Capítulo 13

I

Oskar Waffen tenía veintinueve años cuando fue condenado a prisión por violar a una menor en su ciudad natal, Würzburg. Las pruebas en su contra fueron aplastantes: la niña lo señaló con el dedo y se hizo pis de miedo en el estrado el día en que testificó en su contra. En aquel momento, él se juró solemnemente que no volvería a dejar a ninguna de sus futuras víctimas con vida. Y lo cumplió.

En mil novecientos treinta y nueve, un antiguo compañero de juegos, ahora alto cargo del partido nacionalsocialista, intermedió a su favor y logró que lo dejaran en libertad. Poco después, Waffen, al mando de una unidad militar compuesta en su mayoría por criminales convictos que, como él, habían obtenido una segunda oportunidad gracias a la guerra, hacía su entrada triunfal en Polonia dejando tras de sí un reguero de unos trece mil civiles asesinados a sangre fría. Aquella matanza le valió la Cruz de Hierro y los tres días de permiso que utilizó para casarse con su novia, Angela Berger, y concebir a la mayor de sus dos hijos, Frida, una niña tímida y asustadiza que se escondía detrás de las faldas de su madre cada vez que veía a un hombre de uniforme, no fuera a ser el bestia de su padre. Un año después, al tiempo que le era concedida la Cruz de Oro, Oskar Waffen presumía orgulloso de su segundo hijo, Hansel, un magnífico exponente de la raza aria: rubio, de ojos claros, con la misma frente ancha y la barbilla tan cuadrada como la de su padre. Sólo le faltaba el bigotito bajo la prominente nariz para que la criatura fuera un calco exacto de su progenitor.

A principios de mil novecientos cuarenta y cuatro, la familia Waffen se instaló en una casa de tres alturas que estaba rodeada por un viñedo muy frondoso. Un caminillo de tierra cruzaba los cultivos y llegaba hasta el río, donde habían construido un pequeño embarcadero. En las calurosas tardes de verano, Angela y los niños disfrutaban de bucólicos paseos en un botecito de remos, meriendas a la sombra de los álamos y la música de un flautín que siempre llevaba consigo el barquero.

Se llamaba Bartek el espigado muchacho que se ocupaba de hacerle la vida más cómoda a la señora Waffen. Era fuerte, ágil, amable y dicharachero, aunque tenía algo en las profundidades de sus ojos azules que contagiaba un frío extraño a quien los contemplaba con detenimiento. Había cumplido veintiún años cuando Angela lo contrató y, a pesar de las continuas alusiones que le lanzaba el oficial Waffen a su reciente mayoría de edad —«¿Cuándo piensa alistarse, joven?»—, daba la impresión de que a Bartek Solidej la guerra europea le traía sin cuidado.

El muchacho estaba mucho más interesado en cortejar a la joven niñera de la familia, una delicada criatura, descendiente de una de las dinastías de mayor abolengo de la ciudad, que se había visto en la necesidad de buscarse un trabajo —cualquiera— para poder llevar a su casa algo de dinero.

—Son tiempos difíciles, señora Waffen —le había explicado la chica a su jefa con lágrimas en los ojos—. Mi padre y mis hermanos están en el frente y mi madre no sabe qué hacer para salir adelante.

—¿Puedo ver su diploma?

—Claro, señora Waffen. Enfermera diplomada. Ahí lo pone.

—¿Experiencia?

—Tengo cuatro hermanas pequeñas. Me vuelven loca los niños.

Pero ahora eran los niños grandes los que realmente la estaban desquiciando. No había día que salieran a pasear por la orilla del río que no recibiera algún piropo de alguno de sus admiradores. Y ella, zalamera, los encajaba con una satisfacción mal disimulada y un falso rubor que se pintaba en ambas mejillas con polvos del desierto.

Era linda Greta von Schónborn. Tenía dieciocho años, una melena rubia y ondulada, un cuerpo hecho a mano, las piernas firmes, los ojos de almendra y la piel de melocotón. A Bartek le entraba un hambre atroz sólo con verla.

La espiaba a todas horas. Ella notaba sus ojos rondándole como abejorros desde detrás de un seto, o escondidos entre las parras, o vigilantes en lo alto de las ramas de los abetos. A veces, cuando estaba en la nursery atendiendo a los niños, percibía claramente que alguien escuchaba los cuentos que ella relataba, tarareaba las canciones que cantaba y reía las gracias de Frida y Hansel con la misma frescura que la de su propia boca.

