Segunda parte[1]

Nombres de países: el pais

Racimo

Había llegado a una indiferencia casi completa respecto de Gilberte cuando dos años más tarde partí para Balbec con mi abuela[2]. Cuando sufría la fascinación de una cara nueva, cuando era con la ayuda de otra muchacha con la que esperaba conocer las catedrales góticas, los palacios y los jardines de Italia, me decía tristemente que nuestro amor, en cuanto amor a una criatura determinada, tal vez no sea una cosa muy real, porque si unas asociaciones de ensoñaciones agradables o dolorosas pueden ligarlo durante cierto tiempo a una mujer hasta hacernos suponer que ha sido necesariamente inspirado por ella, basta por contra que voluntariamente o sin saberlo nos liberemos de esas asociaciones para que ese amor, cual si por el contrario fuese espontáneo y viniera sólo de nosotros, renazca para darse a otra mujer. Sin embargo, en el momento de partir hacia Balbec y durante los primeros tiempos de mi estancia allí, mi indiferencia aún sólo era intermitente. A menudo (dado que nuestra vida es tan poco cronológica y tantos anacronismos se interfieren en la sucesión de los días), yo vivía en aquellos, más antiguos que la víspera o la antevíspera, en que amaba a Gilberte. Entonces no volver a verla me resultaba de pronto doloroso, como lo hubiese sido en aquella otra época. El yo que la había amado, sustituido ahora casi enteramente por otro, volvía a surgir y me era devuelto con mayor frecuencia por una cosa fútil que por una importante. Por ejemplo, y anticipándome a mi estancia en Normandía, en Balbec oí decir a un desconocido con quien me crucé en el dique: «La familia del director del ministerio de Correos[3]». Ahora bien (como entonces ignoraba la influencia que esa familia había de tener sobre mi vida), esa frase habría debido de parecerme trivial, pero me causó un dolor vivísimo, el dolor de un yo que, abolido en gran parte hacía mucho, seguía sintiendo por estar separado de Gilberte. Y es que nunca había vuelto a pensar en una conversación mantenida por Gilberte con su padre en mi presencia, a propósito de la familia del «director del ministerio de Correos». Porque los recuerdos de amor no son una excepción de las leyes generales de la memoria, regidas a su vez por las leyes más generales de la costumbre. Como ésta debilita todo, lo que mejor nos recuerda a una persona es precisamente lo que habíamos olvidado (porque era insignificante, y por eso habíamos dejado intacta toda su fuerza). De ahí que la parte mejor de nuestra memoria esté fuera de nosotros, en una ráfaga de lluvia, en el olor a cerrado de un cuarto o en el olor de una primera fogarada: dondequiera que volvamos a encontrar de nosotros mismos lo que nuestra inteligencia, al no utilizarlo, había despreciado, la reserva última del pasado, la mejor, esa que, cuando todas nuestras lágrimas parecen agotadas, sabe hacernos volver a llorar. ¿Fuera de nosotros? Para ser más precisos, dentro de nosotros, pero escondida a nuestras miradas mismas, en un olvido más o menos prolongado. Y es que sólo gracias a ese olvido podemos reencontrar de cuando en cuando el ser que fuimos, situarnos frente a las cosas como ese ser lo estaba, sufrir de nuevo, porque ya no somos nosotros, sino él, y él amaba lo que ahora nos resulta indiferente. A la plena luz de la memoria habitual, las imágenes del pasado palidecen poco a poco, se desvanecen, de ellas ya no queda nada, no volveremos a encontrarlas. Mejor dicho, no volveríamos a encontrarlas si algunas palabras (como «director en el ministerio de Correos») no hubieran sido cuidadosamente encerradas en el olvido, lo mismo que se deposita en la Bibliothéque Nationale el ejemplar de un libro que, de otro modo, correría el riesgo de resultar inencontrable.

Mas ese sufrimiento y ese rebrote de amor por Gilberte fueron tan poco duraderos como los que tenemos en sueños, aunque en esta ocasión, al contrario, porque en Balbec ya no estaba para prolongarlos el antiguo Hábito. Y si esos efectos del Hábito parecen contradictorios, es por la multiplicidad de las leyes a que obedece. En París me había vuelto cada vez más indiferente a Gilberte, gracias al Hábito. El cambio de hábito, es decir la momentánea cesación del Hábito, remató la obra del Hábito cuando partí para Balbec. Este debilita, pero estabiliza, aporta la disgregación pero la hace durar indefinidamente. Cada día, desde hacía años, calcaba mal que bien mi estado de ánimo por el de la víspera. En Balbec, una cama nueva junto a la que dejaban por la mañana un desayuno distinto del desayuno de París, ya no debía sustentar las ideas que habían nutrido mi amor por Gilberte: hay casos (cierto que bastante raros) en que, al inmovilizar el sedentarismo los días, el mejor modo de ganar tiempo es mudar de sitio. Mi viaje a Balbec fue como la primera salida de un convaleciente que no esperaba otra cosa para darse cuenta de que está curado.

Hoy ese viaje se haría indudablemente en automóvil, creyendo volverlo así más agradable. Se verá que, realizado de este modo, en cierto sentido sería más verdadero porque seguiría más de cerca, en una intimidad más estrecha, las diversas gradaciones por las que cambia la superficie de la tierra. Mas al fin y al cabo el placer específico del viaje no consiste en poder apearse en el camino y detenerse cuando uno está cansado, sino en hacer lo más profunda que podamos, y no tan insensible, la diferencia entre la partida y la llegada, en sentirla en su totalidad, intacta, tal como existía en nuestra mente cuando nuestra imaginación nos transportaba del lugar en que vivíamos al corazón de un lugar anhelado, en un salto que nos parecía milagroso no tanto por franquear una distancia como por unir dos individualidades distintas de la tierra, por llevarnos de un nombre a otro nombre, y por esquematizar (mejor que un paseo en el que, por la posibilidad de apearse donde uno quiere, no hay propiamente hablando llegada) la misteriosa operación que se consumaba en esos sitios especiales que son las estaciones, que, sin formar parte por así decir de la ciudad, contienen la esencia de su personalidad del mismo modo que llevan su nombre en un letrero indicador.

Mas nuestro tiempo tiene, en todo, la manía de querer mostrar las cosas sólo con lo que las rodea en la realidad, suprimiendo con ello lo esencial, el acto de la mente que las aisló de ella. Se «presenta» un cuadro en medio de muebles, de chucherías, de colgaduras de la misma época, insípido decorado en cuya composición destaca, en los palacetes actuales, la dueña de casa más ignorante la víspera, que ahora pasa el día en los archivos y las bibliotecas; y en el centro de ese decorado, la obra maestra que contemplamos durante la cena no nos proporciona el mismo goce embriagador que sólo debemos pedirle en una sala de museo, sala que simboliza mucho mejor, con su desnudez y con la ausencia de toda característica peculiar, los espacios interiores donde el artista se abstrajo para crear.

Por desgracia, esos lugares maravillosos que son las estaciones, desde donde partimos para un destino lejano, también son lugares trágicos en los que, si se cumple el milagro por el que los países que aún sólo existían en nuestro pensamientos van a convertirse en aquellos donde viviremos, por la misma razón debemos renunciar, al salir de la sala de espera, a vernos al poco rato en la alcoba familiar donde todavía estábamos hace un instante. Hay que abandonar toda esperanza de volver a dormir a nuestra casa, una vez decididos a penetrar en el antro apestoso por el que se accede al misterio, en uno de esos enormes talleres acristalados, como el de Saint-Lazare, adonde fui a tomar el tren para Balbec, y que desplegaba por encima de la ciudad despanzurrada uno de esos inmensos cielos crudos y grávidos de amontonadas amenazas de drama, semejantes a ciertos cielos, de modernidad casi parisiense, de Mantegna o del Veronés, y que sólo podía cobijar algún acto terrible y solemne como una partida en tren o la erección de la Cruz[4].

Mientras me había limitado a divisar desde el fondo de mi cama de París la iglesia persa de Balbec envuelta en jirones de tempestad, mi cuerpo no había hecho ninguna objeción a ese viaje. Sólo habían empezado cuando comprendió que también él sería de la partida y que la noche de la llegada me conducirían a «mi» habitación, para él desconocida. Su rebelión era tanto más profunda cuanto que la víspera misma de la partida supe que mi madre no nos acompañaría, porque mi padre, retenido en el ministerio hasta el momento de emprender viaje a España con M. de Norpois, había preferido alquilar una casa en los alrededores de París[5]. Además, la contemplación de Balbec no se me antojaba menos deseable por el hecho de tener que comprarla al precio de una dolencia que, por el contrario, para mí representaba y garantizaba la realidad de la impresión que yo iba a buscar, impresión imposible de sustituir por ningún espectáculo supuestamente equivalente, por ningún «panorama» que hubiese podido ir a ver sin que eso me impidiese volver a dormir en mi cama. No era la primera vez que advertía que quienes aman y quienes sienten placer no son los mismos. Estaba convencido de desear Balbec con tanta intensidad como el doctor que me cuidaba y que, sorprendido por mi aspecto desdichado, me dijo la mañana de la partida: «Puede estar seguro de que con sólo ocho días que pudiese sacar para tomar el fresco a la orilla del mar, no me haría de rogar. Podrá usted ir a las carreras, a las regatas, será exquisito». Pero yo ya había aprendido, y mucho antes de ir a escuchar a la Berma, que el objeto de mi amor, fuera cual fuese, siempre estaría situado al término de una persecución dolorosa, y que durante esa persecución, ante todo tendría que sacrificar mi placer a ese bien supremo, en vez de buscarlo en él.

Naturalmente, mi abuela miraba nuestro viaje de un modo algo distinto y, tan deseosa como siempre de dar a los regalos que me hacían un carácter artístico, había querido, para ofrecerme una «prueba» en parte antigua de aquel viaje, que hiciésemos, mitad en tren, mitad en coche, el trayecto que Mme. de Sévigné había seguido cuando fue de París a «L'Orient» pasando por Chaulnes y por «Le Pont-Audemer[6]». Mas se había visto obligada a renunciar a ese proyecto ante la prohibición de mi padre, quien sabía que, cuando la abuela organizaba un desplazamiento con vistas a sacarle todo el provecho intelectual que pudiese entrañar, fácilmente podían pronosticarse trenes perdidos, equipajes extraviados, dolores de garganta y contravenciones. Al menos ella se alegraba con la idea de que, en el momento de ir a la playa, nunca nos expondríamos a que nos lo impidiese la repentina llegada de lo que su querida Sévigné llama una «maldita del montón[7]», pues en Balbec no conoceríamos a nadie, dado que Legrandin se había guardado de ofrecernos una carta de presentación para su hermana. (Omisión que no había sido apreciada del mismo modo por mis tías Céline y Victoire[8], quienes, habiendo conocido de joven a la que hasta ese momento, para subrayar la intimidad de antaño, habían llamado simplemente «Renée de Cambremer», y que poseyendo todavía de la amiga algunos de esos regalos que amueblan una estancia y la conversación, pero que no se corresponden con la realidad actual, creían vengar nuestra afrenta guardándose de pronunciar nunca, en casa de Mme. Legrandin madre, el nombre de su hija, y limitándose, cuando salían, a congratularse con frases como: «No he hecho ninguna alusión a quien tú sabes, creo que se habrá comprendido»).

De modo que saldríamos de París simplemente en aquel tren de la una y veintidós[9] que yo me había entretenido demasiado tiempo en buscar en la guía de ferrocarriles, logrando siempre la emoción y casi la venturosa ilusión del viaje, para no imaginarme que ya lo conocía. Como en la fantasía la determinación de los rasgos de una dicha se ordenan más por la identidad de los deseos que nos inspira que por la precisión de los datos que sobre ella tenemos, creía conocer esa dicha en todos sus detalles, y no dudaba de que había de sentir en el vagón un placer especial cuando el día empezase a refrescar, que contemplaría tal efecto al acercarnos a determinada estación; de modo que aquel tren, evocando en mi ánimo las imágenes de las mismas ciudades que yo envolvía en la luz de esas horas de la tarde que atraviesa, me parecía diferente de todos los demás trenes; y, como suele ocurrir con una persona a la que nunca se ha visto pero cuya amistad nos gusta imaginar que hemos conquistado, había terminado por atribuir una fisonomía particular e inmutable a ese viajero artista y rubio que habría de llevarme por su camino, y del que me habría despedido al pie de la catedral de Saint-Ló[10], antes de que se hubiese alejado hacia poniente.

Como no podía resignarse a ir «tan tontamente» a Balbec, mi abuela se detendría veinticuatro horas en casa de una amiga suya, de la que yo volvería a partir esa misma noche para no molestar, y también para poder ver al día siguiente la iglesia de Balbec, que, por lo que nos habían dicho, estaba bastante lejos de Balbec-Plage, tanto que quizá yo no podría ir luego una vez empezado mi tratamiento de baños. Y acaso me resultaba menos penoso saber que el admirable objeto de mi viaje estaba antes de la primera y cruel noche en que habría de entrar en una nueva morada y aceptaría vivir en ella. Pero antes había sido preciso dejar la antigua; mi madre había procedido a instalarse ese mismo día en Saint-Cloud, y había adoptado, o fingido adoptar, todas las medidas necesarias para ir directamente allí después de habernos llevado a la estación, sin tener que pasar de nuevo por casa, adonde temía que yo quisiese volver con ella en lugar de partir para Balbec. Y con el pretexto, incluso, de tener mucho que hacer en la casa recién alquilada y de andar escasa de tiempo, en realidad para evitarme la crueldad de esa clase de despedidas, había decidido no quedarse con nosotros hasta la salida del tren, momento en el que, de súbito, disimulada hasta entonces en idas, venidas y preparativos que a nada definitivo comprometen, de pronto parece una separación imposible de soportar, cuando ya no es posible evitarla, concentrada por entero en un instante inmenso de lucidez impotente y suprema.

