* * *

Podría vivir…

Se internaron más y más en la floresta. El espino más hermoso siempre se encuentra en la linde del bosque, contó a sus caballeros, donde goza del sol y de la lluvia. Matronas atareadas, muchachas desgraciadas en amores, mujeres sin esperanzas de amar acudían allí, cogían un buen puñado para que les diera buena suerte y volvían corriendo a su casa. No obstante, servir a la Diosa exigía adentrarse en el corazón del bosque, hasta la arboleda sagrada, donde se hallaba el lugar cedido a la Madre y se llegaban los druidas en pleno invierno con hoces de plata para recoger la rama sagrada. Allí era donde Ina y ella celebrarían el ritual del primero de mayo.

En los aledaños del bosque, las palomas dormían al calor de mediodía, con la cabeza oculta bajo las alas. A medida que se internaban bajo el dosel de hojas, a los rayos del sol les costaba cada vez más atravesar el aire tembloroso. Más adelante, la maleza se espesó, grandes masas lo bastante densas para acoger a un ejército. La floresta estaba oscura, silenciosa y verde, la vegetación muda, dormida. Los caballos aminoraron el paso.

Delante vieron un círculo dorado, el claro de la Diosa. El sol lo bañaba con sus rayos danzarines y cegó sus ojos. Salieron de la sombra del bosque como en trance. Los enormes troncos, las formas sólidas de los matorrales, todo tembló y se disolvió en el aire. Ginebra se aflojó el velo y alzó la cabeza hacia el beso del sol como si fuera el calor del amor de una madre. Había regresado con la Madre, regresado a Su amor constante.

Les rodeaba el silencio de la paz perfecta. Los caballos no se movían, como si fueran seres de la floresta. Ginebra respiraba el aire color cobre. Nunca se le había antojado tan dulce el bosque, tan espléndido. Una puñalada de dolor partió su corazón, y una nueva fuerza vital agitó todo su ser. Vio a Arturo, a su madre, a Amir, y por primera vez sintió su amor como una bendición, en lugar de como una pérdida. Su mente y su alma verdeaban como la tierra en primavera, portadoras de vida nueva. Se estremeció de pies a cabeza, sentada sobre la paciente yegua. Captó la mirada amorosa de Ina, tierna e inquisitiva, y se dio cuenta de que tenía el rostro bañado en lágrimas.

Diosa, Madre, aceptad mi agradecimiento, escuchad mi plegaria…

* * *

Tal vez no les vio porque la alegría la cegaba. Tal vez no les oyó porque en sus oídos resonaba la vieja canción de mayo de su adolescencia, la bendición que impartía la Madre a todos cuantos acudían a ella. No podía parar de llorar. Cerró los ojos, vislumbró a través de una llamarada dorada el gran círculo del amor terrenal. Y ella formaba parte de él. Era vieja de dolor, pero no de cuerpo, y su cuerpo estaba maduro para el amor.

* * *

–¡Cuidado, mi señora! ¡Poneos a salvo!

Era Bors quien vociferó cuando pasó al galope a su lado, en dirección a la oscuridad del bosque. Ina profirió un tremendo chillido de terror. Ginebra se sobresaltó.

–Ina, ¿qué…?

Ina sólo pudo señalar, con los ojos desorbitados de miedo.

51

Un grupo de jinetes había aparecido entre las sombras. Sus formas oscuras se fundían con la penumbra que reinaba bajo los árboles. Estaban tan silenciosos e inmóviles como el bosque viviente, todos bien armados y cubiertos con el yelmo; hombres de metal sin rostro humano, hombres mortíferos.

Por un segundo Ginebra se aferró a una loca esperanza: era uno de los ejércitos encantados que vagaban por la floresta, una partida de caballeros extraviados que habían sido hechizados por la Reina de los Puros y desaparecido para siempre jamás. Entonces reparó en que las orejas del caballo del jefe se aguzaban, que la mano férrea de su amo se cerraba sobre las riendas para evitar que se moviera, y comprendió que eran reales, amén de muy peligrosos.

–¡Huid, mi señora! – Sir Bors profirió su grito de guerra y corrió hacia ellas, seguido de sir Kay y sir Lionel-. ¡Salvaos, escapad!

–¿Le habéis oído, Ina? ¡Corred! – Ginebra lanzó un chillido de furia y obligó a su poni a dar media vuelta. Se alzó sobre los estribos y se inclinó-. ¡Corre! ¡Corre! – masculló en los oídos peludos, blancos como la nieve-. ¡Corre, muchacha! ¡Corre por tu vida, y por la mía!

Oyó a su espalda el entrechocar de espadas cuando sus tres caballeros se enfrentaron al extraño grupo. Oyó la voz de Ina azuzar a su yegua y dedujo que no estaba muy lejos de ella.

–¡Corre! ¡Corre!

Las pequeñas monturas lo intentaban, Ginebra sabía que lo intentaban. Sus cortas patas blancas daban las zancadas más largas posibles, sus cascos retumbaban sobre el sendero, y Ginebra, cada vez más aterrada, recordó las palabras del jefe de las caballerizas de Camelot: «… no son muy veloces, señora, pero a donde vais no necesitaréis animales rápidos».

Oyó a su espalda el trapalear de los caballos, que las alcanzarían sin el menor esfuerzo, y por encima del ruido de los cascos, un sonido peor aún, la risita del jefe, que se acercaba a su presa.

* * *

Las dejó correr lo suficiente para que los ponis se agotaran. Después, cuando las yeguas flaquearon, los hombres las alcanzaron y rodearon.

–¿Quiénes sois? ¿Cómo osáis hacer esto?

A su lado, Ina demostraba un miedo cerval, pero la rabia de Ginebra se impuso a su terror.

–¡Os ordeno que nos liberéis! ¿Qué pensáis obtener con esto?

La única respuesta fue la carcajada apagada del jefe cuando indicó a sus hombres que las obligaran a volver sobre sus pasos. Se reunieron en la arboleda sagrada con el resto de la tropa, que vigilaba en silencio a los tres caballeros. Rodeado por los atacantes sin rostro, sir Bors se balanceaba sobre su silla de montar, con un corte en la cabeza del que manaba sangre, mientras que la mano con la que sir Lionel empuñaba la espada colgaba inerte junto a su costado. Sir Kay alzó sus manos ensangrentadas cuando Ginebra se acercó, y ésta vio que las tenía atadas. Su corazón se sublevó de pena, miedo y pesar.

Ataron a cada uno de los caballeros a su montura y los condujeron de las riendas. El jefe dio la espalda a la luz que bañaba la arboleda sagrada y se internó por oscuros senderos jamás hollados. La gente de Camelot no se aventuraba más allá de la arboleda situada en el corazón del bosque.

¿Adonde iban?

¿Adonde les llevaban?

¿Y quién era el misterioso jefe, el hombre sin rostro?

* * *

Viajaron hasta que los caballos estuvieron al borde del agotamiento. El dulce día había dado paso a una noche airada, el cielo derramaba tonos amarillos y rojos como si fuera una vieja herida. Cuando las aves nocturnas se habían cobijado ya en los árboles, salieron del bosque y encontraron una llanura.

Un castillo negro se alzaba en lo alto de una colina, recortado contra el crepúsculo. Semejaba una rana aposentada sobre la montaña. La partida, en un silencio total, atravesó la tierra sembrada de matojos en dirección al rastrillo de entrada que había al otro lado del foso, cruzó el negro umbral, y las puertas se cerraron con estruendo a su espalda como las del infierno.

Criados de expresión lúgubre y doncellas aterrorizadas los recibieron en el patio. El jefe tendió las riendas al criado más cercano, descabalgó y se encaminó hacia Ginebra, la agarró por la cintura sin ningún miramiento y la apeó. Ina sufrió el mismo trato. Ginebra vio que sus caballeros heridos eran bajados de sus monturas.

–¿Adonde lleváis a mis caballeros? – preguntó colérica-. Están heridos, han de permanecer conmigo para que pueda atenderles.

Podría haberse ahorrado el aliento. El hombre sin rostro le dedicó una reverencia burlona, las entregó a un guardia armado y ordenó que se las llevara.

Ina y Ginebra fueron obligadas a subir por un largo tramo de peldaños iluminados por una larga ventana que arrojaba una luz verdosa. La escalera se bifurcaba a mitad de camino. Los dos ramales conducían a kilómetros de pasillos tenebrosos, llenos de banderas, espadas y escudos. Ginebra observó que, fuera quien fuera el secuestrador, seguía las reglas de la caballería, pero ¿qué caballero auténtico se atrevería a violar dichas reglas?

Por fin llegaron a lo que parecían las dependencias reservadas a los invitados, detrás de una recia puerta de roble. Un corro de mujeres silenciosas las aguardaba. Ginebra habló a la primera.

–Decidme cuanto antes, ¿quién es el jefe?

Ni una palabra.

–¿Qué ha sido de mis caballeros?

Ni una señal.

Diosa, Madre, ¿es que las criadas de este bribón son sordomudas?

–¡Ordeno que habléis a vuestro señor! ¡Decidle que le espero!

Como si no la hubieran oído, las mujeres hicieron una reverencia y se retiraron. Sólo quedaba la guardia.

–¡Fuera, señores! – exclamó Ginebra con tono perentorio al tiempo que les empujaba fuera de la habitación-. ¡Si tenéis que custodiarnos, hacedlo en el pasillo!

La pesada puerta de roble se cerró detrás de los hombres con un sonido ominoso. Ina se volvió hacia Ginebra y la cogió del brazo.

–¡Oh, mi señora! – Lloraba con desesperación-. ¿Dónde estamos? ¿Por qué nos han traído aquí?

–No lo sé, Ina. – Intentó ahuyentar sus temores-. Ya que estamos aquí, vamos a ver qué podemos averiguar.

Se encontraban en un espacioso aposento revestido de roble dorado. Las ventanas, altas y divididas por parteluces, llegaban hasta el techo, adornado con molduras que representaban frutas y flores. Tapices de alegres colores colgaban en las paredes, y había suficientes candelabros para convertir la noche en día. Grandes cuencos repletos de rosas almizcleñas embellecían todas las mesas y perfumaban el aire, pero algo discordaba en la estancia: las ventanas estaban protegidas con barrotes de hierro.

Ginebra se acercó a una para mirar. Vio un jardín rodeado por muros de piedra y poblado de rosas, cuya libertad constituía una burla a su encarcelamiento. Una enredadera que ascendía hasta la ventana brindaba una leve esperanza, pero tendrían que romper los barrotes para escapar de su jaula.

–¡Mirad, señora!

Ina agitó una mano temblorosa. Un pasaje conducía a un corredor enlucido, a través de una pequeña arcada. A la izquierda había varias dependencias limpias y acogedoras, preparadas para el descanso de los ayudantes de la reina o de los caballeros de su séquito. A la derecha había una cámara real y, más al fondo, un dormitorio majestuoso con una cama grande.

Ohhh…

Ginebra no daba crédito a sus ojos. La colcha era blanca y dorada, y las sábanas de hilo despedían el casto olor de la lavanda pero, como un barco con las velas desplegadas, las colgaduras del techo plasmaban escenas amorosas.

Ginebra no pudo mirar. El deseo por Lanzarote la sacudió. Las lágrimas se agolparon en sus ojos. Se acercó a la ventana y aferró los barrotes de hierro mientras miraba el cielo nocturno desde su prisión.

–Mirad, señora…

Ina la guió hasta la pared situada detrás de la cama, donde se abría una puerta pequeña.

Daba acceso a una habitación equipada para una reina, con armarios llenos de vestidos y tocados, chales, mantos y velos. El tocador era una réplica del que tenía la reina en Camelot, sembrado de estuches y tarros. Ginebra, presa de un temor que no acertaba a explicar, abrió un estuche y se lo acercó a la nariz. Contenía pachulí, el dulce y seductor perfume de Bizancio, el favorito de su madre, y que a Ginebra le gustaba mucho.

Ina sollozaba otra vez.

–¿Por qué, señora, por qué?

La puerta exterior se estremeció, y una enorme llave giró en la cerradura. La reina se desplomó en brazos de su doncella y lloró por fin.

* * *

El salón de audiencias de Camelot estaba fresco y resultaba acogedor después del calor del día. Apenas se utilizaba en ausencia de Ginebra, y el grupo de hombres que entró en él alteró su serenidad.

–¿Dónde está? – preguntó Malgaunt con rigidez. Se volvió hacia el guardia más cercano-. Bien, no te quedes ahí parado, hombre, trae a ese individuo.

Esta maldita sordera… Leogrance ahuecó una mano alrededor de la oreja y siguió la conversación. El informe del jefe de las caballerizas era muy claro: la reina se había marchado para celebrar el primero de mayo con su doncella y sus caballeros y no había regresado.

El rostro de Malgaunt enrojeció.

–¡Tendría que haberla acompañado, lo sabía! – exclamó-. ¡Le advertí de los peligros del bosque!

