18
Caramon jamás había experimentado ese miedo. Ni durante el terrible y desesperado ataque a la ciudad ni cuando las flechas golpearon como granizo su escudo ni cuando las piedras de la catapulta se precipitaron sobre sus compañeros convirtiéndolos en una masa de pulpa sangrienta y huesos astillados. Su miedo de entonces le había atenazado las entrañas, pero no lo había debilitado. El entrenamiento y la disciplina lo habían sostenido para sobrellevarlo.
Éste miedo era diferente. No le atenazaba las entrañas; se las helaba. No lo impulsaba a moverse, sino que lo dejaba desmadejado, fláccido como un trapo. Caramon sólo tenía una idea en su mente y ésa era dar media vuelta y correr tan deprisa como pudiera, lejos de aquel lugar, de la desconocida maldad que fluía a través de las puertas plateadas en una oleada gélida y repulsiva. Ignoraba qué había allí dentro y tampoco quería saberlo. Fuera lo que fuese, no correspondía a los mortales afrontarlo.
El guerrero contempló, con un terror que lo dejó sin respiración, cómo su hermano cruzaba aquel horrendo umbral.
—¡Raist, no! —gritó, pero su voz sonó gemebunda, como la de un niño asustado.
Si Raistlin lo oyó, hizo caso omiso y no se volvió atrás.
Caramon se preguntó qué oscura fuerza se había apoderado de su hermano obligándolo a entrar en aquel sitio donde aguardaba una muerte segura. En respuesta, Caramon escuchó una voz, débil y distante, pidiendo ayuda. Un caballero con armadura apareció en el umbral. Su aspecto hizo que Caramon recordara con cariño a Sturm, y el guerrero habría ido de buen grado con el caballero de no ser porque el horrible pavor lo tenía postrado en el suelo del templo.
Empero, aquello cambió cuando Raistlin penetró en la oscuridad. Caramon no tenía otra alternativa que ir tras él; el temor por la vida de su hermano fue como un fuego en su cerebro y en su sangre que abrasó el terror debilitante, innominable. Con la espada desenvainada, corrió a través de las puertas plateadas y entró en el corredor en pos de su hermano.
Solo en el templo, Cambalache se quedó mirando boquiabierto, con incredulidad. Su amigo —su mejor amigo— y el gemelo de su amigo acababan de lanzarse de cabeza a una muerte cierta.
—¡Necios! —los increpó Cambalache—. ¡Los dos estáis locos!
Los dientes le castañeteaban y apenas podía hablar. Aplastado contra la pared por su propio terror, intentó dar un paso hacia el oscuro umbral, pero sus pies no obedecieron lo que, tuvo que admitir, fue una débil orden de su cerebro.
¡Dónde, por los cielos benditos, estaba su lado kender cuando más lo necesitaba! Toda su vida había luchado contra esa parte de sí mismo, había dado cachetazos a los dedos que ansiaban tocar, aferrar, coger; había combatido el «ansia viajera» que lo tentaba a abandonar un trabajo honrado y echar a andar por una calzada desconocida. Y ahora, cuando la intrepidez kender de su madre, una audacia que no tenía nada que ver con el valor y sí con la curiosidad, le habría resultado muy útil, la buscaba y brillaba por su ausencia.
Su madre le habría dicho que le estaba bien empleado.
Cambalache ya no se encontraba en el templo. Era un niñito, de pie junto a su madre, ante la boca de una cueva que habían encontrado durante uno de sus incontables vagabundeos.
—¿No sientes curiosidad por saber lo que hay ahí? —le había instado ella—. ¿No te preguntas qué habrá dentro? Quizás esté oculto el tesoro de un dragón. O quizá sea el laboratorio de un hechicero. O puede que haya una princesa que necesita que la rescaten. ¿No quieres enterarte?
—No —había gemido Cambalache—. ¡No quiero entrar! ¡Está oscuro, es horrible y apesta!