Por primera vez sentía la posibilidad de que mi madre viviese sin mí, de un modo que no fuese para mí, con otra vida. Iba a vivir por su lado con mi padre, cuya existencia quizá pensaba mamá que entristecían y complicaban algo mi mala salud y mi nerviosismo. Me afligía más aquella separación por decirme a mí mismo que probablemente señalaba para mi madre el final de las sucesivas decepciones sufridas por mi causa, de las que no me había dicho nada y tras las cuales había comprendido la dificultad de vacaciones en común; y quizá también el primer ensayo de una existencia a la que comenzaba a resignarse para el futuro, a medida que fuesen transcurriendo los años para mi padre y para ella, de una existencia en que la vería menos, en la que, cosa que ni siquiera en mis pesadillas se me había ocurrido, ella había de ser para mí un poco extraña, una señora a la que verían entrar sola en una casa donde yo no estaría, preguntando al portero si no habían llegado cartas mías.

A duras penas pude responder al empleado que quiso cogerme la maleta. Para consolarme, mi madre iba probando los medios que le parecían más eficaces. Consideraba inútil aparentar no ver mi tristeza, y se burlaba de ella con dulzura: «Vamos, ¿qué diría la iglesia de Balbec si supiese que te dispones a verla con esa cara tan triste? ¿Es esto el viajero entusiasmado de que habla Ruskin[11]? Además, sabré si has estado a la altura de las circunstancias, a pesar de la distancia seguiré estando junto a mi lobito. Mañana mismo tendrás una carta de tu mamá». —«Hija, dijo mi abuela, te veo como a Mme. de Sévigné, con un mapa ante los ojos y sin abandonarnos un instante[12]».

Luego mamá procuraba distraerme, me preguntaba qué iba a pedir para cenar, admiraba a Françoise, le daba la enhorabuena por un sombrero y un abrigo que no reconocía, aunque en el pasado le hubiesen causado espanto cuando los había visto nuevos en mi tía abuela[13], uno rematado por un inmenso pájaro, el otro recargado de dibujos horrendos y azabache. Pero como el abrigo estaba inservible, Françoise lo había hecho volver y ahora exhibía un revés de paño liso de un bonito color. En cuanto al pájaro, roto hacía mucho, había terminado en un rincón. Y, así como a veces nos emociona encontrar esos refinamientos que los artistas más conscientes se esfuerzan por encontrar, en una canción popular, en la fachada de alguna casa de campo que despliega encima de la puerta una rosa blanca o de color azufrado justo donde debe estar —así también el lazo de terciopelo y la coca de cinta, que nos hubiesen encantado en un retrato de Chardin[14] o de Whistler[15], Françoise los había colocado con un gusto infalible e ingenuo sobre el sombrero, volviéndolo encantador.

Remontándonos a tiempo atrás, la modestia y honestidad que a menudo conferían nobleza al rostro de nuestra vieja criada habían ganado aquellas prendas que, como mujer reservada pero inmune a la bajeza, y que sabe «mantener su rango y estar en su sitio», se había puesto para el viaje a fin de estar dignamente a nuestro lado sin dar la impresión de tratar de exhibirse, Françoise, con aquel paño color cereza pero pasado de su abrigo, y el pelo nada áspero de su cuello de piel, traía a la memoria alguna de esas imágenes de Ana de Bretaña pintadas en algún libro de Horas[16] por un viejo maestro, donde todo está tan cabalmente en su sitio, donde el sentimiento del conjunto se ha difundido de manera tan uniforme por todas las partes que la rica y desusada singularidad del vestido expresa la misma gravedad piadosa que los ojos, los labios y las manos.

A propósito de Françoise no habría podido hablarse de pensamiento. No sabía nada, en ese sentido total en que no saber nada equivale a no comprender nada, salvo las raras verdades que el corazón es capaz de alcanzar directamente. Para ella no existía el mundo inmenso de las ideas. Pero ante la claridad de su mirada, ante las delicadas líneas de aquella nariz, de aquellos labios, ante todos aquellos testimonios, ausentes en tantas personas cultas en quienes hubiesen denotado la distinción suprema, el noble desinterés de un espíritu selecto, uno quedaba desconcertado como ante la mirada inteligente y buena de un perro a quien como sabemos, sin embargo, le son ajenas todas las concepciones humanas, y podíamos preguntarnos si no hay entre esos otros humildes hermanos, los campesinos, seres que son como los hombres superiores del mundo de los simples de espíritu, o mejor seres que, condenados por un injusto destino a vivir entre los simples de espíritu, privados de luz, pero emparentados sin embargo más natural, más esencialmente a las naturalezas selectas de lo que lo está la mayoría de la gente instruida, son como miembros dispersos, extraviados, privados de razón, de la familia santa, los padres, que se han quedado en la infancia, de las más altas inteligencias, y a los que —como se nota en la luz imposible de ignorar de sus ojos, donde sin embargo no se aplica a nada— para tener talento sólo les ha faltado el saber.

Viendo mi madre que me costaba trabajo contener las lágrimas, me decía: Régulo solía en las grandes ocasiones[17]… Además, eso no es amable para tu mamá. Citemos a Mme. de Sévigné, como la abuela: «Voy a verme obligada a emplear todo el valor que tú no tienes[18]”». Y recordando que el afecto por los demás aparta de los dolores egoístas, trataba de complacerme declarándose segura de que su trayecto de Saint-Cloud iría bien, que estaba contenta con el coche de punto que había alquilado, que el cochero era educado y el vehículo confortable. Yo me esforzaba por sonreír oyendo estos detalles e inclinaba la cabeza en señal de aquiescencia y satisfacción. Mas sólo me ayudaban a imaginarme con mayor realismo la marcha de mamá, y con el corazón encogido, como si ya se hubiese separado de mí, la miraba, bajo aquel sombrero de paja redondo que se había comprado para el campo, con un vestido ligero que se había puesto en previsión de aquel largo viaje en pleno calor, y que la volvían otra, una persona que pertenecía ya a la villa de «Montretout[19]» donde yo no habría de verla.

Para evitar las crisis de ahogo que el viaje había de causarme, el médico me había aconsejado tomar, en el momento de salir, una generosa cantidad de cerveza o de coñac, a fin de alcanzar ese estado que él denominaba «euforia», en el que el sistema nervioso es momentáneamente menos vulnerable. Aún no había decidido si lo haría, pero al menos deseaba que, en caso de decidirme, mi abuela reconociese legitimidad y sensatez en mi conducta. Por eso hablaba de ello como si sólo dudase del lugar donde había de beber el alcohol, en la fonda de la estación o en el vagón-bar. Pero muy pronto, viendo la expresión de censura que asumió el rostro de mi abuela y su intención de no tomar en consideración una idea de este tipo: «¡Cómo! —exclamé, decidiéndome de pronto a ese acto de ir a beber, que se volvía necesario para probar mi libertad dado que su solo anuncio verbal no había podido pasar sin protesta—. ¡Cómo! Sabes lo enfermo que estoy, sabes lo que el médico me ha dicho, ¿y ése es el consejo que me das?».

Cuando le hube explicado mi malestar a la abuela, tuvo tal gesto de desesperación y de bondad al responder: «Pues entonces, si ha de hacerte bien, vete corriendo a buscar una cerveza o un licor» que me abalancé sobre ella y la cubrí a besos. Y si, a pesar de todo, fui a beber una generosa cantidad de alcohol en el bar del tren, fue por darme cuenta de que, de no hacerlo, tendría un ataque demasiado violento y que eso sí que la apenaría mucho más. Cuando, en la primera estación, volví a subir a nuestro vagón, le dije a la abuela lo feliz que me hacía ir a Balbec, que estaba seguro de que todo se arreglaría, que en el fondo no tardaría en acostumbrarme a estar lejos de mamá, que aquel tren era agradable, y el encargado del bar y los empleados tan simpáticos que me habría gustado hacer aquel trayecto a menudo para tener la posibilidad de volver a verlos. Mi abuela, sin embargo, no parecía compartir mi alegría por todas estas buenas noticias. Evitando mirarme, respondió: «Lo mejor sería que intentases dormir un poco», y volvió la vista hacia la ventanilla, cuya cortina habíamos bajado, que no cubría todo el marco del cristal, de modo que el sol podía deslizar sobre el roble barnizado de la portezuela y el paño del asiento (como un anuncio de la vida en contacto con la naturaleza mucho más persuasivo que aquellos otros colocados demasiado altos en el vagón, por cuenta de la Compañía, y que representaban paisajes cuyos nombres no podía yo leer) la misma claridad tibia y soñolienta que dormía la siesta en los calveros.

Pero cuando la abuela creía que yo tenía los ojos cerrados, la veía por momentos bajo su velo de grandes lunares echar una mirada sobre mí, luego apartarla y volver a empezar, como quien, para ir acostumbrándose, se esfuerza en realizar un ejercicio que le resulta penoso.

Entonces me puse a hablarle, pero no parecía que le resultase grato. Y, sin embargo, a mí, mi propia voz me daba placer, y también los movimientos más insensibles, más íntimos de mi cuerpo. Por eso procuraba hacerlos durar, dejaba a cada una de mis inflexiones de voz demorarse largo rato en las palabras, sentía que cada una de mis miradas estaba a gusto donde se había posado y se quedaba allí más de lo habitual. «Vamos, descansa, me dijo la abuela. Si no puedes dormir, lee algo». Y me pasó un volumen de Mme. de Sévigné que yo abrí, mientras ella misma se absorbía en las Mémoires de Madame de Beausergent[20]. Nunca viajaba sin un libro de la una o de la otra. Eran sus dos autores preferidos. Como en ese momento no quería mover la cabeza y sentía un gran placer conservando la misma posición una vez que la había tomado, permanecí con el volumen de Mme. de Sévigné sin abrirlo y no bajé hacia él los ojos que sólo tenían delante el estor azul de la ventanilla. Pero contemplar aquel estor me parecía admirable y no me hubiese molestado en contestar a quien hubiese querido apartarme de su contemplación. Me parecía que el color azul del estor, acaso no por su belleza sino por su intensa vivacidad, borraba a tal punto todos los colores que había tenido ante mi vista desde el día de mi nacimiento hasta el instante en que había terminado de pasar la bebida y ésta había empezado a surtir su efecto, que al lado de aquel azul del estor se me antojaban tan apagados, tan nulos como puede serlo retrospectivamente la oscuridad en que han vivido para los ciegos de nacimiento que, operados en edad adulta, ven por fin los colores. Vino un viejo revisor a pedirnos los billetes. Los reflejos argentados de los botones de metal de su uniforme no dejaron de encantarme. Quise pedirle que tomase asiento a nuestro lado. Pero pasó a otro vagón, y yo me puse a pensar con nostalgia en la vida de los ferroviarios que, por pasar todo su tiempo en el tren, no debían de privarse un solo día de ver a ese viejo revisor. El placer que sentía al contemplar el estor azul y al notar que tenía la boca entreabierta empezó finalmente a disminuir. Me volví más móvil; me agité un poco; abrí el volumen que la abuela me había tendido y logré concentrar mi atención en algunas páginas que elegí al azar. A medida que leía, sentía crecer mi admiración por Mme. de Sévigné.

No hay que dejarse engañar por algunas particularidades puramente formales que atañen a la época, a la vida de salón, y que inducen a ciertas personas a creer que ya han cumplido con su Sévigné cuando han dicho: «Mandadme, criada mía», o «Ese conde me pareció muy ingenioso», o «Darle la vuelta al heno es lo más bonito del mundo[21]». Mme. de Simiane[22] ya cree parecerse a su abuela cuando escribe: «M. de la Boulie está de maravilla, señor, y se encuentra en buena disposición para oír noticias de su propia muerte», o «¡Oh, mi querido marqués, cuánto me gusta vuestra carta! ¿No hay manera de no contestarla?», o incluso: «Me parece, señor, que me debéis una respuesta, y yo unas tabaqueras de bergamota. Me descargo de ocho, ya irán otras…; nunca dio tanta cantidad la tierra. Se diría que es para complaceros[23]». Y en el mismo tono escribe la carta sobre la sangría, sobre los limones, etc., figurándose que son cartas de Mme. de Sévigné. Pero mi abuela, que había llegado a ésta por dentro, a través del amor a los suyos, a la naturaleza, me había enseñado a amar las bellezas verdaderas, que son completamente distintas. No iban a tardar mucho en sorprenderme, sobre todo porque Mme. de Sévigné es una gran artista de la misma familia que un pintor a quien yo había de encontrar en Balbec y que ejerció una influencia muy profunda en mi visión de las cosas, Elstir[24]. En Balbec me di cuenta de que una y otro nos presentan las cosas siguiendo el orden de nuestras percepciones, en lugar de empezar a explicarlas por su causa. Pero ya aquella tarde, en aquel vagón, releyendo la carta en que aparece el claro de luna: «No pude resistir la tentación, me pongo todas mis tocas y casacas que no eran necesarias, voy a esa explanada donde el aire es tan bueno como el de mi alcoba; encuentro mil pamplinas, frailes blancos y negros, varias monjas grises y blancas, ropa tirada aquí y allá, hombres sepultados de pie contra los árboles, etc.», quedé fascinado con lo que un poco más tarde hubiese llamado (¿no pinta ella los paisajes del mismo modo que él los caracteres?), el lado dostoyevskiano de las Lettres de Madame de Sévigné.

