Neville Chamberlain, primer ministro británico, hace en Londres, ante la Cámara de los Comunes una defensa de su política de acuerdos con Italia y explica que forma parte de una política más amplia de apaciguamiento en Europa. En la práctica, por lo que afecta a España, el tratado que negocia con Mussolini supone sólo una política de aislamiento del gobierno de la República. El gobierno inglés ha presionado al francés para negar a ambos bandos en guerra los derechos de beligerancia, en aplicación del Tratado de No Intervención, lo que se traduce en una prohibición de venta de armas. A Neville Chamberlain le apoyan los elementos más conservadores de su partido y la cúpula militar británica. El razonamiento militar es muy sencillo, aunque meses más tarde se muestre erróneo: Inglaterra no tiene todavía fuerza para enfrentarse a un conflicto con Alemania e Italia al tiempo. Por ello, hay que sellar un compromiso con Mussolini que le dé satisfacción en sus reivindicaciones en el Mediterráneo y en sus movimientos de anexión de Abisinia.
Franco no preocupa en Inglaterra, porque Chamberlain y sus asesores más próximos piensan que, si gana la guerra, va a tener que pedir ayuda financiera a Inglaterra para la reconstrucción del país. El Caudillo da, además, constantes garantías, a través de su representante oficioso, el duque de Alba, de que se mantendrá neutral en caso de conflicto europeo, de que no ayudará al Eje. Eso quiere decir que Gibraltar no corre el menor riesgo. Por otra parte, al contrario que los estrategas franceses, los británicos no consideran muy grave el riesgo de que la flota italiana pueda tener una base estable en las Baleares.
Los franquistas no tienen problemas con la aplicación estricta del Tratado de No Intervención, porque Alemania e Italia son generosas con sus suministros, que llegan por mar escoltados por la flota italiana. Los sistemas de control del Comité no son muy eficientes. Para los republicanos, la situación es mucho más difícil. Si Francia no les vende armas y, además, ha cerrado su frontera, dependen de los envíos de la Unión Soviética, que han de llegar por caminos intrincados y llenos de riesgo.
Durante toda la noche, los movimientos de tropas han sido constantes en el frente del Ebro. El ejército franquista está demostrando, una vez más, que está muy capacitado para mover con rapidez sus reservas. Su logística es, de lejos, muy superior a la republicana. A primeras horas del 26, ya se ha desplegado en torno a Gandesa casi toda la 13 división, mandada por el general Barrón.
A esas horas, la preocupación del Estado Mayor franquista se resume en un concepto: resistir el asalto para reorganizarse después. El impulso republicano ha sido una sorpresa absoluta. Nadie contaba con una capacidad tan intensa de un ejército que estaba en desbandada hace dos meses, y a la defensiva el día anterior. No sólo Franco, el máximo responsable, sino tampoco el jefe del Ejército del Norte Fidel Dávila. Ni siquiera el hombre que ha recibido el impacto, el general Yagüe que, aunque hubiera avisado en reiteradas ocasiones que esperaba -y a sus subordinados les decía que lo anhelaba- un ataque inminente, nunca había llegado a concebir el que sus tropas fueran arrolladas en un santiamén. Toda una división, la 50, ha quedado fuera de combate. Más de la mitad de sus efectivos, entre muertos, heridos y prisioneros, han causado baja.
Para cubrir la brecha abierta en el frente, se ha desplazado con rapidez dos divisiones, la 13 y la 84. Pero se da la orden de marcha a otras, como la 82, la 1 y la 4 de Navarra, y la 74, que está en el frente de Extremadura.
En Gandesa, el despliegue de las tropas se hace como si el cansancio no existiera. Los tiroteos han cesado pronto, por el agotamiento del enemigo, y se aprovecha el tiempo para fortificar.
Una gigantesca explosión sacude el pueblo a la una y media de la madrugada. En la calle Costumá. La conmoción es general entre los defensores, parece que se ha abierto el cielo. En la noche oscura sin luna, contra el cielo repleto de estrellas, se ve una densa humareda que cubre los guiños luminosos del cielo. El 5 tabor de Regulares no acaba de cubrir su cuota de desgracias. Ha reventado el polvorín. Cinco regulares aparecerán entre los escombros. La explosión se ha debido a alguna imprudencia, porque la artillería contraria no ha aparecido aún. La explosión no ha despertado a nadie, porque nadie duerme esa noche en Gandesa.
Los republicanos están eufóricos con el resultado del primer asalto. La Orden General de Operaciones del Ejército del Ebro señala que los objetivos de ese día son el avance desde la Fatarella hasta Vilalba dels Arcs por parte de la 3 división, y el avance hacia los ejes Gandesa-Calaceite y Gandesa-Bot-Horta por parte de la 35. En el vértice de Cavalls se debe producir el enlace entre los cuerpos de ejército V y XV que encabezan las divisiones mencionadas y las 11 y 46. En los siguientes días, el despliegue contará con las 16 y 60 división como reserva. A la izquierda del despliegue, todas las impresionantes alturas de Pándols, Cavalls y el vértice de San Marcos están ocupadas por las divisiones 11 y 46.
Al norte, el imprevisto éxito en los altos de los Auts lleva a los mandos republicanos a concebir la idea de resistir para distraer tropas enemigas. Los republicanos dedican sus horas a atrincherarse en los Auts y esperan los refuerzos que no acaban de pasar el río debido a la crecida. Los franquistas se limitan a guarnecer Mequinenza y Fayón, a la espera también de refuerzos.
La XV brigada aún no se ha reunido con el resto de la 35 división, retenida por la resistencia de algunas tropas.
A Edwin Rolfe y sus compañeros norteamericanos les ordenan levantarse a las seis y alcanzar la cima de una colina donde, en la cabaña de una vieja granja, se encuentra la plana mayor. Capturan a cinco nuevos prisioneros. A las once de la mañana entran en la Fatarella: «Conseguimos comida, cigarrillos, almejas, pulpo, atún, sardinas en lata, carne de vaca con tomate. A las 2.30 p.m. contactamos con una brigada de la tercera división. Todos nos hacemos con zapatos nuevos».4
En la cota 481, el Puig de l'Áliga, se produce el contacto entre la XV brigada, donde está Rolfe, y un batallón de la 11 división, de los que han tomado las sierras. El frente ya comienza a parecer un continuo para los atacantes. Aunque queda una brecha por cubrir en la carretera de Gandesa a Vilalba.
Desde Móra, los restos de dos batallones franquistas se mueven en retirada. La rapidez de los acontecimientos ha provocado una situación que tiene algo de disparatado. Novecientos hombres se desplazan sin encontrarse con nadie en una retirada desesperada en dirección a Gandesa, aunque desconocen si la población sigue en manos amigas.
Hacia el numeroso grupo se dirige un coche blindado de la 35 división, porque los tres hombres de la tripulación piensan que se trata de tropas propias. Los franquistas lo detienen y matan con armas blancas a sus ocupantes menos uno, que huye para dar la alerta. El superviviente encuentra a un capitán de enlace de la XIII brigada, y le comunica que han degollado a sus compañeros.
Están al lado de la Venta de Camposines, donde se ha instalado el jefe del Estado Mayor de la 35 división, Julián Henríquez Caubín, con media docena de soldados, sin tropas que le defiendan, en la confianza de que todo el terreno detrás de ellos está limpio de enemigos.
El oficial de operaciones de la XIII brigada, John Gates, va en una motocicleta en dirección a Venta de Camposines. La moto la conduce un soldado al que todos conocen por «Minuto», que ha cruzado su máquina, ayudado por otros soldados, a pulso, con el agua al cuello. Caen prisioneros de los huidos, aunque con mejor suerte que los ocupantes del blindado. Les necesitan para hacer de guías en un terreno hostil.
Al encuentro de Henríquez Caubín acuden dos hombres a caballo, los únicos jinetes que han pasado del escuadrón de caballería. Confirman las noticias: los que vienen son enemigos. Los jinetes salen al galope con el encargo de traer a la XI brigada hasta el cruce, para cortar el paso al enemigo. Pero la situación es cada vez más apurada para el Estado Mayor de la división. El telefonista recibe la orden de evacuar la centralita. El enemigo está ya a doscientos metros. Henríquez Caubín se agazapa, con sus cuatro acompañantes, para verles pasar. La columna no se detiene en el cruce de Camposines; sigue hacia el oeste, en la dirección de la Fatarella. La situación es muy preocupante. Caubín hace un cálculo rápido: pueden ser en total hasta tres los batallones que se mueven. Una catástrofe en la retaguardia de la XV brigada, que está sobre Gandesa.
Mientras, el prisionero John Gates, que habla muy buen español, les hace a sus captores una descripción desmesurada de lo que se van a encontrar. Millares de soldados les esperan y serán aniquilados sin remedio. Los jefes del contingente deliberan y deciden rendirse.
Ante los sorprendidos soldados de la plana mayor de la 35 división republicana, no más de una docena, y no todos armados, varios cientos de enemigos se entregan en perfecto orden militar, desfilando en orden cerrado. Caubín pide al comandante que les encabeza que les ordene tirar las armas, y encarga a los dos jinetes que han avisado a la XI que los escolten hasta la retaguardia. Algunos hombres se quejan del buen trato: los entregados han degollado a cinco prisioneros.
Las tropas que tienen que atacar Gandesa dependen de Tagüeña. La maniobra tiene muchas complicaciones. En primer lugar, las fuerzas carecen de artillería y tanques que las apoyen. En segundo, el tiempo corre en contra. El desfile de camiones de transporte de tropas que se ve desde los inmejorables observatorios conquistados, es imparable. El número de defensores crece, y ya se calcula que hay media docena de baterías de distintos calibres emplazadas a la retaguardia de Gandesa. Además, el V cuerpo de ejército de Líster no ha llegado a ocupar la cota 709, el Puig Cavallé, lo que obliga a intentar envolver por el norte la población como única maniobra posible.
Los de Líster y «El Campesino» han ocupado sólo la mitad de la Sierra, la que queda más próxima a Gandesa.
Al mediodía del día 26 se da la orden. Los cuatro batallones de la XV brigada internacional saltan los parapetos. Son el 57, formado por británicos; el 58, por norteamericanos; el 59, por españoles y latinoamericanos; y el 60, por los «Mac-Paps», canadienses. Saltan desde la cota 481 y el Turó de les Forques, con el apoyo de ametralladoras y morteros. La XI brigada, en la que forman franceses y alemanes, hace lo propio en dirección al cementerio, con la intención de cortar la carretera a Vilalba. Poner en marcha esta brigada ha sido complicado, al parecer por una clara incompetencia del mando de la misma. El jefe, el húngaro Ferenc Munich, será relevado del mando de manera fulminante al día siguiente.
Los defensores no tienen grandes problemas para cortarles el paso. Ese día ya no hay sorpresa, y se trata de tropas muy fogueadas. Legionarios, falangistas y regulares recién llegados de los frentes de Levante y de Fraga.
Durante una hora se combate con bombas de mano, fusiles, ametralladoras y morteros. Apenas algún apoyo artillero desde el bando franquista. Los atacantes se retiran sin haber avanzado un solo paso.