Llevaba un uniforme gris con delantal y cofia, el pelo recogido en un moño bajo, las piernas contenidas por unas medias blancas, los pies dentro de unos zuecos que sonaban como castañuelas al caminar y las caderas como dos maracas que se agitaban de un lado a otro con cada paso que daba.

La pequeña Frida la quería más que a su propia madre. Reclamaba sus brazos y sus caricias como un cachorrito abandonado ávido de cariño y atenciones, ya que las diferencias que los Waffen habían establecido entre sus dos hijos eran muy notables. Mientras que a Hansel se le aplaudían todas sus ocurrencias —era un bebé encantador que a los diez meses ya gateaba y nada más cumplir un año había echado a andar—, a Frida se la trataba como si fuera parte del mobiliario de la casa. Por las mañanas, Greta la vestía con unos delicados delantalillos tiroleses y le hacía dos trencitas muy tiesas, la embadurnaba de polvos de talco y colonia y le llenaba la cara de besos. Luego la acompañaba al comedor, donde Oskar y Angela tomaban el desayuno.

—La princesa Frida ya está lista —solía decir Greta con intención—, vean qué bonita está hoy.

Pero ellos apenas levantaban la vista del periódico o del café para mirar a la niña de arriba abajo con aprobación y luego preguntar por Hansel.

La verdad es que el bebé era precioso: redondito y simpático, con grandes hoyuelos en los mofletes y en las rodillas, con las piernas tan blanditas que daban ganas de mordérselas, con unos pies que parecían bizcochos de azúcar, y unas manitas regordetas, y unos ojillos traviesos, y una risa contagiosa, y una ternura que se desparramaba en cuanto se quedaba dormido en los brazos de Greta.

Ella se ocupaba de bañarlo, vestirlo, alimentarlo y pasearlo. Era muy estricta con las horas, la higiene, la dieta y la disciplina. Verdaderamente era una suerte para los Waffen haber dado con una chica tan eficaz y cariñosa como la joven Von Schónborn, porque, además de discreta, responsable y educada, Greta era incuestionablemente alemana.

En cambio, aquel Solidej que tenía nombre de infiel era un elemento de dudosa procedencia. Aunque sus referencias eran intachables y su partida de nacimiento lo certificaba como natural de Munich, su acento, sus modos y su falta de inclinación hacia el noble arte de la guerra le hacían antipático a los ojos de Oskar Waffen, que sólo lo mantenía a su servicio por la insistencia de su mujer.

—Es muy atento. Los niños lo adoran, Oskar. Me hace mucha falta —solía decirle Angela a su esposo cuando venía a casa de permiso—. Además, con los tiempos que corren, es bueno contar con un hombre joven en la casa. Tú siempre estás fuera y a veces tengo miedo de quedarme sola, sin nadie que nos defienda si ocurre cualquier cosa.

—Puedo hacer venir a un regimiento si tú quieres —le respondía él.

Y ella reía a carcajadas, aunque, en el fondo de su corazón, sabía que Oskar lo decía de veras, que, con sólo levantar el dedo índice, su marido podía desencadenar otra guerra, otra matanza, otra debacle, pero ¿qué más le daba a ella si su vida en Würzburg era tan bucólica que parecía un cuadro de Van Eyck? ¿Cómo pensar en lo que había más allá del marco de oro?

Entonces, Oskar Waffen cayó herido de gravedad en el campo de batalla y aquella escena pastoril se rasgó de arriba abajo en un abrir y cerrar de ojos.

El quince de febrero de mil novecientos cuarenta y cinco, el oficial Waffen fue enviado a la retaguardia con una pierna carcomida por la metralla, un vendaje que le daba la vuelta a la cabeza y una crisis nerviosa que le hacía estallar de ira cada vez que en su casa se cerraba una puerta de golpe. Aunque él jamás lo habría reconocido, el motivo de su desánimo no era otro que la pésima marcha de la guerra. El ejército alemán estaba siendo derrotado en la gélida Siberia, los aliados se defendían con uñas y dientes, y los norteamericanos, quién les habría dado vela en este entierro, vaya usted a saber, se habían implicado hasta el cuello en este juego sangriento. Para colmo, a él, a Oskar Waffen, pieza fundamental en todo el asunto, no le quedaba más remedio que quedarse en casa, inválido y cada día más decepcionado.