Cuando por la noche, después de haber llevado a la abuela a casa de su amiga y haberme quedado unas horas con ellas, volví a tomar solo el tren, por lo menos no se me hizo penosa la noche que siguió; y es que no tenía que pasarla en la cárcel de un cuarto cuyo adormecimiento mismo me mantendría desvelado; estaba rodeado por la sedante actividad de todos aquellos movimientos del tren que me hacían compañía, me brindaban conversación si no tenía sueño, me acunaban con sus rumores que yo emparejaba como el sonido de las campanas de Combray, unas veces a un ritmo, otras a otro (oyendo, según mi fantasía, primero cuatro dobles corcheas iguales, luego una doble corchea precipitándose furiosa contra una negra); neutralizaban la fuerza centrífuga de mi insomnio sometiéndola a presiones contrarias que me mantenían en equilibrio, y sobre las que mi inmovilidad y pronto mi sueño se sintieron llevados con la misma sensación refrescante que habría podido darme un descanso debido a la vigilancia de fuerzas poderosas en el seno de la naturaleza y de la vida, si por un instante hubiese podido encarnarme en algún pez que duerme en el mar, paseado en su sopor por las corrientes y las olas, o en alguna águila tendida sobre el solo apoyo de la tormenta.

En los largos viajes en tren, la salida del sol es un acompañamiento, como los huevos duros, los periódicos ilustrados, los juegos de cartas, los ríos donde unas barcas hacen esfuerzos inútiles por avanzar. En el momento en que pasaba revista a las ideas que habían ocupado mi ánimo los minutos precedentes, para darme cuenta de si acababa de dormirme o no (y en el que la incertidumbre misma que me inspiraba la pregunta ya estaba dándome una respuesta afirmativa), en el marco de la ventanilla, por encima de un bosquecillo negyo, vi unas nubes recortadas cuyo suave plumón era de un rosa fijo, muerto, que nunca ha de cambiar, como el que colorea las plumas del ala que lo ha asimilado o el pastel donde lo ha depositado la fantasía del pintor. Mas yo notaba que, por el contrario, aquel color no era ni inercia ni capricho, sino necesidad y vida. No tardaron en acumularse detrás de ella unas reservas de luz. Se avivó el rosa, el cielo fue poniéndose de un encarnado que, pegando mis ojos al cristal, me esforzaba por ver mejor porque lo sentía relacionado con la existencia profunda de la naturaleza, pero la vía cambió de dirección, el tren giró, la escena matutina fue sustituida en el marco de la ventana por una aldea nocturna de tejados azulados por el claro de luna, con un lavadero encostrado por el nácar opalino de la noche, bajo un cielo todavía tachonado de todas sus estrellas, y estaba yo desesperándome por haber perdido mi franja de cielo rosa cuando de nuevo la divisé, pero ahora roja, en la ventanilla de enfrente, que luego abandonó en un segundo recodo de la vía; así que pasé el tiempo corriendo de una ventanilla a otra para recomponer, para reentelar los fragmentos intermitentes y enfrentados de mi hermosa mañana escarlata y versátil y tener de ella una visión total y un cuadro continuo.

El paisaje se volvió accidentado, abrupto, el tren se detuvo en una pequeña estación entre dos montañas. En el fondo de la garganta, a orillas del torrente, sólo se veía una casa de guarda hundida en el agua que corría al ras de las ventanas. Si una criatura puede ser producto de un suelo cuyo particular encanto pueda saborearse en él, esa criatura, más aún que la campesina cuya aparición tanto había deseado cuando vagabundeaba solo por la parte de Méséglise, en los bosques de Roussainville, debía de ser la muchacha de alta estatura que vi salir de aquella casa y, por el sendero que iluminaba el oblicuo sol naciente, encaminarse hacia la estación con una jarra de leche. En el valle al que aquellas alturas ocultaban del resto del mundo, no debía la muchacha ver a nadie salvo en aquellos trenes que sólo paraban un instante. A lo largo de los vagones fue ofreciendo café con leche a unos pocos viajeros despiertos. Empurpurado por los reflejos de la mañana, su rostro era más rosa que el cielo. Al verla sentí ese deseo de vivir que renace en nosotros cada vez que de nuevo tomamos conciencia de la belleza y de la felicidad. Siempre olvidamos que tanto una como otra son individuales y, sustituyéndolas mentalmente por un tipo convencional que formamos haciendo una especie de media entre los distintos rostros que nos han gustado, entre los placeres que hemos conocido, terminamos contentándonos con unas imágenes abstractas que son lánguidas e insípidas porque les falta precisamente ese carácter de cosa nueva, diferente de lo que hemos conocido, ese carácter propio de la belleza y de la felicidad. Y juzgamos la vida con un criterio pesimista, que suponemos justo por estar convencidos de haber tenido en cuenta la felicidad y la belleza, cuando en realidad las hemos omitido y sustituido por unas síntesis en las que no hay un solo átomo de ellas. Por eso de antemano bosteza de aburrimiento un literato a quien hablan de un «hermoso libro» nuevo, porque imagina una especie de concentrado de todos los libros hermosos que ha leído, mientras que un libro hermoso es peculiar, imprevisible, y no consiste en la suma de todas las obras maestras precedentes sino en algo que la perfecta asimilación de esa suma no basta en modo alguno para hacer que sea captada, porque precisamente está fuera de ella. Nada más tener conocimiento de esa nueva obra, el literato, hastiado hace un instante, se siente interesado por la realidad descrita en ella. De igual modo, ajena a los modelos de belleza dibujados por mi imaginación cuando me encontraba solo, la hermosa joven provocó de inmediato en mí el gusto por una felicidad determinada (única forma, siempre peculiar, bajo la que podemos conocer, el gusto por la felicidad), una felicidad que se cumpliría viviendo a su lado. Pero también aquí intervenía en buena medida la cesación momentánea del Hábito. Hacía beneficiarse a la vendedora de leche de lo que era mi ser al completo, apto para saborear vivos goces, que estaba frente a ella. De ordinario vivimos con nuestro ser reducido al mínimo; la mayoría de nuestras facultades permanecen adormecidas, porque descansan sobre el hábito, que ya sabe lo que hay que hacer y no las necesita. Pero, en aquella mañana de viaje, la interrupción de la rutina de mi existencia, el cambio de lugar y de hora habían vuelto indispensable su presencia. Sedentario y nada matutino, mi hábito no estaba presente, y todas mis facultades habían acudido a sustituirlo, rivalizando entre sí en ardor —alzándose todas, como olas, a un mismo nivel inusitado—, de la más humilde a la más noble, de la respiración, el apetito y la circulación sanguínea a la sensibilidad y la imaginación. No sé si, haciéndome creer que aquella muchacha era distinta de las demás mujeres, la fascinación salvaje de aquellos lugares aumentaba la suya, pero lo cierto es que la transmitía. La vida me habría parecido deliciosa sólo con haber podido pasarla, hora por hora, con ella, acompañarla hasta el torrente, hasta la vaca, hasta el tren, estar siempre a su lado, sentirme conocido por ella y ocupando un lugar en su pensamiento. Me habría iniciado en los encantos de la vida rústica y de las primeras horas del día. Le hice señas para que viniese a darme café con leche. Tenía necesidad de que se fíjase en mí. No me vio, la llamé. Rematando su elevada estatura, el color de su rostro era tan dorado y tan rosado que parecía como si se la viese a través de una vidriera iluminada. Volvió sobre sus pasos, yo no podía apartar los ojos de su cara, cada vez más ancha, semejante a un sol que pudiera mirarse y que se aproximase hasta llegar muy cerca, dejándose ver a un paso y deslumbrándole a uno de oro y rojo. Posó en mí su penetrante mirada, pero como los mozos de estación cerraban las portezuelas, el tren se puso en marcha; la vi salir de la estación y tomar de nuevo el sendero; ahora la claridad del día era completa: estaba alejándome de la aurora. Que mi exaltación hubiese sido producida por ella, o por el contrario hubiese provocado la mayor parte del placer sentido al encontrarme a su lado, lo cierto es que la muchacha estaba tan íntimamente unida a él que mi deseo de volver a verla era ante todo el deseo moral de no permitir que aquel estado de excitación pereciese por entero, de no verme separado por siempre del ser que, aun sin saberlo, había participado en aquel placer. No es sólo que ese estado fuese agradable. Lo esencial era que (como la mayor tensión de una cuerda o la vibración más rápida de un nervio produce una sonoridad o un color diferente) daba una tonalidad distinta a lo que yo veía, me introducía como actor en un universo desconocido e infinitamente más interesante; aquella hermosa muchacha que yo todavía divisaba, mientras el tren aceleraba su marcha, era como una parte de una vida distinta de la que yo conocía, separada de ella por un borde, una vida donde las sensaciones que despertaban los objetos ya no eran las mismas y de donde ahora salir hubiese sido como morir en mí mismo. Para tener la dulzura de sentirme unido al menos a esa vida, hubiese bastado vivir lo suficientemente cerca de la pequeña estación para poder ir todas las mañanas a pedir café con leche a la joven campesina. Mas ¡ay!, ella siempre estaría ausente de la otra vida hacia la que yo iba cada vez más deprisa, y a la que sólo podía resignarme cambiando planes que un día habían de permitirme tomar aquel mismo tren y detenerme en aquella misma estación, proyecto que además tenía la ventaja de proporcionar un alimento a la disposición interesada, activa, práctica, maquinal, perezosa y centrífuga que es la de nuestra mente porque se aparta gustosa del esfuerzo necesario para profundizar en sí misma, de un modo general y desinteresado, una impresión agradable que hemos tenido. Y como por otra parte queremos seguir pensando en ella, prefiere imaginarla en el futuro, preparar hábilmente las circunstancias que podrán hacerla renacer, cosa que no nos enseña nada nuevo acerca de su esencia, pero nos evita la fatiga de recrearla en nosotros mismos y nos permite esperar que de nuevo la recibiremos de fuera.

Ciertos nombres de ciudades, Vézelay o Chartres, Bourges o Beauvais[25], sirven para designar, por abreviatura, su iglesia principal. Si se trata de lugares que todavía no conocemos, esta acepción parcial en que a menudo lo tomamos acaba por esculpir el nombre entero, que desde ese momento, cuando queremos incluir en él la idea de la ciudad —de la ciudad que nunca hemos visto— le impondrá —como un molde— las mismas cinceladuras, y del mismo estilo hará de él una especie de gran catedral. Fue sin embargo en una estación de tren, encima de una fonda, en letras blancas sobre un letrero azul, donde leí el nombre, casi de estilo persa, de Balbec. Crucé a paso vivo la estación y el bulevar que desembocaba en ella, pregunté por la playa para no ver otra cosa que la iglesia y el mar; no parecían entender a qué me refería. Balbec-le-Vieux, Balbec-en-Terre, donde me encontraba, no era ni una playa ni un puerto. Cierto que era en el mar donde los pescadores habían encontrado, según la leyenda, el Cristo milagroso cuyo hallazgo describía una vidriera de aquella iglesia que estaba a pocos metros de distancia; era desde luego de los acantilados batidos por las olas de donde se había sacado la piedra de la nave y de las torres[26]. Pero aquel mar, que por estas razones me había imaginado viniendo a morir al pie de la vidriera, estaba a más de cinco leguas de distancia, en Balbec-Plage, y, junto a su cúpula, aquel campanario que, por haber leído que era un abrupto acantilado normando donde se adensaban los vendavales, donde revoloteaban las aves, siempre me había figurado con su base orlada por la espuma última de las olas agitadas, se erguía en una plaza donde estaba el empalme de dos líneas de tranvías, frente a un Café donde figuraba, en letras de oro, la palabra «Billar[27]»; sobresalía de un fondo de casas sobre cuyos tejados no había ningún mástil. Y la iglesia —irrumpiendo en mi atención junto con el Café, con el transeúnte a quien había tenido que preguntar por mi camino, con la estación a la que iba a volver— formaba un todo con el resto, parecía un accidente, un producto de aquel atardecer en el que la cúpula medulosa e hinchada contra el cielo parecía un fruto cuya piel rosada, dorada y casi líquida iba madurando la misma luz que bañaba las chimeneas de las casas. Mas decidí pensar únicamente en la significación eterna de las esculturas en cuanto reconocí las estatuas de los Apóstoles cuyos vaciados había visto en el museo del Trocadéro[28] y que me esperaban, a ambos lados de la Virgen, delante del profundo vano del pórtico, como si fuesen a rendirme honores. Con el rostro benévolo, achatado y dulce, y la espalda inclinada, parecían avanzar con aire de bienvenida, cantando el Aleluya de un hermoso día. Pero se notaba que su expresión era inmutable como la de un muerto y que sólo se modificaba si uno giraba alrededor. Me decía a mí mismo: Es aquí, es la iglesia de Balbec. Este sitio que parece conocer su propia gloria es el único lugar del mundo que posee la iglesia de Balbec. Lo que hasta ahora he visto sólo eran fotografías de esta iglesia, y, de estos Apóstoles, de esta Virgen del pórtico, tan célebres, solamente los vaciados. Ahora es la iglesia misma, la estatua misma, son ellas; ellas, las únicas, esto es mucho más.

