CAPÍTULO IX
LA ZANJA DE OFFA
Cuando los gemelos dejaron a los otros en la cima de la colina del castillo, se dieron cuenta de la importancia del trabajo que les habían encomendado. Vigilar al señor Cantor, espiarlo e informar de sus acciones al club, era algo que ellos sabían que podrían hacer mejor que nadie. Y en esto estaban en lo cierto, y por una vez presintieron que los otros no estaban tratando de aprovecharse de ellos. En sus cortas vidas habían corrido algunas aventuras juntos, y aunque por principio siempre habían armado un jaleo cuando no habían sido incluidos en alguna de las que habían corrido los otros, eran lo bastante mayorcitos y razonables para saber que David no les habría pedido que hicieran esto, de haber pensado que cualquier otro lo habría hecho mejor.
Bajaron la colina juntos, con «Macbeth» jugueteando entre ellos, y no hablaron hasta alcanzar la calle. Entonces indicó Mary, jadeante
—No perdamos el aliento. No será bueno si no le podemos hablar como es debido.
—¿Crees que él estará ahí? —dijo Dickie mientras se detenía a su lado—. ¿Qué haremos si se nos ha escapado?
—Si ha salido, lo seguiremos hasta el fin del mundo —replicó Mary dramáticamente—. No te preocupes, gemelo. No puede ir muy lejos… tengo algo que decirte. Si su bicicleta sigue en el cobertizo le quitaremos la cámara de un neumático, así que de ese modo no podrá escapar. Si hemos de ir con él a algún sitio, iremos andando, ¿no te parece?
Dickie se mostró de acuerdo, así que tan pronto como llegaron a Keep View dieron la vuelta a la casa hasta el cobertizo de las bicicletas. Con mucha delicadeza destornillaron la válvula del neumático de atrás de la bicicleta con el timbre estropeado, quitaron la cámara de aire, la escondieron y luego volvieron a colocarlo todo en su sitio.
—No irá muy lejos con esto —observó Mary muy satisfecha—. Y ahora vayamos a ver si él sigue en la casa. ¿Crees que es tan malo como lo cree Peter, Dickie?
—Seguro que sí. Creo que es el peor villano con quien me he encontrado. Me parece que ya lo veo. ¡Vamos!
El teléfono en Keep View estaba en el vestíbulo, y cuando abrieron la puerta de la calle, el señor Cantor acababa de colgar el anticuado auricular en el gancho. Se los quedó mirando y por un momento y justamente en aquel instante no pareció ser el mismo señor Cantor. Era una cosa muy rara y ambos recordaron eso después, pero mientras se volvió para ver quién había abierto la puerta, pareció más joven y más alerta. Fue sólo un vistazo de algo diferente, pero los gemelos se detuvieron en el umbral y por un momento quedaron en silencio.
Entonces el señor Cantor, con sus gruesas gafas que ellos conocían, volvió a hablar y el hechizo quedó roto.
—¡Richard y Mary! ¡Ja!… ¿Podéis decirme si afuera hace mucho frío? Me estaba preguntando si me atrevería a salir esta fría mañana a tomar un poco el sol.
—¿Para qué? —le preguntó Dickie de un modo más bien brusco, mientras que su hermana le daba un codazo y añadía:
—¡Oh, señor Cantor! Espero que esté mejor de su resfriado esta mañana. Le estaba diciendo ahora a mi hermano, a este hermano, claro, a mi gemelo, cuando veníamos por la calle, que esperaba que usted estuviera en casa y que su resfriado se hubiera aliviado.
Antes de que su víctima pudiera contestar, Dickie volvió a la carga:
—De veras que nos alegramos que esté usted aquí, señor Cantor. Ya ve, nos sentimos muy solos esta mañana y esperábamos que usted estuviera aquí al volver.
El señor Cantor pareció un poco confundido, pero les volvió a hablar de nuevo mirándolos a través de sus gafas:
—¿Solos? ¿Esa sí que es una afirmación extraña, Richard? ¿Cómo vais a estar solos? Apenas si he visto dos chiquillos que estén menos solos. ¿Dónde están los otros?
—Bueno, verá usted, señor Cantor —le explicó Mary bajando, modesta, la mirada—. Es un poco difícil y más bien desagradable de explicar, pero se lo contaré, sólo porque usted ha sido tan bueno con nosotros.
—¡Ah, sí, señor! —le hizo coro Dickie—. Siempre hemos dicho lo mismo… Mary y yo hemos dicho siempre que ustedes muy bueno.
Mary tragó saliva y prosiguió denodadamente.
—Es que como somos tan pequeños los otros abusan de nosotros y nos apartan a veces de su compañía.
—Puede que no quieran abusar de nosotros. —Dickie se sintió generoso—. Pero es como dice Mary. Ellos son mucho más mayores y a veces hacen cosas que nosotros no podemos hacer, porque somos pequeños.
—Y eso es lo que ha pasado esta mañana, señor Cantor. ¿Quiere que nos sentemos allí junto al fuego y que se lo expliquemos todo? —y Mary se acercó y lo cogió de la mano.
—Pero, hija mía —protestó la víctima—. Sois muy buenos al decirme cosas tan amables, pero no creo tener tiempo para escucharos…
—Si no es muy largo de contar —le dijo Dickie mientras abría la puerta—. Usted no puede comprender lo maravilloso que es para Mary y para mí el tener un amigo como usted.
