo en el pozo, en la oscuridad, y sus manos comenzaron a brillar con una luz inesperada que parecía surgir de sus propias venas, iluminando el alto círculo de piedra caliza que lo rodeaba.
Pero en vez de los esperados jeroglíficos, las habituales marcas sobre la arena, se encontró con la joven Tanila sentada delante de él, con sus destellantes ojos negros y salvajes.
Las palabras brotaban de la boca de la joven con fluidez, como las palabras de las canciones de Alanda.
Has abierto el pozo del mundo, empezó, mientras Fordus extendía sus manos resplandecientes hacia ella. Permite que de él y de la confusión nazca el nuevo mundo. Deja que cambie, la llama está en tu mano.
Entonces, la luz de sus venas se extinguía, la oscuridad lo rodeaba, y caía en un sueño profundo hasta que las voces regresaban, primero la de la barda y luego aquella voz suave, que lo perseguía. Aquel sueño se repetía, pero en cada ocasión, antes de que llegase la oscuridad final, oía la otra voz, melodiosa y solitaria, mezclándose con su recuerdo de la voz de Tanila. Aquella voz siempre le decía una última cosa, el mensaje que su corazón retenía cuando dormía.
Profeta, tus estudios han finalizado. Ahora el mundo temblará. Nunca más necesitarás jeroglíficos para hacer tus profecías, ni la lengua de otra persona para descifrarlas. Te dirigirás a las multitudes personalmente, sin necesidad de intérprete o barda.
En las profundidades de sus sueños, Fordus se esforzaba por rebatir aquellas palabras, por decir «no». Yo no he hecho esto antes, jamás he profetizado e interpretado al mismo tiempo. No está permitido. El modo de profetizar es doble, con dos componentes. Pero la voz era insistente.
Fordus Alma de Fuego, tienes una ciudad a tus pies, una ciudad maravillosa. Istar te rendirá tributo, acatará tus órdenes. El rival que tanto has anhelado te aguarda en Istar; el Príncipe de los Sacerdotes, tu igual en valor y méritos. Pero tuya será la victoria. Puedo prometerte que en el corazón de Istar descubrirás quién eres.
«¿Quién soy?», se interrogó, con la misma ansiedad que había sentido la primera vez que se cruzó con aquella extraña pregunta.
Date prisa. Debes darte prisa. Debes invadir Istar enseguida.
No te demores.
Pero somos demasiado pocos.
No te demores.
En el altiplano, los rebeldes velaban desesperados a su líder malherido. Estrella del Norte, arrodillado a sus pies y Luz de Relámpago junto a la cabeza, invocaban con sus oraciones a Mishakal. Alanda estaba de pie junto a ellos, golpeando el tambor lentamente y cantando las tres canciones de curación, una y otra vez. Sólo descansaron una hora, durante la que durmieron a ratos.
La segunda noche, Gormion se llevó a sus hombres a las tiendas rojas de los proscritos. La líder de éstos había llegado a la conclusión de que ya era suficiente, de que el hombre estaba muerto y que lo único que podía hacerse era nombrar al elfo como su sucesor.
Los que-naras, por su parte, se mostraron más leales; la mayoría de ellos permanecieron junto a Fordus cuatro, cinco noches, pero al sexto día, el número de acompañantes disminuyó. Las mujeres se llevaron a los niños a las tiendas, y algunos de los guerreros más viejos y de los chamanes regresaron al campamento al séptimo día.
Allí, empezaron a oírse las primeras quejas. Luz de Relámpago oyó la primera de ellas en boca de Gormion cuando regresaba de su séptima noche de vigilia, y le quedaban tres horas de sueño por delante antes del amanecer.
Toda la responsabilidad recayó en él. Cuando hacía ya siete días que Fordus yacía en silencio en la cima del Altiplano Rojo, el elfo descendió para comprobar lo ingrato que podía resultar tomar el mando de aquellas tropas tan heterogéneas.
