20

—¡Ahí vienen! —gritó el sargento de los arqueros de Ultima Esperanza desde la muralla. Como para demostrar la veracidad de sus palabras, el hombre que estaba junto a él cayó muerto, con una flecha atravesando su yelmo.

Los hombres del barón estaban preparados detrás de las puertas. En cierto momento había habido confusión, gritos y voces; al siguiente, disciplinado silencio. Todos los ojos estaban pendientes de los oficiales, cuyos ojos estaban prendidos en el barón, el cual se encontraba en lo alto de la muralla observando al enemigo; un enemigo que parecía aumentar de manera alarmante. Aun contando las tropas de la ciudad, su número superaba en dos a uno al ejército al mando del barón. Y eran tropas descansadas, bien armadas, con un comandante, aunque despreciable, muy capacitado.

Bajo la protección de constantes andanadas de flechas, los grupos de asalto del enemigo corrían a través del campo cargados con escalas y arietes. Las tropas de infantería marchaban en cuatro compañías y al ritmo marcado por los atronadores tambores. A pesar de estar contemplando cómo la muerte se le acercaba a través del ensangrentado campo, el barón no pudo menos que admirar la estricta disciplina con que los hombres mantenían la formación incluso cuando las flechas disparadas desde la muralla alcanzaron a los que iban en primera línea.

Observando el número y el poderío de las fuerzas desplegadas contra él, el barón se ratificó en su idea. Daba igual lo que los demás dijeran; la maniobra que se proponía no era el acto precipitado de un loco. Era el único modo de salvar la ciudad y a sus propios hombres. Si se quedaban allí dentro, ocultos tras las murallas, el número ingente de enemigos caería sobre ellos como hormigas sobre un cadáver.

El barón se volvió para mirar a sus tropas. Se alineaban por compañías a lo largo dé. La calzada. Cada compañía estaba formaba por veinte filas de ocho en fondo. No se hablaba en las filas, no se gastaban bromas. Los soldados estaban mortalmente serios. Al mirarlos, el barón se sintió orgulloso de ellos.

—¡Soldados del ejército del Barón Loco! —gritó desde la muralla. Los hombres alzaron la vista hacia él y respondieron con un vítor—. ¡Esto es el final! —continuó—. O salimos victoriosos hoy o muertos. —Señaló con el índice hacia fuera—. ¡Cuando veáis al enemigo, recordad que mataron a nuestros hombres disparándoles por la espalda!

Un clamor encolerizado se alzó en las tropas.

—¡Ha llegado la hora de vengarlos!

El clamor furioso se tornó en un vítor al barón.

—Buena suerte a todos —le dijo Ivor al comandante de las tropas de la ciudad y al alcalde, estrechándoles la mano.

El alcalde tenía la tez cenicienta y el sudor le corría por la cara a despecho del frío viento que había empezado a soplar recientemente de la montaña. Era una figura política; podría haber buscado refugio en su casa y pocos habrían pensado mal de él. Pero estaba firmemente decidido a permanecer en su puesto, aunque se encogiera y temblara con cada toque de trompeta.

—Buena suerte a vos, joven loco —le contestó el comandante de más edad, que se agachó justo a tiempo de esquivar una flecha—. Maldición —rezongó el viejo, asestando una mirada furibunda a la flecha que había caído a sus pies. Déjame vivir al menos para ver el espectáculo. Ganemos o perdamos, va a ser glorioso.

El barón bajó de la muralla corriendo ágilmente escalera abajo, hasta la calle. Ocupó su puesto a pie, al frente de su ejército, desenvainó la espada y la alzó bien alto. Los rayos del sol arrancaron destellos de la hoja de acero. Sostuvo la espada levantada y esperó.

Las puertas retumbaron y se estremecieron. El primer ariete había llegado. Antes de que el enemigo pudiera asestar el segundo golpe, el barón dio la señal.

Las puertas de la ciudad Ultima Esperanza se abrieron. Los atacantes jalearon, creyendo que habían abierto brecha en las defensas.

El barón bajó la espada. Sonaron las trompetas y los tambores retumbaron.

—¡Al ataque! —gritó Ivor y corrió hacia las puertas abiertas, directamente contra las tropas enemigas. Tras él iba la compañía central, formada por los veteranos más experimentados del ejército y la que llevaba las armaduras más pesadas e iba más armada. Con un grito salvaje, se abalanzaron a través de las puertas blandiendo espadas y hachas de guerra.