A media tarde, la embestida es similar. Los asaltantes consiguen esta vez abrir una brecha en las defensas situadas en el cementerio, pero es taponada por el batallón de reserva de los franquistas.
A las once de la noche, vuelta a empezar. Se combate esta vez durante hora y media. Las posiciones no se mueven. Los hombres de las brigadas internacionales están exhaustos, hambrientos y, sobre todo, sedientos. Las bajas son cuantiosas por ambas partes.
Desde el sur, no hay ningún movimiento de las divisiones de Líster. No parece haber una comunicación muy fluida entre los dos cuerpos de ejército atacantes.
Parece que el combate va a cesar por fin. Los internacionales, de nuevo en sus posiciones, cuentan sus muertos y comienzan a evacuar a sus heridos. Los que pueden, descabezan un sueño. Pero unas horas después, a mitad de la noche, la 24 compañía de la 6 bandera de la Legión sube hacia el Puig de l'Áliga, la cota 481. Vuelven a sonar los estampidos de las bombas de mano y el tableteo de las ametralladoras. Esta vez son los legionarios los que caen barridos por las armas automáticas, entre ellos el capitán y un alférez. Parece que el asalto ha sido rechazado, pero otra compañía de la misma bandera toma el relevo. La 21 se lanza al asalto y toma la cota.
Desde esa noche, la cota 481 comienza a denominarse «el pico de la muerte» para los franquistas y «el grano» para los internacionales.
A últimas horas de la tarde, la 3 división republicana alcanza, por fin, Vilalba dels Arcs, después de haber tenido algunos tropiezos y despistes en el itinerario. La brigada ocupa en su primer envite el cementerio, a trescientos metros del pueblo. Y desde allí procura su asalto a la población sin tomarse apenas un respiro. Las fuerzas de la guarnición rechazan este asalto, que no es de envergadura. Pero las posiciones quedan fijadas.
Tagüeña recibe a media tarde la autorización para que sus órdenes sobre el paso de la 16 división se cumplan. Pero ya es muy tarde para que pueda alcanzar su objetivo de conseguir una masa de asaltantes superior a la de los defensores en el intento de conquistar Gandesa. La crecida del río hace imposible un cruce rápido. El balance del día es muy preocupante, pese a que la euforia le rodea, como rodea a casi todos los jefes de las unidades.
Los asaltantes han conseguido algo que parecía inverosímil, que sólo estaba en la cabeza de Rojo y sus más directos colaboradores: sin más armas que la sorpresa, la audacia y la rapidez, han alcanzado sus objetivos, los descritos en las órdenes de operaciones.
Pero en el ánimo de quienes conocen de verdad la situación, hay una grave inquietud: no se han pasado las armas pesadas, fundamentalmente la artillería; no se ha envuelto Gandesa por el sur, lo que habría sido muy fácil si Líster lo hubiera decidido en lugar de dedicarse a ocupar picos que no tienen guarnición, en Pándols; y la 16 división ha vacilado en exceso para efectuar el cruce.
Gandesa y Vilalba dels Arcs, que han estado dos días a merced de las tropas atacantes, se van llenando de tropas que resisten con encono. No paran de llegar refuerzos de soldados que no tienen nada que ver con los de la 50 división. Son legionarios, moros, falangistas y requetés de las primeras hornadas de voluntarios. Gente muy fogueada. Y tienen, desde el primer momento, más artillería que los asaltantes.
Son los primeros batallones de la 82 división. La 3 bandera de la Legión, la 3 de Falange de León, dos batallones de Mérida, dos de Burgos, uno de Zamora y cinco de Zaragoza. Según llegan comienzan a desplegarse en el amplio frente que va desde Pobla de Massaluca, y pasa por Vilalba dels Arcs hasta enlazar con las fuerzas que defienden Gandesa.
Ya hay, aunque sea débil, una línea continua de defensa que va desde el mar hasta Pobla de Massaluca. La brecha entre Gandesa y Vilalba se ha ido cerrando, aunque haya sido de forma precaria y todavía haya muchos huecos en el dispositivo. Pero no es menos precaria la línea que los atacantes han conseguido establecer.
Las horas pasan en contra del Ejército del Ebro y a favor del ejército Marroquí de Yagüe.
La 4 división de Navarra se está moviendo con rapidez, en convoyes de camiones o en trenes de ganado. La división es la heredera de la 4 brigada Navarra que se hizo famosa en el bando franquista por su actuación en el frente del Norte al principio de la guerra. Ha estado en Asturias, en Alfambra, en Aragón, y ha formado parte del contingente que ha roto la República en dos partes.
La 4 está formada por unidades de primera hora: los 1, 2 y 3 batallones de Flandes; el batallón B de Melilla; los 3 y 4 de Bailén; el 3 de Sicilia; el C de Las Navas; el 4 de San Quintín; el 6 de San Marcial; el 5 tabor de Regulares de Tetuán y el 5 batallón de la Victoria. Sólo con ver los números de los batallones se puede saber que su veteranía está acreditada. Hay, entre sus hombres, muchos falangistas y requetés alaveses, que comparten encuadramiento en el 3 batallón de Flandes.
El general Rojo envía una afectuosa nota al presidente del Consejo de Ministros, Juan Negrín, que encabeza con un «Mi respetado jefe». Le da la noticia de que se combate a mil quinientos metros de Gandesa, y le solicita que haga lo posible por activar los organismos de los que dependen la fabricación de puentes, que la aviación enemiga va destrozando de forma sistemática; las compras de armamento, porque el enemigo va a reaccionar con fuerza y hay que armar a las divisiones 43 y 55, y proporcionar a todas las unidades vestuario y equipo. Los hombres en el frente van medio desnudos, mientras que algunas unidades de la retaguardia están perfectamente equipadas.
El general que ha planificado la batalla sigue sin decidirse a utilizar a fondo la aviación de que dispone. Su reclamación a Negrín para que compre más aviones indica dos cosas: que no ha previsto en ningún momento que la aviación vaya a ser un elemento decisivo en la ofensiva, y que confía más en el efecto secundario del paso del río que en la apuesta máxima que ha descrito en su orden para el caso de que hubiera que explotar el posible éxito de la toma de Gandesa. La actividad en Levante está detenida desde hace cuatro días, pero Rojo no se arriesga a mover la aviación desde Valencia a Cataluña.
Rojo está, desde luego, eufórico. En Levante se ha conseguido una gran victoria defensiva, lo que unos días antes no creía posible. Y el cruce del Ebro ha salido mejor de lo que nunca pudiera haber pensado: «Modesto se ha portado extraordinariamente bien dando una vez más pruebas de sus excelentes condiciones.»
Rojo le sigue diciendo a su amigo Matallana que la operación es, sobre todo, una operación para descargar el frente de Levante. Desde allí habrá que intentar la contraofensiva que pueda acabar con la guerra. Y allí ha de seguir la aviación. No hay, por el momento, en la visión de Vicente Rojo, ninguna señal que indique que haya necesidad de traer la aviación al frente del Ebro, como sí lo ha hecho el mando franquista.
En la orden de operaciones, había dos objetivos. El mínimo ya se ha alcanzado. En caso de poder desbordar las defensas enemigas, se iría hasta Beceite, y se podría cortar las comunicaciones del enemigo, alcanzar las fortificaciones del río Algas. Pero cuando Rojo habla con su amigo Matallana, los objetivos parecen más cortos.
En el centro del arco, sector de Mora de Ebro, continúan la hábil maniobra de nuestras tropas, que han colocado a los destacamentos rojos en grave situación al perder sus puentes destruidos por nuestra aviación y elementos de combate. En el sector de Sort ha sido fácilmente rechazado un intento de ataque enemigo sobre nuestra posición de La Collada. Se ha efectuado un reconocimiento a vanguardia en las inmediaciones de la posición de Baladredo, una de las atacadas fuertemente por los rojos en días pasados, habiéndose encontrado y enterrado por nuestras fuerzas los cadáveres de un capitán, cuatro tenientes y 347 soldados rojos que hay que añadir a los dados en partes anteriores y que demuestran el descalabro sufrido por el enemigo.
«Si la posible resistencia enemiga de Gandesa lo hiciera necesario, será preciso maniobrar por el norte de dicha ciudad, a fin de cortar hacia el oeste del pueblo la carretera de Alcolea del Pinar a Tarragona.»
Al V cuerpo, de Líster, se le encomienda el corte y ocupación de dos cruces de carreteras: el kilómetro 18 de la que va de Gandesa a Tortosa, y el situado un kilómetro al oeste de Prat del Comte.
En la misma orden, Modesto señala que la 16 división se constituya en reserva del XV cuerpo, con la recomendación de que debe ser conservada al máximo. Además, se insiste en la necesidad de reconstruir los medios de paso dañados por la aviación en el río.
El jefe de Estado Mayor de la 35 división, Henríquez Caubín, coincide con las órdenes: hay que desbordar Gandesa por el norte, entre la población y Vilalba, donde el dispositivo enemigo sigue siendo débil. A bordo de un blindado hace un reconocimiento. Parte desde el norte de Corbera, cruza el pueblo y se acerca casi dos kilómetros en dirección a Gandesa. El blindado se detiene donde se adivina la línea de fuego propia, una breve faja de «tierra de nadie», y la línea enemiga. Los tripulantes del vehículo descienden para seguir el reconocimiento a pie, amparados en la hondonada que dibuja el cauce seco de un pequeño arroyo.
El blindado vuelve a toda marcha a Corbera, donde las explosiones de las granadas del 15,5 les persiguen. Debe haber unas veinte piezas de artillería detrás de Gandesa. Desde el puesto de mando del 50 batallón, los del Estado Mayor observan el frente con detenimiento. Las debilidades del enemigo son claras. Se puede ver por qué puntos sería fácil penetrar y reventar el frente. Pero, ¿con qué fuerzas? La 16 división sigue sin dar señales de vida. Con ella, se podría romper la resistencia de un solo envite.
Por encima de Corbera, al raso, bajo el calor extenuante, poco más de medio centenar de heridos son atendidos con dificultades por un médico y un par de sanitarios. Les protege del fuego enemigo una pared de dos metros de alto. Los heridos suplican a los mandos de la 35 división que, ya que no pueden ser trasladados a la retaguardia, al menos les trasladen bajo techo. De noche han pasado frío, y de día padecen ese calor que se les hace imposible.
Caubín sufre el silencioso reproche de los heridos. Él comparte la decisión de que los pocos pasos abiertos deben ser utilizados prioritariamente por los convoyes de munición que mantengan a las tropas surtidas para el combate. Las ambulancias cruzarán cuando se hayan habilitado los puentes más importantes. Para todo el frente sólo hay una en la orilla derecha, tomada al enemigo en el primer asalto.
El médico que está al cargo de los heridos les informa de que dos heridos graves, aunque recuperables han sido enviados con un grupo de camilleros a pie, hacia la retaguardia. Treinta kilómetros de marcha. No espera que vuelvan pronto. En voz baja les cuenta que tiene algunos casos de gangrena. Está angustiado. Nadie le da una solución.
