Introducción a la edición de 1831
Los editores de las novelas comunes y corrientes,[4b] al escoger Frankenstein para formar parte de una de sus series, me manifestaron el deseo de que les proporcionara algunos datos acerca del origen del relato. Con gusto lo hago, porque, así, responderé, de una manera general, a la pregunta que tan frecuentemente me han hecho: “¿Cómo yo, por aquel entonces una jovencita, pude llegar a concebir y desarrollar una idea monstruosa a tal grado?” La verdad es que siento gran aversión por hablar de mí misma en una publicación, pero ya que mi explicación solamente aparecerá como apéndice de una obra anterior, y puesto que se limitará a tópicos que únicamente tienen relación con mi calidad de autora, difícilmente puedo acusarme de intromisión personal.
No resulta extraño que yo, como hija de dos personas distinguidas en el campo de la literatura, haya abrigado, desde una edad muy temprana, el deseo de escribir. Ya de pequeña hacía garabatos y, durante las horas de recreo, mi pasatiempo favorito era “escribir historias”. Además, algo que me proporcionaba un placer mayor aún era hacer castillos en el aire, el gusto por soñar despierta, el desarrollar una idea que tenía por objeto crear una sucesión de incidentes imaginarios. Mis sueños eran, a la vez, más fantásticos y agradables que lo que escribía. Aquí aparecía yo pintada con bastante exactitud, pues, a diferencia de lo que otros han hecho, no anotaba los dictados de mi imaginación. Mis escritos estaban destinados a ser leídos, por lo menos, por una persona más: por mi compañero y amigo de la niñez; en cambio, de mis sueños era la única dueña; nunca se los contaba a nadie; eran mi refugio cuando me sentía abrumada y mi más caro placer cuando libre.
De joven viví principalmente en el campo, y un período considerable lo pasé en Escocia. De cuando en cuando iba a visitar los sitios más pintorescos, pero mi residencia habitual se hallaba cerca de Dundee, en las solitarias y tristes riberas norteñas del Tay. Al mirar hacia el pasado las llamo tristes y solitarias, pero entonces no eran esto para mí, sino el país de la libertad y las gratas regiones donde tranquilamente podía yo estar en comunión con las criaturas de mis sueños. Escribía, pero lo que salía de mi pluma no eran más que lugares comunes. Fue debajo de los árboles que crecían en nuestras propiedades o en los desolados flancos de las montañas sin bosques que se elevaban cerca de allí donde mis composiciones verdaderas, los etéreos vuelos de mi imaginación, nacieron y se desarrollaron. No era yo la heroína de mis cuentos. En tratándose de mi, consideraba que la vida era un asunto demasiado común. Nunca pude imaginarme tomando parte en acontecimientos desgraciados o maravillosos, mas no me hallaba limitada a mi propia identidad y podía poblar las horas con creaciones mucho más interesantes para mi, a esa edad, que las sensaciones propias que experimentaba.
Después, tuve una vida más ocupada, y la realidad tomó el lugar de la ficción. Sin embargo, desde un principio, mi esposo se mostró muy deseoso de que me mostrara digna de mis padres y de que inscribiera yo mi nombre en el libro de la fama. Él siempre me incitaba a trabajar para adquirir un renombre literario que también a mí me interesaba entonces, pero que hoy me es infinitamente indiferente. En aquella época, él deseaba que yo escribiera, no tanto porque tuviese la idea de que pudiese yo producir algo de verdadero valor, sino para que, por sí mismo, pudiese juzgar hasta dónde había en mí la promesa de cosas mejores en lo futuro. No obstante, no logré hacer nada. Los viajes y el cuidado que se le debe a una familia ocupaban todo mi tiempo, y el estudio, realizado a través de la lectura o de la superación de mis ideas mediante la comunicación establecida con un hombre de mente más desarrollada, era todo lo que ocupaba mi atención en cuestiones literarias.
Durante el verano de 1816, hicimos un viaje a Suiza, y nos tocó ser vecinos de Lord Byron. Al principio pasábamos horas placenteras en el lago o errando por las orillas. Lord Bryon, que por entonces escribía el tercer cántico de Childe Harold, era el único de nosotros que trasladaba sus ideas al papel. Éstas, al ir él mostrándonoslas sucesivamente, bañadas por la luz y la armonía de la poesía, parecían dividir las glorias del cielo y la tierra, y nosotros compartíamos sus influencias con el autor.
