3
Mike Rogan no olvidaba nada. A los cinco años de edad, explicó a su madre con todo lujo de detalles lo ocurrido cuando él sólo contaba dos años y había caído gravemente enfermo de neumonía. Le dijo cómo se llamaba el hospital, cosa que su madre ya no recordaba; también le describió al pediatra, un hombre de extraordinaria fealdad pero con mano de ángel para los niños. Aquel hombre incluso permitía que los pequeños jugaran con el quiste en forma de estrella que tenía en el mentón, para que así le perdieran el miedo. Michael Rogan recordaba haber intentado arrancarle el quiste al pediatra, y el gracioso «¡ay!» que éste soltó.
Su madre se quedó entre pasmada y asustada ante la excelente memoria de Michael; en cambio, el padre se puso loco de contento. Joseph Rogan era contable, trabajaba muchas horas y soñaba con que su hijo llegaría a censor jurado de cuentas antes de los veintiuno y se ganaría muy bien la vida. Ahí quedó la cosa, hasta que Michael Rogan volvió un día del parvulario con una nota del maestro, donde se citaba a los Rogan (padres e hijo) al día siguiente en el despacho del director para hablar sobre el futuro académico de Michael.
La entrevista fue breve y concisa. El centro no podía permitir que Michael diera clase con el resto de los niños. Su influencia era perjudicial. Ya sabía leer y escribir, y corregía a la maestra cuando ésta olvidaba mencionar algún pequeño detalle; debían mandarlo a un colegio especial, o dejar que probara suerte en cursos superiores. Los padres de Michael optaron por el colegio especial.
A los nueve años de edad, cuando los demás niños salían corriendo a la calle con guantes de béisbol o balones de fútbol americano, Michael Rogan salía de casa con una cartera de piel auténtica que llevaba grabadas en letras doradas sus iniciales y sus señas. Dentro de la cartera, iba el texto del tema que estudiara aquella semana en concreto. Pocas veces necesitaba más de una semana para dominar un tema que normalmente requería un curso entero. Leía los textos una sola vez y ya se los sabía de memoria. Como es lógico, en el vecindario lo consideraban un bicho raro.
Un día se vio rodeado por un grupo de chavales de su edad. Uno de ellos, rubio y rechoncho, le preguntó:
—¿Tú nunca juegas?
Rogan guardó silencio.
—Vamos a echar un partido —dijo el rubio—. Te dejo jugar en mi equipo.
—Vale —dijo Michael—. Me apunto.
Aquél fue un día glorioso para él. Descubrió que tenía buena coordinación física y que podía estar a la altura tanto jugando al fútbol como peleándose con otros chicos. Volvió a casa con la costosa cartera sucia de barro. También tenía un ojo morado y los labios hinchados y ensangrentados. Pero se sentía tan orgulloso y feliz que corrió a ver a su madre, gritando:
—¡Voy a jugar en un equipo de fútbol! ¡Me han elegido para jugar en un equipo de fútbol!
Alice Rogan miró aquella cara maltrecha y rompió a llorar.
Intentó ser razonable. Explicó a su hijo que tenía un cerebro muy valioso y que no debía exponerlo a ningún peligro.
—Tu mente es extraordinaria, Michael —le dijo—. Quizás algún día te sirva para ayudar a la humanidad. No puedes ser como los demás chicos. ¿Y si te haces daño en la cabeza, jugando o peleándote con alguien?
Michael trató de comprenderlo. Cuando su padre llegó aquella tarde, le dijo casi lo mismo. Así que Michael acabó renunciando por completo a la idea de ser un chico como los demás. Tenía un preciado tesoro que guardar. Si hubiera sido mayor, habría entendido que sus padres adoptaban una actitud presuntuosa y un tanto ridícula respecto a su don natural; sin embargo, aún no sabía discernir como un adulto.
Cuando tenía trece años, los demás chicos empezaron a mofarse de él, a provocarlo tirándole la cartera al suelo. Fiel a las instrucciones de sus padres, Michael evitó enfrentarse a ellos y sufrió la humillación. Pero su padre ya no estaba tan seguro de cómo educar a su hijo.
Un día, Joseph Rogan se presentó en casa con unos enormes y esponjosos guantes de boxeo y enseñó a su hijo el arte de la autodefensa. Joseph le dijo que diera la cara, que peleara si fuera necesario. «Lo importante es que te hagas un hombre —explicó—, no que seas un genio».
Fue por esa época cuando Michael Rogan descubrió que era diferente a los demás chicos también en otra cosa. Sus padres le habían enseñado a vestir con pulcritud y adulta elegancia, dado que el chico pasaba la mayor parte del tiempo entre adultos. Un día, varios chicos rodearon a Rogan y le dijeron que iban a quitarle los pantalones y colgarlos de una farola, humillación rutinaria por la que había pasado la mayoría de los chavales.
Rogan se enfureció cuando le pusieron las manos encima. A uno de los chicos le hincó los dientes en una oreja y casi se la arrancó de cuajo. Al cabecilla lo agarró por la garganta y empezó a estrangularlo a pesar de las patadas y puñetazos que le daban los otros para que lo soltara. Por fin, unos vecinos acudieron a poner paz, y tanto tres de los chavales como el propio Rogan tuvieron que ser llevados al dispensario.
Pero nunca más volvieron a molestarle. Los chavales lo tenían marginado, por bicho raro y, ahora, también por violento.