Sin embargo, ahora pensaba en un buen sueño, y cuando oyó un tintineo de pulseras que se aproximaba detrás de él, por un momento el elfo envidió el estado de coma en el que Fordus estaba sumido. Se dio la vuelta y se encontró cara a cara con la proscrita de pelo oscuro, mostrándose serio e impasible.
—Ha llegado el momento de tomar una decisión —dijo la capitana de los proscritos, con una mirada impaciente.
—¿Qué quieres que decida, Gormion? —le contestó con voz sosegada, sin dejar entrever ni la mínima muestra del enfado que le producía que ella se le acercase.
—El destino de nuestra rebelión, Luz de Relámpago. Tendrías que decir cuál es el siguiente paso, en vez de esperar a que el… visionario muera.
El elfo permanecía impertérrito.
—Mientras nosotros nos quedamos de cuclillas velando su cuerpo —continuó la proscrita— y aguardando la defunción, Istar está enviando tropas hacia el norte.
—¿Estás segura de ello, Gormion?
El elfo sabía que no lo estaba.
—¿Qué harías tú si fueses el Príncipe de los Sacerdotes?
—Gormion, yo no soy el Príncipe de los Sacerdotes.
—Podrías serlo. Eres astuto y valiente.
Luz de Relámpago se rió fatigado. Los últimos siete días habían menguado su paciencia, pero desde luego aquélla fue la ocurrencia más ridícula que jamás había oído en boca de Gormion. ¿Es que era tan necia como para pensar que un elfo, cuyo peor enemigo se sentaba en el trono de Istar…?
—Estás al mando de estas tropas.
Tanila había dicho aquellas mismas palabras hacía tan sólo una semana, cuando la vio por primera vez junto al fuego.
Luz de Relámpago, incrédulo, se quedó mirando fijamente a la líder de los proscritos. La cara de Gormion, en otro tiempo hermosa, se había arrugado y marchitado con el paso de los años y en ella había marcada la huella de ira. Aún no tenía treinta años y parecía que tuviese el doble.
—¿Qué has dicho, Gormion?
Con expresión disgustada, la mujer dio la espalda al elfo que continuaba mirándola fijamente, con atención.
—He dicho lo que he dicho, elfo —afirmó categóricamente, con una sutil amenaza velada bajo sus palabras.
Gormion deambuló un poco, haciendo tintinear sus brazaletes y cuentas.
—He dicho lo que he dicho —repitió, pronunciando las palabras por encima del hombro mientras se dirigía hacía la oscuridad de su tienda, en busca de protección.
«¡Y tú, Luz de Relámpago de los lucanestis, sería mejor que escuchases o acabarás tan perdido como el resto de tu gente!».
Takhisis, ya de vuelta en el Abismo y después de abandonar el frágil y cristalino cuerpo de mujer en un universo de fuegos y erupciones, flotó en el vacío del aire y soltó una sonora carcajada.
Cuando llegase el momento, Gormion no sería ningún problema. Su espíritu estaba lleno de odio y lucha.
Takhisis batió las alas y sus carcajadas fueron apaciguándose hasta quedarse en un rumor bajo y de satisfacción.
Pero allí donde abundaba la lucha y el odio… siempre había confusión… y la confusión era tierra abonada en la que sembrar su obra maligna.
Su reciente derrota no era más que una cosa temporal, y no estaba carente de satisfacción, ya que el radiante cóndor Sargonnas también se había deshecho en el aire. La canción de la barda había logrado transformar a aquel dios jactancioso en una inofensiva lluvia de chispas incandescentes.
Fue un hermoso espectáculo de fuegos artificiales bajo el sol del desierto. Además, todo aquello también había dado a Takhisis una idea de cómo castigar a su insolente consorte.
Cuando ambos regresaron hacia el Abismo, ella lo atacó como un halcón atacaría a un gorrión. Descendió a las profundidades de la oscuridad y dobló las alas para emprender una inmersión abrasadora a través de la nada, percibiendo la presencia del cóndor en algún lugar debajo de ella.