Desde la zona contraria, la sensación es la misma: la línea que ha conseguido alcanzar el enemigo es continua, pero presenta una debilidad enorme. Un ataque lanzado desde la carretera que va de Gandesa a Vilalba, a la altura del kilómetro dos o tres, bastaría para envolver a sus tropas en los alrededores de Gandesa. Pero la pregunta que se hacen los franquistas es la misma que se hacen los republicanos: ¿con qué tropas?
En dos días, el mando franquista ha conseguido doblar las fuerzas que defienden el sector. El equilibrio en el número ya está alcanzado. Sin embargo, las tropas franquistas han conseguido una superioridad clara en artillería.
Las divisiones 74 y 102 no están, ni mucho menos, al completo. Sus efectivos comienzan a llegar. La 102 proviene del frente de Andalucía. La 74, de Extremadura.
En Valencia, en la calle de la Paz, está situada la emisora Radio Valencia, desde donde el grupo Cultura Popular emite espacios de agitación y ánimo a la población civil y los combatientes republicanos.
Miguel Hernández, el poeta de Orihuela, el pastor que ha sorprendido a todos los miembros de la generación del 27 con su hondura y potencia en el manejo del castellano, lee ese día algunos de sus poemas incluidos en Viento del Pueblo.
(…)
Es preciso matar para seguir viviendo.
Un día iré a la sombra de tu pelo lejano,
y dormiré en la sábana de almidón y de estruendo
cosida por tu mano.
(…)
Para el hijo será la paz que estoy forjando.
Y al fin en un océano de irremediables huesos
tu corazón y el mío naufragarán, quedando
una mujer y un hombre gastados por los besos.
En Barcelona, no pueden captar la emisora. Allí están las familias de Miquel Girós, de Ricard Bartres, de Isidre Carrés, de tantos otros, que esperan como miles y miles de familias más alguna noticia sobre la ofensiva que se ha desatado en el Ebro. Los dedos de quienes manejan los receptores se deslizan con minucioso cuidado por las ruedecillas que encuentran las distintas frecuencias en busca de nuevas noticias. Por Barcelona se ha corrido como la pólvora la nueva del cruce del Ebro que han comunicado los partes del Ministerio de Defensa.
Los versos de Hernández acompañan la inquietud de las familias de otros combatientes del Ebro, de los que formaban parte de las unidades del Ejército de Maniobra antes de que se produjera el corte de la zona republicana por Vinarós. Miguel Hernández es uno de los poetas, entre los que han tomado partido por el bando republicano, la mayoría de los importantes, que llega con mayor credibilidad a los combatientes. No se ha escaqueado en la retaguardia, lucha como ellos, da la cara, viste como ellos.
La subsecretaría de Propaganda del gobierno republicano es una de las secciones mimadas por Negrín. Los propios franquistas reconocen que sus enemigos han montado un aparato mucho más eficaz para extender las razones de su lucha que el montado por Millán Astray, y llevado ahora por Ridruejo. En torno a la propaganda oficial se ha reunido a la crema de la intelectualidad republicana. Los mejores gráficos, como el propio Josep Renau, rodeado de un impresionante grupo de cartelistas, no tienen comparación con las únicas aportaciones de Teodoro Delgado y Sáenz de Tejada, ilustradores de melancólicos y estilizados legionarios, falangistas y requetés. Los mejores poetas, como Antonio Machado, Miguel Hernández, Rafael Alberti, Altolaguirre o León Felipe, tienen difícil comparación con José María Pemán y los falangistas de nuevo cuño.
Su eficacia y su engarce con los medios extranjeros es enorme tras la celebración del Congreso de Intelectuales en Valencia en 1937. Pero también provocan un efecto movilizador interno de gran envergadura, sobre todo, naturalmente, entre los combatientes voluntarios. Por no hablar de los pintores. Basta el nombre de Picasso. En la otra zona nadie se le acerca a la altura del zapato.
Desde la subsecretaría, que dirige Manuel Sánchez Arcas y atiende con celo el ministro Álvarez del Vayo y el propio Negrín, se editan libros que se distribuyen en los frentes. Algunos de ellos alcanzan tiradas inmensas, de cientos de miles de ejemplares. Poemas, narraciones heroicas, materiales para los periodistas extranjeros y contenidos para las charlas de los comisarios políticos.
Al frente del Ebro no puede ir Hernández, pero sus poemas llegan a través de Acero. Y llegan los de Machado. Como llegan los corresponsales de prensa de los más importantes medios ingleses y norteamericanos en la intensa guerra de credibilidad que se mantiene en el frente internacional. Hemingway y Mathews mantienen una estrecha relación con los combatientes de las Brigadas Internacionales. Cuentan sus actos heroicos.
Los ingleses y españoles del batallón británico están a menos de un kilómetro de las posiciones que ocupan los norteamericanos. A los británicos les toca asaltar la cota 481, el Puig de l'Áliga, clave para el control de Gandesa. El batallón ha sido reforzado en las últimas semanas y cuenta con seiscientos cincuenta hombres. Dos tercios de ellos son españoles, veteranos, o reclutas catalanes de reciente incorporación.
El jefe de Estado Mayor de la brigada, quien planifica el ataque, es Malcolm Dunbar, un inglés con alguna experiencia militar previa. Dunbar se forjará una leyenda efímera en su país. En un alarde de exaltación racial, Churchill llegará a decir de él en sus recuerdos de la segunda guerra mundial, que «un sargento inglés mandó victoriosamente ciento cincuenta mil hombres en el cruce del Ebro». Dunbar se alejará después de la esfera pública y morirá como un mendigo, olvidado de sus paisanos y excluido de la política del Partido Comunista británico.
Arriba de la colina está la bandera de la Legión donde ha pasado una buena parte de la guerra otro voluntario inglés, un estudiante londinense de Derecho, de familia burguesa, alistado en el ejército franquista desde los primeros meses, Peter Kemp. El inglés es bien conocido por muchos franquistas, dado lo extravagante de su presencia. No hay muchos ingleses de este lado de la barricada, aunque los conservadores sean claramente partidarios de Franco. Él es una excepción, como lo es Roy Campbell, un poeta admirador de los carlistas que también ha estado en el frente de Madrid, y ha escrito algunos versos sobre los combates en la sierra de Guadarrama:
Tranquilo en la soledad mientras los hombres mueren,
el Guadarrama barre el cielo de Occidente,
donde trágicos soles de crucifixión,
sangran rubíes sobre las sierras de plata,
o con un destello de bayonetas, todos a una,
los picos saludan la resurrección del sol,
con cuyos milagros de muerte y nacimiento
No es la primera vez que Kemp y sus camaradas se topan con los internacionales de las brigadas. Han combatido contra ellos en el Jarama y en toda la campaña de Teruel, donde han sufrido numerosas bajas. Kemp ha sido herido dos días antes, en Seros, donde su compañía estaba de guarnición en una pequeña cabeza de puente. Un mortero de 50 mm ha reventado a su espalda, «un rugido en los oídos, un martillazo en un lado de la cara y una sensación de mareo al caer al suelo». En ese momento, está en el hospital de sangre de Lleida.
Kemp y sus compañeros admiran al teniente coronel Peñarredonda, que ha sido su superior, aunque desprecian algunas prácticas que han realizado bajo su mando algunos legionarios, como la liquidación de prisioneros. Después de la caída de Teruel, en un sangriento encuentro con la brigada alemana Thaelmann, el capitán Cancela había interrogado a un prisionero. El intérprete era otro legionario alemán, de nombre Egon. El capitán mandó que fusilaran al prisionero. Egon suplicó:
–Déjeme que lo haga yo, mi capitán, por favor.
Cancela le concedió el «premio».
Poco antes, Kemp había oído algunos disparos. Se volvió al capitán con repugnancia:
–¡Dios mío, mi capitán! ¿Están matando a los prisioneros?
–Son internacionales -repuso secamente Cancela.
Su gestión con Cancela le dio mal resultado. Por ello, en otra ocasión, el 2 de enero en el frente de Teruel, con motivo de la captura de un brigadista italiano, lo intenta en directo con Peñarredonda. Cancela le da permiso para que lo haga. Kemp encuentra al coronel a mitad del almuerzo, le hace su petición, y el otro le contesta salpicando de migajas de comida a su interlocutor:
–Llévatelo y lo matas.
La vacilación de Kemp, que se queda aturdido por la contundencia de su jefe, obtiene un resultado aún peor:
–¡Lárgate! Y te prevengo si no cumples la orden.
Peter Kemp no volverá a intentar nada semejante. Para los subordinados del teniente coronel Peñarredonda, la actitud ante los prisioneros internacionales está clara: hay que ejecutarlos de inmediato.
Sobre Gandesa avanzan a las cinco de la tarde, por primera vez, los tanques republicanos que han logrado cruzar el río. Son los T-26 rusos, en total cuatro carros de la 1 compañía del batallón de Blindados de la 11 división, de Líster, que pasaron el Ebro poco antes de la crecida provocada por los franquistas. Vienen de la carretera del Pinell, al mando de su comandante Rafael Alhama. Las fuerzas franquistas están esperándoles, con un despliegue suficiente de piezas antitanque enfiladas a la carretera.
El primero de los carros recibe dos impactos directos de la artillería. Se detiene. Los otros carros intentan ayudarles, pero el fuego se ceba en el tanque detenido. Mueren el teniente Moliner y el tirador Espejo. El conductor José María García está herido sin poder salir del interior.
Al norte de Gandesa, los hombres de la 3 división repiten sin pausa sus ataques sobre Vilalba dels Arcs. Los legionarios de la 3 bandera que defienden la población disputan con ellos la posesión del cementerio, desde donde se enfila con ventaja la explanada que hay ante la puerta principal de la iglesia, defendida por una muria perfecta para el atrincheramiento de los combatientes.
Más al norte, en la zona comprendida entre Fayón y Mequinenza, la situación tiende a aclararse desde el punto de vista táctico. La 42 división republicana está casi al completo en la orilla derecha del río. Pero también se han afianzado en sus defensas las fuerzas franquistas del teniente coronel Lombana. Fayón y Mequinenza resisten la presión, y el teniente coronel piensa que ya es capaz de asaltar y recuperar los Auts, la clave del despliegue de los republicanos. Tiene la colaboración de la aviación y de la artillería. Pero el enemigo está bien atrincherado y su moral es alta. El esfuerzo es baldío y las posiciones se mantienen.
En el sector de Mora de Ebro continúan las operaciones de nuestras fuerzas que han causado en el día de hoy a los destacamentos enemigos serio quebranto, cogiéndoles prisioneros y muertos.
Ayer, la aviación bombardeó los objetivos militares del puerto de Tarragona.
Durante la noche, las brigadas de Ingenieros han conseguido reparar la pasadera situada al sur de Ascó, que había sido destruida por el ímpetu de las aguas soltadas desde Camarasa y Tremp. Los ingenieros trabajan con un espíritu increíble, y en los primeros días de la batalla pierden a un tercio de sus efectivos por los estragos de la aviación. Cada día, centenares de aviones siguen atacando los medios de paso. Alguien ha ideado un sistema para que estos ataques se diluyan en parte: se tienden falsas pasaderas que atraen la atención del enemigo y pierde así concentración su fuego. Son pasaderas indestructibles, etéreas, compuestas con cuerdas, trozos de tela y maderas. Las bombas las atraviesan y revientan contra el fondo del río sin causar daños.