Casi sin darse cuenta de lo que sucedía, el señor Cantorse halló sentado en el sillón más cómodo del salón junto a un rugiente fuego. Durante la hora siguiente tanto Dickie como Mary estuvieron sentados en los brazos de su sillón, dispuestos a encenderle la pipa si se le apagaba, a coger todo lo que él quisiera, y verdaderamente, como él comprendió más tarde, a impedir que se moviera de la habitación.
Tan pronto como estuvo confortablemente sentado, Mary siguió contándole la trágica historia del mal trato que le daban.
—Esos grandotes no es que nos amenacen, señor Cantor; pero no se recatan de decirnos cuánto los molestamos.
—Yo creo que eso es lo peor —añadió Dickie con una voz chocante, mientras miraba las crepitantes llamas—. El que no nos quieran. ¿Ha sentido usted alguna vez, señor Cantor, que alguien no le quiera? Nosotros aún no somos muy viejos, pero ya sabemos lo horrible que es eso.
—Esperamos que a usted no le ocurra nunca lo mismo —prosiguió Mary—. Pero claro, ¿cómo podría ser eso? A usted siempre le querrán, señor Cantor. Todo el mundo tiene que quererlo.
El señor Cantor carraspeó ruidosamente y se limpió las gafas, e hizo el gesto de querer levantarse. En seguida Mary se inclinó sobre él, desde su brazo del sillón y echó atrás un poco el puño de la manga de su chaqueta, de modo que pudo ver su reloj de pulsera.
—Qué reloj más bonito lleva usted, señor Cantor. ¡Qué orgulloso debe sentirse usted de tener un reloj como éste! No, por favor, no lo retire, que quiero verlo. Me gusta vérselo puesto.
—Lo que yo os quería decir, queridos, es que me parece que estáis exagerando esto un poco, ¡ejem!, esto de que vuestros amigos no os quieren. ¡Claro que os quieren! Y ahora que caigo en ello, yo no he visto que os separéis de ellos hasta hoy.
—Usted no nos ve a menudo, ¿verdad, señor? —dijo Dickie de repente—. Quiero decir que no puede saber lo que nos hacen a veces cuando estamos todos juntos.
—Sólo hace una hora —Mary se agarró a este tema—, estábamos todos juntos paseando y haciendo planes.
—¿Y qué es lo que intentabais hacer todos hoy? —preguntó el señor Cantor—. Por lo que pude oír, y por lo que ya me habéis dicho, parece que queréis conocer bien esta comarca.
—Eso es otra cosa —contestó Dickie rápidamente, echando una mirada significativa a su hermana gemela, que siguió contando su historia.
—Como quiera que sea, señor Cantor, íbamos paseando y charlando, cuando repente, aquellos dos grandullones, el de las gafas, supongo que usted se habrá fijado en él y el otro que es el peor, y que es mi hermano, de repente se volvieron y… ¿qué cree usted que me dijeron, señor Cantor?
Y puso su más bien sucia manita sobre su muñeca, de modo que a él le fue difícil moverse.
El señor Cantor no tenía ni la menor idea. Estaba empezando a mirar como si estuviera hipnotizado y todo lo que pudo hacer fue sacudir su cabeza débilmente.
—Se lo diremos —dijo Dickie—.¡Vosotros dos volveos a casa en seguida! Es lo que nos dijeron, y eso que no habíamos hecho nada, señor. Palabra. No habíamos hecho nada.
—Volveos en seguida —repitió Mary con voz ahuecada—.
¡No os queremos! ¡No sois bastante mayores! Mejor será que os volváis a Keep View y os estéis allí quietecitos jugando a alguna cosa vosotros dos solitos, hasta que volvamos.
—¡Y llévate ese perro contigo, añadió Jon —continuó diciendo Dickie. Y de repente profirió con gesto triunfal—. ¡Y por eso estamos aquí! Ya ve, señor, por lo que no sabemos si tendremos hoy algo para comer.
Apenas si habían acabado con esto, cuando lograron convencerlo para que les contara alguna historia. Dickie por poco explota cuando resultó que iba a ser un cuento de hadas; pero fue cuando el pobre señor Cantor iba a acabar mareado, cuando llegaron los otros del Pino Solitario y Dickie buscó una excusa para asomarse a la puerta, mientras que Mary se sentaba en la alfombra a los pies del narrador con expresión inocente. Cuando el señor Cantor hizo una pausa para respirar o porque no supiera lo que habían de hacer seguidamente sus personajes, Mary le ayudó y acabó por cuenta de él de contar el cuento de hadas. Cuando Dickie volvió, fue muy importante para él el saber lo que había ocurrido mientras estuvo fuera, así que aquello necesitó un poco más de tiempo y los del Pino Solitario dispusieron de media hora más antes de que el señor Cantor se levantara de su sillón y se dirigiera hacia la ventana. Parecía tener un poco de calor y se enjugó la frente con un pañuelo sucio, mientras se quedaba mirando la soleada calle.
—Parece que ahora hace muy buen día —dijo—, y aunque me agrada mucho vuestra compañía, creo que voy a hacer un poco de ejercicio antes de que se ponga el sol.
—¡Oh, señor Cantor! —gimió Mary—. ¿De verdad nos vaa dejar usted ahora que nos estaba haciendo tan felices? Ya habíamos olvidado lo solos que nos sentíamos. Gracias a usted, ¿verdad, Dickie?
Dickie dijo que sí con gran entusiasmo y entonces preguntó:
—¿A dónde pensaba ir usted, señor? Es precisamente la hora en que sacamos a «Mackie» a pasear, así que podríamos ir juntos.
