Capítulo 3
I
A Thomas Bouvier le gustaba desayunar asomado a la bahía. Se sentaba en el mirador, frente al mar, ante una mesita blanca de hierro forjado y saboreaba el café recién tostado, la carne dulce de las papayas y los huevos revueltos con fríjoles negros mientras la brisa le desordenaba el pelo. Era el único momento del día en que la soledad se le hacía soportable. Seguía el rumbo de los barcos de pesca con la vista cansada y dejaba de lado los pensamientos que a otras horas le atormentaban tanto.
Antes de la llegada de Greta Solidej a aquella casa, el miedo a morir solo, durante la noche, sin más compañía que la de los peones de la hacienda, se había convertido en una auténtica obsesión. Se imaginaba la escena con tal nitidez que casi podía sentir la caricia espeluznante de Gloria, su difunta esposa, sobre la espalda. Su mano fría, despojada de carne, invitándolo a acompañarla por los oscuros corredores del más allá. Y su cuerpo inerte, envuelto en sábanas mojadas, en aquella cama vacía donde noche tras noche cerraba los ojos temiendo no volver a abrirlos jamás. Por eso cada mañana era una victoria. Cada desayuno, en aquella mesita frente al mar, la prueba irrefutable de que aún seguía vivo y de que, por muchas batallas que tuviera que librar en la calentura de sus sueños, él, Thomas Bouvier, era invencible. Se sentía poderoso a las nueve de la mañana, con su camisa de lino, su pañuelo de seda, su colonia fresca y su sombrero blanco.
Aquel mes de septiembre de mil novecientos cincuenta y uno en el que Greta irrumpió en su vida llevándose por delante todos sus fantasmas, Thomas llegó a tener el convencimiento de que, por un capricho incomprensible del destino, se había vuelto inmortal. Cuando la veía amanecer con la melena suelta, las piernas firmes, los ojos grandes y la boca de media luna, se olvidaba de que una vez fue viejo y, entonces, otro hombre, mucho más joven que él, más audaz, más valiente, se apoderaba de sus entrañas, de su lengua, de sus deseos, y le hacía la corte a aquella mujer con el alboroto de un veinteañero enamorado.
—Esta noche te oí gritar —le dijo cuando se quedaron a solas, uno a cada lado de la mesita del desayuno, cuarenta días después de la llegada de Greta a Acapulco—. Parecías muy angustiada, güerita, me dieron ganas de echar tu puerta abajo.
Había comenzado a llamarla así, «güerita», como la gente del mercado que cuando bajaban juntos al pueblo le gritaban desde los puestos: «¡Güerita, linda, cómprame una guayabita para tu hombre!». Y ella, que todavía no dominaba aquella lengua mestiza, lo veía sonreír y no entendía el motivo.
—Estaría soñando contigo —lo desafió ella con la boca picante escondida bajo el encaje de la servilleta.
Le costaba reconocer que también ella temía a la noche y sus fantasmas. Se los había traído prendidos de los pliegues de la piel y ahora dormían a su lado, entre las sábanas húmedas de la casa colonial. Sentía terror ante la sola idea de irse a la cama. Temblaba de frío sentada frente al fuego, por muchos rebozos de lana que le pusiera Thomas sobre los hombros. Y cuando se despedía de él con sus seis mentiras —«Gracias. Mañana me marcharé para siempre»—, creía de veras que sólo pasaría una noche más bajo su cielo protector. En cuanto cerraba los ojos volvían a su cabeza, con más nitidez que nunca, los recuerdos de los últimos días de la guerra. Era capaz de escuchar con total claridad el estruendo de las bombas Lancaster al caer sobre los escombros, el rugido de los aviones de la RAF arañando los tejados, el griterío salvaje de los supervivientes que salían a la luz como cucarachas de las alcantarillas. Se veía de pie en lo alto de la escalera de madera que cruzaba de arriba abajo la oscura mansión donde todavía yacían los cadáveres de los niños empapados de sangre.
