Me recuerdo arando el campo con mi padre y mi hermano, hace
tanto tiempo que parece otra vida. La primavera aprieta, el verano
se precipita sobre nosotros y estamos muy retrasados con la
siembra; este año no sólo hemos tenido que labrar primero los
campos del Señor, como es habitual, sino también reparar los fosos
de su castillo, hacer acopio de víveres y agua en los torreones,
cepillar los poderosos bridones de combare y limpiar de maleza, las
explanadas frente a la fortaleza, para evitar que puedan emboscarse
los arqueros enemigos. Estamos nuevamente en guerra, y el señor de Abuny, nuestro amo, vasallo del conde de
Gevaudan, que a su vez es vasallo del Rey de Aragón, combate contra
las tropas del Rey de Francia. Mi hermano y yo nos apretamos contra
el arnés y tiramos con todas nuestras fuerzas del arado, mientras
padre hunde en el suelo pedregoso nuestra preciada reja, esa
cuchilla de metal que nos costó once libras, más de lo que ganamos
en cinco años, y que constituye nuestro mayor tesoro, Las traíllas
de esparto trenzado se hunden en la carne, aunque nos hemos puesto
un peto de fieltro para protegernos. El sol está muy alto sobre
nuestras cabezas, próximo ya al cenit de la hora sexta. Al tirar
del arado tengo que hundir la cabeza entre los hombros y miro al
suelo: resecos terrones amarillos y un calor de cazuela. La sangre
se me agolpa en las sienes y me mareo. Empujo y empujo, pero no
avanzamos. Nuestros jadeos quedan silenciados por los alaridos y
los gritos agónicos de los combatientes: en el campo de al lado,
muy cerca de nosotros, está la guerra. Desde hace tres días,
cuatrocientos caballeros combaten entre sí en una pelea
desesperada. Llegan todas las mañanas, al amanecer, ansiosos de
matarse, y durante todo el día se hieren y se tajan con sus espadas
terribles mientras el sol camina por el arco del cielo. Luego, al
atardecer, se marchan tambaleantes a comer y a dormir, dispuestos a
regresar a la jornada siguiente.
Día tras día, mientras nosotros arañamos la piel ingrata de
la tierra, ellos riegan el campo vecino con su sangre. Caen los
bridones destripados, relinchando con una angustia semejante a la
de los cerdos en la matanza, y los caballeros de la misma bandera
se apresuran a socorrer al guerrero abatido, tan inerme en el
suelo, mientras los ayudantes le traen otro caballo o consiguen
desmontar a un enemigo. La guerra es un fragor, un estruendo
imposible; braman los hombres de hierro al descargar un golpe, tal
vez para animarse; gimen los heridos pisoteados en tierra; aúllan
los caballeros de rabia y de dolor cuando el ardiente acero les
amputa una mano; colisionan los escudos con retumbar metálico;
piafan los caballos; rechinan y entrechocan las
armaduras.
Antoine y yo tiramos del arado, padre arranca una piedra del
suelo con un juramento y ellos, aquí al lado, se matan y mutilan.
El aire huele a sangre y agonía, a vísceras expuestas, a
excrementos. Al atardecer los movimientos de los guerreros son
mucho más lentos, sus gritos más ahogados, y por encima de la masa
abigarrada de sus cuerpos se levanta una bruma de sudor. Veo ondear
la bandera azul del señor de Abuny y la oriflama escarlata de
cuatro puntas de los reyes de Francia: están sucias y rotas. Veo
las heridas monstruosas y puedo distinguir sus rostros
desencajados, pero no siento por ellos la menor compasión. Los
hombres de hierro son todos iguales: voraces, brutales. En el
sufrimiento que flota en el aire hay mucho dolor
nuestro.
–Así se maten todos -resopla mi hermano.
Me da lo mismo quién gane este combate. Bajo el Rey de Aragón
o el Rey de Francia nuestra vida seguirá siendo una mísera jaula.
Para el Señor sólo somos animales domésticos, y no los más
preciados: sus alanos, sus bridones, incluso sus palafrenes son
mucho más queridos. Tenemos que trabajar las tierras del amo,
reparar sus caminos y sus puentes, limpiar las perreras, lavar sus
ropas, cortar y acarrear la leña para sus chimeneas, pastorear su
ganado y hacerlo pasear por los campos del señorío para
fertilizarlos con sus excrementos. Tenemos que pagar el diezmo
eclesiástico, y los rescates de Abuny y sus hombres cuando resultan
vencidos en sus estúpidos torneos; tenemos que costear el
nombramiento de cabañero de sus hijos y tas bodas de sus hijas,
y contribuir con una tasa especial para las
guerras. El molino, el horno y el lagar son del amo, y nos pone un
buen precio cada vez que vamos a moler nuestro grano, a cocer
nuestro pan o prensar nuestras manzanas para hacer sidra. Ni
siquiera podemos casarnos o morirnos tranquilos: tenemos que
pagarle al amo por todo ello. No conozco a un solo villano que no
odie a su Señor, pero somos animales temerosos.
–No es miedo, es sensatez -dice padre cuando Antoine o yo nos
desesperamos-. Ellos son mucho más fuertes. Ya habéis visto lo que
pasa si te rebelas.
Sí, lo hemos visto. Todos los años hay alguna revuelta
campesina en la comarca. Todos los años un puñado de hombres creen
que se merecen una vida mejor y que van a ser capaces de
conseguirla. Todos los años unas cuantas cabezas acaban hincadas en
lo alto de las picas. Todavía se recuerda el caso de Jean el
Leñador, siervo del señor de Tressard, en las tierras al otro lado
del río. Jean era joven y cuentan que era guapo: mi amiga Melina lo
vio pasar un día y dice que tenía los ojos azules, e¡ cuello como
un tronco y los labios jugosos. Jean hablaba bien y se llevó detrás
a muchos hombres. Se refugiaron en los bosques y duraron bastante:
varias semanas. Vencieron en algunas escaramuzas y mataron a un par de caballeros, y mi padre ataba a
mi hermano por las noches para que no se escapara y se les uniera.
Por un momento pareció que todo era posible, pero los campesinos no
somos enemigos para los hombres de metal. Llegaron los guerreros y
los destrozaron. A Jean le apresaron y, para burlarse, le ciñeron
una corona de hierro al rojo vivo, proclamándole el rey de los
villanos. Quizá alguno de los caballeros que ahora se destripan
aquí al lado estuvo presente en el suplicio; quizá se rió del dolor
del plebeyo. Así se maten todos en sus batallas
absurdas.
–Mejor lo dejamos -dice padre, apoyado sin resuello en el
arado-. Vamonos a casa.
Sé por qué lo dice y lo que está pensando. En el campo
vecino, el combate languidece. Los hombres de hierro levantan sus
espadas con exhausta lentitud y descargan desatinados golpes. No
quedan demasiados caballeros y están todos heridos: festones de
sangre se coagulan sobre sus yelmos abollados. La guerra está a
punto de acabar, esta pequeña guerra entre otras muchas, y no hay nada más peligroso que la soberbia de un
caballero vencedor o el miedo de un caballero vencido. Mejor
desaparecer de su vista, retirarnos por el momento de esta tierra
de muerte, como animales domésticos pero
prudentes.
Recogemos con sumo cuidado la reja del arado y la envolvemos
con nuestros petos de fieltro, rígidos y empapados de sudor. La
brisa me refresca el pecho a través de la camisa húmeda y me
estremezco. Aunque caminamos despacio, entorpecidos por el arado,
pronto nos encontramos bastante lejos. Todavía se escuchan los
tañidos de lata de los combatientes, pero el aire ha dejado de oler
a putrefacción. Al llegar al camino de Mende nos topamos con
Jacques.
–¿Sigue la batalla? – pregunta.
–Terminará pronto.
Jacques tiene quince años, como yo, y nos casaremos este
verano, en cuanto terminemos de reunir los diez sueldos que tenemos
que pagarle al amo por la boda. Jacques pertenece también al señor
de Abuny, como es preceptivo, y nos conocemos desde que somos
niños. Hasta que nos hagamos nuestra casa, iremos a vivir con padre
y con Antoine. Madre murió hace tiempo, de parto, junto con la niña
que la mató. También murieron otros cuatro hermanos. Ninguno vivió
lo suficiente como para tener nombre, salvo una, Estrella, que era
tan hermosa que alguien nos la aojó, a pesar de que madre le
manchaba la cara con cenizas para protegerla de la
envidia.
–¿Te vienes al río? – me pregunta Jacques.
Miro a padre pidiéndole permiso. Veo que arruga el ceño, no
le gusta, tengo que ir a casa y preparar la cena, y, además, teme
que ande expuesta y sola por los caminos precisamente ahora, con la
guerra tan cerca. Pero también sabe que es primavera, que tengo
quince años, que Jacques me ama, que la tarde huele a hierba nueva
y que hay pocos momentos dulces en la vida.
–Está bien. Pero no tardes.
Les veo seguir camino de casa, cargados con el arado como dos
escarabajos, y siento los pies y la cabeza ligeros. Doy unos pasos
de baile sobre el camino y Jacques me abraza y me levanta en
vilo.
–Déjame, déjame, bruto… -me quejo con el fingido enfado de la
coquetería.
Pero Jacques me estruja, me besa y me muerde el
cuello.
–Sabes muy salada…
–He sudado muchísimo. Vamos a bañarnos.
Corremos campo a través hasta nuestra poza en el Lot y nos
metemos en el río vestidos. El sol poniente cabrillea sobre la
superficie y pone destellos de oro en las salpicaduras. Chapoteo en
la poza y dejo en el agua el polvo y el sudor y el pegajoso
recuerdo de la sangre de los guerreros, toda esa ferocidad y ese
dolor, esos cuerpos lacerados y maltrechos. Pero mi cuerpo es sano
y joven, y está intacto. Al salir trepamos por el talud y nos
sentamos arriba, sobre la hierba tierna. La camisa mojada refresca
las rozaduras que el esparto ha dejado sobre mis hombros. Los
campos se extienden ante nuestros ojos, mansos y serenos, dorados y
verdes, coronados por una cinta de color violeta que el atardecer
ha pintado junto al horizonte. Arranco un puñado de hierbas y su
jugo aromático se me pega a los dedos. A mi lado, muy cerca, mi
Jacques también huele a pelo mojado y a ese olor acre y caliente
que tan bien conozco. No es guapo, pero es fuerte y es listo y es
bueno. Y tiene unos dientes limpios y preciosos, y ese olor tan
rico de su cuerpo. En una rama cercana, una urraca de gordo pecho
blanco me mira y me guiña un ojo. Sé que me está diciendo que la
vida es hermosa. Tal vez tenga razón, tal vez la vida pudiera ser
siempre así de hermosa. Los frailes dicen que este mundo es un
valle de lágrimas y que hemos nacido para sufrir. Pero no quiero
creerles.
–Deberíamos aprender a guerrear.
–¿Que?
–Digo que deberíamos aprender a combatir y a manejar la espada y todo eso.
–¿Quiénes? – dice Jacques, levantándose sobre un codo y
mirándome con estupor.
–Nosotros. Los campesinos. Y el arco, el arco es muy
importante. Dicen que los bretones insulares tienen un arco nuevo
que es terrible.
–¿Y tú qué sabes de todo eso?
–Lo oí contar en el molino.
–Tú estás loca, Leola. ¿De dónde íbamos a sacar las armas, si
no tenemos dinero ni para el arado?
Contemplo el horizonte. La cinta violeta está siendo borrada
por una bruma espesa. Es la niebla del atardecer, el mojado aliento
de la tierra antes de dormirse. Detrás de esa niebla se extiende el
mundo. Campos y más campos que nunca pisaré.
–¿Qué hay más allá?
–¿Qué va a haber? Los dominios del señor de
Tressard.
–¿Y más allá?
–Más tierras y más señores.
–¿Y más allá?
–Más allá, muy lejos, está Millau.
–¿No te gustaría verlo?
–¿Millau? No sé, bueno, sí. Mí padre estuvo una vez. Dice que
no es gran cosa, que nuestro Mende es más grande y mejor. Si
quieres, cuando nos casemos podemos ir… Padre tardó tres días en
llegar.
–No estoy hablando de Millau. Hablo de todo. ¿No te gustaría
verlo todo? Tolosa, y París, y… todo.
Mi Jacques se ríe.
–Qué cosas dices, Leola… ¿Es que quieres ser un clérigo
vagabundo? ¿O un guerrero? ¿No prefieres ser mi
ternerita?
Rueda hacia mí, frío y mojado, y me acaricia el vientre con
sus manos callosas. Y a mí me gusta. Sí, quiero ser su ternerita.
Quiero quedarme aquí con él, y abrirme a él, y enroscar mis piernas
alrededor de sus caderas. Quiero tener hijos con él y vivir la
bella vida que anunciaba la urraca. Pero siento en el pecho el peso
de una pequeña pena, una pena extraña, como si echara de menos
campos que nunca he visto y cosas que nunca he hecho, cielos que no
conozco, ríos en los que no me he bañado. Incluso me parece echar
de menos a un Jacques que no es Jacques. Le aparto de un
empujón.
–Quita. Ahora no. No tenemos tiempo. Además, mira qué niebla
se está formando.
El horizonte está envuelto en una densa neblina y el sol baja
rápidamente hacia la franja velada. Nunca lo hemos hecho, Jacques y
yo. Nos hemos tocado, nos hemos besado y conocemos nuestros
cuerpos, pero nunca hemos llegado hasta el final porque es pecado.
Claro que, como nos vamos a casar este verano, creo que pronto
acabaré abriendo mis muslos para él: será pecar, pero muy poco. Sin
embargo, no lo haremos hoy, no ahora. Padre y Antoine me esperan y
la noche se acerca. La noche tenebrosa y peligrosa, las horas
oscuras de las ánimas. Por la noche el mundo es de los muertos, que
salen del infierno para atormentarnos. Nadie en sus cabales quiere
estar a la intemperie por las noches.
Jacques me abraza de nuevo y aprieta fuerte, como quien
sujeta a una cabritilla que se debate.
–¡Déjame, te digo!
–Espera un poco, Leola, ya nos vamos… Escucha, hay un sitio
que sí me gustaría conocer… Se llama Avalon y es una isla en la que
sólo viven mujeres.
–Qué tontería. Lo dices para que me quede un rato
más.
–No, es de verdad. Se lo escuché a un juglar en la feria de
Mende. También la llaman la Isla de las Manzanas y la Isla
Afortunada… porque es un lugar maravilloso. Está gobernado por una
reina llena de sabiduría y de belleza, la mejor reina que ha
existido hasta ahora. Hay diez mil mujeres que viven con ella, y no
conocen a! hombre ni las leyes del hombre…
–Ah, pícaro, por eso quieres ir…
A mi pesar, estoy interesada. Esto es lo que más me gusta de
él: sabe contar cosas y sabe interesarme. Reconozco en sus palabras
las palabras del juglar, porque Jacques posee buena
memoria.
–Las mujeres visten ropas majestuosas y mantos de seda
bordados en oro, y la tierra florece todo el año como si fuera
mayo. En la isla de Avalon no hay muerte, enfermedad ni vejez; los
frutos siempre están maduros, los osos son dulces como palomas y no
es necesario matar a los animales para comer.
Mi urraca sería muy feliz en semejante
reino.
–¿Y dónde está esa isla?
–Muy lejos, donde los bretones, en el mar frío del Norte.
Pero ya te digo que en Avalon siempre es
primavera.
Sus manos están sobre mis pechos, sus dedos ásperos me raspan
íos pezones. Y a mí me gusta. Hago un esfuerzo y vuelvo a
rechazarle.
–Déjalo, Jacques. De verdad que es muy
tarde.
Me levanto, pero él sigue sentado en el talud. Contempla algo
a lo lejos y está frunciendo el ceño.
–No es sólo niebla, Leola. Es humo. Mira.
Tiene razón: el horizonte está tiznado por doquier con negros
penachos de humo. El mundo se quema. Inmediatamente pienso en los
guerreros y en su implacable furia.
–¡Dios misericordioso! ¿Qué está pasando?
Jacques me agarra de la mano y echamos a correr hacia mi
casa. Primero empezamos a oler a quemado, luego el viento nos trae
jirones de humo, después vemos los primeros campos incendiados, los
árboles frutales ardiendo como pavesas. Un redoble de cascos nos
alerta y saltamos del camino justo a tiempo para evitar ser
arrollados: dos hombres de hierro pasan al galope a nuestro lado
con teas encendidas en las manos.
–Son de los nuestros. Llevan los colores de
Abuny.
Seguimos adelante con los ojos escocidos por el humo. Jacques
va tirando de mí: las piernas me pesan como si fueran de piedra y
el costado me duele al respirar. Nunca he corrido tanto en toda mi
vida, y aun así llego tarde. Ya estoy viendo mi casa: el corral
está en llamas. Pienso en mi gorrino, en mi pequeña cabra. Delante
de la puerta, un grupo de soldados y un caballero. Los soldados
están forcejeando con Antoine, que intenta liberarse. Junto a él,
padre, sujeto por dos hombres.
–¡El amo no puede hacernos esto! – gime
padre.
–Es la guerra -contesta el caballero-. Se prepara una gran
batalla, nos replegamos hacia el castillo del conde de Gevaudan y
necesitamos a todos los hombres. Sabes que te debes a tu
Señor.
–¿Y los campos, las vides, nuestros animales? ¡Nos moriremos
de hambre!
–No podemos dejarle nada al enemigo.
En este preciso momento, los soldados nos descubren. Uno
señala a Jacques:
–¡Hay otro ahí!
Jacques me suelta y echa a correr. Pero está cansado, y ni
siquiera los píes más fuertes y ligeros pueden nada contra los
cascos de un caballo. El guerrero galopa detrás de él y le golpea
en la cabeza con el pomo de la espada.
Jacques se derrumba. Corro hacia él y llego un instante antes
que los soldados.
–¡Vete, Leola, vete! No puedes hacer nada, ¡escóndete! –
murmura, medio atontado, mientras intenta
incorporarse.
Le cojo la cabeza, le beso las mejillas, le aprieto contra mi
pecho como si fuera un niño. Estoy llorando. A mi lado, el hombre
de hierro parece muy alto y muy oscuro encima de su enorme caballo
de combate. Le miro desde abajo: tiene un rostro fino y los ojos
del color de las uvas. Tiene un rostro pétreo y sin emociones.
Clava en los míos sus hermosos ojos sin corazón y dice con voz
quieta:
–Es la guerra.
Los soldados arrancan a Jacques de entre mis brazos y lo
levantan. Entonces vuelvo en mí: pego un tirón, me suelto de la
mano del hombre que me sujeta y echo a correr. Sé que no vienen
buscándome a mí, pero las mujeres siempre estamos en peligro en los
tiempos difíciles, y aún mucho más las mujeres solas. Así es que
corro y corro sin mirar hacia atrás, a mi casa, cuyo techo ya ha
empezado a prenderse, a mi padre, a mi hermano. Corro y corro entre
las briznas encendidas que se mecen en el aire, entre las hilachas
de humo y el restallar de los árboles que arden, mientras los
soldados del señor de Abuny se llevan a mi
Jacques.
Llevo mucho tiempo escondida tras unos matorrales, manchada
con el pringoso azúcar de las jaras, mientras el mundo ruge y arde
a mi alrededor. A lo lejos, el aliento de las llamas pinta en la
noche un resplandor de infierno. Estoy en una zona agreste de monte
bajo. El bosque me hubiera proporcionado un refugio mejor, pero no
me he atrevido a entrar en su oscuridad aborrecible, en la amenaza
de sus viejos misterios: los bosques antiguos son la morada de los
antiguos dioses, de seres demoníacos y genios malignos, de las
bestias incomprensibles que habitaron la Tierra antes que nosotros.
Ha salido la luna, redonda y casi llena, tan fría contra el calor
del fuego. Bajo su luz helada he visto pasar soldados y caballeros
que parecían fantasmas, con las armas brillando con un fulgor de
plata. Pero ahora ya hace rato que todo está callado y que sólo
escucho mi corazón. No sé qué temo más, si la presencia de los
hombres de hierro o esta ausencia de ahora, esta soledad mía tan
completa y desnuda en mitad de la noche. La luna pone un halo
lívido a las cosas y los espíritus de los muertos danzan en las
sombras con bárbara alegría.
El silencio está poblado de rumores, de chasquidos de ramas,
del siseo escurridizo de pequeños bichos que se arrastran.
Súbitamente, los matorrales se agitan a mi izquierda. Es un ruido
violento, un fragor de chubasco, la intuición de algo grande que se
acerca. Me quedo sin respiración, segura de no poder soportar lo
que imagino: que las ramas se abren y aparece la calavera luminosa
y horrenda de un espectro. Y, en efecto, Dios mío, la hojarasca se
vence y asoma junto a mí una cabeza demoníaca, negra como la pez,
con los ojos amarillos del Maligno. El aire se me escapa de los
pulmones con un grito. Creo morir, o quizá quiero morir, con tal de
no ver. Pero el tiempo transcurre sin que suceda nada y al fin veo.
La luz iridiscente de la luna me permite reconocer los contornos
hirsutos, los lustrosos colmillos, el hocico prominente e
inquisidor. Es un jabalí. ¿O quizá es Satán disfrazado de puerco?
No, es un verdadero jabalí. Huelo el tufo de su aliento y percibo
su miedo. La bestia me teme, igual que yo a ella. Durante unos
instantes permanecemos quietos, contemplándonos. Sus ojillos
brillantes me atraviesan con una mirada feroz pero más compasiva
que la mirada verde del caballero. Podría desgarrarte con mis
colmillos, pero no quiero, me parece entenderle; los dos estamos
solos, pequeño escuerzo humano, los dos somos criaturas
perseguidas" en la noche. De pronto, ya no está. Su cabezota ha
desaparecido y sólo queda el rumor de las ramas al enderezarse. Me
llevo la mano al pecho, intentando calmar mi corazón. Mi cuerpo
está agitado, pero mi mente, cosa extraña, está más serena de lo
que estaba antes de la aparición del animal. Ahora creo saber lo
que voy a hacer. He tomado una decisión. El miedo puede ser un
antídoto del miedo.
Entonces me levanto. Camino ligera y sigilosa por los montes
plateados. Atravieso las eras roturadas del amo y llego a nuestra
pequeña tierra. Y entro en el vecino y abandonado campo de batalla.