Michael Rogan era lo bastante inteligente para darse cuenta de que su rabia no era normal, que brotaba de algo muy profundo. Y acabó comprendiendo la razón: él gozaba de los beneficios de su prodigiosa memoria, de sus poderes intelectuales, sin haber hecho nada por merecerlos, y eso hacía que se sintiera culpable. Habló de ello con su padre, que lo entendió y empezó a discurrir cómo podría Michael llevar una vida más normal. Desgraciadamente, Joseph Rogan murió de un ataque al corazón antes de poner nada en práctica.
A los quince años, Michael Rogan era un muchacho alto, fuerte y con buena coordinación. Estudiaba ya en niveles avanzados y, bajo la absorbente tutela de su madre, creía de veras que su cerebro era algo sagrado que había que preservar por el bien de la humanidad. Para entonces, se había licenciado ya en Humanidades y preparaba la licenciatura en Ciencias. Su madre lo trataba a cuerpo de rey. Aquel año Michael Rogan descubrió a las chicas.
En esto fue perfectamente normal. Pero, para desgracia suya, descubrió también que las chicas le tenían cierto miedo y lo trataban con juvenil crueldad. Era tan maduro intelectualmente que, incluso en este sentido, los de su edad lo consideraban un bicho raro. Eso hizo que Michael retomara sus estudios con furia renovada.
A los dieciocho, vio que era aceptado como un igual por los estudiantes de grados superiores en la escuela de la Ivy League, donde completaba sus estudios para sacarse el doctorado en matemáticas. También las chicas parecían sentirse atraídas por él. Corpulento para su edad, Michael tenía las espaldas anchas y podía pasar por un joven de veintidós o veintitrés años. Aprendió a disimular su nivel intelectual con el propósito de no intimidar a las chicas, y por fin logró acostarse con una.
Marian Hawkins, una chica rubia entregada a sus estudios pero también a fiestas que duraban toda la noche, fue la pareja sexual de Rogan durante un año. Él empezó a descuidar las clases, a ingerir grandes cantidades de cerveza, a cometer todas las estupideces propias de un chico normal de su edad. A su madre le preocupaba aquel repentino cambio de conducta en su hijo; sin embargo, Rogan no permitió que su inquietud le afectara en absoluto. Aunque jamás lo habría reconocido ante nadie, aborrecía a su madre.
Los japoneses atacaron Pearl Harbor el día en que Rogan se sacó el doctorado. Para entonces, se había cansado ya de Marian Hawkins y buscaba una salida airosa. Estaba harto de ejercitar la mente y harto también de su madre. Suspiraba por aventuras y emociones fuertes. Un día después del ataque, se puso a escribir una larga carta dirigida al jefe del Servicio de Inteligencia Militar, con un detallado curriculum adjunto. Menos de una semana después, recibió un telegrama de Washington donde le pedían que se personara para una entrevista.
Fue uno de los grandes momentos de su vida. Un capitán del Servicio de Inteligencia examinó con expresión aburrida la lista de proezas académicas que Rogan había enviado. No le parecía nada del otro mundo, y menos aún cuando supo que Rogan carecía de historial atlético.
El capitán Alexander guardó la carta y el curriculum dentro de una carpeta marrón y se la llevó al despacho interior. Cuando volvió al cabo de un rato, traía en la mano un papel de multicopista. Dejó el papel encima de la mesa y le dio unos golpecitos encima con el lápiz.
—Esta hoja contiene un mensaje en clave —dijo—. Se trata de un código antiguo que ya no utilizamos, pero quiero ver si logra descifrarlo. Que no le extrañe si lo encuentra demasiado difícil; después de todo, nadie le ha enseñado.
Le pasó la hoja a Rogan.
Rogan echó un vistazo. Parecía tratarse de una sustitución criptográfica de letras bastante típica y relativamente sencilla. Había estudiado criptografía y teoría de códigos cuando contaba sólo once años, para estimularse mentalmente. Cogió un lápiz y se puso manos a la obra. Al cabo de cinco minutos, leyó al capitán Alexander el mensaje desencriptado.
El capitán se metió en el otro despacho y regresó con una carpeta de la que sacó un papel con dos únicos párrafos escritos. Esta vez el código era más difícil, y la brevedad del texto complicaba aún más el trabajo de descifrarlo. Rogan tardó casi una hora en resolver el enigma. Luego el capitán miró su propuesta y, una vez más, desapareció en el otro despacho. Cuando volvió a salir, lo hizo acompañado de un coronel de pelo entrecano. Éste tomó asiento en un rincón de la estancia y se puso a observar detenidamente a Rogan.
El capitán Alexander, algo sonriente, entregó a Rogan tres hojas de papel amarillo repletas de símbolos. Rogan reconoció aquella sonrisa: era la que esbozaban profesores y especialistas cuando creían haberlo puesto en un aprieto. Así pues, se esmeró al máximo para descifrar los símbolos, cosa que tardó tres horas en conseguir. Tan concentrado estaba en su tarea, que no se percató de la presencia de algunos oficiales que lo observaban con atención. Cuando hubo terminado, entregó las hojas de papel amarillo al capitán. Éste echó una rápida ojeada a la propuesta de Rogan y sin mediar palabra se la pasó al coronel, quien, tras haberla leído de arriba abajo, dijo en tono cortante al capitán: «Hágalo venir a mi despacho».
Para Rogan, todo aquello había sido un simple y entretenido ejercicio, de modo que le sorprendió ver que el coronel parecía preocupado. Lo primero que le dijo a Rogan fue:
—Joven, me ha dado usted el día.
—Lo siento —se disculpó Rogan. En el fondo, le traía sin cuidado. El capitán Alexander lo había puesto de mal humor.