Acaso también era menos. Igual que, en un día de examen o de duelo, a un joven le parece poca cosa el hecho sobre el que le han preguntado o la bala que ha disparado si piensa en las reservas de ciencia y de valor que posee y que habría querido demostrar, así mi mente, que había plantado la Virgen del Pórtico fuera de las reproducciones que había tenido ante mis ojos, inaccesible a las vicisitudes que podían amenazarlas, intacta aunque las destruyesen, ideal, dotada de un valor universal, se sorprendía viendo la estatua que había esculpido mil veces reducida ahora a su propia apariencia de piedra, ocupando, respecto al alcance de mi brazo, un sitio donde tenía por rivales un cartel electoral y la contera de mi bastón, encadenada a la Plaza, inseparable de la desembocadura de la calle mayor, sin poder huir de las miradas del Café y del despacho de billetes del ómnibus, recibiendo en su rostro la mitad del rayo de sol poniente —y pronto, dentro de unas horas, de la claridad de la farola—, cuya otra mitad recibía la oficina del Banco de Descuento, envuelta, a la vez que esta sucursal de un establecimiento de crédito, por el tufo de las cocinas del pastelero, sometida a la tiranía de lo Particular hasta el punto de que, si yo hubiese querido trazar mi firma en la piedra, habría sido ella, la Virgen ilustre a la que hasta ese momento yo había dotado de una existencia general y de una belleza intangible, la Virgen de Balbec, la única (lo cual, ¡ay!, quería decir que no había otra), la que, sobre su cuerpo enmugrecido por el mismo hollín que las casas vecinas, sin poder deshacerse de él, habría mostrado, a todos los admiradores llegados hasta allí para contemplarla, la huella de mi trozo de tiza y las letras de mi nombre, y era ella, en suma, la obra de arte inmortal y tanto tiempo anhelada, lo que encontraba metamorfoseada, igual que la iglesia misma, en una viejecita de piedra cuya altura podía medir y contar las arrugas. El tiempo pasaba, tenía que volver a la estación donde debía esperar a la abuela y a Françoise para llegar juntos a Balbec-Plage. Me acordaba de lo que había leído sobre Balbec, las palabras de Swann: «Es delicioso, es tan hermoso como Siena». Y culpando de mi decepción únicamente a las contingencias, a la mala disposición en que me hallaba, al cansancio, a mi incapacidad para saber mirar, procuraba consolarme pensando que aún quedaban intactas todavía para mí otras ciudades, que acaso pronto podría penetrar, como en medio de una lluvia de perlas, en el fresco murmullo de los regueros goteantes de Quimperlé, atravesar el reflejo verdinoso y rosa que bañaba Pont-Aven[29]; pero, por lo que se refiere a Balbec, nada más entrar en él había sido como si hubiese entreabierto un nombre que hubiera debido mantener herméticamente cerrado, y por donde, aprovechando el portillo ofrecido por mi imprudencia al expulsar todas las imágenes que hasta ese instante vivían allí, un tranvía, un café, la gente que pasaba por la plaza, la sucursal del Banco de Descuento, irresistiblemente impulsadas por una presión externa y una fuerza neumática, se habían engolfado hasta el interior de las sílabas que, cerrándose de nuevo sobre ellos, les permitían ahora enmarcar el pórtico de la iglesia persa y no dejarían ya de contenerlas.

En el pequeño tren de interés local que debía llevarnos a Balbec-Plage volví a encontrar a la abuela, pero la encontré sola —para que todo estuviese listo de antemano, se le había ocurrido enviar por delante (pero, por haberle dado mal las indicaciones, no había conseguido más que hacerla partir en una mala dirección) a Françoise, que a esa hora, y sin sospecharlo, corría a toda velocidad hacia Nantes y tal vez se despertaría en Burdeos. Nada más sentarme en el vagón inundado por la luz fugitiva del crepúsculo y el calor persistente de la tarde (la primera, ¡ay!, me permitía ver de lleno, sobre el rostro de la abuela, el cansancio que el segundo le había provocado), me preguntó: «¿Qué tal Balbec?», con una sonrisa tan ardientemente iluminada por la esperanza del extraordinario placer que, según ella, debía yo de haber sentido, que no me atreví a confesarle de golpe mi decepción. Además, la impresión que mi espíritu había buscado me preocupaba cada vez menos a medida que se acercaba el lugar al que mi cuerpo habría de acostumbrarse. Al término de aquel trayecto, para el que aún faltaba una hora, trataba de imaginarme al director del hotel de Balbec para quien, en ese momento, yo aún no existía, y habría querido presentarme a él con una compañía más prestigiosa que la de mi abuela, que seguramente iba a pedirle un descuento. No tenía dudas sobre el altivo empaque del director, aunque su perfil me resultase borroso.

El trencito se paraba a cada momento en una de las estaciones que precedían a Balbec-Plage y cuyos nombres mismos (Incarville, Marcouville, Doville, Pont-á-Couleuvre, Arambouville, Saint-Mars-le-Vieux, Hermonville, Mainville[30]) me parecían extraños, cuando leídos en un libro habrían tenido alguna relación con los nombres de ciertas localidades vecinas de Combray. Pero para el oído de un músico, dos motivos, compuestos materialmente por varias notas iguales, pueden no presentar semejanza alguna si difieren por el color de la armonía y de la orquestación. De igual modo, nada me hacía pensar menos que estos tristes nombres hechos de arena, de espacio demasiado aéreo y vacío, y de sal, de los que la palabra «ville» escapaba volando como «volé» en Pigeonvole [31], en aquellos otros nombres de Roussainville o de Martinville que, por haberlos oído pronunciar tantas veces por mi tía abuela en la mesa, en la «sala», habían cobrado cierto encanto sombrío al que acaso se habían mezclado extractos del sabor de las confituras, del olor a fuego de leña y del papel de un libro de Bergotte, del color de asperón de la casa frontera, y que, todavía hoy, cuando ascienden como una burbuja de aire desde el fondo de mi memoria, conservan su virtud específica a través de las capas superpuestas de los distintos ambientes que han de franquear antes de emerger hasta la superficie.

Dominando el mar lejano desde lo alto de su duna, o acomodándose ya para la noche al pie de colinas de un verde crudo y una forma chocante, como la del canapé de un cuarto de hotel al que acabamos de llegar, pequeñas localidades formadas por algunas villas que prolongaba un campo de tenis y, en ocasiones, un casino cuya bandera restallaba al viento refrescante, vacío y ansioso, me mostraban por primera vez sus huéspedes habituales, pero me los mostraban en su apariencia exterior —jugadores de tenis con gorras blancas, el jefe de la estación que vivía allí, cerca de sus tamariscos y sus rosas, una dama con un canotier que, describiendo el trazado cotidiano de una vida que yo nunca llegaría a conocer, llamaba a su lebrel rezagado y volvía a su chalet donde ya estaba encendida la lámpara— hiriendo de un modo cruel, con aquellas imágenes extrañamente usuales y desdeñosamente familiares, mis miradas desconocidas y mi corazón desorientado. Pero cómo se agravó mi sufrimiento cuando hubimos desembarcado en el vestíbulo del Grand-Hôtel de Balbec[32], frente a la monumental escalinata que imitaba el mármol, y mientras mi abuela, sin miedo a incrementar la hostilidad y el desprecio de los extraños entre los que íbamos a vivir, discutía las «condiciones» con el director, una especie de retaco con la cara y la voz llenas de cicatrices (dejadas en la una por la extirpación de numerosos granos, en la otra por los diversos acentos debidos a unos orígenes lejanos y a una infancia cosmopolita), con smoking de hombre de mundo, y una mirada de psicólogo que por lo general, a la llegada del ómnibus, ¡tomaba a los grandes señores por gruñones y a los ratas de hotel por grandes señores! Olvidando sin duda que no cobraba siquiera quinientos francos de sueldo mensual, despreciaba profundamente a las personas para las que quinientos francos, o mejor, como él decía, «veinticinco luises» es «una suma», y las consideraba como pertenecientes a una raza de parias a la que no estaba destinado el Grand-Hôtel. Verdad es que, en aquel mismo Palace, había personas que, sin gastar mucho, gozaban de la estima del director, siempre que éste tuviese la seguridad de que si miraban el dinero no era por pobreza sino por avaricia. Ésta, en efecto, no podría menoscabar el prestigio, dado que es un vicio y como tal puede darse en todas las posiciones sociales. La posición social era lo único en que se fijaba el director, la posición social, o más bien los signos que parecían indicarle que era elevada, como no descubrirse al entrar en el vestíbulo, llevar knicker-bockers[33], un abrigo entallado, y sacar un cigarro puro con sortija de púrpura y oro de un estuche de tafilete muy liso (ventajas todas, ¡ay!, de las que yo carecía). Esmaltaba sus frases comerciales de expresiones selectas, pero sin ton ni son.

Mientra s yo oía a la abuela, sin molestarse porque el otro la escuchase con el sombrero puesto y silbando, preguntarle con una entonación artificial: «¿Y qué precios… tiene usted?… ¡Oh!, demasiado caros para mi pequeño presupuesto», aguardando en una banqueta me refugiaba en lo más profundo de mí mismo, me esforzaba por emigrar en unos pensamientos eternos, por no dejar nada mío, nada vivo, en la superficie de mi cuerpo —insensibilizado como lo está el de los animales que por inhibición se fingen muertos cuando los hieren—, a fin de no sufrir demasiado en aquel lugar donde mi total falta de costumbre me había vuelto todavía más sensible a la vista de la que parecían tener en ese mismo momento una dama elegante a quien el director presentaba su respeto permitiéndose familiaridades con el perrillo que la seguía, el joven pisaverde que, con su pluma en el sombrero, entraba preguntando «si había cartas», toda aquella gente para la que subir por los escalones de falso mármol significaba volver a su home. Y al mismo tiempo la mirada de Minos, Éaco y Radamantis[34] (mirada en la que hundí mi alma desamparada, como en un ignoto donde ya nada la protegía) fue severamente lanzada sobre mí por unos señores que, poco versados acaso en el arte de «recibir», llevaban el título de «jefes de recepción»; más allá, tras una cristalera cerrada, había unos individuos sentados en un salón de lectura para cuya descripción habría tenido que escoger en el Dante, uno tras otro, los colores que presta al Paraíso y al Infierno, según pensara yo en la dicha de los elegidos que tenían derecho a leer allí tranquilamente, o en el terror que me hubiese causado la abuela si, en su despreocupación por este género de impresiones, me hubiese ordenado entrar allí.

Un instante después aumentó más todavía mi impresión de soledad. Como había confesado a mi abuela que no me encontraba bien, que creía que nos veríamos obligados a volver a París, sin protestar me había dicho que salía a hacer unas compras, útiles tanto si nos íbamos como si nos quedábamos (y que luego supe que estaban destinadas a mí en su totalidad, porque Françoise tenía consigo las cosas que yo hubiese necesitado); aguardándola me había ido a dar una vuelta por las calles atestadas de un gentío que mantenía en ellas el mismo calor de un piso y donde todavía estaban abiertas la peluquería y el salón de un pastelero donde algunos clientes tomaban helados, delante de la estatua de Duguay-Trouin[35]. El monumento me procuró casi tanto agrado como su imagen en una revista ilustrada puede procurar al enfermo que la hojea en la sala de espera de un cirujano. Me extrañaba que hubiese allí gente lo bastante distinta de mí para que no sólo el director hubiese podido aconsejarme aquel paseo por la ciudad como una distracción, sino también para que a ojos de algunos el lugar de suplicio que es una morada nueva pueda parecer «una estancia de delicias» como decía el prospecto del hotel, que podía exagerar pero que, sin embargo, iba dirigido a toda una clientela cuyos gustos halagaba. Cierto que invocaba, para atraerla al Grand-Hôtel de Balbec, no sólo la «exquisita comida» y la «vista mágica de los jardines del Casino», sino también los «decretos de Su Majestad la Moda, que no pueden violarse impunemente sin pasar por un beocio, riesgo al que ninguna persona bien educada querría exponerse».

La necesidad que yo tenía de la abuela había crecido por mi temor de haberle causado una desilusión. Debía de estar desanimada, sentir que si yo no soportaba aquel esfuerzo se desvanecía toda esperanza de que cualquier viaje pudiera sentarme bien. Decidí volver para esperarla; el director en persona vino a pulsar un timbre: y un personaje todavía desconocido para mí, al que llamaban lift (y que en el punto más alto del hotel, allí donde en una iglesia normanda estaría el lucernario, estaba instalado como un fotógrafo detrás de su cristalera o como un organista en su habitáculo), empezó a descender hacia mí con la agilidad de una ardilla doméstica, industriosa y cautiva. Deslizándose luego de nuevo a lo largo de un pilar me arrastró consigo hacia la cúpula de la nave comercial. En cada piso, sus dos lados de escalentas de comunicación se desplegaban en abanicos de sombrías galerías por las que, con una almohada, pasaba una camarera. A su rostro, indeciso por el crepúsculo, aplicaba yo la máscara de mis sueños más apasionados, pero en su mirada vuelta hacia mí leía el horror de mi nada. Para disipar sin embargo, durante la interminable ascensión, la mortal angustia que sentía atravesando en silencio el misterio de aquel claroscuro sin poesía, iluminado por una sola hilera vertical de cristaleras que formaba el único water-closet de cada piso, dirigí la palabra al joven organista, artífice de mi viaje y compañero de mi cautiverio, que seguía manejando los registros de su instrumento y accionando los tubos. Me disculpé por ocupar tanto espacio, por causarle tantas molestias, y le pregunté si no le perturbaba yo para la práctica de un arte por el que, para halagar al virtuoso, además de manifestar curiosidad, confesé mi predilección. Mas él, fuese por asombro ante mis palabras, atención a su trabajo, preocupación por la etiqueta, dureza de oído, respeto al lugar, temor al peligro, pereza de inteligencia o consigna del director, no me respondió.