Desplegó un mapa de Europa sobre la mesa del comedor y lo llenó de chinchetas de colores. Se obsesionó con la radio, los télex, las frecuentes llamadas de teléfono y los telegramas que recibía constantemente de Berlín. Iba apuntando en el plano, como si se tratara del tablero del Risk, hasta el más mínimo movimiento de tropas y artillería, hoy un poquito más adelante, mañana un pasito atrás, y se mesaba la barba, que dejó de recortarse, y se retorcía el uniforme, que jamás se quitaba, porque se le había adherido al cuerpo como una segunda piel. De serpiente.

Cuando llevaba más o menos un mes en el loquero en el que había convertido su casa, se le empezaron a torcer los ojos. Con el derecho miraba al techo y con el izquierdo a la puerta, como un camaleón vestido de camuflaje. Decía que había espías por todas partes. Pero también, a veces, se le iban los dos detrás de Greta, de sus andares suaves y su atuendo de enfermera.

—Venga a curarme la pierna, señorita Von Schónborn —le exigía con una autoridad en la voz que nadie se atrevía a discutirle.

Y ella, solícita, se tragaba las náuseas como podía cuando le cambiaba los vendajes.

Hasta que una mañana la llamó a gritos desde el comedor. Greta acudió a toda prisa, creyendo que algo terrible le había ocurrido a alguno de los niños, pero cuando entró en aquel lugar, supo que Hansel y Frida estaban a salvo. La única que corría un peligro atroz era ella misma.

Oskar Waffen había perdido los papeles. Los había lanzado al techo y ahora caían como una lluvia seca sobre su cabeza revuelta. El suelo estaba cubierto de chinchetas, los cristales rotos, las ventanas desencajadas y la lámpara se columpiaba de lado a lado, como un péndulo tejido de cristales de Bohemia.

El oficial tenía el uniforme hecho jirones, la mirada perdida, la risa floja, las uñas largas. La agarró por la cintura y la atrajo con fuerza hacia su boca. Greta intentó zafarse y gritar, pero la lengua de él, áspera como la lija, la estaba ahogando entre babas y lametazos. Sus manos se escurrieron hacia el centro de sus piernas, sus dedos agarrotados le rasgaron la falda, le agujerearon las medias blancas, se le clavaron en la piel y dibujaron caminos de dolor por toda su geografía.

Greta comenzó a llorar porque no supo qué otra cosa hacer. Su cuerpo había dejado de pertenecerle. Ahora era un saco de arena y Waffen un boxeador que lo golpeaba a placer, por placer.

Entonces ocurrió algo que le devolvió el color al mundo.

Bartek Solidej, armado con un remo de madera, entró por una de las ventanas rotas, se situó tras el agresor, levantó ambos brazos por encima de la cabeza y descargó toda la fuerza de sus veinte años sobre los hombros de Oskar Waffen, oficial de la SS, Cruz de Hierro, Cruz de Oro, Cruz Gamada, sin importarle las consecuencias de sus actos ni la suerte de aquel loco a quien la guerra, qué ironía, había transformado en un héroe nacional.

Cayó el violador sobre los cristales y las chinchetas con la clavícula rota y los pantalones mojados.

Bartek tomó a Greta en brazos y la sacó de allí por la misma ventana por la que había entrado. No la dejó en el suelo hasta que ya los viñedos se perdieron en el horizonte como un mal sueño, lejos, muy lejos del cuadro de Van Eyck; más bien, al otro lado del marco.

Después de aquello, los bosques que rodeaban la ciudad se convirtieron por un tiempo en el escondite perfecto para los dos jóvenes. Sabían que su situación se había vuelto delicada. Ahora eran dos forajidos que sólo se tenían el uno al otro. Mano sobre mano, piel con piel, las estrellas y los árboles.

Pero Greta era una chica decente. Cuando Bartek le declaró su amor, la misma noche del rescate, y le prometió un mundo hecho a su medida, de almendras y miel, de noches claras, de horizontes anchos y de paz, sobre todo de paz, ella aceptó el compromiso sin pensárselo dos veces. Además, no hubiera sido correcto compartir techo con un hombre soltero sin la bendición del cielo, aunque no hubiera más que sol, luna y nubes sobre sus cabezas.

Bajaron al centro a la hora de misa, se colaron por la puerta de la sacristía de la Marienkapelle y le rogaron al párroco que los casara allí mismo, con lo puesto y cuatro testigos que resultaron ser las dos mujeres que ayudaban en las tareas de limpieza de la iglesia, el capellán y un mendigo. A ninguno le extrañó demasiado aquel negocio. La guerra es tiempo de prodigios.

Después, Bartek cobijó a su esposa en sus brazos y la llevó de vuelta al monte.

—No desesperes, mi amor, que no estaremos aquí durante mucho tiempo —le aseguró, misterioso.