—No tiene usted la culpa —gruñó el coronel—. Ninguno de nosotros pensaba que sería capaz de descifrar la última hoja. Es uno de nuestros mejores códigos, y ahora que usted lo conoce habrá que cambiarlo. Una vez hayamos examinado sus antecedentes y lo admitamos en el cuerpo, quizá podamos utilizar de nuevo ese código.
—¿Me está diciendo que todos los códigos son así de fáciles? —preguntó Rogan, incrédulo.
El coronel respondió con sequedad:
—Para usted lo son, eso está claro. Para el resto de los mortales, son realmente complejos. ¿Está usted dispuesto a incorporarse al cuerpo de inmediato?
—Ahora mismo —contestó Rogan.
El coronel frunció el entrecejo.
—Las cosas no funcionan así —repuso—. Tenemos que estudiar sus antecedentes. Hasta que no dispongamos del visto bueno, queda usted detenido; sabe ya demasiado para dejar que ande por ahí suelto. Pero no se preocupe, se trata de una simple formalidad.
Aquella «formalidad» resultó ser una prisión del Servicio de Inteligencia que dejaba Alcatraz como un campamento de verano. Pero a Rogan no se le ocurrió que esto pudiera ser algo típico de los servicios de inteligencia. Una semana después, prestó juramento como alférez y, al cabo de tres meses, estaba ya al mando de la sección encargada de descifrar todos los códigos europeos menos los de Rusia, que formaban parte de la sección asiática.
Rogan era feliz. Por primera vez en su vida, hacía algo emocionante y trascendental. Su memoria, su cerebro increíblemente privilegiado, ayudaba a su país a ganar la guerra. En Washington, pudo elegir chicas a placer. Y enseguida fue ascendido. La vida le sonreía, pero en 1943 volvió a sentirse culpable. Le parecía que utilizaba su intelecto para eludir la primera línea de fuego y se ofreció voluntario para la sección de espionaje en el frente. Oferta rechazada: Rogan era demasiado valioso para poner su vida en peligro.
Entonces se le ocurrió la idea de hacer de centralita andante para coordinar la invasión de Francia desde el interior. Preparó el plan con todo detalle; era un plan brillante y el Estado Mayor lo aprobó. Así fue como el flamante capitán Rogan fue lanzado en paracaídas sobre Francia.
Rogan estaba orgulloso de sí mismo y sabía que su padre también lo habría estado. Sin embargo, su madre lloró a lágrima viva porque el chico arriesgaba su cerebro, aquel fabuloso órgano que ella había alimentado y cuidado durante tanto tiempo. Rogan hizo caso omiso. Consideraba que, hasta la fecha, no había hecho nada extraordinario con su cerebro. Quizá, terminada la guerra, descubriría su verdadera vocación y podría demostrar su talento. Pero había aprendido lo suficiente para saber que la inteligencia en bruto necesita años de arduo trabajo para desarrollarse por completo. Ya tendría tiempo después de la guerra. El día de Año Nuevo de 1944, el capitán Michael Rogan aterrizó en paracaídas sobre la Francia ocupada como oficial en jefe de las comunicaciones aliadas con la Resistencia francesa. Instruido con agentes británicos del SOE (Ejecutivo de Operaciones Especiales), había aprendido a manejar un transmisor-receptor y llevaba, quirúrgicamente implantada en la palma de la mano izquierda, una minúscula cápsula suicida.
Su guarida era la casa de una familia francesa apellidada Charney, en la localidad de Vitry-sur-Seine, al sur de París. Rogan organizó allí su red de mensajeros e informadores, y transmitió por información codificada a Inglaterra. En alguna ocasión, recibía por radio peticiones de los detalles necesarios para la inminente invasión de Europa.
Aquélla demostró ser una vida tranquila y apacible. Los domingos por la tarde, cuando hacía buen tiempo, se iba de picnic con la hija de la familia, Christine Charney, una chica dulce y piernilarga de pelo castaño. Christine estudiaba música en la universidad. Empezaron a salir juntos y, al cabo de un tiempo, ella se quedó embarazada.
Tocado con una boina y provisto de su documentación falsa, Rogan se casó con Christine en el ayuntamiento y luego volvieron a casa de los Charney para llevar a cabo juntos las tareas de la Resistencia.
Cuando los aliados invadieron Normandía el 6 de junio de 1944, Rogan tuvo tal tránsito de comunicaciones en su radio que cometió un par de descuidos. Al cabo de dos semanas, la Gestapo se presentó en casa de los Charney y arrestó a todo el mundo. Esperaron el momento más oportuno. No sólo detuvieron a los Charney y a Michael Rogan, sino también a seis mensajeros de la Resistencia que esperaban envíos. En el plazo de un mes, todos ellos fueron interrogados, juzgados y ejecutados; con la excepción de Michael Rogan y su esposa, Christine. Al interrogar a los demás presos, los alemanes se habían enterado de la capacidad de Rogan para memorizar intrincados códigos, y querían darle un trato diferente. A su mujer la mantenían con vida —o eso le dijeron a Rogan entre sonrisas— como «cortesía especial». Ella estaba ya de cinco meses.
Seis semanas después de ser capturados, Michael Rogan y Christine Charney fueron llevados a Múnich en distintos coches de la Gestapo. En la bulliciosa plaza principal de dicha ciudad, se hallaba el Palacio de Justicia y, dentro de éste, uno de los juzgados donde dio comienzo para Michael Rogan el interrogatorio final y el más terrible de a cuantos lo sometieron. Duró días y días, hasta que perdió la cuenta. Sin embargo, en los años que siguieron, su memoria prodigiosa no le ahorró ni un solo detalle; al contrario: le repitió segundo a segundo toda aquella agonía, una y otra vez. Rogan sufrió cientos de pesadillas diferentes. Empezaban siempre con los siete hombres que conformaban el equipo de interrogadores, que lo esperaban en la sala de techo alto del Palacio de Justicia muniqués: lo esperaban con paciencia y buen humor, pues lo que se disponían a hacer les resultaba placentero.