—Tú no eres hijo mío —había manifestado su madre, no enfadada, sino cariñosamente. Tras darle unas palmaditas en la cabeza había entrado en la cueva y unos tres minutos después había salido disparada, perseguida de cerca por un gigantesco oso lechuza.
Cambalache recordó aquella aventura, recordó al oso lechuza —el primero que había visto en su vida y el último que quería ver—, recordó a su madre saliendo a la carrera de la cueva, con las ropas desordenadas, los saquillos brincando y esparciendo su contenido, el rostro encendido por el esfuerzo, la sonrisa de oreja a oreja. Había cogido a Cambalache de la mano y ambos habían corrido como si en ello les fuera la vida; como así era.
Por fortuna, el oso lechuza no tenía resistencia para carreras de fondo y enseguida había abandonado la persecución. Pero en ese momento Cambalache había llegado a la conclusión de que su madre tenía razón: no era hijo suyo. Ni quería serlo.
—Sé qué tengo que hacer —se dijo, de vuelta al presente—. Regresaré donde está el ejército. ¡Traeré refuerzos!
En ese momento, una manaza salió de entre las puertas de plata, agarró a Cambalache por el hombro, tiró de él y lo metió en la oscuridad.
—¡Cáspita, Caramon, casi me has m… matado del susto! ¿Por qué hiciste eso? —demandó el semikender cuando sintió que su corazón volvía a palpitar.
—Porque necesito tu ayuda para encontrar a Raist —respondió con aire sombrío el guerrero—. ¡Ibas a salir huyendo!
—Iba a p… pedir ayuda —explicó Cambalache, a quien los dientes le castañeteaban.
—Se supone que no debes tener miedo. —Caramon miró furibundo a su tembloroso amigo—. ¿Qué clase de kender eres?
—Semikender —replicó Cambalache—. La mitad que es lista.
Sin embargo, ahora que ya estaba dentro, supuso que lo más sensato y conveniente era sacar el mejor partido posible de la situación. En cualquier caso, estaba demasiado asustado para regresar solo.
—¿Te importa si saco mi espada ahora? —preguntó—. ¿O sería irrespetuoso con lo que quiera que haya aquí dentro y que va a matarnos y a hacernos picadillo y a sorbernos el alma?
—Creo que empuñar tu arma sería una decisión sensata —contestó gravemente Caramon.
Se encontraban en un túnel que había sido excavado en la roca. Las paredes eran lisas y formaban un arco sobre sus cabezas, en tanto que el suelo tenía una suave inclinación hacia abajo. Una vez que estuvieron dentro, el pasadizo no les dio la impresión de estar tan oscuro como les había parecido desde fuera. La luz del sol que se reflejaba en las puertas de plata alumbró su camino durante una distancia considerable, más de la que cualquiera de ellos habría imaginado que fuera posible. Pero no había rastro de Raistlin.
Siguieron caminando. El túnel giraba en una cerrada curva; al rodear el recodo, vieron al frente una luz brillante, como una estrella.
—¡Raist! —llamó quedamente Caramon.
La luz osciló y se detuvo. Raistlin dio media vuelta al oír a su hermano y los dos vieron su rostro, la piel tenía un débil brillo dorado bajo el fulgor emitido por el Bastón de Mago. Les hizo una seña para que se acercaran y Caramon apresuró el paso, con Cambalache pisándole los talones.
La mano de Raistlin se cerró sobre el brazo de su gemelo y lo apretó en un afectuoso saludo.
—Me alegro de que estés aquí, hermano mío —dijo de corazón.
—Bueno, pues yo no me alegro de estar —repuso Caramon en voz baja al tiempo que miraba con nerviosismo a izquierda, a derecha, adelante y atrás—. No me gusta este sitio y creo que deberíamos marcharnos. Algo aquí abajo no quiere que estemos. ¿Recuerdas lo que dijo Cambalache sobre los zombis necrófagos? Te confieso, Raist, que en mi vida he tenido tanto miedo. Sólo he venido para encontraros a ti y al caballero.