En medio de la negrura más tenebrosa, la diosa llamó a Sargonnas a través de sus pensamientos y él le contestó, compungido y temeroso.
El cóndor le habló de la debilidad de Fordus: su gran deseo por conocer sus orígenes y parentescos.
De repente, la diosa se encontró volando encima de Sargonnas, descendió, y allí estaba él. El cóndor volvió su cara rubicunda, sus ojos sin párpados, y la miró con desconcierto y terror mientras ella se abalanzaba sobre él como un cometa negro y destructor.
Sargonnas, víctima de la fuerza del ataque, estalló en miles de fragmentos, que chillaban y balbucían al tiempo que se dispersaban en un vuelo sin rumbo por el vacío.
Tardaría un siglo en recomponerse.
Takhisis sentía que su ira amainaba mientras recordaba el momento. O mejor dicho, se concentraba de nuevo contra el mundo y los Hombres de las Llanuras que vagaban por la frontera del desierto de Istar, en un auténtico acto de desafío hacia el Príncipe de los Sacerdotes y su plan para el Cataclismo.
Ese Fordus había demostrado ser casi indestructible. Ni el desierto ni sus criaturas, ni tampoco el fuego ni el poder de Sargonnas habían podido acabar con aquel hombre.
Pero, al parecer, era vulnerable. El tema de sus orígenes era su punto débil, y la razón por la que Takhisis se había aproximado a él a través de sus sueños, para llenarle la cabeza con mentiras y disparates acerca de la grandeza y trascendencia de su destino. Fordus era lo suficientemente ambicioso para creer cualquier cosa, y Takhisis le susurraba todos aquellos mensajes con gran placer.
La Reina de la Oscuridad deambuló durante algún tiempo por los sueños del Hombre de las Llanuras, introduciéndose cada vez más en los recovecos de sus recuerdos; pasó por la adolescencia, por la infancia, por el momento en que fue llevado, de noche y furtivamente, a la frontera del desierto.
Su madre fue una joven esclava que trabajaba como sirvienta en el Templo del Príncipe de los Sacerdotes. Takhisis pudo dar con eso fácilmente.
Pero aun más importante, Takhisis sabía quién era su padre. La diosa siempre había pensado que tras el conocimiento se esconde un gran poder, una gran libertad, y ella iba a utilizar aquel conocimiento para destruirlo.
En aquel instante, el Profeta estaba despertando de su sueño. Fordus yacía en un charco de sudor; su respiración era tranquila y la fiebre había desaparecido. Pero su torques dorada, con los extremos en punta, se ajustó un poco más, casi de manera imperceptible, alrededor de su cuello. Entonces, los extremos se fundieron en una unión sin marca, silenciosamente; era el símbolo de una alianza que jamás podría romperse.
Cuando Fordus despertase, su corazón habría cambiado. Ella dejaría la última y brutal parte del trabajo a sus secuaces, cuando tiempo y ocasión coincidieran.
Cuando ese momento llegase, el Profeta suplicaría sumirse en el olvido.
Al anochecer del décimo día, cuando el Profeta del Agua abrió por fin los ojos, tan sólo quedaba en el altiplano un puñado de hombres y mujeres leales. Estrella del Norte, arrodillado junto a él, le ofreció un poco de agua.
—He tenido un sueño extraño —dijo Fordus con un tono de voz diferente, después de beber un buen trago de agua. Los ojos le brillaban y los tenía muy hundidos en las órbitas después de diez días de ayuno.
Estrella del Norte y Luz de Relámpago se inclinaron hacia él y Alanda, exultante, dejó de golpear el tambor.
—En mis sueños he recibido una señal —les dijo, mientras intentaba incorporarse con dificultad y dolor—. Reunid a la gente para que oiga lo que tengo que decir.