Los siete llevaban brazaletes con la esvástica, pero había dos que vestían prendas de una tonalidad diferente. Por eso, y por la insignia en el cuello de la chaqueta, Rogan dedujo que uno de ellos pertenecía a las fuerzas armadas húngaras, y el otro, al ejército italiano. Ninguno de los dos tomó parte activa en la primera fase de los «interrogatorios»; hacían de observadores.
El jefe del equipo era un oficial alto, de porte aristocrático y ojos hundidos, que aseguró a Rogan que sólo buscaban los códigos almacenados en su cabeza y que luego los dejarían en libertad, a él y a su mujer embarazada. Ese primer día lo acribillaron a preguntas; pero Rogan no rompió su silencio y se negó a responder a una sola de ellas. La noche del segundo día oyó que Christine pedía auxilio en la sala contigua. Gritaba: «¡Michael!, ¡Michael!», una y otra vez. Estaba atormentada. Rogan miró al interrogador al mando a los ojos y susurró: «Basta. Déjenla en paz. Les diré todo lo que quieran saber».
Durante los cinco días siguientes, les proporcionó viejas combinaciones de códigos ya descartadas. De algún modo, supieron que los estaba engañando; tal vez al compararlas con mensajes interceptados. Al día siguiente, lo sentaron en la silla y formaron un círculo a su alrededor. No le hicieron preguntas; no lo tocaron. El del uniforme italiano se fue a la sala contigua y, poco después, Rogan oyó chillar de nuevo a su esposa. El dolor que transmitía su voz era inenarrable. Rogan empezó a decir que hablaría, que les diría todo cuanto quisieran saber, pero el jefe del equipo meneó la cabeza. Permanecieron sentados en silencio mientras los gritos atravesaban las paredes, hasta que finalmente Rogan se dejó resbalar hasta el suelo, llorando acongojado, al borde del desmayo. Entonces lo arrastraron por el suelo hasta la sala contigua, donde el interrogador del uniforme italiano se hallaba sentado junto a un fonógrafo. El disco negro de vinilo reproducía los gritos de Christine, que podían oírse por todo el Palacio de Justicia.
—No nos has engañado en ningún momento —dijo con desdén el interrogador en jefe—. Hemos sido más listos que tú. Que sepas que tu mujer murió torturada el primer día.
Rogan los miró detenidamente, de uno en uno. Si salía de ésa, algún día los mataría a todos.
No comprendió hasta más tarde que ésa era justamente la reacción que ellos buscaban. Le prometieron la vida si les proporcionaba los códigos correctos; y Rogan, deseoso de venganza, se los dio. Durante dos semanas proporcionó códigos y explicó cómo funcionaban. Lo devolvieron a su celda incomunicada, y allí pasó lo que le parecieron meses. Una vez por semana era escoltado hasta la sala de techo alto e interrogado por los siete hombres, algo que más tarde Rogan atribuyó a un procedimiento rutinario. Él no tenía manera de saber que en aquellos meses las fuerzas aliadas habían atravesado toda Francia y penetrado en Alemania, y que entonces se encontraban a las puertas de Múnich. Cuando lo llamaron para la última sesión, no sabía que los siete interrogadores se dispusieran a huir y ocultar su verdadera identidad, que fueran a mezclarse con la masa de alemanes para eludir el castigo por sus crímenes.
—Te vamos a dejar en libertad; mantendremos la promesa que te hicimos —le dijo el tipo de porte aristocrático y ojos hundidos. La voz parecía sincera. Era una voz de actor, quizá de orador.
Otro de los interrogadores señaló unas prendas de paisano que había sobre el respaldo de una silla:
—Quítate esos harapos y ponte esto.
Sin acabar de creérselo, Rogan se cambió de ropa delante de ellos. Incluso había un sombrero Fedora de ala ancha, que uno de los hombres le encajó en la cabeza. Todos sonreían de manera amistosa. El oficial aristocrático, con su voz sincera y bien timbrada, dijo:
—¿No te alegra saber que vas a ser libre? ¿Que vas a vivir?
Pero, de repente, Rogan supo que aquel hombre mentía. Algo no encajaba. Sólo seis de los hombres estaban allí con él, y los vio intercambiar sonrisas secretas, perversas. Entonces notó en la nuca el contacto frío y metálico de una pistola. Su sombrero se inclinó hacia delante cuando el cañón del arma empujó el ala del mismo por detrás, y Rogan sintió el terror de quien sabe que está a punto de ser ejecutado. Todo había sido una farsa e iban a matarlo como a un animal, como si de una broma se tratara. En ese momento, un tremendo rugido invadió su cerebro; parecía que se hubiera sumergido bajo el agua, y que su cuerpo fuera arrancado del espacio que ocupaba para explotar en un negro vacío sin fin…
Que Rogan sobreviviera fue un milagro. Le habían disparado en la nuca y luego habían arrojado su cuerpo sobre una pila de cadáveres, prisioneros ejecutados antes que él en el patio del Palacio de Justicia. Seis horas más tarde, la avanzadilla del Tercer Ejército Norteamericano entraba en Múnich y las unidades médicas hallaban el montón de cadáveres. Cuando llegaron a Rogan, les sorprendió comprobar que aún vivía. La bala había desviado su trayectoria al impactar en el hueso del cráneo y le había abierto una brecha sin llegar a penetrar en el cerebro; era un tipo de herida que solía causar la metralla, no armas de pequeño calibre.
