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Neville se agachó y cogió un puñado de tierra. La dejó escapar por entre los dedos, deshaciendo los negros terrones. ¿Cuántos, se preguntaba, duermen en la tierra, como dice la leyenda?

Algunos.

Entonces, ¿qué porcentaje de la leyenda era realidad?

Con los ojos cerrados, soltó lentamente la tierra oscura. ¿Existía alguna respuesta? Si par lo menos tuviera la certeza de que quienes dormían en la tierra habían regresado de la muerte, podría elaborar alguna teoría.

Pero no lo sabía. Otro problema irresoluble. Como el que se había planeado la noche anterior.

¿Cómo reaccionaría un vampiro mahometano ante la visión de una cruz?

Se sorprendió al oír su propia risa: un ronco ladrido en la mañana silenciosa. Dios mío, pensó, hace tiempo que no me río. Ya lo había olvidado. Recordaba la tos de un perro enfermo. Bueno, eso es lo que soy ahora, al fin y al cabo: un perro muy enfermo.

Había habido un principio de tormenta hacia las cuatro de la mañana, y los recuerdos volvieron a su memoria. Virginia, Kathy, aquellos horribles días.

Trató de distraerse. Era peligroso. Pensar en el pasado era terminar bebiendo.

Aunque no se explicaba por qué había elegido vivir. Probablemente, pensó, no hay un motivo concreto. Estoy demasiado aturdido para acabar con todo.

Bueno… Juntó las manos como si por fin hubiese decidido algo. ¿Qué haría ahora? Miró alrededor como si sucediera algo interesante en la calle silenciosa.

Muy bien, decidió impulsivamente, veré si el truco del agua da resultado.

Escondió una manguera en una zanja y la llevó así hasta una artesa de madera. El agua pasaba por la artesa, pasaba por otro agujero a una segunda manguera, y llegaba al subsuelo.

Cuando finalizó la tarea, entró y se dio una ducha. Luego se afeitó y se quitó la venda de la mano. La herida había cicatrizado bien. Pero esto no le quitaba el sueño. El tiempo había demostrado que estaba inmunizado.

A las seis y veinte se instaló en la sala, frente a la mirilla. Al rato se desperezaba; le dolían todos los músculos. Se sirvió un whisky.

Cuando se acercó a la mirilla, Ben Cortman ya cruzaba el césped.

–Sal, Neville -murmuró Neville, y Cortman, como si le oyese, le devolvió las mismas palabras en un grito.

Neville siguió allí, inmóvil, observando a Cortman.

En general, no había cambiado mucho de aspecto. Tenía el pelo todavía negro, seguía siendo corpulento y con el rostro pálido. Pero ahora llevaba barba y un grueso bigote. Esta era la diferencia fundamental. Antes, cuando le esperaba para ir juntos a la fábrica, Ben estaba siempre perfectamente afeitado y olía a colonia.

Resultaba extraño verlo ahora: un Ben completamente desconocido. En otro tiempo había conversado con aquel hombre, había ido con él al trabajo, comentando los partidos de baseball o los asuntos políticos, y después de la enfermedad y de cómo estaban Virginia y Kathy, y de cómo estaba Freda Cortman, y…

Neville sacudió la cabeza. Era inútil seguir con eso. El pasado estaba tan lejos como el verdadero Cortman.

Sacudió nuevamente la cabeza. El mundo está al revés, pensó. Los muertos caminan por las calles, y no me sorprende. El retorno de los cadáveres se ha convertido en algo cotidiano. ¡Con qué rapidez se acepta lo increíble si se ve con frecuencia!

Tragó un poco de whisky y trató de pensar a quién se parecía Cortman. Durante un tiempo estuvo convencido de que Cortman le recordaba a alguien, pero no sabía a quién.

Se encogió de hombros. ¿Qué importancia tenía eso?

Dejó el vaso en el suelo y fue a la cocina para abrir el grifo del agua. Cuando volvió a vigilar por la mirilla vio a otro hombre y una mujer en el césped. Nunca hablaban entre sí. Daban vueltas y vueltas, infatigablemente, como si se tratase de lobos, sin cruzar jamás una mirada, los ojos hambrientos clavados en la casa y en la presa que había dentro.

De pronto Cortman vio el agua que corría por la artesa y se quedó mirándola. Después de un rato levantó la cara y sonrió mostrando los dientes.

Neville se quedó rígido.

