Te lo dije anoche, que quizá me marche algún día, y tú preguntaste adonde y yo dije, a la casa del Señor, y tú dijiste, por qué, y yo dije, porque soy viejo, y tú dijiste, a mí no me pareces viejo. Y pusiste tu mano en mi mano y dijiste, no eres muy viejo, como si con eso quedase zanjada la cuestión. Te dije que tu vida podía ser muy diferente de la mía y de la vida que has tenido conmigo y que eso sería una cosa maravillosa, pues hay muchas maneras de vivir una buena vida. Y tú dijiste, eso ya me lo ha dicho mamá, y luego añadiste, ¡no te rías!, porque creías que me estaba riendo de ti. Levantaste la mano y me pusiste los dedos en los labios y me miraste con esa expresión que no he visto nunca en nadie, salvo en tu madre. Es una suerte de orgullo furioso, muy apasionado y severo. Después de haber sufrido una de esas miradas, siempre me sorprende un poco descubrir que no se me han chamuscado las cejas. Las echaré de menos.
Es ridículo pensar que los muertos echen algo de menos. Si cuando leas esto ya eres un hombre hecho y derecho —mi intención al escribir esta carta es que la leas entonces—, liará mucho que me habré marchado. Ya sabré casi todo lo que hay que saber sobre estar muerto, pero seguramente me lo reservaré para mí. Así parece que son las cosas.
No sé en cuántas ocasiones me han preguntado cómo es la muerte, a veces cuando quien quería saberlo estaba a un par de horas apenas de averiguarlo por sí mismo. Ya cuando era muy joven, me lo preguntaba gente mayor, de la edad que yo tengo ahora: me cogían las manos y me miraban a los ojos con sus viejos ojos turbios, como si estuvieran seguros de que yo lo sabía y quisieran obligarme a que se lo contara. Yo les decía que era como ir a casa. En este mundo, no tenemos casa, les decía, y luego volvía carretera arriba hasta este viejo lugar y me preparaba una cafetera y un emparedado de huevo frito y escuchaba la radio, cuando la tenía, no pocas veces a oscuras. ¿Te acuerdas de esta casa? Espero que un poco, sí. Yo me crié en rectorías. He vivido en ésta casi toda mi vida y he visitado muchas otras, porque los amigos de mi padre y la mayor parte de nuestros parientes también vivían en rectorías. Por aquel entonces, cuando pensaba en ello —lo cual no ocurría demasiado a menudo—, consideraba que ésta era la peor de todas, la más deprimente y la más asolada por las corrientes de aire. En fin, tal era mi estado de ánimo, a la sazón. En realidad, es una buena casa vieja, pero entonces yo estaba absolutamente solo en ella y eso hacía que me resultase extraña. Entonces no me sentía a gusto en el mundo, eso es cierto. Ahora, sí.
Y ahora dicen que me falla el corazón. El médico ha utilizado el término «angina pectoris», que tiene un sonido teológico, como «misericordia». Bueno, a mi edad, estas cosas son de esperar. Mi padre murió de viejo, pero sus hermanas no vivieron mucho, en realidad. Así pues, no puedo sino estar agradecido. Lo que lamento es no tener casi nada que dejaros a ti y a tu madre. Unos cuantos libros viejos que nadie más querría. Nunca he ganado dinero digno de mención y jamás he prestado atención al que tenía. Lo último que se me habría ocurrido es pensar que dejaría mujer e hijo, créeme. De haberlo sabido, habría sido mejor padre. Habría previsto algo para vosotros.
Esto es lo principal que quiero decirte, que lamento profundamente las penurias por las que sé que tu madre y tú habréis pasado sin ninguna ayuda real por mi parte, salvo mis oraciones, y éstas las rezo siempre. Lo he hecho mientras vivía y lo estaré haciendo también ahora, si es así como son las cosas en la otra vida.
Te oigo hablar con tu madre, tú preguntas y ella responde. No oigo las palabras, sino el sonido de vuestras voces solamente. No te gusta ir a dormir y, cada noche, tu madre tiene que convencerte de una manera u otra para que te acuestes. Nunca la oigo cantar excepto por la noche, desde la habitación de al lado, mientras te arrulla para que duermas. Y tampoco reconozco la canción que te canta. Lo hace en voz muy baja. A mí me parece muy hermoso, pero ella se ríe cuando se lo digo.
Realmente, ya no acierto a distinguir lo que es hermoso. El otro día, por la calle, me crucé con dos jóvenes. Sé quiénes son; trabajan en el garaje. No frecuentan la iglesia, ninguno de los dos; sólo son chicos decentes y picaros que andan siempre bromeando y allí estaban, apoyados en el muro del garaje, al sol, encendiendo un cigarrillo. Van siempre tan negros de grasa y tan impregnados de gasolina que no entiendo cómo no arden. Cruzaban comentarios, como hacen siempre, y se reían de esa manera tan maliciosa, peculiar en ellos. Y me pareció hermoso. Es asombroso ver reírse a las personas, observar cómo la risa parece dominarlas. A veces, es como si lucharan contra ella. Eso lo veo en la iglesia bastante a menudo. Y me pregunto qué es y de dónde sale, y me pregunto qué desencadena en el organismo para que uno tenga que reírse hasta quedar exhausto. En cierto modo es como llorar, salvo que la risa se consume con mucha más facilidad.
Cuando vieron que me acercaba, las bromas cesaron, por supuesto, pero noté que todavía se reían por dentro, pensando en lo que el viejo predicador casi les había oído decir.
Me entraron ganas de decirles que me gustan las bromas, como a todo el mundo. En mi vida ha habido muchas ocasiones en las que he querido decirlo, pero no es algo que la gente esté dispuesta a aceptar. Quieren que seas un poco distante. Me entraron ganas de decir, soy un hombre que agoniza y no tendré muchas más ocasiones de reír, al menos en este mundo. Sin embargo, con eso sólo lograría que se mostraran serios y corteses, supongo. Mantendré en secreto mi estado todo lo que pueda. Para ser un hombre que agoniza, no estoy tan mal y eso es una bendición. Tu madre lo sabe, por supuesto. Ha dicho que si me siento bien, quizás el médico esté equivocado. A mi edad, sin embargo, hay un límite en lo equivocado que pueda estar.
Eso es lo más extraño sobre esta vida, sobre ejercer el ministerio. La gente, cuando te ve acercarte, cambia de tema. Y luego, a veces, esas mismas personas entran en tu estudio y te cuentan las cosas más peregrinas. Debajo de la superficie de la vida hay muchas cosas. Mucha malicia y temor y culpa y mucha soledad, también, donde en realidad no esperarías encontrarla.
El padre de mi madre era predicador y el padre de mi padre también lo era, como su padre lo fue antes que él y, aunque nadie lo sabe con certeza, yo no dudaría en conjeturar que la tradición ya venía de antes. Esta vida era para ellos como una segunda piel, igual que lo es para mí. Eran buenas personas, pero si algo debería haber aprendido de ellos y no hice, fue a controlar el temperamento. Es una ciencia que tendría que haber dominado hace mucho tiempo. Incluso ahora, cuando un revoloteo en las pulsaciones me lleva a pensar en los últimos instantes, me descubro perdiendo los nervios porque un cajón se engancha o porque no sé dónde he dejado las gafas. Te lo cuento para que estés atento a ver estas cosas en ti mismo.
Por pequeño que sea, un exceso de cólera, demasiado frecuente o en un momento inoportuno, destruye más de lo que imaginas. Por encima de todo, mide tus palabras. «Contempla qué bosque tan grande enciende un pequeño fuego. Y la lengua es un fuego», ésa es la verdad. Cuando mi padre era viejo, me dijo eso mismo en una carta que me envió, la cual da la casualidad que quemé. La eché directamente a la estufa. A la sazón, aquello me sorprendió mucho más que ahora, al recordarlo.
Aquí, creo que haré un ejercicio de franqueza. Contaré esto con todo el respeto. Mi padre era una persona que obraba por principios, como él mismo decía. Actuaba desde la fidelidad a la verdad tal como él la veía. Sin embargo, había algo en su manera de ceñirse a esa verdad que hacía de él, de vez en cuando, un hombre decepcionante, y no sólo para mí. Digo esto a pesar de toda la atención que dedicó a mi crianza, por la que estoy profundamente en deuda con él, aunque quizás él mismo discreparía de eso. Por mi parte, sé perfectamente que yo lo decepcioné a él, Dios lo tenga en Su seno. Es una cosa extraordinaria a considerar. Los dos teníamos buenos sentimientos para con el otro, también.
Bueno, oíd bien y no entendáis, ved por cierto mas no comprendáis, como dice el Señor. No puedo afirmar que entienda este dicho, por más veces que lo haya escuchado e incluso predicado sobre él. Sencillamente, establece un hecho misterioso y profundo. Uno puede conocer algo a fondo y, sin embargo, ser a todos los efectos completamente ignorante de ello. Cabe que un hombre conozca a su padre, o a su hijo, y a pesar de ello no exista entre los dos más que lealtad y amor y mutua incomprensión.
Si menciono esto, sólo es para decir que la gente que sienta remordimientos de cualquier clase por algo que te afecta supondrá que estás enojado y verá enojo en todo lo que hagas, por más que tú te limites a llevar la vida tranquila que has elegido. Eso te hace dudar de ti mismo, lo cual, según los casos, puede suponer una grave distracción y una pérdida de tiempo. Esto es algo que me habría gustado aprender mucho antes de lo que lo hice. El mero hecho de reflexionar sobre ello me irrita un poco. La irritación es una forma de ira, eso lo sé reconocer.
Una de las grandes ventajas de la vocación religiosa es que te ayuda a concentrarte. Te da un buen concepto básico de lo que se te pide y también de lo que puedes pasar por alto. Si tengo alguna sabiduría que ofrecer, esto constituye una parte importante de ella.
Tú bendices nuestra casa desde hace casi siete años, y años de vacas flacas, además, tan avanzada ya mi vida, cuando ya no tenía manera de realizar cambios que me permitieran manteneros a los dos. Sin embargo, pienso en ello y rezo. Es algo que tengo muy presente y quiero que lo sepas.
Estamos teniendo una buena primavera y hoy también hace buen día. Casi llegabas tarde a la escuela. Te hemos puesto de pie en una silla y has comido una tostada con mermelada mientras tu madre te abrillantaba los zapatos y yo te peinaba. Tenías una página de sumas por hacer que deberías haber terminado la noche anterior y por la mañana has tardado una eternidad, intentando que todos los números mirasen hacia el lado correcto. Eres como tu madre, te lo tomas todo tan en serio... Los viejos te llaman diácono, pero esa seriedad no viene en absoluto de mi rama de la familia. Nunca había visto nada parecido hasta que la conocí a ella. Bueno, exceptuando a mi abuelo. A mí, lo de tu madre se me antojaba mitad tristeza y mitad furia y me preguntaba qué había habido en su vida que le causara aquella expresión en la mirada. Y cuando tú tenías tres años, cuando eras sólo un niñito, entré una mañana en tu habitación de juegos y estabas tumbado en el suelo, vestido con el pelele, buscando la manera de arreglar un lápiz que se había roto. Y alzaste los ojos y me miraste y tenías su misma expresión. He pensado en ese momento muchas veces. Te diré que en ocasiones me ha parecido que mirabas hacia atrás en la vida, hacia problemas pasados que rezo para que nunca tengas, y me pedías que me explicara.
«Tú eres como todos esos ancianos de la Biblia», me dice tu madre, y eso sería cierto si me las apañara para vivir ciento veinte años y tener rebaños y bueyes y criados y sirvientas. Mi padre me dejó un oficio que resultó ser también mi vocación, pero la verdad es que era como una segunda piel para mí. Crecí con ella. Es más que probable que en tu caso no sea así.
Vi pasar flotando ante la ventana una burbuja gorda y bamboleante y que maduraba ya hacia ese color azul libélula que adquieren antes de estallar. Así que miré hacia el patio y allí estabais, tú y tu madre, echándole pompas de jabón a la gata, tal andanada de ellas que el pobre animal se puso fuera de sí ante aquella abundancia de oportunidades. ¡Nuestra indiferente Soapy, dando saltos en el aire! Algunas burbujas se movían entre las ramas, incluso volaban por encima de los árboles. Estabais los dos tan concentrados en la gata que no os fijasteis en las consecuencias celestiales de vuestros afanes mundanos. Eran muy hermosas. Tu madre lleva su vestido azul y tú llevas la camisa roja y estáis arrodillados en el suelo, con Soapy en medio, y esa refulgencia de las pompas de jabón que se elevan y tantas risas. ¡Ah, esta vida, este mundo...!
Tu madre te ha contado que estoy escribiendo sobre tus orígenes y que pareciste muy complacido con la idea. Estupendo, entonces. ¿Qué debo hacer constar para ti? Yo, John Ames, nací en el año del Señor de 1880 en el estado de Kansas, hijo de John Ames y Martha Turner Ames, nieto de John Ames y Margaret Todd Ames. Cuando escribo esto, he vivido setenta y seis años, setenta y cuatro de ellos aquí en Gilead[1], Iowa, exceptuando los que pasé en la universidad y en el seminario.
¿Y qué más debo contarte?
Cuando tenía doce años, mi padre me llevó a la tumba de mi abuelo. En aquella época, mi familia llevaba diez años viviendo en Gilead, en cuya iglesia oficiaba mi padre. El suyo, que había nacido en Maine y había llegado a Kansas en la década de 1830, vivió con nosotros varios años después de su jubilación. Luego, se marchó para convertirse en una especie de predicador itinerante, o eso creímos. Murió en Kansas y lo enterraron allí, cerca de un pueblo que había perdido casi todos sus habitantes. Una sequía había impulsado a irse a la mayoría, los que no se habían marchado ya a otras poblaciones más próximas a la línea del ferrocarril. Sin duda, la existencia de un pueblo en aquel rincón se debía sólo a que aquello era Kansas y a que quienes se instalaron allí eran gentes del Partido de la Tierra Libre[2]que apenas pensaban a largo plazo. No suelo utilizar la frase «dejado de la mano de Dios» pero, cuando pienso en aquel lugar, me viene a la cabeza esa expresión. Mi padre tardó meses en averiguar dónde había terminado el viejo sus días. Dedicó un gran esfuerzo a ello y escribió numerosas cartas a iglesias, periódicos y demás, indagando sobre su paradero. Finalmente, alguien respondió y envió un paquetito con su reloj y una vieja Biblia gastada y varias cartas, que más adelante supe que eran algunas de las que mi padre había mandado y que, sin duda, le había entregado al viejo alguien que pensaba que lo estimularían a volver a casa.
A mi padre le dolía amargamente que las últimas palabras que hubiera dirigido a su padre fuesen unas frases llenas de ira y que ya no hubiese posibilidad de reconciliación entre ellos en esta vida. En general, había sentido un sincero respeto por el viejo y le costaba mucho aceptar que las cosas hubiesen terminado de aquel modo.
Eso fue en 1892, cuando viajar todavía era una tarea bastante difícil. Fuimos en tren hasta donde pudimos y luego mi padre alquiló un carromato y un tiro. Era más de lo que necesitábamos, pero no encontramos otra cosa. Nos equivocamos de dirección varias veces y nos perdimos, y teníamos tantos problemas para abrevar a los caballos que los dejamos en pupilaje en una granja y continuamos el resto del camino a pie. En cualquier caso las carreteras eran terribles, envueltas en polvo las muy transitadas y llenas de rodadas cocidas por el sol las que no. Mi padre llevaba algunas herramientas en un saco de yute con la intención de adecentar un poco la tumba y yo cargaba con las provisiones —galleta y tasajo y las cuatro manzanitas amarillas que cogíamos aquí y allá por el camino—, así como nuestras mudas de camisas y calcetines, ya todo muy sucio a esas alturas.
En realidad, por esa época mi padre carecía del dinero necesario para el viaje, pero tenía éste tan presente en sus pensamientos que vivió con impaciencia hasta que hubo ahorrado para emprenderlo. Yo le dije que tenía que ir también y él aceptó, aunque aquello complicase las cosas. Mi madre había leído algo acerca de lo terrible que estaba siendo la sequía en el oeste y, cuando él le informó de que pensaba llevarme, no le pareció nada bien. Mi padre le dijo que sería instructivo y, desde luego, lo fue. Estaba decidido a encontrar aquella sepultura costara lo que costase. Hasta entonces, yo nunca me había preguntado de dónde saldría mi siguiente trago de agua y cuento entre mis bendiciones no haber vuelto a tener ocasión de preguntármelo. Hubo momentos en que verdaderamente creí que nos perderíamos sin remedio y moriríamos. En una ocasión, mientras mi padre reunía varas para una fogata y me las cargaba en brazos, dijo que parecíamos Abraham e Isaac camino del monte Moria. Lo mismo había pensado yo un momento antes.
La situación por aquellos lares estaba tan mal que ni siquiera podíamos comprar comida. Nos detuvimos en una granja a pedir a la señora que nos vendiera algo y ella sacó un pequeño paquete de una alacena, nos enseñó unos billetes y monedas y dijo: «Para lo que me sirve, lo mismo daría que fuese dinero confederado». El almacén general había cerrado y no podía conseguir sal, azúcar ni harina. Le cambiamos una parte de nuestra miserable cecina —desde entonces, nunca he soportado verla siquiera— por dos huevos hervidos y dos patatas cocidas, que tenían un sabor maravilloso, incluso sin sal.
Luego, mi padre preguntó por su padre y la mujer dijo: «Ah, sí, estuvo por estos alrededores». Ignoraba que había muerto, pero sabía dónde estaría enterrado, probablemente, y nos enseñó lo que quedaba de una carretera que nos conduciría directamente al lugar, a poco más de cuatro kilómetros de donde nos encontrábamos. El camino estaba invadido por la vegetación pero, conforme uno avanzaba, encontraba las rodadas. Los matojos crecían menos en éstas, pues la tierra aún se mantenía muy compacta. Pasamos de largo el cementerio por dos veces. Las dos o tres lápidas que tenía se habían caído y el recinto estaba infestado de zarzas y hierbas. La tercera vez, mi padre distinguió un poste de una valla y al acercarnos vimos, sumergido en aquella vegetación agostada, un conjunto de hermosas sepulturas, una fila de tal vez siete u ocho y, debajo, otra media fila. Recuerdo que el deterioro del lugar me pareció triste. En la segunda fila, encontramos una inscripción que alguien había hecho desnudando de corteza una parte del tronco de un árbol e introduciendo allí una serie de clavos, hundiéndolos hasta la mitad y doblando luego la cabeza, aplastándola contra el tronco, para que formaran las letras REV AMES. La R parecía una A y la S era una Z del revés, pero resultaba inconfundible.