La barda tocó la llamada a asamblea con el tambor. El mensaje retumbó en la cima del Altiplano Rojo, y los centinelas lo transmitieron a gritos de campamento en campamento, desde las tiendas de color blanco de los que-naras a las de color rojo de los proscritos de Gormion. Todos acudieron en tropel a la llamada, desde los jefes de combate, los chamanes, y los santones, hasta el niño más pequeño, obedeciendo a la poderosa llamada de Alanda.
Cuando el tambor llamaba a reunión significaba que los dioses estaban listos para hablar.
Luz de Relámpago esperaba con el resto de la compañía, mientras Fordus permanecía débil en medio de la multitud alborotada. Los padres subían a sus hijos a hombros para que pudiesen ver bien al Profeta. Entre los atónitos que-naras, circulaba el rumor de que Fordus se había adentrado en la tierra de los muertos y había regresado de ella con la profecía más solemne de todas las que había hecho. Fordus, apoyándose en el hombro de Estrella del Norte con el costado cosido cubierto de una costra como si la herida fuera a desaparecer con sólo sacudirse la sangre seca, clavó sus ojos azul mar en el horizonte.
—Mi sueño me ha hablado —proclamó el Profeta—. Istar está ardiendo. El fuego ha llegado y el mundo se ha desgajado.
Un murmullo se propagó entre la muchedumbre, y miles de ojos se dirigieron hacia el elfo, quien retrocedió para recibir la iluminación que siempre lo invadía y poder descifrar la oscura poesía de su líder.
Rápidamente, con la confianza que le daba su larga experiencia, descifró los símbolos del discurso de Fordus.
Fuego. Una ciudad en llamas. El mundo desgarrándose.
Mientras sentía aquellas conmovedoras palabras y notaba cómo brotaban de una misteriosa fuente, de las mismísimas profundidades de su espíritu, el elfo oyó que un rumor de excitación recorría a la multitud.
Las palabras todavía sin pronunciar se le helaron en la garganta.
—¡Escuchad la palabra del Profeta! —proclamó Fordus, mientras escrutaba con sus ojos azules las caras de los hombres y las mujeres que se agolpaban a su alrededor—. Yo, y tan sólo yo, he dado con el significado de mis sueños. ¡Nunca más necesitaremos a nadie que los interprete!
Un repentino temblor recorrió el cuerpo de Luz de Relámpago. Su poder y su posición acababan de ser usurpados.
—He cruzado el fuego y he soportado la fiebre —continuó Fordus, alzando las manos al cielo—, he andado por el borde de las tinieblas y me he asomado a lugares de los cuales el hombre jamás regresa.
Alanda, desconcertada y mirando al elfo de reojo, comenzó a golpear el tambor, una vez, dos…
—Mi sueño me ha dicho que Istar está ardiendo, pero el fuego que destruirá la ciudad todavía no ha sido prendido, seremos nosotros quienes lo hagamos.
Poco a poco, el círculo de gente que rodeaba a Luz de Relámpago comenzó a alejarse del elfo y a dispersarse, mientras tanto los Hombres de las Llanuras observaban a Fordus con atención. El elfo, atónito y sin habla, miraba a su alrededor desconcertado, y vio que también Alanda dirigía sus ojos hacia el Profeta del Agua mientras reunía las palabras que necesitaba para su canción.
—Esta noche descansad —dijo Fordus con un hilo de voz y la mirada orientada al norte, hacia donde la luna roja y la luna blanca descansaban bajas en el horizonte.
Los santones y chamanes que lo rodeaban se esforzaron por oír sus palabras, para captarlas y poderlas transmitir a los Hombres de las Llanuras y a los proscritos que aguardaban detrás de ellos, para que el mensaje se propagara como la pólvora entre la muchedumbre expectante.
—Esta noche descansad, porque mañana marcharemos. Marcharemos sobre Istar y no habrá paz hasta que la ciudad sea mía.