Arturo corrió para recoger el cuerpo. Sir Ulfius, sereno en la muerte, con el cabello cano revuelto y la cara sucia de tierra, yacía en los brazos del rey como un niño dormido. Arturo alzó la cabeza y miró la noche mientras el sonido de los cascos de los caballos se apagaba en la distancia.
–¡Bien, Lot! – susurró con los ojos nublados-. Nosotros ofrecemos paz, y vos nos devolvéis muerte. Recordadlo bien, porque pagaréis con creces. ¡Sufriréis cien veces nuestra venganza!
Mas sólo lo conseguiría si demostraba ser merecedor de tan alto honor. Se esforzó por ceder a la humildad mientras rebullía su cuerpo en la dura silla de madera. Aún tenía que pensarlo dos veces antes de moverse, debido a los dolores que sentía a causa de la paliza que le habían propinado los hombres de Lucan. No obstante la noticia que traía al abad no podía esperar.
–¿Casados? – El abad, sentado delante de Juan en la pequeña celda que utilizaba como oficina, dormitorio y vivienda, apretó el dedo índice contra la sien de su dolorida cabeza y trató de pensar. ¿Qué más, Señor, qué más?
El hermano Juan frunció el entrecejo.
–Bien, lo que ellos llaman casarse. Según sus ritos paganos.
–Ahorradme los detalles. – El abad agitó la mano con gesto cansado-. Conozco sus perversas costumbres.
Su mente se recluyó. Un brusco silencio se produjo en la habitación.
–Bien -añadió el abad al cabo de unos instantes-, ahora sus dos reinos serán uno solo. ¿Ambos países se someterán a la ley de la Madre?
–¡El Reino del Medio es nuestro! – protestó Juan-. O al menos lo era. Expulsamos a su diosa hasta las montañas más alejadas, incluso construimos una capilla en la fortaleza de Caerleon. Si Arturo arrebata este reino al rey Lot, no lo pondrá a los pies de su concubina, ¿verdad?
El abad suspiró. El hermano Juan era un hombre virtuoso, no cabía duda, pero un monje podía ser demasiado recto cuando su vocación le cegaba a los impulsos más bajos de los demás hombres. ¿Qué les ocurría a esos bretones? ¿Corría agua por sus venas, en lugar de sangre?, se preguntó. Por enésima vez deseó que todos sus jóvenes tuvieran la obligación de pasar parte de su noviciado en Roma, la ciudad del amor, la sonriente ciudad del pecado. ¿No sabían, no se daban cuenta de que un hombre hacía cualquier cosa por la puta que le proporcionaba placer? Buscó una forma inofensiva de expresarlo.
–Tal vez la reina del País del Verano le influya y logre inculcarle sus creencias -dijo por fin.
–¿Y sus herederos? – prosiguió el hermano Juan-. Sus hijos heredarán un país unido. Me pregunto si su hijo se opondrá a nosotros, padre. ¿Qué opináis?
El abad se llevó los dedos a los labios.
–Todo depende del hijo que Dios les envíe. Si la reina pagana sólo da a luz hembras, la gente se aferrará a las viejas costumbres.
Juan parpadeó.
–Pero si tiene un hijo…
–Entonces, Dios habrá demostrado que ese país es nuestro, que ha enviado a alguien que cumplirá sus dictados.
El hermano Juan asintió con vehemencia.
–Ese tal Arturo no podrá llamarse un hombre si no lucha para que su hijo se imponga.
–Exacto. – El abad hizo una pausa, y una lenta sonrisa se desplegó en su cara cavernosa-. Si fracasa, o si la reina le da diez hijas y las educa en la fe de la Madre del Mal, hay otra persona que combatirá por nosotros.
–Por supuesto.
El hermano Juan había comprendido sus palabras, advirtió el abad. Bien, eran bastante claras.
–Merlín no soportará que las hijas de Ginebra se impongan al hijo de Arturo. Removerá cielo y tierra para que Arturo no se aparte de su destino, del mismo modo que retuvo el espíritu de Uther en su cuerpo durante tres días después de que su vida hubiera expirado. El viejo demonio hará cualquier cosa con tal de aumentar el poder de Pendragón. No perdonará a nadie, y mucho menos a una forastera o a su prole.
El hermano Juan miró al abad con reverencia. La explicación de por qué su superior continuaba en su puesto era evidente. El abad habló de nuevo.
–Nuestra otra tarea debe consistir en procurar que la hija de los paganos tenga poco o nada que heredar cuando llegue el momento. Ya hemos destruido a la Gran Madre en muchos lugares, país por país, altar por altar. Hemos impuesto nuestro culto en otros reinos de estas islas. Si concentramos todas las fuerzas que Dios nos ha concedido contra el País del Verano, ¿cuánto tiempo resistirá?
El hermano Juan le miró con perplejidad y meneó la cabeza.
–Lo que nos cueste plantar el pie en Avalón para adaptar sus reliquias y ritos a la fe cristiana. – El abad se inclinó y dio una palmada en la rodilla del hermano Juan-. Un renegado de Avalón, uno de los habitantes del lago, se ha unido a nosotros. Confieso que sus historias sobre los objetos de oro de su culto han inflamado mi deseo. La diosa tiene una copa de la amistad, con que consuela a todos cuantos acuden a ella. – Su rostro descarnado adquirió un brillo sagrado-. ¡Imaginad, hermano, si poseyéramos una reliquia semejante de Nuestro Señor!
–¡Os referís al cáliz que utilizó en la Última Cena! – exclamó el hermano Juan con expresión extasiada-. El Santo Grial, que Dios nos ha prometido recuperar algún día.
–Lo haremos. ¡Es preciso! Mientras esos paganos están deslumbrados por el oro de otros dioses, hemos de agitar nuestros propios tesoros ante sus ojos. Por tanto, nuestro objetivo ha de ser Avalón. – Hizo una pausa, y el rostro del hermano Bonifacio apareció en su mente-. Ya he pensado en esto. He solicitado ayuda a Roma para llevar a cabo mi plan.
Un joven apuesto, tan moreno como rubio es Bonifacio, quiso decir, pero se contuvo. Un muchacho lujurioso, con esa luz especial en los ojos; que haya jurado fidelidad a Cristo, pero cuya pureza pueda sacrificarse para conquistar Avalón; que pasará el resto de su vida flagelándose en penitencia por haber quebrantado sus votos, pero que nos abrirá paso hacia la Señora. Tanto Bonifacio como él deberían ser capaces de atraer la atención de la vieja ramera. Después, otro remataría la faena.
–No hay que olvidar al rey. – El hermano Juan interrumpió sus pensamientos-. Me refiero a ese tal Arturo, si sobrevive. Hemos apoyado su proclamación y, por lo tanto, debería ser fácil lograr su colaboración.
–Así será, hermano, así será. Hemos hecho mucho en esta tierra sumida en la ignorancia, y recibiremos nuestra recompensa. – El abad enlazó las manos-. Además, Dios está de nuestro lado -afirmó con convicción-. Depositará a esos paganos en nuestras manos.
–¡Arturo! – llamó.
El rey se volvió, caminó hacia el lecho y se inclinó sobre su esposa. Ella le acarició el pecho mientras su cuerpo recordaba el amor apresurado y tenso que le había ofrecido unas horas antes. Le cogió la cara entre las manos y la acercó para besar sus ojos angustiados.
–No temáis, mi amor. Todo está escrito en las estrellas. Aceptaremos la voluntad de los Grandes, sea cual sea.
Arturo había jurado que no permitiría a su enemigo poner los pies en el Reino del Medio. Tampoco retrocederían hasta el País del Verano, pues quedarían acorralados en Camelot. En consecuencia, habían agrupado sus tropas y marchado hacia el norte, hacia el reino de Gore. En sus fronteras, según el rey Ursien, se extendían la llanura y el bosque de Bedegrainc. En la planicie, con la floresta a su espalda y una cordillera delante, tomarían posiciones y plantarían cara al rey Lot.
Largos días de marcha y noches de descanso intermitente les habían llevado allí por fin. Los exploradores no tardaron en avisar de que el rey Lot se aproximaba con un ejército tan nutrido, aseguraron, que toda la tierra temblaba a su paso. Las antorchas quemaban hasta muy avanzada la noche mientras planeaban la campaña.
«Cuando seáis mayor, dirigiréis batallas desde lo alto de una colina -había comentado su madre a Ginebra-, y tendréis un paladín que luchará por vos en el campo de batalla, no a vuestro lado en el carro de guerra, como ocurría antes.» Por tanto, Ginebra había armado a Arturo con sus propias manos. Le había colocado la vaina de su madre para que le salvara de todo mal y, mientras ceñía Excalibur a su costado, le había ofrecido una oración por la victoria seguida de un largo beso. Ahora, desde lo alto de la colina, subida a su carro, Ginebra sabía que controlaría mejor la batalla que quienes combatieran en la llanura.
Las fuerzas se agrupaban en las formaciones que habían planeado, hora tras hora, sin concederse el menor descanso. A derecha e izquierda, una docena de jinetes estaban preparados para transmitir sus órdenes a los comandantes. En la planicie, Arturo, Lucan, el rey Ursien y el rey Pellinore dirigían las cuatro divisiones principales, pero muchos otros se habían unido al contingente. Cuando los mensajeros habían propagado la noticia al grito de «¡Pendragón!», reyes, señores y guerreros habían respondido al llamamiento.
Señores, caballeros y soldados venían del norte, el sur y el oeste. Habían viajado desde las lejanas islas de Man, Wight y Mona para combatir al lado de los silenciosos habitantes de las Shetland y los gigantes risueños de las islas del oeste, que sólo reían hasta que la batalla empezaba, decía Arturo, y luego hasta su mirada mataba. También llegaban hombres del este, incluso de la amenazada orilla sajona. Habían abandonado su lucha contra los invasores escandinavos para apoyar a Arturo contra el enemigo interno. Todo por la memoria del rey Uther, para honrar su nombre.
También habían acudido los antiguos aliados de Uther procedentes de Francia, el rey Ban y el rey Bors, del reino de Benoic. Los dos hermanos habían cruzado el mar desde la Pequeña Bretaña con sus tres jóvenes hijos para rendir tributo a su antiguo vínculo de amistad con el rey supremo. Hombres delgados y apuestos, que chapurreaban el inglés con su cautivador acento francés, hicieron una reverencia a Ginebra con los ojos brillantes y una sonrisa luminosa, y la reina simpatizó al instante con ellos.
El rey Pellinore también había convocado a sus hombres, y cinco divisiones se encaminaron hacia el campo bajo la bandera de Listinoise. Desde el reino de Terre Forraine, muy al norte, llegó el hermano del rey Pellinore, Pelles, con todas sus huestes.
El rey Pellinore, acompañado por su hijo Lamorak, había presentado Pelles a Ginebra con orgullo, pero también con cierta vacilación.
–¿Puedo presentaros a mi hermano, Vuestra Majestad?
Ginebra se adelantó sonriente, pero al ver al rey Pelles sintió un repentino escalofrío. Flaco como un esqueleto, daba la impresión de que su cuerpo huesudo castañeteaba dentro de su armadura, y su rostro hundido y piel exangüe poseían la palidez viscosa de aquellos que van a morir. En su cuerpo moribundo sólo sus ojos daban signos de vida; brillaban con el fuego de un fanático.
–Bienvenido, mi señor -dijo Ginebra de todo corazón-, por consideración a vuestro hermano. El rey Arturo y yo agradecemos sobremanera la ayuda que nos prestáis. Ojalá vuestros Dioses luchen a vuestro lado y os protejan en el campo.
–¡Sólo hay un Dios, y se llama Jesús! – repuso el rey con los ojos llameantes.
–Bien, Pelles -intervino Pellinore tras dejar escapar una tosecilla de advertencia. Se volvió hacia Ginebra. La vergüenza estaba escrita en su rostro-. Mi hermano ha sufrido una gran adversidad, mi señora. Fue su destino amar a una sola dama en toda su existencia, y murió al dar a luz a su único descendiente.
La mirada llena de amor que Pellinore dedicó a Lamorak reveló a Ginebra el resto de la historia: Pelles no tenía ningún hijo varón.
–¡Mi esposa era una santa! – exclamó Pelles-. Su padre fue el primer rey de estas islas que proclamó la existencia de un solo Dios. Ella era el silencio, la sumisión y la virtud personificados para mí, mas por mis pecados Dios decidió castigarme con su muerte. Desde entonces sólo vivo para la oración y el ayuno.
–Por fortuna la hija sobrevivió, hermosa como la madre -explicó Pellinore-. Se llama Elaine. Mi hermano cree que, por mediación de la joven, alcanzará un sino más glorioso que el de los demás hombres. Han vaticinado que su nieto será el caballero más noble del mundo.
–¡Sólo si llega intacta al lecho nupcial! – intervino con fervor el rey Pelles. Su cara pálida adquirió un rubor enfermizo-. Sólo un hombre ha de conocerla. El mejor caballero de nuestro tiempo acudirá a ella y será el padre de su hijo, bendecido por Dios. Este muchacho está destinado a ejecutar la obra de Dios. ¡Se llamará Galahad, el servidor del Señor!
Ginebra experimentó cierto desagrado. ¿De modo que Pelles rechazaba la libertad de pernada para su hija, con el fin de materializar el sueño de su locura?
–¿Dónde está vuestra hija ahora? – preguntó mientras observaba al rey Pelles con creciente inquietud.
–¡A salvo en mi castillo de Corbenic! – Emitió una risa desagradable-. Vive como una princesa en una cámara dorada, dentro de una torre de plata, rodeada por muros de bronce. Está a buen recaudo detrás de tres cerraduras, cada una con una llave diferente, cada una al cuidado de un señor distinto, hasta que llegue el caballero destinado a ser el padre de su hijo sin par.
–¿Cómo es eso? – inquirió Ginebra con semblante sombrío-. ¿Cómo puede convertirse su hijo en el caballero más noble del mundo? ¿Cómo puede ser más noble que los aquí presentes? ¿Cómo podrá ella reconocer al caballero que será su amor?
–¡Será como se me ha anunciado! – respondió Pelles-. Escuchadme, Vuestra Majestad…
Aún seguía hablando cuando Pellinore lo alejó de Ginebra, que reprimió un estremecimiento de ira y asombro.
–¡Esa pobre chica es una prisionera! – comentó después a Ina-. ¡Y todo para conservar su miserable virginidad!
Ina asintió con energía.
–Suele suceder, señora, cuando se proscribe la ley de la Madre y las mujeres se encuentran sometidas al yugo de los hombres. La pobre muchacha podría estar con nosotras ahora, ir a la guerra en un carro de plata, en lugar de permanecer encerrada a la espera del hombre misterioso.
El hombre misterioso…
¿Acudiría algún amante al rescate de la pobre Elaine? ¿O estaba condenada a vivir para siempre como una virgen en la torre?
–¡Benoic!
–A moi, Benoic!
Gritos estridentes procedentes de la llanura sacaron a Ginebra de su ensimismamiento. Vio la bandera azul y blanca de la Pequeña Bretaña y a tres jóvenes altos montados en furiosos caballos que cargaban y daban media vuelta mientras ensayaban la estrategia. Eran los hijos de los reyes franceses, Ban y Bors. Si los hombres podían llevar a sus hijos a la batalla, ¿por qué obligaban a las hijas a quedarse en casa?
Desde su posición privilegiada en lo alto de la colina, el campo de batalla se extendía hasta perderse de vista, kilómetros y kilómetros de hierba verde que pronto se teñiría de rojo. ¿Cuál era el equilibrio de fuerzas? Los seis reyes que se habían rebelado contra Arturo habían aumentado a once, y sus efectivos triplicaban los de Pendragón, según los exploradores, hasta alcanzar un monstruoso total de cien mil hombres. El maléfico caudillo había jurado destruir a Arturo y a todos cuantos luchaban a su lado.
Diosa, Madre, apoyadnos, no nos abandonéis ahora…
Cerró los ojos e inclinó la cabeza para rezar.
¡Cuan espesa es la oscuridad antes del amanecer! Una niebla viscosa remolineaba alrededor de ella, envolviendo la cumbre de la colina. Ginebra se estremeció con un repentino malestar. Súbitamente, todo el mundo se le antojó lastimoso y caótico.
–¿Mi señora?
–No es nada, no hay por qué preocuparse.
Evitó la mirada angustiada de Ina, pero su desazón no desapareció. Los guardias de la reina también daban muestras de inquietud. Sus armas y arneses tintineaban en la oscuridad. Una leve brisa les acarició con un beso sepulcral, y el aire se enfrió de pronto. Ginebra experimentó algo similar a la llamada de un destino inminente y paseó la vista alrededor, pero no había nada que ver. Entonces las cortinas de niebla se alzaron con languidez, y las vio por fin, envueltas en remolinos blancos.
Eran formas amenazadoras, pero también fruto de un hechizo. Vio mujeres altas, de porte majestuoso, cubiertas con velos negros. Vio niños espectrales, que reían y cantaban mientras avanzaban bailando hacia ella con los brazos extendidos. Vio a un chiquillo que la miraba con fijeza y muy quieto, entre las nubes de bruma. Después una forma alta y serena flotó hacia ella, una forma que Ginebra habría reconocido en cualquier parte.
¿La Señora del Lago había acudido desde Avalón, con un velo negro que la cubría de pies a cabeza?
«Estaré con vos, Arturo -había dicho-; en vuestra última batalla estaré con vos.»
La Señora había venido para llevarse a Arturo a casa.
Ginebra fijó la vista hasta que la sangre estalló en su cerebro.