Y luego, su frenética carrera cargando con el dinero de la familia en el maletín, con la pistola dorada, la asesina de niños, apretada contra el pecho, a punto de estallar. Después, el bosque cubierto de bruma, parcialmente abrasado por las llamas, y el árbol aquel, verde, como si por él no pasara la guerra, esperándola con las raíces al aire. La tierra negra entre las uñas rotas, las piernas cubiertas de barro, un agujero escarbado con sus propias manos. El maletín enterrado junto a la pistola. El pelo enredado, los ojos fuera de las cuencas, la boca espumosa. «¡Mátame!», gritaba en sueños. ¿Cómo no desear la muerte?
—No creo que soñaras conmigo —comentó Thomas con la bahía de Acapulco reflejada en los ojos—. Hablabas en alemán.
A Greta le tembló la mano al llevarse la taza de café a los labios.
—A mí también me duelen los recuerdos, Greta —añadió Thomas después de un silencio largo—. Hay heridas que tardan en cicatrizar. No tengas prisa. —Dejó pasar el tiempo justo y, cuando volvió a hablar, su tono era otro—. Hoy es domingo —dijo—. Deberíamos ir a misa o dirán que no cuido de tu alma como Dios manda. —Sonrió—. Hay una iglesita muy linda que aún no conoces a un par de kilómetros de aquí. Aprovecharemos para dar un paseo largo en el coche por la carretera de la costa. Te gustará.
—Muy bien —respondió Greta—. Dame un minuto.
Terminó el café de un trago y se levantó de un salto, como un animal arrinconado que encuentra una vía de escape. Todavía temblando un poco sobre la fragilidad de sus altos zapatos, desapareció en la penumbra del salón.
Se impacientaba Thomas, con la gardenia en el ojal, esperando al volante del Packard. Había mandado traer el coche directamente desde la fábrica de Detroit, en el interior de un camión, envuelto en algodones. Era el primer ejemplar del nuevo Patrician 400: una auténtica bestia negra, con los acabados en aluminio cromado, las llantas de acero y el volante de nácar. Poseía nada menos que ciento cincuenta caballos de potencia y una garganta que rugía salvaje por los caminos de tierra de los cocotales. Visto desde delante asustaba su gesto furioso, sus faros redondos, sus colmillos de plata, y ese cisne de cabeza gacha y alas al viento, mascarón de proa inquietante. Por detrás, cuatro dientes sin encías, envueltos en humo negro, enmarcaban la placa de la matrícula: «THB 0001», «Thomas Henry Bouvier, el número uno», el primero en todo.
Tamborileó con los dedos sobre el volante. Empezaba a calentar el sol y a sudar el cuero. Tal vez debería haber comprado uno de esos deportivos Chevrolet de los anuncios de carburantes, rojos por fuera y negros por dentro, que solían llevar incluida una mujer preciosa en el asiento delantero. Se inclinó a un lado para alcanzar la manecilla que abría la ventana contraria y entonces, al levantar la vista, la vio aparecer, como un sueño, por aquellas escaleras blancas, haciéndose la indiferente.
Greta llevaba un pañuelo alrededor de su melena rubia, unas gafas de sol sobre los ojos dulces, la falda casi a la altura de las rodillas, unos zapatos de tacón de aguja y una blusa suelta, de seda transparente, acariciándole la piel.
Y era tan pálida, tan frágil, tan malvada que Thomas habría sabido mantener mejor la calma de haberla visto desnuda. Efectivamente, aquella hembra merecía un descapotable. Para que el cielo la cubriera de azul.
—Te hiciste esperar, güerita —protestó mientras rodeaba el Packard para abrirle la puerta delantera—, pero valió la pena.
Se sentó al volante. Greta había encendido la radio y giraba el dial con sus uñas pintadas de rojo. Se detuvo en los primeros acordes de un bolero lastimoso.
—Dos gardenias para ti… —canturreó ella con el acento sonoro de su lejana tierra.
Y el motor del coche la acompañó por las pendientes de Las Brisas camino del acantilado.
La carretera era estrecha y sinuosa. A derecha e izquierda se levantaban palmas cuajadas de cocos, buganvillas cubiertas de flores, árboles de mangos maduros. Las ardillas cruzaban el camino a grandes saltos, algunas gaviotas revoloteaban por encima de los magnolios y el aire traía regusto a mar. La luz caía tamizada por la vegetación formando charcos de sol y sombra sobre la carrocería del coche.
Greta sacó el brazo por la ventanilla, se reclinó un poco en el asiento de cuero, dejó que el aire jugara con su pelo. Respiró.
