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A medida que relato lo que hice y lo que me sucedió en 1949, noto con sorpresa hasta qué punto es más sencillo trabajar con los personajes ficticios de una novela que con los de la vida real. En una novela, el autor crea a los personajes y los dispone en el orden que le conviene. Ahora, entregada a una narración biográfica, me veo obligada a referir todo aquello que en verdad ocurrió y a introducir en medio de esos sucesos a las personas que espontáneamente, sin ningún concierto, iban surgiendo. La historia de una vida es una fiesta informal; no existen normas de prioridad, ni de hospitalidad; no hay invitaciones que valgan.

En una conferencia sobre arte dramático, alguien de reconocida fama observó que decir acción no es simplemente decir puñetazos, insinuando, como es obvio, que diálogo y sentido son parte de la acción. De modo análogo, la acción en este fragmento de mi autobiografía que abarca 1949, comprende mis esfuerzos, devanándome los sesos noche tras noche y domingo tras domingo, por consumar Warrender Chase. Mi Warrender Chase formaba parte de la acción con el mismo derecho que la discusión de la noche siguiente entre Dottie y yo, al tratar de disuadirla de su propósito de tener un niño para atar a Leslie. Escondía mi Warrender Chase cuando quiera que llegaba una visita y durante el día, la mantenía oculta por temor a que, estando yo en la oficina, la mujer de la limpieza arramblara con ella, confundiéndola con papeles inservibles; absorbía mis pensamientos más dulces y lo más singular de mi imaginación; era como estar enamorada, sino mejor. A todas horas oculta, mientras yo me encargaba de los asuntos de la Sociedad Autobiográfica. Había personificado a mi novela inconclusa, me acompañaba en secreto como cómplice y camarada a un tiempo, siempre pegada a mis talones como una sombra, fuera donde fuera, hiciera lo que hiciera. Ni una sola nota tomaba por escrito, lo atesoraba todo en mi cabeza.

En realidad, en esa época el argumento había ya cobrado forma definitivamente, y las cuestiones de la Sociedad Autobiográfica en ningún modo habían influido en él. Lo interesante es que en aquel momento yo pensaba que estaba ocurriendo precisamente lo contrario. En aquel momento; pero deteniéndome de nuevo en ello, ¿cómo pudo suceder algo semejante? Sin embargo, he de reconocer que así fue. En el estado de febril creatividad en el que estaba sumida, contemplé cómo, capítulo a capítulo, Sir Quentin se revelaba ante mis retinas como congénere y materialización de mi personaje, Warrender Chase. Presentía que los miembros de la Sociedad Autobiográfica estaban a punto de convertirse en sus víctimas; víctimas de aquel Jack el destripador psicológico.

Es cierto que mi Warrender Chase está ya muerto al final del primer capítulo, aquél en que su familia, su sobrino Roland y su madre Prudence aguardan la llegada del eminente moralista y poeta-embajador y reciben la noticia del accidente automovilístico que cuesta la vida al gran Warrender. Quizá recuerden ustedes que antes de ser estatuida la muerte, hay una escena en la que Marjorie, la esposa de Roland, se percata de que el rostro de Warrender es irreconocible y dice: «¡Cielo santo. Tendrán que operarle; será como llevar puesta una máscara por el resto de sus días!» Al escribirlo, pretendía que fuera una de esas inanidades que en nada ayudan pero nunca faltan en los momentos de conmoción e histeria. Mas por fin se sabe que ha muerto, y que no sólo no habrá de usar una máscara por siempre, sino que además, habrá de seguir viviendo sin máscara. Viviendo en las páginas de mi novela, después de que Prudence, contrariando los deseos de los demás parientes, confíe las cartas y otros documentos de Warrender a Proudie, un estudioso americano. A la altura de la novela en que los documentos han llegado ya a manos de Proudie, empecé yo a intuir cuáles eran las intenciones de Sir Quentin.

Como ustedes ya saben, sospeché desde un principio que Sir Quentin abrigaba en su aviesa mente alguna capciosa intención, como tal vez el chantaje. Pero al mismo tiempo no veía en qué podía consistir ese chantaje. En aquella empresa él no sufría pérdida alguna; por otro lado, en apariencia, se hallaba en una situación sobradamente holgada, mientras que las víctimas en potencia de la Sociedad se caracterizaban antes por su otrora elevada posición social que por poseer las fortunas substanciosas que atraerían a un chantajista común. De hecho algunos de ellos atravesaban tiempos difíciles.

