En los tiempos antiguos existió un reino ni grande ni
pequeño, ni rico ni pobre, ni del todo feliz ni completamente
desgraciado. El monarca del lugar gobernaba en ocasiones casi bien
y en ocasiones un poco mal, como lo había hecho su padre, y el
padre de su padre, y el padre del padre de su padre, y todos sus
antepasados uno antes del otro hasta que se perdían en las sombras
de la memoria, pues la estirpe del Rey era larga y el Reino
pacífico y estable, y todos los monarcas habían muerto plácidamente
de ancianos y en la cama. Sin embargo, nuestro Rey estaba
envejeciendo y no conseguía tener descendientes. Había repudiado a
diez esposas consecutivas porque ninguna le paría un heredero, y
empezaba a desesperar, pues temía que con él se truncara tan
extenso linaje. Una noche de insomnio se le ocurrió una idea:
apresar a Margot, la Dama de la Noche, el hada más poderosa de su
Reino, y obligarla a cumplir sus deseos. Para ello envió a Margot
un emisario con ricos presentes y una invitación a la gran fiesta
que daría en palacio con motivo del repudio de su décima esposa y
de los esponsales con la undécima. El hada, que era alegre y
coqueta, aceptó al punto, y la noche de la gran celebración llegó a
palacio en una carroza tirada por ciervos con la cornamenta pintada
de oro, y ataviada con un traje deslumbrante confeccionado con
luciérnagas vivas.
Cuentan que la fiesta fue la más grande y más lujosa de todas
cuantas constan en los anales. Bebidas embriagadoras y viandas
exquisitas se sucedían en las enormes mesas, y hubo músicos y
saltimbanquis, juglares y magos, tigres de los hielos tan blancos
como la leche y bayaderas de Oriente de color ambarino. Margot
gozaba del festejo mientras el Rey, a su lado, le llenaba todo el
tiempo la copa de hidromiel. Y el tiempo transcurría tan lentamente
que, por las ventanas, la noche seguía siendo muy negra y muy
profunda. Hasta que, en un momento determinado, el Rey hizo una
seña y los lacayos dejaron caer las telas pintadas con las que
habían cegado todas las aberturas del palacio, fingiendo paisajes
nocturnos, cielos oscuros y estrellados. Y por los ventanales
repentinamente descubiertos entró a raudales el sol del mediodía,
pues ésa era en verdad la hora, por más que todos los cortesanos se
hubieran confabulado con el monarca para fingir que el tiempo no
pasaba.
Cuando los rayos del sol cayeron sobre Margot, el hada
profirió un grito lastimero y se convirtió en una gallina vieja y
fea. Porque la Dama de la Noche no puede soportar la luz diurna. El
Rey saltó sobre el ave y la metió dentro de una jaula. Y le dijo:
«Dama de la Noche, estás en mis manos. O me proporcionas un hijo
varón, o seguirás poniendo huevos hasta el fin de tus días». La
gallina, furiosa, sólo contestó con grandes improperios. Entonces
el Rey mandó colocar la jaula en mitad del patio, bajo el sol.
Porque, por cada día de sol que recibía la Dama de la Noche, habría
de vivir como gallina durante tres jornadas más. A las pocas horas,
después de haber picoteado y devorado furiosamente todas las
luciérnagas de su traje, que habían muerto de golpe bajo la luz,
Margot se rindió: «Te daré un heredero», prometió. Y el Rey le
dijo: «Dama de la Noche, antes de que te libere tienes que jurar
por la redonda Luna que no te vengarás de mí ni de mi hijo ni de mi
Reino, y que no nos lanzarás ninguna maldición». Y Margot juró, y,
como la Luna era para ella lo más sagrado, ya no podía
desdecirse.
Pocos días después el hada recuperó su figura humana y sus
poderes y cumplió su promesa. Nueve meses más tarde nació un niño a
quien pusieron por nombre Helios, porque de algún modo era hijo del
Sol. Estaban celebrando la fiesta del bautizo cuando, al anochecer,
apareció en la corte el hada Margot. «Traigo un presente para el
Príncipe Heredero», proclamó. «Juraste no vengarte ni maldecirnos»,
le recordó el Rey, amedrentado. «Y cumpliré mi juramento -contestó
ella-: Voy a regalarle un don verdadero, el mejor don de todos: el
de la palabra». Diciendo esto, la Dama de la Noche se acercó a la
cuna de sábanas de seda y puso una mano sobre la cabeza del
infante: «Que, digas lo que digas, lo digas mejor que nadie, y que
todo lo que digas te ¡o crean…», clamó el hada. Y luego, sonriendo
con malevolencia, añadió: «A ver si eres capaz de estar a la altura
de mi regalo».
