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'La fuerza del vampiro reside en que nadie cree en él'.

Gracias, doctor Van Helsing, pensó Neville dejando a un lado su ejemplar de Drácula. Se quedó con los ojos fijos en la biblioteca, escuchando el segundo concierto para piano de Brahms, con un vaso de whisky en la mano derecha y un cigarrillo en la izquierda.

En efecto. El libro era un compendio de supersticiones y convencionalismos simples pero esa línea decía la verdad. Nadie había creído en ellos, ¿y cómo se podían luchar contra algo inverosímil?

Así había sido. Algo oscuro y nocturno se había cruzado en las sombras medievales. Algo imposible e inconsistente, algo que sólo existía en hechos e ideas, en las páginas de la literatura fantástica. Los vampiros pertenecían a otra época, como los idilios de Summers o los melodramas de Stoker. Eran apenas unas líneas en la Enciclopedia Británica o quizás material para escritores o películas de mediana calidad. Una débil leyenda que se había transmitido de siglo en siglo.

Bueno, pues ahora era cierto.

Tomó un sorbo de whisky y cerró los ojos, dejando bajar el líquido helado por la garganta hasta calentarle el estómago. Era cierto, pensó, pero nadie había podido averiguarlo. Oh, sabían que existía algo, pero de ninguna manera podía ser eso. Eso era algo imaginario, una mera superstición, no había nada semejante en la vida real.

Y antes de que la ciencia hubiese destruido la leyenda, la leyenda devoraría la ciencia y todo lo demás.

Ese día no había buscado madera. No había revisado el generador. No había recogido los trozos de espejo rotos. Ni siquiera había cenado; no tenía apetito. Sucedía a menudo. No podía hacer aquello y comer luego despreocupadamente. Ni aún después de cinco meses.

Pensó en los niños que había visto aquella tarde y apuró su bebida.

Parpadeó y las paredes de la habitación bailaron un poco ante él. Te estás emborrachando, hombre, se dijo a sí mismo. ¿Y qué importa?, replicó. ¿Tenía alguien más derecho?

Lanzó el libro al otro extremo del cuarto. Adiós, Van Helsing, y Mina, y Jonathan, y tú, conde de ojos sanguinolentos. Ficciones, extrapolaciones estúpidas de un tema sombrío.

Tosió atragantándose. Afuera, Ben Cortman lo invitaba a salir una noche más. Espera ahí, Benny, no te vayas, pensó. Espera a que me ponga el smoking.

Espera, Benny. Bueno, ¿por qué no?, se preguntaba. ¿Por qué no salir ahora? Sólo así podría librarse definitivamente de ellos.

Convirtiéndose en uno de ellos.

Se rió entre dientes. Era muy simple. Se incorporó y se acercó tambaleándose al bar. ¿Por qué no? ¿Por qué sufrir tanto cuando con sólo abrir una puerta y bajar unos escalones se solucionaría todo en seguida?»

Había, por supuesto, una ínfima posibilidad de que existieran otros como él en alguna parte, intentando sobrevivir, esperando poder encontrar algún día a gentes de su especie. ¿Pero cómo podía encontrarlos si vivían a más de un día de viaje?

Encogiéndose de hombros, se llenó de nuevo el vaso con whisky. ¿Cuál era su actividad desde hacía meses? Poner collares de ajo en las ventanas, redes en el invernadero, quemar los cuerpos, quitar las piedras y, poco a poco, ir reduciendo aquella multitud. ¿Por qué engañarse a sí mismo? Nunca había encontrado a nadie más.

Se dejó caer pesadamente en el sofá. Aquí estoy, comodísimo, acosado por un regimiento de sedientos de sangre que sólo aspiran a sorber libremente la mía. Tomen un trago, caballeros, éste es realmente por mí.

Una mueca de odio apareció en su rostro. ¡Bastardos! ¡Los mataré a todos antes que ceder! Apretó con fuerza la mano derecha y el vaso estalló en pedazos.

Bajó los ojos y miró turbiamente los cristales en el suelo, el resto todavía seguía en su mano, y la sangre diluida en whisky goteaba lentamente.

¿Les gustaría verla?, se preguntó. Se incorporó, furioso, de un salto, y casi abrió la puerta. Sería bueno frotarles la cara con la mano y oírlos aullar.

Cerró en seguida los ojos, sacudiéndose. Contrólate, amigo, pensó. Ve a vendarte esa condenada mano.

Entró en el cuarto de baño dando un traspiés y se lavó cuidadosamente la mano, estremeciéndose cuando la tintura de yodo entraba en la herida. Se vendó luego torpemente. Respiraba con dificultad y el sudor le bañaba la frente. Deseaba un cigarrillo.

Volvió a la sala, cambió Brahms por Bernstein y encendió un cigarrillo. ¿Qué haré si un día me faltan los clavos para los ataúdes?, se preguntó observando la lenta columna de humo azul. Bueno, sería difícil que eso ocurriera. Tenía mil cajas en el armario de Kathy…

En la despensa, se corrigió, la despensa, la despensa. El cuarto de Kathy.