–¿Ginebra perdida? – preguntó Leogrance con incredulidad-. ¡No puede haberse perdido en Camelot!

–¡No está en Camelot, sino en el bosque! Donde otros muchos se han extraviado desde los principios del tiempo -replicó Malgaunt furioso-. Bien, salió de aquí, de manera que sabemos por dónde empezar.

–Hemos de iniciar una búsqueda -propuso Leogrance, que seguía estupefacto. ¿Ginebra desaparecida? Era absurdo.

–Los caballos están preparados, señor -anunció el jefe de las caballerizas-. Todos los hombres de Camelot se turnarán para buscar a la reina.

Pero no servirá de nada, pensaban todos los presentes en el salón. Entre los Puros y los salvajes, no hay lugar en la floresta para mujeres extraviadas. Si no la localizamos pronto, encontraremos sus huesos.

En todo caso debía emprenderse la búsqueda, y al instante, pese a la luz mortecina. Malgaunt se volvió hacia los hombres.

–¡A los caballos, deprisa! – ordenó.

52

Al igual que Camelot, el castillo era tan viejo como el tiempo. En el exterior, el sol estival bañaba las rosas, caléndulas y madreselvas, que se hallaban en todo su esplendor, pero a Ginebra e Ina, encerradas entre los gruesos y carcelarios muros, les habría sido indiferente que hubieran estado muertas y podridas.

–¿Quién es ese hombre, mi señora? – susurró la doncella-. ¿Qué quiere de nosotras?

–No temáis, muchacha. Nos rescatarán. Estoy segura de que pronto llegarán -afirmó Ginebra, que sin embargo no creía en sus jactanciosas palabras. Sabía que era mentira.

Al ver que no regresaban, Malgaunt y su padre rastrearían la floresta y las darían por perdidas. Ejércitos enteros de caballeros habían sido engullidos por aquel bosque, y más de un viajero imprudente había desaparecido sin dejar rastro.

Demasiados habitantes de Camelot se aprestarían a creer que los Puros las habían hechizado y extraviado. Y si los hombres de Camelot no las encontraban, ¿quién iría en su busca?

¿Arturo? Estaba muy lejos, dedicado a combatir contra sus propias sombras.

¿Lanzarote?

Se apretó el estómago y tembló de dolor.

* * *

La partida de búsqueda no las halló porque ignoraba dónde debía buscar. Para saberlo, tendría que haber conocido la identidad de su secuestrador.

Ginebra no cesaba de repetirse que, de haberle sucedido en el Reino del Medio, no le habría extrañado, ya que en el país de Arturo todavía existían demasiados caballeros felones, que forzaban a mujeres, arrebataban huérfanas a sus tutores y seducían a las viudas ricas en sus propios territorios. Sin embargo, tales fechorías no ocurrían en el País del Verano, en Camelot. ¿Qué clase de secuestrador las retenía? ¿Esperaba obtener un rescate a cambio de sus vidas? ¿Las entregaría a la guardia para que los hombres se divirtieran?

–¿Qué quiere? – inquirió Ina entre sollozos.

Ginebra habló con voz serena.

–Ina, no os atormentéis. ¿Quién sabe qué quiere?

No pudo silenciar su voz interior, que decía: Sí lo sabe, y tú también. Te quiere a ti.

* * *

–¡Estupendo! ¡Bien hecho! ¡Hoy ha sido un gran día para ti!

Lanzarote acarició el cuello de su caballo mientras regresaba del campo situado en las afueras del campamento. Era extraño que hasta un lance de armas sosegado lograra levantarle el ánimo y, ahora que la partida de guerra de Arturo había llegado al colmo de su entusiasmo, nunca le faltaban oponentes que también deseaban un poco de ejercicio.

Su mente se centró de nuevo en Ginebra, aunque de mala gana. Le había tratado con suma descortesía, y a propósito, no cabía duda. Mandarle al lado de Arturo con engaños ya había sido bastante horrible, pero huir después de Camelot como si los sabuesos del infierno le pisaran los talones… Sólo podía extraer una conclusión.

La reina le detestaba. La había irritado hasta tal punto que había decidido mandarle lejos. Lanzarote ignoraba qué error había cometido, pero era la única explicación que se le ocurría.

Reprimió un suspiro. Bien, al menos él no dispensaba a los demás el mismo trato que recibía de la reina. La joven puta que Gawain le había entregado había pasado la noche en su tienda, como era de rigor, pero había dormido castamente, y sola. Al día siguiente, Lanzarote la había enviado de regreso a Caerleon, con cien coronas. Con semejante dote, una chica podría elegir al hombre que quisiera, o vivir con desahogo durante mucho tiempo. Cuando se marchó, la muchacha le dedicó una sonrisa espontánea, todavía tímida y desconfiada, que no obstante cambió su joven rostro. Lanzarote asintió con amargura. ¿Qué debería hacer para que su dama sonriera? ¿Qué podía devolver la alegría al semblante de Ginebra?

¿Era posible que le odiara hasta el punto de enviarle lejos? Nunca había percibido odio en sus ojos, y sus últimas palabras de despedida fueron: «Adiós, dulce amigo.» ¿No significaban algo más que una lisonja cortesana?

Lanzarote gruñó. Dioses de los cielos, ¿qué debía hacer? Aquella mañana tenía que decidir si partía o se quedaba.

Quedarse.

Partir.

¡Que decidan los pétalos de un trébol!, pensó. Me quiere, no me quiere…

Avanzó de mal humor hacia el establo, un corral improvisado a la sombra de un árbol. Cuando desmontó y entregó las riendas a un mozo, sir Bedivere se acercó corriendo. Meneaba la cabeza de una manera extraña, como si pretendiera sacudirse de los oídos espantosas noticias.

–La reina… -logró balbucear. Probó de nuevo-: Lanzarote, el rey está llorando por vos… La reina ha desaparecido…

Desaparecido.

Lanzarote quedó petrificado.

Desaparecida. Por supuesto.

Por eso se había librado de él. Por eso había planeado el repentino regreso a Camelot. Se había citado con un amante; la reina se había citado con un amante.

Una tras otra, las piezas del rompecabezas encajaron. Lanzarote sabía que aquéllas eran las costumbres del amor cortés. Lo había visto a menudo en las cortes de Francia. ¿Por qué no lo había pensado antes?

Era evidente que una mujer como ella debía de tener un amante, aunque estuviera casada con un rey y el mejor de los hombres. Sería un varón de más edad, sin duda, prudente y amable, su amor secreto durante muchos años. Se verían a escondidas, robando horas a sus respectivos deberes. En consecuencia, la reina se esfumaría de vez en cuando y luego reaparecería provista de excusas convincentes, después de que sus caballeros la hubieran buscado por doquier.

Donde no debían, por supuesto, pues de lo contrario, ¿cómo podría disfrutar de su amante sin que la molestaran? ¿Y el rey quería que se uniera a la búsqueda?

El rey.

Engañado, abandonado, traicionado por su esposa…

Una enorme tristeza le oprimió el corazón. Miró a Bedivere.

–¿Dónde está el rey? – preguntó.

* * *

El aviso llegó cuando casi habían dejado de preocuparse. Ginebra se sacudió el letargo que se había apoderado de ella.

–Rápido, Ina, ayudadme a cepillar el vestido, a peinarme.

–Sí, señora.

El espejo confirmó que su aspecto dejaba mucho que desear. Tenía el vestido arrugado después de llevarlo muchos días, pues se negaba a usar los que colgaban en el armario. Mientras Ina colocaba la corona sobre su velo, enderezó la espalda e irguió la cabeza.

–Bien, Ina, ha llegado el momento…

* * *

La esperaba en el salón del trono, adonde llegó después de recorrer kilómetros de pasillos oscuros en los que sólo se topó con guardias. Los hombres apostados ante las puertas las abrieron al verla acercarse, y el inmenso espacio vacío se extendió ante ella como una monstruosa caverna. Le costó un tremendo esfuerzo no encogerse de terror al ver la enorme figura que paseaba delante del hogar.

La reconoció al instante: era su secuestrador del bosque, el hombre que la había confinado en el castillo. Tenía el cuerpo enjuto y fuerte, y la mirada de un jefe que castiga la desobediencia con la muerte. Su cabello gris brotaba de un pico de su frente como la cresta de un halcón, y sus ojos feroces, de color indefinido, la observaban con detenimiento. Vestía la túnica corta de un guerrero, aunque había llegado a una edad que la mayoría de guerreros no alcanzaba. Su cinturón albergaba media docena de cuchillos, y sus manos jugueteaban con otro. Sin embargo no fue eso lo que cortó la respiración a Ginebra, sino su collar, que le identificaba como un druida del mayor rango.

Un sudor frío le cubrió las palmas de las manos.

Cualquier caballero podía ser druida. Los druidas eran guerreros antes de dedicarse al servicio de Dios e, incluso a edades avanzadas, combatían por sus creencias y morían por ellas. Ginebra sólo había tenido un enemigo druida, y únicamente él podía estar detrás de su malvado secuestrador.

Merlín.

¿Quién, si no, la atacaría en su propio país?

¿Merlín aún conspiraba contra ella? ¿Acaso su odio nunca dormiría, ni siquiera ahora, que había perdido a Arturo y enterrado a Amir? ¿También deseaba acabar con su vida? Miró la piedra amarilla, como un ojo, que adornaba el collar del druida y casi chilló de miedo.

Los guardias la empujaron hacia adelante. El desconocido la miró con un brillo frío y metálico en los ojos.

–Soy Tuath, el druida de estos pagos -anunció con brusquedad-. Os preguntaréis por qué estáis aquí, reina Ginebra.

Levantó una mano. Estaba horriblemente mutilada debido a una vieja herida de espada. Le faltaban el pulgar y el dedo medio, y el resto semejaba una garra.

–¿Os apetece un refrigerio? Pediré que traigan vino y comida.

–¿Vino y comida? – La incredulidad y la furia le proporcionaron las palabras que deseaba-. ¿Osáis insultarme con esta demostración de hospitalidad después de vuestro atropello? ¿Dónde están mis caballeros? Sé que resultaron heridos. ¿Qué habéis hecho con ellos?

–Están sanos y salvos, y bien atendidos. No temáis por ellos.

–¡Quiero verles para juzgarlo por mí misma! Exijo que me liberéis al instante. Ya sabéis quién soy. Por tanto, debéis conocer el castigo que implica secuestrar a una reina.

El hombre le dedicó una sonrisa carente de alegría.

–No constituye ningún delito, Vuestra Majestad, ayudar y aconsejar a una reina.

Ginebra quedó estupefacta.

–¿Acerca de qué?

El hombre se aproximó.

–Hemos conservado las costumbres de estas islas durante siglos. Una reina cambiaba de consorte y tomaba un nuevo rey cuando llegaba el momento. – Suspiró con satisfacción. Sus ojos rebosaban de deseo-. El joven que la reina desechaba nos era entregado, y lo sacrificábamos a los Dioses. Durante tres días y tres noches lo manteníamos colgado de un árbol y, al cabo, le arrebatábamos la virilidad con nuestros cuchillos de oro. Su semen y su sexo formaban una pasta que ofrecíamos a la tierra, y su sangre corría para dar vida a las nuevas cosechas. – Sonrió-. Cada año celebrábamos este rito.

–Señor, todo esto…

Mas el druida no escuchaba sus palabras.

–Después se fijó un plazo de tres años, y posteriormente de siete, para que el rey muriera. Más tarde todas las reinas perdonaron la vida a sus consortes y les permitieron vivir como guerreros. – De pronto sus ojos incoloros clavaron la vista en ella-. Y ahora las reinas permiten que un rey débil viva, aunque su debilidad socave el país. – Alzó la voz-. ¡Y eso no puede ser!

Ginebra sofocó una exclamación.

–¿Qué queréis decir?

–El alma de vuestro consorte es débil. Vos misma fuisteis testigo cuando Merlín desapareció. Sin su druida, Arturo era incapaz de actuar. Ahora ha vuelto a sumirse en el mismo letargo. Todo su deseo se ha transformado en debilidad del corazón. Vuestro Arturo ya no es capaz de ser rey, ni podéis conseguir que se porte como un hombre. Y hasta para un hombre de su poder -añadió con un brillo de éxtasis en sus ojos-, llega un momento en que ha de morir.

Ginebra retrocedió presa del pánico.

–¡Os maldigo por decir eso!

El hombre hizo caso omiso de sus palabras.

–Vuestra madre tenía sus predilectos y cambiaba de consorte cada siete años. Vos la amabais y afirmáis que honráis a la Gran Madre por encima de todo lo demás. – Su mano deformada se agitó como una garra y la cogió por la muñeca-. ¡Sin embargo transgredís sus costumbres! La ley de la Diosa determina que el caballero más digno ha de ser vuestro paladín. Cuando uno deja de cumplir con su deber, tenéis derecho a buscar otro. ¡Es vuestro deber sagrado!