Los ingenieros trabajan también contra el reloj, pasados los peores efectos de la crecida, en el puente de hierro de Flix y el de madera de Ascó, que permitirán el paso de cargas pesadas, camiones y tanques.
A lo largo de la batalla se arrojarán más de sesenta mil bombas contra las pasaderas. Sólo se conseguirán cincuenta impactos. Uno por cada mil bombas. Los aviones tienen que volar alto sobre los puentes.
Por la pasadera del sur de Ascó cruza el río a lo largo de la noche y las horas del día en que es posible hacerlo, bajo el acoso de la aviación, la 16 división. La XXIV brigada va en vanguardia. Manuel Tagüeña, que ha cruzado el río para analizar sobre el terreno la marcha del despliegue ante Gandesa, la deja atrás, los hombres marchando a pie a ambos lados del camino, con su coche antes de llegar a la Venta de Camposines. Luego, llega a la cota 402, al norte de Corbera, donde está el puesto de mando de la 35 división, que está siendo también bombardeado por la aviación.
Allí Tagüeña mantiene una reunión con los jefes y oficiales de Estado Mayor. Mateo Merino y Henríquez Caubín entre ellos. Les anuncia que la 16 división se incorporará en breve al combate para apoyar a la 35, que está ya muy gastada, en su asalto a Gandesa, y les asegura que el material móvil comenzará a pasar esa noche por los puentes que se construyen con rapidez. La información que recibe es muy preocupante: ya hay quince baterías enemigas, tres veces más que el día anterior, en torno a Gandesa. La potencia de fuego de los defensores es muy superior que la de los atacantes.
Al volver a Ascó, una densa columna de humo le anuncia que una compuerta y un paso de pontones construido con las piezas tomadas tres días antes en Corbera, han sido destruidos. Por la compuerta ha cruzado ya la 16 división. El puente de madera avanza, y las bombas no consiguen alcanzarlo. Pero cuando las luces del día se extinguen, un solitario trimotor Junker se acerca en vuelo muy bajo, en una misión «casi suicida», y deja caer una certera bomba sobre el puente casi terminado destruyendo varios tramos, reventando los caballetes de madera. El ingeniero jefe le tiene que comunicar a Tagüeña que, aunque repare con urgencia el puente, los tanques tendrán que esperar a que esté listo el puente de hierro de Flix.
Del norte, de la cabeza de puente de Fayón-Mequinenza, llega sin embargo alguna noticia alentadora: allí se ha conseguido tender la pasadera de flotadores de corcho y está en la otra orilla la 42 división al completo. Sin embargo, todos los esfuerzos para tomar Fayón son en vano. Los batallones de Mérida y las banderas de la Legión resisten con firmeza.
«Todo el día en la misma posición. El puesto de mando se ha movido a una colina más adelantada, lejos del enemigo, bajo una higuera que está en una terraza hecha con un muro de piedra.
»Atacados. Los hombres heridos yacen al sol todo el día. Murra, Tom Page y otros, gravemente heridos.» Edwin Rolfe escribe su diario en los pocos momentos que el combate le deja hacerlo.
Murra acaba ahí su aventura española. Es un americano de primera generación, que viene de una familia rumana emigrada. En pocos años será una de las primeras autoridades mundiales en antropología del Perú.
Jim Lardner experimenta, por primera vez, en carne propia, la barbarie de la guerra. Tiene hambre y se arriesga a dejar el parapeto para coger manzanas de un árbol. Una bomba de aviación revienta a su lado. La tierra se conmueve a su alrededor y cae al suelo. Aturdido, busca su equipo, el fusil, las cartucheras, la cantimplora, que ha quedado desperdigado a su alrededor, y vuelve a la posición donde está su compañía. Cuando llega, advierte que está herido en la pantorrilla y la nalga izquierdas. Le evacuan al hospital, donde pasará varias semanas.
En una carta algo rimbombante le comunicó a su madre los dieciséis motivos de su decisión: «no sé con qué atención has seguido la guerra, pero imagino que tienes una exagerada idea del peligro de nuestra posición. En el mapa, parece que Cataluña fuera un pequeño fragmento de territorio, pero en realidad es un gran país, y no creo que pueda ser nunca conquistado. Hay demasiada gente aquí que lucha por la cosas en las que cree, y muy poca en el otro lado (…) Hice una lista de razones:
Porque creo que el fascismo está equivocado y debe ser exterminado, y esta democracia liberal, o más probablemente comunista, tiene la razón.
Porque mi integración en las B.I. podría tener un efecto para la abolición del la neutralidad en Estados Unidos.
Porque creo que esto será bueno para mi alma.
Porque quiero impresionar a algunos. Uno de ellos, Bill.
Porque espero encontrar material para escribir.
Porque quiero saber qué es tener miedo de algo, y quiero ver cómo otra gente reacciona ante el peligro».
Miquel Girós se siente casi un veterano después de tres días de guerra. Y se siente arropado por los veteranos, que le enseñan a no correr cuando un avión de caza ataca en vuelo rasante. Hermann Lange es un camarada austríaco, judío que, años más tarde, formará parte de la organización de Simon Wiesenthal para la localización de asesinos nazis a lo largo y ancho del mundo.
–No corres, si no corres, no vista.
Es el consejo que le da Lange a Girós, que no vuelve a correr cuando ve un avión.
Al anochecer, y tras una viaje extenuante de tres días en vagones de ganado, los ochocientos cincuenta hombres del Tercio de Montserrat, de la 74 división, llegan a Vilalba dels Arcs. El sueño les vence. Y se dejan caer contra los muros de los edificios, mientras escuchan los disparos que se cruzan entre las primeras casas del pueblo y el cementerio, donde están las vanguardias republicanas. Han pasado por Bot, hasta donde llega el ferrocarril, un pueblo que se encuentra al alcance de las balas enemigas. La aviación republicana ha ametrallado el convoy, aunque sin causarles ninguna baja.
Uno de los requetés, de apellido Serena, se ha encontrado en la estación a su madre y su hermana, que salían evacuadas. Los carlistas, como los militantes de la Lliga, con los que formaban la coalición electoral Tradicionalista-Regionalista, tuvieron que dejar todo atrás tras el fracaso del golpe militar en Cataluña. En Vilalba dels Arcs, adonde se dirige el Tercio, tras varios días de vacilación, seiscientos milicianos de izquierda lograron rodear el local de los Tradicionalistas, donde acabaron por apresar a una cincuentena de militantes, que se rindieron sin hacer fuego. Otros pudieron huir.
Después de dejar Gandesa, en camiones, pasando por Batea, los requetés han hecho el corto trayecto hasta Vilalba. Algunos de los carlistas han cantado el sempiterno Virolai: «Rosa d'abril, Morena de la Serra…», en honor a la virgen para darse ánimos y envalentonar a los defensores que les ven llegar como si se tratara de un milagro. En uno de los camiones va desplegada la bandera negra con las aspas.
A las afueras de Gandesa se queda una bandera de la Falange, la 1 de Soria, llamada también «Mola», de la 74 división. Antonio Criado está en ella. No tienen tiempo ni de colocar sus escasos enseres. Las órdenes son que tomen el Mauser y recojan una dotación de cartuchos y bombas de mano. Forman y marchan hacia el cementerio, atravesando el pueblo. Criado ve cómo unas granadas revientan alrededor de la formación. La marcha se acelera y cruzan la carretera en dirección al cementerio. La formación se rompe y las centurias se despliegan para el combate. La situación es muy delicada en la carretera que lleva a Corbera. Suenan las explosiones de las granadas y los chasquidos repetidos de ametralladoras y fusiles. Hay combatientes por todas partes, tirados en el suelo, disparando con el fusil colocado por encima de sus cabezas muchos de ellos, y tirando bombas de mano sin descansar. Criado puede ver las siluetas de los enemigos, que se mueven acercándose y disparan sin pausa. Ve también hombres caídos en torno a las tumbas. Algunos de ellos piden auxilio. Y tiene la tentación de quitarse de en medio del combate, ayudando a alguno de los que lo necesitan. Pero no hay lugar para la duda. Un sargento le reclama:
–¡Adelante, adelante!
El flujo de refuerzos es ya muy notable en el lado franquista.
A Corbera llegan con la caída del día los primeros hombres de la XXIV brigada mixta, de la 16 división, que tanto se han hecho esperar. Los hombres han tenido que hacer a pie los veinticinco kilómetros que separan el río de la población. Llegan cansados, pero con un aire optimista que se suma a las buenas noticias sobre el paso de camiones con provisiones y el anuncio de que pronto habrá artillería.
Los de la 16 división vienen con lo puesto: las dotaciones de munición y el armamento ligero. Las instrucciones son que, de madrugada, desarrollen un asalto de gran violencia contra las fuerzas situadas al norte de Gandesa. Pero la lentitud del paso de las fuerzas obliga a retrasar la hora. Se hará el primer asalto a partir de las ocho horas del día siguiente.
Durante toda la noche se suceden los ataques franquistas contra las líneas recién establecidas. Yagüe está comprobando las fuerzas enemigas y la artillería, que ya supera las quince baterías, unos sesenta cañones, dispara sin descanso. Los artilleros republicanos son antitanquistas que utilizan sin demasiado acierto las tres piezas del 155 capturadas en Corbera. Se les ordena no responder al fuego enemigo, que puede estar intentando su localización para, con fuego de contrabatería, intentar silenciarlas.
La XXIV brigada se despliega para el asalto del día siguiente. Lo hará, desde luego, por el hueco que existe entre la 35 y la 3 divisiones, en la carretera de Gandesa a Vilalba.
El jefe de la artillería franquista en el Ebro, el coronel Carlos Martínez de Campos le envía un informe al general Dávila, jefe del Ejército del Norte, en el que narra las vicisitudes de la retirada de las distintas baterías el día 25. Sólo se han perdido las tres piezas que tienen tan jubilosos a los de la XIII brigada internacional. El capitán Del Real, jefe de la batería, murió en la acción, lo que desde luego salva el honor de los artilleros.
Además, se ha perdido algún material. Sobre todo municiones, algo más de un millón de cartuchos de distintos calibres. Lo más grave, los más de quince mil disparos de mortero, de los que casi nueve mil son del calibre 81, y otras ocho mil granadas rompedoras del calibre 75.
La pérdida de las municiones se ha producido en la estación del Pinell. No hubo tiempo material para enganchar los vagones a la locomotora y allí se quedaron cuando llegaron las vanguardias de la 11 y la 46 divisiones.
Miles de prisioneros republicanos o franquistas trabajan en las retaguardias enemigas. Muchos de ellos redimen su calidad de desertores. En el lado republicano hay planes para reincorporarles al ejército.
Ha sido grande la actividad desplegada por nuestra aviación en el día de hoy, habiendo cooperado a las operaciones de las fuerzas de tierra y bombardeado las concentraciones enemigas, causando en ellas elevadísimas pérdidas.
En el frente secundario del norte, se ordena a la 42 división que tome Fayón.
Las brigadas de la 35 división y el batallón divisionario de ametralladoras han recibido avisos de que se preparen para la entrada en fuego de la XXIV brigada. En función del resultado de su asalto, tendrán que actuar de una u otra manera.