El Príncipe Heredero creció sano y feliz, y desde muy pequeño
dio muestras de una elocuencia prodigiosa. Como su padre, y como el
padre de su padre, y como el padre del padre de su padre, tenía un
carácter ni del todo bueno ni del todo malo. De hecho en su talante
natural primaba lo bondadoso, pero cierta tendencia a la vanidad, a
la codicia y a la pereza enturbiaba su alma. Muy pronto advirtió
que, cuando mentía, lo hacía tan bien que todo el mundo le creía.
Incluso si le atrapaban en mitad de alguna travesura infantil, con
sus floridas palabras siempre lograba convencer de su inocencia a
¡os tutores y escapar del castigo. Durante algunos años, este
descubrimiento fue para él una especie de tesoro oculto, un poder
secreto que sólo utilizaba en circunstancias especiales. Pero, con
el tiempo, sus reservas y cuidados se fueron desvaneciendo, porque
era muy cómodo mentir y resultaba muy útil convencer a los demás
para que actuaran conforme a él le convenía. Y, así,!a dejadez fue
torciendo poco a poco su carácter y el príncipe Helios se hizo un
adolescente desobediente, y luego un
jovenzuelo mujeriego y vividor. Pero todos buscaban su compañía,
prendidos del fulgor de sus palabras; todos estaban convencidos de
su sabiduría, todos opinaban justamente aquello que el Príncipe
quería que opinasen.
Pocas cosas envejecen tanto como la adulación, de modo que
para cuando Helios cumplió los veinte años, ya se sentía cansado de
ser el Príncipe Heredero. Enfatuado a fuerza de contemplarse en el
admirativo espejo de los otros, estaba convencido de que él merecía
ser Rey mucho más que el Rey. Habló con su Señor Padre e intentó
persuadirle para que abdicara; pero, por vez primera y para su
sorpresa, no logró su objetivo. Contrariado, el Príncipe rumió la
afrenta durante largos días y al cabo terminó diciéndose a sí mismo
que el Rey daba muestras de haber perdido el juicio. Una vez
alcanzada esta conclusión, ideó un astuto plan contra el monarca.
Noble a noble, caballero a caballero y prelado a prelado, fue
convenciendo al Reino entero de que a su Señor Padre le flaqueaba
la cordura. Y, si el Rey había caído en la sinrazón, ¿no era
necesario para el bien común que él, el Príncipe, se sacrificara,
pues sacrificio era alzarse contra su amado Padre? Tanto repitió su
elocuente alegato de responsabilidad patriótica y de dolor filial,
que acabó creyéndoselo él mismo. Porque el mentiroso que consigue
copiosas alabanzas y pingües beneficios con sus mentiras prefiere
creer que no está mintiendo y que todo lo que ha obtenido es
merecido. Y así fue como el príncipe Helios se convirtió en Rey en
lugar del Viejo Rey, el cual fue encerrado en una torre lóbrega y
sin ventanas hasta el fin de sus días, atendido por carceleros
mudos y sordos para que nadie pudiera indagar sobre el verdadero
estado de su razón.