Acaso no exista nada que dé mayor impresión de la realidad de lo que nos es externo que el cambio de posición, respecto a nosotros, de una persona incluso insignificante, antes de haberla conocido, y después. Yo seguía siendo el mismo individuo que al caer la tarde había tomado el pequeño tren de Balbec, dentro de mí llevaba la misma alma. Pero en esa alma, en el lugar donde, a las seis, había, además de la imposibilidad de imaginarme al director, el hotel y su personal, una expectativa vaga y temerosa del momento en que habría de llegar, figuraban ahora los granos extirpados en la cara del director cosmopolita (en realidad naturalizado monegasco, aunque fuese —como solía decir, empleando siempre expresiones que creía refinadas, sin darse cuenta de que eran defectuosas— «de originalidad rumana»), su gesto para llamar al lift, el lift mismo, todo un friso de personajes de guiñol salidos de aquella caja de Pandora[36] que era el Grand-Hôtel, innegables, inamovibles y, como todo lo que ya está realizado, esterilizantes. Pero por lo menos aquel cambio en el que yo no había intervenido me probaba que había ocurrido algo externo a mí— por carente de interés que fuese en sí aquella cosa —y yo era como el viajero que, habiendo tenido el sol delante al comenzar su marcha, comprueba que han pasado las horas cuando lo ve a su espalda. Estaba roto de fatiga, tenía fiebre, me habría acostado de buena gana en la cama, pero no tenía nada de lo que hubiese necesitado para hacerlo. Al menos habría querido echarme un momento en la cama, pero no serviría de nada, pues en ella no habría podido encontrar descanso para aquel conjunto de sensaciones que para cada uno de nosotros es su cuerpo consciente, si no su cuerpo material, y dado que los objetos desconocidos que lo rodeaban, obligándole a poner sus propias percepciones en estado permanente de vigilancia defensiva, habrían mantenido mis miradas, mi oído y todos mis sentidos en una posición no menos reducida e incómoda (aunque hubiese estirado las piernas) que la del cardenal La Balue[37] en la jaula en la que no podía ni permanecer de pie ni sentarse. Es nuestra atención la que pone objetos en un cuarto, y el hábito el que los quita y nos hace sitio en él.

Y sitio, no lo había para mí en mi habitación de Balbec (mía sólo de nombre), estaba llena de cosas que no me conocían, que me devolvieron la ojeada recelosa que les eché, y sin hacer caso alguno de mi existencia, me hicieron comprender que yo alteraba la rutina de la suya. El reloj de péndulo —mientras que en casa sólo oía el mío unos cuantos segundos a la semana, sólo cuando salía de una meditación profunda— siguió diciendo sin interrumpirse un instante en una lengua desconocida palabras que debían de ser desagradables para mí, porque las grandes cortinas violetas lo escuchaban sin responder, pero en actitud análoga a la de alguien que se encoge de hombros para demostrar que la vista de un tercero le irrita. Daban a aquella alcoba tan alta un carácter casi histórico que hubiese podido hacerla apropiada para el asesinato del duque de Guisa[38], y más tarde para una visita de turistas, conducidos por un guía de la agencia Cook[39] —pero en modo alguno para mi sueño. Me atormentaba la presencia de pequeñas librerías con vitrina que corrían a lo largo de las paredes, pero sobre todo un gran espejo con patas, atravesado en medio de la estancia, sin cuya desaparición estaba seguro de no conseguir el menor descanso. Alzaba a cada instante mis miradas— a las que los objetos de mi alcoba de París no molestaban más de lo que hacían mis propias pupilas, porque no eran sino anejos de mis propios órganos, una ampliación de mi propia persona —hacia el techo demasiado alto de aquel belvedere situado en la cima del hotel y que mi abuela había elegido para mí; y hasta aquella región más íntima que esa en la que vemos y oímos, hasta esa región donde sentimos la cualidad de los olores, casi hasta el interior de mi yo llegaba el olor del vetiver a lanzar contra mis últimas trincheras su ofensiva, a la que yo oponía no sin fatiga la respuesta inútil e incesante de un alarmado resoplido. Y como no tenía más universo, más habitación, más cuerpo que amenazado por los enemigos que me rodeaban, invadido hasta los huesos por la fiebre, estaba solo, tenía ganas de morir. Entonces entró mi abuela; y en la expansión de mi corazón encogido se abrieron inmediatamente espacios infinitos.

Llevaba una bata de percal que solía ponerse en casa cada vez que alguno de nosotros estaba enfermo (porque así se encontraba más a gusto, decía ella, atribuyendo siempre a sus actos móviles egoístas), y que era para cuidarnos, para velarnos, su bata de criada y de enfermera, su hábito de monja. Pero mientras los cuidados de éstas, su bondad, el mérito que se les atribuye y la gratitud que se les debe acentúan aún más nuestra impresión de que, para ellas, somos otro ser, de sentirnos solos, obligados a guardar en nuestro interior el fardo de nuestros pensamientos, de nuestro propio deseo de vivir, cuando estaba con mi abuela sabía que, por grande que fiiese en mí la pena, sería acogida con una piedad todavía mayor; que todo lo que era mío, mis preocupaciones, mis anhelos, encontraría en la abuela el sostén de un deseo de preservar y enriquecer mi propia vida mucho más fuerte del que yo mismo tenía; y mis pensamientos se prolongaban en ella sin sufrir desviación alguna porque pasaban de mi mente a la suya sin mudar de ámbito, de persona. Y —como el que quiere hacerse el nudo de la corbata delante de un espejo y no comprende que la tira que ve no está respecto a él en el lado al que dirige su mano, o como un perro que persigue en el suelo la sombra danzante de un insecto— engañado por la apariencia corpórea como lo estamos en este mundo donde no percibimos directamente a las almas, me eché en brazos de la abuela y suspendí mis labios en su rostro como si de este modo accediese al corazón inmenso que me abría. Cuando tenía así mi boca pegada a sus mejillas, a su frente, extraía algo tan benéfico, tan nutricio, que conservaba la inmovilidad, la seriedad, la tranquila avidez de un niño que mama.

Luego contemplaba sin cansarme su ancha cara recortada como una hermosa nube ardiente y calma tras la que se sentía irradiar la ternura. Y todo lo que acogía, por débilmente que fuese, algo de sus sensaciones, todo lo que así podía decirle todavía, quedaba inmediatamente tan espiritualizado, tan santificado, que con mis palmas alisaba sus hermosos cabellos apenas grises con tanto respeto, precaución y dulzura como si hubiese acariciado en ellos su bondad. Sacaba ella tanto placer de cualquier esfuerzo que a mí me ahorrase uno, y una sensación tan deliciosa de un momento de inmovilidad y de calma para mis fatigados miembros que cuando, al ver yo que quería prestarme ayuda para acostarme y descalzarme, hice ademán de impedírselo y de empezar a desnudarme yo solo, detuvo con una mirada suplicante mis manos que ya tocaban los primeros botones de mi chaqueta y mis botinas. «¡Por favor!, me dijo. Es una alegría tan grande para tu abuela. Y sobre todo no dejes de golpear en la pared si necesitas algo esta noche, mi cama está pegada a la tuya y el tabique es muy delgado. Dentro de poco, cuando estés acostado, hazlo, para ver si nos entendemos bien». Y, en efecto, esa noche di tres golpes —que una semana más tarde, cuando estuve malo, repetí durante varios días todas las mañanas porque la abuela quería darme la leche temprano. Por eso, cuando creía oír que se había despertado para no hacerla esperar y pudiese volver a dormirse acto seguido— arriesgaba tres golpecitos tímidos, débiles, nítidos a pesar de todo, porque si temía interrumpir su sueño en caso de que yo me hubiera equivocado y ella siguiese dormida, tampoco habría querido que, por no haberlos oído la primera vez, estuviese aguardando ansiosa una llamada que yo no me atrevería a repetir. Y nada más dar yo mis golpes, oía otros tres, de una entonación diferente, llenos de tranquila autoridad, repetidos dos veces para mayor claridad y que decían: «No te muevas, ya he oído, dentro de un instante estaré ahí»; y enseguida llegaba la abuela. Yo le decía que había tenido miedo a que no me oyese o creyera que era un vecino el que daba los golpes; ella se reía: «¡Confundir los golpes de mi cariñín con otros! ¡Entre mil los distinguiría su abuela! ¿Crees que hay en el mundo otros tan bobalicones, tan febriles, tan indecisos entre el temor a despertarme y el de no ser oídos? Porque, aunque se contentaría con un arañazo en la pared, enseguida reconocería a su ratoncito, sobre todo cuando es tan único y desdichado como el mío. Ya estaba oyéndole vacilar hace un rato, dar vueltas en la cama y hacer todos sus tejemanejes». Entreabría las persianas; en el anejo voladizo del hotel, el sol ya se había instalado en los tejados como un retejador matutino que empieza temprano su tarea y la hace en silencio para no despertar a la ciudad que todavía duerme y cuya inmovilidad le hace parecer más ágil. Me decía ella la hora, el tiempo que haría, que no merecía la pena que me llegase hasta la ventana, que había bruma sobre el mar, si la panadería ya estaba abierta y qué coche era el que se oía: toda esa insignificante subida del telón, ese desdeñable introito del día al que nadie asiste, breve trozo de vida que sólo nos pertenecía a nosotros dos, que gustoso evocaría yo durante la jornada ante Françoise o ante extraños hablando de la niebla que podía cortarse con un cuchillo que había habido a las seis de la mañana, con la ostentación no de un saber adquirido, sino de una prueba de cariño recibida sólo por mí; dulce instante matinal que se abría como una sinfonía con el diálogo ritmado de mis tres golpes al que el tabique, todo impregnado de ternura y de alegría, vuelto armonioso, inmaterial, cantando como los ángeles, respondía con otros tres golpes, ardientemente esperados, dos veces repetidos, y en los que sabía transportar el alma toda entera de mi abuela y la promesa de su venida, con un gozo de anunciación y una fidelidad musical. Pero aquella primera noche de llegada, cuando la abuela me hubo dejado solo, empecé de nuevo a sufrir, como ya había sufrido en París en el momento de dejar la casa. Quizás aquel terror que sentía —que tantos otros sienten— de acostarme en una habitación desconocida, quizás ese terror no sea otra cosa que la forma más humilde, oscura, orgánica, casi inconsciente, de ese rotundo y desesperado rechazo opuesto por las cosas que constituyen lo mejor de nuestra vida presente a que con nuestra aceptación asumamos mentalmente la fórmula de un futuro en el que ellas no figuran; rechazo que estaba en el fondo del horror que tantas veces me había inspirado la idea de que mis padres morirían un día, de que las necesidades de la vida podrían obligarme a vivir lejos de Gilberte, o simplemente a instalarme de manera definitiva en un país donde nunca más volvería a ver a mis amigos; rechazo que también estaba en el fondo de mi dificultad para pensar en mi propia muerte o en una supervivencia como la que Bergotte prometía a los hombres en sus libros, en la que no podría llevar mis recuerdos, mis defectos, mi carácter, que no se resignaban a la idea de dejar de existir y no querían para mí ni la nada, ni una eternidad de la que estarían excluidos.

Cuando Swann me había dicho en París, un día en que me encontraba particularmente enfermo: «Debería ir a esas deliciosas islas de Oceanía[40], verá como no vuelve», habría querido responderle: «Pero entonces no veré más a su hija, viviré en medio de cosas y de gente que ella nunca ha visto». Y sin embargo mi razón me decía: «¿Y qué más te da, si eso no ha de afligirte? Cuando M. Swann te dice que no vas a volver, quiere decir que no querrás volver, y si no quieres es porque allí serás feliz». Porque mi razón sabía que el hábito —el hábito que ahora iba a asumir la tarea de hacerme amar aquella morada desconocida, cambiar de sitio el espejo de luna, el color de las cortinas, parar el reloj de péndulo— también se encarga de que terminemos apreciando a los compañeros que al principio nos habían desagradado, de dar otra forma a los rostros, de volver atractivo el sonido de una voz, de modificar la inclinación de los corazones. Cierto que esas nuevas amistades hacia lugares y personas tienen por trama el olvido de las antiguas; pero precisamente mi razón pensaba que podía afrontar sin terror la perspectiva de una vida que me separase para siempre de seres cuyo recuerdo perdería, y a título de consuelo esa vida ofrecía a mi corazón una promesa de olvido que, por el contrario, no hacía sino aumentar hasta la locura su desesperación. No es que nuestro corazón no deba sentir, a su vez, cuando la separación se haya consumado, los efectos analgésicos del hábito; pero hasta entonces seguirá sufriendo. Y el miedo a un futuro en que estaremos privados de la vista y la conversación de los que amamos y de donde hoy sacamos nuestra alegría más preciada, ese miedo, lejos de disiparse, aumenta si pensamos que al dolor de semejante privación ha de añadirse lo que actualmente nos parece más cruel todavía: no sentirla como un dolor, permanecer indiferentes; porque entonces nuestro yo habría cambiado, ya no sería sólo el encanto de nuestros padres, de nuestra querida, de nuestros amigos lo que habría dejado de existir a nuestro alrededor; nuestro cariño por ellos habría sido arrancado tan perfectamente de nuestro corazón, del que hoy es una parte notable, que podríamos encontrarnos a gusto en una vida sin ellos, y esta sola idea nos horroriza; sería, pues, una verdadera muerte de nosotros mismos, muerte seguida, cierto, de resurrección, pero en un yo distinto, hasta cuyo amor no pueden elevarse las partes del antiguo yo condenadas a morir. Son ellas —sin excluir las más endebles, como el oscuro apego a las dimensiones, a la atmósfera de una habitación— las que se asustan y se niegan, con rebeliones donde hay que ver una forma secreta, parcial, tangible y auténtica de la resistencia a la muerte, de la larga resistencia desesperada y cotidiana a la muerte fragmentaria y sucesiva tal como se insinúa a lo largo de toda nuestra vida, separando continuamente de nosotros jirones de nosotros mismos sobre cuya mortificación se multiplicarán nuevas células.