Los minutos pasan y no hay ninguna noticia. ¿Qué sucede? Las llamadas a los puestos de mando se producen sin descanso. ¿Qué pasa con la XXIV brigada? Por fin, hay noticias. El jefe de la brigada se acerca a cambiar impresiones con el jefe de la 35 división: es mejor esperar a que llegue el jefe de la 16. Él ha tomado, mientras, la decisión de dejar a sus hombres descansar un poco más. Pero se muestra exultante de optimismo. Su simple aparición parece que va a cambiar el sesgo de los acontecimientos. Pero el asalto no se produce.
La desolación cunde en el Estado Mayor de la 35. Aunque, en parte, mejora el humor porque, por fin, aparece la artillería, que ha cruzado por Flix.
Su artillería, del 105 y 155, abre un impresionante fuego de barrera sobre Corbera.

La mediación que propone tienen que realizarla las cuatro potencias, Gran Bretaña, Francia, Alemania e Italia y tendría unas fases muy claras: retirada de voluntarios, suspensión de armas, desmovilización amplia, amnistía general e intercambio de prisioneros. Las cuatro potencias pueden presionar a Franco para que entre en razón, ahora que la guerra se le ha complicado.
Azaña le asegura a Leche que, si cuenta con el aval británico, podrá realizar los cambios ministeriales necesarios para llevar adelante esa política de paz, porque los comunistas tienen una fuerza más aparente que real, debida a que la Unión Soviética es el único país que ha prestado ayuda a la República.
Desde luego, el presidente sabe que su poder en esos momentos es mínimo. Su temperamento depresivo, agudizado desde que Indalecio Prieto fuera despedido del gobierno, está justificado: nadie parece contar con él. Negrín controla, más que nadie desde que comenzara la guerra, los resortes del poder. En torno al jefe de gobierno parece haberse concentrado la mayor adhesión de un abanico de fuerzas muy importante. En su gobierno hay socialistas, comunistas, republicanos de izquierda, sindicalistas y nacionalistas catalanes y vascos, aunque con estos últimos las relaciones son precarias. Sin el apoyo de las potencias extranjeras, el presidente es poco más que un símbolo de la legalidad republicana.
Con el apoyo de las potencias, se sentiría capaz de emprender una crisis de gobierno y provocar la caída de Negrín, quizás en favor de Julián Besteiro; en todo caso, con la complicidad de Prieto, ambos tan pesimistas como él sobre el resultado de la guerra, y conseguir la postergación de los comunistas a un segundo plano. Azaña sabe que esa es una condición fundamental, no sólo para un hipotético armisticio con Franco, sino para apaciguar a los propios ingleses, gobernados por los conservadores y aún alarmados por una hipotética revolución social en España: los sucesos de Barcelona de 1937 no habían contribuido mucho a tranquilizarles, por mucho que los comunistas jugaran en esos acontecimientos un papel de clara defensa de la legalidad republicana. Sus relaciones con Leche no le dan, sin embargo, frutos.
¿Qué diferencia la visión de Azaña respecto de la de Negrín sobre el fin de la guerra? Azaña la ve perdida en todo caso, aunque la ofensiva del Ebro le hace dudar. Negrín aún piensa, junto con los jefes del Estado Mayor, que la guerra puede ganarse o, al menos, llegar a un empate. Pero los dos ofrecen lo mismo a las grandes potencias democráticas: una República alejada de tentaciones revolucionarias, gestionada por métodos democráticos. Y ambos piensan con angustia que, en el caso de un desenlace negativo, Franco va a ser inmisericorde, como lo prueba el que en el lado franquista se fusila todos los días a decenas de personas sin que exista la menor discrepancia pública.
El día transcurre sereno para los de la división 35, los internacionales, con una intensidad de fuego menor, sobre todo en comparación con lo sufrido los días anteriores. También para Girós, que comparte un parapeto con su gran amigo Gabarro, «un tío de mi quinta y un machote». Se cubren, como siempre, detrás de cuatro piedras, porque la frecuencia de los combates no les deja tiempo para hacer parapetos mejores. Un francotirador dispara hacia donde están. Cada pocos minutos, un tiro, que les cae cerca. Tienen que bajar la cabeza para no ofrecer blanco. Gabarro asoma la suya y le dice a Girós:
–Esto se ha acabado, «boina».
Le llama así porque todos llevan boina en su brigada, una boina de color caqui.
Gabarro prepara su fusil:
–«Boina», ¿ves aquél árbol? Ya lo tengo.
La 60 división aún no ha cruzado el Ebro. Permanece en las cercanías de Falset, ocupando el campamento que los internacionales han abandonado unos días antes. Un cuadrilátero rodeado de chabolas construidas con palos y ramas secas, con el suelo repleto de paquetes de tabaco extranjero vacíos, y diarios y revistas también extranjeros.
Los estragos causados por la aviación franquista en su esfuerzo por romper las líneas de abastecimiento y concentración de las tropas republicanas han dejado en ruinas los pueblos de la ribera.
Ricard Bartres, de la brigada LXXXIV, asiste a un espectáculo que le dejará marcado por mucho tiempo. El día antes un recluta ha vuelto a altas horas de la madrugada al campamento, gritando y maldiciendo, borracho de vino de Falset hasta decir basta. El hecho es grave, porque ya no se trata de un acto de indisciplina más o menos tolerable, sino de una deserción de la unidad en pleno estado de guerra. A los soldados se les informa de que el desertor va a ser fusilado a la tarde en presencia de todo el batallón. Ni Bartres ni sus compañeros son capaces de comer una sola migaja de pan ese día.
El condenado comienza a cavar su fosa delante de todos los compañeros, que escrutan desde sus chabolas el desarrollo del cruel rito estremecidos. Bajo un sol de plomo, vestido sólo con los pantalones de su uniforme, con una cantimplora llena de agua y cuatro soldados que le vigilan, va sacando la tierra con un pico y una pala. De cuando en cuando, se tumba en el agujero para comprobar las medidas.
A media tarde, el batallón forma en un absoluto silencio. El comisario y el comandante de la unidad se suben a unas cajas de munición para dar sendas alocuciones sobre la disciplina y lo que se espera de todos los soldados. Cuando acaban los discursos, el jefe del batallón comunica el perdón para el desertor. Pero todos los aliviados soldados han comprendido bien el aviso.
Las instrucciones del Ejército del Ebro son severas: los actos de cobardía o indisciplina serán castigados con la muerte sin necesidad de juicio. Los propios compañeros o subordinados pueden ser los verdugos de quienes reculen ante el enemigo o alteren gravemente el espíritu de la ofensiva.
En Vilalba dels Arcs se produce la entrada en posición de los requetés del Montserrat. Han pasado el día derrumbados a la sombra de las casas, dormitando y, en ocasiones, hablando con los últimos civiles que abandonan el pueblo. Para muchos de ellos ese acto se convierte en un símbolo: hace mucho tiempo que no hablan en catalán con la población civil. Algunos llevan dos años sin pisar tierra catalana.
Su destino es Quatre Camins, un cruce cuya posesión ha costado ya muchas bajas de ambos bandos. Relevan allí a unas compañías de la Legión. El cambio se hace en la oscuridad y con el mayor de los sigilos.
El retraso y las vacilaciones de la 16 división los achaca Caubín, que está desesperado por la pérdida constante de oportunidades para romper el frente enemigo, a Manuel Mora, el jefe de la unidad, un mayor de Milicias de la CNT que no se siente compenetrado con los mandos comunistas del ejército. La 16 división es una unidad con buen historial. Se formó en Chinchón y se distinguió en la defensa de Madrid. Luego, ha pasado a un lugar discreto. No se sabe de ella que haya estado en ninguna de las grandes batallas de los últimos meses.
Ninguno de los objetivos señalados por Yagüe se cumplen tampoco. Sus fuerzas bastante han tenido con repeler los fortísimos ataques de que han sido objeto a lo largo de todo el día, aunque han sido ataques locales, sin intención de desbordar el frente o de romperlo por alguna zona. Todo lo sucedido hoy se resume en un ligero avance en la zona que ocupa la 11 división en torno al Coll del Rei. La artillería sí provoca un gran quebranto en las filas enemigas. En contrapartida, la artillería republicana ha aparecido por primera vez, y ha colaborado a rechazar los asaltos que Yagüe ha ordenado.
A última hora del día Yagüe cuenta con una división más de refuerzo, la 102 llegada de Andalucía.
Los reproches que hace Rojo a sus subordinados están, en algunos casos, justificados. Pero la detención del avance frente a Gandesa no es sólo un efecto derivado de la tardanza de la división 16 en llegar al frente, o de las vacilaciones del jefe de la XI brigada internacional.
La 42 división, por ejemplo, ha ido más allá de lo que se pensaba. Incluso, es posible, demasiado «allá». Y la 35 división, encabezada por su XIII brigada, ha llegado hasta las puertas de Gandesa con el único apoyo de la batería capturada en las cercanías de Corbera.
La aviación enemiga ha actuado «con una impunidad insultante». Nadie, salvo Rojo que es quien tiene todos los datos, se explica la ausencia de la aviación republicana que, si bien es claramente inferior a la franquista en cuanto a aparatos de bombardeo, es muy parecida en número en lo referido a cazas. Modesto y Tagüeña piensan que la artillería habría llegado a tiempo si hubieran tenido suficiente protección los ingenieros en su trabajo de tendido de pasaderas. Lo mismo los blindados y los camiones que podrían haber transportado a las tropas de choque que llegaron a Gandesa exhaustas. ¿Es que no tiene ninguna responsabilidad Rojo en que la aviación no llegue? Él ha decidido que la operación del Ebro puede comenzar ante la situación de riesgo que se vivía en Levante, y ha arrostrado el riesgo de que la maniobra se viera limitada por la falta de armamento, aviación incluida.
Henríquez Caubín, de la 35 división, analiza al final del día la situación: es evidente que el enemigo ha reunido ya muchas reservas, pero se muestra cauto, porque no emprende ningún ataque en dirección al nudo de Camposines aprovechando el gran hueco que aún existe entre los kilómetros cuatro y ocho de la carretera de Gandesa a Vilalba. Justamente la audacia de la penetración de la 35 y de la 3 han hecho pensar a los estrategas contrarios que debe haber numerosas reservas republicanas en la sierra de la Fatarella. Lo cierto, es que no hay ninguna.
El enemigo, que sigue siendo reforzado con unidades de otros frentes, ha opuesto mayor resistencia que fue vencida por el empuje de nuestros soldados.
También se ha progresado notablemente en dirección a Fayón.
Más de 200 prisioneros fueron capturados y se recogieron muchas ametralladoras, morteros y fusiles así como un tren repleto de material de guerra.
La aviación extranjera ha actuado con enorme intensidad durante todo el día.
A las trece horas de hoy, la aviación alemana, en número de diez trimotores «Junkers» arrojó sobre Falset 50 bombas de 100 kilos, que ocasionaron 25 muertos y 60 heridos, casi todos ellos pertenecientes a la población civil.
Los aparatos de la invasión bombardearon preferentemente en los lugares en que se hallaban los prisioneros capturados por nuestras fuerzas en la actual ofensiva.