El olor estancado de la carnicería me inunda las narices y la
garganta, y espesa mi saliva con un sabor a náusea. A la luz de la
luna, los cuerpos rígidos de hombres y jumentos parecen rocas
retorcidas de un paisaje fantástico. Camino entre los cadáveres
intentando no pisar con mis pies desnudos las piltrafas de carne,
los cuajos de sangre. Intentando no pensar en lo que estoy
haciendo. El caos y la urgencia del final del combate han impedido
que los vencedores recojan el botín; sin duda regresarán mañana a
la luz del día para desnudar a los vencidos, pero por ahora los
muertos siguen conservando todas sus armaduras y sus armas. Procuro
no mirarles a ía cara, pero a veces les veo y parecen gritarme. De
sus bocas abiertas y crispadas pueden salir en cualquier momento
sus ánimas malditas, dispuestas a perseguirme y atormentarme. Me
detengo y vomito. El aire también parece coagulado, este aire
apestoso y mortífero que envenena mis pulmones. Rebusco durante un
rato intentando respirar lo menos posible, y al cabo encuentro un
cuerpo que parece ser de mi tamaño y cuya armadura se halla en buen
estado. Tiene el yelmo hendido por un tajo que le parte la cara
hasta la mejilla; el corte es de una negrura tenebrosa bajo la luz
lunar, un fulgor de seca oscuridad que ocupa todo el lado izquierdo
de su rostro, el lugar donde antaño existió un ojo. El otro lado es
suave y delicado bajo los tiznones de la sangre: es un guerrero muy
joven. Con pulso tembloroso le desato el cinturón de caballero, del
que todavía penden la daga y el hacha de guerra, e intento abrirle
los dedos engarriados para liberar la espada de su mano. Tardo
muchísimo. Aún me demoro más para sacarle la desgarrada sobreveste,
bordada con pequeños tréboles azules sobre un fondo amarillo. No
sabía que me iba a costar tanto trabajo desnudarle: el cuerpo está
rígido, encogido sobre sí mismo, petrificado en la postura de un
niño que duerme. Le arranco las manoplas, las espuelas, las botas
de cuero y las brafoneras que cubren sus piernas. Tengo que estirar
sus brazos con un sordo chasquido para poder extraer la larga cota
de malla. Desato las lazadas de su almilla acolchada y se la quito.
Por la camisa abierta se entrevé su pecho blanco y suave, carente
de vello, cruzado por los oscuros verdugones de los golpes. No
puedo aprovechar el casco ni el almófar de malla que protegen su
cuello y su cabeza porque están partidos por el tajo y sus rebordes
se han hundido en el cráneo. Busco a mi alrededor y encuentro otro
cadáver al que le falta un brazo, pero que conserva el yelmo
intacto: es un hombre barbudo de ojos desorbitados. Le pelo la
cabeza como quien pela una naranja, mientras intento mirar para
otro lado. Recojo mi botín venciendo las arcadas y salgo del campo
de batalla a trompicones, corriendo y tropezando, tambaleándome
bajo el peso de mi carga.
Me detengo en el pequeño pedazo de tierra pedregosa que hace
unas horas araba con mi hermano y comienzo a vestirme. Las medias
de malla, las botas, que me vienen un poco grandes y que aun así
son un tormento para mis pies desacostumbrados al encierro; el
gambax: acolchado, que coloco encima de mi camisa; la pesada loriga
metálíca, larga hasta las rodillas; la sucia cota de armas con sus
bordados heráldicos de tréboles. Me ciño el cinturón y encajo la
espada en su vaina labrada. Lo cual es muy difícil, porque la
espada es grande y la vaina es estrecha. Saco la daga del cinto y
me corto los cabellos a la altura de la nuca: mi hermosa y larga
melena se enrosca en el suelo como un animalejo malherido. Con
cierta repugnancia, me ajusto la cofia de tela que le he quitado al
barbudo, y luego introduzco mi cabeza por el largo y frío tubo del
almófar. Después me calo el yelmo, que me queda holgado, y meto las
manos en los guanteletes. Ya está. Ahora soy en todo semejante a un
caballero. Avanzo unos pasos, la espada se me enreda entre las
piernas y casi doy de bruces. Recoloco el cinturón intentando dejar
la zancada libre y suspiro para disolver la opresión de mi pecho:
cuesta respirar con tanto metal encima. La cota de malla tira de mi
cuerpo hacia la tierra, como si llevara sobre mis hombros todo el
peso del cielo. Por fortuna soy fuerte, por fortuna soy alta: será
más fácil que mí impostura triunfe. Escondida dentro de mis nuevos
ropajes, me siento más segura, protegida, porque es una desgracia
ser mujer y estar sola en tiempos de violencia. Pero ahora ya no
soy una mujer. Ahora soy un guerrero. Un terrible gusano en capullo
de hierro, como le oí cantar un día a un trovador.
Voy por los caminos buscando a mi Jacques. He bebido en una
fuente recubierta de musgo. He comido un poco de pan y de cebolla
que han compartido conmigo unas campesinas, asustadas al verme
aparecer toda cubierta de hierro. Me he sentido agradecida por su
ofrenda, pero, sobre todo, me he sentido poderosa. Un sentimiento
confortable y un poco sucio. Pobres mujeres: me senté junto a ellas
en la fuente y se apresuraron a ofrecerme su magra comida. Ahora
llueve y llueve. Se diría que lleva diluviando toda la vida. Los
caminos están atestados. Campesinos que fluyen, soldados en
desbandada, caballeros sin caballo, como yo. El castillo del señor
de Abuny está en llamas. Dicen que el amo ha muerto y que su hijo
se ha lanzado a un combate suicida para vengarle. Los hombres de
hierro caminan arrastrando los pies, heridos, sucios, abollados,
sin cascos, sin manoplas, con las mallas enmohecidas por la lluvia.
También mi armadura se está herrumbrando. Rechino al caminar y todo
me pesa. El agua se cuela entre los anillos metálicos de la loriga
y empapa el acolchado de mi almilla. Tengo hambre y tengo frío. Me
dirijo a la fortaleza del conde de Gevaudan, donde se está
preparando una gran batalla. Espero encontrar allí a mi padre y a
mi hermano. Espero, sobre todo, recuperar a
Jacques.
En medio del tumulto y del aguacero casi nadie me mira, pero
un clérigo barrigón montado en una muía lleva demasiado tiempo
cerca de mí. Aunque me adelantó por primera vez hace ya un buen
rato, luego me!o volví a encontrar. Estaba detenido a un lado del
camino, una pausa aparentemente sin sentido bajo la lluvia; y,
cuando le sobrepasé, se puso nuevamente en marcha detrás de mí.
Tengo la sensación de que me está siguiendo y no me gusta. Es un
tipo redondo y malencarado; una cicatriz le parte la ceja y lleva
un gran cuchillo atado a la cintura. Me detengo de repente, para
ver qué hace y porque no quiero llevarle a mis espaldas. El clérigo
pasa a mi lado sin pararse pero me lanza una mirada oblicua y
penetrante. Le observo desaparecer camino adelante, mecido por el
cansado paso de su muía. Estoy viendo visiones, me digo; me estoy
asustando sin razón. Pero el miedo aprieta mi estómago vacío. La
negra y peligrosa noche se aproxima, la noche de mi primer día como
caballero. Tengo que buscar donde dormir.
–¡Raymond!
Un grito desgarrado me sobresalta. Un grito desesperado de
mujer. Miro alrededor y la descubro: es una dama mayor de pelo gris
que viene en dirección contraria en un carro
entoldado.
–¡Raymond! – vuelve a llamar, mientras intenta descender de
la galera antes incluso de que el cochero pare.
La robusta sirvienta que la acompaña salta con premura de su
mulo y la ayuda a bajar. La dama se desembaraza de su apoyo
solícito y echa a correr pisando los charcos embarrados. Echa a
correr, ahora me doy cuenta, en dirección a mí. La sorpresa me
paraliza. Ella se acerca con los brazos extendidos, la expresión
anhelante. Llega frente a mí y se detiene en seco, como si hubieran
golpeado su frente con un mazo. Sus brazos descienden lentamente en
el aire. Su barbilla tiembla.
–Tú no eres… -la boca se le frunce, ahogando sus
palabras.
Sus ojos son dos agujeros negros en los que puedo caerme.
Guardo silencio.
–Entonces…, entonces mí hijo ha muerto.
La sirvienta nos ha dado alcance; junta sus anchas y
estropeadas manos y empieza a lamentarse
sonoramente.
–Ay, Señora, ay, Señora…
–¡Calla! – ruge la dama con voz perentoria, una voz plena y
segura, aunque en sus mejillas las lágrimas se confunden con las
gotas de lluvia.
La sirvienta encoge la cabeza entre los hombros y continúa
gimiendo quedamente, como un perro apaleado por su
amo.
–Llevas sus armas, llevas nuestros colores.
Sin poder evitarlo, me miro la ropa: la sobreveste amarilla
bordada de tréboles.
–Sabía que había muerto. He sentido el frío en el corazón.
Porque ha muerto, ¿verdad? – insiste con una pequeña chispa de
esperanza en los ojos, apenas una brizna de luz, un destello
loco.
Recuerdo la cabeza partida del muchacho y asiento sin
despegar los labios.
La dama aprieta los párpados y se tambalea. La sirvienta
alarga su manaza para sostenerla, pero la Señora vuelve a
rechazarla y se endereza. Escruta mi rostro con ojos suspicaces y
duros. Mi rostro manchado de hollín y de barro.
–Has robado a mi hijo…, has saqueado su pobre cuerpo… Dime,
¿lo has hecho?
Sigo muda, aterrada. De pronto, la dama se relaja. Sus
hombros se hunden. Su espalda se encorva. Ahora parece una
anciana.
–No… Veo por tu aspecto que eres noble. Entonces eres tú
quien lo ha matado.
La mujer confunde mis rasgos femeninos con la finura de la
buena cuna. Si le hubiera matado en combare, tendría derecho a
quedarme con su armadura. Muevo la cabeza afirmativamente con un
sabor a sangre entre los labios.
La dama ahoga un sollozo.
–Dime…, ¿murió bien? ¿Fue valiente? ¿Luchó hasta el final?
¿Hizo honor a su nombre?
Hago un esfuerzo por recuperar mi voz, escondida en lo más
profundo de mis entrañas. No necesito fingir un tono grave: las
palabras me salen rasposas, estranguladas.
–Fue un gran guerrero. Rápido y templado. Causó gran
mortandad. Peleó en el lugar más peligroso. Nunca retrocedió. Murió
de un tajo en la cabeza, fue instantáneo. Y no tenía otras heridas,
porque sabía combatir.
Me asombro de lo que digo. Mis palabras salen ligeras y
atinadas de mis labios, palabras que nunca he pronunciado, palabras
de un mundo que no es el mío, como si me las dictara esta cota de
malla que me envuelve.
–Entonces todo está bien -dice la dama; pero llora y llora
como si todo estuviera mal-. Hemos salido a buscarle. ¿Dónde
está?
–En el campo de batalla de Abuny.
–Era su primera guerra tras haber sido nombrado caballero…
Con esa misma espada, nuestra espada, que ahora llevas al
cinto.
Me la saco con singular torpeza de la vaina y se la ofrezco.
La dama la rechaza con gesto desvaído.
–No… Ya no queda nadie que pueda llevarla. Raymond era el
último de nuestra estirpe.
Vuelve a contemplarme fijamente, ahora, cosa extraña, con una
mirada casi afectuosa. Me estremezco.
–Era parecido a ti…, debéis de tener la misma edad… Por lo
menos tu madre no tendrá que llorarte.
–Mi madre murió -contesto con voz ronca.
–A mí me queda el honor… pero eso es bien poco para pagar a
un hijo.
Da media vuelta brusca y se aleja hacia el carro, seguida por
su lacrimosa criada. Las veo partir en dirección a Abuny, con las
ruedas chirriantes dando tumbos por íos hoyos lodosos. Sigo
mirándolas hasta que desaparecen a lo lejos, y luego retomo mi
camino con el ánimo aterido. Me quito el guantelete y acaricio con
los dedos mojados mi pecho de hierro. Raymond, te llamabas Raymond.
Siento que la cota de malla es una piel.
Las espesas nubes han adelantado el crepúsculo. Hay muy poca
luz. Doy paso tras paso con esfuerzo inaudito, porque las piernas
apenas me responden. Un rayo parte el cielo y el mundo se ilumina
con resplandores lívidos. A cierta distancia me parece ver un grupo
de árboles. El trueno retumba en mis oídos y acalla por unos
instantes el tintineo metálico de mis movimientos. Un viejo soldado
con peto de cuero que camina junto a mí me guiña un
ojo:
–Noche de ánimas, mi Señor. Vayamos a íos árboles a buscar
cobijo. Podemos pernoctar allí. Llevo galletas y algo de
tocino.
Me siento tan cansada y tan agradecida por su amabilidad, tan
deseosa de compañía ante la noche negra, que no me detengo a pensar
y!e sigo. Salimos del camino y subimos por la suave cuesta de un
campo enfangado. Otro soldado se nos ha unido. Joven y algo cojo,
con la frente estrecha y las cejas unidas en un solo trazo de
pelambre. Me sonríe, obsequioso. No me gusta que venga, pero no sé
qué hacer. Ni qué decir. Callo y continúo avanzando por la ladera.
Un poco más adelante veo la silueta oscura de otro hombre parado.
Se diría que nos está esperando. Me pongo nerviosa: olfateo el
peligro. Intento retrasar mis pasos y distanciarme, pero el soldado
joven está justamente detrás de mí. Un nuevo relámpago enciende la
penumbra y a su luz reconozco al tercer tipo: es el clérigo de la
cicatriz y lleva en la mano su cuchillo.
–Vaya, vaya, nuestro caballerito… Tan joven y ya ha ganado
sus espuelas. ¿O se las has robado a alguien?
El clérigo sonríe mientras habla. Los soldados se han
desplegado en torno a mí. Soy el centro de un triángulo compuesto
por los tres hombres y todos ellos han sacado sus armas. Yo
extraigo mi espada de la vaina, aunque pesa tanto que ni siquiera
soy capaz de mantenerla erguida. La punta de la espada se inclina
hacia el suelo y tiembla en el aire. Agarro la empuñadura con las
dos manos: como no sé manejarla, por lo menos la utilizaré como una
pica.
–Ya lo creo que las has robado… ¡Pero mirad cómo coge la
espada! No es más que un gañán, un maldito
plebeyo…
Un nuevo rayo, un trueno. Doy vueltas sobre mí misma con la
espada entre las manos, para no perder detalle de los hombres que
me rodean. Pero sé que estoy muerta. La certidumbre del fin chupa
mis energías y me llena de un miedo frío que agarrota mi cuerpo.
Desfallezco y siento la tentación de abandonarme, de ofrecer el
cuello a los asesinos y que todo acabe cuanto antes. Sin embargo,
algo me hace apretar de nuevo la empuñadura y seguir vigilante. Me
espolea el loco sueño de poder volver a ver el sol de
mañana.
–Venga, hermanitos… Mirad qué hermoso mandoble, qué buena
loriga. Y el hacha de guerra. Es un buen botín…
Diciendo esto, el clérigo hace ademán de adelantarse. Yo
amago con la espada. El tipo ríe:
–Tú no eres enemigo para nosotros…
–Él puede que no, pero yo sí.
La voz ha resonado baja y grave, extrañamente calma y
peligrosa. Un guerrero enteramente armado y subido a un bridón está
junto a nosotros. La luz fantasmagórica de los relámpagos agranda
su figura y hace fulgurar su espada desnuda.
–¿Quién eres? ¿Qué quieres? – balbucea el clérigo,
asustado.
–Quiero que os vayáis -responde el
caballero.
Y espolea su caballo y se lanza sobre ellos. Pega al viejo
soldado un espadazo plano en lo alto de la cabeza y el hombre se
derrumba, echando sangre por la nariz. El joven cejijunto intenta
atacar al caballero por detrás, pero éste se revuelve y le da un
mandoble de revés que le taja profundamente el antebrazo. El
clérigo ha echado a correr; su figura rechoncha se pierde en la
distancia. El soldado joven también huye, sujetándose el brazo
hendido hasta el hueso. El otro sigue sobre el suelo, quieto y
desvanecido o tal vez muerto. El hombre de hierro permanece
impávido vigilando la retirada de los ladrones. Luego se vuelve
hacia mí y me dice:
–Sube.
Envaino mí bella e inútil espada, me agarro de su mano y,
embarazada por la pesada armadura, monto con gran dificultad a la
grupa de su caballo. Echamos a caminar sin decir palabra y subimos
hasta casi lo alto de la loma, a una zona de berrocales que queda
muy próxima al grupo de árboles, apenas a medio tiro de arco. Allí
el caballero tiene dispuesto un tenderete al abrigo de una peña,
con unos cuantos palos y una lona encerada. Un modesto fuego humea
a punto de apagarse.
–Maldita sea…, con lo que me ha costado prenderlo. Cuida tú
de Sombra.
Desmontamos y el tipo corre hacia la
hoguera. Yo descincho al destrier, le quito la pesada silla con sus
largos estribos triangulares, las riendas, el bocado. Miro
interrogante al caballero.
–Ahí está el cabezal.
Sujeto al bridón con los correajes, me lo llevo a una cercana
zona de hierba y lo dejo atado a una piedra con cuerda suficiente
para que pueda moverse y alcanzar una pequeña poza que el agua de
la lluvia ha formado en las rocas. En su día debió de ser un buen
animal, pero ahora veo que es muy viejo. Tiene las barbas canosas y
punzantes, los ojos fatigados.
Regreso al tenderete. El fuego ha renacido y el caballero
está sacando víveres de una alforja. Se ha quitado el cinto con las
armas, el yelmo y las manoplas. Me detengo
en el borde de la lona.
–Pasa, pasa. Por lo menos aquí se está seco.
El suelo es de roca y la pendiente hace que el agua se
escurra. Es un buen refugio. Paso dentro y me siento, porque no hay
altura para estar de pie. En el bosquecillo cercano se ve un par de
hogueras. Unas cuantas personas han acampado allí, protegidas por
burdas techumbres de ramas mal cortadas. Les miro con
aprensión.
–No te preocupes -dice el hombre-. No son peligrosos. Sólo
son comerciantes de Mende. Y es bueno y más seguro dormir en
compañía. Aunque son unos estúpidos, porque todo el mundo sabe que
los rayos se sienten atraídos por los árboles. Han elegido un mal
cobijo.
El espacio cubierto por la tela encerada es angosto y estamos
muy cerca el uno del otro. El guerrero se arranca la malla que le
recubre la cabeza. Por debajo de ¡a cofia salen disparados unos
cuantos pelos blancos. Él también es muy viejo. La nariz aguileña,
el rostro delgado y surcado por profundas arrugas que parecen
tajos. En la frente, una cicatriz y el hueso hundido, huellas de un
antiguo golpe tan formidable que hubiera podido acabar con
cualquier hombre.
–Gracias, mi Señor. Me ha salvado la vida -le digo,
intentando poner la voz grave y que no se
noten mi miedo y mi desamparo de
doncella.
–¿Por qué no te quitas el yelmo?
–Estoy bien así.
El guerrero me observa atentamente con sus ojos
acuosos.
–¿Cómo te llamas?
–Raymond.
–No es cierto. ¿Cómo te llamas?
–Leo… lo. Leolo.
–¿Por qué robaste la armadura, Leolo?
Decido confesar la verdad. O casi.
–Para protegerme.
–¿Mataste a alguien para conseguirla?
–No.
–¿Y por qué querías protegerte?
Me callo. Siento unos terribles deseos de
llorar.
–Quítate el casco.
Me lo quito. El viejo caballero se inclina hacia mí y me
arranca el almófar. Luego coge un pico de mi empapaba sobreveste y
me limpia la cara. Me contempla con gesto de duda. Alarga su mano
manchada por la edad, la mete por debajo de la tela heráldica y me
palpa los pechos a través de la malla de hierro.
–Eres una mujer. Una chiquilla.
–El señor de Abuny se ha llevado a mi padre y a mi hermano.
Se ha llevado a mi Jacques. Estoy sola en el mundo. Le quité la
armadura a un caballero muerto.
El guerrero suspira y remueve el fuego con una
ramita.
–Corren tiempos malos. Pero créeme si te digo que siempre ha
sido así. La vida es un tiempo malo que no termina. ¿Sabes que si
te encuentran vestida de hombre podrías acabar en la
hoguera?
Digo que sí con la cabeza, aunque no lo
sabía.
–Bueno. Tampoco importa tanto. No eres la primera mujer que
se disfraza de varón. ¿Y qué piensas hacer?
–Quiero ir en busca de mi Jacques.
–Supongo que Jacques es tu amado… Está bien, muy bien. Todos
los caballeros deben tener una empresa gloriosa a la que dedicar
sus vidas…, con eso ya empiezas a parecer un buen guerrero. Pero
mírate, estás hecha una pena. Esa buena armadura tan descuidada…
Desnudémonos. Hay que untar bien de grasa la cota de malla, para
que no se llene de orín.
Nos despojamos de nuestra envoltura metálica y nos quedamos
en camisa. Ponemos a secar las gruesas almillas y frotamos
cuidadosamente nuestras ropas de hierro con un bloque de grasa de
oveja que el caballero ha sacado de una bolsa. El humeante fuego me
irrita los ojos, pero va calentando mi cuerpo entumecido. El
aguacero amaina y las gotas dejan de redoblar sobre la cubierta de
nuestro refugio. En el renacido silencio de la noche se escuchan
las voces de nuestros vecinos del bosquecillo. Están contando
historias.
–Y entonces Merlín se enamoró de Viviana, que era joven y
bella. Y como Merlín, además de ser mago, era a la sazón un viejo
tonto, enseñó a la muchacha todas las brujerías que sabía, incluso
los conjuros perdurables, que son los que no se pueden deshacer. Y
un día Viviana, que fingía amarle, pidió a Merlín que construyera
una cueva maravillosa, y que la llenara con todos los lujos de la
Tierra. Yeso hizo el viejo tonto en su tontuna: creó
la…
Un nuevo trueno ahoga las palabras del
narrador.
–Un rayo seco, sin lluvia -comenta el caballero, mientras
engrasa su yelmo-. Son los peores.
–… y cuando Merlín entró en la cueva,
Viviana hizo su conjuro y le dejó ahí encerrado, dentro de la
montaña, para siempre jamás.
Ya hemos terminado de adecentar las armaduras. El anciano
recoge la grasa sobrante, la envuelve con pulcritud entre hojas
verdes y la guarda en la bolsa. Se limpia las manos en la pechera
de su camisa y reparte la comida: carne
seca, queso, un puñado de pasas y un mendrugo de pan duro como las
piedras.
–Cómete tú todo el pan. Yo ya no tengo
dientes.
Devoro con hambre de lobato, como si no hubiera comido en
toda mi vida.
–Es mi turno -dice una voz de hombre en el vecino
bosquecillo-. Os voy a contar la historia del Rey
Transparente.
El viejo guerrero se atraganta, tose, se demuda, pierde su
tranquila gravedad.
–¡No! ¡Detente, desgraciado, esa historia no! – ruge, medio
ahogado.
Intenta ponerse en pie, pero tiene las articulaciones
agarrotadas y no lo consigue. Parece fuera de sí y su miedo me
asusta. No entiendo fo que pasa.
–Había una vez un reino pacífico y feliz que tenía un rey ni
muy bueno ni muy malo… -está diciendo el vecino.
Un estallido blanco dentro de los ojos. Me he quedado ciega.