Muy contento se puso el nuevo Rey tras ocupar el trono, y la
felicidad potenció en él cierta bonhomía. «Me gustaría ser un gran
monarca y que mi nombre fuera recordado con veneración durante
siglos», se dijo majestuosamente. Y pensó en mentir menos. Pero ya
no sabía distinguir muy bien entre lo cierto y lo incierto. Por
añadidura, y aunque había convencido a la mayoría con sus razones,
algunos de los más fieles vasallos de su Señor Padre seguían sin
creerle loco. De modo que el Rey tuvo que volver a mentir ciento
y una veces, tuvo que difamar a los
guerreros díscolos y desterrarlos o
encarcelarlos o cortarles la cabeza, tuvo que adueñarse de sus
propiedades. Y con cada falso testimonio, con cada abuso cometido y
cada patrimonio arrebatado, el Rey iba creyendo más y más en el
hilo multicolor de sus mendacidades, y le parecía que sus oponentes
tenían verdaderamente muy mala fe y que sus víctimas eran en
realidad seres indignos. Y así, el monarca, que cuando era todavía
joven dominaba con tamaña perfección el arte de la palabra que, aun
cuando mentía, lo hacía hermosamente, empezó a expresarse de modo
ampuloso, zafio y hueco, y a usar grandes palabras muy vacías, y a
alardear de empeño justiciero y de pureza. Y cuantas más
iniquidades cometía, más chillaba, y más obviedades empleaba en sus
razonamientos.
Como la voz del poder es siempre persuasiva, el Reino entero
comenzó a utilizar los mismos modos falsos y vacíos. Todos
deambulaban por las calles gritándose grandísimas palabras los unos
a los otros y clamando estentóreamente por la Justicia, el Bien, la
Moral, el Reino, mientras eran injustos, malvados e indecentes.
Nadie se resignaba ya a ser en parte bueno y en parte malo, como
siempre habían sido los pacíficos súbditos de aquel lugar, sino
que, enardecidos por la grandilocuencia de sus propias mentiras,
todos querían hacerse pasar por puros y perfectos. De manera que
empezaron muy pronto las rencillas, primero entre los partidarios
del Rey y los defensores del antiguo Rey, luego entre los
partidarios de que el Rey se quedara todo el botín y los que
querían repartirse las ganancias, luego entre los partidarios del
Rey para ver quién era más partidario, luego entre los nobles
añejos y los nobles recientes, luego entre los que llevaban barba y
los lampiños, los altos y los bajos, los zurdos y los diestros. Los
gritos dieron paso al temible susurro del hierro al desnudarse, y
una vez desenvainadas las espadas el metal siempre tiene necesidad
de saciar su hambre. Cualquier cosa era causa de gresca y el Reino
empezó a hundirse en un remolino de guerras fratricidas. Llegó un
momento en que en aquella tierra torturada sólo se podían escuchar
las palabras sucias, las palabras mentirosas, las sucias mentiras
que asesinan. Los pueblos ardían, las cosechas se perdían, los
niños morían. De cuando en cuando aparecía alguien que se atrevía a
decir alguna palabra verdadera, pero inmediatamente le rebanaban el
pescuezo. Con el tiempo, todos aquellos que aún tenían algo
auténtico que decir habían sido ejecutados o acallados por el
miedo. No había más palabras que las mentiras del Rey y los
improperios de sus secuaces, y, por debajo del estruendo, triunfaba
el silencio de los camposantos.
Y entonces, cuando las cosas ya estaban tan mal que parecía
imposible que pudieran ir peor, los objetos empezaron a borrarse.
Un día desapareció de golpe el árbol más añoso del Camino Real,
otro día se volatilizó un lienzo de la muralla, una mañana se borró
la escalera de piedra del campanario y para poder subir tuvieron
que colgar escalas de cuerda. Era como si la falta de veracidad y
solidez de las palabras hubiera contagiado a la materia. Había
escudillas que desaparecían con su contenido de guisantes cuando el
comensal iba a hundir la cuchara en el guiso, borceguíes que se
desvanecían dejando los pies desnudos, espadas que se borraban en
el aire justo cuando el guerrero se disponía a descargar un
mandoble mortal. Grande fue el susto de las gentes ante estos
prodigios, pero aún se asustaron mucho más cuando advirtieron que
e! Rey empezaba a transparentarse. Poco a poco, día tras día, el
monarca parecía ir perdiendo su sustancia y afinando la masa de su
ser, de tal modo que, sin adelgazar propiamente en sus carnes, sin
embargo se hacía más ligero, se difuminaba, se iba clareando de
través como una urdimbre demasiado raída por el uso, o como e! humo
que la brisa disuelve.