—¿Qué caballero? —demandó Cambalache.
—De modo que tú también lo has visto —murmuró Raistlin.
—¿Qué caballero? —insistió el semikender.
El mago no contestó de inmediato, y cuando habló no fue para responderle.
—Venid conmigo, los dos. Hay una cosa que quiero mostraros.
La montaña se sacudió, el túnel tembló y el suelo vibró.
Los tres chocaron contra las paredes del pasadizo, casi demasiado sorprendidos para sentirse asustados. Les cayó polvillo en la cabeza, pero antes de que comprendieran que estaban en peligro de morir enterrados bajo la montaña, las sacudidas cesaron.
—Se acabó —dijo Caramon—, vamos a salir ahora mismo de aquí.
—Sólo ha sido un leve movimiento telúrico. Creo que estas montañas están en una zona de seísmos. ¿Te dijo algo el caballero?
—Sí, que necesitaba ayuda. Mira, Raist, yo… —Caramon hizo una pausa y miró con ansiedad a su hermano—. ¿Te encuentras bien?
Raistlin estaba tosiendo por el polvo que se le había metido en la garganta. Sacudió la cabeza ante la estupidez de la pregunta.
—No, no me encuentro bien —jadeó, cuando pudo hablar—. Pero me sentiré mejor dentro de un momento.
—Vayámonos —insistió Caramon—. No deberías estar aquí. El polvo te perjudica.
—También a mí —abundó Cambalache.
Los dos se quedaron callados, esperando la respuesta de Raistlin. Cuando el mago logró respirar con más facilidad volvió la vista hacia la puerta plateada y después en dirección opuesta.
—Vosotros haced lo que queráis, pero yo voy a seguir. No podemos traer heridos al templo sin comprobar que es un lugar completamente seguro. Además, siento curiosidad por saber qué hay más adelante.
—Probablemente ésas fueron las últimas palabras de mi pobre madre —comentó sombríamente Cambalache.
Caramon sacudió la cabeza, pero siguió a su gemelo. Cambalache esperó, todavía pensando que aceptaría la oferta del mago y huiría de allí. Esperó hasta que la reconfortante luz del bastón del hechicero casi hubo desaparecido, y entonces, cuando la oscuridad empezó a envolverlo, echó a correr hacia la luz.
Las lisas paredes del túnel dieron paso a un pasadizo natural. El camino era irregular, más difícil de seguir. Estaba lleno de estalagmitas y los condujo de una gruta a otra y siempre hacia abajo, más y más profundo en la montaña. Y entonces acabó bruscamente, en un callejón sin salida.
Un muro de rocas les cerraba el paso.
—Tanto esfuerzo para nada —dijo Caramon—. En fin, al menos ahora sabemos que es seguro. Regresemos.
Raistlin dirigió la luz del bastón hacia el muro y enseguida descubrió la entrada con la verja hecha de plata y oro. Miró a través de ella y vio una pequeña cámara circular. Caramon se asomó por encima de su hombro; la cámara estaba vacía excepto por un sarcófago situado justo en el centro de recinto oval.
—Raist, eso es una tumba —musitó el fornido guerrero, inquieto.
—¡Qué observador, hermano! —dijo el mago con sorna.
Haciendo caso omiso de las súplicas de Caramon, empujó la verja y la abrió. La luz del Bastón de Mago brilló con un intenso fulgor plateado en el mismo instante en que penetró en la cámara. Raistlin alzó el bastón para que la luz cayera sobre el sarcófago, iluminando la figura de piedra tallada en la parte superior. El mago la contempló en silencio.
—Mira esto, hermano —dijo finalmente en voz baja, reverente—. ¿Qué ves?