Para entonces, la tarde ya estaba avanzaba, de modo que volvimos a la granja de la mujer y nos lavamos en su cisterna y bebimos de su pozo y dormimos en su henal. Luego, nos trajo de cenar unas gachas de maíz. La quise como a una segunda madre. La quise hasta ponerme al borde de las lágrimas. Nos levantamos antes de que amaneciera y procedimos a ordeñar y a cortar leña y a llevarle un cubo de agua, y ella salió a la puerta con un desayuno de gachas fritas con mermelada de moras por encima y una cucharada de crema de leche y lo tomamos allí, de pie en el porche, al fresco de la mañana y en la penumbra, y fue un momento maravilloso y perfecto.
Luego, regresamos al cementerio, una simple parcela rodeada por una valla medio caída y una verja con una cadena de la que pendía un cencerro. Mi padre y yo arreglamos la verja lo mejor que supimos. El removió un poco la tierra de la tumba con una navaja, pero enseguida decidió que debíamos volver a la granja a pedir prestado un par de azadas para trabajar mejor. «Ya que estamos aquí, podemos ocuparnos también de los demás», dijo. Esta vez, la señora nos esperaba con una cena de judías blancas. No recuerdo su nombre, lo cual es una lástima. Le faltaba una falange del dedo índice y ceceaba al hablar. Entonces me pareció que era vieja, pero ahora pienso que sólo era una mujer de campo que intentaba mantener los modales y la cordura, que intentaba seguir viva, trabajando hasta la extenuación y completamente sola en mitad de la nada. Mi padre dijo que hablaba como si su familia pudiera ser de Maine, pero no le preguntó. Se echó a llorar cuando nos despedimos de ella y se enjugó las lágrimas con el delantal. Mi padre le preguntó si tenía alguna carta o mensaje que quisiera que lleváramos de su parte y dijo que no. Le preguntó entonces si quería venir con nosotros y ella le dio las gracias, respondió que no con la cabeza y dijo: «Está la vaca. —Y añadió—: Estaremos bien cuando llegue la lluvia».
Aquel cementerio era el paraje más solitario que puedas imaginar. Si dijera que estaba volviendo a la naturaleza, acaso sacases la impresión de que el lugar poseía cierta vitalidad cuando, en realidad, era un terreno cuarteado y requemado por el sol. Costaba imaginar que allí la hierba hubiera sido verde alguna vez. Allá donde pisábamos, pequeños saltamontes echaban a volar a puñados, emitiendo ese chasquido que hacen, como cuando se enciende una cerilla. Mi padre metió las manos en los bolsillos, miró alrededor y meneó la cabeza. Luego, empezó de nuevo a cortar maleza con una hoz que traía y volvimos a colocar las lápidas que habían caído; la mayoría de las sepulturas sólo estaban perfiladas con piedras, sin nombre, ni fecha, ni nada en absoluto en ellas. Mi padre me dijo que cuidara dónde pisaba. Aquí y allá había pequeñas tumbas en las que no había reparado al principio, o no había caído en la cuenta de qué eran. Desde luego, no quería pisarlas, pero no vi dónde estaban hasta que él segó los hierbajos y entonces me di cuenta de que había pasado por encima de alguna y me sentí fatal. Sólo de niño he sentido tanta culpa y tanta lástima... Todavía sueño con ello. Mi padre siempre decía que cuando alguien muere, el cuerpo sólo es una indumentaria vieja que el espíritu ya no quiere. Pero allí estábamos, medio matándonos para encontrar una tumba y procediendo con absoluta cautela en vigilar dónde pisábamos.
Nos afanamos un buen rato en poner orden. Hacía calor y se oía el ruidito de los saltamontes y el del viento que agitaba la hierba seca. Después, esparcimos semillas de bergamota, equinácea, girasol, aciano y guisante de olor. Eran semillas que siempre guardábamos para nuestro jardín. Cuando terminamos, mi padre se sentó en el suelo al lado de la tumba de su padre. Se quedó allí un buen rato, arrancando los pequeños bigotes de hierba que todavía quedaban sobre ella y abanicándose con el sombrero. Creo que lamentaba que no le quedara nada más que hacer. Finalmente, se levantó, se sacudió el polvo y nos quedamos allí plantados con nuestras miserables ropas empapadas y las manos sucias de la labor y los primeros chirridos de los grillos y las moscas, que empezaban a molestar de verdad, y los trinos de los pájaros cuando se preparan para pasar la noche, y mi padre inclinó la cabeza y se puso a rezar, encomendando a su padre al Señor y pidiendo también el perdón divino y el de su padre. Añoré profundamente a mi abuelo y sentí, yo también, la necesidad de perdón. Pero fue una plegaria muy larga.
A esa edad, todas las oraciones me parecían demasiado largas y me aburrían soberanamente. Intenté tener los ojos cerrados, pero al cabo de un rato tuve que echar un pequeño vistazo. Y esto es algo que recuerdo muy bien. Al principio, pensé que veía ponerse el sol por el este; sabía dónde quedaba el este porque cuando habíamos llegado, por la mañana, el sol asomaba apenas en el horizonte. Entonces me di cuenta de que lo que estaba viendo era una luna llena que salía mientras el sol se ponía. Una y otro estaban en un borde y en medio reinaba la más maravillosa de las luces. Parecía que se pudiera tocar, como si unas corrientes luminosas palpables fueran y vinieran de un lado a otro, o como si hubiera unas grandes madejas de luz suspendidas, muy tensas, entre los dos astros. Quería que mi padre lo viera, pero me di cuenta de que perturbaría su plegaria y quise hacerlo de la mejor manera, así que le tomé la mano y la besé. Y luego dije: «Mira la luna», y miró. Nos quedamos allí hasta que el sol se ocultó y la luna se alzó. Dio la impresión que flotaban en el aire muchísimo rato, debido, supongo, a que los dos eran tan brillantes que no podía tenerse una visión clara de ellos. Y aquella tumba, y mi padre y yo, estábamos exactamente entre uno y otro, lo cual en aquel instante me pareció asombroso, ya que no me había detenido a pensar mucho en la naturaleza del horizonte.
Mi padre dijo: «Nunca habría pensado que este lugar pudiera ser hermoso. Me alegro de saber que sí».
Cuando por fin llegamos a casa, traíamos un aspecto tan terrible que, al vernos, mi madre rompió a llorar. Habíamos adelgazado y teníamos la ropa destrozada. El viaje completo no nos había llevado un mes, pero habíamos dormido en graneros y cobertizos e incluso en el duro suelo, durante la semana que habíamos pasado perdidos. Era una gran aventura que recordar y mi padre y yo solíamos reírnos de ciertas cosas bastante espantosas. Una vez, un viejo nos había disparado, incluso. Mi padre, según explicó en cierta ocasión, se proponía coger unas cuantas zanahorias de buen tamaño de un huerto junto al que pasamos. Había dejado una moneda en el porche para pagar lo que pudiéramos llevarnos de comer, que siempre era demasiado poco. Fue una escena que merecía verse: mi padre en mangas de camisa, saltando la valla desvencijada de un huerto con una mata de zanahoria en la mano, agarrada por las hojas, y perseguido por un individuo que apuntaba contra él. Nos adentramos corriendo en la espesura y, cuando concluimos que ya no nos seguía, nos sentamos en el suelo y mi padre limpió de tierra la zanahoria rascando con su navaja, la cortó en pedazos, los puso en la corona del sombrero, que colocó entre nosotros a modo de mesa, y empezó a bendecir la comida, algo que nunca olvidaba hacer. «Por todos los alimentos que vamos a recibir», dijo, y los dos nos echamos a reír hasta que nos saltaron las lágrimas. Ahora comprendo que, para él, darnos de comer era una preocupación desesperada que lo había empujado a algo muy parecido a un crimen. La zanahoria era tan grande y vieja y dura que tuvo que cortarla a rodajas finas. Fue como comer una rama y tampoco teníamos nada con que hacerla bajar.
En realidad, sólo más tarde me di cuenta del apuro en el que me habría visto si le hubieran disparado, o incluso matado, y yo hubiese quedado abandonado a mi suerte en medio de la nada. Todavía sueño con eso. Creo que él sintió la suerte de vergüenza que se siente cuando uno advierte el riesgo estúpido que ha corrido, después de que haya pasado. Sin embargo, él estaba absolutamente decidido a encontrar aquella sepultura.
Una vez, para hacer hincapié en que debía estudiar mientras era joven y las enseñanzas entraban fácilmente, mi abuelo me habló de un hombre al que había conocido a su llegada a Kansas, un predicador recién establecido allí. Me dijo: «Ese hombre no sólo confiaba en su hebreo. También había cruzado veinte kilómetros por tierras vírgenes en pleno invierno para dirimir unas diferencias de interpretación. Tuvimos que descongelarlo para que nos contara qué se proponía». Mi padre se rió y dijo: «Lo extraño es que esa historia incluso podría ser cierta». Sin embargo, yo la recordé en esa ocasión porque me pareció que nosotros estábamos haciendo algo muy parecido.
Mi padre renunció a seguir indagando y volvió a llamar a las puertas, un proceder al que se había resistido, pues, cuando la gente descubría que era predicador, en ocasiones intentaban darle más de lo que se podían permitir. Por lo menos, eso creía él. Y adivinaban que era clérigo a pesar del aspecto desastrado que ofrecíamos cuando ya llevábamos varios días de nuestra travesía del desierto, como él la llamaba. En un par de casas, nos ofrecimos a hacer alguna tarea a cambio de comida y la gente le pidió que comentara un poco las Escrituras o que dijera una oración. A él le sorprendió que lo reconocieran y se preguntó qué era lo que lo delataba. Se enorgullecía de tener unas manos ásperas y encallecidas y de que no le sobrara un gramo de grasa. Yo he tenido la misma experiencia muchas veces y también me ha desconcertado. La cuestión es que pasamos muchos días al filo del desastre y nos reímos de ello durante años. Siempre eran los peores apuros los que nos hacían reír. A mi madre, todo aquello le irritaba, pero se limitaba a decir: «Ni se te ocurra contármelo».
En muchos aspectos, era una madre extraordinariamente cuidadosa, la pobre mujer. En cierto sentido, yo era su único hijo. Antes de que yo naciera, se había comprado un libro nuevo sobre cuidados y salud en el hogar. Era grande y caro y mucho más especial que el Levítico. Siguiendo sus consejos, mi madre intentaba evitar que hiciéramos uso alguno de nuestro cerebro durante una hora después de cenar, o que leyéramos cuando teníamos los pies fríos. Se trataba de evitar demandas contradictorias en la circulación de la sangre. En una ocasión, mi abuelo le dijo que si no se pudiera leer con los pies fríos, no habría un alma lectora en todo el estado de Maine, pero ella se tomaba las cosas muy en serio y el comentario sólo la irritó. «En Maine nadie encuentra mucho que comer, así que todo queda equilibrado», replicó. Cuando yo llegaba a casa, me lavaba y me acostaba y me daba de comer seis o siete veces al día y me prohibía que utilizara el cerebro después de cada comida. El tedio era considerable.
Aquel viaje fue una gran bendición para mí. Volviendo la vista atrás, me doy cuenta de lo joven que era entonces mi padre. No podía tener más de cuarenta y cinco o cuarenta y seis años. Ya en su madurez, seguía siendo un hombre atractivo y vigoroso. Al atardecer, después de la cena, jugábamos a lanzarnos la pelota hasta que el sol se ponía y la oscuridad nos impedía ver el balón. Creo que agradecía tener a un niño en casa, un hijo. Bueno, hasta hace poco yo también era un hombre atractivo y vigoroso.
Sabrás, supongo, que me casé con una chica cuando era joven. Habíamos crecido juntos. Celebramos la boda durante mi último año en el seminario y luego volvimos aquí para que yo pudiera ocupar el púlpito de mi padre mientras mi madre y él iban unos meses al sur por el bien de la salud de mi madre. Mi esposa murió de parto, y el bebé murió con ella. Se llamaban Louisa y Angeline. Vi a la niña viva, la sostuve entre mis brazos unos minutos y aquello fue una bendición. Boughton la bautizó y le puso por nombre Angeline, porque aquel día yo estaba en Tabor —no esperábamos que naciera hasta al cabo de seis semanas— y no había nadie que pudiera decirle qué nombre habíamos elegido. Habría sido Rebecca, pero Angeline es un buen nombre.
El domingo pasado fuimos a cenar a casa de Boughton y vi que le mirabas las manos. Ahora las tiene tan artríticas que no son más que piel y nudillos. Piensas que es terriblemente viejo y es más joven que yo. Fue el padrino de mi primera boda y también nos casó a mí y a tu madre. Ahora, su hija Glory vive en casa con él. El matrimonio de Glory fracasó y eso es triste, pero, para Boughton, tenerla allí es una bendición. El otro día, vino a traerme una revista y me habló de la posibilidad de que Jack también volviera a casa. En realidad, tardé un minuto en saber a quién se refería. Probablemente no te acuerdes mucho del viejo Boughton. Ahora, de vez en cuando, está un poco malhumorado, lo cual es comprensible, teniendo en cuenta su malestar. Sería una lástima que fuera eso lo que recordaras de él. En la flor de la vida, fue el mejor predicador que haya oído nunca.
Mi padre siempre predicaba a partir de unas notas y yo escribía mis sermones palabra por palabra. Hay cajas llenas de ellos en el desván y otros de los años más recientes en fajos, en el armario. Nunca he vuelto a hojearlos para ver si merecían la pena, si en realidad había dicho algo. Casi todo el trabajo de mi vida está metido en esas cajas, lo cual es algo asombroso sobre lo que reflexionar. Podría echarles un vistazo, tal vez encontrar unos pocos que me gustaría que conservaras. Me dan un poco de miedo. Creo que tal vez trabajé en ellos, como que también lo hice sólo para mantenerme ocupado. Si alguien venía a casa y me encontraba escribiendo, por lo general volvía a marcharse, a no ser que se tratara de un asunto importante. No sé por qué el retraimiento había de ser un bálsamo para la soledad, pero, a la sazón, para mí siempre lo era y la gente me respetaba por todas esas horas que pasaba aquí arriba, trabajando en el estudio, y por todos esos libros que me llegaban de vez en cuando por correo, no muchos, en realidad, pero más de los que podía permitirme comprar. En eso, en los libros, se fue parte del dinero que habría podido ahorrar.
Esto no era todo, por supuesto. Para mí, escribir ha sido siempre como rezar, incluso cuando no escribía plegarias, como sucedía a menudo. Sientes que estás con alguien. Siento que estoy contigo ahora, sea lo que sea lo que eso signifique si consideramos que eres un chiquillo y que, cuando te hagas un hombre, estas cartas quizá no te interesen. O tal vez nunca lleguen a tus manos por el motivo que sea. Aun así, cuánto lamento cualquier tristeza que hayas sufrido y cuán agradecido estoy de antemano por todas las cosas buenas que hayas disfrutado. Esto significa que rezo por ti. Y hay intimidad en ello. Esa es la verdad.
Tu madre respeta las horas que paso aquí arriba en el estudio. Está orgullosa de mis libros. Fue ella, en realidad, quien me llamó la atención sobre la cantidad de cajas que he llenado con sermones y plegarias. Cincuenta sermones al año, digamos, por cuarenta y cinco años, sin contar los funerales y demás, de los cuales ha habido un gran número. Dos mil doscientos cincuenta. Si tienen treinta páginas de promedio, eso suman sesenta y siete mil quinientas páginas. ¿Es correcto? Creo que sí. Y escribo con letra pequeña, como ahora ya sabes. Digamos que, con trescientas páginas, tenemos un volumen. Eso significa que he escrito doscientos veinticinco libros, lo que me iguala a Agustín y a Calvino en cuanto a cantidad. Es pasmoso. Casi todo lo he escrito con la esperanza y la convicción más profundas, tamizando mis pensamientos y eligiendo las palabras. Intentando decir lo que era verdad. Y te lo digo sinceramente, ha sido algo maravilloso. Siento gratitud por todos esos años oscuros, aun cuando vistos a través del paso del tiempo parecen una plegaria dilatada y amarga que finalmente ha obtenido respuesta. Tu madre entró en la iglesia en mitad de la plegaria —para resguardarse del tiempo, pensé en aquel momento, pues diluviaba— y me miró con unos ojos tan serios que me avergoncé de estar predicando para ella. Como diría Boughton, noté la pobreza de mis comentarios.
A veces he gozado del sosiego de un domingo cualquiera. Es como hallarse en un huerto recién sembrado después de una lluvia cálida. Uno siente la vida, silenciosa e invisible. Lo único que requiere es que se tenga cuidado en no pisotearla. Y aquél era un día muy tranquilo, con la lluvia en el tejado, la lluvia contra las ventanas, y todo el mundo dando gracias, ya que al parecer nunca recibimos lluvia suficiente. En momentos como ésos, no me importa especialmente que la gente escuche o no lo que tengo que decirle, pues sé cuáles son sus pensamientos. Entonces, si entra un extraño, ese mismo sosiego puede parecer somnolencia y rutina aburrida, porque eso es lo que temes que sea para esa persona.
Si Rebecca hubiese vivido, ahora tendría cincuenta y un años, diez más de los que tiene tu madre. Durante mucho tiempo pensé qué sucedería si entrase por esa puerta, qué no me avergonzaría, como poco, decir en su presencia. Porque siempre la he imaginado regresando de un lugar donde todo se sabe y escuchando mis esperanzas y especulaciones como lo haría alguien que ha visto la verdad cara a cara y conoce el pleno alcance de mi incomprensión. Ésta era una especie de juego que practicaba conmigo mismo, para evitar tomarme demasiado a pecho doctrinas y controversias. En aquellos tiempos, leía muchísimos libros y siempre andaba debatiendo con uno u otro, pero creo que sabía de la inconveniencia de llevar ese tipo de cosas al pulpito. Con todo, pienso que fue porque escribía los sermones como si Rebecca pudiera entrar por la puerta en cualquier momento por lo que, de algún modo, estaba preparado cuando entró tu madre, más joven de lo que habría sido Rebecca entonces, desde luego, pero no muy distinta de cómo yo la veía en mi mente. No se trataba tanto de su aspecto externo, como de la forma en que parecía no pertenecer a este lugar y, al mismo tiempo, ser la única de todos nosotros que sí pertenecía realmente a este sitio.