Un rugido ensordeció sus oídos, la oscuridad cerró sus ojos, y perdió el conocimiento.
Ginebra abrió los ojos. Yacía sobre la hierba fría y húmeda, y la luz del alba invadía el cielo. La niebla aún remolineaba alrededor como algo vivo, pero no había ni rastro de las formas que había vislumbrado. Ina lloraba y rezaba, inclinada sobre ella, pero sus lágrimas se transformaron en alegría cuando Ginebra abrió los ojos.
–¡Oh, mi señora! – exclamó entre sollozos-. ¿Qué os ha pasado?
Ginebra se incorporó con un esfuerzo.
–Nada. Un desmayo repentino, eso es todo. – Fuera cual fuera el significado de la visión, ya habría tiempo para preguntarse por la causa-. Rápido, Ina, ayudadme a levantarme…
Un súbito rugido de cornetas de guerra, procedente de la llanura, indicó el principio de la batalla. El alarido agudo de las trompetas se impuso a los gritos de cien mil gargantas. Los dos grandes ejércitos empezaron a avanzar por el llano. La guerra de los once reyes había comenzado.
El grito de batalla de Arturo resonó en el campo cuando las dos fuerzas se encontraron. Los que iban en vanguardia perecieron con la luz del amanecer. Antes de que el sol se alzara, muchos más yacían muertos en el suelo. Desde lo alto de la colina, los hombres y caballeros parecían soldaditos de juguete, pero el espantoso entrechocar de las armas, el impacto del hierro contra la carne, los chillidos de rabia y dolor llegaban a los oídos de Ginebra con pavorosa nitidez.
La bandera de Arturo indicaba su avance en el corazón de la refriega. Ginebra vio con horror que el dragón rojo se sumergía en los peores núcleos del combate. En todo momento Gawain se hallaba a la derecha de Arturo, Kay a su izquierda, y Bedivere guardaba la retaguardia. Los cuatro abrieron una cuña mortífera en las filas enemigas y dejaron atrás cadáveres y moribundos.
La escabechina proseguía bajo un sol mortecino. En el flanco izquierdo de Arturo, el rey Pellinore peleaba como un león, mientras en el derecho su hermano Pelles hacía lo propio. Lucan ordenó un ataque relámpago, sorprendió a las filas masificadas de los reyes por sus costados carentes de defensas y provocó una masacre cruel. Cuando su madre afirmaba que las reinas debían dar órdenes desde lo alto de una colina, pensó Ginebra, ¿sabía lo que era limitarse a mirar y sufrir en silencio?
Madre, Diosa, ¿debo padecer esto? Cambió de posición y un pensamiento cruzó su cerebro. ¡Cómo me gustaría ahora ser un hombre, o una reina guerrera!
–Diosa, Madre, que llueva fuego como sangre, descargad vuestra furia sobre las cabezas de nuestros enemigos, conceded fuerza a nuestras espadas, devolved a nuestros guerreros sanos y salvos a sus casas…
Ina seguía rezando por la victoria mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Ginebra repitió sus palabras en silencio, cada vez más asustada.
Todos sus enemigos habían salido ya a campo abierto, y el corazón más fuerte los habría mirado con miedo. El rey Carados de Nortegales comandaba la sección derecha, y a su izquierda iba el rey Nentres de Garlot. Vio las banderas de los reyes Agrisance y Vause, así como las de los de North Humbert, Solise y el castillo de la Roca. Todos los traidores de Arturo estaban presentes, el rey Rience, el rey Brangoris y el rey de las islas orientales.
De pronto Ginebra distinguió la bandera negra de Lothian, con su emblema del toro furioso. Bajo ella combatía un gigante con armadura azabache, penacho rojo y dorado, como rojos y dorados eran los arreos de su caballo, también protegido con una armadura negra. Incluso desde la distancia atisbo un cuerpo enorme, rematado por un rostro ancho y fuerte, de poblada barba oscura. El enemigo más despiadado de Arturo había entrado en liza.
Ginebra contuvo el aliento. ¿Sin visor en el yelmo? ¿Tanto confiaba el rey Lot en matar a Arturo que se había armado como si se tratara de un entrenamiento, en lugar de un auténtico combate cuerpo a cuerpo? Comprendió al instante la razón. Sus caballeros lo rodeaban como un bloque de roca, todos tan corpulentos como él, todos con un único objetivo. Desde lo alto era fácil ver el avance incesante de la cuña negra hacia Arturo. Sin embargo, éste se daría cuenta a tiempo de la amenaza del pelotón de ejecución, ¿verdad? El estómago se le revolvió de miedo. Diosa, Madre, salvadle, salvad a mi amor…
Entretanto la furia de la batalla se intensificaba. Las dos fuerzas avanzaban y cedían terreno, daban media vuelta y volvían a la carga. Sin embargo, pese a la valentía de las huestes de Arturo, la superioridad numérica del enemigo empezaba a dejarse notar.
Si perdemos…
Era un temor que jamás habían manifestado en voz alta. Ginebra miró en derredor presa de la desesperación. En el bosque situado junto a la llanura aguardaban los dos reyes franceses con sus hijos. ¿Cuánto tiempo tardaría Arturo en darles la señal de atacar?
A la derecha de Arturo, el flanco comandado por el rey Pelles empezaba a desmoronarse y ceder terreno. Por su parte, el rey Lot y sus caballeros seguían avanzando entre las filas, sembrando la muerte a su paso. Un súbito miedo se apoderó de Ginebra, y con él una certeza. Arturo ya no controla todos los elementos de la situación. Esperará demasiado para dar la señal de ataque a los reyes.
Llamó al punto a un explorador.
–¡Dirigios de inmediato al bosque! ¡Ordenad a los reyes que no esperen a la señal de Arturo para lanzar la emboscada!
»¡Reunios con sir Lucan! – indicó a otro-. Decid que la reina le ordena cambiar la estrategia. Que ataque por el flanco izquierdo. ¡Hay que salvar al rey a toda costa!
¡Diosa, Madre, demasiado tarde!
Un escalofrío de miedo y dolor recorrió su cuerpo. Se retorció las manos y escudriñó de nuevo el campo de batalla. En el flanco externo ondeaba la bandera del rey Pellinore, el amigo más leal de Arturo. Miró alrededor.
–¡Cabalgad como si os fuera en ello la vida! – exclamó a un explorador que se alejaba-. ¡Decid al rey Pellinore que el rey Lot amenaza al rey Arturo, y que el rey morirá!
Sus mensajeros descendieron a toda prisa por la ladera. La bandera de Arturo se había movido de nuevo. Estaba combatiendo cuerpo a cuerpo con otro caballero. Por encima del estrépito, Ginebra oyó el cántico de Excalibur con toda claridad, pero mientras Arturo lanzaba mandobles, la lanza de otro caballero atravesó el corazón de su montura.
El pobre animal relinchó. Su chillido se impuso a todos los demás sonidos. Ginebra sabía que, cuando su agonía cesara, sus patas se doblarían y su jinete saldría despedido de cabeza al suelo. La pesada armadura no ora más que un estorbo para un caballero a pie, de modo que estaría perdido. Arturo perdonaba la vida a todos los adversarios que desmontaba, pero ¿se le dispensaría tamaña caballerosidad?
Arturo, Arturo, mi amor…
Ginebra chilló como el caballo, un largo grito de agonía.
–¡Pendragón!
La exclamación de Gawain resonó mientras cabalgaba hacia Arturo y le arrebataba de la silla en el último segundo. Kay se apoderó de un caballo sin jinete y lo arrastró a su lado. Bedivere acudió para ayudar a Gawain y protegerle la espalda. Se produjo una violenta confusión de hombres y monturas, brazos y piernas que se agitaban, y de repente Arturo apareció de nuevo, montado e ileso.
–¡El rey! ¡Han salvado al rey!
Ina lanzó un grito de triunfo, pero el corazón de Ginebra estaba paralizado. ¿Hasta cuándo podrían luchar contra una fuerza tan superior en número?
El rey Lot continuaba avanzando hacia Arturo, cada vez más cerca, y su cuña de caballeros abría un sendero de muerte. El sol arrancaba destellos de su espada cuando la alzaba con ambas manos y se preparaba para descargarla.
–¡El rey Lot! ¡Arturo, cuidaos del rey Lot! ¡Escuchadme, Arturo, caerá sobre vos en cualquier momento!
Ginebra se atragantó con sus gritos, casi vomitó de miedo. ¿Dónde estaban las fuerzas a las que había ordenado atacar? ¿Dónde estaban los hombres que salvarían la vida de Arturo?
–¡Pendragón!
–¡Benoic! Á Benoic!
Observó que las tropas de Lucan daban media vuelta para lanzarse hacia sus atacantes en el perímetro de la confusión. Al mismo tiempo, los reyes franceses Ban y Bors, junto con sus hijos, surgían del bosque, un contingente pequeño pero mortífero que atravesaba la llanura. Sin embargo ya no podrían salvar a Arturo.
El aullido de Lot se elevó sobre la algarabía.
–¡Muere, bastardo!
Con una terrible lentitud, su espada hendió el aire. Ginebra echó hacia atrás la cabeza y alzó los brazos al cielo.
–¡Diosa, Madre! – exclamó-. ¡No lo permitáis!
De repente lo vio; un jinete solitario seguido de un escudero. Un rey, no un caballero, porque llevaba una corona de oro alrededor del yelmo, sin ningún penacho. La bandera que portaba el escudero ondeaba con tal violencia que apenas podía ver su enseña. Por fin Ginebra distinguió el cisne blanco de Listinoise y supo quién era.
«Dad la bienvenida a este rey -había dicho Arturo-, porque es un amigo leal.»
Las palabras del recién llegado resonaron en su mente: «Me he comportado como habría hecho cualquier otro hombre en mi lugar.»
¡Pellinore!
Cuando Pellinore cargó con la lanza pegada al costado, y no la alzó hasta el último momento. El rey Lot no llegó a ver la pica plateada que hendió el aire y atravesó su barba negra y su cara, roja y sonriente. Murió lanzando una carcajada de triunfo, mientras descargaba su espada sobre la cabeza de Arturo con la intención de partírsela. Por último se desplomó como un árbol gigantesco.
–¡Diosa, Madre, alabado sea vuestro nombre!
Ginebra echó hacia atrás la cabeza y un aullido victorioso escapó de su garganta.
Minutos después el grito resonó en todo el campo.
–¡El rey Lot ha muerto!
–¡Muerte al tirano! ¡El rey Lot ha muerto!
–¡Benoic! ¡Benoic! Á moi!
El ataque de los reyes franceses reventó como una ola gigantesca sobre el enemigo. Los monarcas y sus hombres empezaron a descorazonarse. El rey Vause fue el primero que huyó tras arrojar su estandarte dorado al barro. Los demás o fueron rechazados o siguieron el ejemplo de Vause.
Al ver la reacción de sus jefes, los soldados lanzaron sus armas y escaparon en todas las direcciones. La derrota se convirtió en una carnicería cuando los vencedores dieron caza a sus enemigos.
Por fin el dragón rojo ondeó en solitaria grandeza sobre todas las demás banderas. El toque áspero de las trompetas indicó el fin de la batalla. Ginebra se llevó las manos a la cabeza y la inclinó. Diosa, Madre, os doy las gracias por esta victoria sobre aquellos que querían darnos muerte…
–¡Vuestra Majestad!
Ginebra abrió los ojos. Era uno de los exploradores de Arturo, con el rostro iluminado por una sonrisa.
–¡El rey viene para depositar la victoria a vuestros pies!
Ginebra levantó la cabeza. Vio que Arturo se acercaba, rodeado de sus reyes y caballeros, entre los heridos tendidos en el suelo y los montones de cadáveres ensangrentados. Experimentó un gran alivio y luego una alegría temblorosa. Habían ganado, y Arturo estaba vivo.
Un espasmo de terror en estado puro sacudió a Ginebra. ¿Dónde estaba su Arturo, el esposo amante, el hombre cariñoso y generoso a quien creía conocer? Aquél era el azote rojo de que los viejos hablaban entre susurros, el dragón cuya furia arrasaba la tierra de tal forma que nada volvía a crecer en ella.
–¡Mi reina! – exclamó Arturo con voz extraña al tiempo que agitaba una mano envuelta en un guantelete manchado de sangre seca-. Hemos ganado la batalla. Dad las gracias a estos reyes, cuya intervención ha sido providencial.
Los dos monarcas franceses de la Pequeña Bretaña rieron e hicieron una reverencia tan cortés como si celebraran una fiesta en Camelot. Arturo les miró y sus ojos enrojecidos perdieron el brillo. Dejó escapar un suspiro. Ginebra observó que poco a poco volvía a ser el de siempre.
–Besamos vuestras manos, Majestad, en la alegría que nos produce volver a encontrarnos -exclamó el más alto-. Soy Ban de Benoic, y éste es mi hermano Bors. Asimismo damos las gracias al rey, vuestro esposo, por un día tan divertido.
Ginebra miró los ojos oscuros del rey Ban y tuvo que sonreír.
–Buenos señores, siempre estaremos en deuda con vosotros.
–Desearíamos que conocierais a nuestros hijos -intervino el rey Bors, con el mismo atractivo acento del rey Ban- pero, como veis, están muy ocupados.
Señaló con semblante risueño hacia el borde del campo.
Tres figuras cabalgaban junto a la linde del bosque persiguiendo a los enemigos que huían, derribando a quienes alcanzaban. Delante iba el más alto, de pie sobre los estribos.
–Mi hijo Lanzarote -anunció el rey Ban con orgullo al tiempo que lo señalaba-, con sus primos Lionel y Bors. Posee un corazón noble. Hoy ha combatido bien. No descansará hasta desterrar la maldad.
–¿Habéis dicho Lanzarote?
Bajo el ardiente sol, Ginebra notó una brisa lejana que suspiraba como el viento de Avalón. Le llegó un eco de la voz de la Señora. «¡Ay, Ginebra! No estáis destinada a ser como las demás mujeres. Hay cosas que ignoráis y ni siquiera podéis imaginar. Un hombre solo no puede componer toda la música del mundo. Una mujer puede bailar más de una vez en el curso de sus días…»
–¡Sí! – exclamó Ginebra sin saber lo que decía. Se pasó la mano por los ojos-. Perdonadme, señores -añadió-. Estábamos hablando de vuestro hijo. ¿Habéis dicho que se llama Lanzarote?
Ban procuró ocultar su sorpresa.
–Sí, señora -respondió con cortesía-. Ese es su nombre.
–Es un buen guerrero, Ban, lo admito. – Arturo contemplaba al joven con una expresión de aprobación-. Es joven para una batalla como la de hoy, pero eso no es malo en estos tiempos.
El rey Ban rió y puso los ojos en blanco.
–Demasiado joven, según su madre. Me suplicó de rodillas que no le trajera. Tenía el presentimiento de que hoy… ¿cómo lo dijo?, se encontraría con su destino.
–Todos hemos de cumplir nuestro destino. – Ginebra pronunció las palabras de manera inconsciente.
–¡Tonterías! – exclamó Arturo con un tono estridente poco habitual en él-. Los chicos han de participar en la guerra, pese a los temores de sus madres. Además, el hijo de un rey ha de ser un gran guerrero y un caballero sin tacha.
–Como vos, mi señor.
La galantería del rey Ban levantó un coro de vítores entre el cansado grupo. Ginebra miró alrededor. El rey Pellinore estaba apoyado en su espada, al lado del rey Ursien de Gore, con el fiel Bedivere detrás. A la derecha de Arturo estaban sir Lucan y sir Kay, con el padre de éste, el viejo sir Ector, resplandeciente como un hombre poseído. Pero ¿dónde estaba…?
El rostro de Arturo se ensombreció.
–Gawain está con su padre -explicó. Hizo un gesto a su pequeño grupo-. Hemos de volver al campo, antes de que aparezcan los carroñeros. ¿Queréis ir a consolarle, Ginebra?
Sir Gawain lloraba arrodillado junto al ara.
–¿Gawain?
El caballero se puso en pie. Su rostro amplio, como el de su padre, estaba húmedo de lágrimas, y sus ojos enrojecidos parecían los de un niño. Ginebra le cogió la mano.
–Ha sido un cruel golpe para vos.
–Murió antes de que le conociera -afirmó Gawain con la voz quebrada, y meneó la cabeza-. Ahora ya no podrá ser. – Alzó la cabeza y se esforzó por reprimir el llanto-. Fui enviado como paje cuando tenía siete años, y jamás regresé.
–¿No habéis visto a vuestra familia en todo ese tiempo?
Gawain se encogió de hombros.
–He visto a mis hermanos. Mi madre solía traerles al sur de visita.
–No sabía que teníais hermanos -dijo Ginebra. Dioses de los cielos, ¿cuántos parientes desconocidos iban a surgir del pasado de Arturo?
–Tres en total -explicó Gawain-. Agravaine, Gaheris y Gareth. Yo soy el mayor, y ellos hacen todo cuanto yo digo. Gareth es el menor, sólo tiene quince años. Aún no es lo bastante mayor para luchar, dice mi madre, ni siquiera como escudero.
El corazón de Ginebra sufría por el niño que Gawain había sido.
–¡Tampoco vos erais muy mayor cuando os marchasteis de casa! ¡Sólo teníais siete años!
Gawain meneó la cabeza.
–Muchos niños se crían lejos de sus padres desde edades más tempranas aún, como el rey. El señor que me adoptó se portó muy bien conmigo.
–¿Fue él quien os llevó a Londres cuando Merlín convocó a reyes y señores para proclamar al rey?