Cuando al día siguiente comenzó el bombardeo, Greta recordó esta frase y en el fondo de su corazón, inevitablemente, anidó para siempre la sospecha de que Bartek le había mencionado aquello con conocimiento de causa.

II

El dieciséis de marzo de mil novecientos cuarenta y cinco, nada más amanecer, el cielo se cubrió de pronto de sombras. Hacía un frío extraño, no físico, sino de almas. Un frío espectral. Una sirena comenzó a sonar, en la calle mayor y algunas personas salieron de sus casas con los pijamas desabrochados y los pies descalzos en busca de un refugio seguro. Los que no alcanzaron a tiempo el bunker se cobijaron en la iglesia. Las campanas doblaron, rogaron, «tengan ustedes piedad, aquí hay niños y ancianos, familias enteras, gentes de paz». Pero no las escuchó ni la niebla.

En diecisiete minutos, ni uno más ni uno menos, cayeron doscientas veinticinco bombas Lancaster sobre los tejados de Würzburg. El olor a carne quemada alcanzó el bosque enseguida.

—Ingleses —afirmó Bartek sin perder la calma.

Greta, en cambio, sintió que la tierra había dejado de soportar el peso de sus piernas. Se hundió hasta las rodillas en la maleza y enterró su cabeza en el barro, como los avestruces, porque comprendió que aquel estruendo y aquel humo que habían envuelto su ciudad en una nube de gas letal no eran sino la cara sonriente y satisfecha de la muerte.

Dijeron los expertos que el noventa por ciento de la ciudad había sido destruida. Ni la torre de la iglesia quedó en pie. Ni la calle mayor, ni el palacio residencial de los príncipes-obispos, ni el hospital, ni el puente, ni los jardines, ni las estatuas, ni aquella tiendita de dulces, ni la escuelita de primaria, ni los soportales de la plaza donde jugaba de niña, ni el mercado de las flores, ni la fuente del ángel sin alas.

Greta bajó del monte corriendo hacia el infierno y encontró un brazo de su madre entre los escombros de su casa en ruinas. Bartek la alcanzó a tiempo, antes de que se desplomara sobre la pira del tejado ardiendo.

—¡¿Tú qué sabías?! —le escupió ella recordando sus palabras de la noche anterior.

—No me culpes de la guerra —le respondió él.

Pero en ese instante Greta puso fin a su matrimonio. El más efímero de la historia. Se prolongó diecisiete años, pero sólo fue real durante una noche de estrellas.

—¡No me toques! —gritó cuando le adivinó las intenciones de abrazarla.

Estaban los dos agachados detrás del muro que hasta esa misma mañana había sido la cuarta pared del salón de los Von Schónborn. Aún colgaba un retrato de un clavo retorcido. Bartek se sentó en el suelo, muy cerquita de Greta. Llevaba la camisa sucia, remangada hasta los codos, el pantalón sujeto por unos tirantes de cuero, las botas desatadas y el pelo revuelto. Si alguna vez, al mirarlo, Greta creyó adivinarle un aura de ángel rubio envolviendo su cuerpo fibroso, ahora sólo sintió hielo cubriendo su piel. Hacía frío cuando Bartek estaba cerca. Un frío sobrenatural, de piedra revestida de musgo.

Habló.

—Oskar Waffen violó y asesinó a mi hermana pequeña.

Greta dejó de llorar.

—Hace seis años —prosiguió Bartek—. Vivíamos en Dzików cuando su batallón arrasó la ciudad. Él estaba al mando de la operación que, supuestamente, se encargaba de sofocar las revueltas antialemanas en Polonia. —Tomó aire—. ¿Qué revueltas, si allí no quedábamos más que niños huérfanos y mujeres hambrientas? —Bartek agarró un puñado de tierra y lo apretó con fuerza entre los dedos—. Waffen entró en la casa de mi madre con otros cuatro hombres. Nos ataron de pies y manos. —Rompió a llorar—. Helga tenía trece años.

Ahora sí lo abrazó su esposa. Se acompasaron sus dolores. Bien pensado, él era un niño casi, ella, una criatura desorientada.

Luego, en el claro del bosque donde pasaron la noche temblando de frío, Bartek Solidej le confesó a Greta que el único horizonte que había perseguido a partir de aquel día fue la destrucción total de Oskar Waffen. Así lo dijo: «Destrucción total», y sonó igual que «solución final» o «efecto colateral». Cosas de venganzas.