Alguien me tira del cabello, de todos los vellos de mi cuerpo, mi
piel parece quemar. Un estruendo espantoso. Aturdimiento. Llamas
crepitantes. Algo está ardiendo: mis ojos empiezan a distinguir las
cosas. Es uno de los árboles del bosquecillo. Un rayo. Ha caído un
rayo sobre el árbol. Los comerciantes gritan aterrados. A la luz de
las grandes lenguas de fuego les veo correr de acá para allá.
Parece que todos están bien, incluso el hombrecillo que contaba la
historia, que era quien se encontraba más cerca del árbol
abatido.
–¡Dios misericordioso! Hemos tenido suerte. Hubiera podido
ser mucho peor -musita el guerrero.
–¿Qué ha pasado?
–Ya lo has visto. Ha caído un rayo.
–Pero ¿por qué no debía contar la historia del Rey
Tra…?
El caballero agita las manos frenéticamente:
–¡Ssshhh, cállate, ni lo nombres! Hay cosas que es mejor no
mencionar.
–Pero ¿por qué?
–Hay palabras malas que desbaratan el mundo.
Quisiera saber más, pero me contengo. La lluvia vuelve a
redoblar sobre nuestras cabezas. Mejor: tal vez así se evite que
las llamas se propaguen a los otros árboles. Los vecinos están
recogiendo sus cosas apresuradamente. Les vemos partir ladera abajo
en mitad de la noche, apiñados como ovejas. Nos hemos quedado
solos. Lo lamento. Me siento un poco más indefensa. El mundo oscuro
se aprieta alrededor, cargado de embrujos y misterios. Si por lo
menos estuviera aquí mi Jacques. Él me abrazaría, me protegería, me
contaría sus bonitas historias para tranquilizarme. Siempre ha
estado en mi vida. No sé vivir sin él.
–Sigue comiendo, Leolo. ¿O debo decir Leola? El fuego va
menguando. No creo que se extienda. Además, aquí no corremos ningún
peligro.
Mastico lentamente las hilachas de carne.
–MÍ Señor…
–¿Sí?
–¿Podéis decirme vuestro nombre?
El guerrero suspira.
–Soy el señor de Ballaine. O más bien lo era. Hasta que mis
hijos decidieron que era un viejo acabado y mi primogénito me
arrebató el señorío. Yo preferí marcharme y no enfrentarme a ellos.
No quise obligarles a que me mataran. Y si hubiéramos combatido,
sin duda lo habrían hecho. Me habrían vencido. Los dos son buenos
guerreros. Les he enseñado yo -dice con orgullo.
Luego se encoge de hombros y escarba con un dedo entre los
pocos dientes de su boca, buscando una brizna de comida mal
encajada. Al fin la atrapa, la saca, la mira de cerca y se la
vuelve a comer.
–Además, es cierto que soy viejo.
–Pero sois muy fuerte y combatís muy bien. Acabasteis
enseguida con los tres asaltantes.
–Ah, esos bribones… Eso apenas cuenta, eso fue muy fácil.
Pero cada día estoy peor. Llegará un momento en que ni siquiera
podré subirme al caballo. Si es que mi pobre y viejo Sombra no se
muere antes.
Seguimos masticando en silencio otro rato, contemplando las
llamas menguantes del árbol herido.
–No sobrevivirás mucho tiempo así vestida, Leo-la, si no
sabes utilizar las armas que llevas. Tienes que aprender a
combatir. Sé que las mujeres pueden hacerlo. Mi hermana lo hizo.
Era bastante buena. Luego se casó con un bastardo y se murió de
parto al cuarto hijo.
Una pequeña esperanza me sube a los labios:
–Mi Señor…, ¿no podríais enseñarme vos?
El hombre agita su cabeza despeluchada.
–No, no. Imposible. Te repito que estoy muy viejo. Y, además,
eso iría en contra del propósito al que he consagrado mi vida. Ya
te he dicho que todo caballero debe tener una empresa gloriosa que
ordene sus actos.
–¿Y puedo preguntaros cuál es vuestra
empresa?
–Morir bien, hijita. Morir bien.
Despierto con el sol en los ojos. Debe de ser tarde: sé que
he dormido un sueño profundo, placenteramente negro, inacabable.
Las nubes han desaparecido y el cielo muestra ese tono blanquecino
de los días de calor. Miro a mi alrededor: estoy en el refugio del
anciano caballero. Sus cosas siguen aquí, sus alforjas, sus bolsas,
pero él no está. Me levanto en camisa y salgo. Piso la hierba
fresca con los pies desnudos: qué delicia. Me alivio detrás de unas
rocas y luego me aseo con el agua de lluvia que ha quedado retenida
entre las piedras. Al regresar al entoldado veo al señor de
Ballaine: lleva puesta toda la armadura, menos en las manos y la
cabeza. Está cepillando a Sombra. Me lo quedo mirando, con su calva
afilada y las ralas greñas blancas todas alborotadas, y me asombra
sentir tanta confianza, e incluso algo de afecto, por un hombre de
hierro. Hasta ayer mismo, los guerreros siempre fueron mis
enemigos. Gente peligrosa e incomprensible.
–Ah, ya estás de pie, Leola…
–He dormido muchísimo.
–Lo necesitabas. El sueño es la mejor cura para las heridas.
Para todas las heridas. Para las producidas por el filo que corta,
por!a punta que clava o por la palabra que envenena.
Recuérdalo.
No me quiero ir de aquí. Me da miedo marcharle por los largos
caminos, nuevamente sola y tan inútil. Peferiría quedarme algunos
días con el señor de Ballaine y aprender un poco de lo mucho que
sabe. Pero él no desea que me quede.
De modo que regreso al entoldado y me visto. El gambax se ha
secado, al igual que las botas y la sobreveste. Me ciño el cinturón
con las armas y ajusto el almófar. Lo hago todo despacio, muy
despacio, porque no quiero irme. Pero al final vuelvo a estar
cubierta de hierro de pies a cabeza. Salgo del refugio. El
caballero me está esperando. Me mira de arriba abajo con ojo
crítico.
–Ensúciate la cara con un poco de ceniza y tizne de la
hoguera… Pasará más desapercibida tu inocencia.
Lo hago.
–Hasta que no sepas manejarte mejor, procura evitar los
sitios muy poblados… Llevas armas muy buenas y eres un botín
ambulante. Una riqueza fácil de robar.
Sus palabras me desesperan: ¿dónde, cómo voy a aprender a
manejarme? ¿Por qué no quiere enseñarme a combatir? Siento que la
ira se acumula en mi pecho. ¿Por qué este viejo loco desea que me
vaya?
–¿Por qué es tan importante la empresa que
dijisteis?
–¿Cómo?
–Morir bien, dijisteis. Ése es vuestro
proyecto.
El caballero se pasa la mano por la cara, se frota los ojos
con gesto cansado.
–Corren tiempos malos, Leola. Yo no he conocido otros, pero
dicen que antes, hace mucho, existió un mundo diferente, un mundo
de honor y de palabra, en el que los caballeros se sentaban juntos
a la misma mesa y honraban a su Rey, el gran Arturo. Hoy los reyes
son unos cobardes y los caballeros unos miserables. Hoy impera la
codicia y las palabras valen tan poco como guisantes podridos. Hoy
los lobeznos muerden a los lobos viejos, como han hecho mis hijos,
y los ancianos son considerados animales inútiles y enfermos de los
que uno debe desembarazarse. Pero yo sé que eso no es así. Yo sé
que la vejez es la verdadera etapa épica del hombre, es la edad en
la que los guerreros debemos librar nuestra batalla más gloriosa.
No hay gesta mayor, no hay mejor proeza que saber envejecer y morir
bien. Por eso he vestido mis armas, he cogido mi caballo y me he
echado a los caminos. Vivo aquí y allá, retando a otros guerreros y
socorriendo a necesitados, como hice ayer contigo, siguiendo las
normas puras de la caballería. Vivo siendo yo mismo y dando lo
mejor de mí aunque las fuerzas me vayan menguando cada día. Y
seguiré así hasta que llegue mi último combate y muera vestido de
hierro y con la espada en la mano, sabiendo que pese a tenerlo todo
en contra no flaqueé. Porque es mucho más valiente el caballero que
lucha sabiendo que va a ser vencido que quien cree que su vigor
puede con todo. La vejez es la edad de la heroicidad, y yo he
escogido ser un héroe. No te puedes quedar conmigo, Leola. No estoy
dispuesto a ocuparme de ti y a cargar contigo. ¿Por qué debo
hacerlo? No nos une nada y nada te debo. Búscate tu camino. Deseo
de todo corazón que consigas llegar a esta vieja edad mía. A la
edad de la gloria. Y que te la ganes. Mucha suerte, hijita. Que el
Señor te acompañe.
Baja la cabeza el caballero después de su larga perorata y,
sin mirarme, me entrega con rudeza una pequeña bolsa de tela. La
cojo entre mis manos, pero antes de que pueda reaccionar, el señor
de Ballaine da media vuelta, se mete en el refugio y se sienta de
espaldas a mí. No hay nada que decir. No hay nada que hacer, salvo
marcharse.
Y me marcho. Desciendo paso a paso la suave ladera,
acompañada por el alegre tintineo de mi armadura bien engrasada. Al
llegar al camino abro la bolsa: contiene un pedazo de manteca de
oveja envuelto en hojas, un generoso puñado de pasas y tres
sueldos. Ato la bolsa al cinto: ahora tengo dinero. Pero también
tengo miedo. Mucho miedo.
A menudo la vida consiste precisamente en elegir entre dos
temores. Alertada por las palabras del viejo caballero, abandono
los transitados caminos y me meto en el cerrado bosque de Golian.
Si no me pierdo en su espesura, y si no me sucede nada malo,
acortaré el trayecto hacia el castillo de Gevaudan, donde espero
encontrar a mi Jacques. Pero nadie se intetna en los bosques salvo
los malhechores o los temibles faydits.
Todo el mundo sabe que es aquí donde residen los espíritus
malignos, los dioses antiguos que se resisten a la palabra del
Señor.
Pese a ello, yo escojo este miedo y penetro en el verdor
salvaje de la floresta. Fuera hace un hermoso día de sol, pero aquí
dentro reina una penumbra fría y húmeda. Los árboles se cierran
sobre mí como una trampa y el techo de enredados ramajes apenas me
permite ver el cielo. Me asfixio. Soy campesina y echo de menos mis
campos abiertos, el horizonte ancho, los bellos labrantíos de
cereal que el viento ondula. Pero agacho la cabeza y sigo andando.
Es difícil orientarse en este apretado mundo vegeta!. Persigo el
sol, de claro en claro, para mantener la dirección correcta. Por
fortuna no hay nubes.
El bosque susurra, el bosque habla. Crujen las ramas y me
asustan hasta que descubro que el ruido ha sido causado por un
pájaro, una ardilla. Camino y camino, tropezando de vez en cuando
con las raíces serpenteantes y produciendo un estrépito de
chatarra. Camino y camino, pero no tengo la sensación de estar
avanzando. Quiera Dios que el bosque se acabe antes de que llegue
el atardecer: si tengo que pasar la noche aquí, sin duda moriré. MÍ
corazón se congelaría de puro miedo.
Llego a un claro un poco mayor que los anteriores. Un círculo
de sol cae sobre unas piedras de las que nace una fuente. Debajo,
una poza tranquila de aguas claras que desemboca en un manso
regato. Respiro aliviada: es un paisaje amable. Tengo sed y bebo:
el agua es pura y fresca. Entorpecida por las botas, voy dando
traspiés sobre las rocas y me siento junto a la poza. Creo que
descansaré un poco y comeré la mitad de mis pasas.
–Joven caballero, ¿serías tan amable de
ayudarme?
La voz ha sonado cerca, terriblemente cerca. Doy un brinco,
resbalo, rechino. Miro hacia todas las direcciones, sin
aliento.
–Aquí, mi Señor. Encima de tu cabeza.
En un castaño próximo hay una mujer. Está a media altura de
la copa, colgando de una rama. Tiene las ropas enredadas en el
follaje y pende boca abajo, sostenida por un burruño de su saya que
ha quedado enganchado en la hojarasca. Sin embargo, se la ve
sonriente y plácida, como un grueso abejorro volando junto a un
árbol. Su estampa es tan grotesca y tan inofensiva que, después del
sobresalto, casi me hace reír.
–¿Quién eres? ¿Qué haces ahí?
–Soy Nyneve y por qué me encuentro en esta situación es algo
demasiado largo de contar, mi Señor. Si me ayudas a bajar te lo
explico todo.
Me despojo del yelmo, de las manoplas, del cinto y de las
armas, porque la embarazosa espada estorba cualquier movimiento,
pero conservo el cuchillo. Desde pequeña he sido una gran trepadora
de árboles, pero la loriga no facilita mi labor. Tras un par de
torpes intentos y un resbalón, decido quitarme las botas y las
brafoneras. Ahora sí consigo subir tronco arriba. Tumbada boca
abajo en la rama de la que pende la mujer, tiendo el brazo, tiro de
ella con ímprobo esfuerzo y logro que se sujete al árbol. Luego,
con el cuchillo, corto la hojarasca y desgarro un poco la saya
hasta soltarla. Una vez libre, el abejorro se convierte en ardilla
y baja del castaño con pasmosa agilidad. Yo desciendo detrás y, ya
en el suelo, nos quedamos mirando la una a la
otra.
–Muchas gracias, mi Señor. Has sido verdaderamente
providencial.
Es una mujer todavía joven, aunque debe de tener diez o
quince años más que yo. Conserva todos sus dientes, blancos y
perfectos como los de los niños. Tiene el pelo rizado y rojizo, una
mata de fuego bajo la luz del sol, y sus ojos brillan como piedras
de río. Sin embargo, no es exactamente hermosa: posee una cara
grande y fuerte, de huesos muy marcados, de nariz ancha y frente
poderosa. Una cara simpática y un poco masculina en la que los ojos
parecen muy pequeños. Toda ella es robusta: aunque es más baja que
yo, abulta el doble. Y sus manos son tan amplias y cuadradas que en
cada una de sus palmas podría cobijarse un pequeño lechón. Pese a
su solidez, su cuerpo produce una sensación de agilidad y vigor. Me
recuerda a Colmillos, uno de los perros preferidos del amo, con su
mirada expresiva y leal, su gran cabezota y
su pelaje rojo.
–Ahora estoy en deuda contigo, mi… Señor.
Salgo de mis lucubraciones y la miro,
y descubro que la mujer está contemplando mis piernas desnudas. Mis
piernas blancas y sin vello. Nyneve se
sonríe.
–O quizá debería decir mi Señora…
Doy un paso hacia atrás.
–No te asustes. No tienes nada que temer de mí, antes al
contrario. Ya te he dicho que estoy en deuda contigo. Además,
entiendo bien que una muchacha sola se proteja vistiéndose de
hierro. Yo también lo he hecho alguna vez, debo
confesar.
Sigo callada e intento pensar deprísa y descubrir si en todo
esto se esconde algún peligro. Pero lo cierto es que la mujer
produce en mí una extraña sensación de confianza. Casi un
bienestar.
–Sentémonos. Tengo queso. Lo compartiremos.
De un bolsillo de su saya extrae un pedazo de queso tan
grande que no sé cómo no he advertido su bulto ni cómo no se le ha
caído al suelo mientras estaba colgando del árbol. También saca un
pequeño cuchillo y me corta una abundante porción. Masticamos en
silencio. Sigo intentando no perder de vista los posibles riesgos.
Pero tengo mucha hambre y el queso está rico.
–Te debo una explicación… ¿Qué prefieres, la verdad o algo
más fácil?
La miro con extrañeza. Nyneve se ríe.
–La verdad siempre es lo más arduo de soportar. Lo mejor es
ser simple, pero para ser simple hace falta pensar mucho. Está
bien, te lo diré todo. Soy una bruja, o un hada, o una hechicera,
como prefieras llamarme.
SÍ es cierto, debería echarme a temblar. Si es mentira, esta
mujer es una loca o una embaucadora. Ninguna posibilidad es buena,
pero por alguna razón no siento miedo. Sólo
curiosidad.
–Si de verdad eres bruja, ¿cómo es que no has podido bajarte
del árbol tú sola?
–Ni siquiera las brujas somos omnipotentes, querida, no hagas
caso de las cosas que escuchas por ahí… Y, además, he sido víctima
de un encantamiento. Una antigua conocida, la Vieja de la Fuente,
me tendió una trampa. Me dejó prendida en la rama con sus artes,
que tampoco son nada del otro mundo, pero que me pillaron
descuidada. Yo sola no podía liberarme: era un sortilegio sellado,
y la llave para abrirlo era un acto de generosidad. Por fortuna
llegaste y me ayudaste.
–Yo no noté ningún sortilegio. Sólo vi unas cuantas ramas
enganchadas en tu ropa.
–Ya te dije que la verdad siempre es lo más difícil de
creer.
–Además, las brujas y las hadas son cosas
distintas.
Nyneve suspira.
–Hablas de lo que no sabes. Pero naturalmente eso es lo
habitual en los humanos.
–Las brujas son malas y las hadas son
buenas.
–Ni una cosa ni la otra. Somos buenas y malas, como todo el
mundo. Pero, para que te quedes tranquila, te diré que yo sólo
quiero ser tu amiga.
–No quiero amigos.
–Sí quieres. Y, por añadidura, me necesitas.
–¿Por qué piensas eso?
–Porque se te ve muy sola y tienes miedo.
La garganta se me cierra con un nudo de repentina pena. Lucho
contra la emoción, irritada por mi propia
debilidad.
–¿Cómo te llamas? – pregunta Nyneve
suavemente.
–Leola -contesto con voz ronca.
Y después, para no derrumbarme, le cuento todo. Le hablo de
la batalla de Abuny, y de cómo los hombres de hierro se llevaron a
mi familia. Le hablo de mi madre muerta, y de aquella vez que me
caí al pozo y mi Jacques descendió atado con una cuerda para
rescatarme. Le explico cómo robé la armadura, y el asalto del
clérigo, y la intervención providencial del
caballero.
–¿Y cómo dices que se llama ese anciano
guerrero?
–Era el señor de Ballaine.
–¡Pierre! ¡El viejo muchacho! No me digas que todavía sigue
vivo…
–¿Le conoces?
–Sí, me parece que sí. Supongo que es el mismo. Alto, guapo,
de nariz aguileña y ojos claros.
Su descripción me resulta chistosa.
–Tiene la nariz aguileña y los ojos como desteñidos…, pero yo
no lo encontré tan alto y desde luego no es guapo. Es muy, muy
viejo. Además, tiene una gran cicatriz en la frente y el hueso
hundido.
–¡Es él, no cabe duda! Mi querido Pierre… No sabes lo hermoso
que fue, cuando era joven… A mí me enternecía e¡
corazón.
La miro con incredulidad: Nyneve no pudo conocer la juventud
del señor de Ballaine.
–No tienes edad para haberlo visto hace tanto
tiempo.
–Ya lo creo que sí. ¿Quién crees que ¡e curó del terrible
hachazo en la cabeza? No hubiera sobrevivido sin mí ayuda… Todavía
no sabes nada, Leola. Pero yo te enseñaré, poquito a
poco.
Me está mintiendo. Dice cosas sin sentido, para
impresionarme. Será mejor que siga mí camino. Tengo que salir del
bosque antes de que anochezca.
–Me voy. El sol se mueve rápido y no quiero estar aquí cuando
caiga la tarde.
–Espera, espera, no tan deprisa. ¿Adonde vas a ir? ¿Qué vas a
hacer?
–Voy hacia el castillo de Gevaudan, en busca de
Jacques.
–Tonterías. No durarías sola ni un instante. No siempre
encontrarás a un Pierre que te salve… Primero tienes que aprender a
manejar las armas.
–¿Podrías tú enseñarme?
–No, yo no. Pero sé quién lo hará. Iremos juntas… Conozco
bien el bosque y la linde está próxima. Te guiaré.
–¿Por qué haces esto?
–No tengo nada mejor que hacer… Y estoy en deuda
contigo.
Es un plan un poco absurdo, pero me tienta. Puedo tardar un
tiempo infinito en aprender a combatir, e incluso es posible que no
lo logre nunca. O que todo sea una mentira de Nyneve. Debería
dirigirme sin perder más tiempo en busca de mi Jacques. Pero temo
no poder llegar a Gevaudan, temo que vuelvan a asaltarme, que me
roben y me maten. Temo, sobre todo, estar tan sola. Además, el
falso poder que mi armadura me otorga me resulta embriagante.
Necesito darle veracidad a mi disfraz. Necesito sentir que me basto
a mí misma. Así es que vuelvo a ponerme las medias metálicas y las
botas y a ceñirme el cinto. Cuando estoy colocando mi espada, oigo
que alguien aplaude. Encima de la fuente, sentada en las rocas, hay
una mujer mayor con el cabello canoso recogido en un rodete. Es
gruesa y nariguda, y viste ásperas ropas
campesinas.
–Veo que has conseguido regresar a tierra, Nyneve -dice la
mujer con tono burlón.
–No gracias a tu ayuda, desde luego -contesta mi amiga-. Leo,
esa mujer tan fea es la Vieja de la Fuente. Ella es quien me
encantó y me colgó del árbol.
–¿Que soy qué, que soy quién, que he hecho qué? – se mofa la
campesina-. Ya estás otra vez con tus fantasías… No la creas, joven
caballero. Nyneve es mi vecina…, una chiflada. Se subió a coger
castañas y se quedó enganchada.
La mujer tiene un ojo azul y otro marrón. Eso es lo que hace
su mirada tan desagradable. Me estremezco.
–No le hagas caso, Leo. Somos viejas amigas… o enemigas. De
cuando en cuando jugamos a estos juegos un poco rudos. Pero a ti no
va a hacerte ningún daño.
–Qué bien hablas, Nyneve. Ahora bien, ¿no es un poco joven
este caballero para ti?
La campesina ríe y se palmea su redondo vientre. Mi amiga me
empuja hacía el bosque, dando por acabada la
conversación:
–Nos volveremos a ver, Vieja…, y ajustaremos
cuentas.
–Aquí te espero, como siempre… Y tú no le creas nada, mi
Señor… Se subió a coger castañas y se enganchó.
No me gusta esta mujer, pero la creo. No creo a Nyneve, pero
me gusta. Y ésta es una razón suficiente para seguir con
ella.
Millau es más grande que Mende. Pienso en Jacques y en nuestro último día. Pienso en los planes que
hicimos de venir aquí y en todo lo que he perdido en tan poco
tiempo. La nostalgia se me agarra a la garganta y me la aprieta.
Trago saliva: la pena sabe salada.
