5

Me percaté del deterioro en las relaciones entre los miembros de la Sociedad Autobiográfica a últimos de eneros de 1950, precisamente una semana después de haber terminado mi libro. Me sentía sin fuerzas a causa de la recién curada gripe, pero ufana por haber acabado mi obra y verla como cosa pasada. No tenía grandes esperanzas puestas en la acogida del público, pero proyectaba ya una novela mejor. Solly me había conseguido un nuevo editor para sustituir aquel otro cuyo contrato había desdeñado. Era un hombre entrado en años, llamado Revisson Doe. Tenía una calva redonda, de esas brillantes que me siento siempre tentada de tocar cuando quiera que estoy en la iglesia o en el teatro y viene a plantárseme una delante. Me dijo que, en su opinión, Warrender Chase era «bastante mala, en especial en los momentos faltos de la gravedad requerida», y que «en los tiempos que corren los jóvenes tienen el alma enferma», pero que probablemente su empresa sería capaz de sobrellevar la pérdida en espera de venideros libros de más alto nivel. Me entregó una hoja impresa, la forma oficial de contrato según él, que como tal no era malo, pero tampoco bueno. Sólo que, transcurrido un tiempo y valiéndome de las artes del espionaje, averigüé que su empresa, Park & Revisson Doe, contaba con una imprenta propia en donde estampaban «la forma oficial de contrato» para ajustar las cláusulas a cada autor, de modo que ellos salieran siempre con la mejor parte. Mas Revisson Doe se ganó mi confianza con las divertidas reminiscencias de juventud que me contaba, de los tiempos en que hacía de recadero para un semanario literario y fue enviado al subterráneo de Holborn con un mensaje para W. B. Yeats: «Una capa oscura bajo la que se dibujaba una silueta humana. Yo dije: “¿Se llama usted Mr. Yeats? ¿Es acaso el célebre poeta?” Se detuvo y, con la mano en alto, dijo: “Sí, así me yám-o”».

Pero eso eran hechos pretéritos y yo, tras la firma del contrato, me había despedido de Revisson Doe por un tiempo. Warrender Chase sería publicado en junio y sólo me restaba ya aguardar las pruebas de imprenta. Cuando a finales de enero reemprendí mi trabajo en el despacho de Sir Quentin, apenas quedaba algún vestigio del libro entre mis pensamientos.

Las pruebas llegaron en marzo y cuando me vi una vez más cara a cara con Warrender Chase, la sentí tan extrínseca a mí, que no lograba tomar conciencia de que debía revisarla para detectar los errores tipográficos. Por fin decidí ir, acompañada de Solly, a ver a nuestros comunes amigos Theo y Audrey, un matrimonio de escritores que habían ya publicado sus primeras novelas y que por ello, en aquel mundo jerárquico de la literatura, gozaban de algo más de respeto que esos otros amigos inéditos con los que solía encontrarme en las lecturas de poemas en el propileo de la iglesia ética. Theo y Audrey accedieron a leer las pruebas por mí. Les exhorté a que no hicieran más alteraciones que aquellas que atañeran estrictamente a las erratas ortográficas.

Confié a otros las pruebas de mi propia novela.

Eran buena gente.

—Se te nota ofuscada, —dijo Theo—. ¿Qué te pasa?

—Está ofuscada, —dijo Solly.

—Estoy ofuscada, —dije, sin ánimo para explayarme.

—El trabajo que hace la está hundiendo, —dijo Solly sin más explicaciones.

Audrey me preparó un paquete con los bollos y emparedados sobrantes del té para que me los llevara.

Durante los dos meses que siguieron a junio, cuando me hallaba en presencia del grupo de Sir Quentin, me sentía como ante los edificios maltratados por los bombardeos que aún flanqueaban y deslucían las calles de la escena londinense. Eran ruinas que empeoraban por momentos, y eso mismo era lo que ocurría a los componentes de la Autobiográfica.

Dottie era incapaz de apercibirse de ello.