Se había unido a la resistencia, a La Rosa Blanca, fundada por un puñado de profesores y estudiantes de la Universidad de Munich, en cuanto supo de la existencia de aquel grupo clandestino de disidentes. Había propuesto él mismo la misión que llevaría a cabo con total precisión: acabar con la vida, la fama, la dignidad y el alma de aquel ser inhumano que tenía las entrañas podridas antes de que los gusanos devoraran su cuerpo ahorrándole injustamente el sufrimiento que le correspondía.

Los rebeldes le proveyeron de documentos e identidades falsos: su nacimiento en la capital de Baviera, su procedencia discreta, sus estudios básicos en una escuela de la ciudad y hasta una familia de cartón piedra para no levantar sospechas. El resto fue sencillo: la señora Waffen se rindió a su flautín y a su sonrisa de espíritu celestial sin presentar batalla y él, de inmediato, se dedicó a la tarea de enviar información cifrada a su base de operaciones. Espiaba desde las copas de los árboles, desde detrás de los setos y de los muros, bajo las ventanas, a través de las cerraduras y de las rendijas abiertas de algunas puertas. Escuchaba las conversaciones telefónicas de Waffen y sus discusiones en voz alta con aquellos militares uniformados que desfilaban por su casa. Interceptaba los telegramas, leía las cartas que debía entregar y escribía otras nuevas que firmaba con aquel nombre aborrecido. Esperaba el momento oportuno para acabar con el monstruo con la misma anticipación gozosa del que aguarda un milagro a sabiendas de que tarde o temprano se hará realidad. Soñaba con estrangularlo él mismo con sus propias manos después de haberle humillado hasta el límite. Lo soñaba de noche y de día, con los ojos abiertos y con los ojos cerrados. Con los puños apretados y las uñas clavándosele en la piel. Con las trenzas rubias y los calcetines blancos de su hermana Helga tiñéndose de sangre en lo más profundo de su memoria.

Y se lo contaba a Greta, temblorosa y aterrorizada en aquel claro del bosque, sin darse cuenta de que por la comisura de sus labios se escapaba una espuma gruesa y por cada poro de su piel se escurría el veneno verde del odio reconcentrado.

—Me das miedo —le dijo ella esa noche y muchas más. Todas las que durmió a su lado.

Durante un tiempo vivieron escondidos en la escombrera en la que se había transformado Würzburg. La confusión que siguió al bombardeo de la RAF, el humo que tardó días en disiparse, el polvo que se asentó primero en la tierra y después en los ánimos de las familias desmembradas y el inevitable trasiego de gentes y máquinas tratando de levantar lo poco que aún conservaba los cimientos permitieron a Bartek y Greta volver a formar parte de aquella ciudad de fantasmas.

Ella se presentó voluntaria ante la Liga de Muchachas Alemanas, la sección femenina de las Juventudes Hitlerianas, blandiendo un diploma de enfermería que tenía las cuatro esquinas abrasadas. La nombraron jefa de equipo porque el resto de las chicas del servicio jamás había visto una herida abierta y la destinaron a un hospital de campaña que habían levantado a las afueras de la ciudad. Cuando leyó la dirección en el papel que le tendía aquella mujer gruesa, perdió el aplomo.

—¿Sabe llegar a la residencia Waffen, señora Solidej? —le preguntó al notar su repentino aturdimiento.

Bartek celebró la coincidencia con grandes aspavientos. Dijo que era cosa del destino. Bailó una polca inventada y maquinó un plan para continuar vigilando a Oskar Waffen a través de los ojos de su mujer.

Cuando Greta regresaba a casa, agotada y triste, con la retina inundada de pus, los oídos rezumando agonía y los huesos blandos de tanto andar de arriba abajo enterrando muertos en el viñedo de los Waffen, aún tenía que encontrar fuerzas para relatarle a su marido hasta el más mínimo movimiento que hubiera registrado en su mente aletargada.

—Hoy vi de lejos a la pequeña Frida. Llevaba su vestidito blanco y sus zapatitos de piel. Estaba sola y tenía las trenzas mal hechas. No sabes las ganas que tuve de salir corriendo a abrazarla, Bartek, es tan frágil esa niña y sus besos son tan tiernos, y cuando duerme, parece una muñequita, con esos ojos rasgados, y esa paz.

—Pero Waffen, ¿qué hacía Waffen? —preguntaba Bartek, a quien el bienestar de aquellos niños le importaba muy poco.

—Me pregunto dónde estará Hansel. Hace días que no lo veo. Temo que esté enfermo, o tal vez le estén saliendo ya los dientes. La última vez que lo tuve en brazos lo noté algo caliente. ¿Sería fiebre?