Rogan fue intervenido en un hospital de campaña y enviado de vuelta a Estados Unidos. Pasó dos largos años sometido a tratamientos especiales en diversos hospitales militares. La herida le había dañado la vista: sólo veía bien en línea recta, le faltaba visión lateral. Con mucho esfuerzo, su vista mejoró lo bastante para poder sacarse el permiso de conducir y llevar una vida normal. Sin embargo, Rogan había aprendido a fiarse más del oído que de la vista, siempre que eso era posible. Al cabo de aquellos dos años, la placa de plata que sujetaba los huesos destrozados por la bala ya era como una parte más de su cuerpo… Salvo en momentos de tensión. Entonces parecía que toda la sangre del cerebro se le agolpara contra la placa.
Cuando los médicos le dieron el alta, le recomendaron que no bebiera alcohol, que limitara sus relaciones sexuales y que, a poder ser, no fumara. Le aseguraron que su capacidad intelectual no había mermado, pero que iba a necesitar más descanso que una persona normal. También le recetaron medicamentos para las migrañas. La presión craneal interna se incrementaría a consecuencia de la placa que le habían colocado y de los daños causados por la bala.
En otras palabras, su cerebro era tremendamente vulnerable a todo tipo de tensión física o emocional. Si se cuidaba, podría vivir hasta los cincuenta, incluso hasta los sesenta. Debía seguir las indicaciones a rajatabla, tomar la medicación —que incluía tranquilizantes— y presentarse una vez al mes en un hospital de veteranos para someterse a un chequeo y ajustar el tratamiento. Sin embargo, le aseguraron que su prodigiosa memoria no había quedado afectada en absoluto; lo cual, a la postre, resultó ser la ironía final.
Rogan pasó los diez años siguientes ciñéndose a esas instrucciones, tomando la medicación, yendo cada mes a hacerse un chequeo. Pero su perdición fue, precisamente, aquella mágica memoria suya. Por la noche, al acostarse, era como si le pasaran una película. Veía con todo detalle a los siete hombres en la sala alta del Palacio de Justicia de Múnich. Sentía cómo le empujaban el sombrero hacia delante, el frío tacto del arma en la nuca. Luego, el rugiente y negro vacío se lo tragaba entero. Y, cuando cerraba los ojos, oía los atroces gritos de Christine que venían de la sala contigua.
Fueron diez años de constante pesadilla. Tras recibir el alta, Rogan decidió establecerse en Nueva York. Su madre había muerto al enterarse de que él estaba desaparecido en combate, de modo que no tenía sentido volver a su ciudad natal. Por otra parte, le pareció que en Nueva York tal vez encontraría una utilidad a su capacidad mental.
Consiguió empleo en una de las grandes compañías de seguros. El trabajo consistía básicamente en analizar estadísticas; pero, para gran sorpresa suya, Rogan descubrió que aquello resultaba muy difícil. No conseguía concentrarse. Fue despedido por incompetente, una humillación que lo afectó tanto física como psicológicamente. Eso también hizo que aumentara su desconfianza hacia los demás. ¿Cómo se atrevían a ponerlo de patitas en la calle después de haberse jugado, literalmente, la vida para salvarles el pellejo durante la guerra?
Luego entró a trabajar como funcionario en la Administración de Veteranos, con sede en Nueva York. Le concedieron el grado GS-3, con un salario de sesenta dólares semanales por realizar la sencillísima tarea de archivar y clasificar. Había millones de expedientes sobre los nuevos veteranos que habían combatido en la Segunda Guerra Mundial, y a raíz de ello Rogan empezó a pensar en los ordenadores. Pero su cerebro aún tardaría dos años más en manejar cómodamente las complejas fórmulas matemáticas que requerían dichos sistemas informáticos.
Llevaba una vida muy aburrida en la gran ciudad. Con lo que ganaba a la semana, apenas tenía para cubrir gastos como el alquiler del pequeño apartamento amueblado cerca de Greenwich Village, la comida congelada y el whisky. Este último lo necesitaba para emborracharse y no soñar por las noches.
Después de una jornada laboral archivando monótonos documentos, volvía a su pobre apartamento y se calentaba cualquier bazofia congelada. Luego bebía media botella de whisky y se estiraba en la cama sin hacer, a veces con la ropa puesta, sumido en un sopor etílico. Aun así, seguía teniendo pesadillas. Pero la realidad había sido mucho peor.
En el Palacio de Justicia muniqués lo habían despojado de su dignidad. Le habían hecho lo que los chavales quisieron hacerle cuando tenía trece años, el equivalente rudo y adulto de quitarle los pantalones y colgarlos de una farola. Habían echado laxantes a su comida, lo cual, sumado al miedo y a eso que ellos llamaban «gachas de avena» por la mañana y guiso por la noche, le había revuelto los intestinos; expulsaba lo que comía al momento, sin haberlo digerido. Cuando cada día lo sacaban de la celda para interrogarlo ante la mesa larga, notaba que los fondillos del pantalón se le pegaban al trasero. Apestaba. Sin embargo, lo peor de todo era ver las crueles sonrisitas en sus interrogadores. Sentía la vergüenza de un niño pequeño. Y no sabía por qué, pero aquello hacía que se sintiera más próximo a los siete hombres que se deleitaban en torturarlo.