Digo esto porque había en ella una seriedad que casi daba la impresión de enojo. Como si dijera: «He venido desde una distancia indecible y de una otredad inimaginable sólo para complacer tus plegarias. Ahora, di algo que tenga un poco de sentido». El sermón me supo a cenizas en la lengua. Y no era porque no lo hubiese trabajado. Trabajaba todos mis sermones. Recuerdo que aquel día bauticé a dos niños. Sentí la intensidad con que ella observaba. Las dos criaturas lloraron cuando les toqué la cabeza con el agua por primera vez y levanté la mirada y vi en su rostro la expresión de severa sorpresa que yo, antes incluso de alzar la cabeza, sabía que encontraría y tuve ganas de decirle sinceramente: «Si sabe una manera mejor de hacerlo, le agradeceré que me la diga». Luego, al cabo de seis meses, la bauticé a ella. Y tuve ganas de preguntarle: «¿Qué he hecho? ¿Qué significa?». Esas preguntas acudían a mi mente con frecuencia, no porque tuviera la menor duda de que había hecho algo que significaba alguna cosa, sino porque, por más que pensara y leyera y orara, me sentía fuera del misterio de aquello. Las lágrimas rodaron por su rostro, pobrecilla. Eso no lo olvidaré jamás. Siempre y cuando no lo olvide todo, como les sucede a muchos viejos. A lo que parece, no viviré el tiempo suficiente como para olvidar lo que no haya olvidado ya, lo cual es una buena cosa, lo sé. A lo largo de los años, he pensado mucho sobre el bautismo. Boughton y yo hemos hablado a menudo de la cuestión.
Tal vez te parezca una trivialidad que mencione esto ahora, teniendo en cuenta la gravedad del asunto, pero no creo que de veras lo sea. Nosotros fuimos niños piadosos, nacidos en hogares piadosos de una población absolutamente piadosa, y aquello afectó nuestra conducta de una manera considerable. Una vez, bautizamos una carnada de gatos. Eran unos gatitos de granja de color tierra que apenas se sostenían sobre las patas, de esos felinos asilvestrados que llevan una vida anónima manteniendo a raya a los ratones y a los que no les interesan en absoluto los humanos, salvo para evitarlos. Sin embargo, los animales parecían mostrarse sociables, por lo que siempre nos alegraba encontrar gatitos nuevos saliendo de la oquedad donde su madre los había escondido, tan dispuestos a jugar como nosotros. A una de las niñas se le ocurrió ponerles un vestido de muñeca. Sólo había un vestido, lo cual no supuso un problema porque los gatos apenas lo toleraban un momento y, en cualquier caso, habría que desvestirlos tan pronto estuviesen bautizados. Yo les humedecí la frente, repitiendo la fórmula trinitaria completa.
Su madre, una vieja gata de aire torvo y cola torcida, nos descubrió bautizándolos junto al arroyo y empezó a llevárselos de uno en uno, cogiéndolos por la nuca. Perdimos la pista de quién era cada cual, pero estábamos absolutamente seguros de que la madre había alejado a algunos que aún vivían en la oscuridad del paganismo y aquello nos preocupó sobremanera. Así que, finalmente, un día le pregunté a mi padre del modo más informal imaginable qué le pasaría a un gato si, por ejemplo, alguien lo bautizaba. Respondió que los Sacramentos debían tratarse y considerarse siempre con el mayor de los respetos. Aquello no era realmente una respuesta a mi pregunta. Respetábamos los Sacramentos, por supuesto, pero para nosotros aquellos gatos eran lo más importante del mundo. Sin embargo, entendí lo que quería decir y ya no bauticé a nadie más hasta que me ordené.
Las chicas llevaron a casa dos o tres de aquellos animalitos y los convirtieron en unos gatos domésticos decididamente respetables. Louisa adoptó uno amarillo. Cuando nos casamos, aún lo tenía. Los demás vivieron sus vidas salvajes, indistinguibles de sus congéneres, y si eran cristianos o paganos, nadie supo decirlo jamás. Ella llamaba Centella a su gato, por la mancha blanca que tenía en la frente. Finalmente, un buen día, desapareció. Sospecho que la pillaron robando conejos, un pecado al que se entregaba con frecuencia, aun siendo un gato cristiano como sabíamos que era y a pesar de la artritis que sufría en aquellos tiempos. Uno de los chicos dijo que tenía que haberla llamado Salpicada. Era baptista y creía firmemente en la inmersión total, así que los gatos deberían estar agradecidos de que yo no lo fuese. El chico dijo que con nuestros métodos no se obtenía ningún resultado y que no podíamos demostrar que estuviese equivocado. Nuestra Soapy debía de ser un pariente lejano.
Todavía recuerdo el tacto de aquellas frentes pequeñas y cálidas en la palma de mi mano. Todo el mundo ha acariciado un gato, pero tocar uno de ese modo, con la pura intención de bendecirlo, es una experiencia muy distinta. Se te queda grabado en la mente. Durante años, nos preguntamos qué les habíamos hecho desde un punto de vista cósmico. Y aún hoy me sigue pareciendo una pregunta válida. La bendición —y eso creo que es el bautismo, principalmente— posee una realidad. No intensifica el carácter sagrado, pero lo reconoce, y en ello hay poder. Lo he sentido recorrer mi cuerpo, por así decirlo. La sensación que produce es la de conocer realmente a una criatura; me refiero a sentir realmente su vida misteriosa y tu propia vida misteriosa a un tiempo. No es mi deseo instarte al ministerio, pero en él hay ciertas ventajas que no tendrías en cuenta a menos que yo te las indicase. Tampoco es necesario ser ministro para impartir bendiciones. Simplemente, es mucho más probable si uno se encuentra en ese puesto. Es algo que la gente espera de uno. No sé por qué la literatura se ha ocupado tan poco de este aspecto de la vocación.
Ludwig Feuerbach dice una cosa maravillosa del bautismo. La tengo anotada. Dice: «El agua es el más puro y claro de los líquidos; en virtud de ello, su carácter natural es imagen de la naturaleza inmaculada del Espíritu Divino. En resumen, el agua tiene significación por sí misma, como agua; es su cualidad natural lo que hace que sea consagrada y escogida como vehículo del Espíritu Santo. Así pues, en el fundamento del bautismo subyace una hermosa y profunda significación natural». Feuerbach es un conocido ateo, pero expone casi mejor que nadie los aspectos gozosos de la religión y siente amor por el mundo. Desde luego, piensa que la religión podría quitarse de en medio y dejar que el gozo existiera, puro y sin tapujos. Este es su único error, y es significativo. Pero se muestra maravilloso sobre el tema del gozo así como sobre las expresiones religiosas de éste.
Boughton tiene una opinión muy negativa de él, pues perturbó la fe de mucha gente, pero yo discrepo tanto de esa gente como de Feuerbach. Me parece que hay algunos que andan buscando que perturben su fe. Esta ha sido la tendencia durante los últimos cien años. Mi hermano Ed— ward me proporcionó el libro de Feuerbach, La esencia del Cristianismo, con la intención de zarandearme y sacarme de mi piedad acrítica, me dijo al dármelo. Tenía que leerlo en secreto, o eso creí. Lo guardé en una caja de galletas que escondí en un árbol. Como puedes imaginar, leerlo en aquellas circunstancias me proporcionaba un gran interés.
Y yo sentía un gran respeto por Edward, que había estudiado en una universidad alemana.
Ahora caigo en la cuenta de que aún no he hablado de Edward, aunque él también fue muy importante para mí.
Y todavía lo es, Dios dé descanso a su alma. Tengo la impresión de que en ciertos aspectos apenas lo conocía, pero en otros es como si llevara toda la vida hablando con él. Edward pensaba que me hacía un favor quitándome un poco de mi provincianismo del Medio Oeste. Era el favor que Europa le había hecho a él. Pero aquí estoy, habiendo llevado hasta el final la existencia contra la que él me previno y, en conjunto, muy satisfecho de ella, además. No obstante, aún sigo siendo susceptible en el asunto del provincianismo.
Edward estudió en Gotinga. Era un hombre notable. Me llevaba casi diez años, así que, en realidad, no lo conocí muy bien cuando éramos niños. Entre él y yo había dos hermanas y un hermano, a todos los cuales la difteria arrebató de este mundo en menos de dos meses. El los conoció y yo, por supuesto, no, lo cual era otra gran diferencia. Aunque rara vez se hablaba de ello, siempre tuve presente que había existido una vida alegre y atestada que ellos tres recordaban bien y que yo no podía imaginar. En cualquier caso, Edward se marchó de casa a los dieciséis para estudiar en la universidad. Terminó a los diecinueve con un título en lenguas antiguas y viajó de inmediato a Europa. Ninguno de nosotros volvió a verlo en años. Ni siquiera hubo demasiadas cartas.
Un día, se presentó en casa con bastón y un enorme bigote. Herr Doktor. Debía de tener veintisiete o veintiocho años. Había publicado un librito en alemán, una especie de monografía sobre Feuerbach. Era listísimo y mi padre lo trató también con cierto temor y respeto, como venía haciendo desde que Edward era un chiquillo, me parece. Mis padres me contaron historias de que, cuando era pequeño, leía todo lo que le caía entre manos, de que había aprendido de memoria un libro entero de Longfellow, de que si dibujaba mapas de Europa y de Asia y se había aprendido todas las ciudades y ríos. Desde luego, pensaban que estaban criando a un pequeño Samuel —todos lo pensaban—, por lo que todo el mundo le suministraba libros y pinturas y una lupa y todo lo que se les ocurría o les venía a mano. A veces, mi madre se lamentaba en voz alta de que no le hubieran exigido que ayudara más en las tareas domésticas y, desde luego, no cometió el mismo error conmigo. Sin embargo, no se veía a menudo a un chico tan maravilloso como él y era creencia general que sería un gran predicador. Así pues, todos los feligreses participaron en colectas para llevarlo a la universidad y, después, para mandarlo a Alemania. Y regresó convertido en ateo. En cualquier caso, es lo que siempre declaró ser.
Sacó plaza de profesor en la Universidad Estatal de Lawrence, donde enseñaba literatura alemana y filosofía, y se quedó allí hasta su muerte. Se casó con una chica alemana de Indianápolis y tuvieron seis hijos rubísimos, todos ellos ya adultos hoy día. Pasó todos esos años a unos pocos cientos de kilómetros y apenas lo vi. Enviaba contribuciones a la iglesia para compensar la ayuda que le habían prestado. Mientras vivió, cada año llegaba un cheque con fecha de 1 de enero. Era un buen hombre.
Cuando regresó, mi padre y él y tuvieron algunas discusiones, la primera de ellas la misma noche de su llegada, a la hora de cenar, cuando mi padre le pidió que bendijera la mesa. Edward carraspeó y replicó: «Me temo que, en conciencia, no puedo hacerlo, señor», y mi padre palideció. Yo sabía que había habido cartas suyas que no me habían dejado leer y había escuchado velados comentarios entre mis padres. Así pues, aquélla fue la temida confirmación de sus temores. Mi padre dijo: «Has vivido bajo este techo y conoces las costumbres de tu familia. Podrías mostrar un poco de respeto», a lo que Edward replicó —lo cual estuvo muy mal por su parte—: «Cuando era pequeño, pensaba como un niño. Ahora ya soy adulto y no hago cosas de críos». Mi padre se levantó de la mesa, mi madre se quedó sentada, inmóvil, con el rostro bañado en lágrimas, y Edward me pasó las patatas. Yo no tenía idea de qué se esperaba de mí, así que me serví algunas. Edward me pasó la salsa. Con aire solemne, dimos cuenta de aquella cena sin bendecir durante un rato y luego dejamos la casa y acompañé a Edward al hotel.
Por el camino, me dijo, «John, bien puedes enterarte ahora de lo que sin duda sabrás algún día. Esto es un pueblo de mala muerte, ya debes de haberte dado cuenta. Marcharse de aquí es como despertar de un trance». Supongo que los vecinos nos vieron dejar la casa a la hora de la cena, aquel primer día, Edward con un brazo doblado a la espalda, un poco encorvado para dar a entender que tenía cierta necesidad del bastón y con aire de estar sumido en un tipo de pensamientos especialmente rigurosos y distinguidos, desarrollados posiblemente en un idioma extranjero. (¡Hazme caso!) Si lo vieron, debieron de ver confirmado al instante lo que durante mucho tiempo habían sospechado. Debieron de saber también que en la cocina de mi madre había habido ira y lágrimas y que mi padre estaba en el desván o en el cobertizo de la leña, en algún rincón tranquilo y secreto, de rodillas, preguntando al Señor qué era lo que le pedía. Y allí estaba yo con Edward, siguiendo sus pasos, otra aflicción para mis padres, o eso debían de pensar.
Además de los libros que antes mencionaba, Edward también me regaló la pequeña reproducción de una escena de mercado que cuelga junto a la escalera. Debo acordarme de decirle a tu madre que es mío y no de la rectoría. No creo que tenga ningún valor, pero tal vez quiera quedárselo.
Voy a apartar ese Feuerbach y ponerlo junto a los libros que le pediré a tu madre que guarde para ti. Espero que lo leas algún día. No hay nada alarmante en él, a mi entender. La primera vez, lo leí bajo las sábanas y mientras andaba por la cañada, porque mi madre me había prohibido cualquier contacto con Edward y yo sabía que la orden abarcaba la lectura del libro ateo que él me había dado. «Si tú le hablaras así a tu padre alguna vez, lo matarías», me decía. En realidad, mi intención fue siempre defender a mi padre. Creo que lo he hecho.
Hay algunas notas mías en los márgenes del libro que espero que te resulten útiles.
La mención a Feuerbach y el gozo me ha recordado algo que vi hace unos años, una mañana, cuando me dirigía a la iglesia muy temprano. Una pareja joven caminaba media manzana delante de mí. El sol había asomado, radiante, después de un chaparrón y los árboles estaban lustrosos y empapados. De improviso, por pura exuberancia, supongo, el chico dio un salto y agarró una rama; una cortina de agua luminosa cayó, torrencial, sobre ellos y los dos rompieron a reír y salieron corriendo. La muchacha se sacudía el agua del pelo y del vestido como si estuviera algo disgustada, pero no era así. Fue algo hermoso de ver, como salido de una leyenda. No sé por qué he pensado en eso ahora si no es, quizá, porque en momentos así es fácil creer que el agua se creó principalmente para bendecir y sólo secundariamente para cultivar verduras o para hacer la colada. Ojalá hubiera prestado más atención a la escena. Mi lista de lamentaciones tal vez parezca inusual, pero ¿quién va a saber que lo son, en realidad? Éste es un planeta interesante. Merece toda la atención que uno pueda prestarle.
Al escribir esto, observo cuánto me cuesta no utilizar más de lo necesario ciertos términos. Pienso en la palabra «sencillamente», por ejemplo. Casi desearía haber escrito que el sol sencillamente brilló y que el árbol sencillamente resplandeció y que el agua sencillamente cayó de sus ramas a cántaros y que la muchacha sencillamente se rió; cuando un vocablo se emplea de esta manera, da énfasis a la palabra que lo sigue y también impone un tono de voz particular. La gente habla así cuando pretende llamar la atención sobre una cosa que existe más allá de ella misma, por así decirlo, una suerte de pureza o de prodigalidad, en todo caso algo corriente en su naturaleza, pero excepcional en su categoría. Así me lo parece hoy. La palabra «sencillamente» tiene cierto significado real que el lenguaje corriente no reconoce. Es un poco como el —ge alemán. Lamento tener que privarme de ello. Le quita la mitad de la fuerza a la narración.
También soy propenso a emplear en exceso la palabra «viejo», que en realidad tiene menos que ver con la edad, me parece a mí, que con la familiaridad. El término subraya que algo es objeto de consideración, de modesto y habitual afecto. A veces sugiere desventura o vulnerabilidad. Digo, «el viejo Boughton», «este viejo pueblucho miserable», y con eso quiero decir que los llevo muy cerca de mi corazón.
No escribo como hablo. Temo que pienses que no he sabido hacerlo de otra manera. Tampoco escribo como lo hago para el pulpito, si puedo evitarlo. Sería ridículo, dadas las circunstancias. Lo que sí procuro es escribir como pienso. Sin embargo, naturalmente, todo eso cambia tan pronto lo pongo en palabras. Y cuanto más parecen expresar mi pensamiento, más salidas de un pulpito suenan, lo cual es inevitable, supongo. No obstante, me resistiré a tal inflexión.
Me acerqué a casa de Boughton a ver en qué andaba y lo encontré en un estado de ánimo terrible. El día siguiente cumplía cincuenta y cuatro años. Me dijo: «La verdad es que estoy muy harto de estar aquí, solo. Esta es la verdad». Glory hace todo lo que puede para que se sienta a gusto, pero el hombre tiene días malos. «Cuando éramos jóvenes, el matrimonio significaba algo. La familia significaba algo. ¡Las cosas no eran en absoluto como ahora!» Glory puso los ojos en blanco al oírlo y dijo: «No hemos sabido de Jack desde hace tiempo y eso nos inquieta un poco».
Él dijo: «Glory, ¿por qué haces siempre eso? ¿Por qué dices nosotros cuando sólo te refieres a mí?».
Ella dijo: «Papá, por lo que a mí respecta, no veo el momento en que Jack se presente».
Él dijo: «Bueno, preocuparse es natural y no voy a disculparme por ello».
Ella dijo: «Supongo que es natural que pagues tu inquietud conmigo, pero no voy a fingir que me gusta».
Y así sucesivamente, de modo que volví a casa.
Boughton siempre ha sido un hombre de buen corazón, pero sus achaques lo irritan y a veces dice cosas que no debería, realmente. Entonces, no es él.
Lamento que estés solo. Eres un niño serio, sin muchas ocasiones de echar unas risas o de encontrar complicidades. Eres tímido con los demás niños. Te veo de pie en tu columpio, observando a otros chicos de tu edad que pasan por el camino. Uno de los mayores está probando una bicicleta vieja y desvencijada. Supongo que sabes quiénes son. No hablas con ellos. Si te parece que reparan en tu presencia, probablemente entrarás en casa. Eres tímido como tu madre. Veo lo dura que es para ella la vida a la que la he traído y creo que tú también lo adviertes. Resulta una esposa de predicador muy poco corriente, ella misma lo dice. Pero nunca pestañea siquiera ante una dificultad. María Magdalena, probablemente, prepararía de vez en cuando un guiso a la cazuela, o el equivalente de la época. Un buen potaje, supongo.