—¿Y Waffen?

Mientras tanto, Solidej recibía noticias cada vez más alentadoras sobre la marcha de la guerra. La noche en que Berlín se rindió ante el general Zhukov y se confirmó que el Führer se había suicidado en el sucio agujero de su bunker, Bartek le arrancó la ropa a Greta a mordiscos. Después, cuando Eisenhower proclamó oficialmente la derrota total del Tercer Reich en todos los frentes —tierra, mar y aire—, él le succionó el cuello hasta provocarle moratones, y el siete de mayo, al declararse oficialmente el fin de la guerra en Europa con el Acta de Rendición de Alemania, Greta sintió que se le deshacían las entrañas a empujones mientras su marido gritaba de placer y rabia y alegría y alivio, embadurnado de polvo y sudor, con aquel jugo viscoso de la venganza metiéndosele en el cuerpo a través de los poros de la piel, los pliegues de la carne, las membranas de las vísceras y los latidos del corazón.

Envalentonado por la situación, pero aún cauteloso, no fuera a ser que alguien se tomara la justicia por su mano, Bartek salió de su escondrijo y partió hacia Munich con toda la información reunida hasta el momento acerca del asesino Waffen y su familia, mientras Greta se debatía en un mar de dudas sobre si debía o no alertar a Angela Waffen del peligro que corrían los niños.

—Confío en tu silencio —le había advertido su esposo con una amenaza velada bajo el azul de sus ojos de hielo antes de partir hacia el norte.

Pero ella aún notaba las piernas tiernas de Hansel entre sus dedos, los pasitos de Frida en la madera del suelo, el roce de las trenzas sobre su cuello pálido y el cálido abrazo de los niños en su piel.

—No les pasará nada —le aseguraba Bartek.

Y ella recelaba, porque en la guerra, como en el amor, todo vale.

III

La información que poseía Greta le pesaba como una losa de piedra sobre los pulmones. La llegada de Bartek y su ejército vencedor era inminente y ella seguía encerrada en aquel desván, mirando para otro lado, consciente de que Hansel y Frida corrían un peligro cierto y sin hacer nada por evitarlo.

Después de diez días de pesadillas y sudores fríos llegó junio. Y con él, Greta alcanzó el límite de su ansiedad. Se levantó en plena noche, como una enferma sonámbula que va tanteando las paredes porque no encuentra asidero para sus pasos, envolvió en un chal de lana los hombros desnudos, las piernas en unas medias rotas, las manos en unos mitones desparejados, la cabeza en un pañuelo que se anudó bajo la mandíbula temblorosa y salió a la oscuridad de las calles infestadas por el hambre y la desilusión.

De esa guisa subió por la cuesta de los viñedos hasta la casa donde dos niños pequeños, ajenos a la insensatez de sus mayores, dormían un sueño ligero, desapacible y sobresaltado, pero inocente.

Había tomado una determinación. Entraría en la residencia Waffen por el canalón del desagüe y se llevaría a Frida y a Hansel muy lejos de allí. Al claro del bosque que conocía bien. Al menos, hasta que el peligro hubiera pasado.

En su bolsa de enfermera llevaba la cantidad suficiente de cloroformo como para inducirles un sueño de horas a aquellos dos angelitos de alas rotas. Primero, Hansel: algodón empapado, pulso estable, peso ligero. Luego, Frida: boquita abierta, cabeza dúctil, constantes ligeramente alteradas por la droga, algo más grande que su hermano, pero manejable aún entre sus brazos fuertes.

Mientras cargara al niño, dejaría a Frida escondida en los arbustos del camino. Regresaría inmediatamente a por ella igual que una loba que cambia a sus cachorros de carrasca cuando constata que el hombre, el más cruel de las bestias de la tierra, ha descubierto su guarida. La llevaría agarrada del cuello con sus fauces de fiera bien abiertas, ejerciendo la leve presión del animal que muerde sin clavar los dientes, que ama sin alma, que se arriesga por instinto y que, en su naturaleza salvaje, alberga más humanidad que en las entrañas miserables de los seres creados por Dios a su imagen y semejanza.

Allí de pie, frente a la casa del nazi Waffen, Greta Solidej, sin pretenderlo, puso en marcha el mecanismo que, con los años, la convertiría en Greta Bouvier después de pasar por el infierno, la cárcel, el éxodo, la expiación y la gloria.