Ahora, pasados los años y a solas en su apartamento, revivía la vejación física a la que había sido sometido. Era tímido y apenas salía del apartamento, como tampoco aceptaba invitaciones a fiestas. Conoció a una chica que trabajaba de empleada en su mismo edificio y, con un tremendo esfuerzo de voluntad, se obligó a reaccionar al obvio interés de ella. Un día, mientras cenaban en el apartamento de Rogan, la chica dejó entrever que su intención era pasar allí la noche. Sin embargo, cuando se acostaron, Rogan descubrió que era impotente.
Unas semanas después de esto, lo llamaron de la oficina de personal. Su supervisor era un veterano de la Segunda Guerra Mundial que, por tener treinta empleados a su cargo, se creía superior a ellos. Tratando de ser amable con Rogan, le dijo:
—Puede que, ahora mismo, este trabajo le resulte demasiado complicado; tal vez debería realizar alguna tarea de tipo físico, como encargarse del ascensor, ¿me comprende usted?
El mero hecho de que hubiera dicho aquello con buena intención hizo que Rogan se lo tomara aún peor. Como veterano inválido, tenía derecho a impugnar su despido. El jefe de personal le aconsejó que no lo hiciera.
—Podemos demostrar que no está usted a la altura de este trabajo —le dijo a Rogan—. Tenemos las notas de sus oposiciones a la administración pública, y no puede decirse que sean buenas. Quizá si asiste usted a clases nocturnas pueda mejorar un poquito.
El asombro con que Rogan reaccionó fue tan grande que se echó a reír. Pensó que una parte de su expediente debía de haberse extraviado, o que aquellas personas creían que él había falseado datos al rellenar el formulario. Tenía que ser eso, se decía a sí mismo mientras los veía sonreír. Sí, creían que les había dado un curriculum falso. Rogan se echó a reír otra vez, salió del despacho y abandonó el edificio y aquel aburrido empleo que ni siquiera era capaz de llevar debidamente a cabo. Nunca más volvió allí y, al cabo de un mes, recibió por correo la carta de despido. Se vio obligado a vivir de la pensión de invalidez, que hasta entonces no había tocado para nada.
Tener más tiempo libre se tradujo en más alcohol. Alquiló una habitación cerca del Bowery y se convirtió en otro de los marginados que pasaban el día bebiendo vino barato hasta perder el sentido. Dos meses después, regresaba a la Administración de Veteranos en calidad de paciente, y no precisamente por la herida en la cabeza. Padecía malnutrición, y estaba tan débil que un simple catarro podía acabar con su vida.
Durante su estancia en el hospital, se topó con un amigo de la infancia, Philip Houke, que estaba ingresado allí por una úlcera. Y fue Houke, entonces abogado de profesión, quien consiguió a Rogan su primer empleo relacionado con los ordenadores, y quien le devolvió cierto nivel de humanidad al recordarle el talento que tenía.
Pero el camino de vuelta fue largo y duro. Rogan estuvo seis meses en el hospital, los primeros tres para desintoxicarse del alcohol. Durante los tres siguientes, fue sometido a diversas pruebas relacionadas con su cráneo, además de a otras especiales de fatiga mental. Todo ello se tradujo en un diagnóstico por fin completo y correcto: el cerebro de Michael Rogan conservaba su casi sobrehumana memoria y parte de su inteligencia creativa, pero no podía resistir un uso prolongado e ininterrumpido ni soportar mucha tensión sin rendirse a la fatiga. Rogan jamás podría pasar horas y horas concentrado en un trabajo creativo de investigación. Ahora mismo cualquier tarea que requiriese una dedicación prolongada quedaba descartada.
Aquella noticia no afectó a Michael Rogan: al fin sabía realmente a qué atenerse. Además, se sentía aliviado por dejar de ser el responsable de un «tesoro de la humanidad»: su sentimiento de culpa había desaparecido. Cuando Philip Houke le consiguió un puesto de trabajo en una de las empresas informáticas de reciente creación, Rogan descubrió que, sin él saberlo, su mente había estado trabajando en problemas de ingeniería informática desde su etapa en la Administración de Veteranos. Así, en menos de un año, resolvió muchos problemas técnicos gracias a sus conocimientos de matemáticas. Houke propuso que Rogan fuera admitido como socio de la empresa y se convirtió en su asesor financiero. En los años siguientes, la empresa informática de Rogan pasó a ser una de las diez más importantes del sector en Estados Unidos. Luego entró en Bolsa, y sus acciones triplicaron su valor en menos de un año. Rogan empezaba a ser conocido como «el genio de la informática», de ahí que el departamento de Defensa —una vez consolidado como tal tras aglutinar diversos departamentos independientes— recurriese a él para que los asesorara. A los diez años de terminada la guerra, Rogan era millonario y triunfaba en la vida, pese a no poder trabajar más de una hora diaria.
Además de ocuparse de todos los asuntos profesionales de Rogan, Philip Houke se convirtió en su mejor amigo. La esposa de Houke intentó despertar su interés por las mujeres presentándole a amigas solteras, pero ninguna de las aventuras prosperó. Rogan seguía siendo víctima de su memoria. En las noches de pesadilla, seguía oyendo los gritos de Christine en el Palacio de Justicia de Múnich; volvía a sentir aquella cosa húmeda y pegajosa en las nalgas mientras los siete interrogadores lo miraban con desdeñosas sonrisitas. «Es imposible —pensaba Rogan—, nunca podré empezar una nueva vida con otra mujer».