Gawain asintió.
–En efecto. Me dio sus bendiciones cuando le dejé para seguir a Arturo después de verle desclavar la espada de la piedra. – Su rostro triste se iluminó-. ¡Oh, señora, tendríais que haberlo presenciado!
–¿Fue ese día cuando conocisteis a Arturo?
–La primera vez que le vi e incluso oí hablar de él. Mi madre se casó antes de que Arturo naciera. Ella… -Echó un vistazo al cadáver del rey Lot-. Bien, señora, ya hablaréis con ella. La conoceréis, junto con toda mi familia, en el entierro.
El aire estaba impregnado del olor a incienso y sudor de monje. El techo bajo casi les rozaba la cabeza, las paredes rezumaban humedad y las losas del suelo derramaban lágrimas. El murmullo de los cantos fúnebres zumbaba en sus oídos. Ginebra miró a Arturo, y el pensamiento acudió de nuevo a su mente: ¿Qué hacemos en una iglesia cristiana?
Había preguntado a Arturo, deshecha en lágrimas, por qué debía ser así. Ante el altar yacía la única razón que pudo dar. El cuerpo del rey Lot reposaba en un magnífico ataúd de oro y bronce, más grande que el de ningún otro hombre.
Ahora que descansaba en paz en su último sueño, la postrera morada del rey Lot era más hermosa que todo cuanto contenía la destartalada iglesia. Un paño de un púrpura desvaído, devorado por las polillas, cubría el ara, y velas baratas de sebo goteaban y se fundían en los nichos de las paredes. La capilla de San Esteban construida en Caerleon estaba tan descuidada y abandonada como el resto de la ciudad, antaño magnífica, habitada por legiones romanas.
Cuando Ginebra la vio por primera vez a la luz del día, quedó asombrada por el poderoso castillo levantado sobre el peñasco, que daba la espalda a un bosque antiquísimo, con el foso alimentado por el río Severn y todo el conjunto rodeado de verdes florestas y prados sembrados de flores. Cuatro grandes torres y altas paredes blancas se alzaban hacia incontables cúpulas y tejados dorados. La fortificación casi se había convertido en una ciudad, y eso sin contar las viviendas apiñadas al pie de la roca.
Sin embargo una inspección más detenida reveló que los grandes edificios de los romanos estaban en ruinas, y el resto de la urbe había sido abandonado a su suerte. Detestó al instante las calzadas agrietadas, los perros salvajes que aullaban desde chozas deshabitadas, las malas hierbas que trepaban por las columnas. Cuando los romanos llegaron, llamaron a Caerleon «la Ciudad de la Luz».
–¡Hemos de hacer un juramento! – propuso a Arturo con un hilo de voz-. Le devolveremos la belleza que poseía entonces.
Arturo frunció el entrecejo. Con una guerra por afrontar y una difícil paz que defender, ¿no comprendía Ginebra qué era lo importante?
–Después del funeral -repuso.
Diosa, Madre, ¿cuándo sería eso?
Habían transcurrido semanas desde la muerte del rey Lot. Para impedir que el calor del verano descompusiera el cadáver, lo habían untado de especias, ungüentos y cera para luego encerrarlo en un féretro de plomo mientras discutían cuál debía ser su lugar de reposo.
Al parecer, el entierro debía llevarse a cabo según el ritual cristiano.
–¿De qué otro modo podremos conmemorar la muerte de Lot y rendirle el respeto que merece cualquier caballero caído en combate? – preguntó Arturo cuando celebraron consejo el día siguiente a la batalla.
Por la entrada de la tienda se veía un sol rojo, bajo sobre el horizonte, que se cernía sobre el campo de batalla. Aunque los porteadores se afanaban, el paisaje continuaba negro de cadáveres, y el olor de la muerte colgaba sobre ellos como un lienzo funerario.
Ginebra reprimió la cólera que ascendía a sus labios. Arturo tenía razón, ¿qué otra cosa podían hacer con Lot? No podían enterrarlo según los ritos de la Madre, porque Ella jamás aceptaría a un hombre que violaba muchachas y daba muerte a niños de pecho. Lot había creído en sus dioses oscuros y los había adorado en el altar de su despiadada voluntad. Sin embargo, ni Arturo ni ella podían honrar a aquellos ídolos de carne y hueso. Por lo visto, sólo los cristianos estaban dispuestos a recibir a Lot.
Debían darle sepultura en Caerleon, insistió Merlín, no en el campo de batalla donde había caído.
–Vuestro pueblo no pudo acudir a vuestra boda, señor, y un espectáculo real conmueve a todas las almas. Un gran funeral para el rey Lot atraerá a Caerleon a reyes y reinas, y después celebraremos un banquete para todos los habitantes del país. Entonces vuestro pueblo conocerá a la reina Ginebra, del mismo modo que cuando os casasteis el del País del Verano tuvo la oportunidad de conocer a su nuevo rey.
Arturo no se mostraba muy convencido.
–¿No considerará cruel la reina Morgause que enterremos a su marido en Caerleon, en lugar de devolverle a su país para que descanse en paz?
–Los vencidos no eligen su última morada -sentenció Merlín-. La reina Morgause conoce las leyes de la guerra. Si al rey Lot se le entierra en Caerleon, la soberana de Cornualles también asistirá al funeral. La reina Morgause no ha visto a su madre desde que la enviaron a las Oreadas para casarla, antes de que vos nacierais. A su edad, la reina de Cornualles no puede viajar desde Tintagel para reunirse con su hija.
Arturo lanzó una exclamación.
–¿La reina de Cornualles?
–La madre de la reina Morgause, y también vuestra madre, por supuesto -explicó Merlín con los ojos centelleantes.
–No sabía que aún estaba viva.
Arturo intentaba hablar con desenfado, pero sus ojos le traicionaban.
Ginebra enlazó las manos. Oh, Merlín, Merlín, ¿os dais cuenta de lo que habéis hecho? Sin embargo, ésa no era su pelea. Apartó la vista.
Merlín exhaló un suspiro y se puso una mano marchita delante délos ojos.
–Perdonad, señor, que el tiempo no nos haya permitido hablar de esto antes. Desde que extrajisteis la espada de la piedra, no ha habido un momento libre de guerra o de la amenaza de la guerra. La reina de Cornualles, vuestra madre, es anciana, pero vive todavía, al igual que su segunda hija, la dama Morgana… vuestra hermanastra, mi señor.
–Mi hermanastra. – Arturo estaba pálido-. La otra que nunca supe que tenía. Bien, que venga también. Ya es hora de que conozca a mi familia.
–En ese caso, ¿ordenaréis que le permitan salir?
–¿Que le permitan salir? – La cara de Arturo adoptó una expresión tensa-. ¿Quién la retiene?
Ginebra ya no podía aguantar más.
–¡Merlín, dejaos de rodeos! ¿Qué queréis decir?
¿Cómo osaba esa mujer? Merlín bajó la cabeza para ocultar la ira que corría por sus venas.
–Vuestras Majestades ya saben que cuando el rey Uther se casó con la reina de Cornualles, ésta tenía dos hijas mayores, en edad de abandonar el hogar. La mayor, Morgause, contaba catorce años y ya estaba madura para el lecho matrimonial, pero Morgana, la menor, tenía sólo once, demasiado joven para el matrimonio. El rey la entregó a un convento para que fuera monja.
Ginebra se crispó.
–¿Enviada a los cristianos… a un convento de monjas, por el resto de su vida?
Merlín la miró con los ojos brillantes.
–Es una vida santa, y el lugar gozaba de una magnífica reputación gracias a su abadesa.
Arturo cerró los ojos.
–Liberadla cuanto antes, cueste lo que cueste. Que se reúna con su madre y una guardia de honor las acompañe al funeral de Lot. – Miró a Ginebra e intentó sonreír-. No lloréis, mi amor. Merlín se ocupará de todo.
Merlín, siempre Merlín…
Ginebra forzó una sonrisa a modo de respuesta y trató de contener la rabia que nacía en su corazón.
Merlín sabía que la madre de Arturo estaba viva y no lo ha mencionado hasta que la muerte de Lot le ha obligado a enseñar sus cartas. Sabía que la joven Morgana llevaba más de veinte años enterrada en vida y también se lo calló.
¿Qué otros secretos se esconden bajo sus cabellos grises enmarañados? ¿Qué más ha sucedido sin el conocimiento y consentimiento de Arturo?
El druida desapareció como por ensalmo y nadie supo adonde había ido. Ginebra sonrió sin alegría. El viejo se había marchado con los Puros, mientras Arturo y ella cargaban con la siniestra tarea de trasladar el cuerpo del rey Lot desde Gore a Caerleon para llevar a cabo el entierro.
El maldito entierro…
Los cánticos de los monjes proseguían dentro de la iglesia. Ginebra se removió con inquietud. ¿Por qué esperaban? Sabía que la reina Morgause ya había llegado, acompañada de sus tres hijos. Había plantado sus tiendas ante Caerleon y avisado de que acudiría a la ceremonia y las exequias de su marido antes de presentar sus respetos a su hermano y a la reina de éste.
Morgause estaba allí, pero no la madre de Arturo, la vieja reina. Había partido de Cornualles escoltada por hombres de Arturo y en las fronteras del País del Verano se había reunido con su hija menor, Morgana, tras lo cual habían descansado unos días. Después se habían dirigido hacia el río Severn para cruzarlo y llegar al Reino del Medio, y allí los exploradores habían perdido su rastro.
–¿Que las han perdido?
Ginebra se estremeció al recordar la furia de Arturo. ¿Cómo podía desaparecer una partida real, una reina y una princesa escoltadas por una guardia de honor que el rey había enviado, ya fuera en la otra orilla del Severn o en esta?
El jefe de los exploradores había meneado la cabeza con desesperación.
–Es como si se hubieran desvanecido, señor. No sabemos explicarlo. No tenemos excusa.
–¿Perdidas?
Arturo vivía un tormento.
–¡No pueden haberse extraviado, Arturo! – protestó Ginebra-. Aquí no hay magia que valga. Lo que ocurre es que no conocen el país y se habrán desviado del camino. Vuestra madre viene para consolar a su hija viuda y reencontrarse con su hijo perdido. Tiene todos los motivos del mundo para acudir aquí. ¿Qué podría detenerla?
Una buena pregunta.
No obstante algo había sucedido.
El funeral del rey Lot iba a empezar y aún no se había presentado.
Arturo se enderezó a su lado en el banco. Fuera del templo sonó un aullido, como el de un espíritu en el infierno. Era el sonido más triste del mundo. Ginebra aferró la mano de Arturo.
–Dioses, ¿qué es eso?
Gawain, en guardia detrás de Arturo, les dedicó una débil sonrisa.
–Es el sonido de las gaitas, la música de nuestra tierra. Toca el pibroch, el lamento por los caídos, en señal de duelo por la muerte del rey.
Arturo apretó la mano de Ginebra.
–¡La reina Morgause y sus hijos han llegado!
Se puso en pie al instante y salieron al pasillo. Las puertas de la iglesia se abrieron al mundo exterior. Una alta figura vestida de negro se recortaba contra el sol de finales de septiembre. Una corona de oro sujetaba su alto tocado negro y el largo velo. Permanecía inmóvil y silenciosa como una columna de nubes mientras miraba hacia el interior del recinto.
Alta, majestuosa, toda vestida de negro…
El corazón de Ginebra se estremeció. ¿Había conocido a aquella mujer en otro mundo? ¿Era una de las formas que se le habían aparecido al principio de la batalla de los Reyes?
–¡Vuestra Majestad!
Gawain se postró de hinojos.
–¡Gawain, hijo mío!
La reina avanzó para estrecharle en sus brazos. La seguían tres jóvenes que guardaban un gran parecido con Gawain.
Este se levantó como impulsado por un resorte.
–¡Agravaine! ¡Gareth! ¡Gaheris!
–¡Gawain, hermano!
Los cuatro se saludaron con una mezcla de contención varonil y alegría infantil. Morgause y Arturo les observaron un momento y después se miraron de hito en hito.
Por fin Ginebra se atrevió a mirarla sin temor. Alta y bien proporcionada, la hermana recién recobrada de Arturo se comportaba con aire autoritario, pero no comunicaba la amenaza que Ginebra había sentido en las formas que la habían visitado cuando se desmayó en el carro. Morgause poseía majestad, pero no divinidad, una mujer que frisaba en los cuarenta, cuyo cuerpo evidenciaba que había parido a cuatro hijos grandes. No obstante, aún conservaba la plenitud de una mujer en la flor de la vida. Su rostro, de cejas arqueadas, mandíbula fuerte y boca roja, era de una belleza indiscutible, y en sus facciones acechaba la sombra del deseo insatisfecho. Sus ojos claros escrutaron a Ginebra con calma, sin amenazas.
Las gaitas de las tierras altas continuaban exhalando su lamento. La vista de Ginebra se nubló, y otra imagen apareció ante ella. «El rey Uther necesitaba aliados fuertes -había afirmado Merlín-. Morgause tenía catorce años y estaba madura para el matrimonio cuando la entregó al rey Lot.»
Vio a una muchacha de cuerpo delgado y blanco y a una enorme forma masculina cubierta de vello negro. Vio una mano morena surcada de cicatrices que sobaba un pecho tierno, retorcía un pezón rosado hasta arrancar un grito de dolor y después, con una carcajada, lo pellizcaba y retorcía de nuevo. Vio unos muslos blancos y largos que eran obligados a separarse, y el peso de un monstruoso cuerpo masculino excavando en una suave piel femenina. Vio el vello negro que cubría sus hombros, la espalda y toda su entrepierna.
Morgause era virgen, y había dado cuatro hijos a Lot. Y Ginebra comprendió de repente. No amaba a su señor. ¿Cómo iba a amarlo, si el amor para él consistía en el penoso uso de su cuerpo para obtener placer cuando la deseaba después de ir a cazar, o después de emborracharse, o al volver de la guerra?
–¡Ginebra!
Volvió en sí. Arturo le cogió la mano, pálido de aflicción. La animó a avanzar para conocer a Morgause y habló con voz quebrada.
–Señora, apenas sé cómo daros la bienvenida. Sólo puedo lamentar la muerte de vuestro marido. Él quiso esta guerra, y rechazó mi oferta de paz, pero le devolvería la vida si estuviera en mi mano.
Morgause inclinó la cabeza.
–Sois muy benevolente, señor -repuso con voz casi inaudible.
Arturo negó con la cabeza.
–Vos y yo somos parientes cercanos, mi señora; en realidad, los más cercanos posibles, por mediación de nuestra madre, la cual llegará de un momento a otro, junto con vuestra hermana. He ordenado la liberación de Morgana para que pueda estar con nosotros. – Las lágrimas se agolparon en sus ojos-. Hemos sido unos desconocidos durante más de veinte años, pero creo que somos lo bastante jóvenes para salvar ese oscuro abismo de tiempo.
Morgause también estaba a punto de llorar.
–No os imagináis… Perdonad, mi señor, pero nunca osé confiar… cuánto ansiaba conoceros, así como ver de nuevo a mi madre y mi hermana antes de que nos reuniéramos al fin en el Otro Mundo.
–¡Vuestro deseo os ha sido concedido! – exclamó con voz ronca Arturo-. Creedme, señora, cuando digo que sois bienvenida aquí, al igual que vuestros estupendos hijos. – Arturo hizo una reverencia y cogió a Morgause de la mano-. ¿Me permitiréis que os conduzca a vuestro sitio? Gawain, ¿escoltaréis a la reina Ginebra?
Los cuatro avanzaron por el pasillo, seguidos de los tres hijos de las Oreadas. Cuando tomaron asiento, Arturo hizo una seña, y el coro de monjes entonó un nuevo cántico. Un sacerdote menudo con la casulla bordada de oro se adelantó, auxiliado por dos muchachos que hacían oscilar incensarios. El humo del incienso y el olor de la mirra brotaba de los carbones siseantes. La voz del cura se elevó sobre los gemidos del coro.
–Domine, domine, miserere….
Miseria y pecado, pecado y miseria, el eterno sonsonete de los cristianos, pensó Ginebra con amargura. El funeral por el rey Lot había empezado.
–Yo soy Aquel que vivió y murió, pero he aquí que poseo las llaves del cielo y del infierno. Creed en Jesucristo Nuestro Señor, que fue crucificado, muerto y sepultado. Descendió a los infiernos. Al tercer día se levantó de entre los muertos…
¡Oh, estos necios cristianos, con su única palabra, su único camino, su única verdad! Creen que tienen al único dios que permaneció tres días colgado de un árbol, que atravesó ileso el mundo entre los mundos, que resucitó para salvarnos a todos. ¿Por qué insisten en que su Jesús es el único que puede resucitar, si en realidad todas las almas resucitan, si la Gran Madre nos da a luz de nuevo cuando llega el momento?
Ginebra estaba sentada muy quieta, mientras su alma se revolvía. No se atrevía a mirar a Arturo. ¿Serían capaces de reírse de aquello más tarde, cuando estuvieran en sus aposentos? Lo ignoraba. Arturo respetaba a todos los verdaderos creyentes y aceptaba su palabra a pies juntillas.
El sacerdote inició sus plegarias.
–La desdicha nos rodea, oh, Señor…
Desdicha, desdicha, siempre desdicha…
Un chillido agudo hendió el aire. De pronto una gata negra corrió por el pasillo y saltó sobre el ataúd de Lot, que se hallaba al pie del altar cubierto de velas chisporroteantes y paños de terciopelo descoloridos. Arqueó el lomo, se agazapó al tiempo que siseaba y escupió sobre la cabeza del rey. A continuación separó las patas traseras y vació el contenido de su cuerpo sobre la tapa del féretro, justo sobre la cara del difunto. Quedó así un momento, y sus ojos negros despidieron chispas. Tras lanzar otro maullido estremecedor, dio un salto y desapareció por donde había venido.