Y para una naturaleza nerviosa como la mía —es decir una naturaleza en la que los intermediarios, los nervios, cumplen mal sus funciones, no cortan el paso en su marcha hacia la conciencia, sino que, por el contrario, dejan llegar hasta ella, nítida, agotadora, innumerable y dolorosa, a la queja de los elementos más humildes del yo que van a desaparecer—, la ansiosa alarma que me sobrecogía bajo aquel techo desconocido y demasiado alto no era otra cosa que la protesta de una amistad, viva todavía en mí, por un techo familiar y bajo. Indudablemente esa amistad desaparecería, por haber ocupado otra su lugar (entonces la muerte, y luego una nueva vida, habrían realizado, bajo el nombre de Hábito, su doble obra); pero, hasta su aniquilamiento, sufriría cada noche, y sobre todo aquella primera, cuando ante un futuro ya cumplido donde ya no había sitio para ella, se rebelaba, me torturaba con el grito de sus lamentos cada vez que mis miradas, incapaces de apartarse de lo que las hería, intentaban posarse en el techo inaccesible.

Pero ¡la mañana siguiente! —después de que un criado hubiese venido a despertarme y traerme agua caliente, y mientras me aseaba y trataba inútilmente de encontrar los objetos que necesitaba en mi baúl, del que no sacaba más que un revoltijo de cosas que no podían servirme de nada, qué alegría, pensando por anticipado en el placer del almuerzo y del paseo, de ver en la ventana y en todas las vitrinas de las librerías, como en los ojos de buey de un camarote de barco, el mar desnudo, sin umbrías, aunque con la sombra sobre una mitad de su superficie delimitada por una línea delgada y móvil, y de seguir con los ojos las olas que se lanzaban unas tras otras como saltadores en un trampolín. Llevando en la mano la toalla tiesa y almidonada donde estaba escrito el nombre del hotel y que a pesar de mis esfuerzos no me servía para secarme, me llegaba una y otra vez a la ventana para lanzar una mirada más sobre aquel vasto circo deslumbrante y montañoso y sobre las nevadas cimas de sus olas de esmeralda aquí y allá pulida y traslúcida, que con plácida violencia y leonino ceño dejaban realizarse y derrumbarse sus pendientes, a las que el sol añadía una sonrisa sin rostro. Ventana a la que luego debía ponerme cada mañana como a la ventanilla de una diligencia en la que hemos dormido, para ver si durante la noche se ha acercado o alejado la anhelada cordillera— aquí aquellas colinas del mar que antes de volver hacia nosotros danzando, pueden retroceder tanto que a menudo sólo después de una larga llanura arenosa percibía yo, a una gran distancia, sus primeras ondulaciones, en una lejanía transparente, vaporosa y azulada como esos ventisqueros que se ven al fondo en los cuadros de los primitivos toscanos[41]. Otras veces era muy cerca de mí donde el sol reía sobre aquellas olas de un verde tan suave como el que en las praderas alpinas (en las montañas donde el sol se exhibe aquí y allá como un gigante que descendería alegremente, a saltos desiguales, sus laderas) conserva no tanto la humedad del suelo como la líquida movilidad de la luz. De hecho, en esa brecha que practican la playa y las olas en medio del resto del mundo para que por allí pase, para que allí se acumule la luz, es ésta sobre todo, según la dirección de donde venga y que seguimos con los ojos, es ésta la que desplaza y sitúa las ondulaciones del mar. La diversidad de la iluminación no deja de modificar la orientación de un lugar, no deja de alzar frente a nosotros nuevas metas inspirándonos el deseo de alcanzarlas, igual que haría un itinerario larga y efectivamente recorrido en un viaje. Cuando, por la mañana, el sol venía de la parte trasera del hotel, descubriendo delante de mí las playas iluminadas hasta los primeros contrafuertes del mar, parecía como si quisiera mostrarme otra vertiente y solicitarme que emprendiese, sobre la ruta giratoria de sus rayos, un viaje inmóvil y variado a través de los más bellos parajes del accidentado paisaje de las horas. Y desde esa primera mañana, el sol me señalaba a lo lejos, con un dedo sonriente, aquellas cimas azules del mar cuyo nombre no trae ningún mapa, hasta que aturdido ante su sublime paseo por la superficie resonante y caótica de sus crestas y avalanchas, vino a refugiarse del viento en mi cuarto, descansando sobre la cama deshecha y desgranando sus riquezas sobre el lavabo empañado, en el baúl abierto, donde por su esplendor mismo y su lujo extemporáneo aumentaría todavía más la impresión del desorden. Viento marino, ¡ay!, del que, una hora más tarde, en el amplio comedor —mientras almorzábamos y de la cantimplora de cuero de un limón exprimíamos algunas gotas de oro sobre dos lenguados que no tardaron en dejar en nuestros platos el penacho de sus espinas, rizado como una pluma y sonoro como una cítara—, pareció cruel a mi abuela no poder sentir su soplo vivificante a causa de la armazón transparente aunque cerrada que, como una vitrina, nos separaba de la playa a pesar de ofrecérnosla entera a la vista, y en la que el cielo entraba tan completamente que su azul parecía ser el color de las ventanas, y sus nubes blancas un defecto del cristal. Persuadiéndome de que estaba «sentado en el malecón» o en el fondo del gourmet de que habla Baudelaire, me preguntaba si su «sol radiante sobre el mar[42]» no era —bien distinto del rayo de la tarde, simple y superficial como un trazo dorado y trémulo— el mismo que en ese momento abrasaba el mar como un topacio, lo hacía fermentar, tornarse rubio y lechoso como la cerveza, espumoso como la leche, mientras de vez en cuando aquí y allá lo recorrían grandes sombras azules que algún dios parecía divertirse en desplazar moviendo un espejo en el cielo. Por desgracia, no era sólo por su aspecto por lo que difería de la «sala» de Combray que daba a las casas de enfrente aquella sala de Balbec, desnuda, inundada de sol verde como el agua de una piscina, y limitada a unos pocos metros de distancia por la pleamar y la luz meridiana que levantaban, como ante la ciudad celeste, una muralla indestructible y móvil de esmeralda y oro. En Combray, como nos conocía todo el mundo, no me preocupaba de nadie. En la vida de los baños de mar no conocemos a nuestros vecinos. No tenía yo aún edad suficiente y seguía sintiéndome demasiado sensible para haber renunciado al deseo de agradar a los demás y poseerlos. No disponía de la indiferencia más noble que un hombre de mundo habría sentido ante la gente que almorzaba en el comedor, ni ante los muchachos y muchachas que paseaban por el dique, con los que sufría pensando que no podría hacer ninguna excursión, menos sin embargo de lo que habría sufrido si la abuela, desdeñosa de las convenciones mundanas y sólo preocupada por mi salud, les hubiese dirigido el ruego, para mí humillante, de aceptarme como compañero de paseo. Sea que volviesen hacia algún chalé desconocido, sea que saliesen de él para ir raqueta en mano a un campo de tenis, o montasen caballos cuyos cascos pisoteaban mi corazón, los miraba con curiosidad apasionada, envueltos en aquella luminosidad cegadora de la playa que altera todas las proporciones sociales, seguía cada uno de sus movimientos a través de la transparencia de aquel gran ventanal acristalado que tanta luz dejaba pasar. Pero el ventanal interceptaba el viento, y éste era un defecto a ojos de la abuela, que, no pudiendo soportar la idea de que perdiese yo el beneficio de una hora de aire, abrió a escondidas uno de aquellos cristales e hizo volar al mismo tiempo, junto con los menús, los periódicos, los velos y las gorras de todas las personas que estaban comiendo; ella en cambio, sostenida por el soplo celeste, permanecía tranquila y sonriente como santa Blandina[43], en medio de las invectivas que, reforzando mi impresión de aislamiento y tristeza, concitaban contra nosotros a todos los turistas despectivos, despeinados y furiosos.

En buena medida —cosa que, en Balbec, daba a la población, de ordinario vulgarmente rica y cosmopolita, de esas clases de hoteles de gran lujo, un carácter provinciano bastante acentuado— se trataba de personalidades eminentes de los principales departamentos de esa parte de Francia, un presidente de Audiencia de Caen, un decano del colegio de abogados de Cherburgo, un gran notario de Le Mans, que en la época de vacaciones, partiendo de los puntos donde estaban diseminados todo el año como tiradores o como peones del juego de las damas, venían a concentrarse en aquel hotel. Siempre ocupaban las mismas habitaciones, y, con sus mujeres que tenían pretensiones a la aristocracia, formaban un pequeño grupo al que se habían sumado un gran abogado y un gran médico de París, que el día de la partida les decían: «¡Ah, es verdad! No toman ustedes el mismo tren que nosotros; ¡son unos privilegiados, llegarán a casa para el almuerzo!». —«¿Cómo que privilegiados? Ustedes que viven en la capital, en París, la gran ciudad, mientras que yo vivo en una pobre cabeza de partido de cien mil almas, exactamente ciento dos mil según el último censo; pero ¿qué es eso comparado con los dos millones y medio de ustedes, y con el asfalto y todo el esplendor de la alca sociedad parisiense?». Lo decían pronunciando con fuerza la erre, al estilo aldeano, pero sin la mínima acritud, porque en sus provincias eran luminarias y habrían podido, como tantos otros, trasladarse a París— al presidente de Audiencia de Caen le habían ofrecido varias veces un puesto en el Tribunal Supremo —pero habían preferido quedarse donde estaban, por amor a su ciudad, o a la oscuridad, o a la gloria, o porque eran reaccionarios, y por el placer de las relaciones de vecindad con los castillos. Algunos además no volvían directamente a su cabeza de partido.

De hecho —como la bahía de Balbec era un pequeño universo aparte en medio del grande, un cestillo de estaciones que reunía en círculo la variación de los días y la sucesión de los meses, de tal modo que no sólo los días en que se divisaba Rivebelle, lo cual era señal de tormenta, se distinguía en ella el sol sobre las casas mientras en Balbec el cielo estaba negro, sino también porque, cuando a Balbec habían llegado los fríos, uno podía estar seguro de encontrar en la otra orilla dos o tres meses más de calor—, cuando llegaban las lluvias y las brumas, al acercarse el otoño, aquellos habitués del Grand-Hôtel cuyas vacaciones empezaban tarde o duraban más tiempo, mandaban cargar sus baúles en una barca y cruzaban para alcanzar el verano en Rivebelle o en Costedor. Ese grupito del hotel de Balbec miraba con recelo a cada recién llegado y todos, aparentando desinterés, interrogaban sobre él a su amigo el maître d’hôtel. Porque era el mismo Aimé, que volvía todos los años para la temporada y les guardaba sus mesas; y cada una de sus señoras esposas, sabiendo que su mujer esperaba un niño, confeccionaba después de las comidas alguna prenda de la canastilla, mientras nos miraban de arriba abajo con sus impertinentes, a mi abuela y a mí, porque comíamos huevos duros en la ensalada, lo cual se consideraba ordinario y no se hacía en la buena sociedad de Alengon. Afectaban una actitud de desdeñosa ironía hacia un francés al que llamaban Majestad y que, en efecto, se había proclamado a sí mismo rey de un pequeño islote de Oceanía poblado por unos cuantos salvajes[44]. Vivía en el hotel con su hermosa querida, a cuyo paso, cuando iba a bañarse, los chiquillos gritaban: «¡Viva la reina!», porque les lanzaba una lluvia de monedas de cincuenta céntimos. El presidente de Audiencia y el decano de los abogados no querían siquiera parecer que la veían, y si alguno de sus amigos la miraba, se creían en el deber de avisarle que era una obrerilla. «Pues me habían asegurado que en Ostende utilizaban la caseta real». —«¡Naturalmente! Se alquila por veinte francos. Usted mismo puede utilizarla si tiene ese capricho. Y sé de muy buena fuente que él había solicitado audiencia al rey, quien puso en su conocimiento que no tenía ningún interés en conocer a este soberano de guiñol». —«Ah, ¿de veras? ¡Qué interesante! ¡Lo cierto es que hay cada gente!…». Y sin duda todo esto era cierto, pero también era irritante advertir que, para una buena parte de la multitud, ellos no eran más que unos buenos burgueses que no conocían a aquel rey y a aquella reina tan pródigos de su dinero, que el notario, el presidente y el decano sentían, al paso de lo que ellos llamaban un carnaval, un mal humor muy grande y manifestaban en voz alta una indignación de la que estaba al corriente su amigo el maître d’hôtel, quien obligado a poner buena cara a unos soberanos más generosos que auténticos, cuando les tomaba la comanda dirigía de lejos a sus viejos clientes un guiño significativo. Quizá también había algo de ese mismo fastidio de ser erróneamente considerados menos chic y de no poder explicar que lo eran más, en el fondo del «¡Lindo señor!», con que calificaban a un jovencito gomoso, hijo tísico y juerguista de un gran industrial y que, todos los días, con un traje nuevo y una orquídea en el ojal, comía con champán, y luego iba, pálido, impasible, con una sonrisa de indiferencia en los labios, a lanzar en el Casino, sobre la mesa del bacarrá, sumas enormes «que no puede permitirse perder», decía con aire resignado el notario al presidente de Audiencia, cuya mujer «sabía de muy buena tinta» que aquel joven «fin de siglo» estaba matando de pena a sus padres[45].