Al principio, el Rey no advirtió las mudanzas que acontecían
en su cuerpo, que en los comienzos eran sobre todo visibles con
cierta perspectiva y a contraluz; y, como hacía tiempo que se había
instaurado entre sus súbditos la costumbre de mentir, nadie osó
decirle lo que sucedía. Cuando el monarca descubrió su estado, el
proceso se encontraba ya tan avanzado que una mañana de
deslumbrante sol, en el jardín de palacio, un mirlo aturullado se
estrelló volando contra el pecho real, creyendo que el paso estaba
expedito.
Aterrorizado, el Rey corrió a visitar a la Dama de la Noche,
que le recibió burlona y divertida. «Hada Margot, tenéis que
socorrerme. Cuando me contemplo en el espejo, veo a través de mis
mejillas el tapiz que cubre el muro a mis espaldas. Si sigo así,
desapareceré muy pronto», gimió el monarca. «Yo no he sido la
causante de tu estado actual, Rey; te lo aclaro por si vienes a mí
con esa sospecha -contestó la Dama-: El único responsable de tu
ruina y de la de tu Reino eres tú mismo, y a decir verdad, yo
ignoro cómo ayudarte. Te aconsejo que vayas a consultar con el
Dragón; es la criatura más sabia del mundo y tal vez conozca algún
remedio para tu mal. Y date prisa, porque sin duda morirás muy
pronto».
Aún más empavorecido tras las palabras del hada, el Rey
ensilló sus mejores caballos y galopó sin pausa a través de su
Reino medio borrado, hasta que llegó al confín rocoso donde
habitaba el antiquísimo Dragón, el ser vivo más viejo de la Tierra.
Y ¡legó a la guarida de la criatura, que era una caverna monumental
erizada de largas lágrimas de piedra, y desmontó de su bridón y
entró a pie, amedrentado y titubeante. Y a
los pocos pasos se topó en efecto con el monstruo, que era tan
grande como una catedral tumbada de medio lado. El Dragón
dormitaba, produciendo con sus resoplidos un estruendo semejante a
un derrumbe de rocas. Era de color verdoso negruzco, y las enormes
y endurecidas escamas que erizaban su piel guardaban en sus
repliegues una suciedad milenaria, lodo petrificado del Diluvio.
Bajo los belfos babosos, unas puntiagudas barbas blancas. Exhalaba
un olor fortísimo, una peste punzante, como a orina de cabra
y a hierro frío.
«Mi Señor Dragón -llamó el Rey con vocecilla temblorosa-.
Perdonadme la molestia, mi Señor…». Tuvo que repetir el llamado
varias veces hasta que al fin la criatura se estremeció ligeramente
y abrió un ojo, sólo uno, sin alzar la cabezota ni mover nada más
de su corpachón. El ojo, amarillo y rasgado como el de un gato pero
de tamaño descomunal, vagó adormilado por la cueva, buscando el
origen del ruido. «Aquí, mi Señor Dragón…, soy yo, el rey Helios…»,
dijo el monarca, agitando los brazos y colocándose contra el fondo
Uso de una gran roca, para que su figura transparente resaltara
más. «Ya te veo -dijo el Dragón con su vozarrón de vendaval-:
Aunque eres poca cosa». «Por eso me he atrevido a molestaros, sabio
Dragón. Sólo vos podéis conocer el remedio a mi mal. Mi Reino y yo
estamos desapareciendo, y si no me ayudáis, moriremos muy pronto»,
imploró el monarca. El monstruo alzó con esfuerzo y cansancio su
enorme testuz y abrió el otro ojo.
Contempló con gesto pensativo y cierta curiosidad lo que
quedaba del Rey y al cabo dijo: «Qué incomprensibles criaturas sois
los humanos. No entiendo por qué os espanta tanto morir hoy, por
qué hacéis lo posible y lo imposible por seguir viviendo un día
más, cuando todos vosotros desapareceréis mañana irremisiblemente,
en un tiempo tan breve que es inapreciable. ¿Qué importa morir
antes o después, si sois mortales? Claro que tampoco entiendo cómo
podéis levantaros todas las mañanas, y comer, y moveros, y luchar,
y vivir, como si no estuvierais todos condenados». Dicho lo cual,
el Dragón, fatigado, dejó caer la cabeza y volvió a quedarse
instantáneamente dormido. Sus resoplidos retumbaron de nuevo en la
caverna.