Cogidos completamente por sorpresa, los soldados que manejaban el ariete dejaron caer el tronco de roble y echaron mano a sus espadas. El barón alcanzó a su jefe justo en mitad del pecho y atravesó limpiamente al hombre con la espada, que salió cubierta de sangre por su espalda. El barón sacó de un tirón su arma y paró un violento hachazo de otro enemigo, que lo atacaba por el flanco, y le hundió la espada en el tórax.

Intentó recuperar el arma y descubrió que la hoja se había atascado en las costillas del hombre. No podía sacar la espada. El combate y la muerte lo rodeaban por doquier; sus hombres gritaban y aullaban de rabia; la sangre les salpicaba a todos como lluvia roja. El barón plantó el pie en el cadáver, empujó y tiró de la espada, consiguiendo extraerla. Estaba presto para hacer frente al siguiente adversario, pero descubrió que no quedaba ninguno. El ariete estaba tirado ante las puertas, rodeado de los cadáveres de los que lo habían manejado.

Ahora empezaba la verdadera batalla.

Buscó a su portaestandarte y encontró al hombre justo a su lado.

—¡Adelante! —gritó, y comenzó el avance, con su estandarte ondeando al frío viento.

La compañía central continuó el avance a la carrera, lanzando gritos de batalla, blandiendo armas tintas de sangre. Las flechas de la compañía de arqueros apostada en la muralla, silbaron por encima de sus cabezas y cayeron sobre el enemigo como avispas furiosas, diezmando las primeras filas de adversarios. Para muchos de los soldados enemigos ésta era su primera batalla. Y no se parecía nada a los entrenamientos. A su alrededor morían compañeros. Una horda de monstruos aullantes y salvajes se abalanzaba sobre ellos. Las primeras filas enemigas se detuvieron, los soldados vacilaron. Los oficiales hicieron uso de sus látigos, gritaron a los soldados que se mantuvieran en formación.

La compañía central, dirigida por el barón, embistió contra la primera línea enemiga en medio de un gran estrépito de armaduras entrechocando que pudo oírse desde las murallas. Asestaron estocadas, tajos y cortes, sin clemencia, sin cuartel. Habían visto los cuerpos de sus compañeros tendidos delante de las puertas, con las flechas de plumas negras clavadas en la espalda. Tenían un solo pensamiento: matar a los que las habían utilizado tan traicioneramente.

Las primeras filas enemigas se derrumbaron bajo el ímpetu de su carga. Los que aguantaron en su sitio pagaron ese gesto de valor con su vida. Unos pocos retrocedieron luchando, pero muchos más tiraron sus escudos, sin importarles los latigazos de los oficiales, y huyeron a todo correr.

La compañía central continuó avanzando, abriendo brecha en las filas enemigas, dejando un rastro sangriento a su paso. Otras compañías iban detrás de la central y luchaban contra los que, empujados por los látigos de los oficiales, se adelantaban para llenar la gran brecha abierta por la arremetida del barón y su compañía.

—¡Ahí está nuestro objetivo! —gritó Ivor y señaló una pequeña elevación donde se encontraba el comandante Kholos.

Kholos se había reído con ganas, despectivamente, al ver salir en tromba por las puertas a los hombres del barón, dejando atrás la seguridad de las murallas y lanzando una carga demente. Esperó con confianza que sus hombres desbarataran las tropas del barón, que las aplastaran, que las aniquilaran. Oyó el estruendo del choque cuando los dos ejércitos se encontraron frente a frente, y esperó a ver caer el estandarte del barón.

No ocurrió así. El estandarte siguió adelante. Eran los hombres de Kholos los que corrían ahora; en dirección contraria.

—¡Disparad a esos cobardes! —bramó Kholos a sus arqueros mientras señalaba a sus tropas que huían. Estaba tan furioso que echaba espuma por la boca.

—¡Comandante! —el capitán Vardash, con la cara hinchada a causa del golpe asestado por su superior un rato antes, llegó corriendo para informar—. ¡El enemigo ha abierto brecha en nuestras líneas!

—¡Mi caballo! —gritó Kholos.

Otros oficiales también pedían sus monturas, pero antes de que los escuderos tuvieran tiempo de acercárselas, la compañía central y el barón embistieron contra el grupo de hombres y sus guardias personales. El capitán Vardash cayó en la primera arremetida, con el rostro convertido en una grotesca máscara sanguinolenta.

—¡Kholos es mío! —aulló el barón y se abrió paso a empellones entre la masa de cuerpos apiñados y forcejeantes para llegar al comandante que lo había insultado y había asesinado a sus hombres.