Con todo el respeto del mundo, digo que tu madre siempre me ha parecido una persona con la que el Señor quizás habría querido pasar parte de Su vida mortal. Qué extraño resulta tener que decir esto transcurridos tantos siglos. Existe una inocencia adquirida, creo, que merece ser tan venerada como la inocencia de los niños. A menudo he querido predicar sobre eso. Pensándolo bien, ya lo he hecho. Cuando el Señor dice «Debéis haceros como uno de estos pequeños...», entiendo que se refiere a que uno debe desprenderse de todas las acreciones de presunción, vanidad y trivialidad. «Desnudo salí del vientre de mi madre», etcétera. Creo que predicaré sobre eso en Adviento. Tomaré nota. Si yo mismo no recuerdo haber hablado del tema, no creo que nadie más se acuerde. También imagino a Jesús intimando con mi abuelo, friendo un desayuno para él y debatiendo. Y, de hecho, el viejo llegó a hablar de que había tenido varias experiencias de esa clase, precisamente. Dudo que yo hubiera tenido fortaleza para ello. Es algo que me ha venido a la cabeza de vez en cuando a lo largo de los años y no sé muy bien cómo interpretarlo.
Siempre me he sentido complacido cuando he pensado que tu madre estaba cómoda en el mundo, aunque fuese momentáneamente. Que estaba en paz en él, debería decir, pues creo que su familiaridad con el mundo puede ser mucho más profunda que la mía. Ojalá, de verdad, tuviera los recursos para ahorrarte cualquier proximidad con esa pobreza que el propio Señor bendijo con su palabra y su ejemplo. Sólo una vez, cuando expresé esta preocupación en voz alta, dijo tu madre: «¿Crees que no sabría ser pobre? Si lo he sido toda la vida...». Y, sin embargo, me avergüenza pensar que os dejaré, a ti y a tu madre, tan desnudos en el mundo: Dios mío, le digo, líbralos de esa bendición.
Tengo cierta familiaridad con una suerte de santa pobreza. Mi abuelo nunca se quedaba nada que mereciera la pena dar, ni nos permitía a nosotros que nos lo quedáramos, decía mi madre. Se llevaba la colada cogiéndola directamente del tendedero. Ella decía que era peor que un ladrón, peor que un incendio en la casa. Decía que, seguramente, podía pasear por cualquier ciudad del Medio Oeste y ver un par de pantalones que ella misma había remendado caminando por la calle. Yo creo que era una especie de santo. Cuando alguien comentó en su presencia que había perdido un ojo en la guerra de Secesión, replicó: «Prefiero pensar que he conservado el otro». A mi madre le alegró saber que había algo que quisiera conservar. Una vez, me contó que lo habían herido en Wilson's Creek el mismo día en que había muerto el general Lyon. «Eso sí que fue una pérdida», dijo.
Cuando nos dejó, todos sentimos profundamente su ausencia. Sin embargo, el abuelo siempre complicaba bastante las cosas. Lo hacía por pura inocencia. No tenía paciencia para nada, salvo para la interpretación más simple de los mandamientos más estrictos. «Dar al que pide», sobre todo.
Me gustaría que hubieses conocido a mi abuelo. Una vez, oí decir a alguien que aquel único ojo que conservaba parecía que fuese, por alguna razón, un ojo multiplicado por diez. Yo, sin exagerar tanto, creo que una mirada, incluso una mirada fija, queda algo difuminada cuando en ella participan los dos ojos. El, sólo con mirarme, me hacía sentir como si me azuzara con un bastón. No es que quisiera hacerme daño, sino que, exasperado a causa de sus viejas convicciones, no podía tener la paciencia que la paz, el envejecimiento de su cuerpo y el descuido que se había adueñado de todas las cosas le exigían. Creía que todos debíamos vivir intensamente. No digo que estuviera equivocado, pues sería contradecir a Juan Bautista.
Lo daba todo, realmente. Mi padre buscaba una sierra o una caja de clavos y habían desaparecido. Mi madre guardaba el dinero que tenía en el corpiño, atado en un pañuelo. Llevaba un tiempo vendiendo gallinas para el puchero y huevos porque la situación era muy difícil. (A la sazón teníamos un poco de tierra alrededor de esta casa, un establo y pastos y un gallinero y una parcela de bosque y un cobertizo y un huertito hermoso y una parra. Con el paso de los años, sin embargo, la iglesia tuvo que venderlo todo. Yo siempre esperaba que dijeran que a continuación subastarían el sótano, o el tejado.) En cualquier caso, eran tiempos difíciles y ella tenía que vérselas con el viejo, y éste incluso daba las mantas de su propia cama. Lo hizo varias veces y a mi madre le costó Dios y ayuda conseguir otras. Durante una temporada, me hizo vestir a diario la ropa de ir a la iglesia para que él no se la llevase, y entonces no me dejaba en paz porque estaba segura de que saldría a jugar a béisbol con ella puesta, que era, evidentemente, lo que hacía.
Recuerdo que una vez entró en la cocina mientras mi madre planchaba y le dijo: «Hija, ha venido una gente que necesita nuestra ayuda».
«Bueno —dijo ella—, supongo que podrán esperar un momento. Supongo que podrán esperar a que la plancha se enfríe.» Al cabo de unos minutos, dejó la plancha sobre la estufa, fue a la despensa y volvió con un bote de levadura. Hurgó en él con un tenedor hasta que sacó una moneda de cuarto. Luego, continuó hurgando hasta que tuvo sobre la mesa el cuarto de dólar y dos monedas de diez centavos. Las recogió todas, las limpió de polvo con el borde del delantal y se las dio. En aquellos tiempos, cuarenta y cinco centavos equivalían a una buena cantidad de huevos. Mi madre no era una mujer tacaña. El las cogió, pero quedó claro que sabía que ella tenía más. (Una vez, en la despensa, había encontrado dinero escondido en una lata porque, al levantarla y agitarla por casualidad, había oído que tintineaba, así que se acostumbró a rondar por la despensa de vez en cuando a ver si había algo más que tintinease. Y mi madre se acostumbró a lavar el dinero y hundirlo en la manteca o enterrarlo en el azúcar. Pero de vez en cuando aparecía una moneda donde ella no quería, en el azucarero, desde luego, o en las gachas fritas.) Mi madre pensaba sin duda que si escondía una parte de su dinero en la despensa, él creería que todo estaba allí.
Pero nunca consiguió engañarlo. Creo que por aquel entonces el abuelo tal vez estaba algo desequilibrado pero, para él, todo el mundo y todas las cosas eran transparentes. Salvo los borrachos y los haraganes, decía mi madre, pero eso tampoco era completamente cierto. El se limitaba a decir: «No juzgues», y eso, por supuesto, está en las Sagradas Escrituras y es difícil de contradecir.
No obstante, debe decirse que mi madre se enorgullecía en grado sumo de cuidar de su familia, lo cual, en aquellos días, era un trabajo muy arduo, sobre todo para ella, a causa de los dolores y malestares que sufría. Guardaba una botella de whisky en la despensa para el reuma. «Es la única cosa que no tengo que esconder», decía. Pero él ya se había marchado con un bote de remolachas encurtidas sin decir siquiera «con permiso». Aquel día, sin embargo, se quedó allí con aquellas tres monedas en su mano vieja, drástica y momificada y la miró con aquel ojo terrible y ella cruzó los brazos encima del pañuelo donde escondía el dinero, como él bien sabía, y le sostuvo la mirada hasta que el abuelo dijo: «Que el Señor te bendiga y te guarde», y salió por la puerta.
Mi madre exclamó: «¡Lo he amedrentado con la mirada! ¡Lo he amedrentado con la mirada!». Parecía más asombrada que otra cosa. Como ya he dicho, sentía mucho respeto por el abuelo. Este siempre le decía que no tenía que preocuparse por su generosidad porque el Señor proveería. Y ella le decía que si Él no tuviera que esforzarse tanto para que conserváramos la camisa y los calcetines, tal vez tendría tiempo para proveernos de una tarta de vez en cuando, o de un bizcocho. Pero cuando se fue, lo echó de menos, como nos ocurrió a todos los demás.
Al repasar lo que he escrito, me da la impresión de que he presentado a mi abuelo en sus años de vejez como si fuera simplemente un excéntrico y como si lo tolerásemos, fuésemos respetuosos con él y lo amáramos y él nos amara a nosotros. Y todo eso es cierto. Pero creo que también sabíamos que sus excentricidades eran pasión frustrada, que estaba lleno de ira, en buen grado contra nosotros, y que los temblores de su vejez eran en parte los temblores de la pesadumbre acumulada. Y creo que mi padre, por su parte, también estaba enojado por las acusaciones que sabía que veía en la inquietud de su padre y también en sus interminables saqueos. Con espíritu de perdón cristiano muy propio de los clérigos, y de padre e hijo, habían enterrado sus diferencias. Debe decirse, sin embargo, que no las habían enterrado muy hondo y que tal vez lo habían hecho, más bien, como se cubren los rescoldos de una hoguera con ceniza para que se mantengan encendidos, en vez de sofocarlos.
Cuando el viejo rencor estaba a punto de estallar, tenían una forma muy particular de dirigirse el uno al otro.
«¿Le he ofendido de algún modo, reverendo?», preguntaba mi padre.
Y su padre respondía: «No, reverendo, no me ha ofendido de ninguna manera. En absoluto».
Y mi madre intervenía: «Eh, ustedes dos, no empiecen otra vez».
Mi madre también estaba orgullosa en grado sumo de sus gallinas, sobre todo cuando el viejo se marchó y nadie le asaltaba el corral. Seleccionadas con juicio, el gallinero prosperó, dando huevos a un ritmo que le asombraba. Pero una tarde se formó una tormenta y una ráfaga de viento arrancó el tejado del corral y las gallinas salieron volando, succionadas por el vendaval, supongo, y también «comportándose como gallinas que eran», como reza el dicho de esta tierra. Mi madre y yo presenciamos el suceso porque, cuando había olido la llegada de la lluvia, me había llamado para que la ayudara a recoger la colada del tendedero.
Fue un desastre general. Cuando el techo golpeó la cerca, apenas una tela metálica clavada a unos cuantos postes que no resistió más de lo que lo habría hecho una mera telaraña, había gallinas alzando el vuelo hacia los pastos, gallinas alzando el vuelo hacia la carretera y gallinas sin intenciones claras, comportándose como gallinas que eran. Entonces, entraron en acción los perros de la vecindad, así como los nuestros, y en aquel momento la lluvia arreció de verdad. Ni siquiera podíamos llamar a nuestros perros. El alborozo de éstos adquirió un tinte de vergüenza, me parece recordar, pero los demás canes ni siquiera nos prestaron tanta atención. Nunca en la vida se lo habían pasado tan bien.
«No quiero ver esto», dijo mi madre, y yo la seguí hasta la cocina y nos sentamos a escuchar el alboroto y la lluvia y el viento. Entonces mi madre exclamó: «¡La ropa!», pues nos habíamos olvidado la colada. «Esas sábanas deben de pesar tanto que seguro que se arrastran por el suelo. Eso, si no han hecho caer las cuerdas.» Aquello significaba para ella un día de trabajo perdido, por no mencionar las gallinas ponedoras y los pollitos para freír. Cerró un ojo, me miró y dijo: «Sé que en esto ha de haber una bendición». A veces, cuando el abuelo no estaba presente, teníamos la costumbre de imitar su forma de hablar. Aun así, me sorprendió que hiciera una broma directa sobre él, que ya hacía tiempo que nos había dejado. A mi madre siempre le gustaba hacerme reír.
Cuando mi padre encontró a su padre en Mount Pleasant después de finalizada la guerra, en un principio, al ver que lo habían herido, sufrió un fuerte impacto. En realidad, se quedó sin habla. Así, las primeras palabras de mi abuelo a su hijo fueron: «Confío en que encontraré una gran bendición en ello». Y eso fue lo único que contó en toda su vida sobre lo que le había sucedido, todo lo cual tendía a ser más o menos drástico. Recuerdo, por lo menos, dos esguinces de muñeca y una costilla astillada. Una vez me dijo que, en inglés, el término «bendecir» procedía de una antigua palabra que significaba «marcar con sangre». Sin embargo, aunque en inglés sea etimológicamente cierto, no lo es en griego o en hebreo, por lo que ningún razonamiento que se base en tal argumento puede apoyarse en ninguna autoridad bíblica. Era impropio de él forzar de ese modo la interpretación. Lo hacía a fin de justificarse a sí mismo, supongo, como hacemos casi todos.
En cualquier caso, el concepto parecía ser importante para él. Siempre intentaba ayudar a los demás a alumbrar un ternero o a desmembrar un árbol, tanto si querían como si no. La única aflicción que sentía era por sus desventurados y no se guardó un ápice de ella para sí, por más ofendido que estuviera, hasta que sus amigos empezaron a morir, uno tras otro, en el transcurso de dos años. Entonces se sintió terriblemente solo, no cabe duda de ello. Creo que eso influyó en gran medida en su huida a Kansas. Eso y el incendio en la iglesia de los negros. No fue un gran fuego: alguien amontonó maleza junto al muro trasero y la encendió, y otro vio el humo y apagó las llamas con una pala. (La iglesia de los negros estaba donde está ahora la tienda de refrescos, aunque tengo entendido que cerrará. Esa iglesia se vendió hace años y lo que quedaba de la congregación se trasladó a Chicago. Por aquel entonces, se reducía a tres o cuatro familias. El pastor vino con un saco de plantas que había arrancado de alrededor de la escalinata delantera, lirios principalmente. Pensó que tal vez yo los querría y ahí siguen plantados todavía, junto a la fachada de nuestra iglesia, necesitados de cuidados. Debo decir a los diáconos de dónde proceden para que sepan que tienen cierta relevancia y los salven cuando el edificio sea derruido. No conocía bien al pastor negro, pero una vez me dijo que su padre conocía a mi abuelo. Me aseguró que lamentaban marcharse porque, antaño, esta población había significado mucho para ellos.)
Has empezado a trabar amistad con un chico que has conocido en la escuela, un pequeño luterano pecoso llamado Tobias, un chiquillo agradable. Al parecer, pasas la mitad del tiempo en su casa. Tu madre y yo pensamos que esto es muy conveniente para ti, pero te echamos terriblemente de menos. Esta noche acampas en su patio trasero, que está al otro lado de la calle y apenas unas cuantas casas más abajo. Cenar esta noche sin ti, una perspectiva melancólica.
Tobias y tú entrasteis en casa al amanecer con paso sigiloso, extendisteis los sacos de dormir en el suelo de tu habitación y dormisteis hasta la hora del almuerzo. (Habíais oído gruñidos en la espesura. T. tiene hermanos.) Tu madre se había quedado dormida en el salón con un libro en el regazo. Te preparé unos emparedados de queso tostados, que tuve al fuego un poco más de lo que debía, y te conté esa historia que tanto te gusta sobre mi pobre madre, que se quedaba dormida en la mecedora junto a los fogones mientras nuestra cena humeaba y burbujeaba como un sacrificio inaceptable, y tú te comiste los emparedados, quizá con un poco más de deleite por estar socarrado. Y te di varios de esos pastelillos de chocolate moldeados en forma de taza, con el garabato blanco de azúcar glaseado por encima, que le compro a tu madre porque le encantan pero no quiere gastarse el dinero. Me parece que anoche no pegó ojo. Yo, en cambio, me sorprendí de mí mismo: dormí profundamente y desperté de un sueño bastante inocuo, una conversación irrelevante con unas personas que no conocía. Y me alegré mucho de tenerte en casa otra vez.
Estaba pensando en el gallinero. Se hallaba al otro lado del patio, donde ahora se levanta la casa de los Mueller. A veces, Boughton y yo nos sentábamos en el tejado a contemplar los huertos y los campos de los vecinos. Solíamos llevarnos unos emparedados y cenábamos allí arriba. Yo tenía unos zancos que Edward había fabricado para él años antes. Eran tan altos que tenía que subirme a la barandilla del porche para montar en ellos. Boughton (por entonces era Bobby) consiguió que su padre le hiciera un par y, durante varios veranos, prácticamente vivíamos con los zancos puestos. Sólo podíamos ir por los caminos o por donde el terreno era firme, pero llegamos a sentirnos muy cómodos encima de ellos y nos paseábamos por todas partes como si fuera lo más natural del mundo. Podíamos sentarnos en la rama de un árbol. En ocasiones, las avispas eran un problema, o los mosquitos. Nos caímos unas cuantas veces pero, en general, estuvo muy bien. Eramos gigantes en la tierra, hombres poderosos y valientes. Nunca pensamos que el gallinero se hundiría como lo hizo. El techo estaba cubierto de cartón embetunado negro un poco rasgado y allí siempre se estaba caliente cuando el día era frío y a veces nos tendíamos sobre él para resguardarnos del viento. Nos tumbábamos allí y charlábamos. Recuerdo que Boughton ya se preocupaba por su vocación. Temía que no le llegase y que tuviera que buscar otra clase de vida, y, realmente, no se le ocurría cuál pudiera ser. Repasábamos las posibilidades que nos venían a la cabeza. No eran muchas.
Boughton tardó en dar el estirón. Luego, tras una corta infancia, fue más alto que yo durante cuarenta años. Ahora, está tan encorvado que no sabría calcular su estatura. El dice que los huesos de la columna se le han convertido en tabas. Dice que se ha quedado reducido a un montón de articulaciones y que ninguna de ellas funciona como es debido. Viéndolo hoy, nadie diría cómo era entonces. Siempre fue magnífico robando bases, desde la escuela elemental hasta que salió del seminario.
El otro día le recordé que una vez, mientras contemplábamos las nubes tendidos en aquel tejado, me había dicho: «¿Qué crees que harías si vieras un ángel? ¡A mí me daría tanto miedo que saldría corriendo, te lo aseguro!». El viejo Boughton se rió de aquella ocurrencia y comentó: «Bueno, de todos modos me gustaría que sucediera. —Y luego dijo—: Muy pronto lo sabré».