—Así me imaginaba el paraíso —confesó con los ojos cerrados.
—Yo jamás imaginé que existiera —le replicó Thomas—. Y ya ves qué sorpresas trae la vida.
Posiblemente fue entonces cuando Thomas Henry Bouvier, al volante del Packard, envuelto en selva, olvidó por un instante que la fiesta había llegado a su fin, que ya no había más tequila ni más parranda. Que sólo quedaban él y su borrachera en un oscuro rincón del palenque; que Greta era, vaya con Dios, la primera carcajada de la muerte. Y en ese instante fugaz de lucidez, antes de que se lo llevaran todos los demonios, tomó la decisión irrevocable de casarse con ella. Aunque fuera lo último que hiciera, Thomas H. Bouvier lograría que Greta Solidej aceptara ser su esposa.
Al verla aparecer entre las columnas del porche de su casa convertida en Lili Marleen, había cambiado de idea con respecto a lo de ir a misa. Ni aquélla era la ropa adecuada ni aquél el estado conveniente de su espíritu. Pensamientos impuros, deseos extravagantes. ¿Cómo acudir a la casa de Dios del brazo de la peor de las tentaciones?
Pero entonces le vino a la mente la imagen de todos aquellos miembros de la sociedad decente rogándole que acogiera a Greta bajo su protección. Sonrió. Sin saberlo, ellos habían puesto la primera piedra de aquella pecaminosa construcción y ahora, si querían estar en paz con sus frágiles almas, no tendrían otro remedio que caer en su propia trampa.
Salió de la carretera con un giro del volante y se perdió por el caminillo sin asfaltar que conducía a la iglesia.
—Está al otro lado de esa lomita —indicó señalando al frente, a lo alto de una colina muy verde—. Hasta aquí llega la música, ¿no la oyes?
Greta apagó la radio y Thomas el motor. La algarabía de una fiesta popular subía por la cuesta. Flautas y tambores y el griterío de chicos y grandes retumbaban en las rocas de los acantilados.
—Vamos a verlo —le pidió Greta, que ya había abierto la puerta del coche decidida a continuar a pie por la ladera, abandonando aquel camino de tierra.
No le resultaba nada fácil mantener el equilibrio sobre los zapatos de tacón. Tenía que fijarse muy bien por dónde pisaba para no tropezar con ninguna piedra. La pendiente era más pronunciada de lo que había supuesto y el calor más agobiante. Subió como pudo hasta la cima del cerro.
Thomas la seguía varios metros por detrás. Respiraba agitadamente y de vez en cuando se detenía para darse aire con el sombrero. No pudo avisarla. No le salió la voz.
Cuando llegó a su altura la encontró temblando. Estaba parada ante una lápida de mármol, con el viento en contra. Inmóvil. Asustada.
—¿Por qué me trajiste acá? —le preguntó sin mirarlo, sólo atenta al epitafio aquel: «Aquí yace Gloria Bouvier, mi amor, mi compañera en la vida y en la eternidad».
—Quería que conocieras a mis fantasmas. Para que puedas salvarme cuando vengan a buscarme.
Junto a la sepultura había una ermita blanca, con una campana sonando alegre y las puertas abiertas de par en par. La gente caminaba en procesión desde el pueblito que quedaba abajo. Venían danzando, vestidos con ponchos de vivos colores, hombres, mujeres y niños. Traían frutas y flores de cempaxóchitl en sus tocados, en sus cestos de mimbre. Y seguían un paso siniestro, subido en alto, en un altar con velas, fotografías, comida y bebida y diversos objetos. Era un esqueleto disfrazado de charro, con sombrero de ala ancha y pantalón de cuero.
—Es la fiesta de la muerte —le explicó Thomas—. Hoy es el Día de Difuntos, uno de noviembre. Te gustará.
Greta se agarró con fuerza al brazo de él mientras el gentío entraba en la ermita. Pudo observar que, mezclados entre la gente del pueblo, subían también muchos de los amigos de Thomas. Se habían unido a aquella celebración disparatada, pero sin confundirse con los criollos, ya que todos vestían elegantemente: las señoras de negro riguroso y los hombres con levita y sombrero. Sólo ellos dos, en pie, en lo alto del camino, junto a la boca abierta del templo, desentonaban en aquel cuadro de colores. Los dos de blanco, los dos del brazo, como si observaran la fiesta desde el otro lado de la pantalla. Greta sintió las miradas escandalizadas de toda esa gente clavándosele en las piernas y el escote. ¿No era impropio que Thomas y la chica estuvieran sobre la tumba de Gloria? ¿Vivían en pecado, después de todo? ¿Por qué se exhibían así, como dos amantes, en público, sin miramientos?