Sir Eric Findlay me comentó:

—¿Cree que Mrs. Wilks está realmente en sus cabales?

Me pareció que lo más prudente sería contestar con otra pregunta:

—¿Qué se entiende por estar uno en sus cabales?

Me miró con recelo. Estábamos solos tomando el café de sobremesa, en el salón de señoras del club de Bath, que a causa de un incendio había tenido que mudar su sede y se encontraba ahora instalado en el local de otro club, creo recordar que del Conservador.

—¿Que qué se entiende por estar uno en sus cabales? Bueno, sin ir más lejos, usted Fleur está en sus cabales, eso salta a la vista. La cuestión es que en el grupo de Hallam Street no deja de decirse… ¿No cree que ya va siendo hora de que ventilemos algún que otro asunto? Una buena disputa sería más positiva que seguir como lo estamos haciendo.

Le dije que no me hacía ninguna gracia la idea de una buena disputa. Sir Eric movió una mano en blando saludo a una pareja de mediana edad que acababa de entrar y se encaminaba hacia el sofá situado en el otro extremo de la habitación. Sir Eric les saludaba y asentía con sus tímidos gestos, como si en lugar de la deprimente conversación que nos traíamos sobre el funcionamiento de la Sociedad Autobiográfica, sostuviéramos una amena plática acerca de la Filarmónica de Londres, de la copa de oro de Cheltenham o hasta de mis encantos, y no quisiera perder el hilo. De haber estado dotada en aquel momento de poderes maléficos, le habría echado un mal de ojo a Sir Eric Findlay en venganza por llevarme a comer y aprovechar la ocasión para abusar de mí con aquellas depravadas protestas.

—Una buena disputa, —dijo, chispeándole los ñoños ojetes—. Mrs. Wilks no está en sus cabales, pero usted Fleur es una mujer muy sensata, —dijo, como si fuera mi sano juicio el que estaba en duda.

Me acechó cierto pánico que de sobra sabía sería capaz de controlar. Intuía que debía seguir sentada, en calma, cual si de improviso acabara de surgir ante mí una bestia peligrosa. La atmósfera de Warrender Chase volvió a mi imaginación, pero de un modo grotesco, sin su tono atemperado. En mis comienzos como escritora, la gente me decía que la exageración era la nota dominante de mis novelas. Pero nunca exageré en ellas, simplemente me limité a reflejar algunos aspectos de la realidad. Sir Eric Findlay era real, estaba allí en el sofá, sentado junto a mí, quejándose de que Mrs. Wilks no hubiera sabido hacer aprecio de la última parte de su autobiografía, el relato de guerra, y acusándola de estar mal de la cabeza por esa misma razón. Mrs. Wilks era incapaz de atender a otra cosa, decía, que no fuera aquel insulso incidente ocurrido con el otro chico de la escuela mientras en sus adentros se solazaba con la actriz.

—Mrs. Wilks aprovecha cualquier oportunidad para chincharme con eso, —dijo Eric.

—No debió revelarlo. Esas autobiografías entrañan riesgos.

—Pues una buena parte de ellas es obra suya, Fleur, —dijo.

—Ninguno de los fragmentos conflictivos. Sólo las partes divertidas.

—Sir Quentin insiste, —dijo—, en que seamos totalmente sinceros. ¿Va a dejarse el azúcar?

Señaló un terroncillo de azúcar que quedaba en mi plato, junto a la taza de café. Le dije que no lo quería. Lo introdujo en un pequeño sobre que destinaba, a ese menester y se lo guardó en un bolsillo.

—Según he oído, durante los próximos tres meses va a estar excluido del racionamiento, —murmuró con voz alterada.

Aquella tarde Dottie me dijo:

—Entiendo perfectamente a Eric. Mrs. Wilks está obsesionada con el sexo. No me creo para nada que antes de huir de Rusia la violara un soldado. Debió ser una alucinación.

—Me trae sin cuidado lo que hicierais en vuestras vidas, —dije—. No soporto todos esos chismorreos, discusiones e intrigas que os traéis siempre entre manos tú y los demás detestables miembros de la Sociedad.