Por otra parte, el decano de los abogados y sus amigos no ahorraban sarcasmos sobre una vieja dama rica y con título, porque no daba un paso sin llevar detrás todo el séquito de su casa. Cada vez que la veían en el comedor a la hora del almuerzo, la mujer del notario y la mujer del presidente de Audiencia la inspeccionaban de forma descarada con sus impertinentes con el mismo aire minucioso y desafiante que si hubiese sido algún plato de nombre pomposo pero de apariencia sospechosa que, tras el desfavorable resultado de una observación metódica, se manda retirar, con un gesto distante y una mueca de asco.

Sin duda con ello sólo querían demostrar que si había ciertas cosas de las que carecían —en la práctica, de ciertas prerrogativas de la vieja dama, y mantener trato con ella— no era porque no pudiesen, sino porque no querían tenerlas. Pero habían terminado convenciéndose a sí mismas de ello; y es la supresión de todo deseo, de la curiosidad por las formas de la vida que se desconocen, de la esperanza de agradar a nuevos seres, sustituidos en esas mujeres por un desdén simulado, por una alegría ficticia, lo que tenía el inconveniente de obligarlas a ocultar su desagrado bajo la etiqueta de satisfacción y a mentirse perpetuamente a sí mismas, dos condiciones para que fuesen desgraciadas. Pero en aquel hotel todo el mundo actuaba sin duda de la misma manera, aunque con otras formas, y sacrificaba, si no al amor propio, al menos a ciertos principios de educación o a unos hábitos intelectuales, la deliciosa turbación de entrometerse en una vida desconocida. El microcosmos en que la vieja dama se aislaba no estaba desde luego envenenado por virulentas acritudes como el grupo donde se reían burlonamente de rabia la mujer del notario y del presidente de Audiencia. Al contrario, estaba embalsamado por un perfume fino y anticuado, aunque no menos ficticio. Porque en el fondo, seduciendo y atrayendo —renovándose así ella misma—, la vieja dama probablemente hubiese encontrado la simpatía misteriosa de seres nuevos, un encanto del que carece el placer que existe en tratar únicamente a gentes del propio mundo, y en recordarse a uno mismo que, siendo ese mundo el mejor que existe, es despreciable el desdén mal informado del prójimo. Quizá sentía que, de haber llegado al Grand-Hôtel de Balbec de incógnito con su traje de lana negra y su gorra pasada de moda, habría arrancado una sonrisa a algún calavera que desde su roc-king hubiese murmurado: «¡Vaya espantajo!», o, sobre todo, a algún hombre de mérito que entre sus patillas entrecanas conservara, como el presidente de Audiencia, un rostro fresco y unos ojos inteligentes como a ella le gustaban, y que enseguida hubiese indicado a la lente de aumento de los impertinentes conyugales la aparición de aquel fenómeno insólito; y tal vez por aprensión inconsciente a ese primer minuto que se sabe breve pero que no es menos temido —como la primera vez que uno se tira de cabeza en el agua—, aquella dama enviaba por delante un criado para poner al hotel al corriente de su personalidad y sus costumbres, y cortando en seco la salutación del director subía, con una brevedad en la que había más timidez que orgullo, a su habitación, donde cortinas de su propiedad, en sustitución de las que colgaban de las ventanas, biombos y fotografías interponían entre ella y el mundo exterior al que hubiera debido adaptarse, el tabique de sus costumbres, con tal eficacia que era su propia casa, con ella dentro, la que viajaba más que ella misma.

Desde ese momento, después de haber colocado entre ella por un lado, y el personal del hotel y los proveedores por otro, a sus propios criados, que recibían en su lugar el contacto de aquella humanidad nueva y mantenían alrededor de su ama la atmósfera habitual, después de haber interpuesto sus propios prejuicios entre ella y los bañistas, sin preocuparse por desagradar a gentes que sus amigas no habrían recibido, seguía viviendo en su mundo gracias a la correspondencia con sus amigas, al recuerdo, a la íntima conciencia que tenía de su posición, de la calidad de sus modales, de la competencia de su cortesía. Y todos los días, cuando bajaba para ir a dar un paseo en su calesa, su doncella que la seguía llevando sus cosas, y su lacayo que la precedía parecían como esos centinelas que, a las puertas de una embajada engalanada con los colores del país del que depende, le garantizan, en medio de un suelo extranjero, el privilegio de su extraterritorialidad. El día de nuestra llegada no salió de su cuarto hasta mediada la tarde, y no la vimos en el comedor adonde el director, como recién llegados, nos condujo, bajo su protección, a la hora del almuerzo, lo mismo que un suboficial lleva a unos reclutas al cabo sastre para que los provea de uniformes; pero vimos, en cambio, pasado un instante, a un hidalgüelo y a su hija, de una oscura pero antiquísima familia de Bretaña, el señor y la señorita de Stermaria, cuya mesa nos habían asignado suponiendo que no volverían hasta la noche. Llegados a Balbec con el único objeto de verse con ciertos conocidos suyos que poseían castillos en los alrededores, entre las invitaciones que aceptaban fuera y las visitas que hacían no pasaban en el comedor del hotel más que el tiempo estrictamente necesario. Era su altivez la que los preservaba de cualquier simpatía humana, de todo interés por los desconocidos sentados a su alrededor, entre quienes M. de Stermaria conservaba el aire glacial, impaciente, distante, rudo, puntilloso y malintencionado que se asume en una fonda de estación en medio de viajeros a los que nunca hemos visto, a los que nunca volveremos a ver, y con los que no se conciben otras relaciones que defender frente a ellos el pollo frío propio y su sitio en el vagón. Hacía un momento que habíamos empezado a almorzar cuando vinieron a levantarnos por orden de M. de Stermaria, que acababa de llegar y sin el menor gesto de excusa hacia nosotros rogó en voz alta al maître d'hôtel que cuidase de que no volviera a repetirse semejante error, por ser desagradable para él que «gentes que no conocía» hubiesen ocupado su mesa.

Y, desde luego, en el sentimiento que impulsaba a cierta actriz (más conocida, por lo demás, a causa de su elegancia, su ingenio, sus bellas colecciones de porcelana alemana que por unos pocos papeles interpretados en el Odeón), a su amante, joven riquísimo gracias al cual ella se había cultivado, y a dos hombres muy conocidos de la aristocracia, a hacer rancho aparte en la vida, a viajar siempre juntos, a almorzar en Balbec muy tarde, cuando ya todo el mundo había acabado, a pasar el día en el salón jugando a las cartas, no había malevolencia alguna, sino simplemente las exigencias del gusto que tenían por ciertas formas ingeniosas de conversación, por ciertos refinamientos de la buena mesa, que únicamente les hacía sentir placer comiendo y viviendo juntos, y que les habría vuelto insoportable la vida en común con gentes no iniciadas en él. Delante incluso de una mesa servida, o ante una mesa de cartas, cada uno de ellos necesitaba saber que en el comensal o en el compañero de juego sentado frente a él, reposaban en suspenso e inutilizados cierto saber que permite reconocer la pacotilla con que tantas mansiones de París se adornan haciéndola pasar por un «Edad Media» o un «Renacimiento» auténticos, y, en todo, unos criterios que les eran comunes para distinguir lo bueno de lo malo. En esos momentos, desde luego, la clase especial de existencia en la que, a donde fuesen, los cuatro amigos deseaban permanecer sumidos, sólo se manifestaba mediante alguna interjección rara y extravagante que soltaban en medio del silencio de la comida o de la partida, o mediante el nuevo y encantador vestido que la joven actriz se había puesto para almorzar o jugar un póquer. Pero, al envolverlos así en costumbres que conocían a fondo, ese tipo de existencia bastaba para protegerlos del misterio de la vida ambiente. Durante las largas tardes, el mar sólo estaba suspendido frente a ellos como un cuadro de un colorido agradable colgado en el boudoir de un rico solterón, y sólo entre jugada y jugada alguno de los jugadores, sin nada mejor que hacer, alzaba los ojos hacia el mar para deducir alguna indicación sobre el buen tiempo o la hora, y recordar a los otros que la merienda esperaba. Y por la noche no cenaban en el hotel, donde las fuentes eléctricas, inundando con una luz que manaba a chorros el comedor, lo transformaban en una especie de inmenso y maravilloso acuario ante cuya pared de cristal la población obrera de Balbec, los pescadores y también las familias de la clase media, invisibles en la sombra, se apretujaban contra la cristalera para contemplar, lentamente mecida en remolinos de oro, la lujosa vida de aquellas gentes, tan extraordinaria para ios pobres como la de peces y moluscos extraños (gran cuestión social: saber si la pared de cristal protegerá siempre el festín de los animales maravillosos y si la oscura muchedumbre que mira con avidez en la noche no irá a cogerlos en su acuario y a comérselos). Mientras, quizás entre la multitud parada y confundida en la noche había algún escritor, algún apasionado por la ictiología humana que, mirando las fauces de viejos monstruos femeninos cerrarse sobre un bocado de alimento engullido, se complacía en clasificarlos por su raza, por los caracteres congénitos y también por esos caracteres adquiridos que permiten a una vieja dama serbia cuyo apéndice bucal es el de un enorme pez marino, porque desde su infancia vive en las aguas dulces del faubourg Saint-Germain, comer la ensalada como una La Rochefoucauld.

A esa hora se veía a los tres hombres de esmoquin esperando a la actriz, que solía tardar y que, con un vestido casi siempre nuevo y chales escogidos con arreglo a un gusto peculiar de su amante, después de haber llamado desde su piso al lifi, salía del ascensor como de una caja de juguetes. Y los cuatro, convencidos de que el fenómeno internacional del Palace, implantado en Balbec, había hecho florecer en él más el lujo que la buena cocina, metiéndose en un coche, iban a cenar a media legua de allí, en un pequeño y renombrado restaurante donde mantenían con el cocinero interminables charlas sobre la composición del menú y la confección de los platos. Durante ese trayecto, el camino bordeado de manzanos que parte de Balbec, no era para ellos más que la distancia que debían cubrir —no muy distinta en la oscuridad de la noche de la que separaba sus domicilios parisienses del Café Anglais o de la Tour d’Argent[46] antes de llegar al pequeño y elegante restaurante donde, mientras los amigos del joven adinerado le envidiaban aquella amante tan bien vestida, los chales de ésta desplegaban ante la pequeña comitiva una especie de velo perfumado y levísimo, pero suficiente para separarla del mundo.

Por desgracia para mi tranquilidad, yo estaba muy lejos de ser como toda aquella gente. Muchos de ellos me importaban; habría querido no ser ignorado por un hombre de frente deprimida, mirada esquiva entre las anteojeras de sus prejuicios y de su educación, el gran señor de la comarca, que no era otro que el cuñado de Legrandin: visitaba Balbec de vez en cuando, y los domingos, con el garden-party semanal que su mujer y él daban, despoblaba el hotel de parte de sus habitantes, porque uno o dos de ellos estaban invitados a esas fiestas, y porque los demás, para no parecer que no lo estaban, elegían ese día para irse a una excursión lejana. Sin embargo, el primer día había sido muy mal recibido en el hotel, cuando el personal, recién llegado de la Costa Azul, aún no sabía quién era. No sólo no iba vestido de franela blanca, sino que, por vieja usanza francesa e ignorancia de la vida de los hoteles de lujo, al entrar en un vestíbulo donde había señoras, se había quitado el sombrero en la puerta, obligando al director a tocarse siquiera el suyo para responderle, convencido de que debía de ser % alguien de la más humilde extracción, un hombre, como él decía, «que sale de abajo». Sólo a la mujer del notario le había llamado la atención el recién llegado, del que emanaba toda la vulgaridad envarada de las gentes «comme il faut» y había declarado, con ese fondo de discernimiento infalible y de autoridad irrefutable de una persona para quien no tiene secretos la mejor sociedad de Le Mans, que ante él uno se sentía en presencia de un hombre de alta distinción, de una educación impecable y que contrastaba con todo lo que podía encontrarse en Balbec, que ella juzgaba indigno de su trato hasta el punto de que no lo trataba. Este juicio favorable sobre el cuñado de Legrandin se debía quizás al aspecto apagado de una persona que no tenía nada de intimidatoria, o quizás al hecho de haber reconocido en aquel gentilhombre de campo con trazas de sacristán los signos masónicos de su propio clericalismo.

Aunque me hubiese enterado de que los jóvenes que todos los días montaban a caballo delante del hotel eran los hijos del equívoco dueño de una tienda de novedades al que mi padre nunca hubiera consentido conocer, la «vida de baños de mar» los erigía, a mis ojos, en estatuas ecuestres de semidioses, y lo mejor que podía esperar era que no dejasen caer nunca sus miradas sobre mí, sobre el pobre muchacho que yo era y que sólo salía del comedor del hotel para ir a sentarse en la arena. Habría querido inspirar simpatía incluso al aventurero que había sido rey de una isla desierta en Oceanía, incluso al joven tuberculoso de quien me gustaba suponer que debajo de sus insolentes modales escondía un alma tímida y tierna que quizá hubiese prodigado tesoros de afecto para mí solo. Además (al revés de lo que suele decirse de las amistades de viaje), como ser visto en compañía de ciertas personas puede darnos, en una playa a la que se vuelve algunas veces, un coeficiente sin equivalencia en la verdadera vida mundana, no hay nada, no que se mantenga también a distancia, sino que se cultive con tanto esmero en la vida de París como las amistades de los baños de mar. Me importaba la opinión que de mí podían tener todas aquellas notabilidades momentáneas o locales, a las que mi inclinación a ponerme en el lugar de la gente y a imaginar su estado de ánimo, me hacía situar no en su rango real, en el rango que habrían ocupado por ejemplo en París y que hubiese sido muy inferior, sino en el que ellos se figuraban tener, y que de hecho tenían en Balbec, donde la ausencia de medida común les daba una especie de superioridad relativa y de interés singular. Y entre todos ellos, no había ninguno, ay, cuyo desprecio me doliese más que el de M. de Stermaria.