–Domine, Domine, salvum me fac. Sálvanos, sálvanos del Maligno, todos los demonios y semidemonios, todos los vástagos de Satanás y los seres de cuatro patas que obedecen sus dictados…
El menudo sacerdote ya estaba de rodillas, salmodiando con terror una oración contra el visitante. Arturo se puso en pie de un salto.
–¡Abrid las puertas! – ordenó-. Que la bestia salga.
Los que se encontraban en la parte posterior se apresuraron a obedecerle. En el umbral se erguían dos mujeres altas y majestuosas, vestidas de negro de pies a cabeza, con sendas coronas doradas.
La de más edad tenía los cabellos blancos como la nieve, ojos líquidos preñados de alearía y dolor, y una cara noble que el paso del tiempo había fortalecido. No obstante, más que vieja era eterna, y su belleza aún resultaba luminosa a todos los ojos. Ginebra la miró maravillada. Sabía que aquella apariencia se denominaba «brillo de elfo» en los viejos tiempos. La joven también lo poseía, si bien carecía de la serenidad y el aplomo de la anciana reina. De elevada estatura, delgada y tensa, su cuerpo se ladeaba hacia su madre como si buscara protección. Su piel marfileña jamás había visto el sol, y sus ojos hundidos ardían de ira. Su atuendo recordaba el hábito de una monja, y en la cabeza lucía un rígido tocado, sujeto por una sencilla corona de oro.
Arturo se volvió hacia Ginebra.
–¡La reina de Cornualles y su hija Morgana! – susurró arrobado-. ¡Mi madre y mi hermana, por fin aquí!
Cuando avanzó para saludarlas, Ginebra experimentó una sensación de vértigo.
Aquéllas eran las formas que la habían rozado en la niebla. Aquéllas eran las mujeres que la habían acompañado en la colina, para luchar al lado de Arturo en la batalla de los Reyes.
Ginebra volvió en sí con un sobresalto. El sol de la tarde bañaba la sala de audiencias y teñía de oro el enorme trono de bronce donde estaba sentada bajo el dosel de seda roja y paño dorado. De las paredes colgaban tapices de alegres colores, mullidas alfombras cubrían el suelo y el fuego de la chimenea perfumaba el aire de enebro y pino. Los cortesanos conversaban mientras esperaban a las tres reinas. Las damas y los señores resplandecían como flores en sus coloridos atavíos, y todos los caballeros centelleaban con sus mallas de plata. Sí, pensó Ginebra, darían una bienvenida calurosa a las visitantes.
Casi había olvidado el entierro del rey Lot. La visión de la reina Igraine y sus dos hijas había borrado de su mente todo pensamiento, excepto uno: ¡Estas mujeres aman a Arturo tanto como yo! Han anhelado conocerle durante más de veinte años, y su amor ha sido lo bastante fuerte para trascender el tiempo y el espacio. Es un amor más fuerte que el tiempo, un vínculo de amor procedente del tiempo anterior al tiempo.
El funeral se había celebrado, y el rey Lot ya descansaba. Después habían salido al sol, entre las multitudes que les vitoreaban, para subir por la colina hacia palacio. Toda la corte aguardaba para dar la bienvenida a la reina Igraine y sus hijas con todos los hombres que merecían. Ginebra se pasó la mano por la frente. Ojalá no se sintiera tan mareada, tan destemplada…
–¿Y bien, señora? – La voz de Ina interrumpió sus pensamientos-. ¿Os habéis desmayado en la iglesia, como el día de la batalla? ¿Cómo os encontráis ahora?
Ginebra sonrió a la menuda figura inclinada sobre ella.
–No ha sido nada. No sé qué ha ocurrido.
Hubo un silencio. El rostro de Ina adoptó un aire del Otro Mundo.
–Cuando una mujer siente el estómago revuelto, está pálida y se desvanece con frecuencia, significa a menudo una sorpresa para su marido y, cuando es reina, significa buenas noticias para todos.
–¡Ina, por el amor de los dioses! – Ginebra se incorporó con el rostro encendido-. ¿En qué estáis pensando? ¡No digáis ni una palabra más!
Ina bajó la vista y, cuando se retiró, Ginebra quedó sola con una miríada de pensamientos desbocados.
¿Buenas noticias para su marido?
¿Qué estaba diciendo Ina?
¿No había insinuado…?
No, era imposible en tan pocos meses.
Ginebra se ruborizó de nuevo. Sí, era cierto que Arturo y ella nunca se cansaban del amor que la Diosa les concedía, conocía a esposas que habían sido madres por seguir el sendero de la Madre. En todo caso era demasiado pronto para pensar en esas cosas. Se había desmayado por culpa de las visiones, eso era todo.
En el centro de la cámara, Arturo se paseaba de un lado a otro con el viejo sir Baudwin, el leal caballero del rey Lot. Tenía el rostro tenso y pálido.
Sir Baudwin hablaba con inquietud, sin apartar la vista de la puerta.
–La reina Igraine y sus hijas llegarán de un momento a otro. Lo sucedido es ya historia antigua, señor. ¿Estáis seguro de que queréis saberla?
Arturo lanzó una áspera carcajada.
–¿Saber lo que fue de mi madre cuando yo nací? Sí, estoy seguro. ¿Cuál es el misterio?
Baudwin respiró hondo.
–En el momento de vuestro nacimiento, todo el mundo sabía que la reina estaba embarazada. Por tanto, cuando el niño desapareció, todos se preguntaron por qué. – Observaba con cautela a Arturo mientras narraba los hechos-. Perdonadme, señor. Corrieron rumores de que vuestro padre os había repudiado o asesinado…
Arturo se puso rígido.
–¿Porqué?
–Porque no llevabais la sangre de Pendragón.
–¿Un bastardo? – Arturo echó hacia atrás la cabeza. Respiraba de forma entrecortada-. ¿Aún lo creen?
Sir Baudwin exhibió una sonrisa triunfal.
–Señor, saben que sois el rey supremo redivivo. Cualquiera que haya conocido a Uther se da cuenta.
–Sí, Baudwin, pero…
Una fanfarria real resonó en el vestíbulo.
–¡La reina de Cornualles! – exclamó alguien en la puerta.
La reina Igraine había cambiado su vestido negro por un manto de seda verdeazulada que flotaba como el mar alrededor de la roca de Tintagel. Una pesada corona antigua rodeaba su tocado alto y puntiagudo, y el velo caía de él como la espuma de las olas al romper.
Arturo avanzó como un hombre extraviado en un sueño.
–Vuestra Majestad…
Se observaron, se comunicaron sin palabras, cada uno sediento de la mirada del otro. La reina Igraine alzó su cara luminosa.
–¡Hijo mío! Hijo mío.
Sus ojos eran pozos de dolor y satisfacción. Arturo había enmudecido. A Ginebra, que contenía el aliento, nunca le había recordado tanto a un gran oso apenado.
La reina Igraine clavó la vista en él.
–¿Os llamaron Arturo? – preguntó. Sonrió, con sus grandes ojos oscuros brillantes de lágrimas-. Nunca supe vuestro nombre.
–¿Por qué? – Un gemido ronco surgió de la garganta de Arturo-. ¿Porqué se me llevaron de vuestro lado? ¿Porqué no reconocieron mi legitimidad?
–Silencio, hijo mío -pidió con la voz quebrada la reina Igraine y alzó su orgullosa cabeza-. No hagáis preguntas. Demos gracias a la Madre, que os ha devuelto a mí.
Extendió los brazos. Las lágrimas resbalaban sobre el rostro de Arturo cuando se fundió con ella en un abrazo.
Al pie del estrado, Gawain lloraba sin disimulo, y los demás reprimían las lágrimas. La reina Igraine se serenó y tendió una mano hacia el trono.
–¡Ay, Ginebra! – añadió con ternura-. La Madre ha bendecido a mi hijo con su esposa.
Ginebra se apresuró a cogerle la mano.
–¡Sed bienvenida, Vuestra Majestad! Y también vuestras hijas.
–Mis hijas, sí. – La alegría desapareció del rostro de Igraine-. Ay, ambas han padecido lo indecible. A mi pobre Morgana le cuesta estar fuera de los muros que la han aprisionado durante tanto tiempo. No se la puede dejar sola. Su hermana Morgause comparte su sufrimiento y trata de sobrellevar el suyo. – Miró a Arturo entre sonrisas y lágrimas-. Perdí a las dos, mi señor, cuando os tuve a vos. Me arrebataron a todos mis hijos, uno tras otro. Al contrario que su hermana, Morgana no pudo encontrar en el convento una familia a la que amar. Debo volver con ellas ahora.
Diosa, Madre, cuánto han padecido estas mujeres. Ginebra indicó la puerta.
–Yo os acompañaré, señora. Vamos.
–¡No! ¡No! ¡No!
La reina Igraine salió de la cámara interior muy pálida. Sollozos entrecortados se oían detrás de la puerta.
–Perdonad a mi hija Morgana -dijo con un leve gesto-. Confiaba en que podría veros ahora, pero le cuesta acostumbrarse a la libertad. Desde niña se ha visto obligada a vivir como una monja. No salía al mundo desde hace más de veinte años.
Veinte años.
A Ginebra se le revolvió el estómago. Vio a una niña delgada, pálida y aterrorizada, rodeada de una horda de monjas histéricas, como una bandada de cuervos al caer sobre un cordero.
–¿Cómo sucedió? Si erais viuda, tal vez vuestras hijas…
–No era viuda. – La voz dulce de Igraine, teñida con el suave acento del oeste, era ahora cortante como el viento del norte-. Sentémonos -propuso-. Hay muchas cosas que debéis saber.
En el patio de abajo, soldados, criados, caballos y perros estaban ocupados en las tareas cotidianas. Igraine tomó asiento ante la ventana, enderezó la espalda y enlazó las manos sobre el regazo.
–Yo no era viuda -repitió-. El rey Uther me redujo a ese estado.
–¿Mató a vuestro marido?
Igraine asintió. La tristeza de toda su existencia se acumulaba en sus ojos.
–Fui la última reina soberana de todo el sur. Uther necesitaba conquistar todos los reinos para proclamarse rey supremo, pero era yo lo que más deseaba. – Su voz estaba helada de dolor-. Le era indiferente que yo ya tuviera un rey; un señor de mi elección, mi caballero y elegido. – Miró a Ginebra-. Como vos, nuestras reinas celebraban el matrimonio sagrado con la tierra. En tiempos recientes ha desaparecido paulatinamente la costumbre de cambiar de paladín cada siete años, como era la tradición de nuestras madres. Yo hice una elección y me ceñí a ella. – Sus ojos adquirieron un matiz opaco.
»El duque Gorlois fue mi paladín y mi amor. Uther nos declaró la guerra para matarle y tomarme. – Igraine cerró los ojos-. Cuando el rey Uther se proclamó rey supremo, envió a buscar a todos los monarcas de los reinos menores con el fin de que le juraran obediencia. Cuando yo acudí, me abordó con lujuria para llevarme a su cama, pero le rechacé y regresé a toda prisa con Gorlois a Cornualles para defender mi país. – Apretó los labios hasta que formaron una línea apenas perceptible-. Y no sólo mi país. Gorlois y yo teníamos hijos.
–¿Morgause y Morgana?
Una sonrisa radiante iluminó el rostro de Igraine.
–Gorlois me dio lo que toda mujer desea, una hija fruto del amor. Morgause debía ser la siguiente reina de nuestro país y era la alegría de mi corazón. Después llegó Morgana, con su dicha tan especial… -Las lágrimas brillaban en sus ojos, y su voz se suavizó aún más-. Al parecer, la Diosa había bendecido a Morgana en su cuna. Su sombra espiritual resplandecía alrededor de ella cuando caminaba. Ya de niña, se comunicaba con los Puros, y la gente la llamaba el hada Morgana. Algunos creían que sus poderes la convertirían en Señora de Avalón cuando llegara el momento.
–Entonces apareció Uther…
El rostro de la reina se tensó.
–Cuando lo desdeñé, el rey Uther juró vengarse. Su consejo dictaminó que con mi actitud había desafiado al rey supremo. Le concedieron autoridad para declarar la guerra a Cornualles e imponer su ley.
Ginebra meneó la cabeza con aflicción.
–¿Y qué hizo?
–Reunió todo su ejército para aplastar Cornualles. Gorlois se hizo fuerte en Terrabil, en tanto que yo defendía Tintagel, para proteger a Morgause y Morgana. Estábamos bien armados y fortificados, y creíamos que podríamos repeler el ataque de Uther, pero ignorábamos que alguien más luchaba a favor de Uther; alguien a quien vos conocéis también.
Ginebra apenas podía respirar.
–¡Merlín!
La reina Igraine asintió.
–Cuando le rechacé, Uther cayó enfermo de rabia y deseo, estuvo casi a las puertas de la muerte. Todos sus señores temían que muriese. Su caballero principal, sir Ulfius, buscó a Merlín y lo llevó ante el rey. El druida ofreció a Uther un trato; satisfaría el deseo del rey si éste, a cambio, juraba satisfacer el deseo de Merlín.
–¿Y el rey accedió? – Ginebra se sentía aturdida-. ¿El rey Uther juró conceder su deseo a Merlín, sin saber cuál era?
Igraine inclinó la cabeza.
–Juró por los cuatro evangelistas que haría la voluntad de Merlín. Así pues, Gorlois y yo combatíamos contra la maldad y la magia, no sólo contra un enemigo mortal. Merlín levantó una niebla alrededor de Terrabil en el instante en que mi Gorlois salía para atacar. Mi esposo resultó muerto, y Merlín cogió el anillo que yo le había regalado cuando le convertí en mi elegido. Tres horas después consiguió que Uther cruzara las puertas de Tintagel con la apariencia de Gorlois. – Se encogió de hombros-. El guardia aceptó el anillo como la señal de que debía admitir a su señor, como había hecho miles de veces.
Ginebra experimentaba un profundo malestar.
–¿Pretendía llegar hasta vos… fingiendo ser vuestro marido…?
–… para acostarse conmigo. – Sus ojos llamearon con un fuego inextinguible-. ¡Gracias a Merlín, su alcahuete!
¡Otra vez Merlín!
A Ginebra la cabeza le daba vueltas de sorpresa e incredulidad. ¿Cómo podía Merlín haber utilizado sus poderes para tamaño atropello? ¿Cómo había sido capaz de planear el asesinato de un hombre inocente, la destrucción de un matrimonio bendecido por el amor, la desmembración de una familia, y fraguar una burda añagaza para obligar a una mujer a meterse en la cama del asesino de su marido, todo por la lujuria de Uther y su ansia de poder? No era de extrañar que hubiera desaparecido antes del entierro de Lot para encontrarse bien lejos cuando Igraine llegara.
Igraine se había perdido en algún lejano paisaje de dolor.
–Por la mañana me trajeron el cadáver de mi amor. Le habían atravesado el corazón, de la misma forma que Uther había atravesado mi útero sin cesar aquella noche. Mi Gorlois yacía muerto en el vestíbulo, y Uther llamó a un sacerdote. El cristiano masculló sus latinajos, yo permanecí quieta, incapaz de hablar, y Uther declaró que estábamos casados desde aquel mismo momento.
–Oh…
Ginebra se contuvo. No había palabras.
Igraine se encogió de hombros.
–¿Qué importaba? El vencedor siempre se queda con el botín de guerra.
Ginebra gimió de dolor.
–¿Por qué apartó a vuestro hijo de vos? ¿Cómo pudo desprenderse de su propio hijo?
Igraine meneó la cabeza.
–No pudo evitarlo. Lo había jurado. A la mañana siguiente Merlín se presentó para exigir su recompensa. Uther había visto satisfecho su deseo, afirmó el viejo, y ahora debía satisfacer el de Merlín. Juró que yo estaba embarazada y reclamó al niño para sí. – Igraine emitió una seca carcajada-. No obstante, deshacerse de la criaturita también servía a los propósitos de Uther. Cuando Arturo nació, se rumoreaba por todas partes que no era hijo de Uther, sino de Gorlois, y que no llevaba la sangre de Pendraron. Era un bastardo. – Respiró hondo-. Uther pensó que podía desprenderse del niño y engendrar otros con la misma facilidad que el primero. Se jactaba de lo potente que era su semen, de que me haría un hijo cada año, pero yo me ocupé de que no tuviera más.
Ginebra se estremeció.
–¿Cómo?
–Adopté el método de la Madre para cerrar mi útero. Arturo fue el último vástago que concebí. Después también perdí a mis hijas, como ya sabéis. Uther permitió que se quedaran conmigo hasta que nació el niño porque la muerte de Gorlois me afectó tanto que temía que perdiera la razón. Además, quería todo mi amor para él. Por eso las alejó, y yo me quedé sin nada… por culpa de Uther. Por culpa de su lujuria.
Se oyó un gemido procedente de la cámara interior. A Ginebra se le erizó la piel. ¿Habría oído Morgana su conversación? Debía de odiar a Uther… ¿Y a su hijo?
Su hermana Morgause estaba con ella, explicó Igraine.
Morgause… Una mujer que cuidaba a su hermana desquiciada, que lloraba a su esposo muerto en la casa del hombre que había terminado con la vida de su padre. El hombre que la había convertido en viuda, al igual que su padre había dejado viuda a su madre.