Me percaté por la correspondencia de que los cuatro miembros que no habían comparecido a la reunión estaban ya intentando escurrir el bulto, y yo misma tomé la firme decisión de marcharme tan pronto mi indistinta alarma y mis sospechas cristalizaran en algo concreto.

Los cuatro miembros en vías de escisión eran un farmacéutico en ejercicio en la ciudad de Bath que alegaba apremiantes obligaciones impuestas por su trabajo; el reputadísimo y bien relacionado general de División Sir George Beverley, quien notificó que lamentablemente sus memorias iban de mal en peor y que no era capaz, pobre de él, de rememorar ni una sola escena del pasado; había también una directora de escuela de Somerset, jubilada, que explicó primero que, por desgracia, sus actividades en el club de tenis le impedían dedicar tiempo a escribir sus memorias tal como en un principio deseara, y más tarde, en respuesta a los subsiguientes ruegos de Sir Quentin, presentó la artritis como nueva excusa, puesto que, según ella, le imposibilitaba sentarse ante la máquina de escribir con asiduidad o tomar la pluma. El cuarto miembro que abandonaba era la amiga que me consiguió la entrevista con Sir Quentin. Estando yo instalada en el puesto, previó que los secretos de su vida podrían pasar por mis manos y debió pensárselo mejor. Le envió una carta a Sir Quentin diciéndole que su biografía entrañaba tal interés que dejaba la Sociedad e iba a prepararla con vistas a su publicación; lo mismo me comunicó a mí, rogándome además que substrajera subrepticiamente las páginas preliminares que ya le había entregado a Sir Quentin y se las devolviera a ella por correo. Cosa que hice. Y Sir Quentin, si no me equivoco, estaba enterado de ello, pues buscando un día las tres hojas de mi amiga Mary, y no hallándolas en su sitio, ni siquiera me preguntó qué había hecho de ellas. Yo estaba dispuesta a afirmar con toda tranquilidad que las había devuelto, pero él no hizo más que esbozar una sonrisa y decir:

—¡Ah! Está bien… interesantes, ¿verdad?

—Lo ignoro, —dije, y no mentía—, no llegué a leerlas.

Los desertores, tras unas cuantas falaces cartas más de Sir Quentin a las que contestaron con mayor resolución y, en cierto sentido, también más atemorizados, lo dejaron estar. El farmacéutico de Bath llegó al extremo de recurrir a su abogado para que le transmitiera a Sir Quentin su firme determinación de alejarse de la Sociedad. La idea de acudir a un abogado, cuando tan sólo era necesario hacer caso omiso de las misivas de Sir Quentin, me pareció una reacción histérica.

Pues bien, observé que el rasgo común a los restantes miembros del grupo era la debilidad de carácter. Y conste que a mí, personalmente, ésta no me parece más merecedora de desprecio que la debilidad física. No todos nacemos héroes y atletas. Al mismo tiempo, recelar de la debilidad, sea ésta ajena o propia, es un principio elemental; las reacciones de los débiles cuando estallan pueden ser atroces e impensadas. Lo cual, a mi juicio, significa que Sir Quentin, en su afán, para mí incomprensible por aquel entonces, por dominar a aquellos seis débiles seres, no se daba cuenta del riesgo que corría. Sea como fuera, informé confidencialmente a Dottie de todo ello antes de introducirla en la Sociedad Autobiográfica. Le recomendé con encarecimiento que no se confiara, que se tomara las actividades como una distracción en la medida en que le fuera posible. Yo andaba en pos de aportar a aquellas reuniones y escritos, de una solemnidad tan desproporcionada a sus contenidos, alguna animación que los trastocara. Por comparación, no puede decirse que mi Warrender Chase, que ocupaba en mi cabeza un lugar preeminente, careciera de viveza, por más siniestro que el tema pudiera parecer. Pero el lector medio se quedaría asombrado de conocer la lluvia de contrariedades que se me vino encima a raíz, precisamente, del aspecto siniestro de mi novela; mas todo se andará, porque ésa es parte de la historia que ahora estoy refiriendo y lo que la hace digna de ser contada, si en algo lo es.

Dottie enseguida se las apañó para hacer amigos en la Sociedad Autobiográfica. Sin dificultad alguna se sumergió en aquel clima de nostalgia; por lo demás, también se sentía perseguida y su sed de aprecio era igual a la de los otros. Me preocupaba su sinceridad y su incapacidad para distanciarse de los componentes del grupo. Incansablemente le advertía que Sir Quentin no tramaba nada bueno. Dottie replicaba:

—¿Acaso me has plantado entre ellos pensando en tu propia conveniencia?