No fue necesario que se arriesgara a subir trepando por las tuberías de la fachada. Cuando Greta alcanzó la casa, comprobó con extrañeza que el portón de entrada estaba abierto. Alguien había manipulado la cerradura con algún instrumento metálico, así que bastó con empujar la hoja de aquella puerta maciza para colarse dentro, sigilosa como una corriente de aire, conocedora de cada rincón, cada recoveco y cada escondrijo posible de la casa.

El silencio era absoluto. Parecía que la oscuridad y la quietud se hubieran adueñado del espacio y del tiempo.

Había un reloj de pared que golpeaba rítmicamente marcando los segundos. Alguna madera crujía aquí y allá. El viento golpeaba levemente los cristales.

Greta subió los escalones refugiándose en las sombras de las esquinas.

Arriba, nada.

Recorrió los diez o doce metros del pasillo que llevaban a las habitaciones de los niños con una urgencia malsana, casi a zancadas, procurando no hacer ruido al pasar frente a la puerta del dormitorio de los Waffen, donde por fin escuchó un roce de ropas o de pasos sobre alguna alfombra, el primer signo de vida que advertía desde que había entrado en la casa.

La puerta de la habitación de juegos estaba abierta. Los juguetes recogidos. Las ventanas cerradas. La puerta que conducía al dormitorio infantil estaba entornada. La luz apagada.

Greta se asomó al interior del cuarto y permaneció un rato quieta, esperando a que los ojos se acostumbraran a la nueva oscuridad. Poco a poco, fue reconociendo las siluetas de los muebles: los cabeceros tallados pintados a mano, las lamparitas forradas con tela estampada, las cortinas a juego, la mecedora, la cuna, la mesita de noche, el oso de trapo. Después identificó también los dos bultos chiquitos de los niños dormidos.

Se acercó de puntillas. Sacó el algodón. Lo empapó de cloroformo. Empezó por Frida.

El cuerpo de la niña alcanzaba desde la almohada hasta más o menos la mitad del colchón de la cama. Vio la cabecita casi cubierta por la sábana y la manta, sólo se adivinaba su pelo rubio desordenado, escapándose por debajo de la ropa, y una mano pequeña colgando por un lado del colchón.

Levantó las sábanas con sumo cuidado.

Le bastó con un segundo. Giró hacia la cuna y comprobó que Hansel también era un promontorio apenas bajo una manta.

Frida tenía la cara destrozada. Hansel un tiro en la sien.

Para cualquier mortal sin nociones de medicina hubiera resultado evidente que ante aquella escena brutal no había ya nada que hacer, pero Greta, enfermera diplomada, aún tuvo el coraje de buscarles el pulso, golpearles el pecho, insuflarles aire en los pulmoncitos deshechos a través de sus propios labios, de modo que cuando Bartek Solidej entró en la habitación, con la respiración agitada y los ojos a punto de salirse de sus cuencas, contempló el espectáculo aterrador de su esposa empapada en sangre —cara, pecho, brazos, piernas—, como una muerta viviente, ciega a la matanza y tenaz, empeñada en devolverles la vida a los dos niños de su alma.

Bartek empuñaba una pistola pequeña en la mano derecha. Con la izquierda agarraba un maletín de cuero negro. Vestía uniforme claro, dos medallas en la solapa, botones dorados, zapatos relucientes. A Greta le asombró la decisión de abrazarla, a pesar de todo, sin importarle que el blanco de su indumentaria impoluta se tiñera de rojo, probablemente para siempre jamás. Abandonó el pequeño equipaje en el suelo y se lanzó a sostenerla, como ya hiciera una vez, para evitar el desmayo, o la locura, y sólo supo repetir su nombre, «Greta, Greta», antes de decirle al aire:

—No tenías que ver esto, no tenías que verlo.

Ella se dejó caer porque la cabeza se le había escapado del cuerpo. Luego, cuando de nuevo se unió el espíritu a su carne helada, equivocó el motivo de su ira y lo lanzó contra Bartek con golpes y patadas, y gritos y arañazos, llamándolo asesino con la misma rabia que años después escucharía salir de la boca de Bárbara Rivera, borracha como una cuba, desde la rotonda de la mansión Bouvier.

—¡No me toques, salvaje, no te conozco! —balbuceaba sin poder pronunciar apenas las palabras.

Pero él la apretaba aún más fuerte contra su pecho agitado y le acariciaba el pelo sin abandonar la letanía de su nombre, «Greta, Greta», que para ella no era explicación válida ni válido consuelo.