Siempre he sido más alto que la mayoría y más robusto. Me viene de familia. Cuando era un muchacho, todos me hacían mayor de lo que era y a menudo se esperaba más de mí —más sensatez, casi siempre— de lo que estaba a mi alcance. Adquirí mucha práctica en fingir que entendía más de lo que en realidad comprendía, una habilidad de la que me he servido toda la vida. Digo esto porque quiero que entiendas que no soy un santo, ni mucho menos. Mi vida no tiene comparación con la de mi abuelo. Disfruto de más respeto del que merezco, lo cual, en la mayoría de los casos, resulta bastante inofensivo. La gente desea respetar a su pastor y no pienso entrometerme en eso. Sin embargo, he adquirido una gran fama de erudito por recibir más textos de los que he tenido tiempo de leer y, por leer, de largo, más volúmenes que enseñanzas útiles he extraído de ellos (más allá, naturalmente, de aprender que varios caballeros muy aburridos han escrito libros). No se trata de ninguna idea nueva, pero la verdad que encierra es algo que se tiene que experimentar para comprenderlo plenamente.
Doy gracias a Dios por todos esos libros, desde luego, y por el extraño intervalo, que abarcó la mayor parte de mi vida, en que leía por soledad y en que una mala compañía era muy preferible a la falta de ella. Se puede amar un libro malo por su mala sombra, por su pomposidad o por su atrevimiento, si uno tiene ese apetito voraz por las cosas humanas que espero de todo corazón que tú nunca sufras. «El alma saciada desprecia el panal de miel, mas para el alma hambrienta todo lo amargo es dulce.» Se pueden encontrar placeres donde uno nunca los buscaría. Éste es un fragmento de sabiduría paternal, pero también es la verdad del Señor y algo que conozco por mi propia y larga experiencia.
Con bastante frecuencia, cuando alguien veía encendida la luz de mi estudio muy entrada la noche, eso sólo quería decir que me había quedado dormido en la silla. Mi fama es, en gran medida, hija de la benévola imaginación de mi grey, a la que siempre preferí no desilusionar, en parte porque la verdad poseía la clase de patetismo que despertaría su compasión en las formas menos soportables. El caso es que todos conocían mi vida, hasta el último aspecto relevante de ella, y procedían con mucho tacto. He pasado buena parte de mi existencia consolando a los afligidos, pero nunca soporté la idea de que alguien me consolara a mí, excepto el viejo Boughton, que siempre sabía abstenerse de hablar demasiado. Fue un magnífico amigo para mí en esos días, una gran ayuda. Ojalá pudieras hacerte una idea de lo excelente que era en la flor de la vida. Sus sermones eran notables, pero nunca los puso por escrito. Ni siquiera conservó las notas, así que todo se ha perdido. Recuerdo alguna frase aquí y allá. Yo pienso todos los días en echar un vistazo a mis viejos sermones para ver si encuentro un par de ellos que tal vez querría que leyeras algún día, pero hay muchísimos y me temo, para empezar, que la mayoría de ellos los juzgaría estúpidos o aburridos. Tal vez fuera mejor quemarlos, pero eso perturbaría a tu madre, que los aprecia mucho más que yo (por su ingente volumen, supongo, ya que no los ha leído). Recordarás, probablemente, que la escalera que lleva al desván es una especie de escala y que allá arriba hace un calor espantoso, cuando no un frío terrible.
Merecería la pena que me arriesgara a bajar esas grandes cajas yo mismo. Resulta humillante haber escrito tanto como san Agustín y, al final, tener que buscar una manera de deshacerse de todo ello. No hay una palabra en ninguno de estos sermones que no fuese sincera cuando la escribí. Si tuviera tiempo, podría leer mi evolución a través de cincuenta años de mi vida más íntima. Qué pensamiento tan terrible. Si no los quemo yo, lo hará otro algún día y ésa es otra humillación. Esta costumbre de escribir está muy arraigada en mí, como bien sabrás si tienes en tus manos esta carta interminable, si no se ha perdido o se ha quemado también.
Supongo que es natural que piense en esas viejas cajas de sermones de ahí arriba. Al fin y al cabo, son un registro de mi vida, una especie de anticipación del Juicio Final, realmente; ¿cómo no voy a sentir curiosidad, pues? Yo he sido aquí un pastor de almas, de cientos y cientos de ellas a lo largo de los años, y espero que mis palabras les hablaran a ellas, no sólo a mí mismo, como me parece a veces, cuando vuelvo la mirada atrás. Todavía me despierto de noche, pensando, «¡eso es lo que debería haber dicho!» o, «¡se refería a eso!», recordando conversaciones que tuve hace años, a veces con gente que dejó este mundo hace mucho tiempo, con la que ya no cabe pensar en zanjar amistosamente las cosas. Y entonces me pregunto dónde tenía puesta la atención. Si acaso es ésta la cuestión.
Hay un sermón que no está ahí arriba, uno que quemé yo mismo la noche antes del servicio en que me proponía predicarlo. Hoy en día, apenas se habla de la gripe española, pero fue un episodio terrible y se produjo en la época de la Gran Guerra, precisamente cuando nuestro país empezaba a intervenir en ella. La gripe mató soldados a miles, hombres sanos en la flor de la juventud, y luego se extendió al resto de la población. Fue una guerra, una auténtica guerra. Un funeral tras otro, aquí mismo, en Iowa. Perdimos muchísimos jóvenes. Y salimos bastante bien librados. La gente acudía a la iglesia con mascarilla, si venía. Se sentaban lo más alejados que podían unos de otros. Se comentaba que la epidemia la habían causado los alemanes con algún arma secreta y me parece que la gente quería creérselo porque les ahorraba tener que reflexionar sobre qué otro significado podía tener aquello.
Los padres de aquellos jóvenes soldados acudían a mí y me preguntaban cómo podía el Señor permitir tal cosa. Me daban ganas de preguntarles qué tenía que hacer el Señor para explicar que Él no permitía ni dejaba de permitir nada. Sin embargo, en lugar de eso, los consolaba diciendo que nunca sabríamos qué se habían ahorrado sus jóvenes. La mayoría de aquellos padres creyeron que me refería a que se habían ahorrado las trincheras y el gas mostaza, pero de lo que yo hablaba, realmente, era de que se habían librado del acto de matar. Fue como una plaga bíblica. Exactamente. Pensé en Senaquerib[3].
Fue una enfermedad extraña. Lo vi en Fort Riley. Aquellos muchachos se ahogaban en su propia sangre. No podían ni hablar, porque la sangre se encharcaba en su garganta, en su boca. Morían tantos tan rápidamente que no había sitio para ponerlos y se limitaban a apilar los cuerpos en el patio. Me presenté para colaborar y lo vi con mis propios ojos. Reclutaron a todos los chicos de la facultad y la gripe barrió el lugar de tal modo que hubo que cerrarlo y los edificios se llenaron de camillas, como si fueran salas de hospital, y hubo una mortandad terrible incluso aquí, en la remota Iowa. Si estas cosas no eran señales, no se me ocurre cuáles podrían serlo. Así pues, escribí un sermón al respecto. En él decía, o intentaba decir, que aquellas muertes rescataban a unos jóvenes estúpidos de las consecuencias de su propia ignorancia y valor, que el Señor los reclamaba antes de que pudieran partir a cometer el asesinato de sus semejantes. Y añadí que sus muertes eran un signo y un aviso al resto de nosotros de que el deseo de ir a la guerra traía las consecuencias de la guerra, pues no hay océano, por grande que sea, que nos proteja del juicio del Señor cuando decidimos forjar espadas de nuestros arados y lanzas de nuestras hoces, a desprecio de la voluntad y la gracia de Dios.
Era todo un sermón, creo. Mientras lo escribía, pensé en lo complacido que se habría sentido mi padre. Sin embargo, me faltó valor para predicarlo, pues me di cuenta de que los únicos feligreses que habría en la iglesia serían unas cuantas viejas que ya estaban todo lo apenadas y temerosas que podían estar y que no eran más partidarias de la guerra de lo que podía serlo yo mismo. Y que venían a rezar aunque yo también podía resultar contagioso. Me sentí ridículo por imaginar que podía tronar desde el púlpito en aquellas circunstancias y quemé el sermón en la estufa y prediqué sobre la parábola de la oveja perdida. Ojalá lo hubiera conservado, pues estaba convencido de lo que en él decía, hasta la última palabra. Quizá fuera el único sermón del que no me habría importado responder en la otra vida. Y lo quemé. Pero Mirabelle Mercer no era Poncio Pilatos, ni era tampoco el presidente Woodrow Wilson.
Ahora pienso en lo valiente que me habrías considerado si lo hubieras encontrado entre mis papeles y lo hubieras leído. Resulta difícil entender otra época. Nunca habrías imaginado aquel santuario casi vacío, apenas unas cuantas mujeres con tupidos velos para intentar esconder las mascarillas que llevaban, y dos o tres hombres. Yo prediqué con un pañuelo delante de la boca durante más de un año. Todo el mundo olía a cebolla, porque corrió la voz de que ésta mataba los gérmenes de la gripe. La gente se frotaba la piel con hojas de tabaco.
En esos días había barriles en las esquinas de las calles para que donáramos huesos de melocotón a la campaña bélica. El ejército los convertía en carbón, decían, para los filtros de las máscaras de gas. Se necesitaban cientos de huesos para hacer un solo filtro, de modo que todos comíamos melocotones en aras del patriotismo, lo cual les daba, realmente, un sabor algo diferente. Las revistas venían llenas de imágenes de soldados con máscara de gas, que parecían aún más extraños que nosotros. Fue una época fuera de lo común.
La mayoría de los jóvenes parecía considerar que la guerra era algo valeroso y tal vez se hayan producido, desde que escribí esto, nuevas contiendas que a ti te hayan parecido valientes. De que habrá habido guerras no tengo ninguna duda. Creo que aquella plaga fue una gran señal para nosotros y que nos negamos a verlo y a entender su significado, y desde entonces hemos tenido guerra continuamente.
No estoy completamente seguro de creerlo. Boughton diría: «Eso son palabras de púlpito». Bien cierto, pero no sé lo que eso significa.
Mi propia época oscura, como llamo al período de mi soledad, duró, como ya he dicho, casi toda mi vida y no puedo hacer ningún relato real de mí mismo sin referirme a ella. El tiempo pasaba de una forma muy extraña, como si cada invierno fuese siempre el mismo invierno y cada primavera, la misma primavera. Y luego estaba el béisbol. Escuché la retransmisión de miles de partidos de béisbol, creo. A veces, lograba seguir media jugada y entonces llegaban las interferencias, y luego se oía una multitud que rugía, un pequeño ruido plano, casi una interferencia en sí mismo, como el sonido hueco del interior de una caracola. Me gustaba imaginarlo, como si resolviera en mi cabeza un complicado acertijo, un movimiento planetario. Si la pelota va hacia la izquierda del campo y están ocupadas la primera y la tercera bases, entonces... Mentalmente, colocaba a los corredores, al receptor y al parador en corto. Me encantaba hacerlo, no sé explicar por qué.
Y pensaba en otras conversaciones que había mantenido de una forma muy similar, realmente. Una gran parte de mi trabajo la ha constituido escuchar a la gente en esa intimidad intensa y particular de la confesión o, al menos, del desahogo, y me ha resultado muy interesante. No es que considere esas conversaciones una suerte de competición, no quiero decir eso. Es más bien como si pudieras presenciar un partido de una forma más abstracta, fijándote en dónde está la fuerza, en cuál es la estrategia. Como si no tuvieras más interés que ver lo bien que compiten los dos equipos, cuánto se exigen el uno al otro, cómo se manifiesta en el campo el auténtico asunto en juego: la vida. Al decir «vida» me refiero a algo así como «energía» (como utilizan la palabra los científicos) o «vitalidad», y también a algo muy distinto. Cuando la gente viene a hablarme, de lo que sea, me impresiona una especie de incandescencia que hay en ella, ese «yo» cuyo verbo puede ser «quiero» o «temo» y cuyo predicado puede ser «alguien» o «nada» y en realidad no importa, pues el encanto está precisamente en esa presencia, moldeada alrededor del «yo» como la llama en torno a la mecha, que surge en forma de pesadumbre y culpa y gozo y lo que sea, pero rápida, ávida e ingeniosa. Ver este aspecto de la vida es un privilegio del ministerio que rara vez se menciona.
Un buen sermón es un aspecto de una conversación apasionada. Hay que escucharlo de ese modo. Intervienen en él tres partes, desde luego, pero también lo hacen incluso en el pensamiento más íntimo: el yo que produce el pensamiento, el yo que lo capta y en cierto modo responde a él, y el Señor. Esto es algo extraordinario sobre lo que reflexionar.
Intento describir lo que nunca hasta ahora he intentado convertir en palabras. El esfuerzo me ha dejado un tanto fatigado.
Fue un día, mientras escuchaba un partido de béisbol, cuando se me ocurrió pensar en cómo se mueve realmente la Luna, en espiral, porque órbita alrededor de la Tierra y también sigue la órbita de ésta alrededor del Sol. Esto es obvio, pero comprenderlo me complació. Al otro lado de mi ventana había luna llena, de un blanco gélido en el cielo azul, y los Cubs jugaban contra Cincinnati.
Esa mención del sonido de la caracola me recuerda un par de versos de un poema que escribí en cierta ocasión:
Abre la espiral de la caracola y encuentra el texto
que se esconde tras el susurro sacerdotal.
No había en todo el poema nada más digno de recordar. Uno de los chicos Boughton viajó al Mediterráneo no sé por qué motivo y mandó esa gran concha que siempre he tenido en el escritorio. La palabra «susurro» me gusta desde hace mucho tiempo y nunca he encontrado otro uso para ella. Por lo demás, ¿qué más conocía yo en esos días, que no fueran textos, sacerdocio e interferencias? ¿Y qué más me gustaba? Había un libro que mucha gente leyó a la sazón, Diario de un cura rural. Era de un escritor francés, Bernanos. Yo sentí mucha compasión por el individuo, pero Boughton decía, «era la bebida». Decía: «El Señor simplemente necesitaba a alguien más adecuado para ocupar ese puesto». Recuerdo que estuve leyendo ese libro toda la noche junto a la radio, hasta que todas las emisoras terminaron la programación, y que aún leía cuando llegó el alba.
Una vez, mi abuelo me llevó a Des Moines en el tren a ver a Bud Fowler, que jugaba en el equipo de Keokuk durante un par de temporadas. El viejo me traspasó con aquel ojo suyo y me dijo que no había hombre en la faz de la tierra que corriera más rápido o lanzara más lejos que Bud Fowler. Yo estaba muy emocionado. Sin embargo, en aquel partido no ocurrió nada, o eso pensé entonces. No hubo carreras, no hubo batazos buenos, no hubo errores. Durante la quinta entrada, una tormenta que había estado suspendida sobre el horizonte toda la tarde se aproximó amenazadoramente y puso punto final a todo ello. Recuerdo el gruñido que se alzó de la muchedumbre cuando empezó a llover con intensidad. Yo sólo tenía diez años y me sentí aliviado, pero para mi abuelo fue una gran frustración. Otro terrible fracaso para el viejo, pobre diablo. Esto lo digo con todo el respeto. Hasta mi padre lo llamaba de ese modo, incluso mi madre. Había perdido ese ojo en la guerra y su aspecto general era un tanto asilvestrado, pero era un buen predicador en el estilo de su generación, eso decía mi padre.
Aquel día trajo una pequeña bolsa de regaliz, lo cual me sorprendió de veras. Cuando el abuelo metió los dedos en ella, el contenido se removió con el temblor de su mano y el sonido fue como el crepitar del fuego. Me fijé en ello al momento y me pareció natural. También di más o menos por hecho que los truenos y los relámpagos de aquel día eran la Creación, que lo saludaba llevándose la mano al sombrero como si dijera, me alegro de verlo en las gradas, reverendo. O quizá decía, caramba, reverendo, ¿qué demonios está haciendo usted en un acontecimiento deportivo? Mi madre dijo en una ocasión que el abuelo atraía amistades «terribles», utilizando el calificativo de terribles en el sentido antiguo, claro, y con todo el respeto. De joven, había sido amigo de John Brown, y también de Jim Lane[4]. Me gustaría poder contarte más sobre eso. En nuestro hogar familiar había una especie de tregua que disuadía de hablar de los viejos tiempos en Kansas y de la guerra. Fue no mucho después del viaje a Des Moines cuando lo perdimos, o se perdió él mismo. En cualquier caso, al cabo de unas semanas, levantó el vuelo hacia Kansas.
He leído en alguna parte que de una cosa que no existe en relación con otras no puede decirse que exista ella misma. Apenas comprendo el significado de una afirmación tan puramente hipotética como ésta, aunque tal vez me falte capacidad, simplemente. No obstante, me recuerda a aquella tarde en la que ninguna pelota voló sobre el campo, en la que nadie ganó una base deslizándose por el suelo ni se anotaron carreras, en la que no hubo ni pizca de baile, por así decirlo. Me parece que la tormenta tenía que poner fin a aquello, como si se tratara de un fuego que hubiera que apagar, de la erupción en este mundo de una alarmante suerte de nulidad. «Hubo silencio en el cielo durante una media hora.» En cierto modo así me lo parece cuando lo recuerdo, aunque duró mucho más de media hora. Nulo. Esta palabra tiene auténtico poder. Mi abuelo no tenía en qué emplear su coraje, ni forma de sentirlo en sí mismo. Era una verdadera lástima.
Mientras escribo, me doy cuenta de que la memoria ha convertido en mucho lo que era muy poco. Era ese viejo, mi abuelo, sentado a mi lado con su chaqueta color ceniza, temblando porque temblaba siempre y compartiendo las delicias frugales de su regaliz, quizá mientras Kansas pasaba, aquella misma tarde, de ser un recuerdo a convertirse en un propósito firme. (Fue a Kansas donde regresó, no a la población donde estaba su iglesia. Por eso nos costó tanto tiempo encontrarlo.) Bud Fowler ocupaba la segunda base con el guante en la cintura y observaba al receptor. Sé que le gustaba jugar sin guantes, pero eso es lo que recuerdo, y es lo único que siempre he recordado de él, por lo que es absurdo tratar de corregir a la memoria. Seguí su carrera por los periódicos durante años, hasta que se puso en marcha la Liga de Negros, y luego le fui perdiendo la pista.