—Un caballero, supongo. Hay demasiado polvo para estar seguro. —Caramon apartó los ojos; acababa de darse cuenta de que la tapa del sarcófago estaba corrida—. ¡Raist, deberíamos irnos de aquí! ¡Esto no está bien!
El mago no hizo caso a su hermano y se acercó al sarcófago, asomándose por la tapa retirada para mirar dentro. Se quedó inmóvil, mirando de hito en hito y retrocedió ligeramente.
—¡Lo sabía! —Caramon asió la espada con tanta fuerza que la mano le dolió.
—Acércate, hermano —dijo Raistlin, haciéndole una seña—. Deberías ver esto.
—No, no debería —rechazó firmemente el guerrero al tiempo que sacudía la cabeza.
—¡He dicho que vengas a ver esto, Caramon! —La voz de Raistlin sonaba ronca.
Arrastrando los pies, reacio, el guerrero se adelantó. Cambalache iba con él sosteniendo su espada en una mano y con la otra agarrando el cinturón de Caramon.
Éste echó un rápido vistazo dentro de la tumba y apartó los ojos enseguida, antes de tener la oportunidad de ver algo horrible, como un esqueleto enmohecido, con restos de carne pegados a los huesos. Estupefacto por lo que había entrevisto, volvió a mirar dentro.
—¡El caballero! —musitó—. ¡El caballero que me llamó!
En la tumba yacía un cuerpo; vestía una antigua armadura que brillaba con la luz del Bastón de Mago, un suave fulgor que parecía envolver al caballero con amorosa ternura. El caballero lucía un yelmo del estilo que era popular antes del Cataclismo. Encima de la armadura llevaba un tabardo; la tela estaba vieja y amarillenta y la satinada rosa bordada que lo adornaba aparecía gastada y descolorida. El caballero tenía asida una espada con las manos. Pétalos de rosa secos rodeaban el cuerpo del caballero, y se esparcían sobre el tabardo y la brillante espada. Una dulce fragancia a rosas flotaba en el aire.
—Me pareció reconocer la figura tallada en la tumba —dijo Raistlin meditabundo—. La armadura, el tabardo, el yelmo… Todo exactamente igual a lo que llevaba puesto el caballero que nos pidió que lo ayudáramos. ¡Un caballero que quizá lleve muerto cientos de años!
—No digas esas cosas —suplicó Cambalache con voz chillona—. ¡Éste lugar ya es de por sí bastante espeluznante! ¿No sería éste un buen momento para marcharnos?
Al mirar al caballero yaciente, Caramon recordó de nuevo a su amigo Sturm. No fue un recuerdo agradable. El guerrero confiaba en que no fuera un presagio.
Raistlin seguía contemplando al caballero que descansaba envuelto en una paz y una tranquilidad que el joven mago, que sufría el constante ardor de sus pulmones y el todavía más doloroso ardor de sus ambiciones, envidió por un momento.
—¡Mira, Raist! —exclamó maravillado Caramon—. Hay una inscripción.
Apartó el polvo que cubría una pequeña placa de bronce que había incrustada en la figura tallada, a la altura del corazón.
—No puedo leerlo —dijo el guerrero, que giró la cabeza en un ángulo forzado para mirar mejor.
—Es solámnico —dijo Raistlin, que había reconocido de inmediato el idioma con el que luchaba a brazo partido hacía meses, desde que recibió el libro que describía el Bastón de Mago—. Dice… —Quitó un poco más de polvo y leyó en voz alta:
«Aquí yace alguien que murió defendiendo el Templo de Paladine y a sus servidores de los que perdieron la fe y la esperanza. Por petición del propio caballero, hecha con su último aliento, lo enterramos en esta cámara para que así pueda continuar custodiando el precioso tesoro, el cual es nuestro deber y nuestro privilegio guardar. Paladine le concederá el descanso cuando su misión se haya cumplido».
Los tres compañeros se miraron y los tres repitieron la misma palabra al mismo tiempo.