Durante horas, la marcha frenética de la caravana que transporta munición, alimentos, artillería, blindados, discurre por encima del cauce del Ebro. Los ingenieros ven con orgullo su obra. Esa batalla, por fin, la han ganado. Los suministros hacia el frente principal ya no van a ser un problema durante los meses siguientes.
A las diez de la mañana, una oleada de varias docenas de bombarderos Heinkel y Savoia vuelve a dejar el puente fuera de uso. Pero los ingenieros han conseguido terminar la parte fundamental, la estructura de base. La reparación es cuestión de horas para un personal entrenado y un material que ha sido muy pensado en su forma de instalación y repuesto.
Los planes militares no experimentan variación alguna. Para Modesto, la situación ha cambiado en que tiene todos los efectivos previstos al otro lado del río, y en que, por fin, la artillería y los carros de combate han logrado cruzar. A lo largo del día, el jefe del Ejército del Ebro ordena que se reorganicen sus tropas. Y constituye la agrupación del centro, que engloba a las divisiones 11, 35, 16 y dos brigadas del V cuerpo, la C y la CI.
Los franquistas intentan poner en práctica las órdenes de Yagüe de contraatacar. Con un gran apoyo artillero, un total de ochenta piezas de todos los calibres, cuatro batallones se arrojan sobre la XV brigada mixta, que ocupa las cotas 471 y 463. Los de la Lincoln dejan que los atacantes se acerquen hasta pocos metros y abren fuego de morteros y ametralladoras. El terreno queda cubierto de cadáveres y los supervivientes se baten en retirada con gran desorden.
En su respuesta, fuerzas de la 35 división se lanzan y consiguen tomar la cota 382, al noreste de Gandesa. Pero dura poco la posesión. Esta vez son ocho batallones franquistas los que participan, con apoyo de artillería y de aviación, en el empeño, y vuelven a echar de la 382 a sus provisionales ocupantes.
Desde los observatorios republicanos ven con nitidez cómo la infantería de ambos bandos asciende por dos laderas contrapuestas. Los republicanos son muchos menos y deben retirarse. Lo hacen con orden.
Edwin Rolfe combate allí mientras dos batallones son atacados, pero reaccionan «obligando a los fascistas a retirarse cuatro veces hasta una colina lejana, aunque ellos vuelven cada vez. Permanecemos en un barranco hasta que a las 10.30 nos ordenan retirarnos. Recibimos una contraorden: debemos atacar nosotros. Pero, mientras tanto, el enemigo ataca antes de que podamos volver a nuestra posición, lo que hacemos rápidamente. Ahora, a las 11.15 a.m., el ataque continúa.
»La artillería enemiga nos bombardea, matando a dos mulas pero a ningún hombre. Las bombas caen justo al lado de nuestro puesto de mando. A las 8 p.m. cinco bombarderos trimotores cargan contra el valle justo detrás de nuestra colina. Duro.
En la zona de Vilalba dels Arcs, poco antes del amanecer, los requetés de Montserrat, desplegados en el cruce conocido como «Quatre Camins», reciben el primer asalto contra sus posiciones. Los soldados de la XXXIII brigada, de la 3 división republicana, atacan con un gran despliegue de fuego de ametralladoras, y sus combatientes se arrojan contra los parapetos franquistas. Un alto porcentaje de los defensores entra hoy por primera vez en fuego, porque se han incorporado a filas durante la larga inactividad que ha vivido el Tercio desde los combates de Belchite.
A su derecha, la tercera compañía está en apuros. También se lucha ahí a base de bombas de mano. Ya ha amanecido y los requetés de la 4 compañía disparan sobre los que atacan a sus compañeros. Hacen muchos blancos en el fuego de través. El enemigo está apenas a sesenta metros.
El alférez Roberto de Llanza manda una de las secciones de la 3, con cuarenta y cinco hombres. Su posición está en torno a un pino solitario. Aun de noche, sus requetés han tenido que disparar y arrojar bombas de mano contra las sombras que se pueden descubrir moviéndose inciertas a corta distancia. Al amanecer hay varios heridos y pueden ver que delante de ellos se extiende un viñedo y, al fondo, las posiciones enemigas a menos de cuatrocientos metros.
Llegan a estar casi rodeados. Les refuerza un pelotón de legionarios. No les faltan ni las bombas de mano ni las municiones para el fusil ametrallador. No se mueven de las posiciones en todo el día, pese a la presión que ejercen sobre ellos cuatro batallones de la XXXIII brigada.
Los que sí retroceden son los moros del 5 tabor de Regulares, empujados por la urgencia al ver que les llega el relevo. Un teniente del tabor pide ayuda. Han perdido la posición. La sección de Gabaldá es enviada de refuerzo, y la recuperan. Cuentan quince muertos enemigos y cuatro propios. Pero el asalto no se detiene. El teniente de Regulares cae herido y toma el mando de los moros un sargento marroquí. La artillería republicana tira ahora con eficacia.
Los requetés tienen el apoyo de algunos carros italianos. Martín de Riquer ha recibido la orden de buscar mulos donde sea y acercarlos a la primera línea cargados con material de sanidad. La tarea de encontrar los mulos le resulta más fácil de lo que esperaba. Según se acerca a su destino ve los primeros cadáveres de sus camaradas, tirados a los bordes del camino. No es capaz de reconocer a ninguno de ellos, porque los rostros de todos están manchados de sangre y de tierra. Los tiros menudean y Riquer se protege colocándose detrás de los cuerpos de las caballerías.
La primera compañía del Tercio tiene que retirarse ante la fuerte presión. Su línea de defensa no es fácil y apenas han tenido tiempo de cavar trincheras o construir parapetos. Los rojos atacan con bravura y obstinación. Los requetés que están en la reserva, viendo los apuros que viven sus compañeros, oyen al teniente coronel Capablanca, el jefe del sector, hacer comentarios sobre los catalanes y su falta de valor. El capitán Gay, jefe de la compañía, ordena un contraataque a la bayoneta. Los requetés reconquistan sus anteriores posiciones. Hacen varios prisioneros entre los republicanos. Hay una breve pausa en el combate. Los hombres comen pan con mermelada y beben agua y café. Una compañía de Tiradores de Ceuta les releva.
Las tropas combaten todo el día, casi sin descanso, rechazando uno tras otro los asaltos republicanos de la XXIV brigada. Y comienzan a menudear las bajas. Uno de los primeros en caer es el alférez José María Padura. Hay ataques y contraataques, y se llega a luchar cuerpo a cuerpo en algunas posiciones. La lucha sigue sin descanso hasta las cinco de la tarde. En menos de veinticuatro horas, las bajas carlistas sobrepasan el centenar. Entre ellos, el alférez navarro José Emilio Huarte y el capitán Gay, que ha encabezado el asalto a la bayoneta para demostrarle al teniente coronel Capablanca de qué pasta están hechos los requetés catalanes.
En las unidades nacionales, las prácticas religiosas están muy extendidas. El papel que el ejército republicano reserva a los comisarios, consistente en mantener y elevar la moral de la tropa y darle un contenido político al combate, lo cumplen en las unidades nacionales los capellanes. Cientos de curas combaten no sólo en los tercios de requetés, sino en las banderas de Falange, de la Legión y los batallones de línea. Sólo están exentos de esta presencia los tabores de regulares de Ifni Sáhara, que tienen a los kaids, notables tribales, como los encargados de proveer de ánimo a la tropa.
En Vilalba dels Arcs, los refuerzos del Tercio de Montserrat y demás unidades de la 74 división que van llegando, añadidos a los primeros defensores de la zona, del Tercio, de la Legión y de los Regulares, contienen bien los asaltos de la 3 división republicana. En la zona, no hay blindados enemigos. Por ello, las tres piezas de la 26 batería de antitanques se desplaza a Gandesa, donde han aparecido algunos tanques de la 11 división de Líster.
Como ya sucedió en Loeches, en Madrid, donde el asalto de los carros estuvo a punto de romper las columnas franquistas que se acercaban a la ciudad, el mando republicano ha sido incapaz de utilizar técnicas adecuadas en este tipo de combate. Los carros solos no pueden conquistar las posiciones.
En la retirada, un soldado moro consigue prender fuego a uno de los carros en una acción individual cuando el blindado hacía fuego directo sobre el puesto de mando de una de las brigadas empeñadas en la defensa.
El resto de los asaltos republicanos tiene parecido resultado. En las posiciones donde se atrinchera la 16 bandera de la Legión, los batallones de la 74 división, en reserva a las afueras del pueblo, tienen que intervenir porque los legionarios han sido desbordados. El batallón de San Quintín y los falangistas de la 2 bandera de Burgos tienen que relevar a un tabor de Regulares que carece ya de efectivos. Las secciones de choque y de ametralladoras logran el objetivo de contener el asalto en un rápido despliegue. Las bajas se cuentan por centenares en ambos bandos.
La 84 división franquista, a su vez, intenta obedecer la desconcertante orden de Yagüe de ocupar la sierra de Pándols. Algunas fuerzas, tras sufrir enormes bajas, consiguen auparse a la cota 626 después de cruzar el río Canaletes. Estas posiciones serán importantes para el inicio de futuras ofensivas. Pero el coste que supone su consecución no parece ser proporcional. Las órdenes de Yagüe parecen tener algo de irreal. Al menos en esos días.
El mando republicano reorganiza la fuerza de ataque. La nueva agrupación de tropas del centro cubre el sector principal de la ofensiva, cuya dirección Modesto se reserva para sí. La fuerza tiene el apoyo de setenta y dos piezas de artillería, veintidós tanques y veintitrés blindados. Su misión consiste en desencadenar la mayor de las ofensivas que se han lanzado hasta ahora. Pero el momento elegido tiene que retrasarse, porque el fuego de contrabatería de la artillería franquista ha roto todas las líneas telefónicas que los de Transmisiones han tendido entre las baterías republicanas y el mando de la operación. El jefe de la Artillería es requerido de forma constante por los responsables de las divisiones. Pero no puede hacer mucho más de lo que hace, porque no tiene forma de comunicarse con sus hombres para que el fuego se haga de una manera coordinada. Se pierden unas horas preciosas para los planes de Modesto.
En la inmediata retaguardia republicana, un marino francés realiza tareas de observación, enviado por al agregado militar de la embajada, el coronel Henri Morel. Los militares franceses destacados en España, que han seguido el desarrollo de la guerra con gran atención, y que han visto al ejército republicano retroceder en desorden cuando los franquistas retomaron la iniciativa en Teruel, perciben un gran cambio en la moral del ejército:
Tan problemática se presenta, que las reservas comienzan a moverse. Los franquistas le han causado a la 16 división, sobre todo a su XXIV brigada, casi un 70 por 100 de bajas. La 60 división recibe la orden de marcha.
Ricard Bartres forma parte de la LXXXIV brigada de la 60. Al mediodía una columna de camiones rusos recoge a su unidad. La columna la encabeza un vehículo armado con ametralladoras antiaéreas. En el centro y la retaguardia, otros dos más defienden el convoy de los posibles ataques de la aviación franquista. En el trecho que tienen que andar hasta la orilla del río, se producen los temidos ataques: los hombres saltan y corren a resguardarse de las balas; en las cunetas, incluso bajo los mismos camiones. Hay varios heridos graves que son evacuados de inmediato en ambulancias.