Jacques se hubiera maravillado de ver estas casas tan altas
como torres, estas construcciones de cuatro o cinco pisos. Pero a
mí me desagrada la ciudad por su bullicio mareante y la dificultad
para orientarse, por los olores pestilentes y, sobre todo, por ese
aire de superioridad que todos tienen. Se creen mejores que los
demás porque son libres. A los campesinos nos desprecian por
nuestra servidumbre y nos consideran poco más que animales y, sin
embargo, ellos viven como puercos en un estercolero. Las calles
están llenas de inmundicias y en cualquier momento alguien puede
arrojarte un balde de desechos desde alguna ventana; sucias
alimañas escarban en la mugre, y un buen montón de casas se hunden
lentamente, tapiadas y abandonadas desde hace años porque en ellas
alguien murió de peste. Ahora bien, en mitad de tanta porquería,
cómo alardean ellos. Los ciudadanos. Llevan las vestimentas más
increíbles, con jubones bordados, mangas festoneadas, zapatos de
largas puntas, boinas y birretes. Pero sobre todo el ojo queda
deslumbrado por los muchos y extraordinarios colores de sus ropas.
Incluso veo paños carmesíes y azules celeste, que son los tintes
más lujosos y caros. Brillan los ciudadanos entre la basura como
insectos tornasolados sobre la boñiga de una vaca. Me resulta
irritante tanta ostentación: yo sólo poseo una blusa fina y una
saya blanca con su jaqueta. Mejor dicho, poseía, porque debió de
quemarse con la casa.
Sin embargo, ahora tengo mi bella espada labrada, mi
sobreveste desgarrada y sucia pero adornada con hermosos bordados,
mi buena loriga de malla pequeña y apretada. Ahora ya no soy una
campesina y nadie me contempla con altivez. Ahora soy un caballero
sin caballo, una rareza. Pero aquí, en la ciudad, paso inadvertida
entre el gentío. Entre los insectos tornasolados, entre los
saltimbanquis de rostros pintados y los mendigos
harapientos.
–Aquí estamos más o menos a salvo -dice Nyneve-. Por lo menos
durante el día.
Hemos entrado en Millau porque Nyneve dice que necesitamos
dinero para pagar mi instrucción. Y el dinero, ya se sabe, está en
la ciudad. Nos encontramos en la taberna, sentadas en las bancas
corridas que hay ante la puerta. Hemos pedido guisado de buey y dos
jarras de cerveza. Es la primera vez que la pruebo: sabe amarga y
fuerte y aún no he decidido si me gusta.
–Tabernero, escucha -le dice Nyneve al hombre, que se ha
acercado a preguntarnos si queremos más guiso-. Soy adivina. La
mejor adivina que has conocido jamás. Te propongo un trato: te leo
la suerte con mis cartas mágicas a cambio del
almuerzo.
–De eso nada.
–Escucha mi oferta: si te gusta cómo lo hago, das la deuda
por satisfecha. Pero si no te gusta, te pagamos. Tenemos dinero.
Enséñaselo, Leo.
Obedientemente, con una docilidad impropia de un caballero,
incluso de un caballero sin caballo, saco la bolsa y enseño las
monedas. El tabernero recapacita un instante y luego se sienta a
nuestro lado.
–Está bien. A ver esas famosas cartas
mágicas.
Es un hombre grandote y un poco barrigón que se sostiene
sobre unas piernas increíblemente delgadas. Se rasca la barbilla
mal rasurada con gesto burlón y escupe en el suelo entre sus
afiladas rodillas.
–Son famosas de verdad -dice mi amiga-. ¿No has oído hablar
de las poderosas cartas italianas, del Tarot
secreto?
Nyneve ha extraído un mazo de cartones coloreados de su
bolsillo insondable. Los extiende sobre la mesa; están pulidos y
encerados y muestran las figuras más singulares: reyes de ropajes
majestuosos, soles y lunas, ahorcados y esqueletos de aspecto
amedrentante. El tabernero se inclina sobre el tablero con
interés.
–Ah, ¿así que éstas son esas cartas nuevas tan extrañas? Ya
tenía oído de su existencia.
–Son nuevas entre nosotros. Pero su saber es tan antiguo como
la tierra que mancha tus zapatos. Baraja y corta.
El tabernero se seca los dedos en su pechera y mezcla los
cartones entre sus gruesas manos. Nyneve los recoge y coloca unos
cuantos boca abajo en forma de cruz. Empieza a descubrirlos de uno
en uno.
–Mmmmm… Veo un gran dolor. Veo tu cara hinchada y lágrimas en
tus ojos. Ya has pasado por lo mismo, hace muy poco, y el barbero
te sacó dos muelas. Pero te volverá a ocurrir. Esta vez, tómate un
cocimiento de amapolas. Sufrirás menos.
–Es verdad. Es verdad lo de las dos muelas, quiero
decir.
El tabernero parece impresionado. Con gesto distraído, se
acaricia la mejilla con la mano, como si le
doliera.
–Tu esposa ha muerto, y ahora tienes dudas entre dos mujeres.
La morena te gusta más, pero no es buena para ti. Debes quedarte
con la mayor, cuidará de ti y del negocio y será una buena esposa.
Y tendrás con ella ese hijo varón que tanto
deseas.
–¡Por los clavos de Cristo! ¿Todo eso viene ahí? Aciertas por
completo.
Yo misma estoy asombrada. Miro a Nyneve y me parece ver a una
persona distinta. Después de todo, a lo mejor es bruja de
verdad.
–Tienes un enemigo, y tú sabes bien de quién estoy hablando.
Pero no te preocupes, porque morirá de enfermedad dentro de tres
meses, de manera que no tendrás que devolverle su dinero. Gozarás
de una vida larga, aunque te debes cuidar de los caballos y sus
coces. Tus hijas se casarán y tu futuro hijo te honrará. Este hijo
será llevado a la guerra, pero volverá sano y salvo cuando tú ya le
estés llorando como muerto. No faltará nunca pan en tu mesa ni
fuego en tu hogar. Y una cosa más: quémate esa pequeña herida que
tienes en el costado, o acabará produciéndote malas calenturas.
Esto es todo cuanto veo.
–Muchas gracias, Señora.
El hombre está tan admirado que ha subido a Nyneve de
tratamiento. Y el tabernero no es el único que ha quedado
convencido: los otros comensales de la larga mesa nos han ido
rodeando y han asistido a la lectura de cartas con interés y pasmo.
Ahora se acercan en tumulto pidiendo a Nyneve que también les
atienda.
–Muy bien, os echaré el Tarot a todos. Pero cuesta medio
sueldo por adelantado.
Henos aquí leyendo el porvenir de medio Millau. La noticia
corre por la plaza y por las callejuelas adyacentes y cada vez se
agolpan más personas. Nyneve extiende una y otra vez sus cruces de
naipes sobre el tablero y descubre adulterios, alerta de
enfermedades, adivina el sexo de los niños por nacer, aconseja en
los negocios a los comerciantes, avisa de traiciones, desvela
secretos, augura herencias y peleas, predice matrimonios, prohibe
viajes, recomienda ventas de ganado, desaconseja litigios. Las
vidas de los ciudadanos se hacen y deshacen en el aire delante de
nuestros ojos a velocidad de vértigo y yo voy meciendo monedas en
mi saco mientras el sol desciende por el cielo. Al cabo, cerca ya
de vísperas, Nyneve atiende al último solicitante. Las cartas están
pringosas y yo estoy mareada, pero Nyneve parece tan fresca y
descansada como si acabara de despertarse.
–Entonces es cierto que eres bruja…
–Eso parece. Aunque piensa un poco: también es posible que
conozca bien Millau y que me haya enterado con antelación de la
vida del tabernero. En la ciudad, los rumores y los piojos corren
como el fuego entre las eras.
Ahora caigo en la cuenta de que, salvo en el caso del
tabernero, las demás predicciones han sido todas ellas más o menos
amplías e imprecisas.
–Pero ¿eres bruja o no?
–Ah, la verdad… ¿Quién sabe la verdad? Tal vez haya más de
una verdad, tal vez no haya ninguna. Ya te he dicho que la verdad
siempre es lo más difícil.
Su manera de jugar conmigo me saca de quicio. Intento pensar
en algo desdeñoso que decirle, pero Nyneve ya no me hace caso. Ha
abierto la bolsa y está contando nuestras ganancias. Hemos logrado
reunir veinticuatro sueldos, algo más de una
libra.
–No está mal. Con esto tenemos para
comenzar.
A mí me parece una cantidad exorbitante.
–Hermanos, vengo a traeros la salvación eterna… -dice una voz
meliflua a nuestro lado.
Es un vendedor de bulas. Lleva un sayal pardo y una gran cruz
de madera sobre el pecho. Sin duda le ha llamado la atención
nuestro pequeño tesoro.
–Dispongo de bulas parciales y bulas plenarias selladas por
el Santo Padre… Podéis serviros de ellas para comer carne en
Cuaresma, para libraros del ayuno sin pecar, para evitar la
penitencia impuesta en confesión, para…
–No queremos nada -contesta Nyneve.
–Alabado sea el Señor, ¿cómo es posible? – se escandaliza el
bulero-. ¿Vais a poner vuestras almas inmortales en peligro sólo
por ahorrar unas cuantas monedas miserables?
–Te he dicho que no. Además, mi joven amigo va a irse a
combatir a Tierra Santa y con eso ganará suficiente gracia divina
para los dos.
–Ya que habláis de Tierra Santa, también recojo óbolos para
costear la cruzada. Debo deciros que con las donaciones se obtienen
indulgencias muy abundantes.
–No insistas. No queremos.
–¿Y tampoco unas reliquias? – se obstina el hombre, metiendo
la mano en su gran alforja de lana gruesa-. Llevo conmigo las
reliquias más milagrosas: una pluma del arcángel San Gabriel, un
trocito de la zarza de Moisés, un nudo de cabellos de San Judas
Tadeo… Si incrustáis la zarza sagrada en la empuñadura de vuestra
espada, joven caballero, seréis invencible…
–¡Lárgate!
Descorazonado, el bulero se va con su comercio ambulante a
buscar pecadores en otra parte.
–Pues a mí me hubiera gustado ver la pluma del ángel -digo
tímidamente.
Nyneve me mira con ojos chispeantes y una sonrisa bailándole
en la boca.
–Leo, si esa pluma es de ángel yo soy el rey Arturo. ¿Cómo
puedes creer a ese embustero?
–No sé. También estaba empezando a creer que eras
bruja-respondo, irritada.
–Y lo soy, pequeña ignorante. Lo soy. Lo que ocurre es que tú
confundes a los charlatanes y los farsantes, que son legión, con
los verdaderos hechiceros. Yo soy una bruja de conocimiento. Entre
los diversos poderes, escogí el saber. Ése es mi don, y ya tendrás
la ocasión de apreciarlo.
Pero ahora Nyneve se pone repentinamente sería y ensombrece
el gesto:
–Harías bien en guardarte de gentes como ese bulero, mi Leo,
porque en realidad son el enemigo. Tú lo ignoras porque eres joven
e inexperta, pero estamos en medio de una guerra. Y no hablo de los
pequeños y estúpidos combates de los hombres de hierro, sino de
algo mucho más grande y crucial. De una batalla general que se
libra con las armas, pero también con las palabras y con nuestras
propias vidas.
–¿Una batalla? ¿La del conde de Gevaudan contra el Rey de
Francia?
–¿No me estás escuchando? Eso son nimiedades -responde Nyneve
con impaciencia.
–Pero, entonces, ¿quiénes son los
combatientes?
MÍ amiga calla, mientras baraja distraídamente el mazo de
cartas. Calla durante tanto tiempo, de hecho, que empiezo a creer
que se ha olvidado del tema.
–¿Tú sabes lo que es la Tregua de Dios? – pregunta de
repente.
–Bueno, sí…, claro… Es lo de no guerrear los domingos y… lo
de acogerse a sagrado en las iglesias, ¿no?
–Hace un par de siglos, el mundo era todavía más violento que
ahora. Y reinaba el desorden. Los monjes vivían encerrados en ¡os
monasterios copiando manuscritos y la Iglesia era pobre y se
mantenía cerca de su rebaño, viviendo la vida de los necesitados.
Por eso, porque conocía bien el dolor de los mansos, la Iglesia
encabezó un movimiento que pronto se hizo general entre las
personas de buena voluntad, el movimiento de la Tregua de Dios, con
el que se intentó dar un orden al mundo. Y así, se estipuló que los
guerreros no podían matarse en domingo ni en fiestas de guardar;
que las iglesias, los hospicios, los caminos y los mercados eran
intocables; que los hombres de hierro no podían dañar a los
campesinos, a las mujeres, a los animales
domésticos…
–¡Pero todas esas reglas se incumplen
constantemente!
–Claro que se incumplen. Los humanos somos unos bárbaros.
Pero lo importante es que las reglas existen. Esas reglas, que son
acuerdos comunes libremente asumidos, son el comienzo del
entendimiento. Un paso en el camino hacia un futuro mejor. No, el
problema no es que se incumplan los acuerdos. El verdadero problema
es que el mundo ha cambiado. Y unos cambios son buenos y otros son
terribles. Mira a la Iglesia hoy: esos prelados arrogantes
revestidos de seda, esos enormes monasterios, más ricos y poderosos
que las fortalezas de los duques. A la Iglesia ya no le basta con
tener un reino en el otro mundo, lo que quiere es reinar aquí y
ahora. ¿Has visto al bulero? Ahora, por unas pocas monedas, puedes
comprar el perdón de los pecados y la salvación de tu alma… Yo
creía que era más difícil que un rico entrara en el Cielo que hacer
pasar un camello por el ojo de una aguja, pero ahora sí eres rico
puedes pecar y adquirir una bula para librarte de las
consecuencias, y ni siquiera necesitas hacer penitencia. Que
hayamos degenerado desde la Tregua de Dios a esta miseria es cosa
bien triste.
–Sí, sí…
Asiento con entusiasmo porque apenas he entendido lo que ha
dicho. Cuanto más entusiasmo, me digo, menos advertirá Nyneve mi
estupidez. Pero mi amiga me observa con rostro pensativo. Mezcla
las carras del Tarot y las extiende del revés sobre la
mesa.
–Escoge una.
Me da un poco de miedo, pero obedezco. Toco un naipe y Nyneve
le da la vuelta. Es una mujer vestida con extraños y suntuosos
ropajes, con un bastón en la mano y un gorro en la
cabeza.
–La Papisa… Cómo no -dice Nyneve.
–¿La Papisa?
–Este naipe es en honor de la Papisa Juana. Hace mucho
tiempo, antes incluso de la Tregua de Dios, la Papisa reinó en el
trono de San Pedro durante dos años, cinco meses y cuatro días, con
el nombre de Papa Juan VIII. Juana nació en Maguncia; amaba el
saber, pero, como no podía estudiar siendo mujer, se disfrazó de
monje. Ya ves que este truco tuyo es una artimaña bien antigua.
Viajó a Atenas en compañía de otro monje varón, y allí se educó con
tanto provecho que acabó siendo célebre por sus conocimientos. Ya
famosa y sabia, y siempre vestida de hombre, Juana se fue a Roma, y
fue elegida Papa por unanimidad. Dicen que lo hizo bien y con
prudencia. Pero se quedó embarazada de su amigo monje, y un día, en
el transcurso de una solemne procesión por las calles de Roma, la
Papisa se puso de parto y dio a luz delante del gentío. Imagina la
escena: el trono dorado, las vestiduras de seda, toda la
magnificencia del Gran Padre manchada y traicionada por la sangre
humilde y la viscosa placenta de una madre. Enfurecidos por el
espectáculo, los buenos cristianos de Roma arrancaron a la Papisa
de su sitial, la ataron por los pies a la cola de un caballo y la
lapidaron. Dicen que como recordatorio de ¡a infamia de Juana han
erigido una estatua en el lugar de los hechos. También dicen que,
desde entonces, se ha instituido un curioso ritual en el
nombramiento de los Papas. Antes de la coronación, el Sumo
Sacerdote se sienta en una silla de mármol rojo con el asiento
agujereado y el cardenal más joven le palpa los genitales por
debajo de la silla y a continuación grita: «Habet!». Que quiere decir «tiene», por si no lo
sabes. Y los demás prelados contestan «Deo
Gratias!», supongo que sintiéndose grandemente aliviados con la
noticia.
–Es una historia terrible…
–Sí, lo es. Pero también es una historia de esperanza…, ya
ves que las mujeres pueden ser tan sabias o más que los hombres, y
gobernar el mundo de manera juiciosa… Además, también es posible
que Juana no existiera… Es posible que toda la historia sea un
invento de la Iglesia para que las mujeres no nos atrevamos a
intentarlo…
–¿A intentar qué?
–Ser Papas, o ser sabias, o ser poderosas… Las cosas están
cambiando mucho, Leo. Hoy hay eruditas como Hildegarde de Bíngen, o
reinas como Leonor… ¿Has oído hablar de ellas?
–No…
Nyneve resopla.
–Está bien. Mientras dure tu instrucción como guerrero, yo te
voy a enseñar a leer y escribir… Además, no te vendrá mal para tu
disfraz, porque ahora está de moda. Antes los hombres de hierro
eran todos unos ignorantes, pero ahora se está extendiendo entre
los caballeros la buena costumbre de aprender a
leer.
Pero yo no me puedo quitar de la cabeza la historia de la
Papisa.
–Nyneve…, ¿vamos a decirle al Maestro de armas que soy una
mujer?
–Desde luego que sí. Estarás mucho tiempo muy cerca de él, y
sin duda se daría cuenta.
–Pero entonces es posible que no quiera enseñarme a
combatir…
–Lo dudo. Roland me debe favores, y, además, no está en
condiciones de ponerse exigente ni de rechazar a ningún pupilo. No
te preocupes de eso. Pero ahora vamonos: debe de faltar poco para
que llegue la hora de completas y cerrarán las puertas de la ciudad
con el toque de queda. Conozco una cueva cercana donde podemos
guarecernos. No quiero pasar la noche aquí: ya nos hemos hecho
demasiado célebres y me parece mejor no tentar la
suerte.
–Espera, sólo una cosa más, Nyneve… Dime, he sacado la carta
de la Papisa… ¿Eso qué significa?
–Es la carta de la ocultación, y también de la duplicidad.
Eres tú, fingiendo ser quien no eres. Pero también es el poder y la
caída, la fortuna y la desgracia. Veremos cosas maravillosas, mi
Leola; pero aún no sé si acabaremos llorando.
El Maestro me desprecia porque soy mujer.
Aunque procede de buena cuna, el maestro Roland es un hombre
tosco y áspero. En su juventud fue el escudero de un conde que,
tras caer en desgracia con el Rey de Francia, fue despojado de sus
propiedades y se echó al monte, convirtiéndose en uno más de los
muchos nobles renegados, los temibles faydits, que asolan el mundo como bandoleros. El
escudero se unió al destino de su Señor y durante muchos años
fueron el terror de la comarca, hasta que un día Roland decidió
abandonar la vida feroz y regresar calladamente a la normalidad.
Nunca llegó a ceñirse las espuelas de caballero, pero sabe más de
combatir que muchos guerreros afamados. Se gana la vida enseñando a
pelear, pero su escuela es prácticamente clandestina porque él es
un proscrito y su cabeza tiene un precio. Ahora mismo soy su único
aprendiz.
–¡Así no! ¡Levanta ese maldito escudo!… Por los clavos de
Cristo, qué desastre…
El Maestro ruge y yo mastico tierra. Me he distraído, no me
he cubierto a tiempo con el pesado escudo y el Maestro ha
descargado un espadazo en mi hombro que me ha tirado al suelo.
Usamos armas negras, sin filo y sin punta, pero aun así los golpes
son terribles. Estoy llena de verdugones que Nyneve frota con
aceite de árnica por las noches.
–Me maltrata a propósito. Quiere que abandone. No deberíamos
haberle dicho que soy una mujer -le lloro a veces a Nyneve mientras
me cura.
–¿Y crees que no se hubiera dado cuenta? Tranquilízate y
aguanta. Lo conseguirás. Lo importante es que tú confíes en ti
misma. Te asombraría saber cuántas mujeres se han ataviado de varón
e incluso han ganado guerras… Hace algunos años, una dama del Reino
de Castilla, María Pérez, combatió en duelo singular contra Alfonso
I el Batallador, Rey de Aragón, y le venció. De resultas de esa
gesta se ganó el sobrenombre de La Varona. Y si otras lo han hecho,
¿por qué no vas a poder lograrlo tú?
La escuela consiste en dos pobres cabañas y en un campo de
entrenamiento y otro de justas. Nyneve y yo ocupamos la choza más
pequeña; el Caballero Oscuro y el Maestro habitan en la grande. El
Caballero Oscuro es un hombre aterrador y enorme a quien jamás he
visto sin la armadura completa. Nunca dice nada: hasta ahora no le
he oído pronunciar una sola palabra. Se limita a observarnos desde
cierta distancia todo el día, sentado o de pie, quieto como una
roca. No sólo posee unas dimensiones monstruosas: hay algo en él,
en su falta de expresión, en la rígida manera en que se mueve, que
resulta aberrante. Su yelmo lleva carrilleras y una larga placa
sobre la nariz, de manera que el rostro queda oculto casi por
completo. No le he visto los ojos: nunca se ha acercado lo
suficiente, y yo no tengo la menor intención de aproximarme a él.
Con sólo contemplarle de lejos ya me espanta.
–¡Pero mueve los pies, condenada! ¡No te quedes
quieta!
Llevamos semanas con el Maestro. Las semanas más duras de mi
vida. Durante muchos días no hice otra cosa que intentar pegarle
sablazos a un estafermo con una espada y un escudo cargados con
piorno. Al principio apenas podía levantarlos, de lo pesados que
eran. Cuando por fan conseguí manejarlos y los brazos se me
pusieron duros como bolas de cuero, el Maestro empezó a combatir
conmigo. Es decir, empezó a aporrearme de manera inclemente. Nunca
me dice nada o casi nada, nunca me explica cómo debo hacerlo, sólo
me grita, me insulta y me golpea. Como ahora.
–¡Levántate!
Estoy en el suelo nuevamente. Quiero seguir aquí. Quiero
rebozarme en el polvo, fundirme con la tierra, mi árida tierra
campesina que nunca debí abandonar. Esto es una locura. No lo
conseguiré.
–¡Levántate, te digo!
Le obedezco, aunque no quiero hacerlo. Lo único que deseo es
salir corriendo. Sé que levantarse es volver a sufrir, y no sé si
puedo seguir soportándolo. Me falta la respiración: tengo los
pechos vendados, para disimularlos y protegerlos, con apretadas
tiras de cuero, y la opresión me impide tragar aire. Aunque quizá
sólo sea la asfixia del miedo. El Maestro, sin escudo, sin yelmo,
sin loriga, sin armadura de ninguna clase, me espera espada en mano
con gesto despectivo. Lanza un mandoble y consigo pararlo con la
adarga; después, sin pensar, no sé con qué rara intuición, no sé ni
cómo, me agacho y alargo el brazo. La punta roma de mi espada
golpea con fuerza el vientre del Maestro. El hombre contesta de
inmediato con respuesta refleja y sacude mi mandíbula desprotegida
con ei puño de su arma. Algo cruje y duele. Caigo de rodillas y veo
negro.
Estoy de nuevo tumbada en el suelo, con la boca llena de un
sabor repugnante, dulce y espeso. Intento incorporarme, porque me
ahogo; apoyada en un codo, escupo una muela y un buche de sangre.