—¡Tesoro!
Caramon miró en derredor como si esperase ver cofres rebosantes de monedas y joyas en la cámara.
—¡Cambalache tenía razón! ¿Dice dónde está el tesoro, Raist?
Raistlin siguió quitando el polvo, pero ya no había nada más escrito.
—Es curioso, pero ya no tengo ni pizca de miedo —anunció el semikender—. No me importaría explorar.
—No estaría de más echar un vistazo —convino Caramon, que se inclinó para mirar debajo de la tumba. Sufrió una desilusión al ver que el sarcófago estaba firmemente asentado en el suelo de la gruta—. ¿Tú qué opinas, Raist?
El joven mago se sentía fuertemente tentado a hacerlo. Había desaparecido el extraño e irracional miedo que había experimentado. Era responsable de los heridos pero, como había dicho antes, también tenía la responsabilidad de comprobar que el templo era un lugar seguro. Si resultaba que topaba con un cofre de tesoro mientras realizaba su tarea, nadie podría reprochárselo.
—¿Qué harías si encontrases un tesoro, Caramon? —quiso saber Cambalache.
—Me compraría una posada —contestó el guerrero.
—Serías tu mejor cliente —rio el semikender.
«Si un tesoro cayera en mi poder, le daría un buen uso —pensó Raistlin—. Me trasladaría a Palanthas y compraría la casa más grande de la ciudad. Tendría sirvientes para que me atendieran y para trabajar en el laboratorio, que sería el mejor y el más grande que el dinero pudiera comprar. Adquiriría todos los libros de hechizos que hubiera en todas las tiendas de magia desde aquí hasta Ergoth del Norte, y empezaría a crear una biblioteca que rivalizaría con la de la Torre de la Alta Hechicería. Compraría artefactos mágicos y gemas mágicas y varitas y pócimas y rollos de pergamino con conjuros».
Se vio a sí mismo rico, poderoso, amado, temido. Se vio con toda claridad. Estaba en una torre oscura, fatídica, rodeado de muerte. Vestía la Túnica Negra y al cuello llevaba un colgante con una piedra de fondo verdoso y numerosas vetas brillantes de jaspe rojo…
—Mirad qué he encontrado —gritó Cambalache, que señalaba con el dedo—. ¡Otra verja!
Raistlin sólo lo oyó a medias. La imagen de sí mismo se diluía con lentitud en su mente. Cuando finalmente desapareció, dejó tras de sí una sensación inquietante.
Cambalache se encontraba junto a una verja de hierro forjado, con el rostro pegado contra las barras.
—Conduce a otro túnel —informó—. ¡A lo mejor es el que lleva al tesoro!
—¡Lo hemos encontrado, Raist! —exclamó, exultante, Caramon, que se situó detrás del semikender y oteó por encima de su cabeza—. ¡Sé que lo hemos encontrado! ¡Trae la luz aquí!
—Bueno, supongo que echar un vistazo no perjudicará a nadie —aceptó el mago—. Apartaos de ahí, dejadme sitio para ver lo que estoy haciendo. ¡No toques esa verja, Caramon! Podría tener una trampa mágica. Deja que antes la examine.
Caramon y Cambalache se retiraron obedientemente. Raistlin se acercó a la verja; podía percibir poder mágico, un inmenso poder arcano. Pero no procedente de la verja. Venía de más allá. Puede que de artefactos mágicos, objetos pertenecientes a siglos atrás, antes del Cataclismo, guardados todo este tiempo tal cual, esperando…
Hizo girar el picaporte y la puerta de la verja se abrió con un chirrido. Raistlin dio un paso hacia la oscuridad que había al otro lado y se encontró con que una forma imprecisa le cerraba el paso.
—Shirak. —Levantó el bastón para ver qué era.
La blanca luz del cayado resplandeció roja en los abrasadores ojos de Immolatus.