Diosa, Madre, salvad a Arturo de este legado de odio…
Igraine leyó la mente de Ginebra. Le cogió la mano y escudriñó sus ojos.
–Bien, hace mucho tiempo que Uther murió. Hemos de rezar para que su maldad duerma con él en su tumba.
Los labios de Ginebra se movieron en silencio al mismo tiempo que los de Igraine.
Diosa, Madre, conceded este deseo a la reina…
Ginebra negó con la cabeza.
–Allí.
Indicó al criado que siguiera avanzando junto a la larga mesa, donde vaso tras vaso se vaciaba en alegres brindis.
–¡A vuestra salud, reina Ginebra!
–¡Y a la salud del rey!
–¡Eternas bendiciones recaigan sobre el rey y la reina!
El murmullo de las conversaciones se elevaba hasta las vigas del gran salón de Caerleon. Sobre el estrado donde se sentaban, un largo caballete albergaba a todos los reyes, reinas y nobles, mientras incontables mesas cubiertas con manteles blancos se extendían desde aquel punto hasta el final de la estancia. En la galería de arriba, un grupo de juglares entretenía a los invitados. El enorme espacio de losas estaba iluminado con antorchas y grandes fuegos. La fiesta que Arturo había prometido a su madre y hermanas estaba en pleno apogeo.
Los laboriosos criados sudaban mientras se esforzaban por atender a los comensales. En cada mesa había una cabeza de jabalí y un lechón entero, medio carnero y una corona de chuletas de cordero. En las de los soldados se apelotonaban platos y cuencos de verraco, caldo y judías, con rebanadas de pan negro y jarras de cerveza. En la principal, un nido de cisnes y pavos reales blancos, con el extremo de las plumas teñido de oro, formaba un centro rutilante. Aves reales para invitados reales, dijo el jefe de cocina a sus pinches, puesto que homenajeaban a todos los aliados del rey y los monarcas menores que habían luchado bajo su bandera, así como a la familia real de Arturo.
Un festín de reyes, con el rey y la reina a la cabeza, justo como Merlín había decretado. Ginebra sonrió. En verdad Arturo y ella compartían mesa, pero nunca habían estado más alejados. Arturo se hallaba al otro extremo del estrecho caballete, ataviado de rojo y dorado, pero a un kilómetro de distancia de ella, y casi invisible detrás de las velas encendidas, las copas de oro y los montones de frutas y flores. Ginebra le envió un mensaje de amor por el aire: «Arturo, Arturo, miradme, sonreídme ahora…»
Arturo no olvidaría aquella fiesta en toda su vida. Ginebra le sonreía, radiante entre la luz de las velas, cubierta de perlas y cristal. Ataviada con un vestido de gasa finísima parecía flotar como un vilano, y la gloria brillaba en sus ojos. Los dedos de Arturo recordaron el tacto satinado de su cabello, sus pechos como manzanas, el brillo de su piel sedosa. Evocó cómo le recibía entre sus brazos y se maravilló de su buena suerte con el asombro de un corazón humilde. Oh, mi amor, mi amor, mi amor…
Ginebra captó su mirada, y se la devolvió con una dicha demasiado profunda para sonrisas. Su mujer delante y su madre al lado, ¿qué más podía desear un hombre?
Oh, amor mío… estás tan encantadora esta noche…
Ginebra notó que se ruborizaba y comprendió que deseaba yacer con Arturo. Se sintió avergonzada. ¡Los invitados! ¡Tenía que atenderlos!
Miró hacia el otro extremo de la mesa con ojos anhelantes. Arturo agasajaba a sus aliados y a su familia reencontrada. No obstante, habían convenido en que la reina Morgause no debía sentarse delante de los hombres que habían matado a su marido. La única solución había consistido en acomodar a los dos grupos lo más alejados posible, con Arturo en una cabecera, dedicado a Morgause y sus hijos, y Ginebra en la otra al cuidado del rey Pellinore, su hijo Lamorak y los reyes franceses, Ban y Bors.
Detrás de Arturo se erguían Gawain y sus tres hermanos, que atendían a Morgause, Morgana y la reina Igraine. Durante horas los cuatro hijos de las Oreadas habían demostrado una dedicación total a su tarea, y en ningún momento habían dado señales de aburrimiento o cansancio. Aun sin la presencia de aquellos cuatro príncipes detrás de sus tronos, observó Ginebra, las damas habrían sido reconocidas como reinas en cualquier lugar. Igraine, alta como un árbol, resplandecía en un vestido que recordaba a la noche al caer sobre el mar. El cuerpo bien formado de Morgause atraía todas las miradas, y los pliegues sensuales de su traje de terciopelo rojo hacían juego con su boca lasciva.
Sólo Morgana se había aferrado a su sencillo atuendo, su hábito de monja y tocado de severo color negro. Sentada al lado de Arturo, estaba pendiente de todas sus palabras. Para Ginebra, el encuentro entre ambos había resultado tan emotivo como el de Arturo e Igraine.
«Llevadle con Morgana -había rogado Igraine a Ginebra-, cuando haya dormido un rato y yo la haya calmado.»
Aquella noche Arturo y ella habían regresado a los aposentos de los invitados, donde Morgana los esperaba apoyada en su madre y Morgause, a quienes cogía de la mano mientras lloraba entre intensos temblores.
Al verla Arturo también lloró. Se había producido un largo silencio que llenó la estancia de un dolor insoportable. Por fin Morgana había echado hacia atrás la cabeza y emitido un gemido interminable, similar al maullido de un gato. Después se arrojó a los brazos de Arturo sollozando de forma inconsolable, mientras las demás mujeres la observaban sin saber qué hacer. Arturo la estrechó contra sí hasta que la joven se soltó y depositó un fervoroso beso en su cuello. Sus pequeños dientes destellaron un instante cuando le ofreció una fugaz sonrisa. Por último dio media vuelta y se marchó sin haber pronunciado ni una sola palabra.
Ahora, mientras Arturo hablaba, la mirada de Morgana vagaba por el salón. La muchacha se mostraba serena, Ginebra no advertía la menor señal de su violenta zozobra anterior. De hecho, mientras Arturo procuraba que su hermanastra se sintiera a gusto, las manos enlazadas de ésta ascendían una y otra vez a su boca como si tratara de ocultar una sonrisa.
Ginebra la miraba e intentaba comprender.
Morgana…
Podía hablar con los Puros, y la llamaban el hada Morgana…
¿Qué le ocurre a Morgana?, se preguntó. Arturo la quiere, y algo me impulsa a abrazarla, pero esta noche, cuando entró en el salón y yo la recibí con todo afecto, encogió su cuerpo al ver que me acercaba. Cuando intenté dispensarle un trato cariñoso y fraternal, se alejó con una tirantez que parecía casi repulsión. Bien, que sea lo que sea. Ginebra reprimió un suspiro. Pasarían años antes de que el tiempo y el amor lograran desterrar lo que el convento había enraizado. Tendría que aprender a ser una hermana para Morgana sin esperar la menor reacción, hasta que la pobre muchacha estuviera preparada para demostrarle aprecio.
Un repentino juramento se selló en su mente. Nunca repetiría a Arturo lo que Igraine le había contado, la historia cruel de su nacimiento. Arturo sólo sabía lo que Merlín le había explicado y creía que Uther le había alejado para salvarle la vida. Como todos los hijos que nunca habían conocido al padre, Arturo adoraba su memoria e idealizaba su nombre. ¿Cómo podía decirle que, según las leyes de la Madre, el héroe a que idolatraba era un violador y un asesino?
No obstante, cuando se habían enamorado, habían prometido decirse siempre la verdad, sin guardarse secretos…
–¿Estáis preocupada, Majestad? – preguntó una voz con acento francés a su lado.
Ginebra se sobresaltó. El rey Bors, más silencioso que su hermano mayor, Ban, la observaba con aire pensativo, la cabeza ladeada.
–¡En absoluto! – Ginebra forzó una carcajada. Alzó la copa hacia los reyes Bors y Ban, luego hacia el rey Pellinore y su hijo, que estaban al otro lado-. ¡Un brindis, caballeros! ¡Por los queridos amigos que salvaron la vida a mi marido!
–Dejemos eso de una vez, señora… -rezongó el rey Pellinore y desvió la vista. Sus orejas habían enrojecido.
–¡Ni hablar! – insistió Ginebra-. A menos que queráis oírme decir que dos héroes fantasmales cruzaron la llanura para salvar al rey, en lugar de vos y vuestro hijo.
El hijo de Pellinore, que también se había ruborizado, inclinó la cabeza con galantería cuando aceptó el brindis. El joven Lamorak, enjuto y de cabello dorado, tenía mejor aspecto del que sospechaba con su túnica añil moteada de púrpura y un ancho cinto de seda. Era un joven atractivo. Sería un buen marido para cualquier dama de la corte (¿tal vez incluso para Ina?), y qué buen partido, hijo único de un rey…
Hijo único de un rey…
Ginebra apartó la vista.
Se llama Lanzarote…
Se llevó la mano a la cabeza. ¿Dónde había oído aquellas palabras? ¿Y por qué percibía de nuevo la sombra de un suspiro? Abrió los ojos y vio que el rey Ban la miraba con expresión interrogante.
–Creo que tenéis un hijo, señor -se apresuró a decir Ginebra-. Se llama Lanzarote, ¿verdad? ¿Dónde está? ¿Y los vuestros, rey Bors? El rey Arturo y yo nunca olvidaremos a los nobles jóvenes que lucharon con tal bravura en nuestro favor.
–Ah, los dos hijos de Bors y mi Lanzarote -exclamó el rey Ban con afecto. Los dos monarcas intercambiaron una mirada risueña-. De buena gana estarían aquí para besar la mano de Vuestra Majestad. – Lanzó una carcajada-. Por desgracia han ido a un lugar mucho menos divertido.
–Era preciso. – El rey Bors también sonreía, pero su expresión era seria-. Han regresado a la Pequeña Bretaña. Siempre estamos amenazados por nuestro señor, el rey de Francia, pero lucharemos por Benoic hasta la última gota de sangre. Nuestros hijos habrán de afrontar esta guerra cuando llegue el momento.
Ban asintió.
–Les hemos enviado para que aprendan las artes de la guerra, lo cual ha de significar para un auténtico caballero cherchez la femme…
–Cherchez la femme? – El rostro de Lamorak, sentado junto al rey Pellinore, se iluminó-. ¡Padre, debe de ser el sitio del que te hablé! – Se inclinó-. Perdonad, señores, pero ¿vuestros hijos han ido a la academia de guerra del norte?
El rey Pellinore emitió un resoplido de desagrado.
–¿No es la escuela de guerreros dirigida por esa… esa…?
–¿Esa mujer? – El rey Ban echó a reír-. La reina Aife es conocida en todo el mundo por su dominio de las artes de la guerra. ¿Quién mejor que una mujer para introducir a los jóvenes en las crueldades de la vida?
El rey Bors miró fijamente a Lamorak y después desvió la vista hacia Pellinore.
–Vuestro hijo ya es un excelente soldado, señor, como ha demostrado hoy cuando salvasteis la vida del rey. Ha luchado en esta batalla como vuestro escudero, pero el rey le nombrará caballero por este servicio, os lo aseguro. Su futuro está encauzado. Nuestros hijos son prometedores, sobre todo Lanzarote, pero aún deben aprender las artes de la guerra. Los jóvenes caballeros han de servir a aquellos que les educarán.
El rey Ban guiñó el ojo a Ginebra.
–Son muy afortunados por tener a una reina como Aife de profesora; hermosa, inteligente, audaz y una mujer de mundo… -Puso los ojos en blanco, se llevó una mano sobre su corazón y exhaló un suspiro exagerado-. Todos los jóvenes deberían formarse con el toque de una mujer mayor.
El rey Pellinore le dirigió una mirada de indignación y luego se volvió hacia Lamorak.
–Eso decís vosotros, los franceses -replicó enfadado-, pero en estas islas hacemos las cosas de manera diferente.
–¡Vuestra Majestad!
La voz clara y firme se oyó en todo el salón. La reina Morgause se levantó de su trono con parsimonia y se arrodilló ante Arturo. Sus tres hijos, Agravaine, Gaheris y Gareth, formaron una barrera detrás de ella, con los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas separadas.
–¡Mi señor y hermano! – exclamó Morgause con tono comedido-. ¡Suplico un favor, por vuestro honor de rey!
–¡Por supuesto!
Ginebra sintió un nudo en el estómago.
Arturo, esperad, esperad, mi alma…
–¡Pedidlo, querida hermana! – repuso Arturo con los ojos brillantes-. Si está en mi mano, es vuestro.
¡Esperad, Arturo, pensad!, rogaba el alma de Ginebra.
Así fue como el rey Uther accedió a las exigencias de Merlín, sin saber cuáles eran.
Y ahora vos accedéis a esto, sin saber de qué se trata…
Sean cuales sean las consecuencias, para nosotros, para todos nosotros.
Morgause enlazó las manos y las alzó en el aire.
–Señor, mi hijo mayor, Gawain, fue vuestro primer caballero. Os suplico, hermano, que aceptéis a estos tres hijos huérfanos de padre y seáis un padre para ellos. – No miró hacia atrás-. ¡Agravaine!
El mayor de los tres se arrodilló al lado de su madre. El rey Lot era de cabello negro y tez sonrosada. Morgause era de un rubio más oscuro que el de Arturo, con tonos rojizos. Sus cuatro vástagos abarcaban todo el espectro que separaba a sus padres. Gawain era rubio, y su ancha cara rojiza adquiría un color más intenso por cualquier nimiedad. En cambio Agravaine era moreno, de cejas pobladas y barbilla marcada. Ginebra observó que, hasta cuando se postraba para suplicar un favor, no sonreía, sino que mantenía la vista clavada al frente. Tuvo la impresión de que sus ojos ardientes clavaban la mirada en ella.
¿Por qué sudaba, por qué hacía tanto calor en la sala? Sintió náuseas y cogió la servilleta para abanicarse. La fiebre corría por sus venas, y el malestar que había experimentado antes le desgarraba el estómago.
–¡Gaheris! – llamó Morgause.
El siguiente hermano se arrodilló junto a Agravaine. Gaheris era pelirrojo, con los ojos del azul claro del norte. Era tan robusto como sus hermanos, aunque se mostraba más callado y reservado. Al contrario que Agravaine, bajó la cabeza con humildad cuando se postró de hinojos.
–¡Gareth!
El príncipe más joven de las Oreadas era tan rubio como moreno era Agravaine. Como Arturo, tenía el pelo color arena y los ojos gris claro. Su rostro sincero jamás había ocultado un secreto, y su sonrisa delataba el carácter alegre del hijo más joven y querido de su madre.
–¡Rey Arturo, os entrego mis hijos! – declaró Morgause-. Son vuestros sobrinos, de vuestra propia sangre. Aceptadlos y convertidlos en vuestros caballeros para que os sirvan toda la vida. Conservadlos siempre a vuestro lado, confiad en ellos y queredles, y morirán por vos.
¡Arturo, esperad!
Arturo se puso en pie al instante.
–¡Hermana, os concedo vuestro deseo de todo corazón! – exclamó con júbilo-. Se acercó a los hermanos y los abrazó uno tras otro mientras les ayudaba a levantarse-. ¡Ahora sois míos, señores! Seguidme, y nunca me separaré de vosotros. Con el tiempo, llegaréis a ser caballeros como vuestro hermano Gawain. Pienso fundar una hermandad para seguir el ejemplo de los famosos caballeros de la Tabla Redonda de la reina Ginebra.
Lucan lanzó un grito de alegría e intercambió puñetazos suaves y apretones de mano con Kay y Bedivere. En todo el salón se oyeron exclamaciones de alborozo, y los sirvientes se apresuraron a llenar las copas vacías. Debido al vino que corría y al regocijo general, aún hacía más calor en la estancia, y los fuegos de las chimeneas lamían las paredes.
El rey Ban asintió en señal de aprobación.
–El rey hace bien en alentar así a vuestros caballeros -comentó con entusiasmo a Ginebra-. Ya sabéis que en Francia nos entusiasma la caballería. Si el rey Arturo y vos visitáis Benoic, será un placer enseñaros cómo nos ocupamos de estas cosas. Allí os encontraréis con Lanzarote y los hijos de mi hermano.
–¡Ya lo creo! – intervino el rey Bors.
Sólo se percibía frialdad a la derecha de Ginebra. El rey Pellinore cogió su copa y clavó la vista en el vino, rojo como la sangre. Lamorak miraba a su padre con una expresión aprensiva en los ojos. Una pregunta pendía entre ellos.
–Sí, hijo -dijo Pellinore con aire ausente mientras hacía girar la copa-. Estoy seguro de que tienes razón, pero el rey ha encontrado a su familia. ¿Qué podemos decir nosotros?
–¿Sobre qué? – exclamó Ginebra, con todos los nervios en tensión debido al calor.
El rey Pellinore intentó sonreír.
–No es nada, Vuestra Majestad.
–¿Nada?
Pellinore frunció el entrecejo.
–Perdonadme, señora, pero sois joven, regia y hermosa, y tales asuntos no deberían preocuparos.
–¡Ja! – El rey Ban meneó la cabeza-. Cuanto más hermosa es una mujer, más necesita comprender.
Los ojos de Pellinore destellaron un momento y a continuación bajó la cabeza.
–Tal vez tengáis razón, señor. – Enderezó la espalda y miró a Ginebra a los ojos-. ¿Es, pues, la hora de decir la verdad? Consideradlo, señora, los temores de un viejo loco. Digamos que he visto demasiada sangre y perdido demasiados hijos, y esta noche el rey ha aceptado en su corazón un nido de víboras. Ha adoptado una prole ponzoñosa nacida para odiarle y odiar todo cuanto él ama.