—Sir Quentin insiste en que seamos totalmente sinceros y, en mi opinión, esa sinceridad debiera extenderse a la relación entre todos nosotros, —dijo Dottie.

La miré, tengo la certeza, con la misma expresión con que miraría a un completo desconocido.

Maisie Young había averiguado mi dirección. Se presentó un sábado por la tarde, pocos días antes de la comida con Sir Eric Findlay en el club del que era socio. También ella vino con el propósito de quejarse, como un rato después tuve ocasión de comprobar, aunque inicialmente me aseguró que prefería no entrar y que había dejado el taxi abajo esperando. Despedimos al taxi.

—¡Vaya! —dijo Maisie—, ¡qué habitacioncita más preciosa, tan bien aprovechada!

Ella vivía en Portland Square, ocupando la mejor mitad de una casa y percibiendo un alquiler por la otra mitad. Creo que a Maisie le chocó que yo viviera en un espacio tan reducido, le extrañaba que alguien que moraba en un lugar con un hornillo de gas para cocinar, una cama de doble uso para sentarse y para dormir, un cajón anaranjado para almacenar platos y provisiones, una mesa para comer que servía a la vez de escritorio, una jofaina para lavarse, dos sillas para sentarse o (como era el caso en ese preciso momento) para tender la colada, una rinconera para la ropa, paredes para enclavar estanterías cargadas de libros y un suelo para colocar aún más libros apilados, tuviera sitio suficiente para producir ideas inteligentes. Todo ello lo asimilaba Maisie, agarrando la correa del bolso como unas riendas, con una mirada de aturdimiento como si el caballo la hubiera derribado de nuevo. Probablemente fue su simple amabilidad la que la impulsó a seguir diciendo:

—Muy, muy bien aprovechado, es realmente… realmente… no tenía idea de que hubiera cuartos de este tipo.

Recogí enseguida la ropa de una de las sillas haciendo de ella un bulto desordenado y acomodé allí a Maisie; tomé un par de volúmenes de la Enciclopedia Británica y las obras completas de Chaucer y los amontoné ante ella, en un remedo de escabel, para que descansara allí su pobre pierna enjaulada, obrando del mismo modo que cuando Edwina o Solly Mendelsohn me visitaban. Aceptó mi gesto de buen grado. Me senté en la cama y sonreí.

—Quería decir que no tenía idea de que hubiera cuartos de este tipo en Kensington, —dijo Maisie—. Quería decir en Kensington… actualmente. ¿Es aquí adonde trae a Lady Edwina?

Le contesté que algunas veces sí. Me dispuse a preparar un té para mayor asombro de Maisie en el País de las Maravillas, a quien no tuve más remedio que explicar que a menudo se congregaban allí a un mismo tiempo varios visitantes, cinco, seis o incluso más.

—¿Cómo consigue estar siempre tan limpia? —dijo Maisie, mirándome con una expresión nueva en los ojos.

—Hay un cuarto de baño en cada rellano. Un baño cuesta cuatro peniques.

—¿Sólo eso?

—Es excesivo, —dije, y le expliqué la treta que permitía a los propietarios hacerse de oro gracias a los contadores de gas de los baños que funcionaban con peniques y a los contadores de los cuartos que iban con chelines, pues cuando el revisor de los contadores pasaba a recaudar los ingresos de la compañía, había siempre un excedente sobre el consumo por aparato que revertía a manos del propietario en concepto de devolución y cuyo monto global no se compartía nunca con los inquilinos.

—Me imagino, —dijo Maisie—, que es normal que saquen alguna ganancia.

Enseguida vi de qué lado estaba, así que, pese a estar echándole un vistazo interrogativo a la pieza, no la ilustré acerca del alquiler por temor a que me soltara que era tirado.

—¡Qué montón de libros! ¿Los ha leído todos? —dijo.