—No creo que pueda ser, Richard —replicó el señor Cantor en seguida—. Creo que iré solo a pasear, muchas gracias.
—¡Oh, señor Cantor! —dijo Mary colocándose a su lado—.¿Va a ir tan solo? ¿De veras no quiere que vayamos con usted?
—No creo que sea conveniente, muchachos. Voy a dar un largo paseo y no me gustaría causaros molestias llevándoos demasiado lejos.
—No se preocupe por eso, señor —le interrumpió Dickie.Nos gustan los largos paseos y no podrá cansarnos. Estamos acostumbrados a andar mucho y «Mackie» siempre viene con nosotros. Aunque es un perrito tan pequeño y tiene las patitas tan cortas, puede hacer mucho camino… Además que tenemos que darle un poco de ejercicio y hoy no lo ha hecho todavía…
—Si no le importa, señor Cantor —prosiguió Mary—, nos gustaría mucho que nos dejara ir con usted… Hemos estado esperando que tuviera un ratito libre para enseñarnos algunos de los lugares tan interesantes de que nos habló el otro día… Claro que si usted quisiera quedarse a solas, nosotros no le molestaríamos, ¿verdad, Dickie?
—No nos cruzaríamos en su camino para nada —insistió su hermano gemelo—; pero nos sentimos tan solos y sería tan bonito ir con usted…
El señor Cantor se apartó de la ventana y se dirigió hacia el fuego y se quedó por un momento mirándolos. «Macbeth», sobre la alfombra, se levantó lentamente, se desperezó, bostezó y muy simpático, meneó el rabo. Parecía saber que se avecinaba un paseo y miró primero a su amo y ama y luego a aquel ser extraño, que parecía gustarle. Hubo un largo silencio, mientras que el señor Cantor miraba a los tres; y por un segundo o dos, Mary, cuya mirada se cruzó con la de él, tuvo la misma sensación extraña de que él era otra cosa de lo que aparentaba, casi como si se tratara de dos diferentes personas. Entonces él sonrió y dijo:
—Muy bien, podéis venir conmigo. Me ayudaréis a explorar y buscaremos puntas de flecha. Pidamos al ama de llaves que nos sirva pronto la comida.
Mary le dio las gracias de un modo muy zalamero, tan zalamero que su hermano por poco no se pone colorado. Fue mientras tenía cogida la mano del señor Cantor y lo estaba mirando con ojos abiertos, cuando a Dickie se le ocurrió otra idea. Puede que el señor Cantor pensara que si les prometía acompañarlos después de comer ellos estarían quietos hasta entonces, mientras él podría irse a su habitación y pensar en algo más. Pero a Dickie le pareció que a toda costa debían de salir ahora juntos antes que cambiara de idea o se les escapara encerrándose en su habitación, porque entonces les sería muy difícil seguirle hasta allí.
—¡Qué bueno es usted —dijo—. La idea nos parece de perlas.
A Dickie le pareció que debía decirlo mejor y se puso colorado cuando vio que su hermana lo miraba asombrada.Y volvió a la carga.
—Lo que quiero decir es que usted es muy amable al querer llevarnos; pero nos gustaría que este paseo fuera la aventura más maravillosa que jamás hemos tenido.
—¿Y bien, Richard? —le preguntó el señor Cantor indulgente—. ¿Qué es lo que podría hacer que este día fuera tan estupendo para ti?
—¡Pues el que nos fuéramos ahora mismo! Mientras hay sol y no hace demasiado frío.
—Debe usted cuidarse, señor Cantor —terció Mary—. Si su resfriado empeora, nunca nos lo perdonaríamos.
—Es mejor salir con el aire fresco cuando se está resfriado —continuó Dickie hablando de prisa—. Mi madre siempre dice eso, al menos que usted tenga fiebre, pero no lo creemos. ¡Vamos, ahora! ¡Por favor, señor! Comeremos en alguna posada. ¿Sabe usted que ya una vez tomé cerveza en una posada? Pero nunca he comido en ninguna.
—¡Pero qué idea más estupenda has tenido, Dickie! —dijo Mary—. Por favor, señor Cantor, ¡hagamos eso! Hay una posada muy bonita en la carretera que lleva a las colinas. Me gustaría entrar allí. Podemos decir que somos viajeros que se nos ha estropeado el coche o que hemos sido robados por un bandido enmascarado, y que hemos salvado la vida gracias a poder llegar a la posada. Nos sentaremos junto al fuego de la chimenea y tomaremos un poco de vino.
El señor Cantor se la quedó mirando sorprendido y entonces volvió a sonreír.
—Esa es una buena idea, Richard —dijo—. Esperadme aquí y estaré listo dentro de cinco minutos. ¿Querrá decir alguno de ustedes que comeremos fuera?
—¿Puedo ir con usted a su habitación y ayudarle a empaquetar lo que sea? —le preguntó Dickie mientras se dirigía hacia la puerta.
—No —dijo el señor Cantor, muy serio—. No puedes. Quedaos aquí.
Dickie se pasó la mano por la cabeza y se dejó caer enel sofá tan pronto como el señor Cantor cerró la puerta tras él.
—¡Caramba! —exclamó—. ¿A que se nos escapa, gemela?… Corre y ve a ver si de verdad va a su habitación. ¡De prisa!