Me duele la mandíbula de una manera horrible, pero también me
abrasa la desesperación. ¿Será siempre igual, seré siempre una
víctima? ¿Estaré atrapada toda mi vida en esta asquerosa
indefensión? Por las tardes, después de la paliza y del ritual
sanador del aceite, Nyneve me enseña a leer y escribir aprovechando
la última claridad de estos soles tan largos del verano. Leemos un
libro que Nyneve ha sacado de su bolsillo inacabable: el Relato de Brut. Lo ha escrito un tal Robert Wace,
canónigo de Bayeux, a petición de la reina Leonor, o eso me ha
explicado mi amiga. Yo no sabía que los libros podían ser algo tan
maravilloso. De repente, esas páginas manchadas con signos
incomprensibles empiezan a tener un sentido para mí, empiezan a
contar historias fascinantes de guerreros gloriosos. Del rey Arturo
y de Merlín el Mago. Pienso ahora en esos caballeros, en ese mundo
de honor y de prodigios. Y pienso en mi casa quemada, en mi cabrita
y mi gorrino muertos, en mi padre, en mi hermano y mi Jacques.
Pienso en la triste vida de los campesinos, a merced de hombres de
hierro que carecen de la grandeza del rey Arturo. Resoplo y me
pongo en pie dificultosamente. Recojo mi espada y mi escudo y
vuelvo a colocarme frente al Maestro.
–Qué bruto eres, Roland. La vas a matar. Se ha acabado por
hoy -dice Nyneve.
Pero el Maestro no le hace caso. Se está sobando la barriga,
allí donde le he golpeado, y me mira con el ceño fruncido y una
expresión extraña. Pienso: está furioso, está harto de mí y me va a
echar. Pienso: ahora sí que va a acabar conmigo. Pero el Maestro
arruga aún más la frente, sus cejas son una sola línea que encapota
sus ojos indescifrables. Y luego asiente brevemente, una sola vez,
con la cabeza.
–Está bien. Vete a descansar. Te lo has
ganado.
A lo lejos, junto a la cabaña, el Caballero Oscuro nos
contempla, todo hierro y quietud amenazante.
Tengo la cara hinchada y el ojo casi cerrado. No puedo
ponerme el almófar porque me hace daño en la quijada, allí donde el
Maestro me golpeó. Voy al campo de entrenamiento con la cabeza
descubierta.
–No importa -dice él-. Hoy no vas a necesitar la
protección.
Y es verdad. Para mi alivio y mi asombro, no la necesito. El
Maestro ha cambiado tanto que parece otro hombre. Sigue siendo
igual de seco, igual de adusto, pero no quedan rastros de esa furia
amarga que antes le quemaba. Se apoya con ambas manos en la cruz de
su espada y me habla. Me habla.
–Eres alta, Leola. Más alta incluso que algunos caballeros.
Pero eres mucho más ligera que el más pequeño de los hombres. Los
mejores guerreros no son necesariamente los más fuertes, los más
grandes, los más pesados. Los buenos guerreros son aquellos que
poseen cabeza y corazón. Una cabeza clara y rápida, capaz de
elegir, casi sin pensar, la estrategia de lucha en cada ocasión. Y
un corazón de león que no conozca el miedo, porque los combates
sólo se ganan si se sale a ganar. ¿Me entiendes,
Leola?
Muevo la cabeza afirmativamente, porque no me atrevo a romper
con el sonido de mi voz sus palabras preciosas.
–Quiero decir que nadie ha ganado jamás ninguna lucha
defendiéndose. Para vencer, hay que atacar. Y para atacar hay que
olvidar que eres mortal, que las espadas cortan, que la carne
duele. Un corazón de león: ésa es la mejor arma de un
caballero…
El Maestro calla y yo también. Transcurren los instantes.
Muevo el peso de mi cuerpo de una pierna a la otra. El sol calienta
mi cota de malla.
–Yo pensaba que las mujeres carecían de un corazón así. Pero
quizá me haya equivocado…, al menos contigo. En cuanto a la cabeza,
lo primero es conocer bien los propios recursos. Eres flexible y
rápida: no debes parar los golpes, sino esquivarlos. Y luego hay
algo más, que es el instinto cazador, la intuición guerrera, esa
extraña y ciega sabiduría que te hace lanzar un mandoble aun antes
de haber tenido tiempo de pensar en mover tu brazo… Y también es
posible que tengas ese don, Leola… Tu estocada de ayer no estuvo
mal. Aunque tal vez sólo haya sido cuestión de suerte. ¿Sabes
bailar?
–Sí…
–La lucha es una danza, sobre todo para los guerreros como
tú, o para el guerrero en el que quizá podrías convertirte. Tienes
que aprender a bailar con tu enemigo y olvidarte de todo, de la
misma manera que te olvidas de contar tus pasos cuando la música te
arrastra. Tienes que olvidar tus temores y tu cuerpo, tienes que
olvidar incluso quién eres y dejarte llevar por el ritmo interno de
la danza de la muerte. No pienses, actúa. Y recuerda: la mejor
de-tensa siempre es el ataque. Ponte en guardia.
Saco la espada de su vaina, me aferró al escudo y me pongo a
temblar. No temo los golpes, sino defraudarle.
–Venga. ¿A qué esperas? Ataca.
¿De qué modo, por dónde? Las palabras del Maestro retumban
dentro de mi cabeza y me marean. Tengo que bailar. Tengo que parar
de pensar. Tengo que dejar de tener miedo, porque el cuerpo no
duele. Estoy agarrotada, petrificada. Me lanzo hacia delante con el
mismo ímpetu ciego con que me lanzaba a la poza del río Lot y amago
un mandoble desesperado. El Maestro me esquiva limpiamente y golpea
mi adarga. Caigo al suelo sentada.
–Bien, has hecho justamente todo lo que no debes hacer. Has
cargado contra mí de manera frontal y directa, con tanta lentitud,
además, que me has avisado con mucha antelación de por dónde iba a
venir tu golpe. Recuerda: no eres fuerte, eres rápida y tienes que
ser lista. Debes marearme y engañarme. Y luego, cuando yo he
contestado, has pretendido parar mí espada, en vez de recogerla con
el escudo y desviarla, dejándola resbalar hacia un lado…, de ese
modo, mi propio impulso me habría hecho perder el equilibrio. Por
cierto, esto me hace pensar en tu armadura. No tienes escudo propio
y necesitas uno; búscate una adarga pequeña y ligera. Lo importante
es que esté bien hecha; que no sea plana, sino que tenga una
superficie abombada y resbaladiza, para que los golpes se desvíen.
Y lo mismo digo del yelmo: el que usas es demasiado pesado y,
además, te viene grande, lo mismo que ese ridículo almófar de
gruesos eslabones… Ninguna armadura, ningún casco y ningún escudo,
por sólidos que sean, impiden el tajo de una espada bien manejada.
Un guerrero medianamente vigoroso y medianamente hábil puede
partirte en dos aunque estés recubierta del hierro más espeso. Y si
eso puede hacerlo cualquier hombre, piensa en lo que te podría
suceder si te enfrentaras a un contrincante como el Caballero
Oscuro.
Mis ojos se van, sin poderlo evitar, a la lejana silueta del
gigante. Brilla todo él con la luz del sol, una mole de metal negra
y mortífera. Un escalofrío desciende por mí espalda bajo la loriga
recalentada.
–De manera que usar revestimientos muy gruesos es en general
bastante inútil, pero en tu caso sería, además, un error fatídico,
puesto que tu arma ha de ser la rapidez. Por fortuna, tu loriga es
muy buena, ligera y apretada como una piel. También es buena la
espada, así como el hacha y el cuchillo. Cambia de yelmo y de
almófar y búscate un escudo en condiciones. La armadura es la
herramienta del guerrero. Es muy importante usar la adecuada. Y
levántate de una vez. ¿Piensas pasarte todo el día ahí
sentada?
Embebida en sus palabras, no me he dado cuenta de que sigo en
el suelo. Me pongo en pie y vuelvo a colocarme.
–Ataca.
El baile, el pensamiento, el miedo, la rapidez, el
pensamiento, el baile. Me he movido, pero no sé qué he hecho. De
pronto, el Maestro ya no está frente a mí. ¡Está detrás! Intento
volverme, pero una bota empuja mi trasero. Caigo de bruces y otra
vez trago tierra. Pero ya no es mi tierra
campesina.
Me despierto en mitad de la noche y estoy sola. La luz de la
luna entra por el ventanuco y pinta con un resplandor de plata la
cabaña, haciéndola parecer más limpia, más hermosa. Toco el lado
del jergón donde duerme Nyneve y está frío: hace tiempo que se ha
ido. Me levanto. La sucia paja que cubre el suelo de tierra me hace
cosquillas entre los dedos desnudos. El silencio es tan completo
que el chirrido de la puerta, cuando la abro, resulta atronador.
Voy al campo de entrenamientos y me siento en el tocón del árbol
quemado. El mundo es una burbuja de luz lívida. Tino de los dos
toscos bridones del Maestro relincha en la cuadra: tal vez me haya
oído. Siento un escalofrío: el verano se encamina a su fin y la
tierra respira una humedad otoñal.
Hace varias lunas llenas, en una noche como la de hoy,
despojé el cadáver de mi caballero. Recuerdo el espectral paisaje
de la batalla y creo volver a percibir el tufo dulzón de la
podredumbre. Mi entrenamiento prosigue y parece que no lo hago del
todo mal: el Maestro, lo noto, está contento. Pero yo me siento una
impostora porque sé que nunca seré como esos hombres de hierro que
se descuartizaban en el campo vecino. No quiero tajar piernas,
amputar brazos, reventar cabezas como sandías maduras. No creo que
tenga la fuerza ni el corazón para poder hacerlo. Lo lamento,
Maestro, pero no poseo el corazón del león. Como mucho soy una
raposa, un zorrito pequeño que solamente ansia sobrevivir. Y el
entrenamiento es bueno para eso. Creo que hoy no hubiera necesitado
al señor de Ballaine para defenderme de los asaltantes. Me siento
fuerte, me siento astuta y me siento orgullosa de saber lo que
ahora sé. También las raposas tienen su dignidad, aunque los leones
las desprecien.
Me extraña la ausencia de Nyneve. Es cierto que de cuando en
cuando se va a Millau, pero nunca en mitad de la noche y sin
avisar. Desaparece unos cuantos días y regresa con dinero y con
algunas compras. Nunca le pregunto cómo lo ha conseguido: tal vez
con el Tarot, tal vez haciendo magia. El último día trajo ropa de
hombre para mí y para ella: dice que quiere hacerse pasar por mi
escudero. También adquirió una reía azul oscura ribeteada de gris,
con la que pretende hacerme una sobreveste.
–No puedes seguir usando la del muerto: son los colores de su
blasón y cualquiera puede reconocerlos. De ahora en adelante serás
el Caballero Azul.
No tendré bordados heráldicos ni bandera; seré uno más de
esos guerreros sin rango que recorren los caminos, un caballero
bajo, un bas chevalier o bachiller. Un
personaje dudoso del que nadie se fía. Mejor: prefiero ser temida
en la distancia a verme obligada a demostrar que el temor tenía
fundamento.
Fue asimismo en Millau donde Nyneve consiguió un arco corto.
Cuando regresó con él, el Maestro montó en cólera:
–En mi escuela no aprenderá ningún guerrero a utilizar un
arma tan rastrera y cobarde.
Los caballeros, lo sé, odian el arco. Y aún más los terribles
arcos largos de los bretones y la mortífera ballesta, que son armas
prohibidas por la Iglesia. Lo cual no impide que se sigan
utilizando. Las flechas matan de lejos, perforan yelmos y
atraviesan armaduras, destrozan gargantas y revientan ojos. El
mejor de los hombres de hierro, con toda su sabiduría bélica y su
valor, está tan indefenso como un corzo ante la certera flecha de
un plebeyo.
–No seas ridículo, Roland -contestó Nyneve-. ¿A qué vienen
estas ansias de pureza caballeresca? Te olvidas de que Leola es una
mujer: nunca podrá ser un verdadero guerrero. ¿Qué más da si
aprende a tirar con arco?
Es cierto: tengo la sensación de que el Maestro a veces se
olvida de quién soy. Últimamente siempre me llama Leo y me trata
como trataría a un hijo adolescente.
–¡Me da igual lo que digas! ¡Aquí no quiero ver ese artilugio
inmundo!
Pero Nyneve no le ha hecho ningún caso. Ha empezado a
entrenarme ella misma por las tardes: para mi sorpresa, es una
arquera formidable. Cuando salimos a la explanada a hacer puntería
con el estafermo, el Maestro y el Caballero Oscuro se encierran con
iracunda dignidad 'en su cabaña. Es un arte difícil y ¡as flechas
muestran una extraña tendencia a irse a cualquier parte, a pesar de
que el arco, me ha explicado Nyneve, es de buena calidad y está
bien hecho.
–Es de madera de tejo, la mejor para estas cosas… El tejo es
el árbol del infierno de los griegos… Y los griegos eran el pueblo
de Aristóteles, ese sabio antiguo del que te he hablado. El tejo es
un árbol maravilloso. De sus frutos se extrae un veneno con el que
puedes impregnar la punta de las flechas para convertir cualquier
pequeña herida en algo fatal. Ya te enseñaré a hacerlo. Pero no se
lo digas a Roland, o se volverá loco de furia…
No se lo diré. Y creo que tampoco lo utilizaré, porque lo del
veneno me repugna. Aquí, en la quietud, bajo la limpia luna, el
mundo parece un lugar ordenado y hermoso en el que no caben esas
malas artes ponzoñosas. Mi asombra poder estar sin temor en mitad
de la noche: tal vez sea una consecuencia de mis nuevos saberes de
raposa. Es-ras pobres cabañas y este campo son como mi hogar. Tengo
la sensación de haber nacido aquí y quizá sea cierto. Soy el
Caballero Azul, un zorro sin pasado, y ésta es mi madriguera. La
escuela está en una colina: allá abajo veo brillar el pequeño
camino, que serpentea y se pierde bajo la sombra de los árboles.
Algún día tendré que tomar ese sendero para marcharme, pero la idea
me acongoja. No sé qué va a ser de mi vida. La batalla de Gevaudan
ha terminado; el conde ha sido vencido y la comarca vuelve a
pertenecer al Rey de Francia. Mi padre y mi hermano están vivos y
han regresado a casa: se lo contó un viejo soldado a Nyneve, en uno
de sus viajes a la ciudad. Pero de Jacques nadie sabe nada. Tal vez
haya muerto; aunque no lo creo, no lo siento. Tal vez se haya
convertido en una raposa errante, como yo. Me siento un poco
turbada, me siento algo sucia por no haber buscado a mi Jacques con
más premura, por haberme entretenido aprendiendo a pelear y no
haber corrido a Gevaudan. Ansío recuperar a Jacques, pero no quiero
regresar a casa, al territorio quemado, al duro invierno sin grano
y sin cobijo. No quiero volver a tirar del arado como un buey.
Quiero caminar todos los caminos y leer todos los libros que hay en
el mundo. Y encontrar a mí Jacques, que me estará
buscando.
Un quejido de madera desgarra el silencio de la noche.
Sobresaltada, me dejo caer al suelo y me acurruco detrás del tocón.
Quedos susurros indescifrables llegan a mis oídos a través del aire
ligero y transparente. En el quicio de la cabaña grande acaba de
aparecer una sombra confusa. Hay un rumor de ropas y de roces y
ahora la sombra se divide en dos: son Nyneve y el Maestro. Nyneve
lleva puesta su camisa, blanca como un sudario a la luz de la luna,
pero el Maestro está desnudo. Su piel brilla oscuramente sobre su
cuerpo fibroso. Siento un golpe de calor en el estómago, un ardor
que me sube a las mejillas. Nunca pensé en el Maestro como hombre,
de la misma manera que él no piensa en mí como mujer. Desnudo, no
parece tan mayor: y quizá no lo sea. Veo los apretados nudos de sus
músculos y mi pobre cuerpo se estremece. Las figuras vuelven a
unirse en un estrecho abrazo; se escucha un sonido semejante al
zureo de las palomas. Luego, Nyneve se desprende del Maestro y
cruza la explanada con los pies descalzos en dirección a nuestra
choza. Aguardo un tiempo prudencial y cuando todo vuelve a la
quietud regreso yo también a la cabaña. Dentro, el aire está
caliente y algo viciado. Nyneve se encuentra tumbada en el jergón,
de cara a la pared. Sospecho que está despierta, pero me acuesto
procurando no hacer ruido. Meto la mano por debajo de mi camisa y
me toco el vientre, helado por el relente de la noche. MÍ cuerpo
gime de hambre y soledad. Mi cuerpo virginal, atrapado dentro de
los ropajes de caballero. Nyneve empieza a resoplar suavemente
junto a mí, sumergiéndose en el sueño. La envidio. La
detesto.
El Maestro quiere enseñarme a justar.
–Es muy útil, además de honroso. Puedes ganar armas,
caballos, incluso rescates de dinero. A veces, hasta
tierras.
Ayudé a cuidar de la cuadra de mí amo y por fortuna sé
montar, aunque nunca lo había hecho con silla y con los largos
estribos de los guerreros. Adaptarse a ello, sin embargo, es muy
fácil. Lo difícil es aprender a manejar la enorme lanza, más larga
que dos bridones juntos, colocados uno tras otro. Cargada de plomo
como está, al principio fui incapaz de despegar la punta del suelo
y mantenerla en vilo. Ahora ya consigo llevarla más o menos recta
mientras monto a caballo, y el Maestro me ha puesto a enfilar
anillas que cuelgan de una cuerda. Hay que intentar atinar a galope
tendido, pero todavía no he conseguido ensartar ni una sola con la
espantosa lanza.
–Me parece que vas a ser mejor combatiendo a pie que en el
torneo… -gruñe el Maestro.
–Lo siento, pero se necesita mucha fuerza -me
disculpo.
–Es cierto, se necesita fuerza, pero de nuevo es mas
importante la pericia. Un instante antes de que la lanza de tu
rival choque contigo, debes avanzar el escudo para recoger el
impacto y desviarlo. No te aferres al caballo: eso es lo que te
hará caer. Al contrario, es mejor que te pongas brevemente de pie
en los estribos para tener más Opacidad de movimiento y más
recorrido y acompañar mejor el resbalar de la lanza… La maestría de
un buen justador consiste en manejar bien el escudo con un brazo,
mientras que con el otro, al mismo tiempo, colocas la lanza en el
punto adecuado de tu adversario, en ese lugar que tú habrás
calculado que va a hacerle perder el equilibrio.
–¿Y cómo se calcula eso?
–Cayendo muchas veces al suelo hasta
aprenderlo.
Está de buen humor el Maestro últimamente. A veces hasta
sonríe, enseñando el agujero de los dos dientes que le faltan.
Nyneve se marcha todas ¡as noches a la cabaña grande y ya ni
siquiera se preocupa de ocultarme su partida. Sin embargo, siempre
va muy tarde y regresa antes del alba, lo que me hace pensar que
tal vez el Caballero Oscuro ignore la situación. Cosa que resulta
difícil de entender. Pero lo cierto es que no entiendo nada del
Caballero Oscuro.
–Está bien, Leo, deja esas pobres anillas y haz algo que me
levante el ánimo… Haz algo que me haga sentir orgulloso de ti como
maestro. Desmonta, desensilla el caballo y mételo en la cuadra.
Luego recoge tu espada de entrenamiento y vuelve
acá.
Hago cuanto me dice con un vago remusguíllo de inquietud. Las
manos me sudan: tengo la sensación de que voy a ser sometida a un
examen. Regreso al campo de entrenamiento y ya desde lejos se me
desploma el ánimo. No puede ser: junto a mi Maestro, colosal y
ominoso, se encuentra parado el Caballero Oscuro. Me acerco;
renuente. caminando cada vez más despacio, y al fin me detengo a un
par de metros del gigante. Nunca había estado tan cerca. Sus ojos
son dos chispas pequeñas y azules brillando turbiamente allá al
fondo, en la penumbra de su pesado casco con nariguera. Es como la
mirada de una alimaña desde la oscuridad de su cubil. El Maestro
sonríe. Al parecer mi temor le divierte.
–Creo que ya estás preparada para enfrentar la prueba que
todos los aprendices tienen que pasar en esta escuela: combatir
contra el Caballero Oscuro. Como ves, el Caballero lleva una espada
embotada, como la tuya. Pero es tan fuerte que un solo golpe suyo
puede partirte el espinazo, de manera que procura no dejarte
atrapar.
Ahogo a duras penas un gemido. Un calor de orines se extiende
por mi entrepierna.
–¿Tienes miedo? Recuerda que tu miedo es peor enemigo que el
Caballero Oscuro. Y piensa que si te asusta este guerrero, que a
fin de cuentas utiliza armas negras y no pretende matarte, no serás
capaz de enfrentarte jamás a un verdadero
adversario.
Intento vaciar mi cabeza y no pensar. No es cierto: intento
pensar en todas las veces que, durante los entrenamientos, he
conseguido tocar el cuerpo del Maestro con mi espada sin filo.
Intento recuperar ese sentimiento de triunfo y ligereza. Esa
sensación de inmortalidad.
–Muy bien. Adelante -dice el Maestro.
El Caballero Oscuro es tan enorme que tengo la impresión de
que me tapa el sol. Sólo le veo a él, el mundo es sólo él, una
impenetrable pared de metal negro. El Caballero se mueve
despaciosamente hacia su derecha y yo acompaño su desplazamiento,
manteniendo las distancias y dibujando un círculo pausado. De
pronto, el guerrero levanta su espadón y carga contra mí. Doy un
aterrorizado brinco lateral, tan desatinada y falta de
concentración que casi tropiezo con mi propio escudo; y veo pasar a
mi lado al Caballero Oscuro, arrastrado por su inercia, pesado y
resoplante como un buey. Es lento. ¡Es lentísimo! Yo ya estoy
colocada y él aún está girando su corpachón. Algo parecido a la
alegría se me enciende en el pecho, una embriaguez de juego y de
peligro. Ahora soy yo quien empieza a moverse. Danzo en torno al
Caballero, que gruñe y da mandobles, pero no me alcanza. Al cabo me
detengo y bajo mi adarga, dejando mi cuerpo al descubierto. El
gigante se arroja sobre mí. Me agacho para esquivarle y, mientras
él taja el aire con su arma, meto mi espada entre sus piernas. El
guerrero se desploma de bruces con estruendo de
lata.
Vuelvo a ponerme en posición, a la espera de que se levante.
Pero el guerrero continúa tumbado sobre e! suelo, con los brazos y
las piernas abiertas en aspa, boca abajo. Sus hombros descomunales
empiezan a moverse de una manera extraña; su espalda se sacude y
escucho un sonido incomprensible, una especie de gañido, cada vez
más alto y más agudo. El Maestro se arrodilla junto al
hombretón.