Seguía resultándome muy agradable. Tan sólo ignoraba las realidades de la indigencia, como de hecho ignoraba casi todas las demás realidades; pero no era fachendosa. Maisie, cómodamente sentada con su té y su galleta, empezó a referirme aquello que la había traído hasta mi casa.

—Según las creencias del padre Egbert Delaney, —dijo la atractiva muchacha—, Satán es una mujer. Así fue como me lo dijo, y en mi opinión deberíamos obligarle a renunciar a su condición de miembro de la Sociedad. Es un insulto a las mujeres.

—Eso parece, —dije—. ¿Pero por qué no se lo dice a él?

—Pensé que usted, Fleur, como secretaria, debería tratar la cuestión con él e informar a Sir Quentin sobre el asunto.

—Pero si le digo que Satán es un hombre pensará que es un insulto a los hombres.

Dijo:

—Yo, personalmente, no creo en Satán.

—Bueno, pues en ese caso está todo resuelto, —dije.

—¿Por qué está todo resuelto?

—Si Satán no existe, para qué vamos a molestarnos en discutir si es hombre o mujer.

—Estamos discutiendo sobre el padre Delaney. ¿Sabe lo que pienso?

—¿Qué piensa? —le dije.

—Que el padre Delaney es Satán. Satán en persona. Debería informar de todo eso a Sir Quentin. Sir Quentin insiste en que seamos totalmente sinceros. Ya va siendo hora de una confrontación.

Maisie Young seguía gustándome; poseía un aire de libertad del que ella misma no era consciente, y allí sentada en mi cuarto me recordaba a Marjorie, el personaje de Warrender Chase. Pero no fueron por ahí las reflexiones que me entretuvieron en aquel momento; fue su frase la que me hizo pensar: «Sir Quentin insiste en que seamos totalmente sinceros». Se fijó en mi cerebro de tal modo, que cuando al cabo de unos días volví a oírla por segunda vez en labios de Sir Eric Findlay en su club, no me cupo duda de que Sir Quentin Oliver había comenzado a orquestar a su banda de necios. De momento, sentada en mi cuarto con Maisie, su «Sir Quentin insiste», no pudo más que irritarme.

Dije:

—Entre amigos la sinceridad total es siempre un error.

—Entiendo lo que quiere decir, —dijo Maisie—. Usted ahora aparenta que se alegra de verme, pero la verdad es que no le ha gustado que viniera. No soy más que una tullida y la aburro.

Me dejó helada; desde el momento en que trastocó mi generalidad para particularizarla en su propia persona, se convirtió ciertamente en un enorme aburrimiento para mí, y la sensación no duró tan sólo aquella hora de visita, sino que se proyectó hacia el futuro; a partir de ese momento sentí la aprensión de Maisie en el estómago como un vacío estrujador. Al instante, su aire de libertad de cuya existencia ella difícilmente llegaría a ser consciente alguna vez, desapareció como por ensalmo.

Dije:

—Pero Maisie, tal cosa no se me ha pasado siquiera por la cabeza. Hablaba en términos generales. Con frecuencia la sinceridad no es sino un eufemismo para disimular la indelicadeza.

—La gente debería ser sincera, —dijo la desdichada muchacha—. Sé que soy una tullida y una pesada.

Anhelaba una imprevista llamada telefónica, o que se presentara alguien en ese momento, pero no ocurrió ni lo uno ni lo otro. Mascullé algo para justificar que a menudo un defecto físico puede resultar atractivo. Pero en tono cortante repuso que prefería no abordar el tema de su vida sexual. Con eso quedaba todo dicho acerca de mi sinceridad.

Entonces Maisie alzó el libro que me había traído. Se trataba del ejemplar de la Apología pro Vita Sua, de John Henry Newman, que le había sacado en préstamo de la biblioteca pública.

Dijo:

—Sir Quentin me ha dejado un ejemplar que él tenía.

