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Rogan dio vueltas por Berlín con el Mercedes durante un par de horas, para asegurarse de que los tubos de goma enviaran aire suficiente al maletero. Esto era para dar tiempo a Rosalie a cumplir su parte del plan. Debía ir al salón de baile del hotel, tomar copas, coquetear y bailar con hombres solteros y sin compromiso, de modo que luego todos recordaran su presencia. Ésa sería su coartada.

Hacia la medianoche, Rogan tiró del cable prendido del volante. Esto cortaría el paso de aire e introduciría monóxido de carbono en el maletero; los hermanos Freisling morirían en cuestión de media hora. Rogan se dirigió hacia la estación de ferrocarril.

Sin embargo, al cabo de un cuarto de hora, paró el coche. Su intención era matarlos como ellos habían querido hacerlo en Múnich, sin avisar y dejándolos con la esperanza de salir en libertad. Quería matarlos como a animales… pero no podía.

Se bajó del Mercedes, fue a la parte de atrás y golpeó la chapa del maletero.

—¡Hans… Eric! —llamó, sin saber por qué usaba sus nombres de pila como si ya fueran amigos.

Volvió a llamar en voz baja pero apremiante, para avisarles de que iban camino de la perpetua oscuridad, de manera que pudiesen hacer examen de conciencia y rezar lo que tuviesen que rezar a fin de prepararse para el negro vacío. Volvió a golpear el maletero, esta vez con más fuerza, sin respuesta. Entonces comprendió lo que debía de haberles pasado. Bajo el efecto de la droga, seguramente los Freisling habían muerto al poco de conectar Rogan el monóxido de carbono. Para cerciorarse de que no fingían y en verdad estaban muertos, Rogan introdujo la llave en el maletero y abrió poco a poco la portezuela.

Aun con toda su maldad —el mundo salía ganando con aquella pérdida—, en sus últimos momentos los hermanos Freisling habían dado muestras de un toque humano. Estaban abrazados el uno al otro, y así habían muerto. No quedaba rastro de astucia ni perfidia en sus caras. Rogan los observó y pensó que había sido un error matarlos a los dos juntos. Sin querer, se había apiadado de ellos.

Cerró el maletero y condujo hasta la estación. Una vez allí, entró en el vasto aparcamiento y dejó el coche —uno más entre miles— en la parte que consideró más propensa a llenarse, junto a la entrada del lado este. Se apeó del Mercedes y echó a andar hacia el hotel. Por el camino, a la altura de una alcantarilla, dejó resbalar de su mano las llaves del coche.

Hizo a pie todo el recorrido desde la estación, de modo que eran casi las tres de la mañana cuando por fin entró en la suite del hotel. Rosalie lo esperaba levantada. Le llevó un vaso de agua para que se tomara las pastillas, pero Rogan ya notaba que la sangre se le agolpaba más y más en la cabeza. Primero el mareo acostumbrado, luego el sabor dulzón en la boca y, finalmente, aquel temible vértigo que lo envolvía, hasta empezar a caer… y caer… y caer…