Ginebra se inclinó.
–Gawain es diferente. No es como ellos.
El rey Ban rió con tristeza y meneó la cabeza.
–Hacía quince años que no veía a su familia. – La miró con los ojos entornados y ladeó la cabeza-. No lo entendéis, mi reina. – Hizo una seña a su hermano-. Explicádselo.
Bors se inclinó hacia ella.
–El rey Uther obligó a la reina Morgause a casarse con un hombre que ella no había elegido. Perdió a su padre, su madre, su reino y su derecho a gobernar. Son afrentas a su madre que cualquier hijo vengaría.
¿Por qué hacía tanto calor en el salón? Ginebra se abanicó.
El rey Ban asintió con semblante sombrío.
–Después Arturo mató al rey Lot. – Meneó la cabeza y miró a los príncipes de las Oreadas, congregados alrededor de Morgause-. Cualquier hijo vengaría la muerte de su padre.
La afrenta a la madre, la muerte del padre… que cualquier hijo vengaría…
Ginebra notó que el calor aumentaba cuando habló.
–Sin embargo Gawain…
–Oh, Gawain… -Pellinore agitó una mano-. Arturo puede confiar en Gawain hasta la muerte. No está influido por el amor de su madre y no se considera vástago de Lot. Se ha vinculado a otra lealtad. – Vació el contenido de la copa con un trago desesperado-. En cambio los otros tres son príncipes de sangre, los hijos vivos de un rey muerto. Si Gawain no venga a sus padres y castiga a Arturo, le toca el turno a Agravaine.
–¡Qué bochorno!
El calor, el calor…
Saltaron llamas ante los ojos de Ginebra. Estaba quemándose, olía a carne chamuscada. Se levantó de su asiento presa del pánico, con ansias de huir, pero estaba atada de pies y manos, no podía moverse.
Las llamas, el calor… ¡Salvadme, Diosa, Madre, salvadme la vida!
Se dejó caer en el trono invadida por un terrible malestar. ¿Qué significaba aquella visión? ¿Qué auguraba? Quemaban a las mujeres en los países sometidos a los cristianos, pero nunca en el reino de la Diosa; nunca podría sucederle a ella. ¿Cómo iba a ser merecedora de morir en la hoguera?
–¡Bien, sobrinos, que continúe la fiesta! – vociferó Arturo desde el fondo del salón-. ¿Bailaréis ahora y regocijaréis los corazones de nuestras damas? Aprovechemos el momento, porque os echaré mucho de menos cuando partáis.
La reina Igraine le dedicó una sonrisa luminosa y se volvió hacia Morgana para cogerle la mano.
–Morgause ha hecho su petición, y el rey la ha aceptado. ¿Queréis hablar ahora, o lo hago yo? – susurró a su hija.
Morgana se ruborizó intensamente, meneó la cabeza y se cubrió la cara con la mano. Igraine sonrió y se volvió hacia Arturo.
–Morgana también ansia un favor. Quiere preguntaros si puede quedarse aquí, en la corte. Sólo desea vivir en paz con vos aquí.
Arturo sofocó una exclamación.
–¿Morgana, aquí con nosotros…? ¡Nada nos produciría mayor alegría! Morgana, os quedaréis con nosotros tanto tiempo como deseéis.
Angustiada, Ginebra clavó la vista en la mesa y sus ojos delataron sus sentimientos. ¿Nada nos produciría mayor alegría? ¿Sabéis lo que estáis diciendo, Arturo? Pensad, consultadme, por favor, soy vuestra esposa.
Arturo captó sus pensamientos febriles y le dirigió una mirada de preocupación. ¿Me he equivocado? Queríais una hermana, será tan mía como vuestra.
Ginebra meneó la cabeza.
Sí…
No…
Oh, no me hagáis preguntas ahora…
Después sólo hubo oscuridad, malestar y un rugido en sus oídos.
De pronto Ina apareció a su lado y apretó un vaso contra sus labios.
–Bebed esto, mi señora.
Obedeció como una niña. Era un cordial, que la devolvió a la vida.
Ina apartó el vaso.
–Bien, señora, tenéis una nueva hermana, si la princesa Morgana se queda en la corte -susurró mientras le alisaba el vestido. Sonrió-. Y a menos que me equivoque, la hermana del rey tendrá nueva familia antes de un año… -Liberó la cabeza de Ginebra del peso de la corona-. Familia por el lado de su hermano…
Ginebra lanzó una exclamación ahogada.
–Ina… -balbuceó mientras procuraba recuperar las fuerzas.
–… cuando Vuestra Majestad dé a luz -murmuró Ina con tono triunfal-. ¡Bien, señora! – Sus fuertes dedos acariciaron las sienes de Ginebra y le masajearon la nuca-. Hemos de rezar para que sea una niña. ¿Cuándo anunciaréis la noticia al rey?
Sin embargo no comentó nada a Arturo. ¿Qué podía decirle? Tampoco lo lamentaba. Ninguno de aquellos espíritus le hablaba como si fuera su hijo. Ninguno la llamaba como un joven Arturo preparado para nacer ni le pedía con voz propia la oportunidad de vivir. Luego sus lunas se trastocaron y dejó de llevar la cuenta. Cuando llegara el momento, explicó a Ina, la Madre se lo comunicaría. Hasta entonces serían felices y aceptarían lo que la vida les deparara.
Y eran felices. Ginebra era feliz con Arturo, cada día más. Oh, aunque su esposo se preocupara por Merlín y se preguntara dónde estaba, porque no veían al viejo hechicero desde la llegada de la reina Igraine y Morgana, ella siempre conseguía apartarle con chanzas de aquellos pensamientos. El tiempo transcurría con placidez.
Un otoño bañado por el sol dio paso al invierno, que rugió como un león de las tierras galesas, y Ginebra se aferró a su amor y se maravilló de lo que un año era capaz de ofrecer. Un año atrás, esperaba la palabra, la señal, el hombre que haría buena la profecía que su madre había pronunciado antes de morir: «Entre las hogueras llega.» Por fin había llegado y, cuando pensaba en su madre, era con lágrimas tan delicadas como la niebla del País del Verano, que devolvía a todas las cosas el verdor y la dulzura.
Y Arturo… Sólo pensar en él la deslizaba en la misma fantasía, el mismo estado suspendido de asombro y deseo.
Arturo, Arturo, mi amor, mi único amor…
Diosa, Madre, decidme, ¿sabe él, sabrá algún día, cuánto le amo?
Le veo ahora, sigiloso, vela en mano, caminar hacia la cama. La luz del fuego se refleja en su cabeza brillante y enciende las mil antorchitas de sus ojos. Con todo nada brilla tanto como la sonrisa que reserva para mí cuando sube al enorme lecho donde estoy tendida bajo el dosel y suelta los lazos de la cortina hasta que quedamos envueltos en una tibia oscuridad, similar a la del útero, que proyecta un resplandor rojo sangre.
Coloca con cuidado la vela en el soporte del poste de la cama, que alumbra nuestro pequeño espacio con su luz parpadeante.
No; no la apaguéis, advierte, cuando yo me incorporo para hacerlo. Sois mi esposa, quiero veros.
Arturo, Arturo, amor mío…
Ginebra sospechaba que no. Incluso después de ser amantes durante un tiempo, Arturo acudía a ella con temblorosa vacilación, aunque ya se conocían bien. Daba la impresión de que reservaba su tremenda pureza para ella sola. Su preocupación por los demás nunca le habría permitido tomar a una muchacha sólo para obtener placer y luego desecharla.
«Os he esperado toda mi vida», había musitado la primera vez que la penetró, y ella nunca lo dudó.
Fuera como fuese en algún lugar, de alguna manera, bendita fuera la Diosa, había aprendido a amar los cuerpos de las mujeres o, al menos, a amar el suyo. Disfrutaba cuando la atraía hacia sí con suma lentitud y se desprendían de sus ropas pieza a pieza. Desnudo, su gran cuerpo surcado de cicatrices y musculoso semejaba el de un héroe de los Antiguos, de los tiempos en que luchaban contra dragones y monstruos para crear el mundo. Se mostraba tímido cuando ella le tocaba, pero le gustaba acariciar su piel, sus caderas redondas, y luego, tras darle la vuelta, jugar con sus pechos y acariciarle el estómago hasta que ella pedía más a gritos.
Y desde luego que gritaba. Gritaba con el deseo de una mujer cuando piensa que su momento no llegará y gritaba aún más fuerte cuando por fin llegaba. La primera vez que sucedió, la barrió como una ola de oscuridad tibia que, al alejarse, la dejó húmeda y llorosa de placer. Después adquirió mucha más fuerza, la atenazaba como una gran bestia y la sacudía entre sus fauces hasta que quedaba exhausta, pero ansiosa por empezar de nuevo.
Arturo era testigo asombrado y complacido de todo esto. Por ese motivo, cada vez que podían se deslizaban a escondidas, cogidos de la mano, hasta un claro del bosque, una cueva abierta en una colina hueca o el lugar hechizado que era su enorme cama. Si ella se mostraba con frecuencia soñolienta y ruborizada a mediodía, o se retiraba tan pronto como terminaba la cena, cuando la noche aún era joven, pues bien, eran recién casados y estaban enamorados, y todo el mundo les sonreía.
Convocaron a todos sus caballeros, bajo las órdenes de sir Gawain y sir Kay, sir Lucan y sir Bedivere. Sir Griflet y sir Sagramore, sir Ladinas y sir Dinant estaban en la primera fila, junto con el pequeño grupo de caballeros de Arturo. Éste les inspeccionó embargado por sentimientos que no acertaba a definir. Algunos de aquellos hombres habían marchado con él desde Londres después de su proclamación, otros se habían apresurado a unirse a él en Caerleon, como los hijos de los antiguos nobles de Uther, pero todos ellos eran hombres de fe y esperanza, dispuestos a luchar por un mundo mejor.
Ahora debían partir de Caerleon, cada uno con su armadura, exhibiendo con orgullo sus colores en el estandarte, el manto de guerra y el escudo. Diamante blanco sobre terreno escarlata, estrellas azules en un cielo plateado, cada emblema debía hacer que quien lo viera contuviera la respiración y exclamara: «Ahí va un caballero de la corte del rey Arturo, y su nombre ha de ser sir Prodigioso.»
Arturo decretó que cada caballero tomaría un escudero, un joven al que educar, que llegaría a ser caballero a su vez tras servir a su señor con valentía y dedicación. Los hermanos menores de Gawain, Agravaine, Gaheris y Gareth, serían nombrados escuderos por deseo de su madre y propio. Ginebra miró a los espléndidos mocetones, observó el placer que su presencia procuraba a Arturo y decidió tratarles como a reyes. Los sastres y armeros de la corte se pusieron manos a la obra para confeccionar a cada uno una buena cota de malla y un elegante sobreveste del color que eligieran. Cuando se marcharan, prometió Ginebra a Arturo, sus sobrinos tendrían un aspecto tan magnífico como el de los caballeros a los que servían.
Algunos caballeros de Arturo partirían solos, otros en parejas, los demás en grupos de tres. En cada castillo, en cada mansión, en cada propiedad, debían proclamar rey a Arturo y exigir lealtad en nombre del monarca. Quienes se negaran recibirían la orden de presentar sus agravios en la corte de Caerleon para que Arturo resolviera la disputa.
Todos los caballeros se arrodillaron ante Arturo y Ginebra para despedirse.
–Anunciadlo a todo el mundo, de alta o baja cuna -pidió Arturo con los ojos encendidos-. Decid a todos cuantos encontréis en vuestro camino que un nuevo rey gobierna en el país. Hacedles comprender que todos obtendrán justicia y un juicio justo en nuestra corte.
–No temáis hacer justicia cuando proceda -añadió Ginebra-, porque sois caballeros del rey Arturo y habéis jurado defender a los débiles y oprimidos. Sobre todo, debéis ayudar a cualquier mujer en peligro. ¡No olvidéis vuestro juramento!
–Buscad a Merlín -pidió Arturo. Agitó una bolsa de piel que tintineó en el aire-. ¿Oís esto? Hay mil coronas de oro para quien encuentre a mi viejo amigo y me lo envíe de vuelta.
En el patio resonó el ruido de los arneses y los cascos de los caballos cuando todos se marcharon. Arturo les despidió con la mano y Ginebra percibió su miedo. Todos partían con bravura, pero ¿cuántos orgullosos estandartes y relucientes espadas volverían? Se proponían limpiar el reino, pero nadie sabía lo que aquello significaba.
Porque aun tras la muerte del rey Lot el país sufría todavía las consecuencias de su desgobierno. Locos y mendigos, caballeros andantes y hombres sin tierra seguían acechando en los caminos para amenazar a los viajeros, invadir casonas solitarias o apoderarse de propiedades indefensas. Muchos barones crueles y reyes menores habían aprovechado el desorden para convertirse en señores de su propio destino y no rendían cuentas a nadie. Los que vivían del pillaje no dudaban en matar. Los caballeros de Arturo lo sabían tan bien como él mientras desfilaban bajo sus brillantes estandartes en aquella aurora límpida.
No obstante a uno, nuevo entre sus filas, se le había asignado otra tarea. Lamorak, el hijo del rey Pellinore, había calzado espuela por orden de Arturo y ahora debía ser nombrado caballero. Cumplió con la vigilia de caballero novicio, la noche en vela dedicada a la oración antes del gran día. Al amanecer se presentó ante Arturo, quien le armó caballero. Su musculoso cuerpo tembló cuando la hoja dorada de Excalibur se posó en sus hombros con su cántico agudo, uno, dos, tres. Ginebra pensó de nuevo que aquel hombre reservaba un pozo de profunda pasión para la mujer de sus sueños.
–¡Levantaos, sir Lamorak, y escuchad vuestras órdenes! – La voz de Arturo resonó en el patio silencioso.
La reina Morgause volvía a sus tierras del norte. Como dejaba atrás a sus tres hijos y protectores, Lamorak debía escoltarla en su largo viaje de regreso a las islas Oreadas y permanecer en su corte tanto tiempo como ella deseara.
Ginebra escuchaba con preocupación.
Lamorak y su padre mataron al rey Lot, el rey Pellinore y él dejaron viuda a la reina Morianse…
Recordó las palabras del rey Pellinore: «La sangre llama a la sangre. Es la venganza que ningún hombre puede rechazar.»
–¡Pensadlo, Arturo!
Ginebra intentó contarle lo que había oído de labios de Pellinore la noche de la fiesta, pero Arturo no quiso escuchar ni una sola palabra contraria a su plan.
–¡No, Ginebra, no! – exclamó con irritación al tiempo que meneaba la cabeza-. Claro que no podemos olvidar que Lamorak y su padre mataron al rey Lot, pero ¿no os dais cuenta de que la manera de curar la herida es que el hijo repare el ultraje? Lamorak es un joven noble y bondadoso. Servirá a Morgause con toda devoción. La compensará por la muerte de su esposo.
–¡Pensad en Pellinore! ¿Querrá que su único hijo parta hacia las Oreadas, a tantos kilómetros de distancia?
Arturo levantó una mano para zanjar la discusión.
–Pellinore agradecerá que Lamorak no corra peligros como los demás caballeros. Ningún hombre ha perdido la vida por atender a una reina en su corte. En años venideros, me dará las gracias por haber protegido la vida de su hijo.
La vida de su hijo…
Ginebra notó un martilleo en la cabeza, y su visión se tornó borrosa. A través de una niebla distinguió a Morgause y Lamorak camino de las Oreadas, a la cabeza de una larga comitiva. Observó que el cuerpo voluptuoso de la reina se volvía hacia Lamorak, que ambos reían mientras entraban en el castillo emplazado sobre un risco, junto al mar.
A continuación, sin previo aviso, la escena se tiñó de sangre. Ráfagas de sangre negra e hirviente cayeron sobre ellos, y los vio hundirse. Finas guirnaldas de bruma remolineaban sobre el mar de sangre, y la escena se difuminó como un mal sueño.
Diosa, Madre, salvadles, sálvanos a todos…
Ginebra se tapó los ojos y trató de aclarar su vista. ¡Qué listo era Arturo! Debía de existir alguna animosidad contra Morgause, alguna amenaza contra su reino, que sólo él conocía.
Cierta enemistad encarnizada comenzaba a gestarse, pero Lamorak salvaría a Morgause. Se evitaría su muerte gracias a la previsión y cautela de Arturo. El corazón de Ginebra se apaciguó poco a poco, y miró a Arturo con el antiguo amor maravillado. Ya había empezado a cuidar de su familia perdida. Morgause viviría para agradecer a Arturo que le hubiera brindado la protección de Lamorak.
Las despedidas fueron largas y dolorosas. Morgause dijo adiós a su madre con una pena que revelaba que no esperaba volver a verla con vida. La reina Igraine emprendió el largo viaje hacia el sur mientras Morgause y su partida se dirigían hacia el norte.
Arturo derramó lágrimas de amargura cuando abrazó a su madre.
–¡Perderla a ella, y también a Merlín! – comentó a Ginebra con voz quejumbrosa mientras la reina Igraine se alejaba-. Nunca se había ausentado durante tanto tiempo. ¿Dónde está, Ginebra? ¿Cuándo regresará?
No obstante su auténtico pesar llegó más tarde, durante las horas en que se aisló y no permitió que nadie le molestara, ni siquiera sus perros.