En el instituto y en la universidad fui un lanzador decente y en el seminario había un par de equipos. Algún sábado salíamos a lanzar unas pelotas. El diamante se había borrado entre la hierba, por lo que nadie sabía dónde estaban las líneas de las bases. Nos lo pasábamos bien. En aquellos tiempos, había jóvenes extraordinarios preparándose para ministros. Estoy seguro de que ahora también.
Mientras mi padre y yo caminábamos por la carretera en calma bajo el claro de luna, alejándonos del cementerio donde habíamos encontrado al viejo, mi padre dijo: «En Kansas, todo el mundo ha visto lo mismo que nosotros». En aquel momento (recuerda que yo tenía doce años) creí que se refería a que todo el estado había sido testigo de nuestro milagro. Pensé que todo aquel estado podía dar fe de la bendición que les había llevado mi padre al rezar allí en la tumba de su padre, o de la gloria que, en cierto modo, había emanado del reposo agostado de mi abuelo. Más tarde advertí que mi padre debía de referirse a que el sol y la luna se habían alineado de aquella manera sin referencia especial a nosotros. Él nunca animaba las charlas sobre visiones o milagros, excepto los de la Biblia.
No puedo decirte, sin embargo, cómo me sentía, caminando a su lado esa noche por aquella carretera llena de rodadas, por aquel mundo vacío... Qué dulce fuerza sentí, en él, en mí y en nuestro entorno. Me alegro de no haberlo entendido, porque rara vez he sentido un gozo y una seguridad como aquéllos. Era como uno de esos sueños en los que te invade un sentimiento disparatado que quizá nunca experimentes en la vida, no importa lo que sea, culpa o pavor incluso, y aprendes de él que eres un instrumento asombroso, por así decirlo, que tienes un poder extraordinario para experimentar más allá de todo lo que en realidad puedas necesitar. ¿Quién habría pensado que la luna pudiese deslumbrar y llamear de aquella manera? Pese a lo que dijo, vi que me padre estaba un poco emocionado. Tuvo que detenerse y enjugarse las lágrimas.
Mi abuelo me habló una vez de una visión que tuvo cuando aún vivía en Maine y todavía no había cumplido los dieciséis años. Se había quedado dormido junto al fuego, fatigado después de una jornada de trabajo ayudando a su padre a arrancar tocones. Alguien lo tocó en el hombro y, cuando alzó la vista, allí estaba el Señor, con los brazos extendidos hacia él, atados con cadenas. Mi abuelo dijo: «Esos hierros Le habían roído la carne hasta los huesos». Me lo contó como la cosa más triste y me miró con aquel único ojo seráfico que tenía, viva en él su vieja aflicción de siempre. Dijo que entonces supo que tenía que ir a Kansas y ser útil a la causa de la abolición. Ser útiles era lo mejor que esperaban los viejos para sí, y no tener propósito era su peor miedo. Siento mucho respeto por esa opinión. Cuando le hablé a mi padre de la visión que el abuelo me había descrito, se limitó a asentir y dijo: «Cosas de la época». Mi padre no afirmó nunca haber tenido experiencias de ese tipo y creo que quería darme seguridad y que no temiera que el Señor viniese a mí con Sus pesares. Y aquella seguridad me reconfortó. Esto es algo extraordinario sobre lo que reflexionar.
A mí, el abuelo se me antojaba afligido y desolado y en realidad lo estaba, como un hombre eternamente alcanzado por un rayo, de modo que su ropa tenía un aire ceniciento y nunca se le alisaba el pelo y su ojo transmitía una expresión de trágica alarma cuando no estaba profundamente dormido. Era la persona más inquieta que he conocido nunca, a excepción quizá de alguno de sus amigos. Todos ellos eran capaces de sentarse en cuclillas a edad avanzada y lo hacían por gusto, como si albergaran alguna inquina hacia los muebles. No había en ellos un ápice de carne. Eran como los profetas hebreos en una suerte de retiro aceptado de mala gana, o como la iglesia primitiva, esperando aún a juzgar a los ángeles. Uno de los viejos mostraba unas marcas de quemadura en la mano de bendecir y bautizar porque había agarrado la pistola de un joven miliciano jayhawker por el cañón. «Pensé, ese crío no quiere dispararme —decía—. Le faltaban cinco años para que le creciera el bigote. Tendría que haber estado en casa con su mamá. Así que le dije "dame esa cosa", y él me la dio, esbozando una sonrisa mientras lo hacía. Yo no podía soltar la pistola (pensé que ahí debía de estar la gracia), y tampoco cambiármela de mano porque llevaba aquel brazo en cabestrillo. Así que me marché con ella.»
Habían estudiado en Lane y en Oberlin[5]y sabían hebreo y griego y conocían a Locke y a Milton. Alguno de ellos estableció incluso una pequeña y agradable universidad en Tabor. Duró algún tiempo. Los alumnos que se graduaron en ella, sobre todo las mujeres, viajaban al otro confín del planeta como maestros y misioneros y regresaban al cabo de unas décadas para hablarnos de Corea y Turquía. Sin embargo, eran viejos incorregibles, todos ellos. Era la cosa más natural del mundo que la tumba de mi abuelo pareciera un lugar donde alguien hubiese intentado apagar un fuego.
En este preciso momento estaba escuchando una canción en la radio, ahí de pie, moviéndome un poco al ritmo de la melodía, supongo, porque tu madre me ha visto desde el vestíbulo y ha dicho: «Podría enseñarte a hacer eso». Ha venido, me ha abrazado, ha apoyado la cabeza en mi hombro y, al cabo de unos momentos, con la voz más dulce que puedas imaginar, ha dicho: «¿Por qué tienes que ser tan viejo, maldita sea?».
Yo me hago la misma pregunta.
Hace unos días, tu madre y tú llegasteis a casa con flores y supe de dónde veníais. Por supuesto, ella te lleva ahí para que te acostumbres un poco al lugar. Y además, he oído que lo ha dejado muy bonito. Es una mujer muy previsora. Tú traías madreselvas y me enseñaste a chupar el néctar de cada una. Cortaste la puntita de una flor con los dientes y me la diste y yo fingí que no sabía qué hacer con ella y me metí la flor entera en la boca y fingí que la masticaba y la tragaba, o aparenté que la tomaba por un pequeño silbato e intentaba soplar por ella, y tú te reías y reías, y decías, ¡no, no, nooo! Y entonces simulé que me había entrado una abeja en la boca y tú dijiste: «¡No, no es verdad, no hay ninguna abeja!», y te cogí por los hombros y te soplé al oído y diste un respingo como si pensaras que sí, que la abeja estaba, después de todo, y al principio te reiste, pero luego te pusiste serio y dijiste: «Tú haz lo que te diga», y apoyaste la mano en mi mejilla y me acercaste la flor a los labios con mucho cuidado, despacio, y dijiste: «Ahora, chupa». Dijiste: «Tienes que tomar tu medicina». Lo hice y me supo exactamente igual que cuando tenía tu edad y las madreselvas crecían en cada valla y en cada barandilla de porche.
Me asombró el efecto que producía la luz aquella tarde. He prestado mucha atención a la luz, pero nadie podría hacerle justicia, ni remotamente. Era la sensación de que aquella luz pesaba, que lo aplastaba todo hasta exprimir la humedad de la hierba y eliminar el olor a savia rancia y agria de los tablones del piso del porche e incluso cargaba un poco los árboles, como haría una nevada tardía. Era la clase de luz que se posa en tus hombros como un gato lo hace en tu regazo. Muy familiar. La vieja Soapy estaba tendida al sol, pegada a la acera. ¿Te acuerdas de Soapy? En realidad, no sé por qué deberías recordarla. Es un animal muy mediocre. Le haré una foto.
Allí estuvimos, pues, chupando madreselvas hasta la hora de la cena, y tu madre apareció con la cámara, así que tal vez tengas alguna foto. El carrete se acabó antes de que yo pudiera sacarle una a ella. Es típico. A veces, si intento fotografiarla, esconde la cara entre las manos o, simplemente, sale de la habitación. No se cree bonita. Yo no entiendo de dónde saca esos juicios sobre sí misma y no creo que lo averigüe nunca. A veces me pregunto por qué una mujer bella y vital como ella se casó con un viejo como yo. A mí nunca se me habría ocurrido proponerle matrimonio. No me habría atrevido. Fue idea suya. Me lo recuerdo a menudo. Y ella también me lo recuerda.
Nunca creí que vería a una esposa mía idolatrando a un hijo mío. Todavía me asombra cada vez que lo pienso. Escribo esto, en parte, para decirte que si alguna vez te preguntas qué has hecho en tu vida, y todo el mundo se lo pregunta en un momento u otro, sepas que has sido para mí la gracia de Dios, un milagro, algo más que un milagro. Tal vez no me recuerdes muy bien y quizá no te parezca gran cosa haber sido el hijo querido de un viejo en un pueblecito de mala muerte que, sin duda, habrás dejado atrás. Ojalá tuviera palabras para expresarme.
Al sol, los cabellos de un niño tienen una luz trémula. Hay en ellos los colores del arco iris, rayos suaves y delicados de los mismos colores que se ven a veces en el rocío. Están en los pétalos de las flores y están en la piel de un niño. Tú tienes el cabello liso y oscuro y la piel muy clara. Supongo que no eres más guapo que la mayoría; sólo eres un niño bien parecido, un poco delgado, aseado y de buenos modales. Todo eso está bien, pero la razón por la que te quiero es por tu existencia, sobre todo. La existencia me parece ahora lo más extraordinario que haya imaginado nunca. Estoy a punto de escenificar la perdurabilidad. En un instante, en un centelleo de la mirada.
Un centelleo de la mirada. Qué expresión más maravillosa. De vez en cuando, he pensado que era lo mejor de la vida, esa pequeña incandescencia que ves en los ojos de la gente cuando descubre el encanto de algo, o su humor. «La luz de los ojos alegra el corazón.» Es indiscutible.
Mientras lees esto, soy indestructible; estoy más vivo, en cierto modo, de lo que he estado jamás, en pleno vigor de mi juventud y junto a mis seres queridos. Tú lees los sueños de un viejo agitado y confuso y yo vivo en una luz mejor que cualquier sueño mío, aunque no te espero, pues deseo que tu querido yo perecedero viva mucho tiempo y que ame este pobre mundo perecedero que, de algún modo, no puedo imaginar que no echaré de menos amargamente, aunque sí anhelo ver qué significará recuperar una esposa y una hija, me refiero a Louisa y Rebecca. Me lo he preguntado durante muchos años. Ahora esta vieja semilla está a punto de caer al suelo. Entonces lo sabré.
Tengo unas cuantas fotos de Louisa, pero se me antoja que el parecido no es mucho. Teniendo en cuenta que no la he visto desde hace cincuenta y un años, supongo que no puedo juzgarlo, en realidad. Cuando tenía nueve o diez años, Louisa saltaba a la comba como una furia y, si intentabas distraerla, se volvía de espaldas sin dejar de saltar y sin perder el paso jamás. Las trenzas rebotaban y le golpeaban la espalda. A veces, yo intentaba agarrarle una y entonces ella escapaba calle abajo, sin dejar de saltar. Intentaba llegar a mil, o a un millón, y nada podía distraerla. En el libro de salud doméstica de mi madre decía que no debía permitirse que una chica joven sometiera sus fuerzas a tales exigencias pero, cuando le enseñé a Louisa la página donde venían impresas tales palabras, se limitó a decirme que me ocupara de mis asuntos. Siempre andaba correteando por ahí descalza, con las trenzas volando y el gorrito ladeado. No sé cuándo las niñas dejaron de llevar gorritos para el sol, ni por qué empezaron a llevarlos. Si era para evitar que salieran pecas, puedo asegurarte que no servían.
Siempre he envidiado a los hombres que tenían la virtud de ver a sus esposas llegar a ancianas. Boughton perdió a su esposa hace cinco años, y se casó antes que yo. Su hijo mayor tiene el pelo blanco como la nieve. La mayoría de sus nietos ya se han casado. En cuanto a mí, sigue siendo verdad que no viviré para ver crecer a un hijo mío y que no veré envejecer a una esposa mía. He sido pastor de mucha gente a lo largo de su vida, he bautizado niños a centenares y siempre he sentido como si una gran parte de la vida me estuviera vedada. Tu madre dice que yo era como Abraham. Sin embargo, yo no tuve una esposa anciana, ni promesa de descendencia. Yo, sencillamente, iba subsistiendo a base de libros, béisbol y emparedados de huevo frito.
Tú y la gata habéis venido a mi estudio. Tengo a Soapy en el regazo y tú estás tumbado en el suelo boca abajo en un cuadrado bañado por el sol, dibujando aviones. Hace media hora, eras tú quien estaba en mi regazo y Soapy tendida en el cuadrado de sol. Y mientras te tenía en mi regazo dibujaste un Messerschmitt 109 (eso me dijiste). Es el que está en la esquina de la página. Conoces todos los nombres de aviones por un libro que, hace más o menos un mes, León Finch debió de darte (a espaldas mías, sin duda, pues él no podía en modo alguno suponer que yo lo aprobaría). Todos tus dibujos se parecen bastante a ese de la esquina, pero tú les dabas distintos nombres: Spad y Fokker y Zero. Siempre intentabas que te leyera la letra pequeña acerca de cuántos cañones tenían y cuántas bombas llevaban. De haber estado allí mi padre, de haber sido yo mi padre, habría encontrado la manera de hacerte ver lo noble y viril que sería devolverle el libro al viejo Finch. En realidad, eso debería hacer yo. Pero él tiene buena intención. Quizá lo esconda en la despensa. ¿Cuándo descubriste lo de la despensa? Allí es donde siempre ponemos lo que no queremos que revuelvas. Ahora que lo pienso, la mitad de las cosas que guardábamos en esa despensa estaba allí para que uno u otro de nosotros no anduviera revolviendo en ellas.
Podría haberme casado otra vez cuando era joven. A los feligreses les gusta que su pastor esté casado y me presentaron a todas las sobrinas y cuñadas en cien kilómetros a la redonda. Al recordarlo, doy gracias por el desinterés que sentí por todas ellas, que me mantuvo solo hasta que llegó tu madre. Ahora que lo revivo, me parece que en toda aquella profunda oscuridad se estaba gestando un milagro. Así pues, tengo razón cuando evoco ese tiempo como una época bendita y a mí en una espera confiada, aunque no supiera qué esperaba.
Luego, cuando llegó tu madre, cuando aún apenas la conocía, ella me lanzó esa mirada suya —nada de centelleos en aquellos ojos— y dijo, muy suavemente y muy en serio: «Deberías casarte conmigo». Fue la primera vez en la vida que supe qué era amar a un ser humano. No se trataba de que no hubiera amado antes a otros, pero no me había dado cuenta de lo que significaba amarlos. Ni siquiera a mis padres. Ni siquiera a Louisa. Fue tal mi sorpresa cuando me lo dijo que, durante un minuto, no encontré palabras para responder. Así pues, ella se alejó y tuve que seguirla por la calle. Todavía no tenía valor para tocarle la manga, pero dije: «Tienes razón, lo haré». Y ella dijo: «Entonces, nos veremos mañana», y continuó caminando. Fue lo más emocionante que me había sucedido en la vida. Te desearía que tuvieras en la tuya un momento como ése, aunque, cuando pienso en todo lo que tanto tu querida madre como yo pasamos antes, no estoy seguro de que deba.
Aquí estoy, tratando de ser sensato como debería serlo un padre y como, ciertamente, debería serlo un pastor. No sé qué decir, salvo que el peor infortunio no es sólo infortunio; e incluso mientras escribo estas palabras tengo presente a esa pequeña, Rebecca, su manera de mirar cuando la sostenía en mis brazos, que aún me parece recordar porque he vuelto a pensar en ella cada vez que he bautizado a un niño. La sensación de la frente de un bebé en la palma de la mano..., cuánto he amado esta vida. Como ya te he contado, Boughton la había bautizado, pero posé la mano sobre ella para bendecirla y percibí su pulso, su calor y la humedad de su pelo. Dice el Señor: «Los ángeles, en el Cielo, contemplan sin cesar el rostro de mi Padre celestial» (Mateo 18,10). Por eso Boughton le puso por nombre Angelina. Mucha, muchísima gente ha encontrado consuelo en ese versículo.
Últimamente, he estado pensando mucho en la existencia. De hecho, he estado tan lleno de admiración por ella que apenas he podido disfrutarla como es debido. Cuando me dirigía a la iglesia esta mañana, he pasado junto a esa hilera de grandes robles de las inmediaciones del memorial de guerra —tal vez los recuerdes— y he pensado en otra mañana de otoño, hace un par de años, en que las bellotas caían de ellos casi como una granizada. Las hojas se agitaban en todas direcciones y las bellotas caían a la calzada con tal fuerza, que rebotaban hasta más arriba de mi cabeza. Todo esto a oscuras, por supuesto. Recuerdo una raja de luna, no más. Era una noche, o una mañana, muy clara, muy serena, y sin embargo se desataba una gran energía en las cosas que sucedían entre esos árboles, como una tormenta, como los dolores de un parto. Me detuve allí, un poco fuera del alcance de los proyectiles, y pensé: todo esto sigue siendo nuevo para mí. He pasado toda la vida en la pradera y una hilera de robles aún es capaz de asombrarme.
A veces me siento como si fuera un niño que abre los ojos al mundo, ve cosas asombrosas cuyos nombres nunca conocerá y luego tiene que volver a cerrarlos. Sé que todo esto son meras apariencias en comparación con lo que nos aguarda, pero eso sólo las hace más encantadoras. Tienen una belleza humana. Y no puedo creer que, cuando todos hayamos sido transformados y dotados de incorruptibilidad, lleguemos a olvidar esta fantástica condición nuestra de mortalidad e impermanencia, el gran sueño luminoso de procrear y perecer que para nosotros lo significaba todo. En la eternidad, este mundo será Troya, creo, y todo lo que ha sucedido aquí será la épica del universo, la balada que se cante por las calles. Porque no imagino ninguna realidad que deje ésta en las sombras por completo, y creo que la piedad me prohíbe intentarlo.