Ginebra se soltó.

–No pienso deshacerme de mi marido porque padezca esa debilidad. ¡Yo seré fuerte por los dos!

–¿Por qué os aferráis a un amor que ha muerto, cuando deberíais ser fiel a Aquella que nos ha dado la vida? Cuando una mujer vive sin amor, se perjudica. En el caso de una reina, todo su país se convierte en una tierra yerma.

–¡No me habléis de mi país! ¡Gobernaré mi país como me plazca!

–Para eso necesitáis un guerrero, señora, no la sombra de un hombre. – Emitió una risa odiosa y se acercó más. Ginebra percibió en sus ropas el aroma a incienso de su última ceremonia, pero sobre todo el olor agrio a sangre y semen mezclados.

–¡Respetad vuestra naturaleza! No nacisteis para ser la esclava cristiana de un hombre fracasado. – Se aproximó aún más-. Sois una hija del Otro Mundo. Sois libre como vuestra madre para hacer lo que os venga en gana. Ella aceptó sin remordimientos todos sus actos de amor y placer, y lo mismo deberíais hacer vos.

Aquella despreciable garra le cogió la muñeca de nuevo. Estaba tan cerca de ella que, si tendía la mano, podría tocarle el cinto. Un frío pensamiento acudió a su mente. Si pudiera apoderarme de uno de sus cuchillos…

–¡Apartaos! ¡Abrid paso!

Se oyeron gritos en la puerta, el ruido de un puño masculino al golpear carne y un alarido.

–¡Abrid paso, imbéciles!

Las puertas dobles se abrieron de pronto y un grupo de caballeros irrumpió en la estancia. Lo encabezaba el último hombre al que Ginebra pensaba ver.

–¡Malgaunt!

Corrió hacia él y se arrojó a sus brazos.

–¡Oh, Malgaunt, gracias a Dios que habéis venido! – Rompió a llorar-. ¡Nunca me había alegrado tanto de veros!

53

Fue el momento más dulce de su vida. «¡Oh, Malgaunt -había exclamado ella-, gracias a Dios que habéis venido!» Se aferraba a él como si fuera su salvador, y él la había cogido por la cintura y apretado contra sí, como siempre había deseado…

Por fin conocería aquellos senos, aquel cuerpo, con los que había soñado durante veinte años. Ahora sería suya, y todo lo de ella sería suyo, y sería rey por fin, el rey del País del Verano, el rey Malgaunt…

Malgaunt esbozó una sonrisa de triunfo y la estrechó contra su pecho.

–¡Bien, druida! – le oyó exclamar Ginebra-. ¡Buen trabajo! La habéis traído aquí, y ahora es mía por fin.

* * *

–¿Vuestra?

Malgaunt no pudo contenerse. Su sonrisa delataba un júbilo que Ginebra jamás había visto en él.

–¡Sí, Ginebra! Mi druida lo ha leído en las estrellas. Estáis madura para un nuevo consorte, afirma, y todos los signos muestran que estáis dispuesta a tomar otro paladín y elegido. Por tanto, lo preparé todo y envié a Tuath con mis caballeros para que os raptaran en el bosque. – Un destello del antiguo Malgaunt asomó a su rostro-. ¡Me habéis hecho esperar mucho tiempo!

Se acercó a ella, y la pesadilla cobró vida.

–¡No, Malgaunt! – Ginebra se liberó-. No cambiaré a Arturo por otro hombre. Vuestro druida está loco por el mero hecho de pensarlo. Corrí hacia vos porque creí que habíais venido para rescatarme. Llevadme a Camelot, y olvidaremos este episodio. Os prometo que nunca más volveré a hablar de ello, pero llevadme a casa.

Malgaunt lanzó una ronca carcajada.

–¡Estáis en casa, Ginebra! Ahora sois mía, y aquí viviréis. Lo he escogido todo para vos, tal como lo teníais en Camelot. ¿No habéis visto vuestros vestidos y joyas, incluso vuestro perfume?

–¡No! – contestó la reina entre sollozos, pero él no la escuchó.

–Este es mi castillo, mi propiedad. Estáis en Dolorous Garde. Tuath es mi druida y os trajo aquí siguiendo mis órdenes. – Miró al druida, quien le dedicó una sonrisa mística-. ¿Loco? Tal vez, pero lo único que le preocupa es restaurar las viejas costumbres. Ha hecho voto de castidad. Añora los antiguos días de sangre y sacrificios humanos, cuando las reinas gobernaban solas, y él y los suyos tenían derecho a matar a los mejores hombres de la tribu. Nuestros propósitos se emparejaron cuando se me presentó esta oportunidad.

Tuath tenía la mirada clavada en ella, como hierro sobre fuego.

–Vos sois la mujer entronizada del País del Verano. Honráis a la Diosa cuando ofrecéis a un nuevo hombre la amistad de pernada.

–¡Eso nunca!

La voz profunda continuó.

–No tenéis hijos. Arturo no os dará ninguno. – Señaló su mano similar a una garra-. El príncipe Malgaunt es de la sangre real de nuestro país. Tomadle y engendrad un hijo doblemente real. Seguid las enseñanzas de la Madre y volved a ser madre.

¿Estaban locos los dos?

–¡Nunca! – exclamó Ginebra.

Malgaunt devoraba su cuerpo con la vista, como había hecho toda la vida.

–No os queda otra elección. – Sonrió-. Para el mundo, es como si estuvierais muerta… al igual que vuestro antiguo marido.

–¿Qué? – El vello de la nuca de Ginebra se erizó-. ¿Mi antiguo marido? ¿Qué queréis decir?

Malgaunt habló con calma, pero Ginebra percibió su entusiasmo en cada palabra.

–¿Qué creéis que he hecho mientras estabais aquí? He dirigido vuestra búsqueda con tal minuciosidad que todo Camelot os cree muerta, o perdida con los Puros en las colinas huecas. He enviado un mensaje a Arturo para comunicarle vuestra desaparición. Cuando regrese en vuestra busca, un trágico accidente acabará con su vida. – El príncipe estaba exultante-. Dentro de unos días, os encontraré vagando por el bosque, como si los Puros os hubieran dejado libre. Tal vez habréis perdido la lengua, pero estaréis viva, y todo el mundo se regocijará. – Rió de nuevo al ver la expresión que adoptaba Ginebra-. Creedme, Ginebra, si es necesario, os cortaré la lengua, y también las manos, con tal de impedir que contéis vuestra historia al mundo. No obstante sé que os avendréis a razones, ¿verdad?

Tuath asintió.

–Claro que sí. Todo el mundo comprenderá que la reina tome a su salvador, Malgaunt, como nuevo consorte.

–Sí. – Malgaunt quedó con la mirada perdida, abismado en sus sueños-. Después vos y yo anexionaremos el Reino del Medio a nuestro país, cuando reclaméis vuestro derecho como reina de Arturo. A partir de ese momento, nos proclamaremos reyes supremos de todas estas islas, como vos y Arturo habíais planeado. – Rió para sí y luego la miró con ojos penetrantes-. ¡Y todo por salir a celebrar el primero de mayo! – Intentó tomarla en sus brazos.

–¡No me toquéis! – Ginebra saltó hacia atrás y le escupió en la cara.

Malgaunt se llevó la mano a la mejilla y la miró con asombro.

–¿Después de todo lo que he hecho por vos?

–¿Todo lo que habéis hecho por mí? Malgaunt, no podéis obligarme a quereros, yo quiero…

A otro hombre, pretendía añadir, pero contuvo sus palabras.

–¿A Arturo? – bramó Malgaunt-. ¡Vos no queréis a Arturo! ¡No podéis, está acabado! – Ginebra abrió la boca para hablar, pero Malgaunt agregó-: ¿Creéis que me importa que no me queráis? Os he deseado toda mi vida. – Una sonrisa de amargura apareció en su cara-. ¡Os tomaré tanto si aceptáis como si no, Ginebra!

La reina sabía que su voz traslucía el pánico que sentía.

–¡Si yo no os importo, pensad al menos en vos! – Tenía que escucharla, tenía que comprender-. Sois el hijo de un rey, un príncipe de nuestra sangre. Sois un caballero de la Tabla Redonda, comprometido con el honor y la caballería. Nunca os amaré, Malgaunt. Preferiría cortarme el cuello a compartir vuestro lecho. ¡Si me poseéis, será una violación! ¿Cómo encaja eso con vuestro honor de caballero?

–Ginebra…

La cara de Malgaunt enrojeció de rabia. Las pupilas eran dos puntos negros, sembrados de estrellitas. Ginebra calló, temerosa de su ira.

–¡Así sea! Tomadme como queráis, Ginebra, pero debéis hacerlo. Quiero saber vuestra decisión esta misma noche.

* * *

–Santa María, Madre de Dios, reina del cielo, bendita seas entre todas las mujeres, porque el Señor está contigo…

Los labios de la abadesa Plácida se movían pronunciando la oración cuando salió de sus aposentos privados al pasillo, con la cabeza cubierta por la toca. En verdad que el Señor bendecía a Sus mujeres elegidas, y ahora incluso a mis inferiores, se maravilló, bendito sea Su santo nombre. ¡Que tales hombres hayan buscado cobijo en mi casa! Los grandes días que he imaginado ya se aproximan.

–¡Más brío, hermanas! – reprendió al trío de monjas que retiraban los restos de la comida-. Traed cuanto antes el queso, y más vino.

–¡Sí, madre!

Las novicias se alejaron corriendo como ratones, con la cabeza gacha. La abadesa sonrió con indulgencia. ¡Ay, la belleza de una casa de mujeres bien administrada, donde el orden y la disciplina se imponen por encima de todo!

Se detuvo un momento antes de reunirse con sus invitados. Una fea mueca apareció en su rostro cuando los últimos acontecimientos se abrieron paso en su mente. Se estremeció. ¡Qué dura prueba me habéis infligido, Señor, qué tormento para vuestra fiel servidora!

Frunció el entrecejo.

Tener que averiguar la verdad sobre la hermana Ana. Verse obligada a tolerar la visita de los oficiales del rey para que investigaran el aquelarre que aquella bruja había formado en el seno de su santa casa. Tener que interrogar a todas y cada una de las hermanas y purgar todo el convento de la maldad que aquella perversa había causado.

Los dedos de la abadesa se crisparon mientras recordaba. Su vara apenas había descansado en todo aquel tiempo, pero se había acostado cada noche con la grata sensación del deber cumplido. Y el bien había prevalecido sobre el mal. Sus esfuerzos incansables habían devuelto la paz al convento.

El rostro de la abadesa se animó. No hay mal que por bien no venga, loado sea el Señor. Los caballeros del rey habían dejado claro que aquella perversidad no era culpa de ella. El hermano Juan había acudido cuanto antes para confesar a las monjas y ayudar a restaurar el bien. Ahora él y el padre abad de Londres estaban allí, bajo su techo. Una prueba positiva de que el pasado había sido perdonado.

Qué hombres… Qué hombres tan grandes…

La abadesa inspeccionó el futuro paisaje de sus sueños. Más dinero, más de todo cuanto llegaba de Roma, todo el mundo lo sabía. Los monjes habían sido facultados para ordenarse sacerdotes, y sus diminutos rebaños aumentaban cada día. Habría obispados y arzobispados, nuevas sedes y diócesis, y el hermano Juan y el padre abad eran los hombres que asumirían aquellas funciones.

No había mejor momento para la obra de Dios. El Señor estaba de su parte, los acontecimientos estaban en sus manos. Bastaba pensar en el asunto que había llevado a los dos monjes a hacer un alto en el convento para pernoctar. La abadesa ladeó la cabeza y oyó el rumor de conversaciones procedentes de la sala. Estaba segura de que las hermanas no interrumpirían el flujo de comida y vino. Había llegado el momento de reunirse de nuevo con sus invitados.

–Vos la visteis, por supuesto -decía el padre abad cuando la abadesa entró. Después de una buena cena monacal, su rostro enjuto había perdido parte de su aspecto cerúleo. Otra satisfacción iluminaba sus ojos.

El hermano Juan sonrió con amargura.

–En su supuesta coronación -admitió-, cuando la arpía me chilló delante de todo el mundo. Un virago, padre, os lo prometo. Sólo Dios sabe lo que el rey Arturo vio en ella.

El padre abad reprimió un suspiro. ¿Es que aquellos bretones nunca comprenderían las costumbres de los hombres? Un monje tenía que aprender a reconocer el pecado de las mujeres. De lo contrario, nunca llegaría a saber cómo las hijas de Eva seducían a los hombres, cómo les arrastraban a perder su alma inmortal. La reina era una bruja, por supuesto, además de una ramera, como todas las mujeres del País del Verano. No obstante, tenían que abordar ese problema.