Los comentarios nutrieron los corrillos de los salones a partir de entonces. Durante los días que siguieron a aquella mañana, Greta observó consternada que algunas damas de bien se apartaban de su camino cuando se cruzaban con ellos por la calle, que algunos de sus mejores amigos habían dejado de visitarlos al caer la tarde y que las invitaciones a bailes y reuniones sociales empezaban a escasear.
Por fin, una noche de viento, los caballeros se reunieron a fumar en el Casino Español y decretaron por unanimidad que Thomas H. Bouvier debía contraer matrimonio con la joven austríaca cuanto antes si quería mantener la posición y el respeto que tanto le había costado lograr a lo largo de su longeva existencia. Por su parte, las señoras se tomaron la cuestión como una obra de caridad hacia aquella pobre alma extraviada. Y, finalmente, entre todos, sugirieron que Emilio Rivera y su joven esposa, Bárbara, hicieran una discreta visita a la mansión Bouvier.
—Debes casarte con ella —le dijeron a Thomas mientras esperaban a Greta en el recibidor—. No te queda otro remedio.
—¿Seréis mis padrinos? —les respondió él fingiéndose contrariado.
—Con gusto, Thomas. Con gusto.
Y la sociedad entera del Acapulco más refinado respiró aliviada cuando dejaron de temblar sus cimientos.
Sólo Emilio Rivera adquirió desde esa noche en adelante la extraña costumbre de aullarle a la luna, obsesionado con la imagen de Greta Solidej descendiendo las escaleras con aquel vestido de seda azul acariciándole el busto y las caderas.
II
Todavía no había amanecido y Thomas no quiso que amaneciera aún entre las cien paredes de su hacienda. Descendió sigiloso la escalera vestido de gris marengo, con el portafolios de piel escondido bajo su gabardina, el paraguas y el bastón, el sombrero de felpa, la gardenia en el ojal.
El fiel Pedro había prendido un candil y lo esperaba al pie de la escalera. Norberto Cifuentes estaba al volante, con la gorra de plato y los ojos de sueño, el motor del Packard envuelto en una manta para evitar el ruido.
—Dígale a la señorita Solidej que salí de viaje de negocios —le ordenó al indio—. Y vigílemela, Pedro, que no coja frío ni el camino equivocado.
—Sí, patrón.
Tenía un pistolón en el cinto, bajo el poncho bordado. Levantó el candil en alto en cuanto partió el coche, como si fuera un faro o el lucero de la mañana.
El aeródromo de Guerrero tenía sólo una pista. Ya esperaba la avioneta con las hélices girando.
Thomas se despidió de Norberto, que se santiguaba frente al coche, disfrazado de chófer francés, con aquel bigote acusador, negro y grueso de hijo de la revolución. Y rozando ya las ramas altas de los tamarindos, desapareció tras la cortina de humo y arena en la que se sumergía siempre que iba y venía de su santa tierra.
El viaje era largo y penoso. A menudo había que desviarse de la ruta prevista por culpa de los vientos y las tormentas y el camino se alargaba todavía más. La cabina era estrecha, el fuselaje tan débil que igual se sufría el frío más glacial que el calor más extremo, los huesos doloridos, la piel cuarteada.
—Nos detendremos en Texas, ¿verdad, señor? —le preguntó el piloto, un inglés instruido en la RAF que había encontrado su medio de vida a consecuencia de la guerra.
—Esta vez no, Julián. Ida y vuelta a Nueva York, sin escalas.
—Habrá que repostar unas cuantas veces, señor.
—No lo dudo —respondió Thomas—. Este cacharro tiene más achaques que un gringo viejo.
Aunque no se detuvieron en Texas, sí sobrevolaron la tierra perforada, los pozos humeantes, las refinerías negras, las telarañas de gas y polvo. Y su rancho verde: un oasis en el desierto, con los caballos pastando en una pradera artificial, las rosas creciendo a la sombra de las paredes de piedra. Su imperio.