Me miraba como si no reparara en mi presencia. Durante unos instantes me sentí como un quimérico ente gris, como el «yo» de una novela cuya descripción física el autor ha decidido omitir. Huelga decir que aún no había recobrado todas las fuerzas mermadas por la gripe. Hojeó la Apología y encontró unas líneas que deseaba leerme. Se trataba de aquel párrafo del principio del libro en donde Newman rememora su mocedad y los sentimientos religiosos que en aquella época le asaltaban. Se sentía elegido para la gloria eterna. Después afirmó que tal creencia fue desvaneciéndose gradualmente, pero que incidió en la forma de obrar y de pensar de su primera juventud:

… v. gr. aislándome de los

objetos que en rededor mío había,

confirmando mi desconfianza en la

existencia real de los fenómenos materiales, y

llevándome a descansar en la idea de

dos y sólo dos seres supremos y

luminosamente indubitables en esencia,

yo y mi Creador…

Maisie dejó de leer. Dijo:

—Me parece tan, tan hermoso y verdadero.

Eso me enojó. Una viva impaciencia aguijoneaba mi interior oyendo esas palabras en sus labios. Yo había dedicado tres años y medio a estudiar a Newman a través de sus sermones, sus ensayos, su vida y su teología, y lo había hecho sin afán de obtener recompensa alguna y sacrificando placeres y alegrías que jamás volverían a cruzarse en mi camino; por su parte Maisie, hasta el accidente, no había hecho otra cosa que asistir a fiestas de sociedad y montar a caballo en los dominios de las casas de campo que tras la guerra fueron devueltas a sus dueños por el Gobierno, y después del accidente, su actividad se había reducido a tramar con sus amigos teorías del todo indisciplinadas sobre el cosmos. Por supuesto que sacrificar placeres es, en sí mismo, un placer, pero en ese momento tan claro razonar no se hallaba al alcance de mi ánimo; la lectura de Maisie del conocido párrafo de Newman y su comentario sobre la hermosura y la verdad de aquel texto, me irritaron sobremanera. Dije:

—Ahí Newman refleja tan sólo una etapa pasajera.

—¡Qué va!, —dijo Maisie—, la idea se extiende a lo largo de toda la obra. Dos y sólo dos seres supremos y luminosamente indubitables en esencia, mi Creador y yo.

De manera inesperada conocí que en cierto sentido tenía razón, y la íntegra imagen de Newman que hasta entonces había yo considerado embargadora, adquirió una nueva apariencia. Hasta aquel momento el antedicho párrafo siempre me había agradado de un modo particular, teniendo un convencimiento ciego en su fuerza y en su aplicación generalizable como ideal humano. Pero mientras Maisie susurraba las palabras que lo componían, brotó de mis adentros una profunda repugnancia provocada por la espantosa demencia en que él discerní. «Mi desconfianza en los fenómenos naturales… dos y sólo dos seres supremos y luminosamente indubitables en esencia, mi Creador y yo.» Tan explosivos eran mis pensamientos en ese instante, que no pude menos que alegrarme de que la fortaleza de mis caderas y la solidez de mi caja torácica impidieran que toda yo estallará en pedazos. Pero me oí a mí misma diciendo con frialdad: «Ésa es una visión de la vida totalmente neurótica. No es más que una imagen poética. Newman fue un romántico del siglo XIX».

Dijo:

—¿Sabía que aún queda gente viva que recuerda al cardenal Newman? Se le tenía por un ángel.

—La sola idea de un mundo con dos únicos seres luminosos e indubitables, uno y su creador, ya me horroriza. Ésa no es la forma de leer a Newman.

—Es un pensamiento hermoso, muy hermoso.

—Siento haberle recomendado que leyera la Apología. Es una buena muestra de paranoia poética. —Esas palabras no eran más que una simplificación abusiva, una distorsión, pero necesitaba hacer uso de la retórica para combatir las ideas de la muchacha.

—Fue el padre Egbert Delaney quien me lo mencionó primero, —dijo—. No entiendo cómo un hombre de semejante maldad puede hacer aprecio de este libro. Pero es verdad que usted también nos insistió a todos en que lo leyéramos como modelo de autobiografía.