–Una mujer inteligente, no obstante -repuso-. Al fin y al cabo, indujo al rey Arturo a casarse con ella de buenas a primeras. – Frunció el entrecejo-. De ese modo sumó otra década a nuestros esfuerzos. En un primer momento pensé que le habíamos ganado para nuestra causa.

–Y así será, padre -intervino la abadesa Plácida.

El padre abad no le hizo caso y prosiguió.

–Dios nos lo ha enseñado, mediante estas claras señales. – Alzó la mano derecha-. Una, que acabó con la reina pagana, la madre de ésta. Dos, que ha denegado una heredera. Tres, que tomó la vida del único hijo que tenía esta reina, y cuatro, que ahora ha provocado su desaparición, con lo cual Arturo caerá en nuestras manos.

Hizo una pausa. Estaba preocupado. ¿Llegarían a tiempo? Hemos acudido lo más deprisa posible, oh, Señor, rezó. Concédenos la oportunidad de aprovechar la pérdida de Arturo, porque es nuestro, lo ha sido desde el principio. ¡Si queremos conquistar este país, ha de ser nuestro!

Levantó la vista y se dio cuenta de que el hermano Juan le leía el pensamiento. Sostuvo la mirada del monje, y compartieron una imperceptible esperanza. Para admiración de la abadesa, dos mentes y dos bocas se movieron al unísono.

–¡Ojalá Dios nos conceda ganar la batalla por el alma de Arturo!

* * *

–¡Alejaos de mí, Malgaunt! No os saldréis con la vuestra, reteniéndome prisionera aquí no conseguiréis que ceda.

–¿Prisionera, Ginebra? – Malgaunt se divertía-. ¡Qué tontería, querida mía! Sois la reina del castillo y tendréis un nuevo rey esta noche.

–Malgaunt, nunca…

–Oh, ya lo creo que sí. ¿Qué me decís de vuestra criada, Ina? No querréis que le pase nada, estoy seguro. – Se volvió hacia el druida-. Tuath ha hecho voto de castidad, pero hay un puesto de guardia lleno de hombres que, antes al contrario…

–¡Mi señor!

Un paje entró en la sala corriendo sin aliento.

–Príncipe Malgaunt, os requieren en las almenas. Un desconocido se acerca por el bosque ondeando una bandera blanca, a lomos de un caballo blanco…

La sangre de Ginebra cantó al ritmo de los latidos de su corazón.

–¡Que todos los dioses sean loados!

* * *

–¡Por aquí! ¡Mirad allí!

Ginebra apenas oía los gritos perentorios de la guardia. El aire que circulaba en las almenas le resultó tan fresco como el vino después de su largo encarcelamiento, y el sol del atardecer era cegador. A lo lejos divisó a un jinete solitario que atravesaba al galope la planicie, recto y puro.

Cabalgaba con el visor bajado. El cuerpo sin rostro cubierto por la armadura era el de Arturo cuando apareció por primera vez en su vida, pero el cuerpo esbelto sentado sobre la silla no era el del rey.

Malgaunt perdió el color, y sus ojos se vaciaron de toda expresión, excepto de odio. Sin embargo, habló con voz fría cuando se volvió hacia Ginebra.

–Sir Lanzarote -dijo con afabilidad-. Es una pena que deba morir.

Ginebra lanzó una carcajada de triunfo.

–Tenéis que estar loco, Malgaunt. En Camelot sabrán que viene hacia aquí.

Malgaunt se encogió de hombros.

–Pero no sabrán qué ha ocurrido si no vuelve. Cuarenta flechas le apuntan en este momento. Cien espadas le aguardan en el patio. Cuando llegue, le diréis que estáis aquí por vuestra voluntad, o mis hombres le despedazarán.

Para salvar su vida, más mentiras…

–¡Liberad a mis caballeros! – exclamó Ginebra-. ¡Ordenad que los trasladen a los aposentos contiguos a los míos, y yo le alejaré y salvaré así vuestra miserable vida!

–Conque mi miserable vida, ¿eh?

Por un segundo Ginebra temió haber hablado demasiado, pero Malgaunt dominó su rabia, se volvió, la cogió por el codo y la obligó a bajar.

Descendieron por muchos escalones, tan deprisa como si Malgaunt pretendiera que cayera y se rompiera el cuello. Cuando llegaron al patio, Ginebra temblaba debido a la intensidad de su deseo de venganza.

En las almenas, cuarenta arqueros apuntaban sus flechas a la puerta por la que Lanzarote debía entrar. En el suelo, cien caballeros estaban preparados para recibirle con la espada. Malgaunt estaba de pie delante de la entrada, con un brazo sobre los hombros de Ginebra, pero su mano la agarraba por el cuello. El druida Tuath aguardaba al otro lado de Ginebra, y los caballeros tenían la vista fija en la cara de su jefe, a la espera de la señal.

Oh, Lanzarote…

Vio que atravesaba el portal en dirección a ella. Tenía miedo de respirar por si estallaba en mil pedazos debido a la alegría de verle, de tenerle de nuevo a su lado…

Lanzarote…

El caballero atravesó el puente levadizo y entró en el patio.

Lanzarote, mi amor…

El corcel blanco se detuvo. Salía espuma de su boca, y tenía los costados manchados de sangre. Con la espada desenvainada, Lanzarote miró a Malgaunt. No posó la vista en Ginebra.

–¡Bienvenido a Dolorous Garde, sir Lanzarote! – exclamó Malgaunt con falsa afabilidad-. La reina y yo nos alegramos de veros. ¿Qué os trae por aquí?

–Príncipe Malgaunt, sé lo que habéis hecho. – Lanzarote estaba muy pálido, transfigurado por la rabia-. He venido para acusaros de traicionar a la reina, una desgracia para el buen nombre de la caballería y una vergüenza para la humanidad. Os desafío a combate singular. Si os negáis, haré público vuestro deshonor a lo largo y ancho de este país.

La mano de Malgaunt se tensó involuntariamente sobre el cuello de Ginebra. Forzó una risa desdeñosa.

–¿Me desafiáis, sir Lanzarote?

–Mi señor -susurró Tuath-, a una señal de mi mano, caerá bajo cincuenta espadas. Morirá. ¿De qué sirve su desafío?

Ginebra sintió que se le erizaba el vello de la nuca.

Lanzarote se irguió sobre los estribos y paseó la vista alrededor. En los cuatro lados del patio, las elevadas paredes del viejo castillo estaban sembradas de ventanas, balcones y galerías. Un palacio como Dolorous Garde albergaba un millar de oídos. Todos los caballeros y soldados de Malgaunt, sus criados y doncellas, cocineros y mayordomos, lavanderas y pinches estarían escuchando.

–¡Os llamo cobarde, príncipe Malgaunt! – tronó Lanzarote-. ¡Y todos los hombres lo harán, si no me contestáis! Escoged la hora, lugar y arma, y nos encontraremos en el campo de honor. ¡No puedo pasar por alto esta ofensa a la reina!

–Ah, sí, la reina. – Malgaunt se mostraba impertérrito, pero el guante de malla se cerró sobre la nuca de la reina-. Aún no habéis escuchado a la reina.

–¿A la reina? – Lanzarote lanzó una carcajada de desprecio-. ¡No me importa lo que diga la reina!

Ginebra no pudo contenerse.

–Sir Lanzarote -dijo con frialdad-. ¿Por qué estáis tan enfadado? ¿Cuál es el motivo?

–¿Por qué estoy enfadado? – De pronto volvía a ser un niño, desconcertado y torpe-. ¿Qué estáis diciendo, señora? No lo entiendo.

Ginebra forzó una amplia sonrisa.

–He venido invitada por mi pariente. Él y yo estamos en paz. No se me ocurre qué os ha traído aquí.

–¡Vaya! – Sus ojos llamearon, y enrojeció hasta la raíz del cabello-. ¿No estáis aquí contra vuestra voluntad? Yo pensaba… -Se interrumpió y se mordió el labio, como un niño sorprendido en falta. A continuación la miró a los ojos-. ¿Me juráis…? ¿Me prometéis, Majestad…?

–¡Sí, desde luego! – Ginebra rió, un sonido aborrecible a sus propios oídos-. Temo que habéis entendido mal la situación, Lanzarote. – Ginebra apenas podía soportarlo.

Lanzarote apretó los dientes.

–Entonces ¿vos y el príncipe Malgaunt estáis de acuerdo…? – Clavó en ella la mirada-. De haberlo sabido, no habría…

–Habéis jurado ser mi caballero -interrumpió Ginebra-. ¿Debo daros las gracias por vuestras buenas obras?

Lanzarote enrojeció de nuevo.

–No, señora. Perdonad mis irresponsables palabras.

El dolor era más intenso que nunca.

54

–Lo que vos digáis, mi señora. Buenas noches, y que descanséis bien.

Sir Bors yacía en la cama, tembloroso, y vio la forma de Ginebra alejarse. Se acurrucó bajo la manta y maldijo la fiebre que le atormentaba. Había recibido muchos cortes y golpes, bien lo sabía Dios. Era un misterio por qué el encantamiento de la banda de caballeros del druida le había dejado tan débil y trémulo, al borde de las lágrimas. La oscura celda donde le habían encerrado era espantosa, pero detestaba que le hubieran sacado de la cama para trasladarlo a sus nuevos aposentos, contiguos a los de la reina. Le aterrorizaba la posibilidad de que la herida volviera a abrirse debido a los movimientos.

Miró a Ginebra con desesperación. Sabía que sólo había pretendido ayudarles al sacarles de las mazmorras subterráneas y alojarles con ella, bajo su vigilancia, pero ¿y si contraía su enfermedad, aquella fiebre, fuera lo que fuera?

Sus palabras de consuelo también albergaban buenas intenciones: «Mis señores, vuestro primo ha llegado. Buenas noticias, sir Kay, Lanzarote ha llegado.» Era bueno saber que Lanzarote estaba allí; mejor aún, estupendo. Sin embargo la reina no parecía complacida cuando se lo comunicó. Pobre señora, hacía mucho que no dormía, pensó Bors con tristeza, y el rubor de sus mejillas, el brillo anormal de los ojos, todo sugería que ya tenía fiebre, ya había contraído algún mal.

Contempló su pulcra habitación blanca, sabedor de que en el mismo pasillo blanco se alojaban sus compañeros, sir Kay y Lionel. Sabía asimismo que sólo debía llamar para que Ina se presentara, pues estaba instalada en la cámara más cercana a la de la reina. Sólo una antecámara separaba a los cuatro de la cámara real, en el lado opuesto del aposento. Bors movió la cabeza y trató de acomodar su cuerpo dolorido. Bien, la reina no sufriría tanto en su lecho, eso era seguro, y estaría más tranquila sabiendo que su paladín, sir Lanzarote, había llegado.

* * *

–Dejadme, Ina.

La doncella se humedeció los labios y se alejó en silencio. Diosa, Madre, se preguntó, ¿qué le ocurre a la reina? No podía estar tan preocupada por sus caballeros. Sir Bors tenía fiebre, cierto, pero era joven y sano, pronto se recuperaría. Los demás se recobraban bien de las heridas y golpes recibidos en el bosque, y sir Lanzarote había llegado para rescatarlos.

Sin embargo la reina… Mientras la observaba con disimulo al tiempo que arreglaba las sábanas de la cama perfumada de lavanda, Ina no acertaba a comprender lo que sucedía. Después de todo lo que habían padecido, ¿a qué venían ahora aquellos lloros? A juzgar por el temblor de sus manos, alguien podría pensar que tenía fiebre, pero había rechazado las pociones y los bálsamos calmantes que le había ofrecido Ina.

«Dejadme, Ina», fue lo único que dijo.

Ina resopló. ¿Dejarla sola, junto a la ventana, a la fría luz de la luna, deshecha en llanto? La reina, su madre, nunca habría actuado así. Ina se armó de valor.

–Mi señora…

La voz de Ginebra era tan distante como la luna. – Dejadme, Ina. Ya os llamaré cuando os necesite. Ahora, dejadme.

* * *

Tenéis que dejarme…

Sabía que había ofendido a Ina con su brusco rechazo, pero no podía remediarlo. Ya no podía remediar nada.

De pronto sentía la fuerza de la maldición que Merlín había pronunciado cuando Arturo luchó a muerte contra Malgaunt. «Si perdonáis la vida a este hombre -había dicho Merlín a Arturo-, sufriréis por ello durante toda vuestra vida. Está escrito que Malgaunt destruirá vuestra paz. Os robará vuestra mejor joya y dejará en su lugar una pálida imitación. Y todo esto porque le habéis perdonado la vida.»

Había querido impedir que su lecho conyugal se manchara con la sangre de su pariente. Se lo había querido ahorrar a Arturo tanto como a Malgaunt y devolver bien por mal en el día de su boda, mas la maldad de Malgaunt ya había tejido su tela. La paz de Arturo había quedado destruida cuando los actos de Malgaunt habían provocado la llegada de Lanzarote.