—Sí. Pero también creía que podrías distraerte. No dejes que el grupo te arrastre. Son infantiles, y cada día que pasa lo son más.

Dottie repuso:

—Rezaré por ti a Nuestra Señora de Fátima.

Vuestra Señora de Fátima, —dije. Porque si bien yo era creyente, estaba convencida de que nuestras dos maneras de concebir la religión eran necesariamente distintas; por eso cuando años más tarde ella anunció de un modo harto teatral su pérdida de la fe, experimenté un gran alivio, pues tenía la incómoda sensación de que si su fe era auténtica, la mía no podía ser de buena ley.

Ya en mi aposento, de regreso de una reunión en casa de Sir Quentin, Dottie decía:

—Así que me plantaste entre ellos. Rezaré por ti.

—Mejor será que reces por los miembros de la Sociedad Autobiográfica.

Ignoro por qué tenía a Dottie por amiga, pero el caso es que así era. Y creo que ella, aunque yo no le caía bien, sentía lo mismo hacia mí. Por aquellos días, de la cantera de personas conocidas, surgían los amigos sin yo escogerlos, cual designados por el dedo del destino. Allí estaban, al igual que el abrigo hibernal o que el exiguo equipaje. Una no pensaba en librarse de ellos tan sólo porque no existiera un aprecio mutuo. La vida de un intelectual marginal en el año 1949 era como un microcosmos aislado. Algo así como lo que hoy día ocurre en el Este de Europa.

Estábamos sentadas conversando acerca de la reunión. Noviembre daba sus últimos coletazos. La discusión habíase prolongado durante todo el trayecto hasta casa, en el autobús, y al pararnos en la cola de una tienda de comestibles, que agotó las existencias de un producto que Dottie andaba buscando cuando la cola seguía formada y nosotras estábamos en el puesto décimo de la tanda: además ya era hora de cerrar, así que el tendero, enfundado en su mandil marrón, echó el cerrojo y nosotras nos alejamos caminando despacio.

Gracias a la Sociedad Autobiográfica había apartado sus pensamientos de Leslie. Llevábamos unas tres semanas sin verle. Yo ya había decidido poner fin a nuestro idilio, pese a que echaba de menos su cara y su charla. A Dottie le irritaba mi indiferencia; deseaba tanto que yo amara a Leslie y que no pudiera tenerle, que ahora se sentía como si estuviera devaluando su botín.

En el tiempo que llevaba trabajando allí, la reunión de aquella tarde era la tercera que tenía lugar en mi presencia. Dottie no había presentado por el momento nada de su autobiografía a los demás. Lo cierto es que había escrito un prolijo fragmento confesando los sufrimientos que le ocasionaba la relación entre Leslie y su joven poeta. Lo rompí en pedazos, advirtiéndole con vehemencia que no hiciera ninguna revelación de esa clase. Ella dijo:

—¿Por qué?

No podía decirle cuál era el porqué. Yo misma lo ignoraba. Le dije que estaría en condiciones de explicárselo cuando llevara unos cuantos capítulos más de mi novela Warrender Chase.

—¿Qué tiene que ver tu novela con todo esto? —dijo Dottie con toda procedencia.

—Es el único camino que veo para llegar a una conclusión sobre lo que Sir Quentin se trae entre manos. Mi creatividad es el único instrumento del que dispongo para elucidarlo. Déjate guiar por mis instintos. Te recomendé que no te confiaras.

—Pero es que a mí me cae bien, y Beryl Tims es tan afable. Sir Quentin es misterioso, es cierto, pero no me negarás que da mucho aplomo. Se parece a un sacerdote que conocí cuando iba a las monjas. Y me da lástima con ese espantajo de madre que tiene. Es bueno en el fondo…

Allí sentada en mi cuarto, en compañía de Dottie, me esforzaba por abrirme paso entre las tinieblas, viendo que ella, desde una claridad meridiana, alegaba razones para comprometerse en pleno con la Sociedad, y presintiendo que iba a incurrir en serias dificultades, causándomelas de paso también a mí.

—Si es así como piensas, —dijo Dottie—, deberías dejar el empleo.

—Pero estoy implicada. He de saber lo que ocurre allí. Me huelo alguna trapacería.