Lacey Thrush murió anoche. Menudo nombre, ¿no? Su madre era una Lacey. Pertenecía a una antigua familia de aquí, pero ella era la última de los Lacey, y los Thrush se habían marchado a California. Era una solterona. Murió rápida y decorosamente, por consideración a mí, sospecho, porque estaba preocupada por mi salud. Estuvo consciente media hora, inconsciente otra media, y se fue. Rezamos el Padrenuestro, leímos el Salmo XXIII y luego quiso oír Cuando vea la prodigiosa Cruz por última vez, así que la canté y ella tarareó un poco por lo bajo y luego empezó a adormilarse. Me siento lleno de admiración por ella. Me ha dado mucho para estar a la altura de lo que de mí se esperaba, por así decirlo. En cualquier caso, no me tuvo despierto más allá de mi hora habitual de acostarme y la paz de su sueño contribuyó en gran medida a la del mío. Esos viejos santos nos bendicen a la menor ocasión que se presenta.
Hay una historia que mi abuelo y sus amigos contaban y con la que se reían. No puedo dar fe de ella por completo ya que, hablando entre ellos como lo hacían, dudo de que pensaran que adornar una historia fuese lo mismo, exactamente, que alejarse de la verdad.
En cualquier caso, en algún pequeño y olvidado asentamiento abolicionista de la zona, tan pronto como se instaló una tienda de suministros generales a un lado de la carretera y unas caballerizas en el otro, los vecinos empezaron a construir un túnel entre las dos. Excavar túneles era a la sazón una actividad muy popular y gran parte del ingenio se dedicaba a crear escondites y rutas de escape. El mantillo de Iowa es tan profundo que era posible hacer más túneles y más largos aquí que en otras regiones menos favorecidas, como Nueva Inglaterra. En esta parte del estado, el suelo es también muy arenoso, claro.
El caso es que aquellas gentes eran sensatas y cargadas de buenas intenciones, pero se abstrajeron tanto en la construcción de ese túnel que perdieron de vista ciertas consideraciones prácticas. Pusieron tanto entusiasmo en ello que se convirtió en una especie de monumento civil subterráneo. Uno de los viejos dijo que lo único que faltaba era un candelabro. En pocas palabras, lo hicieron demasiado ancho y demasiado superficial y no pudieron ponerle soportes porque, en aquellos tiempos, la madera escaseaba en la pradera y la que habían necesitado para la construcción de las casas la habían traído en carromato desde Minnesota. Incluso la gente previsora comete de vez en cuando un error de cálculo.
Cuando estaban terminando de excavar, llegó a la población un forastero montado en un gran caballo negro. Fue a detenerse precisamente en el lugar más inoportuno para preguntar el nombre del pueblo y la carretera se hundió debajo de él y del caballo, y los dos fueron a parar al túnel. Cuando el polvo se posó, el caballo estaba metido casi hasta la cruz en el socavón. El jinete desmontó y empezó a dar vueltas alrededor del animal con una especie de asombro, sin sacar ninguna conclusión en absoluto, por más que lo intentaba. Y cuando los vecinos salieron a contemplar su calamidad y advertir su desconcierto, decidieron que lo mejor era mostrarse a su vez desconcertados, por lo que se limitaron a plantarse allí, con los brazos cruzados, diciendo: «¡Si esto no es peligrosísimo...!», o algo por el estilo, y discutiendo entre ellos los riesgos que conllevaba poseer un caballo tan grande. El pobre animal empezó a debatirse, claro, por lo que alguien fue a buscar un cubo de avena y le echó dos botellas de whisky dentro y el caballo comió y muy pronto se durmió. Entonces, el forastero cayó en el abatimiento porque el caballo no sólo estaba dentro del socavón, sino que además había quedado inconsciente. Esto último no habría parecido colmar sus aflicciones como lo hizo, si él no hubiese sido abstemio. En cualquier caso, el caballo que roncaba con la cabeza tendida en la carretera era un espectáculo desalentador para el que se esforzaba en encontrar palabras.
Los asentamientos de ese tipo eran obra de gentes con unos elevados principios religiosos y no debía causarles ningún placer ver a aquel inofensivo forastero tirarse de la barba y arrojar su sombrero al suelo. Bueno, un poco de placer sí que sintieron, desde luego. Sin embargo, sí consideraron conveniente alejar al individuo de la población para poder ocuparse del caballo, ya que cualquier miliciano bushwhacker[6]procedente de Missouri, o cualquier cazador de esclavos que pasara por allí, probablemente interpretaría el espectáculo a la luz de sus propias inquinas y sospechas.
Así pues, uno de ellos se ofreció a darle su caballo a cambio del que estaba en el hoyo. Pensarás que este trato tenía que parecerle provechoso, pero lo que hizo el individuo fue sentarse en el porche de la tienda de suministros generales a reflexionar durante un buen rato. El caballo que le brindaban era una yegua, más pequeña, lo cual era una ventaja, admitió el forastero. Intentó mirarle la dentadura, pero el animal le dio un mordisco y el hombre maldijo la suerte que lo había llevado a aquel lugar y pidió que le prestaran una pala para poder sacar a su caballo. A esto, el predicador le respondió que habían perdido todas las palas en un terrible incendio. «Tenemos las hojas, claro, y si desea utilizarlas, adelante —dijo—. Lo único que falta son los mangos.» Mentía, por supuesto, pero lo hizo obligado por la urgencia de la situación.
Finalmente, el forastero se avino a aceptar la yegua y su silla y las bridas y diversas cosas más, cordel y betún, cuyo propósito era que recuperase en algo su fe en la justicia cósmica y que él aceptó de un modo muy razonable como pobre compensación por las molestias ocasionadas.
Una vez se libraron de él, los habitantes del asentamiento empezaron a cavilar en el problema del caballo. Unos hombres accedieron al túnel por cada extremo para ver cómo tenía las patas, pues si se había roto alguna deberían matarlo. Después, podrían descuartizarlo como les conviniese, hundirlo bajo tierra y llenar el socavón para esconderlo. Pero tenía las patas indemnes.
Si cavaban alrededor del animal, lo único que harían sería abrir más el túnel, pero decidieron que no había otra solución sino excavar una galería lo suficientemente grande que les permitiera sacar el caballo del socavón y éste saliera por su propio pie. Y mientras tanto, allí estaba, recuperando la sobriedad, relinchando y moviendo la cola, así que decidieron levantar de sus cimientos un cobertizo y ponerlo encima del animal en medio de la carretera. Como era un cobertizo pequeño, tuvieron que colocarlo sobre la bestia en diagonal, de modo que el caballo constituía la hipotenusa de dos triángulos rectángulos.
Todo esto parece un disparate, pero lo cierto es que un error de cálculo puede crear rápidamente una situación en la que sólo caben decisiones estúpidas. Alguien advirtió que la cola del caballo estaba extendida encima de la carretera, de ahí que tuvieran que introducir a un niño por la ventana del cobertizo para recogerla.
Y resultó que por aquel entonces había en el asentamiento un joven negro, el primer fugitivo que había llegado hasta allí. Su presencia hacía que la gente se mostrara seria y concentrada, amén de incrementar el desconcierto respecto al asunto del caballo. El joven, que se alojaba en la tienda de suministros generales a menos que hubiese algún motivo de alarma, lo había visto y oído todo. Y era bastante evidente que tenía muchas ganas de reírse. Se revolvía y se consumía del esfuerzo de contenerse. Evitaba las miradas y se mordía el labio, dejándoselo casi en carne viva. Y cuando ya habían llevado el cobertizo hasta la carretera, mientras lo colocaban de través para cubrir el caballo, se oyó un doloroso, duro e indeseado estallido en carcajadas.
Fue entonces cuando se dieron cuenta de que el individuo tal vez sentía cierta alarma justificada en relación a la cordura de la gente del pueblo. Y de hecho, fue aquella misma noche cuando puso pies en polvorosa, por así decirlo, y se dirigió solo hacia el norte. Sin duda, debía de haber llegado a la conclusión de que habían ocurrido tantas cosas que hacían sospechar de la comunidad, que mejor consideró alejarse de ella.
Cuando advirtieron lo ocurrido, un par de hombres cabalgó tras él en dos mediocres caballerías que no habían entrado en el cambio por el caballo del socavón (querían asegurarse de que el forastero se alejaba lo suficiente para no molestarse en volver atrás, por eso le habían dado la mejor montura). En cualquier caso, esperaban alcanzar al fugitivo para darle comida y ropa y dirigirlo hacia el siguiente asentamiento abolicionista, pero el hombre los esquivó durante dos días. Finalmente, cuando se detuvieron para pasar la noche y se tumbaron a dormir, el hombre salió de la oscuridad y dijo: «Os lo agradezco muchísimo, pero creo que es mejor que haga esto solo». Le tendieron el hatillo que llevaban para él y, antes de desaparecer de nuevo en la oscuridad, añadió: «Supongo que ya habréis sacado ese caballo del agujero, ¿verdad?», y se rió un poco y eso fue lo último que supieron de él.
Cavaron una trinchera inclinada por la que el caballo pudiera salir, y aquello funcionó bastante bien, pero entonces tuvieron que afrontar el hecho de que librarse de un túnel no es tarea fácil. Mientras lo excavaban, se habían tomado la molestia de esparcir la tierra extraída de la manera más amplia posible para disimular su existencia y, naturalmente, no había forma de invertir el proceso. Y si bien habían cavado el túnel en secreto y en los ratos libres, ahora se veían obligados a deshacerlo en presencia de todo el mundo y con prisas. Los bordes del socavón seguían desmoronándose, cayendo y dejando a la vista una parte de él mayor cada día. (Como medida de prudencia, habían quitado el cobertizo, dado que un cobertizo en un agujero en medio de la carretera no sería más fácil de explicar que un caballo.) La solución más rápida habría sido hundir todo el túnel y llenarlo desde arriba, pero entonces, el camino que discurría entre la tienda y los establos quedaría visible de inmediato y para siempre. Así que decidieron allanar una colina y empezaron a llevar tierra en carretillas hasta el túnel noche y día, después de situar un vigía en el tejado de la tienda de suministros para que alertara de la llegada de forasteros. Si les preguntaban, dirían que estaban construyendo terrazas en el terreno, como en las ilustraciones de un libro que tenía el predicador sobre las costumbres del Oriente. Supongo que, dadas las circunstancias, era lo mejor que podían hacer.
Eran gentes acostumbradas al trabajo duro, pero es totalmente imposible apisonar suelo desde los lados o comprimirlo y asentarlo de algún modo con la misma firmeza que lo habían hecho la lluvia y la nieve y el calor en los años transcurridos desde que el mundo era mundo. Lo que quiero decir es que, a pesar del duro trabajo que tuvieron que realizar para deshacer el duro trabajo que habían llevado a cabo antes, con el primer aguacero la carretera se hundió desde un extremo al otro del túnel. Entonces, empezaron a llenarlo desde arriba, ya que no les quedaba otra alternativa y no tenían nada que perder. Y, con todo, siguió hundiéndose cada vez que la lluvia arreciaba.
Así, cuando finalmente llegó el invierno y trajo severas heladas y nieve, levantaron del suelo mediante palancas los pocos edificios que tenían, los pusieron sobre unas planchas, los engancharon a los caballos y trasladaron la población, tal como era, un kilómetro más allá, carretera abajo. Tuvieron que levantar las lápidas de las tumbas para ocultar el sitio donde había estado la población, lo cual resultó triste, aunque sólo hubiese tres o cuatro. El túnel se convirtió en una especie de cauce de arroyo, un riachuelo en primavera, con unas agradables riberas de hierbas y flores de los antiguos jardines que se habían asilvestrado. La gente que ignoraba lo ocurrido iba a merendar junto al arroyo, extendía las mantas y dejaba las cestas sobre aquellas pobres tumbas olvidadas, lo cual, a fin de cuentas, era una cosa agradable.
Tú y Tobías saltáis alrededor del aspersor. El aspersor es un invento magnífico porque expone las gotas de lluvia al sol. Eso también sucede en la naturaleza, pero es poco frecuente. Cuando estaba en el seminario, más de una vez había bajado al río a ver a los baptistas. La del predicador sacando del agua al bautizado, incorporándolo mientras el agua la caía de la ropa y el pelo, era una escena digna de ver. Parecía un nacimiento o una resurrección. Para nosotros, el agua sólo intensifica el contacto del pastor con los tiernos huesos de la cabeza, como si estableciera una especie de conexión eléctrica. Siempre me ha gustado bautizar a la gente, aunque a veces deseaba que hubiera más brillo y más salpicaduras en nuestra forma de proceder al respecto. Bueno, pero vosotros dos danzáis alrededor de vuestro pequeño aguacero iridiscente, saltando y zapateando como debería hacer la gente sensata cuando se topa con algo tan milagroso como el agua.
Durante los días que siguieron al regreso de Edward de Alemania, lo tenía tan presente, que seguía escabulléndome para ir a encontrarlo al hotel. En una ocasión, cogí la pelota de béisbol y mi guante y el de mi padre y fuimos a un callejón a hacer unos lanzamientos. Al principio, Edward tuvo mucho cuidado con su ropa. No había visto una pelota de béisbol desde hacía años, dijo, pero, después de un ligero calentamiento, resultó ser muy preciso. Me lanzó una pelota que me dolió en la mano y cuando dije «ay», se rió con placer porque eso significaba que había recuperado el brazo. No me habría dolido, sin embargo, si no fuera porque no la esperaba tan fuerte y no estaba preparado. Entonces fue cuando empezamos a tirar en serio. Lancé una pelota alta y él tuvo que saltar para cogerla, una captura hermosa. A aquellas alturas, ya se había quedado en mangas de camisa, se había desabrochado el cuello y los elásticos le colgaban a los costados. Varias personas se congregaron a mirarnos. Estábamos en un callejón polvoriento, un día de calor, y lanzábamos bolas altas y rasantes. Edward le pidió un vaso de agua a una muchacha y ella nos trajo uno a cada uno. Bebí el mío pero él se echó el suyo por encima de la cabeza y el agua goteó desde su gran bigote como la lluvia de un alero.
Pensé que, después de aquel día, alguna vez podríamos hablar, pero no fue así. De todos modos, a partir de entonces, me sentí mucho más tranquilo con respecto al estado de su alma. Aunque, desde luego, yo no soy quien para juzgar.
He aquí lo que dijo mientras estaba allí plantado, con todo el pelo aplastado contra la cabeza y el bigote goteando.
¡Ved qué bueno y placentero es
el estar los hermanos juntos en armonía!
Es como óleo fragante que, derramado sobre la cabeza,
por la barba desciende,
incluso la barba de Aarón,
y bajaba hasta el borde de sus vestiduras
como desciende el rocío del Hermón,
que cae sobre los montes de Sion.
Es del Salmo 133. Y significaba que Edward sabía todo lo que yo sabía, hasta la última palabra. Tal vez estaba diciéndome que sabía todo lo que yo sabía y que no lo convencía. Sin embargo, he pensado a menudo que lo que hizo fue espléndido. Ojalá mi padre hubiese estado allí, porque sé que lo habría hecho reír. Todavía tenía un brazo decente para un hombre de su edad. Yo, como a la sazón era muy joven, creía que nunca se reconciliarían y me sorprendía que Edward se tomara la situación con aquella aparente calma. Al decirle que había empezado a leer a Feuerbach, arqueó las cejas y me dijo: «¡No permitas que tu madre te pille haciendo eso!».
Si digo que mi fama de hombre piadoso y recto y todo lo demás tal vez sea algo exagerada, no querría que creyeras por ello que me he tomado mi vocación a la ligera. Al contrario, ha representado toda mi vida. Incluso he sabido conservar bastante bien mis conocimientos de griego y hebreo. Boughton y yo solíamos repasar palabra por palabra los textos sobre los que íbamos a predicar. Él venía aquí, a mi casa, porque la suya estaba llena de niños. Y siempre traía en una cesta una apetitosa cena caliente que su esposa o sus hijas preparaban para los dos. A mí me daba pavor entrar en su casa, pues hacía que la mía pareciese muy vacía. Y Boughton lo percibía, lo sabía.
Cuatro chicas y cuatro chicos tenía, unos pequeños salvajes bulliciosos del primero al último, como decía el propio Boughton. Sin embargo, la buena fortuna no es sólo buena fortuna y, a lo largo de los años, sucedieron cosas en aquella familia que causaron más de un terrible pesar. Aun así, durante años, todo en ella me pareció cegadoramente hermoso. Y lo era.
Hemos disfrutado de algunas veladas muy agradables aquí, en mi cocina. Boughton es un presbiteriano acérrimo (como si los hubiera de otro tipo). Así pues, hemos tenido nuestras divergencias, aunque nunca tan graves como para causarnos perjuicio.
No creo que fuese resentimiento lo que sentía entonces. Era una especie de lealtad a mi propia vida, como si quisiera decir, yo también tengo una esposa, tengo una hija, incluso. Era como si el precio de tenerlos fuese perderlos y no soportara la insinuación de que incluso aquel precio podía ser demasiado elevado. Dicen que, a la edad que tenía tu hermana, un recién nacido todavía no ve, pero ella abrió los ojos y me miró. Era una cosita minúscula pero, mientras la sostenía en brazos, abrió los ojos. Sé que en realidad no quería estudiar mi rostro. El recuerdo puede hacer que una cosa parezca haber sido mucho más de lo que fue. Sin embargo, sé que me miró directamente a los ojos. Resulta asombroso. Y me alegro de haberlo sabido ya entonces, pues en mi situación presente, ahora que poco me falta para abandonar este mundo, me doy cuenta de que no hay nada más asombroso que un rostro humano. Boughton y yo hemos hablado de eso, también. Tiene que ver con la encarnación. Uno percibe la obligación que tiene para con un niño cuando lo ha visto recién nacido y lo ha tenido en brazos. Cualquier rostro humano es un reclamo, pues uno no puede por menos de entender su singularidad, su valentía y soledad. Sin embargo, el rostro de un recién nacido lo es más aún. Considero que es una especie de visión, tan mística como la que más. Boughton está de acuerdo conmigo.
Cuando eras un bebé, te tenía mucho miedo. Me sentaba en la mecedora y tu madre te ponía en mis brazos y yo sólo me mecía y rezaba mientras ella terminaba lo que tuviera que hacer. Y solía cantar, también, Sólo a Ti, Dios y Señor, hasta que ella me preguntaba si no sabía otra canción más alegre. Yo ni siquiera me había dado cuenta de que estaba cantando.