Ella había huido como una niña por temor al amor de Lanzarote, pero la fuerza del hado lo había arrastrado hasta allí, y su amor por Arturo se había derrumbado.

Su amor había sido la joya en la corona de Arturo. ¿Y qué quedaba ahora, sino una burda imitación?

* * *

Ginebra, sola en su dormitorio, estaba sentada ante la ventana, presa de un dolor demasiado profundo para derramar lágrimas. Lanzarote, su señor, su esperanza, su amor, había venido a por ella. Había acudido como las celidonias en primavera, como el primer copo de nieve, y ella le había mentido y enviado lejos.

¿Para salvarle la vida?

Pero ¿él lo sabía? ¿Alguna vez lo sabría?

Lanzarote le había ofrecido sus servicios de nuevo, y ella había abusado de su confianza. ¿Volvería algún día a confiar en su señora? ¿Lo haría ella, en su lugar?

Ginebra se puso en pie, agarró los barrotes de hierro de la ventana y apoyó su cabeza febril contra el cristal. El jardín se adormecía a medida que caía la noche. El perfume de las rosas era más intenso a esa hora, y el calor del día abandonaba las viejas paredes de piedra. La luz de la vela arrojaba su resplandor en la oscuridad. Abajo, el mundo estaba en paz.

Notó los barrotes de hierro fríos y ásperos al tacto. Gimió. Todavía era una prisionera, aunque Malgaunt había retirado a sus guardias tras la llegada de Lanzarote. Sin embargo, aquella estancia era un lugar seguro para ella, y después de la escena ocurrida en el patio, se había alegrado de refugiarse allí una vez que hubo rechazado la invitación a cenar con Malgaunt y Lanzarote en el salón.

No obstante no podía escaparse de sí misma; de ese amor, de esa vergüenza, de esa enfermedad que la aquejaba.

Gimió en voz alta.

Su única esperanza era que él no lo supiera.

* * *

A Lanzarote le palpitaban las sienes cuando salió al exterior. ¡Dolorous Garde! Un nombre muy apropiado para aquel lugar.

Acudir en ayuda de la reina para descubrir que no se encontraba en ningún apuro… Ser reprendido con una sonrisa peor que cualquier expresión ceñuda… Para después tener que comer y beber con el tío de la reina, el cerdo de Malgaunt… ¡Diosa, Madre, aquélla no era la vida de caballería con que había soñado!

Alzó la cara hacia la luna, dejó que el frío aire de la noche bañara su piel atormentada. Cuando servía a la reina Aife, ésta trataba a todos sus caballeros como a siervos. Era un ama severa, y sus hombres padecían, porque les exigía mucho, pero nunca se encontraron sumidos en la perplejidad en que se hallaba él.

Un sollozo escapó de sus labios mientras vagaba por el castillo. Pasó bajo arcadas y atravesó puertas hasta llegar a un jardín silencioso encerrado entre muros de piedra. En el centro, un gran espino sembraba de estrellas la hierba. Cruzó la pequeña cancela de hierro y se sintió solo y seguro por fin. El perfume de las rosas de junio que trepaban por las paredes impregnaba el aire. Desde el cielo, las estrellas indiferentes le miraban. Cortó una rosa y la aplastó en su mano. La profunda dulzura de los pétalos rotos invadió su puño. Alzó la vista hacia las estrellas, abrió el corazón y lloró.

* * *

Ella lo vio acercarse procedente, al parecer, de un tiempo anterior al tiempo; primero, una figura oscura bañada por la luz dorada y plateada, luego la forma esbelta a la que amaba con tanta desesperación; después el aleteo de su capa, el destello del collar que rodeaba su cuello, y por último el brillo castaño de su cabello, y su cara larga y atormentada. Estaba en el jardín, debajo de su ventana, los ojos brillantes de lágrimas, esperando a que le llamara, Ginebra estaba segura.

Se mantenía inmóvil en un silencio que ella no acertaba a romper. La sangre latía en sus venas, y pensamientos atolondrados recorrían su mente. Ojalá pudiera reclamarle otra persona que no fuera yo.

Acarició el vestido de seda verde bosque, que aún no se había cambiado desde que la apresaran. Ojalá llevara algo mejor, ojalá hubiera sabido que vendría en mi rescate. Pero, aunque Lanzarote se fijara en su atuendo, ¿acaso le importaría?

Ginebra elevó la vista hacia el cielo. La media luna centelleaba sobre el horizonte, y un pálido fuego ardía en el cielo.

Venid.

Desde las mansiones etéreas de la luna y las distantes regiones del mundo entre los mundos, él la llamaba. Podía oír el suave e insistente susurro de la vida.

Venid.

Abrió la ventana y susurró:

–¡Lanzarote!

El aludido se sobresaltó como un ciervo, y su mano voló hacia la espada. Después entró en el charco de luz que surgía de la ventana, pálido y frío como una piedra.

–¿Por qué os marchasteis? – preguntó con aspereza el caballero, mirándola con los ojos doloridos de un niño-. Soy vuestro caballero. ¿Por qué me alejasteis, por qué abandonasteis Caerleon sin avisar?

–Pensé…

Lanzarote descargó su rabia.

–¿Por qué me mentisteis? ¿Por qué me mentisteis y engañasteis? – Corrió hacia la pared y aferró la hiedra con desesperación-. Yo… -Comenzó a trepar sin el menor miedo-. ¡Me enviasteis al rey con un mensaje inexistente! Ordenasteis que permaneciera en Caerleon hasta que vos volvierais. ¡Queríais alejarme de vos! ¿Por qué? ¿Tenéis un amante? ¿Otro caballero?

La ira de Ginebra era comparable a la de él.

–Si sois mi caballero, que me ha jurado amor y lealtad -exclamó poseída por una lógica irracional-, ¿qué hacéis aquí, si ordené que os quedarais?

Impulsado por el deseo y el dolor, Lanzarote había llegado al antepecho de la ventana, casi podía tocarla ya.

–Porque pensé que estabais en peligro, porque debía saber cuáles eran vuestras intenciones, porque no podía soportar la vida sin vos.

–Oh, Lanzarote…

El caballero lloraba a lágrima viva, pese a sus denodados esfuerzos por contener el llanto.

–Por más que tratéis con crueldad a vuestro caballero, sigo atado a mi juramento. ¡A donde vos vayáis, iré yo!

Tendió las manos hacia ella como un niño desamparado.

Ginebra notó que se le saltaban las lágrimas.

–¿Cómo me habéis encontrado?

Lanzarote afirmó los pies sobre la hiedra y aferró los barrotes de hierro. Ginebra apenas podía soportar su mirada franca y ofendida.

–¡Señora, os habría encontrado en cualquier rincón del mundo! Cuando llegué a Camelot, me dijeron que os habíais perdido en el bosque, que nadie estaba más apesadumbrado que el príncipe Malgaunt. Sin embargo, el príncipe es el siguiente aspirante al trono en la línea sucesoria. Cuando me contaron que tenía un castillo al otro lado del bosque, supe adonde debía ir. Sabía que os encontraría aquí.

–¿Lo supisteis? ¿Cómo?

Ginebra se apoyó en el antepecho de la ventana. La cercanía del hombre la atormentaba.

Lanzarote meneó la cabeza con tozudez, igual que un niño.

–Lo supe.

Alzó la vista y la miró con fijeza. Ginebra comprendió que estaba escrutando su alma. Tenía los ojos de un castaño púrpura moteado de avellana y oro, y la cara mojada de lágrimas. Ginebra alzó la mano hacia sus labios, como la noche en que se habían conocido, y luego la dejó caer.

El aire era tibio, y la tensión entre ambos un hilo a punto de quebrarse. La expresión de Lanzarote era suplicante, y ella con testó sin palabras. Lanzarote tiró con furia de los barrotes, hasta que encontró uno clavado con menos firmeza en la piedra. Forcejeó con él hasta que su frente se cubrió de sudor, y el hierro se tino de algo oscuro que debía de ser su sangre.

Ginebra tuvo ganas de reír, llorar, bailar.

Esto sí es amor… Bienvenido, amigo, tanto si me deparáis crueldad como ternura.

Bienvenido, amor.

Ojalá se nos procure la paz de amar y no perder, de dar y no arrepentirse. Ojalá este nuevo sentimiento crezca y florezca entre nosotros, y llegue a ser lo que ha de ser.

Sentía que estaba convirtiéndose en la mujer que había soñado ser, avanzando hacia su hombre ideal. Oyó su respiración entrecortada cuando arrancó el barrote de la argamasa. Lanzarote emitió un gemido de cansancio, y Ginebra vio que el metal oxidado le había desollado la palma de las manos. Las venas se destacaban en sus sienes, y sus ojos albergaban un brillo del Otro Mundo, pero ningún hombre se le habría antojado tan bello en aquel instante.

Lanzarote se izó, pasó entre los barrotes que aún quedaban en pie y saltó al interior de la estancia con un único movimiento sinuoso. Cuando avanzó hacia ella, Ginebra observó que tenía las manos manchadas de sangre.

Corrió hacia él y le tocó el rostro. Notó húmeda la piel de su sien. Daba la impresión de que las comisuras de sus ojos aguardaban sus caricias, y experimentó deseos de acariciar el contorno de sus pómulos hasta el día de su muerte.

Posó la mano sobre su nuca, y Lanzarote se estremeció. Ginebra bajó el rostro del caballero hacia el suyo y apoyó un dedo sobre sus labios. Lanzarote se apoderó de su mano y la apretó contra su boca. A continuación la estrechó entre sus brazos como un hombre anhelante y la besó por primera vez.

En el exterior, la luna brillaba sobre matojos de espino blanco y rosas provistos de hojas plateadas, cuyas ramas cantaban. La sutil fragancia de los retoños de manzano impregnaba el aire. Ginebra besó la boca de Lanzarote con avidez, y el deseo se apoderó de su cuerpo. Le besó de nuevo, loca por poseerle. Oh, amor mío, amor mío…

Lanzarote profirió una exclamación ahogada y retrocedió, pero al instante siguiente la atrajo hacia sí.

–¡La gloria de la primavera resplandece sólo en vos, y el esplendor de las estrellas habita en vuestros ojos! – susurró-. Sois la mujer de mis sueños, el amor que he ansiado toda mi vida, pero estáis casada, sois la esposa del rey.

Oh, señora, señora, ¿qué quiere decir eso?

–Silencio -pidió Ginebra-. Silencio, amor mío.

Besó la sangre que brotaba de su mano y le arrastró hacia la cama.

55

Se detuvieron junto al lecho y se besaron como personas ansiosas del cuerpo del otro desde el principio de los tiempos. Los besos de Lanzarote eran apasionados y ávidos como los de un adolescente, y Ginebra notó que su pasión aumentaba a cada instante. Le tomó la cara entre las manos, temblorosa. Su barba incipiente le cosquilleó los dedos, pero la piel de sus sienes y del tierno hueco de su garganta era tan suave como la gamuza.

Tuvo ganas de llorar cuando le acarició el cabello. La nuca de Lanzarote era tan sedosa como el plumón, y sus caricias hicieron que el joven se estremeciera. Ella le rodeó entre sus brazos, y Lanzarote la aferró con fuerza y la levantó del suelo.

–¡Ay, señora! – susurró-. ¿Estoy soñando?

Exhaló un suspiro y sepultó la cara en su garganta. Abrió con los labios un sendero de besos alrededor de su cuello. Bajo el vestido, la piel de Ginebra se tensó, hambrienta de caricias. Lanzarote apoyó una mano sobre un seno, y el cuerpo de Ginebra se incendió de deseo.

Arrojó al suelo su tocado y el velo. Mientras levantaba la boca hacia la de él, su cabello se derramó como una cascada. Lanzarote exploró su boca, y ella saboreó sus labios sensuales, su lengua insistente. Entonces él la cogió en brazos y la depositó sobre la cama.

A horcajadas sobre ella, desabrochó con destreza los cierres de su vestido. Un doloroso recuerdo pasó por la mente de Ginebra. Arturo forcejeó con mis botones la primera vez que me hizo el amor. Después Lanzarote subió la seda verde hasta su ombligo, y enseguida Ginebra quedó tan desnuda como un lirio en su envoltura de hojas. Rodeó el cuello de Lanzarote con sus brazos, le miró a los ojos y no volvió a pensar en Arturo.

Cuando el vestido cayó al suelo y quedó desnuda ante él, Lanzarote emitió un gemido gutural. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Los pechos de Ginebra eran blancos y rotundos, sus pezones rosados y dulces como besos en la noche, ansiosos de sus caricias. En su cuerpo, en sus ojos, en todos sus movimientos y jadeos, Lanzarote sentía el clamor de su amor y necesidad. El sonido de su nombre apenas llegaba a sus oídos. Ginebra lo canturreaba casi para sí mientras le estrechaba entre sus brazos.