—Y, sin embargo, a mí me dices que no me enrede, —dijo.

—Así es. Es peligroso. A mí misma no se me ocurriría siquiera mezclarme con…

—Primero me dices que estás implicada. Y luego me dices que no se te ocurriría siquiera mezclarte. Lo que pasa es que estás resentida por lo bien que me llevo con todos, con Sir Quentin, con los otros miembros y con Beryl.

Se llevaba bien con todos. Aquella tarde se presentaron, incluyendo a Dottie, siete miembros en total.

Mrs. Tims, de inmediato, llevóse consigo a Dottie a un rincón del recibidor para interrogarla en voz baja acerca de posibles noticias sobre el paradero de su marido. Dottie musitó unas palabras con el semblante pesaroso. Yo me hallaba ocupada en atender a los recién llegados, a Maisie Young que arrastraba con buen temple su cojera y al zozobroso padre Egbert Delaney, pero de cuando en cuando, en medio del quedo susurro confidencial de Dottie, me llegaban a los oídos exclamaciones de Beryl Tims tales como, «¡El muy canalla!», «Es abominable. Deberían mandarlos a los dos a una isla desierta». Traté de arrancar a Dottie de las redes de Beryl Tims, pero ella no tenía la más mínima intención de venir conmigo al despacho hasta acabar la cháchara. Así que hube de abandonar a las dos rosas inglesas y volverme a mis asuntos.

En el transcurso de las últimas siete semanas, los miembros que permanecían leales a la Sociedad habían observado en sus biografías modificaciones alarmantes. A finales de octubre, Sir Quentin me dijo un día: «En mi opinión, hasta la fecha sus sabrosos añadidos a las historias de nuestros amigos han sido del todo adecuados, Miss Talbot, pero ha llegado la hora de que yo intervenga. Me doy cuenta de que es mi obligación. Es una cuestión de conciencia».

No puse impedimento alguno, pero he notado que quienes dicen, «es una cuestión de conciencia», arrugando el morro con una contracción idéntica a la impresa en el rostro de Sir Quentin cuando lo dijo, son aquellos que tratan de justificar su actitud y que, por lo general, no persiguen nada bueno. Sir Quentin continuó: «Habrá apreciado que están siendo muy sinceros, de veras sinceros, y no tienen sentido de culpabilidad. Creo…»

Dejé de escuchar. No era más que un empleo. En muchos sentidos me alegraba de librarme de la tarea de emplear mi imaginación en avivar aquellas plomíferas biografías. Exceptuando a Maisie Young, que seguía explayándose prolijamente sobre el más allá y la unicidad de la vida, habían comenzado ya, aguijoneados por Sir Quentin, a abordar en los borradores sus primeros lances amorosos. Yo no hubiera dicho que eran sinceros, tal como Sir Quentin solía afirmar. Lo más impresionante expuesto hasta entonces no era gran cosa. A Mrs. Wilks, antes de huir de Rusia en 1917, un soldado le había desgarrado la blusa dejando sus carnes al descubierto; a la Baronne Clotilde la habían pescado en la cama con el profesor de música estando en aquel acogedor castillo francés cercano a Dijon; en cuanto al padre Egbert Delaney, aquel que había alzado su pluma con cierta intranquilidad, proseguía con la misma intranquilidad a lo largo de un buen número de hojas, tratando de dar forma a los pensamientos impuros que experimentó la primera vez que oyó una confesión; Lady Bernice «Bucks» Gilbert ofrecía una visión retrospectiva de su adolescencia, destinando a una aventura lesbiana con la capitana de un equipo de hockey un luengo capítulo, en el que la particular profusión de ocasos en el cordal de los Costswolds contribuía a crear atmósfera. Por su parte, la vida amorosa del apocado Sir Eric había empezado con un asuntillo con otro jovencito en los últimos años de la primaria; lo único interesante de la aventura era que mientras el púber Sir Eric hacía con el otro muchacho lo que hacía, cosa que jamás se supo, sus pensamientos no se apartaron ni un segundo ni medio de una actriz que durante las vacaciones del trimestre anterior había visitado a la familia.

A estas ofrendas Sir Quentin las llamaba «sinceras», poniendo un especial énfasis en la palabra, y a mí me resultaba fastidioso. «Ha llegado la hora de que yo intervenga. Es una cuestión de conciencia», había dicho.