Pero el verano se hizo húmedo, poco propicio y, a menudo, una lluvia incesante nos confinaba durante días enteros en la casa. Cayeron en nuestras manos algunos volúmenes de historias de espantos traducidas del alemán al francés. Estaba allí la del amante inconstante quien, al creer abrazar la novia a quien había dado su palabra, se encontró en brazos del espectro de aquella a la que había abandonado. Estaba el cuento del pecador cuyo desgraciado sino era el de dar el beso de la muerte a todos los jóvenes hijos de su desdichada familia, justamente cuando éstos llegaban a la edad más prometedora. Su silueta, borrosa y gigantesca, vestida a la manera del espectro de Hamlet con su armadura completa, pero con la visera levantada, a la medianoche y bajo la luz de la luna, avanzaba lentamente por la lóbrega avenida. La silueta se perdía en las sombras proyectadas por los muros del castillo, pero luego una puerta giraba sobre sus goznes; se oían pasos, la puerta del aposento se abría y el espectro se adelantaba hacia el lecho de los jóvenes en flor, sumidos en un sueño reparador. Al inclinarse para besar la frente de los muchachos, una pena infinita se reflejaba en su rostro, y éstos, como las flores arrancadas de su tallo, a partir de ese momento comenzaban a marchitarse. Desde aquel entonces no he vuelto a leer tales historias, pero sus incidencias se conservan frescas en mi memoria; tan frescas como si apenas ayer las hubiera leído.
“Cada uno de nosotros escribirá una historia de fantasmas”, dijo Lord Byron; y su propuesta fue aceptada. Éramos cuatro personas. El noble autor comenzó a escribir un cuento, del cual se publicó un fragmento al final de su poema intitulado Mazepa. Shelley, más apto para envolver ideas y sentimientos con el resplandor de una imaginación brillante, que no para tejer la trama de una historia, empezó a escribir tomando como base las experiencias de sus primeros años. El pobre Polidori tenía alguna terrible idea acerca de una dama que poseía una calavera por cabeza y que de esa manera había sido castigada por espiar a través del ojo de las cerraduras; de lo que veía no me acuerdo, pero seguramente era algo malo y horrible. Mas una vez que la dama había sido reducida a una condición peor que la del conocido Tom de Coventry, su creador no supo qué hacer con ella y se vio obligado a despacharla hacia la tumba de los Capuletos, único sitio en el que no desentonaría. También los poetas ilustres, fastidiados por la simpleza de la prosa, renuncian rápidamente a las labores poco agradables.
Yo me ocupaba de pensar en una historia; en una que rivalizara con aquellas que nos habían hecho poner manos a la obra. La mía habría de ser una que hablara de los misteriosos temores de nuestra naturaleza y que causase horror; que hiciera a los lectores mirar a su alrededor, que les helase la sangre en las venas y que acelerase los latidos de sus corazones. De no lograr mis propósitos, mi historia de espantos no sería digna de ese nombre. Pensé y reflexioné... en vano. Sentía aquella total incapacidad de inventiva que constituye la miseria más grande que el autor puede experimentar cuando, por toda respuesta a sus invocaciones, obtiene un áspero no. ¿Has pensado ya en tu relato?, me preguntaban cada mañana, y cada mañana me veía obligada a contestar con una negativa que me mortificaba.
Todo debe tener un principio, diría hablando con el lenguaje de Sancho; y ese principio debe estar ligado a algo ocurrido con anterioridad. Los hindúes piensan que el mundo está sostenido por un elefante, pero imaginan al elefante reposando sobre una tortuga. La inventiva, admitámoslo con humildad, no consiste en crear partiendo del vacío, sino en hacerlo enfrentándonos a un caos. Antes que nada, debe uno contar con los materiales necesarios: esto puede dar forma a las cosas obscuras y confusas, pero no puede dar la vida a la materia misma. En todas las cuestiones relativas a descubrimientos e invenciones, aun en aquellas que caen dentro del campo de la imaginación, continuamente se nos recuerda la historia de Colón y el huevo. La inventiva consiste en tener la capacidad de captar todas las posibilidades de un asunto y en contar con ese poder para moldear y dar forma a las ideas sugeridas por él.
Numerosas y largas fueron las conversaciones sostenidas por Lord Byron y Shelley, conversaciones de las cuales era yo devota pero casi silenciosa auditora. Durante el transcurso de una de ellas se discutieron varias doctrinas filosóficas y, entre otras, se habló de la naturaleza del principio de la vida y de si habría alguna posibilidad de que, un día, llegase a ser descubierta y dada a conocer. Hablaron de las experiencias realizadas por el doctor Darwin (no me refiero a lo que el doctor realmente hizo o dijo que había hecho, sino a lo que entonces se contaba que él había realizado), quien guardó un pedazo de fideo en una caja de cristal hasta que, por alguna razón extraordinaria, comenzó a agitarse con movimientos voluntarios. Pero no sería de esa manera como se daría vida a las cosas. Tal vez era posible que un cuerpo fuese reanimado; el galvanismo era un indicio que lo probaba: tal vez las partes componentes de una criatura pudieran ser fabricadas, unidas, dotadas de calor vital.