Su deseo por él era arrollador. Lanzarote le acarició los pezones, que se pusieron erectos de inmediato. Ginebra buscó sus dedos y los cerró sobre sus senos hasta que gimió de dolor. Después, le acostó a su lado y le abrazó.

Le acarició la espalda, los costados y, tan pronto como su mano encontró la abertura de la camisa, sus dedos recorrieron el pecho del caballero. Lanzarote se puso en pie de un brinco, se liberó de la túnica y la camisa, se quitó a toda prisa los calzones y las botas.

Desnudo, era blanco y dorado como un dios. Una gota plateada brillaba sobre la punta de su sexo. Era como un ser del Otro Mundo. Se agachó y la desembarazó de su último resto de recato. Por último se tendió a su lado y derramó una lluvia de besos sobre su piel temblorosa.

El tacto de sus labios era como el sol en primavera, después del invierno más largo que ella había conocido. Lanzarote exploró con ternura el triángulo perlado de rocío de su entrepierna, hasta que ella se retorció bajo su mano. Ginebra notó que se humedecía de placer, y una niebla de lágrimas acudió a sus ojos. Se aferró a su cuero, atrapada en una tormenta de emociones, amor o miedo; era incapaz de descifrarlo. Por un momento, la imagen de Arturo atravesó su mente como un cuchillo, y contuvo el aliento, apesadumbrada. ¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué estoy aquí?, gimió para sí. Entonces Lanzarote reiteró sus caricias, y Ginebra ya no pudo pensar más.

Cabalgaba sobre la cresta de las olas del deseo, que la arrastraban a las profundidades. Lanzarote la penetró con creciente frenesí, hasta que Ginebra ya no supo dónde terminaba su cuerpo y empezaba el de ella. Respiraban al unísono, de manera entrecortada y jadeante, y su mutua necesidad no admitía límites. Ginebra abrió los brazos y exclamó:

–¡Amadme, Lanzarote, amadme, amadme ahora!

Él también gritó, y ahondó en sus entrañas, y el mar rugiente arrastró a los dos.

* * *

Después, dormitaron uno en brazos del otro. Lanzarote la estrechaba con ternura, pero ella percibió la incertidumbre y el asombro en su voz.

–¿Cuándo lo supisteis?

Ginebra acarició con la yema de los dedos la suave piel de sus párpados. Sus ojos eran del azul de las campánulas en primavera.

–En cuanto vi vuestros ojos.

Lanzarote reflexionó un momento.

–¿La primera vez que nos vimos, en el bosque? ¿Cuando llegué con Bors y Lionel?

–Exacto. Habría yacido con vos en aquel instante.

El caballero guardó silencio. Una cruel angustia se apoderó de Ginebra. Lanzarote podía poseer a cualquier mujer, una de su edad que aún no hubiera sido madre, que no llevara las señales de la maternidad en la piel. Tal vez, ahora que ya había hecho el amor, odiaba su cuerpo. Tal vez no la amaba, nunca la había amado… Habló con un gran esfuerzo.

–¿Y vos? ¿Cuándo lo supisteis?

El silencio se prolongó, hasta que Ginebra sintió la tierra temblar y un abismo se abrió entre ellos. Lo aferró con todas sus fuerzas.

–Lo sabéis, ¿verdad? ¡Decid que lo sabéis!

Lanzarote abrió los ojos.

–Vos lo sabíais -dijo mientras la estrechaba-. Con eso es suficiente.

Ginebra comprendió que no era la última vez que sentiría aquel dolor.

* * *

¿Cuál era?

¿Cuál de sus caballeros era el amante de Ginebra?

Malgaunt daba vueltas en su cámara como un lobo atrapado mientras la misma pregunta martilleaba en su cabeza.

Tenía que ser uno de ellos. Lo había meditado durante toda la noche y siempre había llegado a la misma conclusión: Ginebra tenía un amante, y él debía averiguar su identidad.

No había otra explicación para el desarrollo de los acontecimientos. Tuath, su druida, la había visto madura para el amor. Arturo le había fallado, y ella tenía que elegir otra vez. Sin embargo, no le había escogido a él.

La furia se almacenaba en su corazón.

Sabía por qué.

¡Ginebra ya había elegido, maldita fuera su alma! El nuevo consorte que Tuath había visto en las estrellas ya había invadido su corazón antes que él, Malgaunt, incluso había llamado a sus puertas.

¿Por qué le rechazaba, si no? Sí, siempre se había mostrado fría con él y fingido que era el último hombre de la tierra para ella, pero Ginebra sabía tan bien como él que estaban destinados a unirse, a gobernar juntos, a enmendar los errores del hado, que la habían llevado a ser reina, cuando era él quien debía ser rey. Tan pronto como ella le aceptara en matrimonio, ambos obtendrían lo que siempre habían deseado. Serían el señor y la señora del país del Verano, la evidente solución del destino a su caprichosa travesura. ¡Ella debía saberlo, era evidente!

Era cierto que no había tenido más remedio que renunciar cuando Arturo apareció, pero eso fue otra travesura de la fortuna, enviar a un joven aventurero para que le arrebatara la presa cuando ya la tenía en sus manos. No estaba preparado para la aparición de un rival, de modo que casi cualquiera habría podido derrotarle. No obstante, con el tiempo llegó a comprender la belleza del plan de la Dama Fortuna. Cuando Ginebra se casó con Arturo, otro reino se sumó al suyo. Ahora, bastaría con que Arturo sufriera un accidente, y los dos países serían de Ginebra. Y de él.

Dedicó un momento a meditar sobre el fin de Arturo. ¿Cómo debería morir? Nada demasiado sencillo, en memoria de Amir. Un hombre capaz de matar a su propio hijo, reflexionó Malgaunt, incapaz de salvar a su descendencia de los vikingos, merecía la peor de las muertes. Tendría que ver la proximidad de su muerte, saber que su vida iba a terminar y comprender el motivo. Entonces Ginebra sería libre; libre para unirse a Malgaunt, su verdadera pareja desde el principio de los tiempos.

De pronto la sangre se acumuló en sus venas y vibró detrás de sus ojos.

¿Quién era el nuevo consorte, el nuevo amante? Tenía que ser uno de los tres caballeros prisioneros, los que la habían escoltado en su excursión al bosque.

Lanzarote quedaba descartado, aunque había sospechado de él en el momento de su aparición. No, el paseo del primero de mayo que Ginebra había planeado tenía como objetivo conducir a su nuevo amante hasta un escondite secreto. Los otros dos caballeros serían sus encubridores y centinelas de su escaramuza amorosa. Con Arturo lejos, Ginebra podía entregarse al placer. Si Lanzarote hubiera sido su elegido, nunca le habría dejado en Caerleon.

¿Cuál?

Kay no. Era demasiado bajo, moreno y sarcástico. La Ginebra a quien conocía nunca tomaría como amante a un hombre de lengua acerada, pues necesitaba ser adorada. Además, Kay era un tullido. Por más hambrienta que estuviera de un hombre, pensó Malgaunt con brutalidad, Ginebra nunca se abriría de piernas a un lisiado.

¿Bors, pues? No era tan apuesto como Lanzarote, pero sus melancólicos ojos castaños y su cuerpo bien formado satisfarían a cualquier mujer. Bors, sí, tal vez.

De todos modos, el más probable era Lionel. Era menos rudo que su hermano, y Ginebra preferiría a un hombre más débil. Por otra parte, su cabello era del color castaño claro que tanto gustaba a Ginebra, y tenía un cuerpo largo y esbelto… que en aquel mismo momento estaría utilizando para su placer, sin duda. A menos que la herida del brazo fuera más grave de lo que parecía, no habría perdido el tiempo. En aquel mismo instante, concluyó Malgaunt con desesperación, debía de estar entre las sábanas de la dama.

La imagen de Ginebra acostada con su amante, al que enlazaba entre sus largos brazos, encendió una hoguera en la mente de Malgaunt.

–¡A mí la guardia! – exclamó.

Un soldado se sobresaltó y a punto estuvo de desplomarse dentro de la estancia.

–¡Enviad un destacamento a los aposentos de la reina! – ordenó Malgaunt-. ¡Traedme a un capitán y seis soldados para llevar a cabo una detención!

* * *

Lanzarote tenía la vista clavada en la rendija abierta entre las colgaduras de la cama y miraba el cielo, cuyo resplandor anunciaba el alba. Ginebra dormía a su lado, con el candor de una niña, las mejillas enrojecidas y algunos zarcillos de su pelo resplandeciente, todavía húmedo debido a los ejercicios amatorios, pegados a la cara. Sabía que no debía dormir. Tenía que marcharse antes del amanecer, regresar a sus aposentos antes de que alguien reparara en su ausencia.

La aurora ya se insinuaba en el cielo, pintaba franjas opalinas y doradas en las paredes de la estancia. Ya se había hecho demasiado tarde para estar seguro de que las tinieblas cubrirían su retirada. ¡Vete!, ordenó a su cuerpo remiso. ¡Vete, o te traicionarás y, peor aún, traicionarás a la reina!

Apretó los labios contra su mejilla y empezó a separarse de ella a regañadientes. Ginebra despertó al punto y abrió sus ojos de par en par como una niña. Después, con una dulce sonrisa, se acurrucó contra él de nuevo y esparció besos errantes sobre su cuello y barbilla. La caricia de sus labios fue tan inesperada que la carne de Lanzarote se agitó al instante, y se estremeció de miedo y placer. Era la mujer más hermosa del mundo. Era la más prohibida e irresistible.

¡Vete!, exclamó el último vestigio de prudencia. Pero había olvidado toda prudencia. Recorrió el cuerpo de Ginebra con la mano y quedó asombrado ante la celeridad de la reacción.

Ginebra se abalanzó sobre él con una expresión inocente, su cuerpo, blanco como la leche, y un deseo más intenso del que él había soñado jamás. Notó bajo las manos sus hombros redondos, suaves y ardientes, cuando la tendió sobre los almohadones, apartó de una patada las sábanas y separó sus piernas, hasta que la penetró y los dos perdieron el conocimiento de la realidad.

* * *

Malgaunt era casi feliz mientras corría por el castillo seguido de seis guardias. Pillaría in fraganti a la reina y revelaría lo que era: una mujer casada que tenía un amante, una reina que se acostaba con sus caballeros.

¿Por qué, si no, los había reclamado con tal fiereza? «¡Liberad a mis caballeros!», había exclamado en cuanto él le dijo cómo podía salvar la vida de Lanzarote. Estaba claro que le importaban más que Lanzarote. ¿Por qué le importaban tanto? Ginebra sólo se preocupaba de sí misma. No, una mujer sólo deseaba una cosa, y sólo una, de un hombre más joven; algo de lo que ya gozaba y de lo que sin duda había gozado durante toda la noche, duro y resistente, mientras él estaba condenado a pasear por su habitación, estimulado únicamente por la rabia y los celos.

¡Bien, pues en Dolorous Garde no! En verdad sería doloroso para Ginebra verse descubierta. Los labios de Malgaunt se deformaron en una sonrisa perversa. Para la esposa de un rey, el adulterio significaba traición, y la traición de una reina se condenaba con la muerte. En ese caso, el método consistía en la hoguera. A las mujeres traidoras se les negaba la veloz compasión del hacha y el tajo. Ginebra sería quemada viva, igual que él había ardido por ella durante tanto tiempo, en vano.

Iba a sorprenderla in fraganti, de eso no cabía duda. Su amante y ella no esperarían visitas a aquella hora intempestiva, se creerían a salvo, y con barrotes en todas las ventanas, no podrían escapar. Los atraparían a ambos. Y Malgaunt se sentiría satisfecho.

Entonces, descubriría cuál era.

Mientras su mente se embarcaba de nuevo en la misma ronda frenética, Malgaunt aceleró el paso en dirección a la pareja dormida en la cama.

56

Una mano descorrió las colgaduras. La luz del amanecer inundó su refugio y la cegó.

–¡Bien, Ginebra! ¿He de preguntaros qué tal habéis dormido? No mucho, por lo que veo.

Ginebra se apoderó de las sábanas enredadas para cubrir su desnudez. Vio la cara de Ina por encima del hombro de Malgaunt.

–No me echéis la culpa, mi señora -suplicó su doncella, que lloraba y se retorcía las manos-. No pude detenerles, entraron por la fuerza antes de que me diera cuenta.

Media docena de soldados aguardaban detrás de Malgaunt. Algunos tenían la vista clavada en las paredes, en el suelo, en cualquier sitio excepto en ella, mientras que otros la devoraban con los ojos sin disimulo. Todos recordarían aquel momento de su vida: la reina Ginebra, desnuda en la cama, todavía conservando el calor de los brazos de su amante, sir Lanzarote.

Sin embargo Lanzarote no estaba a su lado.

Las lágrimas se agolparon en sus ojos. ¡Diosa, Madre, gracias!