Cortman saltaba de un lado al otro de la artesa. Neville sintió un nudo en la garganta. ¡Él bastardo sabía!

Caminó de prisa hasta el dormitorio y temblando cogió las pistolas del cajón de la cómoda.

Cortman estaba pisoteando los bordes de la artesa cuando la bala lo hirió en el hombro derecho.

Retrocedió trastabillando y cayó en el cemento, con las piernas hacia arriba. Neville volvió a disparar y la bala dio contra la acera a unos centímetros de su cuerpo.

Cortman se incorporó gruñendo y la tercera bala le alcanzó el pecho.

Neville, con el humo acre de la pistola aún en el ambiente, volvió a mirar. La mujer apareció entonces ante Cortman y comenzó a levantarse la falda.

Neville cerró la mirilla. No quería ver eso. Había bastado un segundo para sentir aquel dolor ardiente en su interior.

Al cabo de un rato volvió a mirar y Cortman estaba paseándose, llamándolo.

Y, bajo la luz de la luna, de pronto recordó a quién se parecía Cortman.

¡Dios mío, era como Oliver Hardy! Los dos cortos que había pasado en su proyector. Cortman era el eco muerto del gran cómico. Un poco más delgado, solamente. Hasta el bigote era igual.

Oliver Hardy cayendo de espaldas bajo el impacto de las balas. Oliver Hardy volviendo siempre a por otra ración, no importaba qué ocurriese. Agujereado por las balas, pinchado por cuchillos, aplastado por automóviles, chocando contra paredes, hundido en el mar, pasado por chimeneas. Y volviendo siempre, paciente y amoratado. Eso era Ben Cortman. Un maligno y detestable Oliver Hardy aporreado y resistente.

¡Dios mío! No podía parar de reírse. Más que ganas de reírse, era un alivio, una salida. Las lágrimas le rodaban por las mejillas. Con las sacudidas el vaso se derramó y el líquido le mojó de arriba a abajo, provocándole todavía más risa. El vaso por fin cayó a la alfombra, y Neville también, retorciéndose con espasmos de incontenible diversión. La risa incesante llenó la sala.

Más tarde fue el llanto.

Introdujo la estaca en el estómago, en el hombro. En el cuello con un solo martillazo. En los brazos y piernas, y siempre sucedía lo mismo: la carne blanca quedaba cubierta por la sangre roja.

Creía haber encontrado la solución. Había que desangrarlos: una hemorragia.

Pero luego, cuando encontró a la mujer en la casita blanca y verde, y le clavó la estaca, la disgregación fue tan rápida que tuvo que huir, y ya no pudo probar el desayuno.

Cuando se recuperó, y se atrevió a volver, sólo encontró sobre la colcha una línea de algo parecido a sal y pimienta, una línea tan larga como el cuerpo. Nunca había visto nada parecido.

Sacudido por la escena, salió despacito de la casa y se sentó en el coche durante una hora, bebiendo hasta vaciar la botella. Pero ni siquiera el alcohol podía borrar aquella impresión.

Había sido todo tan rápido… El martillazo aún le sonaba en los oídos, y ya la mujer no era más que una línea.

Recordó una charla con un negro, en la fábrica. El hombre conocía el asunto y le había hablado de mausoleos y gente metida en cajones herméticos, donde se conservaban con la misma apariencia de siempre.

–Pero deje usted entrar un poco de aire -le había dicho el negro-, y ¡bum!, se transforman en una línea de sal y pimienta. Así de fácil. – Y el negro hacía chasquear los dedos.

La mujer, pues, llevaba mucho tiempo muerta. Quizá, se le ocurrió, era uno de los vampiros originarios de la plaga. Sólo Dios sabía cuánto tiempo había escapado de la muerte.

Neville se sintió demasiado deprimido, y ese día, y los siguientes, no hizo nada. Se quedó en casa, bebiendo y tratando de olvidar, y dejó que los cuerpos se apilaran en la hierba, y el frente sin reparar.

Durante varios días, sentado en el sillón, con el vaso en la mano, pensó en su mujer. Y no importaba la cantidad de alcohol ingerida. Seguía pensando en su mujer. Se veía a sí mismo entrando en la cripta, levantando la tapa del ataúd.

Pensó que algo se estaba destruyendo en él. Se sentía tan paralizado, tan sereno y tan frío. ¿Sólo eso quedaría de ella?