Kholos se mantenía firme en su posición, sin ceder terreno, y parecía que él solo todavía tenía posibilidad de cambiar las tornas de la batalla. Equipado con una pesada armadura, no utilizaba escudo y combatía con dos armas, una espada larga en una mano y una hacha en la otra. Descargaba tajos y cuchilladas sin esfuerzo aparente. Tres hombres cayeron ante él, uno con el cráneo partido en dos, otro decapitado y el tercero con una estocada en el corazón.

Tan formidable era Kholos que el avance de la compañía central flaqueó. Los veteranos más expertos retrocedían ante él. El barón se detuvo, impresionado al ver aquel rostro de rasgos goblins contraído con una horrenda sonrisa, una mueca espantosa a causa del ansia combativa y el gozo de matar.

—¡Nos traicionaste! —bramó Ivor—. ¡Juro por Kiri-Jolith que clavaré tu cabeza en el poste de mi tienda esta noche! ¡Y la escupiré por la mañana!

—Escoria mercenaria. —Pisoteando los cadáveres tendidos a sus pies Kholos avanzó—. ¡Te reto a un combate singular! ¡Una lucha a muerte! Si es que tienes agallas para hacerlo, jornalero de espada barato.

—¡Acepto! —gritó el barón, que sonrió ampliamente. Miró hacia atrás y ordenó a voces—. ¡Vosotros, ya sabéis lo que tenéis que hacer!

—¡Sí, señor! —respondió el comandante Morgón.

El barón avanzó al encuentro de su adversario. Sus hombres se quedaron donde estaban y observaron con expresión sombría.

Kholos lanzó una estocada feroz con la espada larga, pero estaba acostumbrado a luchar contra adversarios más altos y el arma pasó silbando limpiamente por encima de la cabeza de Ivor, que se agachó y se lanzó contra las rodillas de Kholos. El movimiento pilló totalmente por sorpresa al semigoblin, y el barón chocó contra él y lo derribó al suelo.

—¡Ahora! —gritó el comandante Morgón.

Los soldados de la compañía central avanzaron a todo correr y saltaron sobre el caído comandante, descargando tajos y cuchilladas.

Ivor salió gateando del amontonamiento de hombres.

—¿Estáis herido, milord? —se interesó el comandante Morgón mientras lo ayudaba a ponerse de pie.

—Me parece que no. Creo que casi toda esta sangre es suya. ¡No puedo creer que ese bastardo pensara que iba a luchar con él en un combate honorable! ¡Ja, ja, ja!

Morgón volvió a la refriega, agarró a sus soldados y tiró hacia atrás para separarlos.

—¡Vale ya, chicos! Se acabó la diversión. Creo que el bastardo está muerto.

Los soldados se retiraron gradualmente, jadeantes, ensangrentados, pero sonrientes. El barón se acercó para mirar el cuerpo de Kholos, tendido en un charco de su propia sangre, los ojos mirando al cielo fijamente y una expresión de sorpresa mayúscula en su amarillento semblante goblin.

El barón asintió con satisfacción y luego se dio media vuelta, espada en mano.

—Nuestro trabajo no ha concluido aún, soldados —empezó.

—No estoy muy seguro de eso, milord —lo interrumpió el comandante Morgón—. Mirad en derredor, señor.

El barón recorrió con la mirada el campo de batalla. Los oficiales del estado mayor de Kholos que no estaban muertos o heridos se encontraban de rodillas, con las manos levantadas en señal de rendición. El resto de las tropas enemigas ponía pies en polvorosa hacia el refugio del bosque, con los hombres del barón en su persecución.

—¡Es una victoria aplastante, milord! —dijo Morgón.

El barón frunció el ceño. Arrastrados por su propia ansia de lucha, las tropas habían roto la formación y se desperdigaban por todo el campo. El enemigo estaba en desbandada ahora, pero sólo haría falta un oficial valeroso y sensato para frenar la retirada y convertir la derrota en victoria.

—¿Y el corneta? —Ivor miró a su alrededor—. Por Kiri-Jolith ¿dónde se ha metido el condenado corneta?

—Creo que ha muerto, milord —dijo Morgón.

El brillo del sol en un instrumento de metal atrajo su atención. Entre los oficiales enemigos había un chico, tembloroso y asustado, que aferraba una corneta en la mano crispada y con los nudillos blancos.

—¡Traedme a ese chico! —ordenó el barón.