Mary estuvo de vuelta en treinta segundos
—Ha entrado y lo oí cerrar la puerta con llave. ¡Oh, Dickie! ¿Crees que hemos ido demasiado lejos? ¿Crees que los otros pensarán que hemos hecho bien? Lo estamos haciendo todo bien, ¿no es verdad?
—Bueno, no vamos a echar abajo la puerta de su habitación —dijo Dickie de mala gana—. Me gustaría poder hacerlo. Sería divertido… ¿Sabes, gemela? Creo que le hemos caído simpáticos.
—¿Tú crees? —replicó Mary—. Yo no diría tanto. Si yo fuera él te aseguro que no… ¿Crees que se nos habrá escapado por la ventana?… ¡Rápido, Dickie! Sal afuera y vigila su ventana y yo iré a hacerme la remolona en el rellano por si sale y en serio quiere llevarnos con él.
—Ya me estoy hartando de eso antes de empezar —dijoDickie—. Muy bien. Iré. Y tú será mejor que le digas a Agnes lo que él dijo. Ella va a pensar que estamos locos de todos modos y además va a intentar disuadirnos.
Pero el señor Cantor mantuvo su palabra y salió de su habitación tan silenciosamente que cogió a Mary sentada enel último escalón, mirando pensativa hacia el vestíbulo.
—¡Qué susto me ha dado, señor Cantor! Estaba aquí sentada esperándole a usted.
El señor Cantor volvió a parecer sorprendido, pero no dijo nada más que:
—¿Está listo tu hermano? ¿Le habéis dicho eso a Agnes?
Mary se plantó en unos saltos en el vestíbulo delante de él y abrió la puerta de la calle.
—«Mackie» se ha escapado —explicó—. Está muy excitado por todo esto. Le gusta tanto explorar… voy a ir en busca de Dickie.
Cuando los tres, además de «Macbeth», salieron al soleado exterior el reloj de la iglesia estaba tocando las doce. Cruzaron el puente y mientras se encaminaban hacia la colina, el señor Cantor les contó historias de la zona limítrofe de Gales e Inglaterra que es llamada los Welsh Marches. Llevaba puestos sus pantalones bombachos, un sombrero verde de lana que hacía juego y un par de guantes mitones también de lana. Llevaba un pesado bastón de paseo y sus botas estaban claveteadas y hacían un agradable ruido al pisar por la dura carretera. Pronto olvidaron el aspecto divertido que tenía y olvidaron también que era un hombre peligroso y sospechoso y que se les había encomendado la especial tarea de vigilarlo.
El les volvió a explicar lo del bosque de Clun y se detuvo ante una verja para mostrarles cómo las desnudas lomas de algunas de las colinas habían sido repobladas con abetos después de la Gran Guerra, y cómo bajo el sol, parecían de color azulado contrastando con el color verde de los alerces. En un sitio la carretera cortaba una de estas plantaciones forestales y cuando miraron a través de la alambrada vieron centenares de filas con millones de plantones que se perdían en la distancia y que se erguían como soldados pasando revista.
Luego cruzaron otra verja y él les mostró un campo en donde, dijo, años atrás fueron hallados centenares de puntas de flecha Mary quiso quedarse a ver si encontraba una, pero Dickie tenía hambre y quería llegar a la posada.
Cuando finalmente llegaron a «The Plough and Harrow», pudieron comprobar que la descripción que había hecho Mary se ajustaba a la realidad. Desde afuera parecía como si la posada se fuera a caer a pedazos y el viejo letrero crujía agitado por el viento, mientras ellos se quedaron preguntándose si alguna vez habría habido alguien que se hubiera atrevido a entrar allí.
—Ahora que estoy aquí, no me gusta mucho esto —admitió Mary—. ¿Nos dejarán entrar? Yo diría que aquí vive una bruja.
El señor Cantor probó abrir la puerta y ante su sorpresa vio que no estaba cerrada con llave, penetrando en el pasillo con pavimento de piedra. A la derecha vieron arder un fuego a través de una puerta y dando un grito de delicia, Mary se coló dentro y se sentó en un taburete junto a una gran chimenea tan grande como una pequeña habitación, en la que ardía un fuego de leños. El suelo también era depiedra, pulido y gastado por las generaciones de habitantes de Clun que lo habían pisado, y había una gran mesa negra, igual de vieja, apoyada contra la ventana. Una mujer vieja y requetevieja con brillantes ojos negros, que en otra época habrían sido tomados por los de una bruja, apareció en la habitación tras ellos y miró a los niños como si no le hiciera mucha gracia verlos allí. El señor Cantor salió al pasillo con ella y cerró la puerta, y aguzando el oído todo lo que pudieron, los gemelos no alcanzaron a oír nada más que el murmullo de voces.
—¿Qué hacemos? —cuchicheó Dickie—. ¿Crees que está de acuerdo con ella? Debemos salir como sea y oír lo que dicen.
Mary pareció preocupada.
—No podemos hacer eso, Dickie. No seas tonto. Si salimos descubriremos nuestro juego. Te digo, Dickie, que esta aventura está empezando a no gustarme porque está empezando a gustarme él.

—¿Que te gusta?—preguntó su hermano de improviso—.¿Cómo te va a gustar un tío así de animal? ¿Ya has olvidado lo que dijo de Reuben y de Miranda?… ¡Cuidado! Ya vienen. Me gustaría saber de qué han estado hablando.
Debió de haber elevado la voz en la última frase porque el señor Cantor la oyó al abrir la puerta. Y sonrió a Dickie que se agitaba incómodamente mientras le decía:
—Puedo decírtelo, Richard. Le estaba pidiendo algo de comer. Esa buena mujer ha prometido hallarnos algo de fiambre y una taza de té.