«¡Señor Dragón! ¡Señor Dragón! ¡Tened misericordia, no me
dejéis así…!», suplicó el Rey; y, tras mucho insistir, consiguió
despertar otra vez a la criatura. «Así que sigues todavía ahí,
brizna de humano -masculló el Dragón-: Empiezas a fastidiarme con
tus gritos. Además, tú solo te has labrado tu desgracia, y no veo
por qué tengo que ayudarte… Aun así, haré algo por ti. Voy a
plantearte una adivinanza cuya respuesta correcta te revelará el
destino que te espera. Quién sabe, puede que, si conoces tu futuro,
consigas cambiarlo. ¿Estás dispuesto a jugar?». El Rey pensó que
tenía poco que ganar, pero tampoco nada que perder, y asintió
agitando vigorosamente su cabeza translúcida. Entonces el Dragón
entrecerró los ojos y declaró: «Este es el acertijo: cuando tú me
nombras, ya no estoy». El monarca se quedó perplejo. Dio vueltas al
enigma en la cabeza durante un buen rato como quien hace rodar un
hueso de aceituna dentro de la boca, y casi iba ya a declararse
vencido cuando, de pronto, la solución se iluminó dentro de su
mente. Se estremeció, asustado de lo que había entrevisto. Y luego
aclaró la temblorosa voz, miró al Dragón y dijo: «La respuesta
es
TRANSPARENTE
Unas consideraciones finales
Estoy convencida de que lo que hoy llamamos Renacimiento no
es más que los restos del naufragio del verdadero renacimiento
social y cultural del medioevo, que sucedió en el siglo XII y
principios del XIII. Durante algo más de un centenar de años, el
mundo pareció volverse maravillosamente loco, con una explosión de
modernidad y libertad. Es la época de los trovadores, del
refinamiento provenzal, de las Cortes de Amor, de la preponderancia
de las damas. La mujer adquirió una importancia inusitada; se
repartieron infinidad de cartas de emancipación a los burgos, dando
lugar así a las primeras ciudades modernas; la lectura y la
escritura salieron de los monasterios y comenzaron a ser habituales
entre la nobleza y los burgueses; las modernas nociones de
libertad, felicidad e individualismo despuntaron tímidamente en el
corazón de los humanos. Fue un siglo trepidante y lleno de cambios:
se crearon o fijaron los conceptos del
purgatorio y del culto a la Virgen María, hubo una explosión
demográfica y una roturación masiva de bosques (una civilización de lo salvaje), incluso aparecieron
aquellas obras que, como los bellos textos de Chrétien de Troyes,
hoy son consideradas como las primeras novelas, aunque estén
escritas en octosílabos. Esta explosión de protodemocracia y
modernidad tenía lugar dentro de un marco religioso, porque, por
entonces, todo pasaba por Dios y el ateísmo era impensable. Y los
cristianos que acompañaron esta revolución fueron los cátaros, cuya
sensatez y civilidad me resultan admirables. Durante cerca de un
siglo, en fin, el mundo, o al menos parte del mundo conocido, vivió
este ensueño de progreso. Y luego venció la represión. Pero el
poder siempre absorbe parte de lo que aplasta, y eso es lo que
volvió a brotar en el Renacimiento: los residuos de aquel tiempo
luminoso.
Esta novela pretende reflejar ese proceso, pero desde el
interior de la conciencia de los humanos. Más que los datos
históricos, he querido atrapar los mitos y los sueños, el olor y el
sudor de aquellos tiempos. De modo que el libro es voluntariamente
anacrónico, o, mejor dicho, ucrónico. En los veinticinco años que
duran las peripecias de Leola se narran sucesos que abarcan siglo y
pico. Por ejemplo, las dos cruzadas populares que se citan
existieron de verdad y acabaron así de
lamentablemente; pero la primera, la de Pedro de Amiens, tuvo lugar
en 1095, y la de los Niños, en 1212, de manera que el maestro
Roland no pudo ser testigo de ambas, como él dice. Sin embargo,
creo que al acercar las cruzadas en el tiempo he reflejado una
verdad mayor, que es el incesante tumulto errabundo que poblaba los
caminos en aquella época.