La noche fue dando paso al día mientras hablaban, y ya la hora de las brujas había pasado cuando nos retiramos a descansar. Cuando puse la cabeza en la almohada no pude dormir, aunque tampoco podría decir que me dedicaba a pensar. Mi imaginación, espontáneamente, me poseía y me guiaba, prestando a las imágenes que sucesivamente desfilaban por mi pensamiento una vida que iba más allá de los límites habituales que se alcanzan en los sueños. Vi (con los ojos cerrados, pero con la agudeza de la visión mental), vi, digo, al pálido estudiante de artes vírgenes, arrodillado junto al objeto cuyas partes había unido. Vi al horrible fantasma de un hombre estirarse, movido por alguna poderosa maquinaria; daba señales de vida y se agitaba con movimientos torpes, casi vitales. Debía ser algo aterrador, pues en grado sumo habría de serlo el efecto producido por cualquier obra del hombre que remedase el formidable mecanismo ideado por el Creador del universo. El artista se sentiría horrorizado ante su propio éxito y huiría de aquello que había nacido entre sus propias manos; alimentaría la esperanza de que, abandonándolo a sus propios recursos, la débil chispa de vida que le había comunicado acabaría por extinguirse; de que aquello que había sido dotado de una animación imperfecta terminaría en materia muerta y de que podría dormir con la creencia de que la tumba ocultaría para siempre la efímera existencia de aquel cuerpo en el cual él había creído ver el nacimiento de la vida. Duerme, pero está despierto; abre los ojos y mira el horrible objeto que, junto a su cama, abre las cortinas y lo ve con ojos amarillentos y llorosos, pero a la vez atentos.
Presa del terror, abrí los míos. La idea se había apoderado en tal forma de mí, que el miedo me hizo estremecerme y quise substituir la lúgubre imagen de mis fantasías con la realidad circundante. Hoy puedo todavía ver todo aquello: la habitación, el parquet de color obscuro, las contraventanas cerradas, los rayos de la luna filtrándose a través de sus hendiduras, y vuelvo a sentir que el helado lago y los altos y blancos Alpes se encuentran más allá. No me fue muy fácil librarme de mi horrible fantasma; éste seguía persiguiéndome. Traté de pensar en otras cosas. Recurrí a mi historia de espantos... ¡A mi tediosamente desafortunada historia de espantos! ¡Ah!, si sólo pudiese idear algo que horrorizase a mis lectores como aterrorizada estuve yo aquella noche!
Con la rapidez de la luz y produciendo el mismo toque de alegría propio de ésta, surgió ante mí una visión: “¡Lo he encontrado! Lo que me horrorizó a mí horrorizará a los demás; todo lo que tengo que hacer es describir al espectro que me ha quitado el sueño”, me dije. Por la mañana, anuncié que ya había pensado en un relato. Ese día empecé a escribir: Era una lúgubre noche de noviembre, e hice una simple transcripción del terror que me había causado aquel soñar despierta.
En un principio sólo pensé hacer un cuento que constara de unas cuantas páginas, pero Shelley me instó a desarrollar la idea con mayor amplitud. No es que mi historia se deba a una sugerencia de mi esposo, o a una corazonada suya; no obstante, de no ser por sus instancias, nunca habría sido presentada al mundo bajo la forma en que hoy lo hacemos. De esta declaración debe excluirse el prefacio, el cual, por lo que puedo recordar, fue totalmente escrito por él.
Y, ahora, una vez más, invito a mi horrible progenie a ir hacia adelante y a desarrollarse. Guardo un especial afecto por ella, porque surgió en días felices, cuando la muerte y las penas eran sólo palabras que no encontraban eco en mi corazón. Sus páginas hablan de muchas caminatas, de muchos paseos y de muchas conversaciones del tiempo en que no estaba yo sola y en que mi compañero era alguien que, en este mundo, no volveré a ver jamás. Mas este es un asunto personal, y mis lectores no tienen nada que ver con tales recuerdos.
Sólo agregaré una palabra en torno a los cambios que he introducido. Éstos han sido, principalmente, de estilo. No he transformado ninguna parte del relato, ni he añadido ideas ni incidentes nuevos. He corregido el lenguaje en aquellos pasajes en que, por ser tan llano, perjudicaba el interés de la narración; estos cambios fueron hechos, casi exclusivamente, al principio del primer volumen: su papel se reduce al de meros apéndices del relato, cuyo meollo y fondo se han dejado intactos.
M.W.S.
LONDRES, 15 DE OCTUBRE DE 1831.