—No me gusta su aspecto —dijo Mary—. Parece una bruja. Apuesto a que nos hechiza para que no podamos movernos de aquí y sólo un príncipe de cuento de hadas pueda venir a rescatarme. ¿Acaso es usted un príncipe disfrazado, señor Cantor?
Su anfitrión pareció sorprendido ante esta pregunta y dejó caer la pipa que estaba llenando. Dickie se apresuró a recogerla, pero Mary se fijó en la extraña mirada que puso ante su inocente observación.
Se sentaron y formaron un extraño trío junto al fuego, gozando de su almuerzo frío. «Mackie» también recibió su parte y luego se echó con la nariz apoyada en las patas, mientras que Mary y Dickie se tomaban un té caliente, muy cargado, y el señor Cantor fumaba una pipa. Las llamas arrancaron reflejos a los cristales de sus gafas y él se volvió para contestar a Dickie que le preguntó:
—¿Podremos ir hasta la zanja de Offa esta tarde? ¿Querrá usted enseñárnosla por favor?
—¿Por qué no? Si no estáis muy cansados. Bueno, no creo que estéis muy cansados, pero sí vuestro perrito que tiene tan extraño nombre. Parece que le gusta este fuego.
—¡Oh, no! —contestó Mary— También le gustará ir a lazanja de Offa.
Así que poco después dijeron adiós a la «bruja», que ahora sonrió a los gemelos e hizo una especie de reverencia al señor Cantor, quien le dijo algo en voz baja y deslizó un trozo de papel en su mano. Dickie y Mary se estuvieron muy quietecitos al salir, porque le vieron hacer esto y no les gustó nada. Empezaron a darse cuenta de que no habían logrado descubrir mucho acerca de su víctima, que era más lista de lo que pensaron. Era terrible esto de no saber ya qué hacer, pues debido a su determinación de no perderlo de vista, no podían discutir el problema.
Aunque él siguió charlando mientras caminaba, y todo lo que decía era interesante, los dos se fijaron en que el señor Cantor los miraba ya de un modo muy significativo. Cuando hubieron dejado la carretera e iban por un sendero que cruzaba una pelada colina, Mary le interrumpió para preguntarle:
—¿Qué es lo que está usted mirando, señor Cantor? No hace más que mirar el suelo mientras habla.
—Busco puntas de flecha, hijita. Mira tú también. ¿No querías una para ti?
—¿No le importa que yo no mire, señor? —preguntó Dickie—. No podemos ir todos mirando al suelo, pues si no, no vamos a llegar a ninguna parte.
Poco después llegaron a la cima de aquella colina y se detuvieron bajo dos abetos.
—Ahora —dijo el señor Cantor—, si he seguido el camino que señalaba el mapa, desde aquí debemos ver ya la zanja.
—Ya la veo —repuso Mary—. Es muy grande. ¡Mira, Dickie!
Al norte y al sur de ellos, hasta perderse de vista, se alargaba la forma de una pared de tierra con una profunda zanja hacia la parte de Gales y que fue construida por un ejército de esclavos hacía ya mil años.
—Fijaos cómo sube y baja las colinas, pero se mantiene derecha —dijo Dickie—. Vayamos y pasemos por ella. Usted nos prometió que podríamos hacerlo, señor Cantor.
Y se echó a correr colina abajo con Mary y «Macbeth» pegados a sus talones. Se esforzaron para cruzar a través de la masa de helechos secos y se arañaron las rodillas entre los brezos y finalmente se dieron cuenta que el señor Cantor ya no estaba con ellos.
—Puede que lo veamos cuando subamos allí a lo alto —dijo Mary sofocada mientras se esforzaba por subir el terraplén. Pero al llegar a la cima y mirar hacia atrás, vio los dos abetos pero ni rastro de su guía.
—Ha desaparecido, Mary. ¿Crees que nos ha engañado?¿Dónde puede haberse metido?
Mary estaba todavía recobrando el aliento y antes de que pudiera contestar, «Macbeth» empezó a ladrar desde algún sitio por debajo de donde estaban ellos.
—¡Ven aquí, «Mackie»! —le ordenó Dickie—. Ya sabes que eres incapaz de cazar un conejo. ¡Ven aquí!
Pero «Mackie», que estaba en medio de la zanja, volvióa ladrar una y otra vez, y Mary dijo:
—No creo que sea un conejo, Dickie. Por lo general los persigue y luego vuelve con el rabo agachado como un tonto. Parece que ha encontrado algo. Vamos a ver qué es.
—Aquí se está mejor —se quejó Dickie— No te preocupesde él, Mary. Ya vendrá en busca nuestra… Me gustaría saber a dónde se ha ido ese viejo Cantor. Él es mucho más importante.
—¿Y por qué es ese viejo Cantor tan importante? ¿Me lo puedes decir? —dijo una voz tras de ellos, y ambos se pusieron colorados de vergüenza cuando se volvieron a su compañero, que debía haber subido por el otro lado del terraplén, mientras que ellos estaban llamando a «Macbeth». Se quedó parado, mirándolos muy serio y ambos convinieron después en que se había portado de un modo muy correcto a pesar de la grosería de Dickie. Mary empezó a inventar una especie de torpe excusa y entonces el perro empezó a ladrar otra vez y el señor Cantor salvó la situación diciendo:
—No tiene importancia, Mary. ¿Qué es lo que ha encontrado vuestro perro? Parece excitado.