Sola en su cámara, Ginebra luchaba contra el resentimiento y la sensación de pérdida. ¿Cómo podía abandonarla así, sólo porque ellos se habían marchado? Cuando envió mensajeros para preguntar si podía visitarlo, Arturo se negó a recibirla, y ella tuvo que sufrir en silencio hasta que él volvió a salir.
Sin embargo Morgana, alejada de todo cuanto conocía, era un alma en pena. Su reloj de la vida se había parado el día en que la enviaron al convento, y el mundo exterior al claustro la abrumaba. ¿Le gustaría cabalgar?, preguntó Ginebra con la esperanza de eliminar la palidez de sus mejillas, pero Morgana no montaba a caballo desde hacía más de veinte años. ¿Le apetecería cenar en el gran salón, o pasear por el patio? No obstante, cada vez que estaba cerca de algún hombre que no fuera Arturo, incluido el bondadoso sir Baudwin o el más amable de los antiguos reyes de Uther, sus ojos se encendían y se encogía como una yegua presa del pánico. Sólo Arturo la calmaba, y Morgana se aferraba a él como una chiquilla.
Arturo no soportaba ver sus tormentos. ¿Cómo había podido el rey Uther cometer tamaña crueldad? Y con una niña, se recordaba afligido. Pero Morgana ya no era una niña, sino una mujer, una mujer de la realeza.
–Quiero proporcionar a Morgana un verdadero lugar en el mundo -explicó a Ginebra un día tras entrar en sus aposentos sin hacerse anunciar. Ella examinaba los despachos mensuales del País del Verano, mientras los correos aguardaban-. Debería tener un castillo y tierras, sus propias damas de compañía y sus soldados.
¿Y sus propios señores y damas, sus caballeros y caballos, hombres, perros y doncellas? Ginebra levantó la vista de los papeles y parpadeó con sorpresa. ¿Desde cuándo abrigaba tales planes? Desde hacía bastante tiempo, comprendió con irritación, para haber decidido ya lo que iba a hacer.
–¿Habéis pensado en algún sitio?
–El rey Ursien tiene una espléndida propiedad en Gore. Se halla en el fondo de un valle, en el corazón del bosque Herido, y la llaman Le Val Sans Retour. El rey Ursien me lo ha ofrecido como prenda de su lealtad ahora que he ocupado el puesto de mi padre. Tengo la intención de regalárselo a Morgana para que se instale allí como una reina.
El sol de la mañana caía sobre la pared que se alzaba detrás de Arturo, acariciando las molduras blancas y doradas. Una mosca se precipitaba una y otra vez contra el cristal en una esquina de la ventana. Ginebra dejó su sello sobre la superficie de roble arañado y le miró.
¿Sin discutirlo, Arturo, sin consultarlo?
¿Por qué no se lo había comentado antes? ¿Por qué era tan importante atender a las necesidades de Morgana? El resentimiento se apoderó de su corazón.
–Si regaláis tierras y propiedades, Arturo, ¿cómo premiaréis a aquellos a quienes hay que dar las gracias? Lucan abandonó el País del Verano y su vieja lealtad para seguiros. El rey Pellinore os salvó la vida. Hay otros que también os han prestado valiosos servicios. Tarde o temprano merecerán su recompensa.
–Y la tendrán -repuso Arturo-, pero mi hermana está antes que nadie.
–Arturo…
Ginebra intentaba decirle que, en su opinión, se estaba precipitando. Morgana no pedía nada. No pronunció palabra cuando Arturo anunció su regalo ante toda la corte, si bien el arco iris de emociones que surcaron su rostro fue más que expresivo. Pese a su naturaleza callada, era evidente que lo único que le importaba era su vínculo con Arturo. Jamás apartaba la vista de él cuando estaba a su lado.
–Os sigue a todas partes -exclamó Ginebra-, y todo el mundo sabe que sólo desea estar con vos.
–Os sigue a todas partes -gritó Ginebra-, y todo el mundo sabe que su único deseo es estar con vos.
Y vos la vigiláis, os he visto, quiso añadir. Sé que la confiáis al maestro de equitación para que la lleve a montar y encontráis cualquier excusa para seguirla. Sé que habéis dado órdenes de que, si se muestra distraída o abatida, os avisen de inmediato.
Sé…
Arturo apretó los puños con el rostro encendido de rabia.
–¡Ginebra, Morgana tiene derecho a estar conmigo! Debe aprender a vivir como una princesa y la hermana del rey. ¡Ya no es una monja! Además… -Se interrumpió y se marchó.
Como todas las discusiones que giraban en torno a su familia, ésta también finalizó con brusquedad, pero Ginebra había visto sus ojos nublados, y su entrecejo fruncido, y sabía qué significaban.
Además, se había abstenido de añadir Arturo, nada puede enmendar lo que le hizo mi padre cuando era una niña. ¡Pero debo intentarlo!
Estaba empeñado en resarcir a Morgana de su desgraciada infancia. Cuando llegó el verano, le prometió que viajarían a Le Val Sans Retour, en el corazón del bosque Herido, donde la proclamaría reina y señora de sus dominios.
¿Viviría y gobernaría sola?, se preguntó Ginebra. Cuando miraba la cara larga, pálida e inescrutable de Morgana, sus grandes ojos negros y la boca de labios carnosos color morado, veía a una mujer, no a una niña. Cuando los sastres de la corte terminaron su trabajo y vistieron su espigado cuerpo con los trajes de una reina, su aspecto superó las expectativas de Arturo. Aunque todavía prefería un estilo recatado, casi monjil, las ricas sedas y los terciopelos que Arturo había encargado revelaban a una mujer de pechos pequeños y altos, costados bien formados, más flexibles desde el día en que Morgana había aprendido a vivir.
¡Diosa, Madre, ninguna mujer debería vivir sin amor!
Una noche Ginebra acogió a Arturo a su cama.
–Morgana merece ser tan feliz como nosotros, querido -comentó con voz soñolienta-. Hemos de encontrarle un amante. Cualquier hombre se alegraría de cortejarla.
Creía que Arturo aprobaría su propuesta, porque se preocupaba por la felicidad de su hermana. Sin embargo su cuerpo se puso tenso, y Ginebra notó que se alejaba de ella.
–Cuando sea, será -repuso él con expresión ausente-. No penséis en eso, Ginebra. Yo no lo hago, y me consta que ella tampoco.
Ginebra se sintió al instante reprendida.
–Oh, Arturo, no era mi intención…
–Silencio, mi amor… -Apoyó la mano sobre su boca con delicadeza, y no hablaron más.
Al día siguiente Morgana no salió de su habitación hasta el anochecer, cuando apareció en el gran salón silenciosa, pálida y retraída. Tenía los ojos desorbitados. Se sentó al lado de Arturo durante la cena, encogida, vestida de negro una vez más, y no comió ni despegó los labios.
No hizo falta la expresión severa de Arturo para que Ginebra se sintiera avergonzada. «Morgana posee grandes dones espirituales; ya los tenía de niña», había afirmado su madre, la reina Igraine. En su infancia, habían decidido su futuro y destruido su mundo. ¿Había intuido que Ginebra hablaba de casarla, que planeaba otra vez su vida?
Ginebra intentó sacudirse tal pensamiento. A menos que Morgana hubiera sido un ratón o un gato oculto tras las colgaduras, era imposible que se hubiera enterado de lo que habían comentado la noche anterior en la cama. Sin embargo, algo había azuzado la ira en su mirada furtiva, algo había encendido aquel fuego del Otro Mundo en sus ojos negros, el centelleo que insinuaba una oscuridad más profunda, un carácter más violento y cruel de lo que su aspecto monjil delataba.
Ginebra tuvo la impresión de que era el propio Uther, que había resucitado para acosar y agraviar de nuevo a una mujer indefensa. «¡Nunca más!», se juró en silencio. Morgana sería más feliz si la cortejaban y se enamoraba, como cualquier mujer, por supuesto, pero si aquélla era la forma en que Arturo y ella reaccionaban ante la sola mención de dicha posibilidad, cuanto menos se dijera, mejor para todos.
–¡Allí, recortada contra el sol! ¡Una fuerza poderosa!
–¡A las armas! ¡A las armas!
–¡Que suene la alarma!
–¿Cuáles son las órdenes del rey?
Ginebra y Arturo, a quienes habían avisado guardias de vista acerada, otearon desde la torre más alta de Caerleon el lejano horizonte, que aparecía oscurecido por estandartes, sobre un bosque de lanzas centelleantes y un ejército de hombres a pie.
–Acre negro sobre campo blanco -anunció el vigía desde la torre de vigilancia-. La insignia de las Tierras Negras, y la bandera de su rey.
–¡Todos los hombres a sus puestos!
Arturo ordenó que todos se mantuvieran alerta. Izaron sus banderas en señal de desafío, y después Ginebra y él salieron al encuentro de los recién llegados en la llanura exterior al castillo, con toda la indumentaria guerrera. El rey de las Tierras Negras, empero, no acudía en son de guerra.
–¡Saludos al rey Arturo y a la reina Ginebra! – anunciaron sus heraldos cuando se acercaron-. Las Tierras Negras sirvieron al rey Uther durante su reinado. Ahora nos han informado de que la autoridad de Pendragón ha vuelto. Nuestro rey ofrece su lealtad al rey Arturo como rey supremo. ¿Aceptáis los servicios de su espada?
Un heraldo se arrodilló ante el caballo de Arturo y le tendió una espada de plata ceremonial sobre un cojín de tela de oro. Arturo la cogió y la alzó sobre su cabeza.
–¡Aceptamos este tributo con sincero agradecimiento! – exclamó a los heraldos-. ¡Rogamos a vuestro rey que entre en Caerleon para recibir todos los honores que podamos rendirle!
–¿Quién os ha enviado? ¿Quién os informó de que Arturo es ahora rey?
Ginebra hacía a todos las mismas preguntas que había formulado al rey de las Tierras Negras cuando se sentaban a su diestra el primer día de la fiesta.
–¡Pues sir Gawain, el caballero del rey! – había respondido el monarca.
Ginebra asintió. Gawain, el primer compañero de Arturo y su caballero más leal. En los meses que transcurrieron, los nombres de sir Kay, sir Bedivere y sir Lucan también se oyeron en boca de aquellos que se presentaban para rendir tributo a Arturo. Además, todos cuantos habían partido habían demostrado estar a la altura de las circunstancias, hasta el punto de superar con creces su deber como caballeros.
Poco a poco llegaron los relatos de sus hazañas. En una propiedad lejana, sir Sagramore había terminado con una banda de mendigos sanguinarios que asaltaban a todos los visitantes y hacían vivir al propietario en un temor constante. El anciano noble lloró de rodillas ante ellos mientras narraba sus padecimientos y la alegría que experimentó cuando sir Sagramore acudió en su ayuda. Sir Griflet había liberado a una dama a quien un caballero empeñado en casarse con ella en contra de su voluntad mantenía cautiva en su propio castillo. Sir Griflet había matado al inicuo caballero, y ahora la dama le suplicaba que la desposara.
–Y es hermosa -comentó sir Griflet sin convicción-, joven y muy rica, pero… -Se interrumpió.
–Pero ¿qué? – le instó a continuar Ginebra-. ¿No la amáis?
El gentilhombre se ruborizó.
–Creo que podría -respondió. Cuando fruncía el entrecejo con expresión vacilante, parecía muy joven-. He soñado con amar a una dama así, pero nunca pensé que mi amante se me declararía antes. Creía que debería cortejarla durante mucho tiempo antes de que se rindiera. – Exhaló un suspiro de decepción.
Ginebra contuvo una sonrisa.
–Caramba, sir Griflet -repuso con seriedad-, me temo que se os plantea un auténtico problema para vuestro honor de caballero.
Lucan fue el primero en llegar. Lanzó una carcajada de triunfo cuando entró al galope en el patio mientras su estandarte rojo ondeaba con tanta osadía como el día en que partió. Le siguió sir Kay, quien renqueaba debido a una fea herida en la pierna producida cuando luchaba contra un enano que había traicionado a su caballero.
–Le encontré conduciendo a su señor atado cabeza abajo sobre su caballo e inconsciente, medio muerto ya a consecuencia de la pelea que habían mantenido -explicó Kay con semblante sombrío-. El enano afirmó que otro caballero era el culpable pero, cuando me dispuse a cortar las ligaduras de su amo, aquel ser traicionero me apuñaló por la espalda y casi me secciona la pierna. – Dejó escapar una risa sarcástica mientras recordaba la aventura-. Nunca volveré a correr ni a pelear con Vuestra Majestad como cuando éramos niños, y tampoco cabalgaré con el mejor de vuestros caballeros, pero ese villano no vivió para levantar el brazo por segunda vez. Se ofrecía como criado a caballeros errantes y luego los mataba para apropiarse de su armadura y su oro. Bien, ya no engañará a más hombres inocentes.
–Si el rey Arturo y sus caballeros limpian este país, Vuestra Majestad -murmuró el rey de las Tierras Negras a Ginebra en el festín-, todos los hombres suplicarán servir bajo su bandera de rey supremo. ¡Nadie le rechazará! – Alzó su copa, y la luz de las velas destelló en el vino tinto a través del cristal verde-. ¡Nadie osará!
–¿Con qué os agasajo en la cena de esta noche, mi amor? – susurró Ginebra a Arturo mientras yacían en la cama-. ¿Lechón asado y conejos con…?
No pudo seguir, porque Arturo le selló la boca con un beso.
Ella le apartó sonriente.
–Ayudadme, Arturo. He de dar instrucciones a los cocineros. De hecho, ya tendrían que haberlas recibido.
–Decidles… lo que queráis.
Le acarició la oreja y tendió la mano hacia su pecho. Ginebra se rindió un momento cuando sus dedos juguetearon con un pezón. Después su conciencia la espoleó al recordar todo cuanto había que hacer. La comida para la fiesta, el lugar donde se sientan los comensales, más cocineros, más provisiones para las despensas…
Hizo una mueca y se incorporó con brusquedad.
–¿Qué deseáis que toquen los juglares esta noche? – preguntó mientras bajaba los pies al suelo.
Arturo rió y se tendió de espalda. Con las manos detrás de la cabeza, la observó encaminarse hacia la puerta y llamar a Ina.
–Ya sabéis que tengo los gustos toscos de un soldado, Ginebra. Dad las instrucciones vos misma a los juglares, si queréis algo distinto de las viejas canciones de amor y guerra.
Un atardecer, cuando el sol había abandonado el cielo, llegó un bardo y suplicó que le admitieran en la sala. Era un hombre poderoso, afirmaron los criados. Su último rey le había recompensado con una docena de caballos blancos, veinte capas púrpura y cien coronas de oro. Su voz, una vez oída, jamás se olvidaba, y sus canciones penetraban en el corazón de sus oyentes, cambiaban el color de sus sueños.
–¿Es posible que un hombre sea tan bueno? – inquirió Arturo con regocijo-. Bien, dejadle entrar. Siempre se puede aprender algo de un hombre hábil.
El bardo se encaminó con orgullo hacia el estrado real. Era un hombre bajo de mediana edad, con los ojos claros de un profeta y la solemnidad de un niño. No exhibía ni púrpuras ni oro, sino un sencillo manto verde, como un espíritu de los bosques.
–¡Escuchadme! – Hizo sonar su arpa-. Nunca más, por senderos umbríos o junto a la orilla del profundo lago…
Cantó un lamento de pérdida, trenzó una belleza arrebatadora con melodías henchidas de dolor. Ginebra pensó en su madre, y la pena la apuñaló de nuevo. Todos los presentes permanecían en silencio. Un leve sonido hizo que Ginebra se volviera. Arturo lloraba sin disimulo, con la mano sobre los ojos.
–Oh, Ginebra -murmuró-. Ahora lo sé, esta música me lo ha revelado. Merlín se ha ido. Nunca volveré a verle.
La tonada se quebró en una nota aguda disonante. El bardo finalizó con un largo sollozo plañidero. Rasgó por última vez el arpa, el aire se estremeció y el silencio reinó en la sala.
–Los dioses no me acompañan. Es mejor que no cante más esta noche -anunció el hombre mientras hacía una reverencia ante el trono-. Un hermano bardo ha viajado conmigo hasta aquí. Cantará para vos en mi lugar.
Arturo levantó la cabeza.
–Basta, basta -exclamó-; no quiero oír nada más esta noche.
Algo impulsó a Ginebra a apoyar la mano sobre el brazo de su esposo.
–Traed a vuestro compañero -ordenó al bardo al tiempo que se inclinaba.
Notó que Morgana se ponía tensa a su lado, encorvaba la espalda y contenía la respiración, mas momentos después obtuvo su recompensa al oír la exclamación de placer de Arturo, que tenía los ojos llenos de lágrimas.
Una figura familiar entró haciendo cabriolas y agitando los brazos en el aire. Tenía los ojos muy brillantes y caminaba con paso orgulloso.
–¡Merlín! – exclamó Arturo entre sollozos-. ¡Oh, Merlín!
–¡Lord Merlín! – anunció el chambelán.
Una silueta esbelta avanzaba a su lado, seguida de sus doncellas.
–¡Y la dama Nemue! – añadió el chambelán.
Ginebra se levantó del trono.
¡Nemue!
¿Qué hacía allí la sacerdotisa de la Señora? No la veían desde el día de su boda, cuando había acudido a la fiesta con todos los regalos de la Señora. ¿Acaso no había regresado de inmediato a Avalón?
Pero…
«¿Quién es esta mujer?», había preguntado Merlín con los ojos inflamados mientras la desnudaba con la mirada.