Durante aquellos años se mantuvo al corriente de todos los procesos contra criminales de guerra en Alemania. Se suscribió a un servicio de resúmenes de prensa y, cuando empezó a cobrar derechos por sus patentes, contrató a una agencia berlinesa de detectives privados para que le enviara fotografías de todos los criminales de guerra encausados, independientemente de su rango militar. Parecía una tarea imposible, dar con siete hombres cuya identidad desconocía y que seguramente estarían haciendo todo lo posible por pasar inadvertidos.
La primera sorpresa la tuvo cuando la agencia de detectives le mandó una fotografía de un funcionario austríaco de aspecto muy digno, con este pie: «Albert Moltke absuelto. Conserva el escaño pese a su pasado nazi». La cara era la de uno de los siete que andaba buscando.
Rogan jamás se había perdonado su descuido al transmitir mensajes radiados el Día D, descuido que tuvo como consecuencia la destrucción de su célula de Resistencia. Pero había aprendido la lección y actuó con la máxima cautela. Previo aumento de la cuota que pagaba a la agencia, dio instrucciones de que se vigilara de cerca a Albert Moltke durante todo un año. Al cabo del mismo, Rogan disponía de tres fotos más, con nombres y direcciones, tres informes de los asesinos de su mujer y sus propios torturadores en el Palacio de Justicia de Múnich. Uno de ellos era Karl Pfann, afincado en Hamburgo y dedicado al negocio de importación-exportación. Los otros dos eran hermanos —Eric y Hans Freisling—, propietarios de un taller mecánico y gasolinera en Berlín occidental. Rogan decidió que había llegado el momento.
Procedió a hacer los preparativos con el máximo esmero. Hizo que su empresa lo nombrara delegado de ventas para Europa, con cartas de presentación dirigidas a otras empresas informáticas de Alemania y Austria. No temía ser reconocido. La terrible herida y los años de sufrimiento habían cambiado notablemente su aspecto físico; además, estaba muerto. Para sus interrogadores, el capitán Michael Rogan había muerto de un tiro en la nuca.
Rogan tomó un vuelo con destino a Viena y estableció allí su cuartel general. Se hospedó en el Sacher Hotel, cenó opíparamente —una ración de la famosa Sachertorte de postre— y se sentó a tomar un brandy en el célebre Red Bar del establecimiento. Más tarde, salió a dar un paseo por las calles y escuchó la música de cítara que salía de los cafés. Anduvo mucho rato, hasta sentirse lo bastante relajado para volver a su cuarto y acostarse.
En las dos semanas siguientes, por medio de austríacos a los que conoció en dos empresas informáticas, Rogan logró que lo invitaran a fiestas importantes. Y, finalmente, en un baile municipal al que los burócratas del ayuntamiento debían asistir, se topó con Albert Moltke. El hombre había cambiado mucho. La buena vida y la buena comida habían endulzado sus facciones. El pelo era de un gris casi blanco. Toda su actitud corporal denotaba la cortesía superficial del político. Y del brazo llevaba a su esposa, una mujer esbelta y alegre, a todas luces mucho más joven que él y también a todas luces muy enamorada. Cuando advirtió que Rogan lo miraba, Moltke hizo una venia, como diciendo: «Muchas gracias por votarme. Sí, me acuerdo muy bien de usted. Venga a verme a mi oficina cuando quiera». Un gesto típico de político experto. No era de extrañar que hubiese escurrido el bulto en el juicio por crímenes de guerra, pensó Rogan. Y se regodeó pensando que, al salir absuelto y publicar su foto los periódicos, Albert Moltke hubiera firmado sin saberlo su sentencia de muerte.
Moltke había saludado gestualmente al desconocido, pese a que los pies lo estaban matando y lo que más deseaba en ese momento era estar de vuelta en casa, tomándose un café y comiendo Sachertorte junto a la chimenea. Esas fiestas eran una lata; pero, después de todo, el Partei tenía que sacar fondos de alguna parte. Y él estaba en deuda con sus colegas, por su leal apoyo en aquellos tiempos difíciles. Moltke notó que su esposa Ursula le apretaba el brazo e inclinó de nuevo la cabeza, presintiendo que el desconocido debía de ser alguien importante, alguien a quien era preciso recordar.
Sí, el Partei y su querida Ursula lo habían respaldado cuando le habían sido imputados crímenes de guerra. Y, una vez absuelto, el proceso mismo resultó ser su mayor golpe de suerte. Había ganado unas elecciones municipales y su futuro político, por modesto que fuera, estaba asegurado. Llevaría una vida placentera. Pero luego, como le solía ocurrir, cavilaba: ¿y si el Partei o Ursula descubrieran que los cargos de los que se le acusaba eran ciertos? ¿Seguiría amándolo su mujer? ¿Lo abandonaría si llegase a averiguar la verdad? No, Ursula jamás le creería capaz de semejantes crímenes, por más pruebas que hubiese en su contra. Ni él mismo podía creerlo. Por aquel entonces, era otro hombre: más duro, más frío, más fuerte. Y sin embargo… ¿cómo podía ser? A veces, cuando acostaba a sus dos hijos pequeños, sus manos dudaban en el acto de tocarlos. Aquellas manos suyas no podían tocar tanta inocencia. Pero el jurado había sido unánime. Lo había absuelto tras sopesar todas las pruebas, y no podían juzgarlo otra vez por el mismo delito. Según la ley, Albert Moltke era inocente, por siempre jamás. Y sin embargo… y sin embargo…
El desconocido se le acercaba. Era un hombre alto, muy fornido, con una cabeza de extraña forma. Apuesto, como lo eran los alemanes morenos. Pero Moltke reparó entonces en su traje bien confeccionado. No, sin duda aquel hombre era americano. Moltke había conocido a muchos desde que terminara la guerra, por asuntos de negocios. Sonrió a modo de bienvenida y volvió la cabeza para presentarle a su esposa, pero ésta se había alejado unos pasos y estaba hablando con otra persona. Segundos después, el americano se le presentaba. Su apellido sonaba algo así como Rogar, lo cual le resultó vagamente familiar.