Su voz sonaba de otra manera. Firme, más definida y ya no parecía tanto la voz del caballero de cierta edad que ellos creyeron conocer.
Dickie empezó a excusarse.
—Lo siento mucho, señor. He sido un mal educado…
—Está bien, Dickie —y por primera vez dijo Dickie y no Richard—. No tiene importancia. Bajad corriendo a ver qué es lo que le ha pasado a vuestro perro.
Los gemelos se miraron el uno al otro y obedecieron sin proferir palabra.
Este lado del terraplén era muy empinado y agujereado por las madrigueras de los conejos, y en la zanja, los helechos secos se elevaban hasta la altura de sus cabezas. «Mackie» seguía ladrando y cuando ellos se volvieron en su dirección, Mary dijo de repente:
—Mira, Dickie. ¡Qué gracioso! Hay por aquí una senda…parece que ha sido muy utilizada. Es muy llana.
—¿Y por qué ha de haber aquí una senda? —preguntó Dickie—. A lo mejor «Mackie» ha encontrado algo… Oye, Mary. El señor Cantor… ¿El señor Cantor sigue todavía allí? —y esta vez dijo «señor Cantor» con tono respetuoso—. No miremos los dos; mira, tú.
Mary volvió la mirada con disimulo:
—Sí, que está. Está de pie y quieto, observándonos. Le haré una señal con la mano.
—¡Buscad al perro! —les contestó una voz desde lo alto.«Macbeth» volvió a ladrar en contestación a la llamada de Mary, así que se apresuraron por el pequeño sendero quedaba vueltas y revueltas entre los helechos y los brezos. De repente, «Mackie» salió a su encuentro, dio saltos, les lamió las rodillas y les apremió a seguirle. Unos pocos metros más allá pudieron ver el desagradable descubrimiento que había hecho y que era una oveja muerta, que yacía a un lado de la senda.
Mary retrocedió y se tapó la nariz disgustada, mientras que «Macbeth» se sentó y esperó los elogios que creyó tenía merecidos.
—Parece muerta, gemelo —dijo Mary, al final.
—Y no hace mucho que murió —replicó Dickie con aire de duda—. No me gusta nada de esto.
—Tiene las letras A. D. pintadas muy grandes en un costado —añadió Mary—. ¡Pobrecilla! ¿De qué habrá muerto?¿Estaría enferma? ¡«Mackie», cariño! ¡Por eso armabas tanto jaleo! ¡Vamos, Dickie! Volvamos. No me gusta esto.
—Muy bien —le contestó su hermano midiendo las palabras—. A mí tampoco me gusta… ¡Espera un momento,Mary! Creo que «Mackie» está interesado en algo más. No hace más que andar inquieto. Parece como si alguien hubiera andado por aquí. Todo está muy pisoteado. ¿Seguimos explorando un poco más este sendero?
Mary sintió un escalofrío.
—No. Volvamos en busca del señor Cantor. No me gusta este sitio y odio el viento y además está apretando el frío. Estoy tiritando.
Antes de que Dickie pudiera contestar, el señor Cantor los llamó.
—¿Qué es lo que habéis encontrado, muchachos? ¿Qué pasa con el perro?
Dickie se volvió y contestó:
—Todo va bien. Ya volvemos. Era una oveja muerta.
Su clara voz llegó lejos, porque el señor Cantor oyó su respuesta y le contestó:
—Quedaos donde estáis. Ya bajo.
Pero Dickie se sentía incómodo y confundido. «Macbeth» también estaba muy inquieto, y aunque volvió cuando lo llamaron, no se estuvo quieto y no hacía más que olfatear a lo largo del sendero como si hubiera algo más que él tenía que descubrir. Y justamente en aquel momento, cuando estaban en medio de la Zanja de Offa junto a la oveja muerta, con un desagradable viento del este silbando en su torno, esperando al señor Cantor, fue cuando hicieron el descubrimiento.
Bien porque el viento cambiara un poco de dirección o porque soplara un poco más fuerte, lo cierto es que de repente «Macbeth», que acababa de volver de una de sus cortas escapadas y estaba jadeando con la lengua fuera a los pies de Mary, levantó la cabeza, gimió suavemente y soltó un ladrido.
Dickie se lo quedó mirando interesado.
—¡Ha oído algo que nosotros no podemos oír, Mary,¿Qué será ello? ¡Escucha!
Se detuvieron quietos. Sobre ellos un viento desagradable agitaba la espesura de helechos y estremecía las hojas secas. Una y otra vez vino el ruido que hacía el señor Cantor al bajar hacia la zanja y el que hicieron dos grandes pajarracos negros al pasar sobre sus cabezas. Los dientes de Mary castañetearon, «Macbeth» volvió a gemir y entonces oyeron lo qué él había oído. Débil, lejano al parecer, el viento les trajo el sonido de unos balidos de ovejas. Se miraron el uno al otro sin decir palabra mientras «Mackie» volvió a ladrar y echaba a correr sendero abajo. Entonces los llamó el señor Cantor, Mary le contestó con voz algo temblona y Dickie dijo con la boca torcida
—¿Qué hacemos, Mary? ¿Se lo decimos? Debemos seguir a «Mackie» y traerlo.
El señor Cantor llegó jadeante cuando los alcanzó. Su sombrero de lana verde lo llevaba echado hacia atrás y sus piernas parecían más delgadas bajo los pantalones bombachos pasados de moda. Cuando vio la oveja se quitó lasgafas y la miró muy cuidadosamente.