Después, el océano, azul e infinito, con la costa a un lado, el universo al otro. «Nuestro primer viaje será a Nueva York —pensaba Thomas con el sol de frente—. La subiré a lo más alto del Empire State para que vea el mundo y sepa que le pertenece entero. Que cualquiera de sus caprichos se hará realidad sólo con chasquear los dedos. Le diré: "Piensa un deseo", y leeré en sus ojos cerrados, en la luz de su rostro, en la curva de sus labios como en un libro abierto, y no habrá nada imposible; nada que Thomas Bouvier no pueda conseguir para Greta. Para Greta Bouvier».
—¡Qué alegría volver a verlo, señor Bouvier! —El dueño de Tiffany & Co. vivía enclaustrado en su despacho blindado de la Quinta Avenida. No salía de aquella caja de caoba y espejo más que para atender de manera excepcional a sus mejores clientes—. Me avisaron de la empresa y he venido en coche desde Baltimore. Creí que estaba usted en Acapulco.
—Y en Acapulco estaba, querido amigo, pero surgió un imprevisto. Voy a casarme.
Aunque el joyero estaba preparado para cualquier excentricidad por parte de sus clientes, aquella noticia lo pilló por sorpresa. Perplejo, contempló a Thomas Bouvier con cara de susto.
—¿Qué le ocurre? ¿Tal vez creyó que no volvería a cometer la misma barbaridad de nuevo? —preguntó con cierta ironía—. ¿Que los excesos de Gloria me habían quitado las ganas?
—No, por Dios. —Reaccionó levantándose de la butaca y abrazando a Thomas—. Ésta es la mejor noticia que podría darme —aseguró. Sonó real. En cierto sentido, era totalmente sincero—. ¡Me alegro tanto por usted!
Cuando Thomas consiguió zafarse de aquellos brazos pegajosos, carraspeó un par de veces y se acomodó en su asiento.
—Anillos de compromiso, supongo —aventuró el joyero.
—Collares, sortijas, pendientes, pulseras, broches y tiaras, supone usted poco —respondió él.
Las siguientes horas transcurrieron entre oro y platino, rubíes y esmeraldas. Cada encargado de planta subió seguido de dos o tres mujeres hermosas que lucían las mejores creaciones de la casa. Los diamantes pesaban sólo de verlos, el azul de los zafiros desafiaba al agua del mar Caribe, las perlas eran como estrellas apagadas, las turquesas como el cielo iluminado.
Thomas contemplaba toda aquella maravilla con una sonrisa muy ancha e iba apartando a un lado aquello que le recordaba a Greta, ya fuera el brillo de sus ojos, el contorno de su cintura, la explosión de su pecho, el calor de su boca, el dorado de su pelo suelto, la dulzura de su voz.
A media mañana había reunido un tesoro digno de una diosa azteca. Y había imaginado el cuerpo de ella sin otra ropa que aquellas joyas desparramadas sobre su piel.
—Ahora, el anillo —ordenó cuando empezaba a notar que sus ojos no soportarían más destellos.
Uno a uno, cien anillos pasaron por su regazo. Y a todos los acarició como si cada uno fuera el único capaz de encadenarse al dedo de Greta. Quería encontrar el que dibujara mejor su alma de Mata Hari bañada en azúcar de caña.
—Éste —decidió después de una eternidad—. Colóquelo en una cajita acolchada, envuélvalo en papel de seda, rodéelo de un lazo dorado. Es éste, no hay duda.
—Buena elección —observó el joyero, agotado.
Thomas Bouvier salió a las calles heladas de noviembre y se anudó una bufanda de lana al cuello. Llevaba en la mano derecha una maletita en la que estaba guardado el seguro de vida de su amor eterno. «El oro no tiene edad», pensó para sus adentros.
El indio Pedro apagó el candil y se asomó a la bahía. Cientos de lucecitas amarillas brillaban aún a la orilla del mar. Pequeñas embarcaciones de pesca abandonaban el puerto a aquella temprana hora. Los puestos del mercado se llenaban de fruta fresca y pan caliente. Bostezó. En la cocina de la hacienda habían prendido fuego. Se sentó a esperar a que se tostara el café.