—Preferiría que no me hubieras roto el escrito, —decía Dottie, sentada en mi cuarto, aquella noche a últimos de noviembre—. No tener nada que ofrecer me hace sentir violenta.

—Pero si según parece ya le has ofrecido a Beryl Tims toda la historia.

—Una ha de depositar en alguien su confianza. Es una auténtica amiga para mí. A mi parecer es un escándalo que haya de ir siempre corriendo detrás de esa vieja revoltosa.

Hacía unas pocas semanas habían contratado una enfermera que cuidase de Lady Edwina. La enfermera era una mujer reservada que suscitaba el desdén de Beryl Tims. Desde entonces, claro está, Edwina no era ya una carga para Mrs. Tims y la anciana estaba más intemperante y graciosa que nunca. Yo le tenía verdadera afición. En la última reunión de la Sociedad Autobiográfica, la que en ese momento comentaba con Dottie, Edwina hizo acto de presencia a la hora del té, con un vestido gris pálido de terciopelo y, colgándole del cuello, numerosos y largos collares de perlas. Aquella cara arrugada cubierta de colorete, con los párpados chafarrinados de rímel corrido, era digna de ver. Se comportó con una afabilidad expansiva y su vejiga no dio indicios de la incontinencia que la venía aquejando: sólo cuando llegó el momento de retirarse y la enfermera entró tímidamente al cuarto, de puntillas, evitando hacer cualquier ruido, Edwina dio rienda suelta a uno de sus cloqueos y al acabar dijo: «Bueno, amigos míos, ya os tiene donde quería, ¿eh? ¡Ja! Vosotros fiaros de mi hijo Quentin y ya veréis.» Con el huesudo índice de su diestra señaló a Maisie Young. «Menos a ti. Contigo aún no la ha emprendido.» Los ojos de Maisie estaban como hipnotizados por aquella uña roja y larga que la señalaba. Sir Quentin saltó: «¡Mamá!».

Yo me había vuelto a mirar hacia donde estaba Dottie. Murmuraba algo a oídos de Beryl Tims, a la vez que asentía con talante sapiente y comprensivo.

No le contesté nada a Dottie cuando, sentada aquella noche en mi cuarto, malhumorada, seguía remarcando lo apenada que se sentía por la suerte que corría Beryl Tims y cuán necesario era que enviaran a Edwina a un asilo. Me pareció que Dottie se proponía provocarme. La veía cansada. Por alguna razón, rara es la vez que, por aquella época, me recuerdo a mí misma abatida por el cansancio; supongo que en más de una ocasión llegué a estar extenuada, pues a lo largo del día hacía frente a un buen número de actividades diversas, pero mi memoria no guarda registro de ningún momento de agotamiento equiparable al que en ese instante observaba en Dottie.

Preparé té y me ofrecí a leerle un fragmento de mi Warrender Chase. Lo hice tanto por recrearla y halagarla de alguna forma como por mi propio interés; la relectura me beneficiaba porque planeaba escribir unas cuantas páginas más del libro cuando Dottie se hubiera marchado, y eso era una especie de preparación.

Iba por ese párrafo en que Roland, el sobrino de Warrender, y su esposa Marjorie han decidido revisar los papeles de Warrender, disponiéndolos para que se los lleve Proudie, ya que Prudence, la anciana madre de Warrender, ha designado al estudioso Proudie para que se ocupe de ellos. En ese punto del libro habían transcurrido tres semanas desde el funeral campestre celebrado en la intimidad familiar que tan detalladamente describí. Dottie había oído ya el trozo del funeral, calificándolo de «extremadamente frío», sin que ello me causara ningún pesar; de hecho pensé que su crítica era un buen síntoma. «No consigues que la tragedia de la muerte de Warrender llegue plenamente», había dicho Dottie. Lo cual tampoco fue causa de pesar. Dejando eso a un lado, ahora estábamos ante el nuevo capítulo, escrito desde la óptica de Roland, que veía a su tío como al gran hombre cuya carrera se trunca trágicamente en la plenitud de la vida; en realidad, este hecho era ampliamente reconocido, lugar común para todos. Antes de morir dio pruebas sobradas de su importancia.