—¿Así que esto es lo que encontró vuestro perro? ¿Dónde está ahora?
—Se ha ido corriendo sendero abajo —contestó Mary—.Está nervioso. A lo mejor ha encontrado algo más.
—Vamos a ver —dijo el señor Cantor con una voz que derepente pareció distinta a la que usaba en Keep View y ambos se volvieron obedientes cuando él puso una mano sobre sus hombros.
Anduvieron un paso o dos delante de él por aquel desconocido sendero, pero se detuvieron cuando les preguntó de repente
—¿Cómo se llama ese hombre…, ese granjero amigo vuestro al que fuisteis a avisar la pasada noche?
—Alan Denton —respondió Dickie.
—¡Ah, sí! Desde luego. A. D.
Y fue entonces cuando ambos se dieron cuenta de que la oveja muerta era probablemente una de las robadas a Alan, cuando ocurrieron varias cosas a la vez. Primero, «Mackie» vino dando saltos por el sendero y, tan pronto como vio que lo iban siguiendo, se volvió y siguió corriendo adelante antes de que Mary pudiera cogerlo. Cuando se adelantó para agarrarlo, tropezó y cayó sobre los helechos a un lado del sendero. No se hizo daño, pero cuando Dickie le alargó una mano para ayudarla a subir, se detuvo a mitad del camino para coger algo del suelo: una colilla de cigarrillo.
—Aquí ha estado alguien… —empezó a decir; antes deque pudiera decir nada más, todos oyeron y esta vez muy claramente los balidos de ovejas, seguidos por los excitados ladridos de «Mackie».
El señor Cantor alzó la cabeza, hizo una mueca al tratar de sonreír, se volvió a quitar las gafas y se la metió en un bolsillo.
—¡Rápido, chicos! —dijo bruscamente—. Encontradme ese maravilloso perro y las ovejas que él ha encontrado…¡Vamos! No os quedéis aquí mirándome con la boca abierta… O dejadme que vaya delante. Creo que será lo mejor.
Los dos se lo quedaron mirando asombrados, porque de repente el señor Cantor que ellos habían conocido desapareció y un extraño ocupó su lugar de un modo algo milagroso. No tuvieron tiempo de decidir si les gustaba más este extraño o no, que parecía tener un carácter muy enérgico y por el modo como dijo «¡rápido, chicos!», les convenció de que lo decía en serio. Así que dejaron de mirarlo y se echaron a correr sendero adelante, de modo que fueron los primeros de enterarse del nuevo descubrimiento de «Macbeth».
La zanja tenía aquí lados muy empinados y se estrechaba como si ellos estuvieran atravesando un túnel. Dickie olfateó mientras corría y olió a ovejas, y entonces dobló una esquina muy pronunciada y se dio cuenta de que una vez más habían hecho algo que valía la pena para el Club del Pino Solitario.
Se pararon en seco al borde de un círculo de hierba que había sido pisoteado y ensuciado por las ovejas. En el extremo opuesto de aquel claro, «Macbeth» se había detenido delante de una valla tejida con helechos y brezos y ladrando furiosamente.
Siempre le habían disgustado las ovejas y las perseguía siempre que podía y ahora todo era, al otro lado de la valla ruido y olor de ovejas y eso le había puesto enfadado.
El señor Cantor alcanzó a los gemelos y se paró mirando, mientras que Mary se adelantaba y cogía en sus brazos al perrito protestón.
—¡Mirad! —dijo por encima del hombro— ¡Hay millones de ovejas encerradas así! Alguien ha hecho un techado y lo ha cubierto de brezos. Es un sitio disimulado y secreto. ¿No es «Mackie» una monada de perro? Tan inteligente que loha encontrado.
—Lo es —convino el señor Cantor, haciendo una mueca—. Claro que lo es. No me sorprendería que se ganara una medalla. ¡Y vosotros dos también!
—Creo que hemos hallado las ovejas robadas, ¿verdad,señor Cantor? —le preguntó Dickie—. Ha sido una suerte al venir a la zanja de Offa. Creo que debemos volver y contárselo a aquel policía.
—Eso creo yo —dijo el señor Cantor en tono solemne, con un centelleo en sus ojos que fue ahora más visible porque no llevaba las gafas—. Creo que ya es hora de que la policía sepa todo esto. ¡Vamos! Vayamos rápidos.
La siguiente media hora fue una pesadilla para los gemelos. En cinco minutos se hallaron demasiado cansados para protestar y sólo pudieron seguir al señor Cantor mientras éste volvía por el camino por el que habían venido. Subieron a la colina de los dos abetos y aquí Mary se quejó de que le dolía el pie y no podía seguir.
—¿Por qué corremos de esta manera? —preguntó sin aliento mientras se apretaba con una mano un costado.
—Escuchad, muchachos —replicó el sorprendente nuevo señor Cantor—. Hemos venido a dar con algo importante y tengo prisa. Está oscureciendo y no quiero dejaros solos aquí. Tengo que llegar rápido a un teléfono. ¿No podéis aguantarlo un poco más? Os habéis portado muy bien y estoy orgulloso de vosotros, pero tengo prisa… A vosotros no os gustaría que os dejara algún tiempo aquí, ¿verdadque no?
—No podría. Nosotros le seguiríamos —dijo Dickie apretando los dientes—. ¿A qué estamos esperando?