Si no había entendido mal, el patrón le había pedido que vigilara de cerca a la extranjera. Que cuidara de ella, sí, que la protegiera, también, pero, por encima de estas cosas, a Pedro le había parecido que su amo le ordenaba que la siguiera, la espiara, la acechara, como si no se fiara del todo de ella. ¿Qué temía el patrón? Si lo supiera a ciencia cierta, le resultaría mucho más fácil cumplir su deseo. Tal vez sospechaba que, en su ausencia, Greta Solidej lo traicionaría con otro hombre; o que robaría alguna pieza valiosa de las que adornaban la casa. O quizá, ¿quién sabe?, su único temor era que Greta, como Gloria y como todas las mujeres que lo habían amado alguna vez, desapareciera para siempre, por sorpresa, sin despedirse, sin explicarle por qué la maldita muerte era más poderosa que su amor por él. Ahora que el patrón lo había designado centinela, perro guardián, Pedro agradecía el pistolón y el machete, y esa habilidad suya de caminar sin ruido y sin huella, herencia póstuma del abuelo tarahumara y de los de su sierra hostil. Entre bostezo y bostezo, mientras la mucamita de trenza negra preparaba el desayuno, se levantó el día como el telón y las gaviotas vinieron a mendigar las mondas de las patatas.
Aquella mañana, Greta Solidej notó un frío diferente al abrir la ventana. Como si la brisa hubiera perdido el cobijo de los arrecifes y subiera directamente del mar a su cara. «Estoy sola —comprendió con horror—. Sola y desnuda en esta casa vacía».
Supo que en la mesita de hierro forjado del mirador no habría más que una taza de café y la angustia la impulsó escaleras abajo. De nada le sirvieron las explicaciones del indio chaparro, que se acercó carraspeando para contarle que el señor había partido en viaje de negocios.
—¿Dónde fue?
—No sé decirle.
—¿Cuándo volverá?
—No sé decirle.
—¿Cómo hablarle?
—No sé decirle.
Creyó que perdería la cabeza. Que recobraría la locura. Regresó a su dormitorio llorando de rabia y se lanzó sobre las sábanas blancas.
Thomas se había ido dejándole las puertas abiertas al peligro que la perseguía como una sombra desde los bosques de Baviera a los cocotales de Acapulco; que la acechaba tras los ventanales, deslizándose por los suelos, lamiendo la sal de la brisa marina en cada rincón de la hacienda y que estaba esperando una oportunidad como ésta; encontrársela a solas para estrangularla de miedo.
No se comportó como un ser humano cabal, sino como la enferma que temía encontrarse en cada uno de los espejos a los que se asomaba. Cualquier persona en su sano juicio habría esperado un poco, uno o dos días al menos, hasta constatar lo genuino del abandono, pero Greta carecía del aplomo de otras gentes. En cuanto se descubrió desamparada entre aquellos visillos temblorosos, dedujo sin más que todos sus malos presagios se habían cumplido. Que Thomas Bouvier había extraviado sus alas de ángel custodio y que las paredes de la hacienda se habían vuelto de un cristal muy fino, translúcido y frágil, incapaz de resguardarla por más tiempo de los dedos largos de sus pesadillas.
Cuando perdió pie, buscó en su cabeza una explicación razonable para su presencia allí, en una casa blanca levantada en lo alto de un arrecife. No la halló. Fue como despertarse en una cama extraña y no reconocer ni el día, ni la hora, ni su nombre, ni su razón de ser.
Aturdida y confusa, como una lunática, se arrodilló frente a la cama y palpó con el brazo hasta que alcanzó las cinchas de sus maletas. Las arrastró hacia fuera y volvió a abrirlas como aquella primera noche en la hacienda.
El dinero seguía allí, junto a la pistola asesina de niños.
Qué tonta había sido al pensar que Thomas Bouvier sería su escudo protector. En las noches frías, delante del fuego, había llegado a imaginar un futuro sin sobresaltos, apapachada para siempre por los poderosos brazos de aquel hombre bueno. Bajo ese cielo abierto habría renunciado de buena gana a aquellos billetes sucios. Y habría cambiado de apellido, de identidad, de país, de condición. Habría borrado cualquier pista de su paso por este mundo; se habría hecho invisible, espectral, ni siquiera una persona. Pero ahora que Thomas Bouvier había desaparecido con su porvenir a cuestas, ella volvía a ser la presa indefensa cuya vida dependía del botín como del aire que respiraba.