Miró con ojos apagados el mural mientras La edad de la ansiedad le invadía los oídos. Edad de la ansiedad, meditó. Te creías ansioso, Lenny. Lenny y Benny, ustedes dos debían conocerse. Compositor, le presento al cadáver. Mamá, cuando sea mayor quiero ser un vampiro como papá. Oh, querido mío, Dios te bendiga, claro que llegarás a serlo.

El whisky gorgoteó en el vaso. Hizo una mueca de dolor y cambió de mano la botella.

Se sentó y bebió. Apuremos el gastado filo de la sobriedad, pensó.

Arrastremos la desmenuzada visión de la realidad cuanto antes. Los odio.

El cuarto comenzó a girar sobre sí mismo y el suelo se onduló bajo la silla.

Una agradable neblina cubrió todas las cosas. Neville miró el vaso, los discos.

Reposó la cabeza primero a un lado y luego al otro. Afuera ellos rondaban, murmuraban y esperaban a que saliera. Pobres vampiros, pensó, pobres criaturas, tan abandonadas, paseándose frente a mi casa como gatitos sedientos.

Tuvo una idea. Alzó el meñique, que apareció tembloroso ante sus ojos.

Amigos, me acercaré a vosotros para discutir sobre los vampiros. Un representante de la minoría siempre lo hubo.

Pero voy a esbozar concretamente las bases de mi tesis: los vampiros son víctimas de un prejuicio.

La explicación de dicho prejuicio es ésta: Se los desprecia porque se los teme; por lo tanto…

Neville siguió bebiendo.

Una vez, en las noches de la Edad Media, los vampiros habían sido muy poderosos y enormemente temidos. Se los consideraba anatema, y todavía lo eran. La sociedad los perseguía sin descanso.

¿Pero son sus necesidades más detestables que las de otros animales e incluso las de algunos hombres? Realmente, reflexiona, ¿es tan malo el vampiro?

A fin de cuentas, sólo bebe sangre.

¿Por qué entonces ese profundo odio, esa condenación eterna? ¿Por qué el vampiro no era libre de elegir su vivienda? ¿Por qué debía estar siempre oculto? ¿Por qué exterminarlos? Ah, ¿te das cuenta? El desamparado inocente ha terminado convirtiéndose en un animal perseguido. El vampiro carece de medios propios para subsistir, no puede educarse. Se le niega el derecho del voto. No es extraño que arrastre una existencia nocturna y depredadora.

Neville dejó escapar un gruñido. Claro, todo es cierto, pero no permitiría que mi hermana se casase con uno de ellos.

Era un callejón sin salida, pensó, encogiéndose de hombros.

La música cesó. La aguja siguió patinando sobre los surcos negros. Neville sintió que un frío le subía por las piernas. Eso le pasaba cuando bebía demasiado. Uno deja de saborear las delicias de la bebida. Ya no hay consuelo en el alcohol. El derrumbe se adelanta a la dicha. El cuarto estaba volviendo a su lugar original. Los sonidos de la calle le aturdían de nuevo.

–¡Sal, Neville!

Se le hizo un nudo en la garganta y exhaló un ronco suspiro. Sal. Las mujeres esperaban allí, con los vestidos abiertos o desnudas. Su piel espera mi roce, sus labios esperan… mi sangre, ¡mi sangre!

Como si no se tratara de su propia mano, Neville se miró el puño pálido que se alzaba lenta y temblorosamente, para caer luego sobre su pierna. El dolor le hizo aspirar el aire enrarecido. Por todas partes se olía a ajo. En la ropa, los muebles y en la comida, y aun en el whisky. Sírvame un poco de ajo con soda, por favor. El chiste murió rápidamente.

Se levantó y comenzó a pasearse. ¿Qué haré ahora? ¿Caeré en la rutina de todas las noches? Leer, beber, pensar en aislar la casa, pensar en las mujeres. Las mujeres, desnudas, anhelantes y sedientas de sangre, desplegaban ante él los cálidos cuerpos. No, no eran cálidos.

Un quejido tembloroso le subió por el pecho y la garganta. ¿Qué esperaban aquellos malditos? ¿Suponían que iba a sucumbir y entregarse?

Quizá estaban en lo cierto. Ya estaba levantando la tranca de la puerta.

Muchachas, humedézcanse los labios que voy ahora mismo.

Afuera, oyeron el ruido de la tranca y un alarido de anticipación llenó la noche.

Neville giró sobre sí mismo, retrocedió y golpeó con los puños la pared con tal fuerza que agrietó el yeso y se lastimó la piel.

Después de un rato logró recuperar la calma. Puso la tranca en la puerta y se dirigió al dormitorio. Se dejó caer en la cama, de espaldas, gimiendo. La mano izquierda golpeó una vez, débilmente, el cabezal de la cama.

¡Dios mío!, pensó ¿hasta cuándo, hasta cuándo?