¿Adonde había ido? Recordó, con un terrible anhelo, que había despertado cuando él huía de sus brazos. Le había mirado con lascivia mientras se vestía. Lanzarote había regresado al lecho para depositar una lluvia de besos sobre sus manos, sus ojos, su boca, y luego había corrido hacia la ventana y pasado entre los barrotes. Una vez fuera, había dedicado un momento a colocar en su sitio el que había arrancado y agitar una mano en señal de despedida antes de desaparecer.

El alivio ahogó su aguda sensación de pérdida. Siguió reclinada sobre los almohadones y habló con voz preñada de desprecio.

–¿Cómo osáis irrumpir en mis aposentos de esta grosera forma, Malgaunt? ¡Salid enseguida, vos y vuestros esbirros! Que preparen mis caballos. Partiré al punto en compañía de mis caballeros.

–Lo dudo, señora.

Ginebra miró a Malgaunt. Este, con la velocidad de una serpiente, se apoderó del almohadón sobre el cual descansaba su cabeza y se lo arrojó a la cara con aire triunfal.

–¿Qué es esto? – preguntó con sorna-. No parece que hayáis dormido sola esta noche.

La blanca superficie de lino estaba manchada de sangre. Por la mente de Ginebra pasó un intensísimo recuerdo de Lanzarote, tendido sobre ella, penetrándola, apoyado sobre las manos, sin pensar en los cortes de las palmas.

Malgaunt se volvió hacia el capitán de la guardia.

–Traed a los caballeros de la reina -ordenó con rudeza-. ¡Sacadles por la fuerza de la cama, si es preciso! – Se inclinó hacia Ginebra mientras sostenía en alto el almohadón como un símbolo de victoria-. ¿Marcharos, Ginebra? Ni soñarlo, hoy por lo menos no. Uno de vuestros caballeros heridos ha compartido vuestro lecho. Sólo saldréis de aquí cargada de cadenas cuando os devuelva a vuestro marido para que se os castigue por vuestra traición.

* * *

–¡Entrad! ¡Así me gusta!

Uno tras otro, los tres caballeros fueron arrastrados hasta la habitación. El repentino esfuerzo había provocado que la herida en la cabeza de sir Bors se abriera de nuevo, y gotas de sangre manaban de ella. Sir Lionel estaba medio dormido y, mientras se aferraba el brazo lastimado, su camisón se manchaba de sangre.

–¡Bien, señores!

Malgaunt miró a los hermanos con una rabia cercana a la desesperación.

Sir Kay fue el primero en reaccionar. Tenía el rostro demacrado de dolor y cansancio, pero no albergaba miedo.

–Bien, príncipe Malgaunt -dijo con firmeza-, ¿a qué viene esto?

Malgaunt señaló a Ginebra.

–¡La reina ha traicionado al rey! – Sus dientes destellaron-. Ahora sabemos por qué Su Majestad insistió tanto en que trasladaran a sus caballeros a sus aposentos con la excusa de poder atenderlos. – Les señaló con un dedo acusador-. ¡Uno de vosotros tres se ha acostado con la reina esta noche!

Bors cerró los ojos. Era una locura, una pesadilla, debía de estar más enfermo de lo que sospechaba. Lionel se encogió, y su pálida tez se encendió a causa del sobresalto. ¿Qué les ocurría?, pensó Kay furioso. Tullido o no, sólo él quedaba para desafiar a Malgaunt.

–Príncipe Malgaunt…

La voz de Ginebra resonó en toda la estancia.

–Malgaunt, pedid a estos hombres que digan la verdad por su honor de caballeros. ¡Mi vida depende de su palabra!

Kay alzó la voz.

–Creedlo, señor. Lo que decís es falso. ¡Injuriáis a la reina y a nosotros al acusarnos de tamaña felonía!

–¡Y yo os reto por eso! – añadió sir Lionel con voz ronca, mientras sus mejillas se ruborizaban de vergüenza-. Es una vil acusación, para la reina y para todos nosotros. Elegid cuál de nosotros ha de responder a vuestras falsedades, y os exigiremos satisfacción en cuanto hayamos sanado de nuestras heridas.

–¿Habláis de satisfacer el honor de una puta? – bramó Malgaunt-. ¿Arriesgaríais la vida por ella? – Agarró el almohadón de nuevo, con sus delatoras manchas rojas-. ¡La reina Ginebra ha sido infiel al rey! Esta noche, alguien que sangraba por una herida se ha deslizado en la cama de la reina.

La sangre de Lanzarote…

Ginebra permanecía inmóvil y le costaba un gran esfuerzo respirar. Los barrotes de hierro y el antepecho de la ventana situada detrás de Malgaunt estaban manchados de sangre. Un simple roce demostraría que el barrote central estaba suelto. La investigación más superficial no tardaría en revelar qué hombre del castillo se había desollado las manos. Entonces, Lanzarote también moriría por traicionar al rey.

–Sé que uno de vosotros ha yacido con la reina esta noche -insistió Malgaunt enloquecido-. ¿Cuál?

Ginebra comprendió por la expresión de sus caballeros que la almohada les había revelado la verdad. Antes, hasta el frío Kay había demostrado cierta compasión por su vergüenza. Ahora la miraba como miran los hombres a las putas en la calle. Sir Lionel meneaba la cabeza, con la vista clavada en el suelo; no obstante, la maldad de Malgaunt había hecho mella en su corazón bondadoso. Y en cuanto a sir Bors… las lágrimas se agolpaban en sus ojos cerrados, y no hacía nada por contenerlas. ¡Oh, Bors, no lloréis por mí!, suplicó el alma de la reina.

Malgaunt les examinó a todos. Le regocijaban su desdicha y vergüenza. ¡Ahora sabéis lo que es sufrir como yo! Decidme, señores, ¿cuál? ¿Cuál?

–¿Quién ha sido? – exclamó-. ¡Obtendré la respuesta aunque deba reteneros aquí todo el día! ¿Quién ha yacido con la reina? ¿Quién ha sido el traidor que la ha poseído en su cama esta noche?

* * *

–¡Paje!

Lanzarote abrió la puerta de su cámara y se asomó al desierto pasillo. ¿Dónde está el muchacho?, se preguntó con irritación. Su paje sabía que cada mañana debía interesarse por el bienestar de la reina Ginebra sin necesidad de recibir órdenes, pero en ese castillo tenía que llamar a un mozalbete de la casa, además de impartirle detalladas instrucciones.

Como había hecho media hora antes. ¿Qué había demorado al muy bribón? Nunca había necesitado saber con más urgencia cómo estaba la reina.

* * *

Lanzarote, cansado y falto de sueño, paseaba de un lado a otro de su habitación.

Su amor.

Y la esposa de otro hombre.

Gimió de dolor. Había acudido a Camelot en busca del honor y la fama. Ahora, había cometido el peor de los pecados.

Adulterio y traición.

¿Quién podía decir cuál era el peor?

–¡Mi señor, mi señor!

El paje entró corriendo en la estancia, con los ojos desorbitados y el rostro desencajado.

–¡Mi señor, han detenido a la reina! ¡El príncipe Malgaunt la llevará ante el rey Arturo para que sea quemada!

* * *

Ginebra contemplaba las paredes de su cárcel. Inmóvil como una estatua, había resistido los vanos intentos de Ina por vestirla, mientras Malgaunt y sus hombres esperaban fuera. Sir Kay, sir Bors y sir Lionel habían sido conducidos de vuelta a sus aposentos, siguiendo las órdenes del príncipe, para preparar el viaje a Caerleon, donde se les juzgaría.

Ginebra se mordió el labio. Si Malgaunt se salía con la suya, se celebraría un juicio. Su tío nunca le perdonaría que le hubiera rechazado. Acusaría a ella y a su supuesto amante ante el rey y todos los señores del país.

Tenía demasiado miedo para abrigar esperanzas. En cualquier momento, Malgaunt o alguno de sus guardias se fijarían en la sangre que manchaba los barrotes de la ventana. No habría forma de disimular la verdad. Si mandaba buscar a Lanzarote, ¿qué podría hacer? Si acudía, tal vez se traicionaría. Era joven y estaba enamorado, y corría un grave peligro. ¿Sería capaz de conservar la calma ante un enfurecido Malgaunt?

–Preparada, mi señora.

La voz apagada de Ina y su rostro bañado en lágrimas demostraban que había desechado toda esperanza. Ginebra asintió. Así sea. Se ciñó la capa de viaje y avanzó hacia la puerta. Cuando salió al dormitorio, el frío odio de Malgaunt la aguardaba.

–¡La reina! – anunció con sarcasmo a sus hombres-. ¡Bien, muchachos, Su Majestad parte hacia Caerleon! Pongámonos en marcha.

Todos los moradores del castillo se habían congregado en el patio para despedirles. Los caballeros de Malgaunt se habían alineado bajo el mando de su jefe, el druida Tuath. Cientos de ojos les observaban desde los balcones y las galerías.

Una litera cubierta esperaba junto al portal, con una escolta de hombres montados delante y detrás. Sir Kay aguardaba al lado de su caballo, y sillas de viaje esperaban a los heridos sir Bors y sir Lionel. Malgaunt señaló la litera y ofreció su brazo a Ginebra en una cruel parodia de caballerosidad.

–Permitid que os ayude, señora.

–¡Un momento!

Lanzarote apareció en las almenas que dominaban el patio. A juzgar por el buen color de su cara y la firmeza de su mentón, nadie habría sospechado que no había dormido en toda la noche. Lucía un manto blanco y una cota de malla. En una mano empuñaba una larga daga, y en la otra una espada desenvainada.

Ginebra notó que su rostro se encendía. Lanzarote no la miró.

–¡Príncipe Malgaunt, vuestro comportamiento no es propio de un caballero! Irrumpir en el dormitorio de la reina, insultarla en su cama, verter infames acusaciones sobre sus caballeros… Retiradlas, señor, u os desafío ahora y aquí.

–¿Con qué motivo, sir Lanzarote? – exclamó Malgaunt con desdén-. He demostrado que uno de estos caballeros compartió el lecho de la reina. ¡No podéis negar eso!

Lanzarote no se inmutó.

–Os aseguro, príncipe, por mi honor de caballero, que ninguno de estos tres gentiles hombres ha yacido con la reina esta noche. Ninguno de ellos ha compartido su cama. Retractaos de vuestras repugnantes acusaciones, o preparaos a luchar. Elegid la hora, el lugar, las armas. ¡Estoy a vuestra disposición!

–¿La hora, el lugar, las armas?

Malgaunt reflexionó. Ginebra contuvo el aliento. ¿Qué estaba tramando? ¿Se agitaría por fin una débil llama de caballerosidad en el alma podrida de Malgaunt? ¿O sólo pensaba en matar a Lanzarote, matarles a todos, para enmascarar el secuestro a que la había sometido?

Luchad, Malgaunt, luchad, portaos como un hombre, no como un asesino, clamó su voz interior. Como si la hubiera oído, Malgaunt asintió lentamente.

–¿La hora, decís? Que sea ahora -dijo, con la sombra de una sonrisa-. En cuanto a las armas, escoged vos, pues ya voy armado. – Con un veloz movimiento desenvainó el puñal y la espada, y se puso en guardia. Entonces, asomó el lobo que habitaba en su interior-. ¿Y qué mejor lugar que éste para mataros, señor?

Ginebra se adelantó temblorosa, mientras la multitud retrocedía. Lanzarote saltó con agilidad desde las almenas y fue al encuentro de Malgaunt, en el centro del patio. Ginebra se llevó las manos a la boca para contener un grito. Apenas una hora atrás, había estado entrelazada con aquel cuerpo, con aquellos brazos, con aquellas piernas, hasta el punto de convertirse ambos en un solo ser.

El terror subió como un vómito a su garganta.

Á vous!

–¡En guardia!

Malgaunt sonrió como un hombre que huele la victoria, separó las piernas y se agachó para atacar. Lanzarote aguardó, como si no estuviera preparado para una lucha a muerte.

A Ginebra le daba vueltas la cabeza.

¡Oh, mi insensato amor!

Podríais haber desafiado a Malgaunt en el campo del honor, adonde habríais ido protegido por la armadura y el yelmo, pero no lleváis nada, y él va armado hasta los dientes.

Oh, mi amor, mi amor, ¿estoy condenada a perderos antes de haberos encontrado, a sepultar vuestro cuerpo antes de conocerlo vivo?

Malgaunt hizo una finta a la izquierda, después otra a la derecha, y dio un brinco. Lanzarote esquivó el ataque, se lanzó hacia adelante y proyectó la punta de su espada hacia el cuello de su oponente. Éste no pudo detenerse, y el mismo impulso de su salto le precipitó hacia el acero enemigo, que se hundió en su corazón.

Las rodillas de Malgaunt se doblaron, y se desplomó sonriendo, mientras Lanzarote sacaba la espada de la herida. Borbotones de sangre manaron del agujero, y su fuerza vital menguó. Su espíritu abandonó su cuerpo antes de que éste sintiera el dolor.