Parecía mentira lo poco que abultaban veinticinco mil dólares sobre la cama. Apenas el tamaño de un recién nacido; apenas su peso. Cupieron de sobra en el interior de la cajita de madera que compró en el mercado. La envolvió en una toalla de hilo blanco y la introdujo en la bolsa bordada que le había regalado Thomas el día que probó el tequila por primera vez. Después, salió de su cuarto sin tomar precauciones; ofuscada, ciega y sorda, con una sola idea entre ceja y ceja: poner a buen recaudo aquel dinero que volvía a ser su única esperanza.
Detrás de la puerta la esperaba un sol sin nubes, el aire quieto y el comadreo de las chicharras. Tomó el mismo camino por el que habían pasado a bordo del Packard, cuando todo era de color azul y el cuento de hadas aún parecía posible. Ahora el paisaje se había vuelto negro. Los árboles negros, las flores negras, las rocas negras y el horizonte.
Con cada paso que daba, el polvo se adueñaba un poco más de su ánimo. Le entraba por la boca abierta, por los ojos. Se le quedaba pegado entre los dedos de los pies, le subía por las manos, le recorría la frente. El pelo se le enredaba, los huesos comenzaban a dolerle, se moría de sed.
Iba llorando, con la falda rasgada y la bolsa sucia, zigzagueando por aquel camino de tierra que terminaba ya, en esa lomita, sobre el acantilado, junto a la ermita blanca y el cementerio. Se asomó a un saliente y vio el pueblecito alegre a medio camino entre la montaña y el mar. Hoy no había subido nadie. La iglesia estaba cerrada y las tumbas abandonadas al sol.
Se acercó temblando a la lápida de mármol bajo la que descansaba Gloria Bouvier, la esposa mexicana de Thomas. Sobre la chimenea del salón aún reinaba el retrato de aquella dama que formaba parte de la vida de la hacienda del mismo modo que el olor a tamales, las tortas de maíz, los sombreros de paja y las corrientes de aire. Nadie hablaba de ella abiertamente, ni los peones, ni las mucamas, ni mucho menos el propio Thomas, pero, al pasar frente a la puerta cerrada del antiguo dormitorio de la señora, todos bajaban la vista y se persignaban deprisa, no fuera a ser que su fantasma estuviera espiando por el ojo de la cerradura.
Greta no creía en espíritus. Al contrario, consideraba la muerte, en algunos casos, como la mayor de las justicias. Había visto morir a mucha gente que lo merecía de veras. Se había alegrado, en lo más profundo de su ser, con la idea de que jamás volvería a ver aquellas caras, ni escucharía aquellas voces, ni se vería obligada a obedecer sus repugnantes órdenes.
También había presenciado la muerte de muchos inocentes, claro. Pero había descubierto que éstos abandonaban la vida mansamente, casi con gusto, tal vez intuyendo la gloria con anticipación. «A cada cual lo que le corresponde —pensaba Greta—, el infierno para unos y el cielo para otros, sin vuelta atrás».
Se arrodilló ante la lápida blanca y volvió a leer el epitafio, que más parecía una declaración de amor: «Aquí yace Gloria Bouvier, mi amor, mi compañera en la vida y en la eternidad». Se preguntó si sería cierto, si Thomas y Gloria compartirían la misma suerte, o si, por el contrario, detrás de las paredes de la muerte, cada cual ocuparía una habitación diferente, una cama fría y solitaria, y lo único que tendrían en común sería la añoranza del otro.
Hundió los dedos en la arena. La superficie ardía abrasada por el sol del mediodía. Bajo la primera capa había otra más húmeda de tierra negra, apelmazada, y cantos afilados. Volvió a sentir las mismas punzadas de dolor entre la carne y las uñas que en su último día de libertad en Würzburg, cuando enterró el botín entre las raíces del árbol verde.