—En lo que a mí respecta, el padre Egbert Delaney es un ser perfectamente indubitable y luminoso, —dije—, igual que usted y que mi abominable casero, y lo mismo vale para toda la gente que conozco. No se puede vivir encerrada en una relación binaria con Dios, en un yo-y-tú que anule el entorno, y dudar de la existencia de todo lo demás que constituye la vida.

—¿Le ha expuesto sus opiniones a Sir Quentin? —dijo Maisie—. Porque él insiste en que seamos totalmente sinceros. Nos ha dicho a todos que nos fijemos en la Apología como ejemplo que es de escrito autobiográfico.

Para entonces ya me había calmado y pensaba en la cantidad de tiempo impagado fuera de horario de trabajo que me había ahorrado no recomendándoles a Proust y su autobiografía novelada. Quería librarme de Maisie y olvidarme de la Sociedad Autobiográfica por lo menos durante el fin de semana. Aquella gente y su Sir Quentin eran sólo hojas de papel en las que yo podía introducir breves relatos, poemas o cualquier cosa que se me antojara. Arrogante e impaciente le dije a Maisie, a la par que consultaba mi reloj, que tenía que hacer una llamada.

—¡Qué hora es ya! Se me había ido el santo al cielo.

Entre que lo decía me dirigí al teléfono y llamé al número de Dottie. No estaba en casa. Colgué el auricular y le dije a Maisie:

—Me temo que no he llegado a tiempo de encontrarle.

Tenía la mirada fija en el frente como una cataléptica, ajena a mi llamada y a mi leve revuelo. Pensé que se lo habría tomado a mal, pero enseguida habló cual si estuviera en trance, lo que suscitó en mí la sospecha de que todo estaba siendo un fingimiento.

—El padre Egbert Delaney es Satán en persona. Me creerá cuando le diga lo que piensa de usted, Fleur.

Por un instante me pudo la curiosidad.

—¿Qué-piensa-de-mí?

Se sumergió de nuevo en un estado de enajenación. Sin duda era una tontería por mi parte insistirle en que desembuchara, pero me moría de ganas por saber.

Por fin habló:

—Su apreciado padre Egbert Delaney, a quien tiene tanto interés en proteger, dice que está usted tratando de persuadir a Lady Edwina para que cambie el testamento a su favor. Dice que Beryl Tims está convencida de que es así. Realmente no es la única que está convencida de tal cosa.

Me reí, pero fue una carcajada artificial; ojalá no se notase que lo era.

Continuó:

—El padre Egbert Delaney dice que, si no es así, por qué iba a molestarse en sacar de paseo a ese vejestorio insoportable y dedicarle tanto tiempo.

Rezaba porque telefoneara o apareciera alguien. El que mis súplicas se vieran en breve atendidas no fue en modo alguno prueba de su eficacia; a las seis de la tarde la probabilidad de que algún amigo me llamara o hiciera un alto en su camino para subir a verme era mayor que en ningún otro momento del día. Maisie decía:

—La verdad es que se trata de una cuestión que por fuerza había de salir. Pero en mi opinión el padre Egbert Delaney es un malvado sin sombra de duda. Yo estoy de su lado en esto, Fleur, y no creo que usted deba dar explicaciones de por qué le presta tanta atención a esa repulsiva mujer.

—Ni siquiera debo darlas de por qué le presto tanta atención a usted, —dije—. Incluso me atrevería a decir que usted morirá antes que yo y, por supuesto, ésa no es razón suficiente para que espere que me lo deje todo a mí en su testamento.

—¡Pero Fleur! Eso es cruel, es brutal por su parte. ¿Cómo puede hablar así? ¿Cómo puede pasársele por la cabeza que yo muera? Estoy de su lado, de su lado, se lo dije sólo por su propio…

Alguien llamó a la puerta. Se abrió y cuál no sería mi sorpresa al ver la redonda cabeza del poeta de Leslie, que con tanta propiedad llevaba por nombre Gray Mauser[7], nombre del cual huía en sus escritos refugiándose en el seudónimo «Leandro». Gray sólo había venido a verme una vez hasta entonces. Dije:

—¡Vaya, Gray! ¡Qué alegría verte! ¡Pasa!