La familia, que en secreto goza con su imagen de vapuleada por el destino, cuenta con que Roland y Marjorie examinen concienzudamente los documentos junto a Proudie, con miras a una posible Vida y Correspondencia o algún tipo de conmemoración; cualquier cosa que logren en ese sentido, aunque les lleve años, entrañará algún interés para ellos, a pesar de que no servirá ya de consuelo. Como es natural, a Roland le entristece la tarea de hojear los papeles del finado. Warrender Chase, tan pletórico de energía unas semanas antes, y ahora desaparecido para siempre. Roland se siente afligido, un poco enervado. ¿Por qué entonces Marjorie, mujer de treinta años, hasta entonces neurótica y lánguida, se adjudica la misión de infundir ánimos? Ese florecer de un nuevo espíritu en ella había ido percibiéndose con el paso de los días desde el entierro. Proudie se da perfecta cuenta del incipiente estado de júbilo de Marjorie.

Sirva este resumen a grandes rasgos como llamada a la memoria. Pues bien, mientras se lo leía a Dottie en mi pieza, notaba que no estaba gustándole. Transcribiré el trozo que definitivamente instigó sus reproches:

—Marjorie, —dijo Roland—, ¿te ocurre algo?

—No, nada en absoluto.

—Eso es lo que yo pensaba, —dijo él.

—Da la impresión de que me acusaras de sentirme bien, —dijo ella.

—Pues sí, en cierto modo lo hago. Al parecer, la muerte de Warrender no te ha afectado.

—La ha afectado fenomenalmente, —dijo Proudie.

(Antes de enviarle el libro al editor cambié «fenomenalmente» por «muy bien». Había estado leyendo demasiado a Henry James, y el «fenomenalmente», sin duda debido a su influencia, era excesivo.)

Fue en ese punto donde Dottie dijo:

—No sé adónde quieres llegar. ¿Warrender Chase es un héroe o no?

—Lo es, —dije.

—Entonces Marjorie es una malvada.

—¿Y eso por qué? Marjorie es ficción; no existe.

—Marjorie es la personificación del mal.

—¿Qué es una personificación? —dije—. Marjorie es sólo palabras.

—A los lectores les gusta saber por dónde se andan, —dijo Dottie—. Y en esta novela no hay manera. Parece que Marjorie esté bailando sobre la tumba de Warrender.

Dottie no era tonta. Me constaba que yo no ayudaba a los lectores a saber de qué lado debían estar. Me sentía constreñida a seguir adelante con la narración sin sugerirle al lector lo que había de pensar. Dottie, por otro lado, acababa de darme la idea de una escena que más tarde introduje, hacia el final del libro, cuando Marjorie baila sobre la tumba de Warrender.

Dottie me dijo:

—¿Sabes una cosa? Encuentro en ti una aspereza particular, Fleur. ¿Es que no tienes ni pizca de feminidad?

Me enfadé con ella de veras. Para demostrarle lo femenina que era, rompí las hojas de mi novela y las tiré sin contemplaciones a la papelera, se me saltaron las lágrimas y, de malos modos y con mucho alboroto, la eché, de manera que Mr. Alexander se asomó sobre la barandilla del piso alto para quejarse.

—Lárgate, —le grité a Dottie—. Tú y tu marido habéis echado a perder mi obra literaria.

Después de eso me acosté. Y sumergida en una tranquilidad absoluta me dormí.

A la mañana siguiente, tras rescatar de la papelera los trozos de las hojas de Warrender Chase y unirlas de nuevo, me fui a trabajar, haciendo un alto en la biblioteca pública de Kensington para sacar un ejemplar de la Apología de John Henry Newman, que hacía ya tiempo le había prometido a Maisie Young. Bien podría habérselo procurado ella misma, por incapacitada que fuera, en todo aquel tiempo que había transcurrido desde que me lo pidió, pero pertenecía a esa categoría social, no tiene por qué entenderse la de los menos cultivados, compuesta por esos que siempre andan interrogando sobre el modo de obtener un libro; saben bien que unos zapatos se adquieren en una zapatería, y los alimentos en un colmado, pero los umbrales de su imaginación dejan fuera la posibilidad de dar con una librería y entrar en ella a comprar un libro.

No obstante, le tenía estima a Maisie y consideré que las sublimes páginas de la autobiografía de Newman podrían servirle como puente, aunque de carácter espiritual, con el cálido mundo de los seres vivos. Maisie lo necesitaba.

Hallé el volumen en un estante de la biblioteca y cerca de él, en aquella misma sección, mis ojos se posaron casualmente sobre el lomo de otra obra que hacía años no veía. Fue como encontrarse con un viejo amigo. Me los llevé los dos y, alegremente, seguí el camino hacia la oficina.