–Guy, Guy, tranquilo, Guy, no pasa nada…
El asombro me paraliza. Roland vuelve dificultosamente boca
arriba al guerrero y le quita el yelmo y el almófar. Está llorando.
El Caballero Oscuro solloza como un niño.
–Me ha hecho daño… -balbucea entre lágrimas.
–No, no ha podido hacerte mucho daño… Sólo estás asustado por
haberte caído. Pero esto no es nada…
Su cabezota cuadrada posee una piel blanca y delicada,
totalmente lampiña. Sus ojos están demasiado juntos sobre la nariz;
su boca retorcida por los pucheros es demasiado pequeña y de labios
rosados. Es el rostro de un niño, de un niño avejentado y
monstruoso.
–A ver, incorpórate… ¿Ves como no te duele
nada?
El Maestro le alisa desmañadamente el escaso y mal cortado
pelo pajizo, te quita las manoplas, le limpia las mejillas del
barrillo que el polvo ha formado con las lágrimas. El gigantón se
restriega los ojos con unos puños tan grandes como roscas de pan.
Su poderoso pecho todavía se agita de cuando en cuando, pero ya se
le ve más sosegado.
–Lo he hecho mal, lo siento… -murmura.
–No pasa nada. Sólo has tropezado. Y no te preocupes por
haber hablado o porque te hayan visto… Son personas amigas. Ven a
sentarte en el árbol quemado.
El Maestro coge de la mano al gigante y lo lleva al tocón.
Luego se vuelve hacia nosotras, con el rostro tan lleno de
emociones que parece más desnudo que cuando le vi sin ropas bajo la
luna llena.
–Es mi hijo. Por eso dejé de ser un faydit. Porque me necesitaba. Es un inocente. No
quiero que se sepa: podrían hacerle daño. Ésa es la razón de su
disfraz de caballero. Le enseñé a pelear, aunque el pobre no es
demasiado bueno. Sin embargo, le gusta, y su presencia aterroriza
tanto que siempre es una prueba de fuego para los aprendices. Nunca
pensé que lo podrías derribar. Nadie lo ha hecho. Como mucho, han
conseguido esquivar sus golpes. Y alguno incluso ha salido
malparado, porque Guy no controla sus fuerzas y, cuando pega, lo hace muy duro.
–Lo lamento… -digo con torpeza.
–¿Qué es lo que lamentas? ¿Haber combatido bien? No te
preocupes. Sólo se ha asustado… y creo que también le ha dolido
perder. Es muy grande por fuera, pero su alma es tan pequeña como
la de una criatura.
No sé qué decir. Me siento aliviada, pero también defraudada.
¡Yo que estaba tan orgullosa de haber derribado al Caballero Oscuro
y resulta que no es más que un pobre imbécil! Resoplo, algo
irritada. Nyneve se acerca y mete su mano dentro de la mano del
Maestro. El hombre se estremece y la aprieta con fuerza. Está
atardeciendo y, por encima de nuestras cabezas, docenas de pájaros
pían y alborotan mientras se preparan para dormir. Otro día hermoso
que se acaba, deben de estar diciéndose los unos a los otros; otro
día que hemos sobrevivido en este mundo tan repleto de cosas
extraordinarias.
–Entonces, ¿puedo hablar? – pregunta Guy desde el tocón,
donde sigue sentado modosamente.
–Sí, claro que sí -responde el Maestro.
–Tengo hambre.
El Maestro ríe, enseñando la ausencia de sus
dientes.
–Por supuesto. Es hora de comer. Venid a nuestra cabaña. Esta
noche compartiremos el guiso.
Nyneve regresó ayer de Millau con una nueva
inquietante:
–Las murallas de la ciudad van a ser clausuradas durante
varios días. Los campesinos están claveteando las puertas y las
ventanas de las casas extramuros, y han metido sus cerdos, sus
vacas y sus gallinas dentro de la iglesia para protegerlos… Se
espera la llegada de la Cruzada de los Niños. Son muchísimos y van
arrasando todo en su camino. Se dirigen al Sureste, camino de
Marsella, donde piensan embarcar hacia Tierra Santa, y me temo que
pasarán cerca de nosotros.
Un pastorcillo de Vendóme de verbo iluminado empezó a
predicar la Santa Cruzada hace algunos meses. Su elocuencia es
grande, y su fe en la reconquista de Jerusalén es sólo comparable a
su odio a los infieles. Está seguro de contar con el apoyo divino y
ha conseguido arrastrar detrás de él a millares de cristianos
inocentes y generosos. Algunos son adultos, hombres y mujeres, pero
sobre todo van con él muchísimos niños,
emocionados adolescentes que lo han dejado todo para ir en pos de
la salvación eterna a los Santos Lugares. A medida que avanzan va
aumentando la tropa, como arenilla que el agua va arrastrando:
dicen que ya son cerca de treinta mil. Salieron de sus casas con lo
puesto, abandonando el arado, la soga con la que sacaban agua del
pozo, el pan quemándose en el horno; y a su paso van depredando el
mundo, porque necesitan comer y beber y se creen autorizados por
Dios para coger todo aquello que encuentran. Son tan devastadores
como un ejército invasor y, como éste, van amparados por
estandartes de cruces.
El Maestro frunció el ceño al oír la
noticia:
–Está bien…, ya hemos soportado el paso de otras hordas y
otras cruzadas…
–Pero esta vez son más, Roland. Muchísimos
más.
–¿A cuánto están de aquí?
–A lo sumo, a un par de días.
En el entretanto, nosotros hemos seguido con nuestra vida
normal. Por la mañana, a primera hora, entrenamiento con el
estafermo, al que el Maestro ha colgado dos cadenas con sendas
bolas de hierro en cada uno de los brazos, bolas que debo evitar,
cosa que no siempre logro, cuando le embisto con mi lanza a
caballo. Luego, un rato de justas con el Maestro, él montado en el
bridón castaño, yo en el animal más viejo, el tordo de canosas
barbas, un caballo prudente y filosófico que me mira con
resignación cada vez que lo ensillo: tal vez eche de menos su
juventud guerrera, la furia y el frenesí de la batalla, el olor de
la sangre. Por las tardes juego a combatir a pie con Guy el
Gigantón, y nos divertimos. Luego un poco de arco y, cerca ya de
vísperas, las clases de lectura y escritura.
Hoy estamos leyendo la batalla final de Arturo contra su hijo
Mordred. Un hijo incestuoso habido con su hermana, con quien yació
ignorante del vínculo que les unía.
–Este es el gran terror de todos los nobles… Nuestros
caballeros tienen la bragueta tan fácil que llenan la tierra de
bastardos, y luego siempre temen caer en el incesto… -dice
Nyneve.
Me pregunto cómo se las arreglará Nyneve para recibir todas
las noches los jugos de Roland sin que se le abulte la cintura…
Estuve sin madre desde muy pequeña y desconozco los saberes de las
mujeres. Claro que Nyneve es maga, o eso dice.
–¡Venga, sigue leyendo! ¿En qué bobería estás pensando? –
gruñe mi amiga.
El gran Arturo ha recibido una herida fatal y los Caballeros
de la Mesa Redonda han sucumbido en una horrible carnicería: «Allí
murió ia hermosa juventud», dice Wace. Y a través de sus palabras
yo ahora veo en verdad hermosos a esos hombres de hierro que antes
tanto temía y tanto odiaba, a esos caballeros capaces de dejarse
desmembrar por amor a su Rey.
–No quiero que muera Arturo -digo,
acongojada.
–Pero si no muere…
–Sí, míralo, ahí lo pone. Está agonizando. Su herida es
mortal.
–No, tonta. Eso es lo que parece. Ya te he dicho que la
verdad tiene muchas caras. Mira lo que dice aquí: «Maese Wace, que
hizo este libro, no quiere decir nada más sobre su final de lo que
dicen las profecías de Merlín. Merlín dijo de Arturo, y tuvo razón,
que su muerte sería dudosa. Dijo verdad el profeta; desde entonces
siempre se dudó, y siempre, creo yo, se dudará, si está muerto o
vivo». Yo sé bien lo que sucedió con el Rey, Leola. Arturo, herido,
fue llevado a la isla de Avalon. Y allí sigue todavía, porque
Avalon es un lugar feliz donde la muerte no
penetra.
¡Avalon! En nuestro último encuentro, Jacques me habló de la
existencia de esa bienaventurada isla de mujeres. Yo creía que era
un cuento de juglar.
–Pero, entonces, ¿Avalon es real?
–Claro que sí. Yo he estado allí, y algún día volveré. Quizá
muy pronto.
El tema me fascina, pero antes de poder preguntar nada más
veo con sorpresa que el Maestro está cruzando la explanada en
dirección a nosotras. Lleva puesta la armadura entera, lo cual no
es habitual en él salvo cuando vamos a justar. Antes de que llegue
he adivinado lo que nos va a decir.
–Ya vienen. Ármate, Leo. Y coge la espada
verdadera.
Corremos a prepararnos. Me pongo los guanteletes, la cofia,
el almófar, el yelmo. Al empuñar mi espada, me asombra su increíble
ligereza: llevaba meses sin sacarla de la vaina y estoy
acostumbrada a las armas con plomo. Nyneve se ajusta el coselete de
cuero endurecido que ha adquirido para su disfraz de escudero
y agarra el arco y las flechas. Regresamos
junto al Maestro y el Caballero Oscuro, que se encuentran en el
borde de la explanada, a la vera del tocón, contemplando la vaguada
que hay a sus pies. Allí, a un par de tiros de arco de distancia,
vienen los cruzados, engullendo el sendero con su desparramado
avance, cubriendo el estrecho valle de una ladera a la otra,
en-Vueltos en una neblina polvorienta, como un animal de treinta
mil cabezas, un río de carne. Se escucha el golpeteo sordo de sus
pasos, el chasquido de los matorrales que van desgajando. Su masa
amedrenta y maravilla: nunca había visto antes tantas personas
juntas.
Súbitamente, comienzan a cantar. Canta la muchedumbre con una
sola voz, una especie de lamento ensordecedor e
incomprensible.
–Son salmos en latín -dice Nyneve.
Es una música muy hermosa y muy triste, maravillosas palabras
que les unen. Ya están llegando a nuestra altura; intento descubrir
al pastorcillo de Vendóme, pero no consigo identificarlo entre los
que marchan en cabeza. Vienen todos muy pegados unos a otros,
enarbolando sucios y desgarrados estandartes con la cruz, aunque
algunos tan sólo llevan simples palos con un trapo blanco atado en
la punta. Ahora que me fijo, veo entre ellos unos cuantos soldados
y un puñado de individuos con una traza inquietante e incluso ruin,
tipos extraños de apariencia malencarada y peligrosa: tal vez sean
antiguos criminales redimidos por la luz de la fe. Pero la inmensa
mayoría son campesinos, lo sé, les reconozco, una muchedumbre de
gentes paupérrimas, descalzas, desarrapadas, agotadas. Muchachas
adolescentes que cargan niños pequeños en sus brazos, chiquillos de
diez años arrastrando los pies. Casi todos los cruzados, es cierto,
son muy jóvenes: apenas han rebasado la pubertad. Están cubiertos
de polvo y extenuados, pero todos cantan, todos sonríen, todos
parecen arder de una emoción divina. Mientras pasan por debajo,
algunos nos miran y nos llaman:
–¡Venid! ¡Unios a nosotros! ¡Por la gloria de Cristo! ¡Por la
salvación de nuestras almas! ¡Por la liberación de
Jerusalén!
Permanecemos impasibles mientras el río de la fe nos
sobrepasa, pero mi corazón late con ellos: con su música celestial,
con su unanimidad y su alegría, con su
radiante y hermosa niñez. Así debe de ser
Avalon, esta unión de los cuerpos y las almas, esta clara idea de
lo que haces y de por qué lo haces. Y mientras tanto, ¿qué estoy
haciendo yo con mi vida? ¿No debería consagrarla a Dios, al igual
que ellos? La Cruzada de los Niños desaparece ya en la revuelta del
camino; los últimos peregrinos se pierden bajo los árboles. La
tierra ha quedado pisoteada, las matas tronchadas, el sendero
borrado. Los cánticos se alejan. El mundo es un lugar vacío y sin
sentido.
–Bien. Por fortuna han pasado de largo -dice el
Maestro.
–Pobres desgraciados -dice Nyneve.
Sus palabras me encrespan:
–¿Por qué pobres desgraciados? ¡Son mejores, más generosos,
más puros que nosotros! Lo han dejado todo por seguir a
Dios.
–No, Leola, no te equivoques. Lo han dejado todo por seguir a
un loco. Han abandonado todo lo que tenían, que debía de ser bien
poco, por una palabra mentirosa, por una promesa de salvación y de
gloria divina, como si por el mero hecho de seguir al pastorcillo
tuvieran resuelta la existencia y pudieran tocar el Cielo en la
Tierra. Pero nadie puede resolver tu vida por ti, y para poder
tocar el Cielo antes hay que morirse. Desconfía de aquellos que
poseen más respuestas que preguntas. De los que te ofrecen la
salvación como quien ofrece una manzana. Nuestro destino es un
misterio y quizá el sentido de fa vida no sea más que la búsqueda
de ese sentido.
Me ha dejado sin palabras porque no la entiendo. No sé qué
contestarle y mi mudez me irrita.
–¿Tú qué crees que va a suceder con ellos, Leo? – dice el
Maestro suavemente-. Jerusalén está muy lejos y no creo que
lleguen. En el camino morirán muchos y pasarán grandes penalidades.
Y si por desgracia llegan, ya has visto cómo son: en su mayoría,
niños sin armar. ¿Qué crees que harán los sarracenos con ellos?
¿Piensas que se dejarán convencer por sus salmos latinos? Hace años
ya se organizó otra gran cruzada semejante. Yo les vi pasar, como
ahora vemos a éstos. Igual de emocionados y de emocionantes. En
aquella ocasión la predicó un monje llamado Pedro el Ermitaño y
consiguió reunir a unas diez mil personas. Pues bien, después de
sufrir muchas calamidades llegaron a Asia y allí los otomanos los
degollaron y descuartizaron en una sola jornada. A todos. Dicen que
la sangre corría como un río.
Esto sí lo comprendo. Me embarga la tristeza, porque quiero
creer a los peregrinos. Pero no me atrevo a contradecir a Nyneve y
al Maestro, Lamento ser joven e ignórame y no poseer palabras
suficientes; pero sobre todo lamento no saber qué pensar. Mi cabeza
bulle como un caldero al fuego.
Es una noche triste. Comemos sin hablar y luego me acuesto
sola en el jergón mientras Nyneve se va a la cabaña grande, Intento
dormir, pero el desasosiego me aprieta las entrañas. El rey Arturo,
los Caballeros de la Mesa Redonda, los peregrinos de la Cruzada de
los Niños, todos ellos han entregado su vida a una causa. Incluso
el Maestro vive para su hijo. Era lo que decía el señor de
Ballaine: es necesario comprometerse con un fin honroso. Con algo
que engrandezca nuestras pequeñas vidas. Pero yo ni siquiera soy
capaz de buscar a mi Jacques. Y ni siquiera sé dónde
buscarle.
He debido de dormirme, porque Nyneve ronca junto a mí y por
el ventanuco ya se cuela la claridad del día. Estoy sobresaltada.
Algo me ha despertado, pero no sé qué es.
–¡Abrid!
Es el Maestro: está golpeando la puerta. Me levanto atontada
mientras Nyneve se despereza. Para mi sorpresa, la tranca está
echada: nunca la ponemos. Tal vez Nyneve la colocó por miedo a que
regresaran los peregrinos.
El gesto descompuesto del Maestro me asusta. Sus ojos color
miel parecen negros y los surcos de su rostro enjuto son más hondos
que nunca. Sólo viste la camisa y unos calzones.
–Guy se ha marchado. Se ha llevado mí caballo. Estoy seguro
de que se ha ido detrás de los cruzados. Tengo que ir a buscarlo.
Voy a prepararme.
Mientras se viste, Nyneve le llena una alforja con comida y
yo le ensillo el viejo tordo. Regresa recubierto de hierro y con la
espada al cinto. Su loriga es buena pero está muy gastada; algunos
eslabones muestran melladuras y remiendos, las huellas de las
antiguas heridas. Embutido en su armadura, con su cuerpo delgado y
musculoso, el Maestro resulta un hombre imponente.
–Te esperaremos -dice Nyneve.
–Haced lo que queráis… En realidad tu instrucción ya ha
terminado, Leo. Tal vez sea el momento de
marcharos.
–Te esperaremos -repite Nyneve.
El Maestro cierra un momento sus ojos con
pesadumbre:
–Tengo el presentimiento de que no vamos a volver a vernos…
Pero quién sabe…
Se inclina un instante sobre el cuello de su caballo y roza
con su dedo de hierro la mejilla de Nyneve. Y luego mete espuelas y
se aleja colina abajo sin mirar atrás.
Le hemos estado esperando durante siete días. Pero esta
mañana Nyneve se ha levantado con el rostro
ensombrecido:
–Lo sé, no va a regresar. Es hora de que nosotras nos
marchemos.
Hemos preparado unas alforjas con algunas provisiones, grasa
de oveja, una lona encerada, una olla y las hierbas mágicas y
curativas que Nyneve utiliza. Yo he guardado en el saco mi ropa de
varón, camisa, jubón y calzas finas, y he vestido mi armadura.
Nyneve se ha puesto su disfraz de escudero y ha cortado su
abundante cabellera. Mientras lo hacía, descubrí con cierta
inquietud que una de sus orejas está mutilada. Se las había
arreglado para disimular la marca hasta ese
momento.
–Tienes la oreja cortada…
–Es cierto. ¿Y qué?
–Es el castigo reservado a los ladrones.
–Te asombraría saber de cuántas maneras se puede perder una
oreja, así como de cuántas maneras se puede acusar injustamente a
alguien. Incluso también podría argumentarse que hay muchas maneras
de robar, y que algunas están justificadas.
Una vez dicho esto, que, como suele suceder con Nyneve, es
tan impreciso como si no hubiera dicho nada, mi amiga ha vuelto a
cubrirse la cicatriz con sus rizos espesos. Hemos cerrado las
cabañas lo mejor que hemos podido y nos hemos ido. Estamos yendo
por el sendero polvoriento, por esa larga ruta que hasta hace muy
poco me asustaba. Miro alrededor y respiro hondo: yo era otra, soy
otra, alguien muy distinto a la indefensa Leola que llegó meses
atrás a la escuela del Maestro. Ahora ni siquiera me tizno la cara
para pasar más desapercibida. Ahora camino retadora, o más bien
retador, dentro de mi nueva sobreveste azul, y los viandantes
parecen reconocer esa diferencia que hay en mí. Me creen porque yo
me creo. A mi lado, Nyneve acarrea todas las
alforjas:
–Un caballero no debe llevar impedimenta.
Carga el peso con tanta facilidad que casi parecería cosa de
magia, si no fuera porque su fortaleza es evidente. Con su cara
ancha y sus manos cuadradas, resulta más convincente que yo como
varón.
Hemos cubierto largas jornadas de camino, tranquilas y
anodinas. A decir verdad, no sé hacia dónde vamos. Nyneve me dirige
y yo no me atrevo a preguntar. Temo que su respuesta confirme lo
que creo: que no vamos en realidad a ningún lado, que somos
caballeros errantes, que hemos engrosado la variopinta marea de
vagabundos que yo veía pasar, amedrentada, por delante de mí casa
campesina. Atada a la tierra como estaba, siempre desconfié de esos
inciertos personajes errabundos, saltimbanquis, turbulentos
caballeros jóvenes, prostitutas, buleros, comerciantes, cómicos,
clérigos oscuros, soldados de fortuna, frailes mendicantes,
troveros, truhanes. Y ahora yo formo parte
de ese río humano. Me inquieta, pero también me hace sentir una
extraña ligereza que sube desde los pies al corazón. Sé que debería
estar buscando a Jacques, pero esta ligereza me emborracha, igual
que la áspera cerveza a la que me estoy aficionando. Pierdo la
cabeza y el pasado se borra en la
excitación de mi presente andarín.
Estamos entrando en Lou, un pueblo no muy grande en el que,
sin embargo, reina una actividad inusitada.
Es día de feria y la plaza está
repleta de vendedores. Muchos de ellos son comerciantes de
armaduras, cosa sorprendente y poco usual en un villorrio de estas
dimensiones.
–Estupendo. Vamos a ver si te encontramos el yelmo y el
escudo -dice Nyneve.
Deambulamos entre los puestos, calibrando las piezas y
preguntando precios. Todo el material que se ofrece es usado y de
no excesiva calidad. Al cabo elijo un almófar y un casco que no son
gran cosa, pero que resultan más ligeros y de tamaño más adecuado
que los que llevo; además, el yelmo posee nariguera, lo cual
contribuye a ocultar mi rostro. También he conseguido una adarga
bastante buena, con la superficie abombada, como el Maestro decía.
Entregamos mis piezas antiguas como parte del pago, pero aún
tenemos que añadir siete sueldos.
–¿Venís al torneo? – pregunta el
comerciante.
–¿Qué torneo?
–El del señor de Lou… Es la primera vez que se
celebra.
Veo brillar el interés en los ojos de Nyneve y me echo a temblar: no puede ser que esté pensando
en lo que creo… Pero mi amiga ya se ha lanzado a sonsacar todo tipo
de información al vendedor. No, no es necesario presentar papeles
heráldicos, es un torneo abierto. No, no es un combate á outrance, es decir, a sangre y con armas de
verdad, sino a plaisance, con armas negras.
Sí, aún estamos a tiempo de inscribirnos. Sí, podemos alquilar
caballos y lanzas para la justa al fondo de la plaza, junto a la
casa roja.
–Estás loca -le gruño a Nyneve mientras nos encaminamos hacia
allá-. No pienso participar. Haré el ridículo.
–Te equivocas, mi Leo…, hemos tenido mucha suerte. ¡Es un
torneo sin blasones! Todo torneo que se precie exige presentar
documentos de nobleza, de modo que esto no es más que una pobre
justa pueblerina. He estado en algunas y son lastimosas. Aunque
debo reconocer que en ocasiones terminan siendo una verdadera
carnicería, porque a veces se presentan los mayores bribones de la
comarca y cometen todo tipo de tropelías.
Me detengo en seco. La nuca se me empapa de un sudor
helado.
–Pero no te preocupes, porque por lo general son torneos de
principiantes…, de burgueses tripudos que quieren jugar a
caballeros y de jovenzuelos imberbes que apenas levantan la lanza
del suelo. Vamos a inscribirnos: y, si veo que hay peligro para ti,
nos retiramos. Puede ser un buen negocio para nosotras… Ya sabes
que, además del trofeo, el vencedor se queda con las armas del
vencido y, lo que aún es mejor, con su caballo.
–¿Y si pierdo? Ni siquiera tenemos bridón propio…, puede ser
un desastre.
–Ya te dijo Roíand que nunca hay que pensar en que se puede
perder. Ganarás, estoy segura. Esto es como jugar a los dados, Leo.