Entonces se dijo que, en realidad, nunca había dejado de pensar en la manera de esconder los billetes; ni siquiera durante las noches frías frente al fuego, por mucho que Thomas la abrigara con sus rebozos de lana. Desde el primer día en que amaneció en la hacienda, Greta había tratado de encontrar un lugar seguro y un momento de soledad para devolver el tesoro a la tierra. No podía salir así, sin más, con el dinero y la asesina de niños y ocultarlos bajo la primera palmera con la que se topara. Tenía que ser mucho más cauta. Esperar, calcular, templar. Pero hoy las cosas se habían precipitado, Thomas se había ido y la frágil burbuja de cristal que los envolvía a ambos se había roto en mil pedazos.
Una tumba era, sin duda, un buen lugar para ocultar un tesoro. Pasarían siglos sin que nadie removiera aquella lápida de mármol. Nadie escarba allí donde descansan los muertos; nadie los cambia de sitio; nadie se atreve a profanar un camposanto. Y por mucho tiempo que transcurriera, no sería necesario mapa alguno para regresar a aquel lugar, junto a la ermita blanca, en la que cada noviembre se celebraba el cumpleaños de la parca huesuda.
Aquel Día de Difuntos, abrazada a Thomas en lo alto de la loma, mientras sus vecinos se santiguaban al pasar, Greta había imaginado la tumba de Gloria como el mejor de los escondites. Tal vez alguno lo intuyó en sus ojos, o en la manera de remover, disimuladamente, la tierra seca con la punta de sus pies.
Se le desgarró la piel bajo las uñas y la arena se tiñó de sangre. El pelo se le pegó a la frente sudorosa, le entró en la boca y, al apartárselo, la cara se le manchó de barro. Cuando el agujero estuvo abierto, Greta sacó la caja de madera envuelta en hilo blanco y la depositó con cuidado en el fondo. Después la cubrió de tierra y piedrecillas negras, se puso en pie y pisó con fuerza sobre la superficie. Entonces, por primera vez, miró a su alrededor. Algunos árboles se mecían suavemente con la brisa; los zopilotes volaban en círculo sobre su cabeza revuelta; los gritos de las gaviotas rompían el silencio del valle.
Se levantó viento. Se le alborotó el pelo. La campana de la ermita comenzó a balancearse perezosamente, de delante atrás, de atrás adelante. El badajo rozó el cobre. Sonó lastimosa. Una vez, dos veces. Unas palomas que estaban posadas sobre el tejado levantaron el vuelo, asustadas.
Pronto el suave tañido se transformó en estruendo. Parecía que alguien, a los pies de la torre, estuviera tirando de la soga del campanario con el único propósito de delatarla. Algunas ventanas del pueblo se abrieron; algunas cabezas se asomaron por entre las paredes de cal.
Greta echó a correr colina abajo. Llevaba el pelo suelto, la cara sucia, la falda rasgada, las manos en carne viva. Si alguien la hubiera visto con aquel aspecto, habría jurado que huía de un asesino. Y ella podría haber confirmado que la habían atacado en lo alto de la loma. Tal vez un indio armado con un machete, sediento del cuerpo prohibido de la señora, que en las noches oscuras, a la luz de la luna, la espiaba desde su choza, frente a la casa grande de la hacienda.
Por eso el indio Pedro no salió a su encuentro en aquel camino de polvo, sino que permaneció oculto tras los arbustos en los que estaba parapetado, confundido con las sombras y los vientos, vigilando a Greta Solidej tal y como le había ordenado el patrón, atento a cada uno de los movimientos de aquella mujer, que era un misterio en sí misma.
La había seguido sigiloso por los pasillos de la casa en penumbra, había descendido por la misma escalera y abierto las mismas puertas. Se había agazapado en cada matorral, en cada rocalla y en cada saliente junto al camino. La había visto subir a rastras la loma pelada, arrodillarse ante la tumba de la señora Gloria, escarbar con sus propias uñas la tierra reseca, enterrar una caja de madera envuelta en hilo blanco manchado de sangre y descender luego al galope azuzada por el repicar de la campana, que parecía reírse a carcajadas a sus espaldas.
No. No saldría de la oscuridad para darle a ella la oportunidad de acusarlo de algún crimen siniestro. Regresaría a la casa con el mismo sigilo con el que había ido y cuando el señor Thomas hiciera su aparición en el asiento trasero del Packard, al abrirle la puerta lo miraría a los ojos de frente y le diría: «El patrón estaba en lo cierto».