Al anochecer, llegan al río. Hay una gran acumulación de camiones y ambulancias en la orilla. Bartres ve llegar a los heridos, transportados en barcas, tumbados en camillas que se colocan de través para poder pasar un mayor número en cada viaje. Los que dirigen las barcas se iluminan con linternas, para encontrar la orilla. Todo son exclamaciones de dolor, gemidos. Las ambulancias no dan abasto para transportarlos.
También ven a los pontoneros, que trabajan intensamente de una orilla a otra del río, y estiran grandes cuerdas para tensarlas, intentando instalar una pasarela flotante de madera. Se comenta entre las tropas que el puente de hierro de Móra ha sido destruido.
Es ya de noche. En medio de la oscuridad, se oyen las órdenes. Todos han de revisar su equipo y el armamento individual. La pasadera está tendida. Los oficiales encabezan el cruce sobre las planchas de madera. Hay que hacerlo en hilera, a buena marcha, con gran cuidado para evitar caer al agua. Con semejante carga, quien resbale o tropiece se enfrenta a una muerte segura en los remolinos aparentemente tranquilos del río. Algún compañero cae. Pero los gritos de los cabos para que el paso se acelere, y el fragor de los hombres cruzando las pasarelas ahogan las peticiones de auxilio. Bartres no ve a nadie que caiga, pero tiene la sensación de que ha sucedido.
Una vez en la otra orilla, se procede al recuento de hombres y de bajas. No hay tiempo para nada. La marcha se reinicia de inmediato. Pero ya no hay camiones rusos, porque en esa zona no ha sido aún posible el cruce de medios pesados. El paso se hace a pie y de noche, para evitar el castigo de la aviación.
Pero la reunión no puede avanzar mucho en ninguna dirección conspirativa: el éxito del paso del Ebro convierte a Negrín en intocable. Un éxito que no es sólo militar, sino que deviene político.
Ejército del aire
(…) Los bombardeos que la aviación extranjera realizó ayer sobre el pueblo de Falset, contra los prisioneros hechos por nuestras fuerzas en la ofensiva del Ebro, fueron siete, todos ellos intensísimos. Es enorme la indignación que el criminal hecho ha producido entre los jefes, oficiales, clases y soldados prisioneros, acostumbrados a leer en el parte de guerra enemigo que sus aviones actúan únicamente contra nuestra primera línea.

El 31 de julio las cosas no hacen más que empeorar, en apariencia, para todos los contendientes. Modesto va a hacer el esfuerzo supremo. Mientras, Yagüe parece haber olvidado sus veleidades ofensivas. En Gandesa, se reciben nuevos refuerzos, entre ellos dos compañías más de ametralladoras. Las líneas se van mejorando, se hacen trincheras, se tienden alambradas bajo el fuego enemigo.
La artillería republicana, al mando del capitán Pavía, se ha desplegado en un semicírculo desde la sierra de la Fatarella hasta la sierra de Cavalls. Son trece baterías, cuatro de ellas pesadas de los calibres 155 y 149, de desigual calidad pero bien dirigidas. Comienza, por primera vez desde el lado republicano, una vez restablecidas las comunicaciones cortadas por el fuego de contrabatería franquista, un intenso y organizado fuego sobre Gandesa y sus accesos.
A las once de la mañana, las posiciones defensivas franquistas situadas junto a la carretera que lleva al Pinell son atacadas con un gran despliegue de infantería y apoyo artillero, además de seis carros de combate.
La unidad antitanque de la 26 batería que ha venido de Vilalba se ha instalado ya frente a los puntos de donde se supone puede venir el siguiente asalto. Los artilleros lucen con orgullo sus boinas negras en las que hay una calavera y dos tibias cruzadas rodeadas por un laurel. Bajo el siniestro signo de aire pirata, una pieza antitanque alemana. Los hombres se han entrenado en Toledo con instructores de la Legión Cóndor. Las piezas, que se trasladan con camiones ligeros, se pueden mover con mucha agilidad. Tienen ruedas de goma y las cambian de orientación los servidores, que se atan unas cinchas al pecho para girarlas. Dos piezas se instalan cerca del cementerio. La otra, en la carretera que viene del Pinell.
El ataque es de una pertinacia sorprendente. Dura cuatro horas y deja los dos campos llenos de cadáveres y heridos. Los asaltos se suceden hasta diez veces a lo largo del día.
Los cañones antitanque, situados frente a la carretera del Pinell, hacen un trabajo devastador para los carros de combate republicanos. Cuatro de ellos quedan inutilizados.
Los aviones no pueden descender demasiado en sus ataques de bombardeo en picado, para evitar la acción de los cañones Boffords y las ametralladoras de cuatro tubos. Eso hace que su eficacia sea relativa. Las orillas se van quedando sin vegetación por los impactos. Pero las bombas pueden poco contra las pasarelas ligeras, que se reponen con facilidad por unos ingenieros cada vez más expertos que cuentan, además, con el gran esfuerzo de la industria de Barcelona, que suministra repuestos a gran velocidad, para lo que es fundamental el entusiasmo de la CNT.
El general Vicente Rojo revienta de indignación. Para él ya está claro que su ofensiva se ha quedado a las puertas de Gandesa, que es preciso cambiar el rumbo de la batalla y pasar a la defensiva. Su último ataque de envergadura ha contado, por fin, con un mínimo despliegue de artillería. Pero la aviación ha seguido sin asistir al combate, mientras la franquista se ha dedicado, con absoluta impunidad, a bombardear los medios de paso y las concentraciones de tropas republicanas en torno al río. También bombardea a las tropas de vanguardia, a los soldados que asaltan Vilalba dels Arcs y Gandesa.
Los combates mantienen la misma tónica durante los siguientes días, y a lo largo de todo el frente. Modesto y su Ejército del Ebro están echando el resto, pero sus limitaciones son cada vez más evidentes. Han conseguido con la sorpresa y la audacia algo que parecía impensable unos días antes.
Pero los problemas del ejército republicano parecen ser siempre los mismos. Para Rojo, hay una grave falta de competencia, de disciplina mental en los mandos; una grave falta de formación en los mandos intermedios; una grave falta de coordinación, cuando no actitudes de sabotaje, entre los distintos ejércitos o entre las distintas armas.
El retardado despliegue de la 16 división, que podría haber roto el frente si hubiera atacado en su momento, cuando aún no habían cubierto la línea los refuerzos franquistas, la inexplicable falta de la aviación durante los primeros días, que ha dejado a las tropas abandonadas a su suerte frente a los aviones enemigos. La suma de los errores propios ha colaborado de una manera decisiva a que la ofensiva no se extendiera como una mancha de aceite sobre el territorio controlado por Franco. Unos kilómetros más, y el general rebelde habría tenido que utilizar todo su ejército para contrarrestar el asalto republicano. Quizás, hasta se habría llegado a reunir las dos zonas republicanas.
El enemigo, además, ha dado muestras de una capacidad de organización y logística extraordinarias. A los tres días ya había conseguido el equilibrio en infantería. Ahora, a eso se le suma la superioridad abrumadora en artillería y aviación.
¿La ausencia de la aviación es un sabotaje o es incompetencia? La pregunta sigue estando en el aire. Tampoco dice mucho en favor de Rojo el que la ofensiva que ha diseñado con tanto esmero no haya contado con la seguridad de que la aviación intervenga.
En las cercanías de Amposta se han encontrado y enterrado más de 790 muertos del enemigo, pertenecientes a la XIV.a brigada internacional, en su gran mayoría indeseables franceses, rusos, mejicanos y checos. Igualmente en los ataques del sector de Mora de Ebro se contrasta la presencia de contingentes extranjeros mezclados con los milicianos rojos. Los prisioneros aprehendidos delatan la presencia de numerosos mandos extranjeros, en especial en su artillería, casi toda mandada por franceses.
Ayer fueron bombardeados los almacenes de material de guerra de la estación ferroviaria de Cambrils, y los de Tarragona y Reus.
La artillería antiaérea de los puertos rojos que, según sus partes, tantos aviones llevan derribados, y la aviación de caza que lanza al aire, obliga a los nacionales a volar a alturas en las que no es posible determinar la nacionalidad de los barcos, batiéndose sólo las zonas donde el criminal tráfico de material de guerra tiene lugar. Son, por tanto, falsas las noticias que, obedeciendo a consignas de los jefes rusos, dan las «radios» y partes rojos de bombardeo intencionado de los barcos extranjeros.
Gregorio Martínez, de la CI brigada, los registra en un catálogo casi masoquista, como si eso le sirviera para algo. Lo mismo que hace Aldo Jourdan, de la XI brigada. El polvo, desde luego. Pero también la pólvora, que se sobrepone a casi todo, afortunadamente, porque siete días después de iniciada la ofensiva, el campo huele a cadáveres en descomposición. Cadáveres que no pueden ser retirados, porque no hay tregua entre los combatientes ni siquiera para una tarea así, que ya no es humanitaria, sino sencillamente higiénica. Los cuerpos de los muertos se hinchan bajo el sol, a los treinta y cinco grados que llega a marcar el termómetro. Poco a poco, van adquiriendo un color morado cada vez más oscuro, y luego sus facciones desaparecen por la hinchazón, hasta adquirir un volumen que resulta inverosímil para una persona.
Los combatientes, en posiciones que cada vez están más fijadas, pueden seguir la evolución del siniestro proceso, que acaba con el reventar de los cuerpos, que expulsan humores malignos y la obscena aparición de los gusanos. Un proceso que pueden identificar, en ocasiones, con el nombre y el recuerdo del rostro de algunos camaradas.
El día primero de agosto tiende ya a estabilizarse el frente. Los combates se hacen más y más duros por el empleo masivo de artillería y el uso intensivo de la infantería.
Hay una terrible rutina en todo lo que sucede. La artillería que bate sin descanso las posiciones de la infantería, los asaltos, las bombas de mano que revientan a pocos metros de quienes las lanzan, el crepitar de la fusilería, la sangre, los cadáveres sin recoger. El calor, la sed, el polvo. Es difícil para los jefes de compañía o batallón dar parte de la acción de cada día. Porque cada día trascurre en un combate indefinido, constante y feroz.
Frente a Gandesa, Rolfe sigue escribiendo su diario: «A las 3.30 a.m., nos movemos por la colina tomando posiciones bajo el fuego de la artillería hasta situarnos en uno de los lados de la colina detrás del Spanish batallón. Al amanecer, nuestro puesto de mando se traslada hasta nuestro antiguo puesto de observación que directamente está enfrente del enemigo. Nuestra artillería abre fuego, y a las 11 a.m., después de un corto pero intenso fuego de artillería, los españoles se mueven; van hacia nuestras líneas y comienzan el ataque. Los "lincolns" regresan a sus posiciones en el "valle de la muerte". La artillería enemiga nos bombardea todo el día. Nuestros aviones aparecen tres veces bombardeando Gandesa. Me dicen que la ciudad está a tres kilómetros; parece mucho más cercana.