Mi efusiva bienvenida pareció alentarle, Y adentro se plantó el indubitable en esencia y luminoso homúnculo. Era menudo, ligero y flaco, de unos veinte años; sus brazos y sus manos no es que fueran cada uno por su lado, pero estaban lo bastante desavenidos como para hacerle merecedor de no sé qué tratamiento médico que, dicho sea de paso, no lograba en absoluto que sus miembros actuaran al unísono. Mi alegría al verle no pudo ser mayor.

—Sólo me preguntaba si por casualidad no estaría Leslie aquí, —dijo Gray.

—Ah, estoy segura de que vendrá enseguida, —dije.

Le presenté a Maisie y sin perder ni un segundo le dije que ella, sin duda, le agradecería mucho que bajara un momento a parar un taxi.

Contento de poder ayudar, salió torpemente a cumplir sin demora el encargo. Le eché una mano a Maisie para que se afianzara en su bastón y ambas le seguimos, ella con las correas del bolso enrolladas en los dedos. Probablemente se sentía ofendida, pero yo no tenía ningún interés en verificar si así era. Delante mismo de la puerta de la pensión la metí en un taxi y, estremeciéndome a causa del frío, regresé a casa acompañada del poeta de Leslie.

Esa noche fuimos a un bar conocido por su clientela literaria, en donde tomamos cerveza suave y pasteles de carne; en el mío conté dos pedazos de bistec en forma de cubo, Gray no encontró más que uno entre los trocitos de patata recogidos en el compacto envoltorio de pasta. Y lo que me parece más curioso es que, volviendo la vista atrás, el recuerdo de aquel pastel de carne, pasado como estaba, me revuelve el estómago, cuando en su momento me resultó delicioso; y por eso me pregunto qué vi en aquel pastel de carne rebosante de grasa del mismo modo que no comprendo qué atractivo le encontré a un hombre como Leslie.

Gray y yo ocupamos una mesa solitaria del bar. Había un par de poetas famosos en la barra, a quienes mirábamos de cuando en cuando con respeto y manteniendo la distancia, pues ellos estaban más allá de nuestro alcance. Creo que aquel día los poetas de la barra eran Dylan Thomas y Roy Campbell, aunque también pudieron ser Louis Mac Neice y algún otro; es igual, porque lo importante es que percibíamos un ambiente tan bueno como los pasteles de carne y la cerveza, y podíamos charlar. Gray me contó sus innumerables problemas. Leslie se había marchado a Irlanda con Dottie hacía tres días y había prometido estar de regreso la noche anterior, pero no apareció. Antes de irse le había ofrecido a Gray, como obsequio de consolación, una corbata gris de seda con pintas azules que lucía en ese momento y que, en apariencia, era a la vez la causa de su orgullo y de su tristeza. No tenía mucho que decirle a Gray Mauser, pero recuerdo que estar allí en el bar aquella noche sentada en su compañía, alivió la rabia que me había provocado Maisie. Para animarle comenté que no veía a Leslie como hombre de una mujer. Concluimos que los hombres eran en general más sentimentales que las mujeres, pero las mujeres en general eran más dignas de confianza. A continuación sacóse del bolsillo unas hojas arrugadas de papel y me leyó un poema dedicado a la luna falciforme, que según me explicó es un símbolo sexual.

Nunca me he acordado demasiado de Gray, tan poco era lo que había que recordar. Pero esa noche, de regreso a casa en el metro, pensé lo sensato que era en comparación con Maisie y con la Sociedad Autobiográfica en conjunto. Cuando salí a la superficie en High Street Kensington llovía y hacía frío; alegremente seguí mi camino.

Así que cuando al cabo de unos días me vi obligada a escuchar las quejas de Eric Findlay en el club, ya estaba en cierta forma preparada; fui capaz de controlar el pánico.