A la ucronía se debe que convivan personajes que pertenecen a
la época, pero no a la estricta coetaneidad. San Bernardo de
Claraval nació en 1090 y murió en 1153;
Eloísa, en 1097 y 1164, respectivamente; Leonor, en 1122 y 1204… De
modo que es imposible que Leola hable con Eloísa cuando lo hace,
por ejemplo, teniendo en cuenta que para entonces la Leonor de
nuestra novela debe de tener más de sesenta años. La cruzada contra
los albigenses dura de verdad veinte años, desde 1209 a 1229; el
Papa Gregorio IX crea la Santa Inquisición en 1231, y el heroico
castro de Montségur cae, tras diez meses de asedio, el 16 de marzo
de 1244. La fantástica historia de Saldebreuil, el paladín que
luchó cubierto con la camisa de la Reina, se le atribuye
verdaderamente a Leonor de Aquitania, pero mucho antes, en su
juventud, cuando estaba casada con el rey francés, Luis VII, de
quien cuentan que se puso verde del sofocón cuando la vio aparecer
en el banquete cubierta con la prenda ensangrentada. El libro, en
fin, está lleno de saltos temporales de este tipo.
También hay otra clase de licencias. Por ejemplo, se habla de
cruzados, cuando es un término que apareció
mucho tiempo después. Por entonces, durante el siglo XII, sólo se
decía «tomar la Cruz», «ir a jerusalén» o «peregrinación en armas».
Pero creo que usar estas expresiones hubiera resultado confuso y
arcaizante. Y este mismo criterio se aplica a otros términos, que
están sacados de contexto para mayor claridad del contenido. Al
parecer las cartas de Abelardo y Eloísa son falsas, aunque yo las
dé por buenas en mi novela. La terrible y vertiginosa picota de
Piacenza existe de verdad y todavía puede verse en la hermosa plaza
del Duomo, pero es de una época muy posterior a mi relato y en la
ciudad aseguran que tenía un carácter disuasorio y que nunca fue
utilizada. Asimismo, la geografía del libro conforma un espacio
totalmente imaginario, aunque en muchos casos use nombres de
ciudades y lugares reales, que reinvento a mi antojo y mezclo con
lugares inexistentes. Y así, aunque los datos del asedio de
Montségur son esencialmente ciertos, he alterado el paisaje a mi
conveniencia e inventado una montaña desde la que se puede otear el
interior del castro. El ejemplo más extremo de distorsión es la
abadía de Fontevrault; lo que cuento de su historia es todo
verdadero, incluido el nombre de la abadesa; pero, por razones
prácticas, me he permitido mover el edificio unos cuantos cientos
de kilómetros, desde el antiguo condado de Anjou, en donde está,
hasta las cercanías de Albi. De ahí que haya rebautizado la abadía,
en mi novela, como Fausse-Fontevrault
(Falsa-Fontevrault).
Lo más curioso es que, siendo el siglo XII el comienzo de
toda nuestra modernidad, también es un mundo tan remoto y extraño
como un planeta alienígena. Y así, muchos de los detalles más
estrambóticos de la novela son rigurosamente auténticos, como, por
ejemplo, la existencia de ese estrafalario paladín llamado Ulrico
von Lichtenstein, quien, entre 1227 y 1240, llevó a cabo sus dos
famosas giras por Europa, disfrazado de Arturo y luego de Venus,
con trenzas postizas y un enredo de perlas sobre la coraza. También
es cierto que el pobre Ricardo Corazón de León hizo varias
penitencias públicas, confesando pecados contra natura. Y
existieron de verdad unos señores de Ardres y unos condes de Guínes
que se pasaron más de un siglo luchando todos los días unos contra
otros, salvo las jornadas de lluvia y de granizo.
Durante años he leído con placer bastantes libros de historia
medieval que sin duda han influido en esta novela. Pero, para
terminar, no quisiera dejar de citar unos pocos que me han sido
esenciales: El hombre medieval, de Jacques
Le Goffy otros; Leonor de Aquitania y
El amor cortés o lapa-reja infernal, ambos
de Jean Markaie; Los cátaros, de Anne
Brenon; Alquimia, de Andrea Aromático;
Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente
medieval también de Jacques Le GofF; Damas
del siglo XII, de Georges Duby, y los espléndidos Un espejo lejano, de Barbara Tuchman, y Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros,
de John Steinbeck.
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21/04/2009
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