»Por la tarde, el enemigo nos bombardea de nuevo en el "valle de la muerte" (moros y tercios). El lugar apesta debido a los muertos. Los bombarderos enemigos regresan hacia nuestra posición en el valle matando a los heridos evacuados, a los hombres de suministros y atacando los pozos. Nos bombardean mientras nos refugiamos contra una pared de piedra, con bombas que caen a veinte, treinta o cuarenta metros. Nos abrazamos al muro. A medida que avanza la oscuridad, el enemigo empieza a lanzar ráfagas con los rifles y las metralletas; los bombardeos se lanzan sistemáticamente contra los lados del barranco convirtiéndolo en un cuello de botella. Los cuerpos apestan. Las balas silban sobre nuestras cabezas, trazos rojos que parecen moverse lentamente por el aire. Hombres gritando "socorro, socorro", o gimiendo "madre mía". Nos tienen toda la noche lanzándonos intermitentemente granadas de mano, bombas de artillería y ametrallándonos por el valle. Hay hombres muertos a centenares, sobre todo enemigos. Milman, comandante del batallón 24, muerto de un tiro limpio en la cabeza. Frank Stout, gravemente herido, tiene fragmentos de mortero en la garganta y el intestino.
La aviación republicana ha hecho, por vez primera, acto de presencia en el frente del Ebro, bombardeando Gandesa. Han sido los «Delfines», aviones Grumman, de los que se han comprado una treintena en Estados Unidos, que son usados por la Marina norteamericana en misiones de ataque a tierra. Su acción no provoca muchos daños. Tiene, al menos, la virtud de dar moral a los atacantes, muy castigados por la aviación enemiga desde que ha comenzado la ofensiva.
Los hombres de la 60 división hacen un alto cerca de la Venta de Camposines. Han tenido que rehacer el camino varias veces, nadie conoce bien los itinerarios. Duermen de día y toman rancho frío. Latas de sardinas, un poco de pan.
Reemprenden la marcha. De tanto en tanto, charlan unos con otros; el silencio es, a veces, sostenido, porque están preocupados en su aproximación al frente. Van agrupados, pero no en formación.
Súbitamente, comienzan a sonar ráfagas de ametralladoras y a reventar morteros. El fuego es intenso, procede de un atrincheramiento no muy lejano pero que nadie puede precisar con exactitud. Las balas silban, las explosiones de los morteros son continuas. Los hombres corren en todas direcciones buscando protección. El pánico, unido a la sorpresa, es total. Hay bastantes heridos, que gritan pidiendo auxilio sin que nadie pueda atenderles. El ataque dura un buen rato. Cuando las armas callan, aparecen unos oficiales de otra unidad: la LXXXIV brigada se ha metido directamente en la primera línea. El estruendo de su despreocupada marcha ha alertado al enemigo.
Con la oscuridad, se reanuda la marcha. Hasta las posiciones donde deben relevar a los hombres de las unidades más desgastadas. La alegría de los que se van es explosiva.
Para Bartres, los hombres a los que relevan parecen mayores. Su apariencia contrasta con la juventud de los que llegan. Los hombres que marchan a la retaguardia para descansar y reorganizarse tienen un aspecto que denuncia los días de lucha que han librado desde el 25. «Sucios, sin afeitar, polvorientos…»
Los oficiales relevados instruyen a los de la 60 división sobre los lugares que han de ocupar sus tropas. El cambio se hace con celeridad. Los hombres se marchan a toda prisa.
Bartres y sus compañeros se encuentran, casi sin tener tiempo para pensarlo, guarneciendo la primera línea de fuego, situados frente a un enemigo al que todavía no pueden ver porque la noche es oscura, pero al que sienten cerca. Y comprueban que no hay trincheras, que tienen que refugiarse en los agujeros que han hecho las granadas en el suelo, detrás de rocas, de los pocos árboles que hay en pie. Refugios improvisados. Bartres se puede meter, junto con otro compañero, en el cráter que ha dejado una bomba de aviación.
La noche es cálida y oscura. Pero se ilumina de manera fantasmagórica cuando las bengalas del enemigo se abren en el cielo y las balas trazadoras comienzan a cruzar el aire señalando el camino a las que siguen. Luego, de inmediato, las granadas rompedoras, repletas de una mortífera carga de metralla, una fuerte lluvia de morteros y un intenso fuego de fusilería y ametralladoras. La tierra tiembla con las continuas explosiones y se recortan las siluetas de los combatientes con sus resplandores súbitos y fugaces.
A Bartres le parece que el potente ataque es un saludo a los recién llegados. Ellos han respondido con la misma moneda, con sus fusiles, ametralladoras y morteros. En el tiempo que ha durado el «saludo», que acaba de manera tan brusca como ha comenzado, los novatos de la LXXXIV brigada han agotado todas sus provisiones de munición.
Pero no hay bajas. No las hay porque los hombres han tenido tiempo de refugiarse bien y porque «nadie ha querido hacerse el héroe».
En la zona de Fayón, hacia el norte, las banderas de la Legión 4 y 18 atacan distintas posiciones de los republicanos. Conquistan algunas cotas sin importancia. El coronel jefe de la zona, Lombana, está impaciente por recuperar el terreno. Tiene tropas escogidas, cuenta con los legionarios y con algunas compañías de moros. ¿A qué esperar? Sus impulsos los cortan los fuegos de la 42 división del asturiano «Manolín». Los mandos republicanos saben que ese terreno es de muy difícil defensa, pero mantienen la orden de ocuparlo. Los hombres ni siquiera tienen agua. Las provisiones les llegan con cuentagotas a través de la frágil pasadera que se ha logrado establecer.
En Londres preocupa de forma grave la continua acción de la aviación franquista contra barcos mercantes ingleses. Eso, y de forma más leve, el bombardeo sistemático de ciudades. Las protestas oficiales se hacen sentir en Burgos. Pero hay algo más, que traslada el duque de Alba: la opinión pública inglesa es muy poderosa y puede cambiar de actitud hacia Franco si no se cuida la acción de los aviones en los puertos y ciudades.
En el cuartel general de Franco se comienza a abordar ese problema mediante la literatura: los partes de guerra señalan, cuando se mencionan bombardeos sobre estaciones de ferrocarril o puertos, que estos se han hecho sobre los «objetivos militares» de esos puertos o estaciones.
Ayer fueron bombardeados los objetivos militares de las estaciones ferroviarias de Tarragona y Hospitalet y del puerto de Tarragona.
Las fuerzas al servicio de la invasión realizaron ayer ocho fuertes ataques a nuestras posiciones próximas al vértice Rey, siendo rechazado totalmente y sufriendo elevadísimo número de bajas.
Hoy continúa el combate a iniciativa propia, progresando vigorosamente las fuerzas españolas en la zona norte de Fayón. También han sido ocupadas importantes posiciones enemigas en el sector de Pobla de Masaluca y camino de Tozal Cros.
Violentos contraataques enemigos al sur de Mequinenza han sido rechazados.
La aviación de los invasores actuó con gran intensidad en toda la zona del Ebro. La propia realizó eficacísimo servicio en el sector de Gandesa.
Francisco Franco, el Caudillo, llega al Coll para hacerse cargo, en persona, de la dirección de las operaciones militares. No se trata sólo de una vocación profunda. En el seno de su ejército hay algunas discrepancias sobre cómo conducir la guerra.
En un primer análisis, todos los estrategas coinciden: ya se ha conseguido detener el avance del enemigo y no es previsible que éste recupere la superioridad de medios en ningún momento futuro. Una superioridad de la que ha gozado durante apenas unas horas. Lo demás se lo debe al arrojo y a la sorpresa.
Hay otra coincidencia: lo primero es liquidar la bolsa de Fayón-Mequinenza. En veinte kilómetros cuadrados está apiñada una división republicana, la 42, que tiene entretenidas a numerosas fuerzas necesarias en otros lugares. Además, esa división tiene una comunicación bastante precaria con su retaguardia a través de unas pasaderas frágiles y, sobre todo, no ha conseguido establecer el imprescindible enlace con el centro del dispositivo republicano, mediante la toma de Fayón, que le habría dado capacidad de moverse. A mayor abundamiento, el terreno es muy propicio para una ofensiva de bajo coste porque no ofrece refugios naturales a las tropas. Allí, en torno a los Auts, no hay vegetación ni hay agua. La superioridad aérea y artillera de los franquistas les asegura una acción que se parecerá, en esa zona, a un paseo militar.
La discusión se produce en torno a lo que hay que hacer después.
Desde el punto de vista estrictamente militar, la maniobra de estrategia más eficaz sería fijar las divisiones de los cuerpos de ejército V y XV, aferradas al terreno pero sin apenas capacidad ofensiva, y desviar los recursos hacia el norte para emprender una ofensiva desde Lleida que condujera a Barcelona. En esa zona sólo está el mermado Ejército del Este, al mando de Etelvino Vega, que ha tenido que ceder una importante porción de sus fuerzas al Ejército del Ebro. Una maniobra en esa dirección podría acabar con la resistencia en Cataluña en el plazo de pocas semanas. La liquidación del Ejército del Ebro sería, después, muy sencilla. Si cae Cataluña, la guerra estará perdida para los republicanos, que no tendrán ninguna frontera terrestre por la que esperar que fluyan de nuevo alguna vez los recursos necesarios para sostenerse.
Pero esa opción, defendida por García Valiño, Kindelán, Aranda y Yagüe, tiene dos inconvenientes. El primero es de carácter internacional. Franco debe ser cuidadoso con la frontera francesa. La tensión en Francia está creciendo con respecto a alemanes e italianos. Los franceses -y eso lo sabe Franco- tienen planes, desarrollados muy en detalle por el general Gamelin, para pasar con su ejército los Pirineos si con ello se evita un crecimiento desmesurado del riesgo italiano. Al contrario de lo que sucede con el gobierno inglés, que simpatiza con la causa franquista, una parte considerable del francés se siente próximo a los republicanos. Si no fuera por las presiones de Chamberlain, la República habría contado con el apoyo material de los franceses, por mucho que el mariscal Pétain y tantos otros militares sean partidarios de Franco.
Franco actúa como un político, frente a sus compañeros de armas, que sólo piensan desde un punto de vista estrictamente castrense.
El único argumento que puede quebrantar su obstinación en la guerra de exterminio es la posibilidad de un conflicto europeo. Si éste se produce antes de que consiga la victoria, las tornas pueden cambiar de forma radical.
La capacidad militar de Franco puede ser discutible, pero no su obstinación y su agudeza política, por muy cruel y despiadada que pueda ser. Está a 180 grados de las propuestas de Azaña el 18 de julio, de «paz, piedad y perdón». Si gana la guerra, no habrá piedad, no habrá perdón, y la paz será la de los cementerios.
A Franco se le achaca en su entorno una obstinada cerrazón a no dejar de lado los desafíos. Ya ha dado prueba de ello en ocasiones anteriores. A cada reto del enemigo ha acudido con la intención de aplastarle.
Franco, por tanto, no va a moverse. Decide seguir con la acumulación de fuerzas y destrozar al enemigo allí donde se lo ha encontrado y lo ha fijado. Ha escogido la táctica del «choque de carneros».