Cuando, agotada, se rindió al fin a las caricias de Bartek y se dejó caer poco a poco sobre la alfombra, escuchó como en sueños el torpe relato de su esposo, extrañamente sereno, que se había sentado en el suelo a su lado y seguía pasándole la mano por la cabeza.

—Hace un par de horas llegué de Berlín con el permiso expreso de partirle las rodillas al canalla de Waffen. Dejé a mis hombres en la cantina. Una docena. Armados y con ganas de revancha. Y me vine solo para acá cargando con la cara del asesino en la memoria tal y como la vi aquel día en Dzików. —Bartek hablaba de frente a la pared, tratando de no volver a posar sus ojos en las manchas de sangre de las sábanas—. Soñaba cada noche con Waffen orinándose de miedo en los pantalones. Cuando lo tuviera delante, le diría: «No te juzgarán por militar, sino por violador, hijo de Satanás». —Algo parecido a una sonrisa asomó a los labios del polaco por un instante. Luego, el gesto se le agrió, la boca convertida en una línea curva—. Pero jamás imaginé el infierno que me esperaba en esta casa. Me extrañó el silencio y la quietud. Nadie en la cocina, ni en el salón, ni en el gabinete. Entonces me asomé al dormitorio de los Waffen y los vi. Muertos los cuatro, Oskar sobre Angela, en su cama de caoba, y los niños acribillados a balazos bajo las sábanas.

Greta levantó unos centímetros la cara del suelo. Se fijó en que Bartek tenía las pupilas vidriosas y supo que decía la verdad.

—Es lo mismo que en Berlín, Greta. Los nazis prefieren la muerte a la vida sin el Führer.

La ciudad en cuyo subsuelo se había suicidado Hitler se había transformado en un mausoleo. Familias enteras aparecían envenenadas en los sofás del salón. Hombres y mujeres se abrazaban sin vida con el mismo disparo atravesándoles las cuatro sienes deshechas. Granadas de mano explotaban en los comedores llevándose por delante ancianos y niños y lámparas de araña. Cuando los militares entraban a patadas en cualquiera de esas casas, los insectos ya se habían apoderado de los cuerpos despedazados. Sólo quedaba revolver en los cajones en busca de armas, joyas y dinero.

Bartek llevaba un anillo delator en el dedo corazón y un reloj de oro asomando por la manga de su chaqueta.

—¿En qué te has convertido, Bartek? ¿En una rata de vertedero? —le echó en cara Greta.

—En un superviviente, amor, lo mismo que tú.

El estruendo de la tropa de desarrapados a las órdenes del oficial Solidej se empezó a escuchar subiendo por el camino de los viñedos. Venían borrachos, cantando himnos militares, con el uniforme desabrochado, la barba de días, las botas sucias. Bartek se levantó de un salto. Agarró a su esposa por los hombros y la zarandeó.

—Toma la pistola y el dinero, Greta von Schónborn, y entiérralos en el bosque. Sal por la puerta de servicio y no mires atrás. Oigas lo que oigas, no vuelvas la cara.

Sorprendentemente, ella obedeció aquella orden sin más. Se levantó del suelo, tomó la pistola, la asesina de niños, entre sus manos blancas, cargó el maletín que contenía —lo supo años más tarde— unos veinticinco mil dólares en marcos alemanes y se lanzó escaleras abajo, tratando de hacer oídos sordos a las últimas palabras de Bartek: «Te quiero», le había dicho, como si todavía fuera posible resucitar el cadáver de aquella pareja que un día confundió el amor con la guerra.

Atravesó el bosque cubierto de bruma en tres zancadas, hasta que llegó al claro presidido por el árbol verde que tenía las raíces a la intemperie. Escarbó con sus propias manos un agujero negro y profundo en el que enterró el maletín y la asesina de niños y los cubrió después con barro y musgo, y luego los apelmazó a saltos, arriba y abajo, los pies entumecidos, el pelo enredado, la boca espumosa y los ojos torcidos.

Se tumbó de espaldas en el suelo sin importarle que el barro se apoderara lentamente de su cabello, de su ropa, de sus huesos blandos, de su cuerpo entero, y así, convertida en una momia, más muerta por dentro que viva por fuera, permaneció horas y horas paralizada, hasta que alguien —nunca preguntó quién— la encontró a punto de ahogarse con el fango, que ya se le empezaba a meter en la boca abierta.

Lo siguiente fue la celda. Las paredes desnudas y las cinchas de cuero. Una descarga eléctrica cada mañana, algo de sopa con pan mojado y la vida deteniéndose al otro lado de los barrotes de hierro.