—Enhorabuena por su ascenso al Recordat. Y enhorabuena por la absolución de hace ya unos años —dijo Rogan.
Moltke le dedicó una sonrisa cortés, seguida de un discurso de circunstancias:
—Un jurado patriótico cumplió con su deber y, afortunadamente para mí, decidió a favor de un inocente compatriota alemán.
Charlaron un rato. El americano insinuó que le vendría bien cierta ayuda legal para poder montar su negocio de informática. Eso interesó a Moltke, quien adivinó que lo que el americano quería era ahorrarse unos cuantos impuestos municipales. Dado que, por su experiencia pasada, esto podía reportarle pingües beneficios, Moltke agarró al americano del brazo y le dijo:
—¿Por qué no salimos a tomar el aire y caminar un poco?
El americano sonrió, asintiendo con la cabeza. La mujer de Moltke no los vio salir.
Mientras caminaban por las calles de la ciudad, el norteamericano preguntó:
—¿A usted no le suena mi cara?
Moltke hizo una mueca:
—Pues ahora que lo dice, mi querido amigo, me resulta familiar; pero piense que me presentan a multitud de personas. —Estaba un poco impaciente; quería que el americano fuese al grano.
Con una ligera sensación de inquietud, Moltke se percató de que entraban en un callejón desierto. Entonces el americano se le acercó al oído y susurró algo que casi hizo que se le parara el corazón.
—¿Se acuerda del Rosenmontag de 1945, en Múnich? ¿El Palacio de Justicia?
Ahí fue cuando Moltke recordó la cara; no se sorprendió cuando el americano dijo:
—Me llamo Rogan.
En el miedo que atenazaba a Moltke había también una abrumadora vergüenza, como si por primera vez se creyera realmente culpable.
Rogan vio que Moltke lo había reconocido. Condujo al asustado hombrecito al interior del callejón, consciente de que temblaba de pies a cabeza.
—No le haré daño —dijo Rogan—. Sólo quiero información sobre sus otros camaradas. Sé de Karl Pfann y de los hermanos Freisling. ¿Cómo se llamaban los otros tres y dónde puedo encontrarlos?
Moltke estaba aterrorizado. Echó a correr torpemente por el callejón; pero Rogan lo alcanzó sin dificultad, corriendo a su lado como si estuvieran entrenando. Acercándose al costado izquierdo del austríaco, Rogan desenfundó la Walther que llevaba en la sobaquera y, sin dejar de correr, ajustó el silenciador al cañón. No sintió lástima; no había piedad. Tenía los pecados de Moltke grabados en el cerebro; su memoria los había reproducido miles de veces. Era Moltke quien sonreía cuando Christine gritaba de dolor en la sala contigua, y Moltke el que había murmurado: «Vamos, no te hagas el héroe a costa de ella. ¿Es que no quieres que nazca tu hijo?». Tan persuasivo, tan razonable… cuando sabía que Christine ya estaba muerta. Moltke era el menos importante del grupo, pero los recuerdos que guardaba de él debían morir. Rogan le descerrajó dos disparos en las costillas; Moltke cayó de bruces y patinó por el suelo. Rogan continuó corriendo, salió del callejón y volvió al hotel. Al día siguiente, tomó un vuelo con destino a Hamburgo.
En Hamburgo, no le había resultado nada difícil localizar a Karl Pfann. Éste había sido el más despiadado de los siete interrogadores, pero su brutalidad tan literalmente animal había hecho que Rogan lo despreciara menos que a los otros. Pfann actuaba conforme a su manera de ser; era un hombre simple, estúpido y cruel. Rogan lo mató con menos odio del que había sentido al matar a Moltke. Todo había ido según lo planeado, pero Rogan no había contado con conocer a Rosalie, la chica alemana de la fragancia de rosas y su inocente y neutra amoralidad.
Acostado ahora junto a ella en la habitación del hotel, Rogan la acarició. Le había contado toda la historia, convencido de que Rosalie no lo delataría… o quizá con la esperanza de que lo hiciera y así poner fin a su carrera de asesino.
—¿Todavía te gusto? —preguntó.
Rosalie asintió, tomando una mano suya y llevándosela a un pecho.
—Deja que te ayude —dijo—. Esos hombres no me importan. Me da igual que mueran o no. Pero tú si me importas, bueno, un poquito. Llévame a Berlín y haré todo lo que me digas.
Rogan sabía que ella le era del todo sincera. La miró a los ojos, y la inocencia infantil que vio en ellos lo inquietó, igual que su inexpresividad emocional; era como si hacer el amor y matar a alguien estuviesen, para ella, a la misma altura ética.
Rogan decidió llevarla consigo. Le gustaba su compañía, y Rosalie podía ayudarle mucho. Además, parecía cierto que a ella no le importaba nada ni nadie más. Y Rogan no pensaba implicarla directamente en las ejecuciones.
Al día siguiente, se la llevó de compras a la Esplanade y a las galerías del Baseler Hospitz. Le compró dos conjuntos nuevos que resaltaban su piel rosada, el azul de sus ojos. Luego regresaron al hotel, hicieron el equipaje y, después de cenar, tomaron el vuelo nocturno a Berlín.