Esta mañana he intentado pensar en el cielo, sin mucho éxito. No sé por qué habría de esperar tener alguna idea de él. No habría podido imaginar jamás este mundo si no hubiera pasado casi ocho décadas caminando por él. La gente habla de lo maravilloso que les parece el mundo a los niños y eso es bastante cierto. Sin embargo, los niños piensan que lo entenderán cuando crezcan y yo sé muy bien que yo no. No lo entendería aunque viviera una docena de vidas, eso lo veo más claro cada día que pasa. Cada mañana, soy como Adán despertándose en el Paraíso, asombrado de la habilidad de mis manos y del brillo que entra en mi mente a través de los ojos: unas manos viejas, unos ojos viejos, una mente vieja, un Adán muy disminuido en conjunto y, a pesar de todo, es sencillamente notable. ¿Qué tendré todavía de mí? Este viejo cuerpo ha sido un compañero bastante aceptable. Como el asno de Balaam, ha visto al ángel que yo no he visto aún, y está tendido en el camino.
Y debo decir también que mi mente, con todas sus deficiencias, me ha mantenido interesado. Guardo en ella una copiosa cantidad de poesía que he aprendido a lo largo de los años, y un vocabulario bastante amplio, buena parte de él sin usar. Y las Escrituras. Nunca las he estudiado como mi padre, o como el suyo, pero las conozco bastante bien. Desde luego, tenía que conocerlas. Cuando era más pequeño de lo que tú eres ahora, mi padre me daba una moneda cada vez que aprendía cinco versículos y era capaz de repetirlos sin una equivocación. Y luego inventó un juego: él decía un versículo y yo tenía que decir el siguiente. Podíamos jugar a eso sin parar, a veces hasta que llegábamos a una genealogía, o hasta que nos cansábamos. En ocasiones, interpretábamos papeles: él era Moisés y yo hacía de faraón, él era los fariseos y yo, el Señor. Así se había educado él también, y me resultó de gran ayuda cuando fui al seminario. Y a lo largo de toda mi vida.
Ya conoces el Padrenuestro y el Salmo 23 y el Salmo 100. Y anoche oí a tu madre enseñándote las Bienaventuranzas. Parece que quiere que yo sepa que te educará en la fe y lo encuentro un esfuerzo maravilloso por su parte, pues, francamente, nunca en mi vida he conocido a nadie que tuviera menos conocimientos de religión que ella cuando la vi por primera vez. Era una mujer excelente, pero ignorante de las Escrituras y de casi todo lo demás, según ella, y tal vez fuese cierto. Lo digo con todo el respeto.
Y, sin embargo, siempre la envolvía aquel aire de maravillosa seriedad. Al principio, cuando acudía a la iglesia, se sentaba en el rincón del fondo y, a pesar de ello, yo me sentía como si fuese la única oyente real. Una vez soñé que le estaba predicando al propio Jesús, diciendo cualquier tontería que se me ocurría, y Él estaba sentado allí con Su túnica blanquísima y un aire paciente, triste y consternado. Así me sentía con ella. Y después pensaba, ya está, no volverá más, pero el domingo siguiente volvía a aparecer. Y, de nuevo, el sermón en el que había trabajado toda la semana se hacía cenizas en mi boca. Eso sucedía antes de que supiera siquiera cómo se llamaba.
Esta mañana he mantenido una interesante charla con el señor Schmidt, el padre de T. Parece que le ha oído usar alguna palabra malsonante. De hecho, yo también la he oído a menudo, ya que ha sido el juego favorito entre vosotros dos la semana pasada. Reconozco que no he apreciado la necesidad de quejarse. Cuando nosotros éramos niños, decíamos las mismas cosas y salimos de ello intactos, creo. Uno pregunta, con voz ingenua y aflautada, «¿AB, CD pececillo?», y el otro responde con la voz más grave de la que es capaz, una voz llena de desdén mundano: «¡L, MNO pececillo!», a lo que sigue una risotada ofensiva y extravagante. (Es la L, no he de decirlo, lo que ha molestado al señor Schmidt[7].)
El hombre se lo tomaba muy en serio y lo he pasado fatal intentando mantener una expresión circunspecta. Con gesto grave, le he comentado que, según me dicta la experiencia, es mejor no intentar un aislamiento demasiado estricto de los niños y que las prohibiciones pierden su fuerza cuando se invocan de forma demasiado general. Finalmente, en consideración a mis canas y a mi vocación, él ha cedido, aunque me ha preguntado dos veces si yo era unitarista[8].
Le he comentado a Boughton lo sucedido y me ha dicho: «Hace tiempo que o digo: esa etra debería estar excuida de afabeto». Y se ha echado a reír de su propia ocurrencia. Desde que tuvo noticias de Jack, está de un humor excelente. «¡Vendrá a casa pronto!», dijo. Cuando le pregunté de dónde venía, Boughton respondió: «Bueno, el matasellos de la carta es de St. Louis».
No le contaré a tu madre la conversación con el señor Schmidt. Ella desea fervientemente que conserves a ese amiguito. Cuando no tenías ninguno, padecía. Sufre por ti mucho más de lo que debería. Siempre imagina que tiene la culpa de todo, incluso cuando a mí me da la impresión de que no existe culpa alguna.
El otro día me dijo que quiere leer esos viejos sermones que guardo en el desván y estoy seguro de que lo hará, vaya si lo estoy. No todos, porque eso le llevaría años. Bueno, tal vez me decida a bajar una caja y escoger unos cuantos. Me tranquilizaría saber que dejo una mejor impresión. Muy a menudo, mientras leía las frases desde el pulpito, me he dado cuenta de lo cortas que resultaban, de cuán lejos quedaban de las esperanzas que había depositado en ellas. Y eso que eran la obra principal de mi vida, desde cierto punto de vista. Tengo que admirarme de cómo he vivido con eso.
Hoy conmemorábamos la Santa Cena y prediqué sobre Marcos 14, 22: «Y mientras comían tomó el pan y, dando gracias, lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: Tomad y comed todos de él, porque éste es mi Cuerpo». Normalmente, no predicaría sobre las palabras de la Consagración, cuando la iluminación más hermosa que puede hacerse de ellas es el Sacramento. Sin embargo, estas últimas semanas he estado pensando mucho en el cuerpo. Bendecido y partido. He empleado como texto del Antiguo Testamento el Génesis 32, 23-32, la lucha de Jacob con el Ángel. Quería hablar del don de la particularidad física y de cómo ésta actúa de mediadora de la bendición y el sacramento. Últimamente he estado pensando en cuánto he amado mi vida física.
En cualquier caso, y quizá lo recuerdes, cuando casi todos se habían marchado y las especies sacramentales estaban aún sobre la mesa y las velas ardían todavía, tu madre te ha traído por el pasillo hasta donde yo estaba y ha dicho: «Tendrías que darle un poco de eso a él». Aún eres demasiado pequeño para ello, desde luego, pero tu madre tenía toda la razón. El cuerpo de Cristo, entregado por ti. La sangre de Cristo, derramada por ti. Tu rostro infantil, solemne y hermoso, alzado para recibir estos misterios de mis manos. El cuerpo y la sangre, el misterio más maravilloso.
Ha sido una experiencia que habría podido perderme. Ahora, sólo temo no tener tiempo suficiente para disfrutar plenamente pensando en ella.
Esta mañana, la luz del recinto era hermosa, como suele serlo. Es una iglesia sencilla y vieja y no le iría mal una capa de pintura, pero en tiempos aciagos solía acudir a ella antes del amanecer para sentarme allí a ver cómo penetraba la luz. No sé si a alguien más le parecerá tan hermosa. Yo me sentía muy en paz aquellas mañanas, mientras oraba por asuntos a veces muy terribles: la Depresión, las guerras. Todos ellos trajeron grandes aflicciones a la gente de aquí, durante décadas. Pero las oraciones aportan paz, como confío que sepas.
En esos tiempos, como ya he dicho, era capaz de pasarme la noche en vela, leyendo. Después, si despertaba aún en mi sillón y el reloj señalaba que eran las cuatro o las cinco, pensaba en lo agradable que sería recorrer las calles a oscuras y entrar en la iglesia a ver cómo amanecía en el santuario. Me encantaba el sonido del cerrojo al abrirse. El edificio se ha asentado de modo que, cuando avanzas por el pasillo central, puedes oír cómo el suelo cede bajo tu peso. Es un sonido más agradable de lo que resultaría un eco; un sonido complaciente, solícito. Es preciso estar allí a solas para oírlo. El edificio tal vez no llegue a notar el peso de un niño pero, si todavía sigue en pie cuando leas esto y si no estás a medio mundo de distancia, deberías entrar cuando no haya nadie y ver a qué me refiero. Al cabo de un tiempo, incluso llegué a preguntarme si no me gustaba más la iglesia cuando no había gente en ella.
Sé que hay planes para derribarla. Están esperando a que yo no esté, lo cual es muy considerado por su parte.
La gente siempre anda despierta en plena noche, sea porque el bebé tiene un cólico, porque hay un niño enfermo, por una riña, una preocupación o un remordimiento. Y, por supuesto, está el lechero y todos los que trabajan en el turno de madrugada o de noche. A veces, cuando pasaba por delante de la casa de alguna de mis familias y veía luces encendidas, pensaba que quizá debería detenerme a ver si tenían algún problema y podía echar una mano, pero luego me decía que tal vez lo considerarían una intromisión y decidía no hacerlo. También pasaba de largo de la casa de los Boughton. Eso era años antes de que me enterara finalmente, por íntimos que hubiéramos sido desde siempre, de cuáles eran sus verdaderas preocupaciones. Era esas noches en que no pegaba ojo y no me apetecía leer, cuando deambulaba por el pueblo a la una o las dos de la madrugada. En los viejos tiempos, recorría todas las calles y pasaba por delante de todas las casas en apenas una hora. Durante el paseo, intentaba recordar quién vivía en cada una y todo lo que conocía de cada familia, que en muchos casos era bastante, pues gran parte de las que no eran mías eran de Boughton. Y rezaba por ellas. E imaginaba una paz que ellos no esperaban ni podían contar con que se abatiera sobre su enfermedad, su disputa o sus sueños. Entonces, entraba en la iglesia y rezaba un rato más y esperaba a que rompiera el alba. Muchas veces, he lamentado que la noche terminara, aunque he disfrutado viendo llegar el amanecer.
De noche, los árboles tienen un sonido distinto. Y también huelen de otra manera.
Si me recuerdas, aunque sólo sea levemente, descubrirás que lo que te cuento explica un poco cómo soy. Si no puedes verme de niño, sino ya de adulto, no me cabe duda de que observarás en mí una cierta calidad crepuscular. Cuando leas esto, espero que comprendas que al hablar de la larga noche que precedió a estos días míos de felicidad no recuerdo tanto la pena y la soledad, cuanto la paz y el consuelo: pena, pero nunca sin consuelo; soledad, pero nunca sin paz. Casi nunca.
En una ocasión en que Boughton y yo habíamos pasado la velada revisando juntos nuestros textos y habíamos terminado de comentarlos, lo acompañé al porche y fuera había luciérnagas, nunca había visto tantísimas juntas, miles de ellas en todas partes, despegando de la hierba o apagándose en mitad del vuelo. Nos sentamos en los escalones un buen rato, a oscuras y en silencio, contemplándolas. Finalmente, Boughton dijo: «Así como las chispas se alzan para surcar el aire, el hombre nace para la desdicha». Y aquella noche, realmente, era como si la tierra se abrasara a fuego lento. Bueno, era y es. Un fuego viejo se hace una cáscara oscura y se instala en su núcleo, como sucede con este planeta. Creo que la misma metáfora sirve para describir también al ser humano en tanto que individuo. Quizás a Gilead. Quizás a la civilización. Escarba un poco y saltaran chispas. No sé si el versículo impartió una bendición a las luciérnagas, o si las luciérnagas impartieron una bendición a las palabras, o si las dos cosas juntas impartieron una bendición a las desdichas, pero las he amado mucho a las dos desde entonces.
Ha habido una llamada telefónica de Jack Boughton, es decir de John Ames Boughton, mi homónimo. Sigue aún en St. Louis, pensando todavía en si volver a casa. Glory vino a contármelo, excitada y asimismo ansiosa. Dijo: «Papá se ha emocionado mucho al oír su voz». Supongo que, tarde o temprano, aparecerá. No sé cómo un chico ha podido causar tanta decepción sin dar nunca a nadie motivos para la esperanza. Un hombre, debería decir, porque va camino de los cuarenta, o ya debe de tenerlos. No es el mayor ni el más joven, no es el mejor ni el más valiente, sólo es el más querido. Supongo que también podría contarte una historia sobre él o tanta de ella como sea menester. En otra ocasión. Antes, debo reflexionar sobre el asunto. Cuando haya tenido la oportunidad de hablar con él, tal vez decida que todo aquel problema está olvidado del todo y no escriba nada sobre ello.
El viejo Boughton tiene tantas ganas de verlo... Y además de las ganas, tal vez también esté ansioso. Tiene buenos hijos, pero siempre pareció que era en éste en el que había puesto realmente su corazón. La oveja descarriada, la moneda perdida. Hablando en plata, el hijo pródigo. Durante toda mi vida adulta he dicho por lo menos una vez a la semana que hay una disyunción completa entre el amor del Padre y el que merecemos. Y, sin embargo, cuando veo esta misma disyunción entre los padres humanos y sus hijos, siempre me irrita un poco. (Sé que serás, y espero que seas, un hombre excelente, pero si no lo eres, te amaré igualmente.)
Esta mañana he cometido una estupidez. Me he despertado aún de noche y eso me ha impulsado a ir caminando a la iglesia como hacía en otros tiempos. He dejado una nota y tu madre la ha encontrado, por lo que no ha sido todo lo malo que podría haber sido. (La nota, he de admitirlo, se me ocurrió en el último momento.) Y al parecer, ella ha pensado que me había ido a exhalar el último suspiro yo solo, lo cual, con mi manera de pensar, no sería una mala idea. Esta es otra cosa que tú sabes y yo, no: cómo termina esto. Cómo te habrá parecido a ti que termina mi vida, quiero decir. Es algo que preocupa sobremanera a tu madre, lo mismo que a mí, desde luego. Sin embargo, me cuesta recordar que no puedo confiar en mi cuerpo, en que no me falle de repente. Casi nunca me encuentro mal. Los dolores son tan infrecuentes que, de vez en cuando, me olvido.
El doctor me dijo que fuera con cuidado al levantarme de una silla. También me instó a que no subiera escaleras, lo cual significaría renunciar a mi estudio, algo que soy incapaz de hacer. También me dijo que tomara un traguito de brandy todos los días, y así lo hago, de pie en la despensa, con la cortina corrida para que no me veas. A tu madre le parece muy divertido. Dice: «Te sentaría mucho mejor si lo disfrutaras un poco», pero así es cómo tomaba mi madre la bebida y soy un tradicionalista. La última vez que te llevó al médico, le dijeron que, posiblemente, si te extirpasen las amígdalas serías más robusto. Volvió a casa tan enferma sólo de pensar que te habían encontrado un defecto, que le di una dosis de mi brandy medicinal.
Quiere bajar mis libros a la sala y que me instale allí y tal vez ceda, sólo para ahorrarle preocupaciones. Le dije que no podría añadir ni un momento al tiempo que me queda de vida y ella me dijo: «Bueno, tampoco querría que lo restaras». Hace un año habría dicho «que lo restarías». Siempre me ha encantado la forma de hablar de tu madre, pero ella cree que tiene que mejorar por tu bien.
Como decía, he ido a la iglesia caminando en la oscuridad. Había una luna muy brillante. Es extraño que nunca nos acostumbremos del todo al mundo nocturno. Muchas veces he visto lunas con una luz tan intensa que incluso proyectaban sombras. Y el viento es el mismo viento y agita las mismas hojas, de día o de noche. Cuando era chico, me levantaba antes del alba todos los días del mundo para ir por agua y leña. Entonces la vida era muy distinta. Recuerdo que salía a andar bajo la oscuridad y sentía como si ésta fuese un mar grande y frío y las casas y los cobertizos y los bosques se movieran todos a la deriva en él, a punto de soltar las amarras. Entonces siempre me sentía como un intruso, y todavía me sucede, como si todo fuese feudo de la oscuridad, un feudo que yo transgredo con sólo salir por la puerta. Esta mañana, el mundo al claro de luna me parecía un conocido inmemorial con el que siempre había querido trabar amistad. Si alguna vez se presentó la oportunidad, ésta ya pasó. Es extraño decirlo, pero eso es un poco lo que pienso de mí.
En cualquier caso, se me hacía tan necesario recorrer la carretera hasta la iglesia y entrar y sentarme en la oscuridad a esperar que rompiera el alba, que me he olvidado por completo de la preocupación que podía estar causándole a tu madre. En realidad, en estos tiempos me cuesta mucho recordar cuán mortal soy. Tengo dolores, como he dicho, pero no tan frecuentes, o ni siquiera tan fuertes, como para que me alarme del modo en que debería hacerlo cuando se presentan.
Debería ser más consciente de mi estado. El otro día empecé a levantarte en brazos, como solía hacerlo cuando tú no eras tan grande ni yo tan viejo. Entonces, vi que tu madre me miraba con verdadera aprensión y advertí lo estúpido que era hacer aquello. Siempre me ha gustado sentir la fuerza con que te sujetabas, como un mono en lo alto de un árbol. Delgadez de muchacho y fortaleza de muchacho.
Pero me he desviado un poco del asunto, es decir, de tus orígenes. Y hay mucho más que contar. Tu abuelo estaba en el ejército unionista, como ya he dicho. Pensó que tenía que alistarse como soldado regular, pero le dijeron que era demasiado viejo. Le indicaron que Iowa tenía un regimiento de mayores, para viejos, al que podría engancharse. Dicho regimiento no entraba en combate, sino que se ocupaba de vigilar los suministros, las líneas férreas y cosas de ese tipo. La idea no le gustó en absoluto y al final los convenció para que le permitieran alistarse como capellán. No llevaba consigo ningún tipo de credenciales, pero mi padre explicaba que les enseñó su Nuevo Testamento en griego y aquello bastó. Todavía lo guardo en algún sitio, lo que queda de él; según me contaron, cayó a un río y no llegó a secarse bien hasta que estuvo casi estropeado. Si la memoria no me falla, se vio implicado en una retirada desordenada, en una huida atropellada, en realidad. Es la misma Biblia que le enviaron a mi padre desde Kansas, antes de que nos pusiéramos en camino para encontrar la tumba del viejo.