Siempre hay que asumir cierto riesgo en la vida. Es más
divertido.
Hemos llegado al corral de las caballerías. Apenas hay media
docena de animales, todos ellos añosos y cansinos. Nyneve empieza a
parlamentar con el tratante. Al fondo, atada a la empalizada, hay
una yegua joven y robusta.
–¿Y esa yegua? – pregunto, interrumpiendo la
negociación.
El hombre arquea las cejas, sorprendido. Nyneve me fulmina
con la mirada.
–Sí, en efecto, mi Señor, ese animal se parece a la yegua de
vuestra señora madre… -dice mi amiga.
He hecho algo mal, pero ignoro qué. No me atrevo a volver a
abrir la boca y Nyneve acuerda alquilar un rucio de huesos
prominentes, una silla completa con sus estribos y dos lanzas que
escoge con meticuloso cuidado. Cinchamos y ensillamos al animal y
monto en él, llevando una de las lanzas. Nyneve camina junto a mí
cargando con la otra. En cuanto nos alejamos unos pasos se vuelve
hacia mí con gesto enfadado:
–¡Qué ignorante eres, Leola! ¿No sabes que un caballero jamás
montaría en una yegua? Antes se dejaría cortar las piernas con un
hacha. Es el mayor baldón que puede imaginarse para un guerrero…
Eso, y subirse a un carro. Casi nos has puesto en
evidencia.
–Lo siento… -balbuceo.
Qué extraordinarias e incomprensibles costumbres las de los
caballeros. ¿Por qué cabalgar en un mal penco fatigado, pudíendo
hacerlo en una yegua bonita y briosa? ¿Es sólo a causa de su sexo?
¿Tanto nos desprecian, tanto nos aborrecen a las hembras? Miro
hacia abajo, hacia mis breves senos fajados y cubiertos por el
gambax y por el hierro. Miro hacia mi pecho, liso y bien erguido,
como el de un varón. Si ellos supieran.
Nunca he visto un torneo y debo admitir que, a mi pesar,
estoy interesada e incluso un poco emocionada. A mi lado, Nyneve
arruga et ceño con gesto despectivo.
–¡Qué cantidad de polvo! ¡Qué campo de justas tan inmundo! ¡Y
qué personajes tan lastimosos!
El encuentro se celebra en una explanada de tierra a las
afueras del pueblo, cerca de la torre del señor de Lou, que en
realidad no es una torre, sino una morada rudimentaria y pobre, más
parecida a una casa grande de labor que a un
castillo.
–Ya me he enterado de todo: el señor de Lou era un pequeño
vasallo de un noble, y acaba de conseguir su señorío casándose con
una sobrina segunda de su antiguo patrono… -explica
Nyneve.
Unos maderos sin cepillar clavados unos encima de otros hacen
las veces de asiento para la muchedumbre. En las esquinas, unas
cuantas banderolas blancas y verdes. El señor de Lou está subido a
una tarima y encogido en un sillón, más que sentado. Es un hombre
un poco jorobado y de rostro carnoso y aturdido. A su lado se
encuentra la que debe de ser su esposa, una mujer flaca con
expresión de remilgado disgusto.
–Y esa pareja de mediana edad que está detrás, con los
rostros tan redondos como cebollas, son el cura de Lou y su mujer
-dice Nyneve.
–¿Su mujer? En Mende el cura no puede tener
esposa…
–Oh, claro que no, mi Leo. Hace ya por lo menos un centenar
de años que la Iglesia decretó el celibato, pero, ya ves, la
mayoría de los curas de los villorrios siguen casados: el poder
papal tarda en llegar a estos rincones… De hecho, ese clérigo ni
siquiera debería estar aquí, porque el Santo Padre ha condenado y
prohibido los torneos. Dice que son unas ferias detestables y ha
dispuesto que los caballeros que mueran en una justa no puedan ser
enterrados en sagrado. Pero no te preocupes, porque las órdenes
militares han decidido desobedecer al Pontífice en este punto y
siguen admitiendo en sus cementerios a los guerreros caídos en los
torneos. No te quedarás sin enterrar.
Debe de ser una broma, pero yo no tengo ganas de reír. Está
locuaz Nyneve: supongo que habla y habla para entretener la larga
espera, para intentar disolver con sus palabras el peso de mi
angustia. Para que me olvide de que mi rucio apenas trota y de que
no creo ser capaz de ponerlo al galope.
–Tranquila. Recuerda que soy maga. Le haré un conjuro a tu
caballo y volará como una golondrina sobre el
campo.
Sus palabras no me serenan demasiado. Los contendientes
estamos agrupados en un extremo de la explanada, junto a nuestros
escuderos y criados. Llevamos mucho tiempo preparados, pero la
justa no empieza: no sé a qué estamos esperando. Sólo somos diez y,
quitando un par de ellos, ninguno tiene aspecto de auténtico
guerrero. Las armaduras son malas o ridiculas, demasiado
ornamentadas, de paseo, inútiles para la verdadera acción. Los
caballeros caminan de acá para allá con grandes pavoneos por
delante de los bancos de las damas, intentando atraer su atención.
Pero ellas parecen estar más interesadas en los vendedores
ambulantes de manzanas y de
cerveza.
–Bueno, llamarles damas es mucho decir -continúa refunfuñando
Nyneve-. Es el torneo más mísero y deplorable que he visto en mi
vida. ¡Pero si sólo dura un día! Tenías que haber estado en
Camelot, en las justas de la corte del rey Arturo. Eso sí que era
un espectáculo grandioso. Los torneos se prolongaban durante dos
semanas y asistían los guerreros más afamados.
Estoy empezando a acostumbrarme a las rarezas de Nyneve, pero
esto es demasiado:
–No pretenderás decirme que tú sí has visto esos
torneos…
–Más de una vez, en efecto.
–Todo eso sucedió hace cientos de años.
Nyneve ríe:
–Me conservo muy bien, eso es verdad… Pero sí, los he visto.
Y los he conocido a todos ellos, a Arturo, a Ginebra, a Lanzarote,
a Gawain… Los he tratado mucho más de lo que tú puedas
imaginar.
Su boca sonríe, pero sus pequeños ojos negros están muy
serios. Siento una punzada de emoción: ¿y por qué no? Todo el mundo
sabe que las brujas existen, que los hechiceros no mueren, que hay
personajes mágicos más allá de las leyes de la carne. ¿Por qué no
va a ser Nyneve uno de ellos?
–¿Y también conociste a Merlín?
Nyneve arruga la boca:
–Oh, sí, Myrddin…, por supuesto que he tratado a ese
farsante.
–¿Farsante? ¿Y por qué le llamas Myrddin?
–Ése era su verdadero nombre. Y no era mago. Era un bardo con
una bella voz y con una notable habilidad para usar las palabras…
Su gran acierto fue el de narrar por vez primera la historia de
Arturo… Y la contó a su placer y su manera, tal y como él quiso. Se
inventó la mitad.
Se puso a sí mismo como personaje y se reservó la parte mas
brillante. Sí, nos conocimos bien. Demasiado bien, Y como al final
las cosas entre nosotros se torcieron, Myrddin se vengó inventando
para mí un papel infamante.
–¿Para ti? ¿Dónde?
–Dijo que yo había engañado al gran Merlín; que había fingido
enamorarme de él, para aprovecharme de su gran sabiduría. Que le
había sonsacado con malas artes de mujer todos sus secretos de
nigromante, y que al final le había encerrado para siempre jamás en
el interior de una montaña por medio de un
conjuro.
–¡Pero eso lo hizo Viviana!
–Nyneve, Viviana, Niviana, qué importa… Tengo muchos nombres.
Los nombres, como las verdades, dependen de quien los utiliza. De
hecho, el éxito de su mentira me ha obligado a denominarme de otro
modo. Pero mira, acaba de llegar una auténtica gran
Dama…
En efecto, está haciendo su entrada en el campo una joven de
alcurnia, acompañada con gran pompa por varios sirvientes y por un
caballero armado de aspecto formidable. Me acongojo, pensando que
el guerrero puede ser un nuevo contrincante. Pero no, custodia a la
Dama hasta el estrado de honor y se queda a su lado, de pie, a modo
de escolta. El señor de Lou y su esposa se han apresurado a
levantarse, doblando la cerviz con obsequiosa pleitesía. El
jorobado cede su sillón a la Dama y ordena traer otro asiento para
él. La joven se acomoda con gesto displicente, sin hacer el menor
caso a sus serviles anfitriones. Desde donde estoy, que es un poco
lejos, parece una mujer hermosísima. Tiene el pelo negro como la
tinta, ondulado sobre la amplia frente y recogido en un rodete en
la coronilla. Lleva un espléndido traje de brocado de color marfil
qUe pone un resplandor de perlas sobre
su cara, y su estrecha cintura está ceñida por un cinto de oro. El
señor de Lou se ha puesto de pie y ha levantado el brazo. Un golpe
de sudor frío me sube a las sienes: sí, las justas van a comenzar.
Sin duda estábamos esperando la llegada de la Dama. Suena una
corneta. Dos de mis compañeros se encaminan al terreno de
lucha.
–Ha llegado el momento del conjuro -dice
Nyneve.
Acaricia la cabeza de mi rucio y le susurra inaudibles
palabras en la peluda oreja. Luego saca un puñado de pajitas secas
de la alforja y se las da a comer. El animal las engulle
mansamente.
–¿Para qué le das eso?
–Es un ofrecimiento propiciatorio, para captar la buena
voluntad del caballo. Ya está. Correrá, te lo aseguro. Un bramido
de la muchedumbre me hace mirar al campo: uno de los contendientes
ha caído y el otro levanta triunfalmente la
lanza. Estoy tan nerviosa que me he perdido el primer encuentro: ni
siquiera lo he visto. En el sorteo me ha tocado salir en la segunda
de las cinco parejas, de modo que es mi turno. Aprieto los talones
contra los flancos del caballo y el animal da un nervioso respingo.
– Espera, todavía no -me detiene Nyneve-. Aguarda a que toque la
corneta.
Por fin suena la señal y mi contrincante y yo salimos
lentamente al campo, conducidos por nuestros escuderos, que llevan
los caballos de las bridas. Nos colocan a cada uno en nuestra
marca.
–Quédate tranquila, tu enemigo es menos peligroso que un
estafermo… -me susurra Nyneve antes de marcharse.
Al otro lado de la explanada, a una distancia que me parece
enorme, está el caballero. Es uno de los más gruesos y de los más
adornados; su armadura brilla demasiado y su yelmo tiene unas
absurdas alas. Unas alas que ahora mismo parecen agitarse,
dispuestas a volar. El toque que debe indicar nuestra acometida
está tardando en sonar un tiempo infinito. Ahora que me fijo,
verdaderamente las alas del casco se mueven demasiado. Y también la
lanza se cimbrea de una manera extraña. En el silencio me parece
escuchar un tintineo de lata. Un rumor comienza a extenderse por el
público. Un rumor crecedero. Risas, algún grito. El caballero
trepida sobre su caballo. Salen al campo sus criados y corren hacia
él. Estalla un alboroto entre el gentío. Mi rival está temblando.
Tiembla tanto que no puede sujetar la lanza erguida y el escudo
repiquetea contra su pierna. Los criados le sacan del campo
y le ayudan a descender de su bridón: el
pobre hombre cae al suelo como un saco de nabos. Nyneve se acerca y
toma la brida de mi rucio para conducirme fuera de la
explanada.
–Ya está. Has ganado. Es la justa más absurda que jamás he
visto. Ya tenemos un caballo. Y una armadura. Se la cambiaremos por
dinero, es espantosa.
Estoy empapada en sudor, como si de verdad hubiera combatido.
Intento relajarme en nuestra esquina del campo mientras el torneo
prosigue. Los cascos de los caballos levantan un polvo insoportable
que irrita los ojos y se agarra a la garganta. Miro a la joven
Dama: sostiene un pañuelo sobre su boca con gesto de infinito
aburrimiento. Las lides se están solventando con bastante rapidez.
Un caballero ha caído al primer encontronazo, otro ha sido
derribado en el segundo intento y ahora la tercera pareja está
combatiendo a pie, porque ambos han perdido su montura. Ninguno
parece ser un rival preocupante, salvo el vencedor de la tercera
justa, que desmontó limpiamente a su oponente en la primera pasada.
En la explanada, el guerrero más joven se rinde. Sólo quedamos
cinco.
Hay que sortear de nuevo. El criado se acerca con la bolsa
donde ha colocado pequeños fragmentos de tela con nuestros colores.
Dado que somos impares, uno de nosotras tendrá que combatir contra dos. Para
facilitar el sorteo se han introducido en la bolsa retales de color
blanco, que son nulos. A mi lado, el caballero que me parece más
peligroso saca el color verde y luego una de las piezas blancas.
Respiro aliviada. Introduzco la mano en la bolsa: amarillo y azul.
Como el azul es el mío, lo descarto y cojo otro: gris. De manera
que soy yo quien tendrá que luchar dos veces… si es que consigo
ganar a mi primer rival.
–No te preocupes, has sido muy afortunada… Los dos guerreros
mejores son el caballero negro y el caballero verde, y les ha
tocado justar entre ellos… -dice Nyneve.
Tengo que salir en primer lugar, porque así el vencedor de la
lid puede disponer de algún tiempo de descanso antes de volver a
combatir. MÍ rival, el guerrero a quien le corresponde el amarillo,
aparenta ser muy joven. Es un poco más alto que yo y casi igual de delgado. Su mediocre armadura es
prestada o heredada, porque le viene enorme. Casi me avergüenzo de
la calidad de mi loriga y de lo bien que se adapta a mi cuerpo:
tuve mucho tino al elegir el muerto, o mucha suerte. Nuestros
escuderos nos colocan de nuevo en las marcas y se retiran. Enristro
la larga lanza, que tiene la punta recubierta por un tope cuadrado
de metal para evitar heridas. Observo a mí rival con inquietud: él
ya ha ganado un combate, mientras que yo aún no he hecho nada.
Suena la corneta. Allá voy.
¡Por todos los santos! Nyneve es bruja y mi caballo vuela.
Con sólo soltar las riendas, el rucio ha salido disparado como un
virote de ballesta. Intento recolocarme por el camino, porque no me
esperaba tanta velocidad. Tampoco he justado nunca con mi nueva
adarga: procuro calcular el volumen de su superficie abombada para
adivinar el momento de! contacto con la lanza enemiga. Los cascos
de nuestros caballos resuenan ensordecedoramente en mis oídos, al
compás de los latidos de mi corazón. Ya está aquí mi enemigo, se me
viene encima, está tan cerca que le veo los ojos. Me pongo en pie
sobre los estribos como el Maestro me enseñó, alargo el escudo…
Siento en todo ei cuerpo algo parecido a la coz de un mulo. Salgo
por los aires y aterrizo de espaldas sobre la tierra. Doy un rugido
de rabia y frustración. Me revuelvo en el suelo y miro hacia atrás:
¡el caballo de mi rival galopa solo! Luego yo también le he
desmontado. Ni me he dado cuenta, ni sé cómo lo he hecho. Me pongo
en píe de un salto, sacando mi espada embotada y buscándole con la
mirada por el campo. Sí, allí se está levantando, entre los restos
de una lanza astillada. A pie, su armadura demasiado grande resulta
todavía más engorrosa. Con sólo verle extraer la espada de la vaina
ya sé que no es rival para mí. Me acerco en dos zancadas y,
mientras él intenta cubrirse con el escudo, yo le golpeo en lo alto
del casco con el filo romo. El enorme yelmo se le cala hasta media
nariz, tapándole los ojos. El chico suelta la espada y el escudo y
levanta las manos en señal de rendición. Resulta que he ganado,
después de todo.
–¡Y van dos! – se regocija Nyneve-. Y eso que no querías
participar. Ya te lo dije.
Intento relajarme mientras combate la segunda pareja. Nyneve
tenía razón; hasta ahora son los mejores con diferencia. Son dos
hombres de mediana edad y aspecto sólido, con armaduras baqueteadas
y sin duda propias. Hacen dos pasadas con sus bridones sin
derribarse, y a la tercera carrera caen ambos a tierra. Prosiguen
su duelo a pie, y verdaderamente saben pelear. Al final el guerrero
verde pierde el equilibrio y cae de espaldas. El negro ha ganado.
El público le vitorea. Busco con la vista a la Dama y, cuando al
fin la encuentro, siento algo parecido a un sobresalto: en vez de
estar admirando y aplaudiendo al campeón, como todo el mundo, me
parece que la Dama me está mirando a mí. ¿A mí? Pero no puede ser,
me estoy confundiendo. Ahora se sonríe… ¿O me
sonríe?
Suena la señal. Debo volver al campo. Nyneve me conduce a mi
lugar.
–En la justa anterior estabas demasiado tensa. Recuerda a
Roland: no pienses tanto, siente.
Lo malo es que esa intuición relampagueante y certera del buen guerrero, ese mero sentir sin
pensamiento, sólo se conquista tras haber pensado mucho durante
mucho tiempo. Pero Nyneve tiene razón: luego hay que olvidarlo. No
debo obsesionarme por mi nuevo escudo. Y mucho menos debo llegar a
ver los ojos de mi rival. Suena la corneta, me pongo en movimiento.
Mi contrincante no es más que un volumen que viene deprisa, un
estorbo del que debo desembarazarme. Galopo fácilmente, me inclino
hacía delante, amortiguo el golpe con mi brazo izquierdo. MÍ rival
sale disparado de la silla y cae al suelo. Todo ha sido tan
sencillo que apenas lo entiendo. He ganado otra vez y no sé cómo.
Troto con mi rucio hasta el final del campo y regreso a la mitad de
la explanada con la lanza en ristre, para saludar. Ahora estoy
cerca, muy cerca de la Dama del vestido blanco, y efectivamente es
la más hermosa que jamás he visto. Pero su sonrisa posee algo
oscuro, inquietante. Nyneve se aproxima.
–No me gusta el caballero negro…, es un brabanzón, un belga,
un soldado profesional… Yo creo que por hoy ya hemos hecho
bastante. Déjame hacer a mí.
El ambiente está caldeado, la gente chilla y canta. El
caballero negro y yo salimos a la explanada arropados por la
excitación de la multitud. Pero Nyneve cruza con decisión el campo
en dirección a mi rival. El rumor del público va amainando a medida
que ella avanza, hasta alcanzar un silencio absoluto. Carraspeo con
la garganta atenazada por el polvo y mi tos resuena como un
trueno.
Nyneve ha llegado junto al brabanzón. Le hace una
reverencia:
–Mi Señor me envía a deciros que se encuentra fatigado y que
considera que sois un rival muy bueno. Mi Señor está dispuesto a
retirarse sin combatir y a reconocer que sois, con toda justeza, el
triunfador absoluto de este torneo. Os ruego que aceptéis su
rendición.
–¿Y qué pasará con el botín? – pregunta el caballero negro
con una voz extrañamente chillona.
–Se respetarán los derechos habituales del vencedor sobre el
vencido.
–Está bien -grazna el hombre-. Acepto.
Suspiro aliviada. El público no parece demasiado contento;
algunos me gritan y hacen gestos obscenos. Miro a la Dama: está
conversando con el guerrero que la escolta y se ha olvidado por
completo de mí. Qué extraño: antes me inquietaba que me mirara y
ahora lo que me incomoda es que me ignore.
Nos hemos pasado dos ¡ornadas enteras en Lou negociando el
botín del torneo. Por un día de justas, dos días de controversias
monetarias. Menos mal que Nyneve está acostumbrada a este
comercio:
–Ah, sí, esto es lo más pesado de las justas…, todos los
acuerdos económicos que hay que discutir y afinar después… Sobre
todo en torneos como éste, en los que predominan los bachilleres
que ignoran las verdaderas normas de la caballería… Aunque debo
decirte que también me he topado alguna vez con duques avaros y
reyes miserables y tramposos.
Al final me he quedado con el caballo del hombre tembloroso,
un percherón robusto de largos y amarillentos pelos en las patas, y
hemos aceptado una libra en lugar de su ornamentada ropa de hierro.
Todo cuanto llevaba mi segundo vencido, el muchacho de la armadura
grande, era alquilado, incluyendo el jumento. No nos quedó más
remedio que tomar en prenda al propio caballero y pedir rescate por
é! a su Señor, que por fortuna era el de Lou, porque sí se hubiera
tratado de un Señor más lejano habríamos tenido que esperar muchos
días y, para peor, alimentarlo en el entretanto. Le hemos perdonado
al joven el coste de las armas y de la armadura y nos hemos
contentado con recibir otro caballo, un castaño un poco entrado en
edad, pero bastante bueno. En cuanto al botín de mi tercer vencido,
se lo entregue íntegramente al brabanzón ante quien me rendí. Henos
aquí, pues, con nuestras cuentas hechas, libres y ricas, cada una
montada en un bridón. Contemplo el mundo desde arriba y ahora sí
que me siento un caballero.
Poco después de salir de Lou hemos encontrado un pequeño río
que al parecer es afluente del Tarn, Estamos siguiendo el sinuoso
sendero que se ciñe a su curso y que conduce hasta un estrecho
puente de piedra que nos cruzará a la otra orilla. Pero sobre el
puente hay alguien.
–Vaya… No sé si esto me gusta-dice Nyneve.
Ese alguien, ahora lo veo, es un hombre de hierro… Peor: es
el caballero que acompañaba a la noble Dama del torneo. Que también
está aquí, sentada sobre unos cojines de seda, almorzando a un lado
del camino. Sus criados le sirven algo de beber en un diminuto vaso
de oro. Me detengo al llegar a su altura y la saludo con una
inclinación de cabeza. Quiero continuar mi viaje, pero el hombre de
hierro, montado a caballo y con su lanza, está plantado en mitad
del puente y me impide el avance.
–Señor, no nos dejáis pasar.
–Señor, si queréis cruzar este puente, tendréis que combatir
antes conmigo.
Nyneve resopla a mi lado, exasperada:
–Ya empezamos con estas tonterías caballerescas…
-masculla.
Yo miro alrededor, por ver si hay otra manera de seguir el
sendero. Pero por aquí las laderas del río son abruptas y están
llenas de zarzas, y la corriente parece encajonada y bastante
fuerte. Además, dudo que el caballero me hubiera permitido vadear
el afluente sin lanzarse contra mí. No lo entiendo. ¿Por
qué?
–¿Por qué queréis que combatamos? No os deseo ningún mal y no
os he hecho nada.
El hombre se ríe, despectivo.
–Qué extraña pregunta… ¿Por qué quiere el pájaro volar y el
corzo correr? Está en mi sangre de caballero… Es el orgullo de la
espada. Soy sir Wolf de Cumbria, y provengo de once generaciones de
grandes guerreros. Ni mi padre, ni el padre de mi padre, ni el
padre del padre de mi padre murieron en casa. Todos mis antepasados
perecieron por el frío acero en la batalla.
Lo dice con orgullo, escupiendo las palabras. Pero yo no
entiendo por qué se enorgullece de matar y ser muerto sin sentido,
por una mera baladronada sobre el cruce de un
puente.