Mientras siguieron al señor Cantor, Mary murmuró:
—Esto es terrible, Dickie. Estoy molida y ya no sé ni por dónde voy. ¿Quién crees que es? ¿Lo habremos hecho bien?
—Pero la cosa es que no lo hemos dejado ni un momento—replicó Dickie. Hemos mantenido nuestra palabra. Si no, no tendríamos nada que contarles. Además, es casi de noche y tenemos que volver a casa.
El señor Cantor iba muy de prisa y pronto se hizo evidente que no era tan viejo como había pretendido ser en Keep View. ¡Lo cierto es que no era nada de lo que había pretendido ser! Finalmente llegaron a la carretera y se volvieron en dirección a Clun, y al cabo de unos minutos oyeron un auto que venía en su dirección.
—Poneos uno a cada lado de la carretera y haced señas con las manos —ordenó el señor Cantor—. Tenemos que pararlo.
El auto, que era un turismo negro corriente, se detuvo ante su señal y el señor Cantor se adelantó.
—Lo siento —dijo—. Muchas gracias por detenerse. Lléveme a mí y a estos niños a Clun todo lo rápido que pueda, por favor.
El hombre que iba en el asiento del conductor miró sorprendido por el tono de voz y ya iba a protestar, cuando el señor Cantor se llevó una mano a la cartera y sacó algo que los muchachos no pudieron ver. Pero le oyeron decir «Policía» y «de prisa», antes de que fueran empujados hacia el asiento trasero y el señor Cantor se sentara junto al chofer.
—¡Canastos! —murmuró Dickie—. ¿Has oído eso? ¡Es un detective! Uno de verdad. ¡Nunca me había encontrado con uno antes! Mary, ¿qué crees que nos hará por haber hecho el tonto con él esta mañana?
—Nos tiene en su poder —murmuró Mary mientras apoyaba la cabeza sobre el asiento—, pero ahora estoy tan cansada que no me importa lo que haga, aunque pienso que al fin y al cabo ha resultado ser una buena persona… Me gusta correr de esta manera, Dickie. ¡Es estupendo! Ya hemos llegado al puente… ¡Escucha! Se detiene ante la comisaría de policía, así que es verdad lo que dijo.
Se vieron en la acera y el señor Cantor, que ahora se había puesto otra vez sus gafas, habló cordial con la voz de antes:
—Os estoy muy agradecido a los dos, por la tarde tan interesante e instructiva. Muchas gracias por vuestra compañía. Os volveré a ver pronto, sin duda; pero ahora debo cumplir con la promesa que hice al agente esta mañana. Buenas tardes y gracias, señor, por su amabilidad —añadió dirigiéndose al confundido chofer del coche, que se alejó de allí a toda prisa antes de que le ocurriera algo inesperado.
Los gemelos observaron cómo se cerraba la puerta de la comisaría tras el señor Cantor y luego se miraron el uno al otro triunfantes.
—¡Ha merecido la pena! —exclamó Dickie—. ¡Piensa en la cara que pondrá Jon cuando se entere de que el señor Cantor es un policía!
—¡Piensa en la cara que pondrán cuando se enteren de lo que hemos descubierto! —agregó Mary.
—¡Pienso en lo furiosos que se pondrán cuando sepan que fuimos «Mackie» y nosotros los que hallamos el sitio donde esconden las ovejas!… ¡Oh, Mary! ¡Qué día más maravilloso hemos tenido!…
—Pero aún no ha terminado, Dickie…, subamos a las ruinas del castillo… Ya está muy oscuro, así que es hora dereunirse con los otros. ¡Vamos! Ahora tendrás que andar,«Mackie». Yo no puedo llevarte más.
Siguieron penosamente colina arriba en el crepúsculo,mientras silbaba un viento frío e implacable sobre las ruinas del castillo. Por dos veces Dickie trató de silbar el canto del avefría, pero la señal le salió apagada y no obtuvieron respuesta de las prominentes siluetas de aquellas arruinadas piedras que se erguían sobre ellos.
«Macbeth» iba saltando delante de ellos ladrando gozoso y ellos oyeron un salado de bienvenida que sonó como si fuera de Jenny. Dos minutos después hallaron a las tres chicas, agachadas detrás de un gran contrafuerte, pero caliente y resguardadas del viento.
—¿Y bien? —preguntaron simultáneamente ambas partes cuando estuvieron lo bastante cerca, y entonces Dickie hizo una mueca y dijo:
—¿Dónde se han escondido los otros? No hagáis el tonto, chicas, porque estamos muy cansados y tenemos que contaros la historia más terrible que podáis imaginaros… Pero hemos de esperar a los otros.
Esperaron tras su contrafuerte mientras que un agrio sol se ocultaba al oeste tras el horizonte. El frío aumentó y encendieron una pequeña hoguera, con ramas secas, para calentarse. Las chicas pronto se dieron cuenta de que los gemelos tenían un secreto, pero no lograron persuadirles aque se lo contaran antes de que vinieran los muchachos.
—No —contestó Dickie gozándose—. Aún no os lo vamosa contar. Esto no es una reunión completa hasta que todos los miembros estén aquí, así que debemos esperar.
—Os quedaréis muy sorprendidos —añadió Mary; pero todo lo que Peter dijo mientras miraba su reloj junto a latemblorosa luz de las llamas fue:
—Estoy preocupada. Ya se han retrasado una hora y ahora ya es de noche y hace mucho frío. ¿Qué hacemos?…Me gustaría que vinieran.