Ahora, él estaba allí, con Nemue…
–¡Vaya, vaya, vaya!
Merlín cabeceaba y sonreía como un demente, animaba a Nemue a avanzar como un marido orgulloso con una nueva y joven esposa. Sin embargo ella se mostraba tan fría como el agua de primavera sobre las piedras.
–Mis saludos a Vuestras Majestades, con los mejores deseos de la Señora del Lago -dijo-. Lord Merlín ha tenido la gentileza de quedarse con nosotras en Avalón. Nos pareció que era el momento adecuado de devolver la visita.
–¡Sed bienvenidos los dos! – exclamó Ginebra. La cabeza le daba vueltas. Al día siguiente, pensó, tendría la oportunidad de hablar con Nemue a solas. Entonces sabría la verdad.
–Las criadas le vieron acechar ante la puerta de la sacerdotisa antes del amanecer -explicó Ina en cuanto entró para despertar a Ginebra-. Algunos creen que ha pasado allí toda la noche. Sonreía, muy satisfecho de sí mismo, aseado y vestido como un caballero joven. En cuanto Nemue salió, se pegó a su costado. Las doncellas de la sacerdotisa dicen que está prendado de ella y no la deja en paz.
–¿Prendado? ¿Merlín? – repitió Arturo con irritación cuando Ginebra le comunicó la noticia-. ¿De Nemue? ¡No me lo creo! Merlín carece de esas debilidades, está por encima de esas cosas. Las mujeres le son indiferentes desde que su esposa murió y tampoco piensa en cosas carnales desde la cruel batalla que acabó con toda su familia. El mismo me lo dijo.
–Eso sucedió mucho antes de que conociera a Nemue. Es joven y encantadora, y está dotada del poder. Cualquiera podría enamorarse de ella.
–¡Merlín no! – vociferó Arturo angustiado-. No puede enamorarse de una doncella santa, de una sacerdotisa consagrada a la Diosa…
–La gente no elige de quién se enamora -repuso Ginebra-. El corazón es un cazador solitario y ataca a quien quiere.
–¡Escuchadme, Ginebra! – Arturo padecía una dolorosa agonía-. ¡Merlín no, no!
Arturo no quiso oír nada de ello.
–Olvidáis que Morgana sólo era una niña entonces, Ginebra -replicó con enojo-. Si se enteró de algo en aquel momento, ya lo habrá olvidado. Conseguiré que los dos sean los mejores amigos del mundo, ya lo veréis.
Aquella noche, cuando cenaron en el salón, insistió en que Morgana se sentara a su diestra y Merlín a su izquierda. Ginebra, que les observaba desde el otro extremo de la mesa, advirtió que se esforzaba por cumplir su promesa. Al principio Morgana no habló, no emitió el menor sonido. Sin embargo poco a poco Arturo le arrancó algunas palabras, después una tímida mirada de soslayo y por fin una sonrisa. En cuanto a Merlín, sus ojos centelleaban y su risa entrecortada resonaba en toda la estancia. Rebosaba de energía y vaciaba su copa tan pronto como se la llenaban de vino. Ginebra no sabía qué deducir de su actitud. Nunca había visto al anciano tan animado ni tan a gusto en compañía femenina.
Nemue, sentada a la derecha de Ginebra, también observaba a Merlín y Morgana con una leve sonrisa.
–No puedo desear que la dama Morgana asuma el peso que yo he soportado -comentó con su extraña voz ronca-. Sin embargo, el amor de lord Merlín es una carga de que tengo muchas ganas de desprenderme. Me quedaré aquí muy poco tiempo, el suficiente para recuperarme del viaje. Luego regresaré a la isla sagrada.
–¿Se enamoró de vos en nuestra boda? – Ginebra ya conocía la respuesta antes de formular la pregunta-. ¿Os siguió hasta Avalón?
Nemue asintió.
–No me deja en paz. No se despega de mí. Por eso le he traído de vuelta. En la isla sagrada vigila todos mis movimientos. Mi vida ha sido intolerable desde su llegada.
–¿Qué espera conseguir con ese acoso?
–Quiere poseerme en cuerpo y alma. Cada día me persigue con la esperanza de que ceda.
Ginebra estaba estupefacta.
–¡Pero sabe que estáis consagrada a la Diosa! ¿Violaríais vuestro juramento sagrado?
Nemue negó con la cabeza.
–Le da igual. Dice que soy su destino, y que él es el mío. – Esbozó una sonrisa de hastío-. Afirma que nací para yacer con él. Cuando lo haga, me concederá el conocimiento de todos los secretos del mundo. Me insuflará su poder y compartirá conmigo todo su saber. Hará magia si me acuesto con él.
¿La magia de Merlín? ¿Cómo podía impresionar eso a una doncella de la Señora, a la mismísima sacerdotisa de la Grande? Era tan absurdo que Ginebra tuvo ganas de reír. Entonces pensó en las manos marchitas del anciano, sus ojos legañosos y sus dientes amarillentos, su cuerpo encorvado y arrugado, su olor agrio, y se estremeció de pies a cabeza. ¡Estos hombres! ¡Estos viejos verdes!
Intentó desterrar la repugnancia de su voz.
–¿Os ama, pues?
–Eso dice. – Nemue suspiró-. No obstante en ocasiones me maldice y me llama bruja. Gimotea, llora y asegura que, por mi culpa, tiene los días contados. Soy el demonio de su caída, afirma, y le llevaré a la tumba.
–¿A la tumba? – El conocido malestar asaltó a Ginebra de nuevo-. ¿Piensa que significaréis su muerte?
–Aún peor. – Nemue estaba pálida, pero se mantenía serena-. Profetiza que le enterraré vivo. Será sepultado, y una roca rodará hasta sellar su tumba.
Un viento frío sopló junto a ellas, como el aliento del Otro Mundo. Ginebra se obligó a reír.
–¡Tonterías! Debe de estar loco. ¿Tumbas y rocas que se mueven? Lo habrá tomado de los cristianos, que afirman algo similar de su dios. ¡Vos no haríais jamás algo semejante!
Nemue cerró los ojos.
–Percibo la verdad en lo que dice, pero ignoro dónde radica.
Ginebra la miró fijamente. ¿Nemue? ¿Enterrar a un hombre vivo? Nunca. Nemue era toda bondad, como la Señora.
Una mirada hacia el otro extremo de la mesa bastó para desechar tales idas. Merlín sonreía como el hombre más feliz de la tierra, y Morgana se mostraba tranquila. Arturo, que disfrutaba de la alegría general, miró a Ginebra y alzó la copa. Ella hizo lo propio en un brindis silencioso. ¡Por vos, mi amor! ¡Que las bendiciones de la Grande caigan sobre todos a quienes amáis!
–¡Admitidlo, Ginebra! – exclamó Arturo en son de broma cuando despidieron a los criados y se tumbaron en la cama-. Sé que queréis a Morgana y que deseáis protegerla, pero habéis de reconocer que os equivocasteis al sospechar que guardaba rencor a Merlín. Ya habéis visto cómo hablaban. Se sentían muy a gusto juntos.
–¡No admito nada! – replicó Ginebra al tiempo que le asestaba un leve puñetazo en las costillas-. Morgana quiere complaceros, y su naturaleza bondadosa la obliga a comportarse con corrección. Tampoco creáis que Nemue se ha librado de Merlín definitivamente.
–Bien, bien, pequeña pesimista. – Arturo bostezó, la atrajo hacia sí y apoyó el mentón en su cabeza-. Ya veréis cómo tengo razón. Todo saldrá bien.
–La impaciencia me consume.
Se durmieron abrazados.
–¡Mi señora! ¡Mi señora! ¡Avisad al rey!
Ginebra se incorporó sobresaltada. De pie junto a la cama, a la luz parpadeante de una vela, Ina temblaba de miedo, con el rostro demudado, los ojos llorosos, desorbitados.
–En los aposentos de los invitados reales -balbuceó entre sollozos-, nadie sabe qué ha sucedido… La princesa Morgana… Oh, señora, no puedo repetir lo que dicen…
Al final del pasillo un grupo de sirvientes aterrorizados y algunos guardias se habían congregado ante la puerta abierta. La habitación se veía tan negra como un túmulo mortuorio y contagiaba la misma sensación de tierra y muerte. La única luz provenía del fuego de la chimenea, que pugnaba por sobrevivir. De las brasas se alzaban de vez en cuando súbitas llamaradas azules y amarillas, que luego se desvanecían con un siseo moribundo. Un olor repugnante (¿murciélagos?, ¿ratas?) les recibió al entrar.
Encontraron a Morgana ovillada junto a la cabecera del lecho, pálida y sin habla, con las rodillas apoyadas contra la barbilla. Un hombro desnudo, que su camisón desgarrado dejaba al descubierto, temblaba por obra del frío de la noche. Al pie de la cama se erguía, apenas visible a la luz de la lumbre, una figura que gritaba en la oscuridad. Era Merlín, que, medio desnudo y delirante, se ceñía con una mano una manta alrededor de las ingles y con la otra acuchillaba el aire.
Cuando entraron, el fuego siseó en la chimenea.
–¡Me ha hechizado! – bramaba Merlín mientras se mesaba su larga cabellera gris-. Es discípula de los Antiguos y conoce las tinieblas de los Dioses. Su magia negra me enterrará en vida. – Volvió la vista hacia Arturo, que se hallaba al lado de Ginebra-. ¡A vos también os traicionará! – exclamó-. Todas las mujeres traicionan. Son obra del demonio, y ésta es la peor de todas. ¡Vigilad bien vuestra espada y vuestra vaina, porque os las robará la mujer en quien más confiáis! Es la hija de Satanás, y portará la semilla de Satanás. Engendrará en el incesto, y su cría será la Muerte.
Chilló, y sus ojos se desorbitaron de puro terror.
–¡Me enterrará vivo, sellará con una roca mi tumba! – Señaló con un dedo tembloroso a Morgana-. ¡Se cagará sobre mi cabeza, bailará sobre mi tumba!
La voz de Merlín resonó en la habitación. A continuación empezó a cantar para sí mientras sonreía mirándose las uñas, que movía de arriba abajo.
Un extraño olor enfermizo permeaba el aire. Los ojos de Arturo estaban plagados de preguntas y reproches.
–¿La mujer en quien más confío? ¿Qué está diciendo, Ginebra? – susurró-. ¿Qué quiere decir?
Morgana seguía ovillada contra la cabecera del lecho, paralizada de terror, con los brazos alrededor de las rodillas, la barbilla apoyada contra el pecho. Merlín la observó y luego puso los ojos en blanco. La manta que aferraba cayó al suelo cuando alzó con lentitud los brazos y los agitó como serpientes.
Desnudo como un gusano, inició una danza majestuosa alrededor de la cama al tiempo que canturreaba para sí. Morgana alejó su delgado cuerpo de él, sacudida por violentos estremecimientos, y abrió la boca en un grito silencioso.
–¡Ayudadla! ¡Tenéis que ayudarla!
Ginebra agarró el brazo de Arturo, quien miraba a Merlín como un hombre poseído.
Un grupo de criados y soldados aterrorizados se apelotonaba en el pasillo. Ginebra llamó al más cercano.
–¿Quién es el capitán?
Un hombre robusto se adelantó.
–Yo, Vuestra Majestad.
–Sacad a esta gente de aquí al punto. Apostad a dos hombres delante de la puerta. Nadie podrá entrar sin mi autorización. Enviadme un piquete de vuestros seis mejores hombres al instante. ¿Me habéis entendido?
–Sí, señora.
Ginebra vaciló antes de añadir:
–Y ordenad al capitán de la torre de vigilancia, o de dondequiera que se hallen encerrados los prisioneros, que acuda enseguida.
El hombre inclinó la cabeza.
–Se hará como deseáis, Majestad.
Ginebra, temblorosa, llamó a Ina.
–Avisad a los médicos del rey, así como a la dama Nemue.
Ina asintió y se fue, desecha en lágrimas.
–Es la Novia de Satán -cantaba Merlín con la voz aguda de un murciélago o un búho-. La Madre Negra viene para llevarse a sus hijos a casa…
Continuaba su danza demencial, desnudo y sin mostrar la menor vergüenza. La luz del fuego caía sobre su pecho hundido, su estómago hinchado, sus flancos marchitos y su sexo encogido. A Ginebra se le puso la piel de gallina. ¡Dioses de los cielos! Estaba enloquecido como una tempestad en alta mar, desatado como el viento entre los árboles. ¿No haría nada Arturo para evitar la humillación a su viejo amigo?
Por fin Arturo pareció leer los pensamientos irritados de Ginebra. Se adelantó y recogió la manta del suelo.
–Venid, Merlín -indicó con voz apagada. Le envolvió en la prenda y lo cogió en brazos como si fuera un niño antes de dirigir una mirada agónica a Ginebra-. ¡Él no la ha violado! ¡No puedo creerlo!
–Bien -murmuró ella con semblante sombrío-, ya lo veremos.
–¡Preguntad a Morgana! ¡Ella os dirá la verdad!
–Yo me ocuparé de ella. Llevaos a Merlín de una vez -replicó Ginebra-. Conducidle a sus aposentos y quedaos a su lado. No le dejéis solo. En cuanto lleguen, enviaré a los médicos y… -Dioses, ¿cómo podía decirle aquello?– Y al capitán que se hace cargo de los prisioneros.
Nemue alzó la cabeza.
–Tal vez -repuso con voz extraña. Sus ojos eran tan verdes como el cristal-. ¿Cómo se encuentra ahora? ¿Y Morgana?
Ginebra miró alrededor. Se hallaban en la antesala de los aposentos de Morgana, separados por una puerta de roble macizo de donde ésta dormía acompañada por los médicos. Sin embargo ¿quién sabía lo que podía oír, aun en sueños? Bajó la voz.
–Arturo se quedó con Merlín hasta que los médicos le administraron una pócima para dormir. Después le condujeron a la torre de vigilancia, donde lo encerraron. – Se encogió al recordar el dolor y la aflicción de Arturo-. La celda donde se aloja es indigna de cualquier invitado, sobre todo de un anciano, y familiar de Arturo por añadidura, pero no queremos correr el nesgo de que esto vuelva a suceder.
Nemue meneó la cabeza.
–La escena de esta noche no se repetirá. – Lanzó una carcajada de ira-. La culpa es mía. La Señora se enojará mucho. Dirá que cometí un grave error al traer a Merlín aquí. Lo cierto es que pensé que mis desdichas acabarían en este lugar, pero no me planteé nada más. Ahora sé que Merlín tenía razón. Él es mi destino, y yo he demostrado ser el suyo.
–¿Qué queréis decir?
Nemue escudriñó la cara de Ginebra durante unos instantes.
–No importa -respondió con frialdad-. Dadme una litera cerrada y seis hombres fuertes, y yo me encargaré de Merlín. – Hizo una pausa. Una vez más, sus ojos se velaron-. Como ya sabía que ocurriría.
–Tendréis todo cuanto necesitéis.
–Me lo llevaré a Avalón, a nuestra cámara de curación en el interior de la colina hueca. Merlín descansará allí hasta que recobre el juicio. – Tras una pausa añadió-: O vivirá aislado hasta el fin de sus días, si su sino es no recuperarse nunca.
De pronto Ginebra vio la última morada de Merlín, un espacio frío y silencioso excavado en la ladera de la colina. Un tramo de escalera descendía hasta él, y el espino blanco de la Diosa crecía en lo alto de la loma. Dentro, todas las paredes, el suelo y la cúpula redonda del techo brillaban debido a los fragmentos blancos de cuarzo natural. Era una cámara de cristal, una caverna de reflejos quebrados para una mente quebrada. La única forma de volver al mundo exterior consistía en apartar un gran disco de piedra alba que sellaba la abertura.
Todo esto vio Ginebra, y se estremeció. Intentó extraer un sentido a su visión.
–Pero Merlín…
Nemue le leyó el pensamiento.
–Merlín vaticinó su destino. Poseía el poder de forjarse otro, si así lo deseaba. – Levantó la cabeza, olfateó el aire como la liebre perseguida por la jauría-. Debo marcharme. La Señora me reclama.
No os vayáis, no me dejéis, quiso suplicar Ginebra; yo también os reclamo; pero no podía.
–¿Qué será de Morgana?
–No temáis, Ginebra. – Los ojos de Nemue centellearon-. Morgana siempre os dirá lo que desea.
–No tengáis miedo, Morgana. Hay guardias apostados delante de vuestra puerta. Ya no puede haceros daño. Nunca más volverá a amenazaros.
Morgana dejó escapar un sollozo gutural y se agarró a Ginebra como una niña.
–Se ha marchado -añadió la reina con voz firme-, se ha ido para siempre. Ningún hombre volverá a imponeros su voluntad.
La magullada boca color ciruela se abrió en un grito de desdicha apagado.
–¡Decidme, Morgana! – Ginebra le apretó la mano-. ¿Os mancilló Merlín? ¿Lo intentó?
–¡Aj!
El dolor y el miedo brotaron de sus labios. Ginebra no logró entender una palabra de lo que decía. La cogió de los brazos e intentó calmarla. Por fin, Morgana se serenó, y no le cupo duda de lo que deseaba en aquel momento.
–¡Arturo! – llamó entre sollozos-. ¡Arturo, Arturo!
Arturo, Arturo, siempre Arturo…
¿Cómo podía estar celosa? Ginebra se sintió avergonzada. Arturo era el único hombre bondadoso que Morgana había conocido. Su necesidad de él era mayor que la de Ginebra, o incluso que la de Merlín. Reprimió un suspiro, mandó avisar a Arturo.