Miro a la Dama, esperando encontrar en ella alguna sensatez.
Pero la joven mordisquea un pastelillo de carne y me sonríe,
maliciosa y aparentemente divertida con la
situación.
–Pues yo no quiero pelear con vos. Además, ni siquiera
dispongo de lanza.
–Da lo mismo. Lucharemos a pie y con la espada. Esa cobardía
que estáis demostrando, además de vuestra falta de blasones, me
hace sospechar que no sois un caballero, sino un impostor. De
manera que, o bien lucháis conmigo como un hombre, o bien acabo con
vos como quien acaba con una rata, en castigo a vuestro
atrevimiento de farsante. Escoged lo que
prefiráis.
Lo dice en serio, lo sé. Los hombres de hierro pueden ser así
de arbitrarios y de violentos. Llevamos armas verdaderas y el
combate está planteado a sangre, quizá a muerte. Es la lucha más
peligrosa a la que me he tenido que enfrentar hasta ahora, pero por
alguna razón no siento miedo… Siento una aturdida y hueca
extrañeza, como si me hubiera salido de mí cuerpo, como si
estuviera contemplando la escena desde fuera. Suspiro y me bajo del
percherón. Le entrego las riendas a Nyneve:
–No sé para qué sirve que seas bruja, si no puedes hacer algo
en estos casos… -le susurro.
–Siempre hago algo, aunque tú no lo
adviertas.
Descuelgo mi escudo de la silla y lo embrazo; luego
desenvaino la espada y me vuelvo hacia el puente. Sir Wolf ya ha
desmontado y me está esperando. Hace un hermoso día de otoño y los
árboles estiran sus ramas desnudas para gozar de los últimos soles.
Es curioso: tengo la sensación de que el mundo se ha detenido y de
que puedo apreciarlo todo al mismo tiempo con una minuciosidad
extraordinaria. Las peladas copas de los árboles, las sombras
alargadas de la tarde, el mirlo de pico rojo que curiosea la escena
posado en el pretil, las frías y revueltas aguas del río, los peces
que centellean entre la espuma, la Dama que arruga la boquita para
escupir un hueso de su comida, el inquieto piafar de mi caballo, el
siseo lento y cauteloso de la armadura bien engrasada de mi
rival.
Súbitamente, la vorágine. Relámpagos de velocidad y de acción
pura. Entrechocar de hierros, repique de espadas. Jadeos que no sé
si salen de mi garganta o de la de mi oponente. Giro y golpeo y me
agacho y me inclino, bailo sin pensar la danza del acero. Hasta
que, de pronto, el ritmo se interrumpe. Algo ha sucedido. Mi espada
gotea sangre. He herido a mi enemigo en un costado, un tajo
profundo que ha cortado los eslabones de su loriga: nunca me
hubiera creído capaz de hacer algo así. Entonces todo se viene
abajo. No sé qué me sucede. Dejo de contemplar la escena desde
fuera y ahora sólo soy consciente de mi hoja ensangrentada, de la
tremenda herida. Pierdo mi concentración, descuido mí postura. Sir
Wolf se arroja hacia delante con un grito de rabia y me clava su
espada en el pecho. La noto penetrar, fría y abrasadora al mismo
tiempo, un hielo que quema. El cielo todavía está azul y en el aire
limpio y quieto ya se huele el invierno.
Adiós, Leola, adiós, despídete para siempre de esta tarde tan
bella, me dicen afectuosamente las truchas desde el brillante tío.
Las rodillas se me doblan, la vista se nubla. Caigo dentro de la
oscuridad con un gemido. El cuerpo duele, Maestro.
Llevo largas semanas tumbada boca arriba, contemplando el
techo de madera labrada del castillo de Dhuoda. Me he aprendido
hasta la última muesca, hasta el más pequeño detalle que la gubia
del maestro ebanista ha extraído del leño, esa lengua retorcida del
dragón que remata la viga, esos ojos expresivos y asimétricos del
rostro sonriente en el rosetón central. Al caer la tarde, la
oscuridad va trepando por la madera y borrando los contornos de las
figuras talladas. Duermen también ellas, encima de mí, durante las
noches; a veces incluso me parece escuchar sus ronquidos. Durante
los largos días de fiebre y de delirio, se me antojaban monstruos
furiosos. Ahora son amigos, cómplices prudentes de mi
secreto.
–Nyneve, ¿cómo es posible que no hayan advertido que soy una
mujer?
–Sólo te he cuidado yo. Y prohibí que te viera ningún médico.
Lo cual, por cierto, te ha salvado la vida, porque son unos médicos
malísimos.
Aun así, no lo entiendo. Llevo mucho tiempo aquí y las
criadas me han visto febril y quizá delirando con mi voz de mujer.
Mientras estuve aprendiendo a combatir con el Maestro, intenté
adquirir gestos y maneras de varón: para sentarme, para caminar,
para mover las manos. Además, hablo siempre en voz baja y
susurrante, en el registro más grave que puedo extraer de mi
garganta. Y nunca río en público. La risa, lo he descubierto, es
femenina. Sin embargo, me sigue asombrando que los demás admitan mi
añagaza sin plantearse dudas ni preguntas. Tal vez sea simplemente
una cuestión de costumbre. Tal vez las rutinas nos cieguen y sólo
veamos lo que creemos que debemos ver. Recuerdo ahora a ese primo
del señor de Abuny… Era tan bello y delicado que le llamaban La
Pucelle, La Doncella. Era un gran guerrero y murió combatiendo en
tierra de infieles. Ahora que lo pienso, quizá La Pucelle fuera una
mujer… y quizá los demás no nos diéramos cuenta porque ni siquiera
nos detuvimos a planteárnoslo.
La espada de sir Wolf se clavó por debajo de mi clavícula y
por encima de mi corazón. Me lo ha explicado Nyneve, que tiene un
extraordinario conocimiento del cuerpo humano y que desde luego
posee la mágica sabiduría de curar. También ha salvado a sir Wolf,
que al parecer ha estado más grave que yo,
porque mi tajo le cortó las entrañas y esas heridas enseguida se
pudren y te envenenan con sus humores mortales. Yo perdí mucha
sangre y tuve calentura. Recuerdo vagamente a Nyneve sentada a
horcajadas sobre mí, cosiéndome la herida y aplicando emplastos de
esas raras hierbas que ella siempre guarda en sus alforjas. Ahora
llevo semanas de convalecencia, y disimulo el retorno de mis
fuerzas por el placer de gozar de esta vida suntuosa que jamás
pensé que conocería. MÍ lecho es amplio, cálido y suave como plumón
de pato. Solícitas sirvientas me traen tres veces al día los
bocados de comida más exquisitos. He gustado un pan tan blanco y
fino como nunca pensé que existiera, acostumbrada como estaba al
pan negro de sorgo" He probado el hipocrás, ese delicioso vino
caliente y especiado de los ricos, y ahora es mi bebida favorita.
Veo nevar a través de los vidrios emplomados de la ventana, pero en
la chimenea de mí cuarto siempre crepita el fuego. Y de cuando en
cuando viene a visitarme Dhuoda, la misteriosa y bella mujer del
torneo de Lou, también llamada la Dama Blanca porque solamente
viste ese color. Ahora, por el frío, viene envuelta en hermosas
capas de seda forradas con armiño. Dhuoda me está enseñando a jugar
al ajedrez, un extraordinario pasatiempo procedente del reino árabe
de Valencia.
–Bueno, el ajedrez viene de más antiguo… Hace ya más de un
siglo, mi pariente el rey Alfonso VI de Castilla levantó el sitio a
la ciudad mora de Sevilla porque perdió una partida contra el rey
al-Mutamid… Eso sí, Alfonso se llevó el ajedrez, que era de
sándalo, oro y ébano, y duplicó el tributo que le tenían que pagar
los sevillanos… -me explicó Dhuoda con un gracioso mohín de
suficiencia-. Pero hace poco, en el Reino de Valencia, añadieron al
juego la figura de la reina. Y eso es esencial. Ahora que ya sabes
jugar, Leo, ¿tú te imaginas el ajedrez sin reinas? Sería como el
hipocrás sin especias… Algo muy aburrido e insustancial. El mundo
necesita reinas y los hombres nos
necesitáis a las mujeres.
Nyneve desconfía de Dhuoda. Dice que le ve el aura, que es
como el halo de luz que llevan los santos en torno a la cabeza, y
que la tiene negra. Dice que es una mala bruja, aunque todavía no
lo sepa. Dice que la Dama pertenece a un tipo de personas que ella,
Nyneve, conoce muy bien y que aborrece: aquellas que han sufrido un
dolor y que por eso se creen justificadas para cometer cualquier
tropelía, como sí los demás individuos les debieran algo para
siempre.
–Pero ¿qué dolor ha sufrido Dhuoda?
–No seré yo quien hable. Que te lo cuente
ella.
A mí la Duquesa me parece una joven mimada y malcriada,
caprichosa y arbitraria, pero fascinante. Es culta e inteligente;
posee, según me dicen, una biblioteca de casi trescientos
volúmenes. A veces es despótica y otras veces muy dulce y
seductora. Jugó con nosotros, con sir Wolf y conmigo, haciéndonos
combatir sin que le inquietara lo que pudiera sucedemos. Pero luego
nos ha recogido en su castillo y nos cuida y atiende
magnánimamente. La Duquesa está viuda; su marido, el duque Roger de
Beauville, ha muerto en las cruzadas. El Duque era un hombre
bárbaro y cruel a quien todos llamaban Puño de Hierro desde que,
una noche, un joven paje tropezó y vertió el plato de comida que le
estaba sirviendo. Al parecer el paje no se disculpó con la
vehemencia y la humildad que Beauville reclamaba, y entonces el
Duque le agarró por el cuello, le arrastró hasta la enorme chimenea
y le mantuvo allí dentro, entre las llamas, hasta que el joven se
achicharró y su propio brazo quedó convertido en un carbón. Tuvo
que usar a partir de entonces un guantelete de hierro del que se
sentía tan orgulloso que incluso lo adoptó como apodo y
enseña.
Hoy la Dama Blanca nos ha enviado dos juegos de ropas finas
para Nyneve y para mí. Sabe que estoy bastante recuperado y quiere
que baje a cenar con ella a la gran sala del castillo. Son unas
vestiduras magníficas, sobre todo las mías: zapatos de cordobán
colorado, calzas de seda, una casaca larga de piel de marta y, por
encima, una sobreveste de tela carmesí con cinto de plata. Nos
aseamos con el agua caliente que han traído los sirvientes, nos
recortamos el pelo y nos ataviamos con nuestras ricas ropas. Me
miro en el espejo: pálida y delgada como estoy, parezco más que
nunca una mujer disfrazada de hombre. Hundo el dedo en las cenizas
del hogar y ensombrezco un poco mi labio superior, mi entrecejo y
mi quijada, para fingir un bozo que no tengo. Menos mal que es de
noche y la luz temblorosa de las antorchas empaña la visión con un
baile de sombras.
Cuando un paje nos conduce por el laberíntico interior del
castillo hasta la sala principal, los demás comensales ya están
sentados alrededor de la mesa de roble.
La estancia es enorme y, aunque dispone de dos grandiosas
chimeneas, una a cada lado de la habitación (sin duda Puño de
Hierro abrasó al muchacho en una de ellas), y aunque ambas están
encendidas con voraces fuegos que crepitan tanto como el incendio
de un bosque, el aposento resulta helador: por eso Dhuoda nos ha
proporcionado ropas tan abrigadas. Todos vestimos pieles por debajo
de nuestros finos trajes cortesanos, menos la Duquesa, que lleva la
piel por fuera y se envuelve en su manto de armiño como el apretado
capullo de una rosa blanca.
A la mesa está sir Wolf, a quien no había vuelto a ver desde
la contienda. Le encuentro muy desmejorado e incluso un poco
encorvado sobre el costado que le tajé, como si le doliera
enderezarse. Le he reconocido por su nariz un poco ganchuda, sus
ojos amarillentos, su rostro cuadrado y obstinado, como de ave
rapaz. Me saluda con una especie de gruñido, pero tengo la
sensación de que, tras casi haberlo matado, me tiene cierto
aprecio. A su lado hay un hombre de unos treinta años. Un
religioso. Es alto y musculoso, con los hombros anchos y la
reciedumbre de un guerrero; pero posee una delicada cabeza
almendrada, más pequeña que lo que su cuerpo parecería exigir. Su
cráneo está cubierto de una fina capa de rizos apretados, menudos y
muy negros; su barba, igualmente rizosa, está muy recortada y bien
cuidada. Tiene los labios gruesos, la nariz recta, unos grandes
ojos soñadores y oscuros, sombreados por larguísimas pestañas.
Lleva un forro de piel de zorro que asoma por el cuello y por las
mangas, y encima un hábito frailuno de hechura perfecta y rico paño
de lana. Es un varón muy hermoso.
–Bien, me alegra comprobar que todos los heridos ya están lo
suficientemente recuperados como para sentarse a mi mesa -dice
Dhuoda alegremente-. A sir Wolf ya lo conocéis. En cuanto a fray
Angélico, es mi primo, además de una de las águilas de la Iglesia.
Cuidaros de la dulzura de su rostro, porque es inteligente,
inflexible e influyente. Ellos son Leo y Nyne.
–A fe mía que son nombres breves… y no se puede decir que
ofrezcan mucha información sobre vuestra procedencia… -contesta el
fraile con suave y socarrona voz.
–Son invitados míos y con eso te basta,
primo.
–Y, además, yo atestiguo que el caballero Leo sabe combatir
con honor y fiereza -interviene sir Wolf con
gallardía.
–Por supuesto, por supuesto… Nunca lo he dudado. Además, me
gustan los misterios.
El fraile me mira y un chispazo de sonrisa le enciende la
barba. Parece encantador. Yo también le sonrío. Luego recuerdo que
soy un caballero y recompongo el gesto. Leola, ten cuidado; los
varones atractivos son un peligro. Por fortuna, es un
fraile.
Los criados van trayendo platos y más platos deliciosos:
puerros tiernos con avefrías, pasteles de alondra, cerdo relleno.
Crecí sin saber que se podían degustar cosas tan exquisitas como
todas las que estoy probando en este castillo. Comemos con avidez y
gula, mientras el hipocrás nos endulza la garganta y el
corazón.
–Mi primo llegará a Papa, os lo aseguro…
–Dhuoda, por favor… -le reconviene graciosamente fray
Angélico.
–Por lo pronto, es el asistente y consejero más preciado de
Bernardo de Claraval, ya sabéis, el gran Bernardo.
–Le llaman el Doctor Melifluo, por su verbo dulce y
maravilloso. Dicen que es un santo -interviene sir Wolf con la
barbilla brillante de grasa.
–Un santo que predica la muerte, curiosamente. Ha sido el
gran impulsor de las órdenes militares y sus encendidos y
elocuentes sermones han originado las grandes matanzas de las
cruzadas. Más que de miel, sus palabras parecen ser de afilado
acero -dice Nyneve.
Todo el mundo la contempla con extrañeza. Incluso yo misma.
¿Acaso las órdenes militares no son unas instituciones nobilísimas,
el mejor ejemplo del honor y el servicio caballeresco? Y en cuanto
a los muertos, ¿no es justa la guerra cuando es contra el
infiel?
–Son los enemigos de Cristo, los enemigos de nuestro mundo.
Es la guerra, una guerra santa -dice precisamente sir
Wolf.
–Bueno, la verdad es que cuando Godofredo de Bouillon entró
en Jerusalén, no se detuvo a preguntar cuáles eran las creencias de
sus habitantes. En la carnicería que organizó murieron musulmanes,
judíos y cristianos orientales. Sí, también cristianos. Y niños, y
mujeres. Murieron todos -insiste mi amiga.
–Cuando Godofredo de Bouillon entró en Jerusalén, el gran
Bernardo de Claraval apenas sería un niño de diez años. Poco pudo
predicar esa gesta que vos llamáis carnicería -dice fray Angélico
con rápida dureza. Y luego prosigue endulzando el tono-: Mi buen
amigo Nyne, es cierto que el dolor humano repugna al alma
cristiana… El monje es precisamente is qui
luget, el que llora por los pecados de los hombres. Y estoy
dispuesto a concederos que tal vez en el fragor de la contienda se
cometieran excesos. Pero no es menos cierto que nos encontramos
inmersos en una gran batalla del Bien contra el Mal, de la
Cristiandad contra el infiel. Estamos ante un enemigo poderoso y
terrible que ansia exterminarnos. Un enemigo que carece de
compasión, os lo aseguro. ¿Recordáis a aquellos pobres desgraciados
que se dejaron entusiasmar por la prédica del pastorcillo de
Vendóme? ¿Aquella cruzada llamada de los Niños? Acabo de enterarme
de que, tras sufrir grandes calamidades, los peregrinos llegaron a
Marsella, como tenían previsto; pero allí los truhanes con los que
viajaban, en connivencia con los infieles, les subieron, engañados,
en los barcos de los traficantes de esclavos, a quienes los habían
vendido. Las pobres criaturas creían que se dirigían hacia Tierra
Santa, pero en realidad las llevaron a los harenes y burdeles de
Egipto,
Una opresión en el pecho que me impide respirar. Guy, el
pobre Guy. Y el Maestro. ¿Qué habrá sido de ellos? Y todos aquellos
muchachitos y muchachitas, toda esa juventud entusiasmada… Ahora
recuerdo con vividez a aquellos personajes de extraña catadura que
les acompañaban. Lobos que pastoreaban a los corderos. Imagino a
los niños en sus manos y siento náuseas.
–Y luego están, como seguramente sabéis, los terribles monjes
militares del Islam… Los ashashin. Son tan
peligrosos y crueles que la palabra asesino, que ahora ya empleamos
de modo habitual en la lengua popular, la hemos aprendido de su
nombre… Sólo deben obediencia a su Gran Maestre, el Viejo de la
Montaña, y viven en inaccesibles fortalezas que ellos llaman
ribbats y que, en alguna heroica ocasión,
han sido tomadas y ocupadas por caballeros templarios… Su ferocidad
es tal que están obligados por juramento a no abandonar ningún
combate mientras el número de sus enemigos no les supere por más de
siete a uno… Nuestros templarios, que son los más aguerridos de
entre todos los caballeros cristianos, sólo están juramentados para
resistir hasta cuatro contrincantes. Claro que los ashashin se ayudan del hashis, una sustancia
intoxicante que ingieren momentos antes de la batalla… Como veréis,
mi apreciado Nyne, necesitamos órdenes militares para luchar contra
estos demonios. Además, ¿no creéis que la cruzada posee el
beneficio añadido de ofrecer un objetivo de gloria a los jóvenes
caballeros? Sin eso, nuestros caminos estarían llenos de guerreros
segundones y turbulentos, de iuvenes
airados buscándose la vida y organizando contiendas contra sus
propios hermanos. Y os ruego que me perdonéis, si por ventura ése
es vuestro caso.
–No hay ofensa, mi querido fray Angélico. Tenéis mucha razón
en lo que decís, y yo no dudo de la brutalidad y la miseria de los
hombres. Pero a veces pienso que tal vez podríamos relacionarnos de
otra maneta con los infieles, quienes, por cierto, consideran que
los infieles somos nosotros. Sabed que no todo el mundo está a
favor del enfrentamiento y de la muerte. Escuchad estos
versos:
Mi corazón lo contiene
todo.
Una pradera donde pastan las
gacelas,
un convento de monjes
cristianos,
un templo para
ídolos,
la Kaaba del
peregrino,
los rollos de la
Torah
y el libro del
Corán.
"Decidme, fray Angélico, ¿qué os parecen?
–Interesantes y heréticos. ¿De quién son?
–Del poeta sufí Ibn Arabi.
–De un infiel, desde luego.
–De alguien con el alma lo suficientemente grande como para
querer que quepamos todos dentro de ella.
–Sois un extraño escudero, mi querido Nyne…, más me parecéis
un estudioso, un polemista… Y tenéis unas ideas peligrosas. Hemos
quemado a más de un hereje por causas menores…
–¿Hemos, fray Angélico? – intervengo yo, apenada e inquieta-.
¿Queréis decir que vos mismo habéis participado en alguno de esos
procesos?
Cierro la boca, asustada de mi propio atrevimiento. Estaba
dispuesta a no decir nada en toda la noche, porque no me siento
segura de mí misma en este ambiente. Pero me incomoda imaginar a
este hombre tan hermoso encendiendo una pira. El fraile me mira con
sus penetrantes ojos y vuelve a sonreír con
suavidad.
–Ya he dicho que el dolor humano repugna al alma cristiana.
Habló de la doctrina de la Iglesia…
–Os estáis poniendo muy aburridos con esta discusión, primo
-dice Dhuoda con gracejo liviano-. Y, además, es verdad que la
Iglesia está quedándose anticuada.
–Mi Señora… -se escandaliza el pobre sir Wolf, que empieza a
parecerme un alma simple.
–Sí, sí, muy anticuada. Pero ¿acaso no os dais cuenta de lo
mucho que están cambiando las cosas, sir Wolf? Sin embargo, ¡a
Iglesia sigue igual, empeñada en repetir que hemos venido a este
mundo a sufrir y poniendo al santo Job como ejemplo perfecto de la
vida cristiana…, ese santo Job lleno de llagas y de calamidades que
se revuelca en el estiércol… Pero ¿quién quiere sufrir? Yo desde
luego no. ¿Y por qué va a ser pecado la felicidad? ¿Por qué no va a
poder entrar en el Cielo alguien que ha sido
feliz?
–Claro que puede, Dhuoda. Los santos son felices en su
renuncia y en su…
–¡No hablo de eso, primo! Hablo de los placeres de la vida.
Hablo de los bellos ideales de las damas y del amor cortés… Las
mujeres estamos haciendo del mundo un lugar más hermoso… Gracias al
empuje de las damas existen los torneos… ¿Y no son mejores y más
caballerescos los torneos que las guerras? Pues a pesar de ello, la
Iglesia los prohíbe. Gracias a las damas hay poesía y los libros
han salido de los monasterios. Hoy los guerreros nos aman y nos
reverencian, y para hacerse dignos de
nosotras han abandonado sus costumbres bárbaras. Hoy un buen
caballero no sólo tiene que ser un buen combatiente en el campo de
justas, sino que, además, debe saber leer, y cantar versos, y
lavarse y cortarse el pelo, y llevar las añas limpias, y no
enjugarse la grasa de los dedos en la camisa…
Sir Wolf se ruboriza y esconde sus manazas bajo la
mesa.
–Hoy el mundo es un lugar más bello y más amable gracias a
nosotras, pero ¿acaso la Iglesia nos lo reconoce?
–MÍ querida prima, justamente la Iglesia venera a la Primera
Dama, a la Madre Amantísima, a Nuestra Dama la Virgen
María…
–Ah, sí…, menos mal que la Virgen María nos ampara-interviene
Nyneve-. Decidme, fray Angélico, vos sin duda sois Doctor en
Teología y sabéis mucho… ¿Desde cuándo se venera a Nuestra Santa
Madre?