El ser que había sido Malgaunt yacía desmadejado en el suelo, un montón de carne y una cota de malla de que brotaba sangre brillante. En sus ojos aún latía un destello demencial. Murió convencido de que sólo faltaban unos segundos para acabar con Lanzarote. Ginebra sabía que, en el mundo entre los mundos, Malgaunt ya estaría jactándose de su victoria.

Lanzarote bajó la espada, y la sangre resbaló por la hoja. Se volvió hacia Tuath.

–Enterrad a vuestro señor con toda reverencia -ordenó con una voz que Ginebra no reconoció-. Después, abandonad este lugar, druida. El castillo me pertenece ahora. Aquí no hay sitio para vos.

Tuath le miró como enloquecido por unos segundos y luego agachó la cabeza. Lanzarote se volvió hacia los cuatro muros del patio y habló a ojos invisibles.

–He conquistado este castillo en justa lid, y lo reclamo en nombre de las leyes de la caballería y de la guerra -anunció-. El príncipe Malgaunt ha muerto, y ahora yo soy vuestro señor. El lo llamó Dolorous Garde. A partir de ahora será conocido como Joyous Garde, para conmemorar el cambio. Todos cuantos deseen servirme obtendrán un salario doble del que disfrutaban. Quienes quieran marcharse recibirán el doble de su liquidación. ¡Deseo que me sirvan sólo corazones leales!

Las espadas de los cien caballeros habían descendido en cuanto Malgaunt falleció, y una oleada de alegría recorrió el castillo. Malgaunt yacía en el suelo, sonriente, con el cuerpo doblado, como un buitre bañado en sangre. Su ferocidad natural estaba escrita en su cara. No le costaría mucho a Lanzarote ser mejor señor que aquél.

–¡Mi señor! – El primer caballero se adelantó para besar su mano-. ¡Soy vuestro, mi señor! – anunció con entusiasmo-, al igual que todos los demás. Soy el capitán de esta tropa. Perdonad, señor, pero capturamos a la reina obedeciendo órdenes. Me llaman…

Lanzarote alzó una mano. Tenía los ojos muy oscuros.

–Estáis perdonado, señor, pese a vuestros actos pasados. Os ruego que, más tarde, vengáis a hablar conmigo. – Dirigió a Ginebra una mirada de pura rabia-. Estaré ocupado durante un rato. La reina y yo hemos de tratar de asuntos muy graves.

57

Lanzarote hizo una reverencia y le ofreció su frío guantelete con una mirada gélida. Un miedo infantil se había apoderado de Ginebra. ¿Por qué no me besáis, me abrazáis, me sonreís? No obstante, sabía que mil ojos curiosos les escrutaban. Sepultó en su corazón el insensato anhelo.

Al llegar al salón del trono, Lanzarote dio la impresión de estar desorientado por primera vez. Aunque se había proclamado rey del castillo, no sabía dónde estaba.

–¿Puedo sugerir, mi señor, que nos retiremos a los aposentos que yo ocupaba? – propuso Ginebra con voz temblorosa.

Cuando llegaron a lo alto de la escalera, Ina corrió hacia ellos, riendo y llorando al mismo tiempo.

–¡Oh, señor! – Ginebra pensó que, de tan excitada, se iba a desmayar-. ¡Sir Lanzarote! ¡Oh, señor!

–Ina -dijo Ginebra con firmeza-, como veis, sir Lanzarote es ahora el señor del castillo. – Se volvió hacia el caballero-. Con vuestro permiso, señor.

Este inclinó la cabeza.

–Como gustéis.

–Bien -continuó Ginebra-, hasta que sir Lanzarote tome las medidas que crea pertinentes, ¿os encargaréis de la administración doméstica, Ina? Hablad con los senescales, el chambelán, los mayordomos y las doncellas, y enteraos de cómo funciona todo. Ordenad que nos sirvan de inmediato vino y viandas, porque sir Lanzarote necesita comer. En el ínterin -añadió tras respirar hondo, sin atreverse a mirarle-, procurad que no nos molesten.

Ina les acompañó hasta los aposentos y se retiró con la vista clavada en el suelo.

–¡Guardia! – Lanzarote se dirigió con brusquedad al hombre que custodiaba la puerta-. Decid a vuestro capitán que me reuniré con él cuando tenga lugar el cambio de guardia. Hasta entonces, no os necesitamos.

–¡Mi señor!

El hombre contemplaba a Lanzarote con franca adoración, observó con furia Ginebra. ¿Por qué le irritaba que los demás le quisieran también? ¿Por qué tenía celos de quienes nunca podrían hacerle sombra?

El guardia se inclinó y cerró la puerta. Lanzarote permaneció inmóvil, absorto en sus pensamientos. Estaba petrificado como una roca, en tanto que el corazón de Ginebra anhelaba sus caricias y todo su cuerpo gritaba. No pudo contenerse.

–¿Por qué estáis enfadado conmigo?

Lanzarote meneó la cabeza en silencio. Ginebra intentó cogerle la mano, pero él la apartó y cerró los párpados. Su rostro era una máscara de dolor. Ginebra extendió los dedos para tocarle y vio sus ojos húmedos de lágrimas.

El miedo oprimió el corazón de la reina.

–¿Qué sucede?

Lanzarote bajó la cabeza y todo su cuerpo se estremeció como un toro aguijoneado.

–He perdido mi honor.

–¿Cómo?

–¡Por amaros!

Ginebra fue presa de un pánico tan intenso que apenas le permitía hablar.

–Pero un caballero está destinado a tener una dama… Dijisteis que me habíais elegido… que os inspiraría grandes hazañas…

Lanzarote gruñó y volvió la cabeza.

–La caballería aprueba que os ame como a mi dama, pero yacer con la esposa de mi señor es un pecado. Es tan execrable como matarle. Equivale a matarle y castrarle. Robarle su amor es como arrebatarle la virilidad y poner en peligro su vida.

Ginebra lloraba de miedo.

–¿Vais a abandonarme?

–¿Abandonaros? – La voz de Lanzarote era ronca-. Sería como abandonar mi corazón, mi alma. ¡Oh, señora! Sin vos, estoy muerto.

Ginebra se llenó de orgullo. La respuesta despertó ecos en su corazón.

Me ama más que su honor, más que su juramento de lealtad.

Por una vez, he aquí un hombre cuya mujer significa más para él que todos los vínculos masculinos, incluso el amor a un rey.

Todas las mujeres sueñan con esto.

Es un sueño que muy pocas logran.

Es la bendición, el goce, el amor para el cual nací.

–Lanzarote…

Avanzó para abrazarle, mas él se encogió y apartó al tiempo que se cubría los ojos con la mano.

–¡Estoy avergonzado! – susurró entre sollozos-. ¡Avergonzado para siempre en la orden de caballería! Gawain y los demás darían la vida por el rey Arturo, y yo… ¡Yo le robo a su mujer!

–¿Arturo… y sus caballeros? – Ginebra apenas podía contener la ira. Ardía en deseos de golpearle la cara con los puños hasta hacerle sangrar, de zarandearle hasta que se le cayeran los ojos-. ¡Yo no pertenezco a Arturo! – masculló-. ¡En el país de la Madre, mi cuerpo me pertenece!

–Y el mío también, como el de cualquier hombre, pero debo fidelidad a mi señor.

–¡El amor de un hombre y una mujer cancela dichas deudas!

–¿Cómo es posible, sin perder el honor?

El honor…

¿Osaba decirle eso a ella?

–¡Comprended esto, Lanzarote -exclamó-, o no comprenderéis nada! El honor es un código entre hombres. El amor posee su propio honor, muy superior al de la guerra, y nos eleva a un lugar mejor, elimina la muerte y la crueldad. Los verdaderos amantes arriesgan todo por el amor. Por eso ganan más que pierden, porque se convierten en seres mejores de lo que eran.

–¿Lo creéis así?

Lanzarote observó el rostro demudado, la mirada iracunda y los labios entreabiertos de Ginebra. Debajo del vestido, un poderoso sentimiento henchía sus pechos, y el deseo de Lanzarote se avivó.

Giró en redondo hacia ella y la tomó por las caderas.

–¡Quemadme, pues, enseñadme, señora! – ordenó al tiempo que la alzaba en vilo y la llevaba a la cama.

Mientras él se desvestía, Ginebra vio que ya estaba erecto. Lanzarote siguió su mirada y rió de sí mismo al tiempo que la desnudaba.

–¡Porque ya veis que estoy dispuesto a aprender!

* * *

El día se deslizó como una perla en una cadena y, si bien Ginebra contó las preciosas horas a medida que transcurrían, no las sintió pasar. Mientras estaba con él, no tenía deseos de comer o dormir. Tendidos sobre los almohadones rellenos de hierbas y lavanda, se alimentaban de huevos de codorniz y vino dulce. Ginebra no era consciente de lo que hacían con el tiempo, pero el día no era lo bastante largo para el amor, y las noches terminaban demasiado pronto. Con Arturo, nunca había amado así. Como reina, las responsabilidades de su reino habían gobernado su vida. Como esposa de Arturo, había estado dominada por las exigencias de su consorte. Por fin comprendía por qué su madre siempre elegía parejas que dedicaban su vida a amarla y servirla. Por fin tenía un compañero que también la amaba.

* * *

–Señora…

Lanzarote no pronunciaba las sencillas palabras de amor y demostraba que tampoco le gustaba oírlas con demasiada frecuencia de sus labios. No obstante ella podía verlas en cada movimiento de su cabeza, las sentía cada vez que el caballero le cogía las manos y le besaba cada dedo.

Con él, recorría en un instante todas las fases de la Diosa, désele la virgen temblorosa hasta la mujer pletórica de vida y madurez. Inmediatamente después sus ojos se llenaban de lágrimas, su espíritu de oscuridad y muerte, se convertía en una bruja detestable y arrugada. Era capaz de vibrar con el amor y ser tan fría como las colinas lejanas al mismo tiempo, verde como la primavera, henchida de una cosecha dorada, y después severa, blanca y negra como la mismísima Tejedora de Muerte.

¡Lanzarote era tan joven! Aún no dominaba el talento masculino de hacer caso omiso de sus sentimientos, o de aislarse de ella. En una ocasión, Ginebra alzó la vista y observó que la miraba con los ojos húmedos de lágrimas.

–¿Por qué estáis triste? – preguntó alarmada.

–Por vuestro dolor -contestó Lanzarote. Se puso detrás de ella y le acarició con ternura la línea del entrecejo y las diminutas arrugas de las comisuras de los ojos-. Y por vuestra pérdida.

Fue la única vez que hablaron de Amir. Ginebra sonrió. Y lloró después, al recordarlo.

Dicen que una mujer con un amante más joven busca un hijo.

Nunca conocieron a Amir… ni a Lanzarote.

* * *

Hasta amaba cosas de ella que no podía saber bajo ningún concepto.

–¿Cómo erais de pequeña? – preguntó de repente una noche, mientras descansaban junto al fuego. Hacía mucho rato que se habían retirado los criados encargados de servirles refrigerios, y Ginebra no había pedido velas, de modo que sólo la luz del hogar iluminaba la cara pensativa de Lanzarote.

–¿Cómo os imagináis que era? – inquirió ella a su vez.

Lanzarote meditó unos momentos.

–Debíais de ser la alegría de la vida de vuestra madre, la hija que deseaba para ella y para el país. Cuando os hicisteis mayor, os debieron de adorar más que cortejar, pues ¿quién se sentiría con libertad para coquetear con la hija de la reina? En definitiva, erais solitaria y muy poco comprendida.

Ginebra le apretó la mano en silencio. Sí, tenéis razón.

Un extraño pesar la invadió.

–Que la tristeza no se apodere de vos. – Lanzarote la atrajo hacia sí y acarició el contorno de su rostro-. Sin duda erais consciente de que habíais nacido para, algún día, superar a todas las demás mujeres.

Ginebra lo estrechó y se frotó contra él como una gata en celo.

–¿En qué?

–En belleza. En divinidad. – Lanzarote rió-. En la necesidad de ser alabada.

Le acarició el cuello y jugueteó con la pechera de su bata suelta. Su voz enronqueció.

–Sin embargo no hace falta que busquéis cumplidos, señora, pues fluyen hacia vos. – Tiró con rudeza del cierre y apartó la suave seda para dejar al descubierto sus pechos-. ¿Lo veis, señora? – Inclinó la cabeza y rozó el pezón con los labios-. Superáis a las demás mujeres en la gloria de la Grande que os creó como sois.

Sus pezones se endurecieron bajo la presión del beso, y sintió que se humedecía. Lanzarote tendió la mano hacia sus senos, pero Ginebra gimió ya antes de notar su tacto. El caballero la puso en pie con la prontitud de un soldado.

–Vos sois la mujer del sueño. Volved a la cama, señora, porque quiero veros arqueada bajo mi cuerpo y teneros entre mis manos.

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