El comandante Morgón agarró al muchacho y lo acercó casi a rastras. El chico cayó de hinojos, aterrorizado.

—Ponte en pie y mírame, maldita sea. ¿Conoces Un ramillete de Abanasinia? —Demandó Ivor.

El muchacho se puso de pie lenta y temerosamente y miró al barón con total estupefacción.

—Bueno ¿la conoces o no, chico? —bramó el barón.

El muchacho asintió, tembloroso. Era una canción muy popular.

—¡Bien! —Ivor sonrió—. Toca las primeras notas y te dejaré marchar.

El chico tiritó, aterrado, desconcertado.

—Tranquilízate, hijo —dijo el barón, cuya voz se suavizó. Puso la mano en el hombro del chico—. Mi regimiento usa esa música como toque de retreta. Vamos, tócala.

Más tranquilo ya, el muchacho se llevó el instrumento a los labios. La primera nota sonó desafinada y el barón se encogió. Animoso, el chico se lamió los labios y volvió a intentarlo. El claro toque de repliegue resonó por encima del fragor del combate y la persecución.

—¡Bien, chico, bien! —dijo aprobadoramente el barón—. Repítelo. ¡Y sigue repitiéndolo!

El muchacho hizo lo que le mandaba y el toque familiar consiguió que los hombres recobraran el sentido común. Interrumpieron el ataque y miraron a su alrededor buscando a los oficiales mientras empezaban a colocarse en formación de nuevo.

—Lleva a los hombres de vuelta a la ciudad, comandante Morgón —ordenó el barón—. Y recoged a cualquier herido de los nuestros que encontréis en el camino. El Barón Loco lanzó una mirada funesta en dirección al campamento enemigo. —Puede que tengamos que volver a hacer lo mismo mañana.

—Lo dudo, milord —dijo Morgón—. Sus oficiales están muertos o son nuestros prisioneros. Los soldados esperarán a que caiga la noche y luego levantarán el campamento y regresarán a casa. No habrá una sola tienda montada allí cuando amanezca.

—¿Quieres apostar algo, Morgón?

—De acuerdo, señor —aceptó el oficial, y los dos hombres se estrecharon las manos.

—Ésta es una apuesta que espero perder —manifestó Ivor.

Morgón se alejó corriendo para organizar la retirada. El barón estaba a punto de ir tras él cuando cayó en la cuenta de que el corneta seguía tocando estridentemente.

—Muy bien, hijo. Puedes dejar de tocar —dijo el barón.

El muchacho bajó la corneta, vacilante. Ivor asintió e hizo un ademán.

—Corre, muchacho. Dije que te dejaría marchar. Eres libre. Nadie te hará daño.

El chico no se movió. Continuó mirando fijamente al barón, con los ojos muy abiertos.

Ivor se encogió de hombros y empezó a alejarse.

—¡Señor, señor! —llamó el muchacho—. ¿Puedo unirme a vuestro ejército?

El barón se detuvo y miró hacia atrás.

—¿Cuántos años tienes, chico?

—Dieciocho, señor.

—Querrás decir trece, ¿no?

El muchacho agachó la cabeza.

—Eres demasiado joven para esta clase de vida, hijo. Ya has visto demasiada muerte. Vuelve con tu madre. Seguramente estará muy preocupada por ti.

El muchacho continuó plantado en el sitio. Ivor sacudió la cabeza y echó a andar otra vez. Oyó pisadas tras él; suspiró, pero no se volvió a mirar.

—Milord ¿estáis bien? —preguntó el capitán Senej.

—Mortalmente cansado —contestó el barón—. Y me duele todo el cuerpo, pero estoy ileso, gracias le sean dadas a mi dios. —Echó una fugaz ojeada a su espalda e hizo una seña al oficial para que se acercara—. ¿Te vendría bien un poco de ayuda, Senej?

—Sí, milord —asintió el capitán—. Tenemos un montón de heridos, por no mencionar a todos esos prisioneros. Me vendría bien que alguien me echase una mano, seguro.

—Pues ya tienes a alguien. —El barón señaló con el pulgar hacia atrás, al chico—. Ve con el capitán Senej, muchacho. Y haz lo que te manden.

—¡Sí, milord! —El muchacho esbozó una trémula sonrisa—. Gracias, milord.

El barón sacudió la cabeza y siguió caminando a través del campo en dirección a Ultima Esperanza. Las campanas de la ciudad repicaban clamorosamente celebrando el clamoroso y rotundo triunfo.