Porque desde que entraron me había fijado en su hija, en su bonita cara pálida y casi azulada, en el inconfundible porte de su alta estatura, en su modo de caminar, que para mí evocaban con razón su linaje, su educación aristocrática y con mayor claridad dado que conocía su apellido —como esos temas expresivos inventados por músicos de talento y que pintan espléndidamente el centelleo de las llamas, el rumor del río y la paz de los campos para los oyentes que, cuando previamente hojeaban el programa, habían enderezado su imaginación por el buen camino. La «raza», sumando a los encantos de Mlle. de Stermaria la idea de su causa, los volvía más inteligibles, más completos. También los hacía más codiciaderos, anunciando que eran poco asequibles, como un precio elevado incrementa el valor de un objeto que nos ha gustado. Y el tronco hereditario prestaba a aquella tez hecha de jugos escogidos el sabor de una fruta exótica o de un vino célebre.

Pero una circunstancia fortuita puso de improviso en nuestras manos la posibilidad de ganar, la abuela y yo, un prestigio inmediato ante todos los habitantes del hotel. En efecto, desde ese primer día, en el momento en que la vieja dama bajaba de su habitación provocando, gracias al lacayo que la precedía, a la doncella que corría detrás con un libro y una manta olvidados, una viva impresión sobre los ánimos y suscitando en todos una curiosidad y un respeto a los que fue visible que escapaba menos que nadie M. de Stermaria, el director del hotel se inclinó hacia la abuela, y por amabilidad (lo mismo que al sha de Persia o a la reina Ranavalo[47] indican un espectador oscuro que desde luego no puede tener ninguna relación con el poderoso soberano, aunque puede parecerle interesante haberlo visto a unos pasos de distancia) le murmuró al oído: «La marquesa de Villeparisis», en el mismo instante en que aquella dama, viendo a mi abuela, no podía contener una mirada de gozosa sorpresa.

Puede pensarse que la repentina aparición, bajo los rasgos de una viejecita, de la más poderosa de las hadas, no me habría procurado más placer, falto como estaba yo de cualquier medio para acercarme a Mlle. de Stermaria, en un sitio donde no conocía a nadie. Y digo nadie desde un punto de vista práctico. Estéticamente, el número de tipos humanos es demasiado restringido para no sentir a menudo, en cualquier lugar a donde uno vaya, la alegría de encontrarse con personas conocidas, incluso sin buscarlas siquiera en los cuadros de los viejos maestros, como hacía Swann. Y así, desde los primeros días de nuestra estancia en Balbec, me había ocurrido encontrarme a Legrandin, al portero de Swann, y a la propia Mme. Swann, convertidos respectivamente, el primero en camarero de un café, el segundo en un extranjero de paso que no volví a ver, y la última en un bañero. Y una especie de imantación atrae y retiene tan estrechamente unos junto a otros a ciertos caracteres de fisonomía y de mentalidad que cuando la naturaleza introduce así una persona en un nuevo cuerpo, no la mutila demasiado. El Legrandin convertido en camarero de café conservaba intactos su estatura, el perfil de la nariz y una parte del mentón; Mme. Swann había sido seguida, en el sexo masculino y la condición de bañero, no sólo por su fisonomía habitual, sino incluso por un peculiar modo de hablar. Sólo que no podía serme de más utilidad ahora, con su cinturón rojo, e izando, al menor oleaje, la bandera que prohíbe los baños —porque los bañeros, que rara vez saben nadar, son prudentes—, de lo que hubiese podido serlo en el fresco de la Vida de Moisés donde Swann la reconociera tiempo atrás bajo los rasgos de la hija de Jetró[48]. Mientras que aquella Mme. de Villeparisis era, desde luego, la auténtica, no había sido víctima de ningún encantamiento que la hubiese privado de sus poderes; al contrario, era capaz de poner a mi disposición uno que centuplicaría los míos y gracias a ese encantamiento, como si hubiese sido transportado por las alas de un ave fabulosa, iba a serme posible franquear en unos instantes las distancias sociales infinitas —por lo menos en Balbec— que me separaban de Mlle. de Stermaria.

Por desgracia, si había alguien que, más que cualquier otro, viviese encerrado en su universo particular, era mi abuela. Ni siquiera me habría despreciado, simplemente no me habría comprendido, de haber sabido que yo daba mucha importancia a la opinión, que me interesaba por la persona, de gentes cuya existencia ella apenas notaba y cuyo nombre no recordaría cuando hubiese de abandonar Balbec; no me atrevía a confesarle que si esas mismas gentes la hubiesen visto hablar con Mme. de Villeparisis, eso habría supuesto un gran placer para mí, porque me daba cuenta de que la marquesa gozaba de prestigio en el hotel y su amistad nos hubiese dado tono a ojos de M. de Stermaria. Y no es que por lo demás yo mirase a la amiga de la abuela como una persona de la aristocracia, ni mucho menos: estaba demasiado acostumbrado a su apellido, familiar a mis oídos antes de que mi mente se detuviese en él, cuando niño todavía lo oía pronunciar en casa; y su título le añadía simplemente una particularidad extraña como habría hecho un nombre de pila poco usual, igual que ocurre con los nombres de calles, en los que, en la calle Lord Byron, en la calle Rochechouart, tan popular y vulgar, o en la calle de Gramont no se percibe nada más noble que en la calle Léonce-Reynaud o en la calle Hippolyte-Lebas[49]. Mme. de Villeparisis no me hacía pensar en una persona de un mundo especial más que su primo Mac-Mahon, al que yo no diferenciaba de M. Carnot[50], presidente de la República como él, y de Raspail, cuya fotografía había comprado Françoise junto con la de Pío IX[51]. La abuela sostenía por principio que en los viajes no deben tenerse relaciones, que no se va a la orilla del mar para ver a gente —para eso hay tiempo suficiente en París— que nos haría perder en cumplidos, en frivolidades, el tiempo precioso que necesitamos pasar enteramente al aire libre, frente a las olas; y como le parecía más cómodo suponer que todo el mundo compartía esta opinión, que autorizaba entre viejos amigos que el azar ponía frente a frente en el mismo hotel la ficción de un incógnito recíproco, al oír el apellido citado por el director se limitó a mirar hacia otra parte y fingió no ver a Mme. de Villeparisis, quien por su parte, comprendiendo que la abuela no quería dar lugar a reconocimientos, fijó su mirada en el vacío. Y se alejó, dejándome en mi aislamiento como un náufrago al que parecía acercarse un barco que luego ha desaparecido sin detenerse.

También hacía sus comidas en el comedor del hotel, pero en el otro extremo. No conocía a ninguna de las personas que habitaban el hotel o iban allí de visita, ni siquiera a M. de Cambremer; de hecho vi que éste no la saludaba, un día en que había aceptado con su esposa una invitación a almorzar del decano de abogados, quien, embriagado por el honor de sentar al gentilhombre en su mesa, evitaba a sus amigos de los demás días y se limitaba a dirigirles de lejos un guiño para aludir a aquel acontecimiento histórico, aunque con la discreción suficiente para que nadie pudiese interpretarlo como una invitación a acercarse. «Bueno, espero que se arregle bien, que sea usted un hombre chic», le dijo aquella noche la mujer del presidente de Audiencia. —«¿Chic? ¿Por qué?, preguntó el decano, disimulando su alegría bajo un asombro exagerado; ¿lo dice por mis invitados?, añadió, sintiéndose incapaz de seguir fingiendo; pero ¿qué tiene de chic invitar a comer a unos amigos? ¡En alguna parte han de comer!»— «¡Pues eso es chic! ¿Eran los de Cambremer, no[52]? Los he reconocido de sobra. Ella es una marquesa.

Y auténtica. No por las mujeres». —«Oh, es una señora muy sencilla, encantadora, no hay que hacerle ceremonias. ¡Yo creía que ustedes iban a venir, les estuve haciendo señas… les habría presentado!», añadió corrigiendo con una leve ironía la enormidad de su propuesta, como Asuero cuando le dice a Esther: «¿De mis Estados debo daros la mitad[53]?»— «No, no, no, no, nosotros nos quedamos en la sombra, como la humilde violeta». —«Pues le repito que han hecho ustedes mal, respondió el decano, envalentonado ahora que había pasado el peligro.

No se las habrían comido. ¿Qué, echamos nuestra partidita de báciga?». —«¡Con mucho gusto, nos atrevíamos a proponérselo ahora que se trata con marquesas!»— «Oh, vamos, no tienen nada de particular. Mire, mañana por la noche ceno allí. ¿Quieren ir ustedes en mi lugar? Se lo digo de corazón. Francamente, prefiero quedarme aquí». —«¡No, no!…, me destituirían por reaccionario, exclamó el presidente, llorando casi de risa por su broma. Pero a usted también le reciben en Féterne», añadió volviéndose hacia el notario. —«Bueno, voy allá los domingos, se entra por una puerta, se sale por otra. Pero no comen en mi casa, como en la del decano».

Ese día no estaba en Balbec M. de Stermaria, con gran disgusto del decano de abogados. Pero le dijo insidiosamente al maître d’hôtel: «Aimé, debería informar a M. de Stermaria de que no es el único noble que ha habido en este comedor. ¿Se ha fijado en el señor que ha almorzado esta mañana conmigo, eh? ¿Con bigotito, aspecto militar?… Pues es el marqués de Cambremer». —«¿De veras? ¡No me extraña!»— «Eso le enseñará que no es el único que tiene título. ¡Chúpate esa! No está mal bajarles los humos a esos nobles. Bueno, Aimé, no le diga nada si no quiere, lo que digo sólo es para mí; además, él lo conoce bien». Y al día siguiente, M. de Stermaria, sabedor de que el decano de abogados había defendido en un proceso a uno de sus amigos, fue a presentarse él mismo. «Precisamente nuestros comunes amigos los de Cambremer querían reunimos, pero no hemos coincidido en los días, en fin, no sé», dijo el decano, que como muchos mentirosos imaginaba que nadie tratará de aclarar un detalle insignificante, suficiente sin embargo (si el azar os hace entrar en posesión de la humilde realidad que lo contradice) para denunciar un carácter e inspirar una perpetua desconfianza.

Como siempre, pero más fácilmente ahora que su padre se había alejado para hablar con el decano, yo contemplaba a Mlle. de Stermaria. No menos que la audaz y siempre bella singularidad de sus actitudes, como cuando con los codos apoyados en la mesa alzaba el vaso por encima de sus antebrazos, la sequedad de una mirada pronto agotada, la dureza natural, familiar, mal disimulada bajo las inflexiones personales, que se advertía en el fondo de su voz y que había chocado a la abuela, una especie de resorte atávico al que volvía nada más terminar de expresar, con una ojeada o una entonación de voz, sus propias opiniones, todo esto remitía el pensamiento de quien la contemplaba hacia el linaje que le había legado aquella insuficiencia de simpatía humana, unas lagunas de sensibilidad, una carencia de amplitud en el paño que faltaba en todo momento. Pero por ciertas miradas que cruzaban un instante por el fondo tan rápidamente seco de su pupila, y en las que se percibía esa dulzura casi humilde que el gusto predominante por los placeres de los sentidos presta a la más orgullosa, que no tarda en reconocer más que un solo prestigio, el que tiene para ella todo ser capaz de hacérselos sentir, aunque sea un cómico o un saltimbanqui por el que quizás un día abandonará a su marido; por cierto tono de un rosa sensual y vivo que florecía sobre sus mejillas pálidas, semejante al que ponía su encarnado en el corazón de las ninfeas blancas del Vivonne, creía yo intuir que aquella muchacha había de permitir fácilmente que yo fuese a buscar a su lado el sabor de aquella vida tan poética que llevaba en Bretaña, vida a la que, por exceso de hábito, o por distinción innata, o por asco a la pobreza o a la avaricia de los suyos, no parecía dar mucho valor, pero que sin embargo llevaba encerrada en su cuerpo. En la frágil reserva de voluntad que le habían transmitido y que daba a su expresión un no sé qué de cobarde, quizá no hubiese encontrado fuerzas para resistir. Y aquel sombrero gris, rematado por una pluma un tanto pasada de moda y pretenciosa, que invariablemente llevaba en todas las comidas, me la volvía más dulce, no porque armonizase con su cutis de plata y rosa, sino porque, permitiéndome que la supusiese pobre, la acercaba a mí. Obligada a una actitud convencional por la presencia de su padre, pero aportando ya a la percepción y a la clasificación de los seres que estaban ante ella unos principios distintos a los de su progenitor, acaso viera en mí no el rango insignificante, sino el sexo y la edad. Si un día M. de Stermaria hubiese salido sin ella, y sobre todo si Mme. de Villeparisis, viniendo a sentarse a nuestra mesa, le hubiese dado de nosotros una opinión que me hubiera animado a abordarla, tal vez habríamos podido cambiar unas palabras, concertar una cita, vincularnos más. Y, un mes en el que sus padres la hubiesen dejado sola en su novelesco castillo, tal vez habríamos podido pasear solos los dos en el crepúsculo del atardecer, cuando las rosadas flores de los brezos brillarían más tenues sobre el agua ensombrada, bajo los robles batidos por el chapoteo de las olas. Juntos habríamos recorrido aquella isla impregnada de tanto encanto para mí por haber encerrado la vida cotidiana de Mlle. de Stermaria y reposar ahora en la memoria de sus ojos. Porque pensaba que no había de poseerla verdaderamente sino allí, cuando hubiese atravesado aquellos lugares que la envolvían con tantos recuerdos —velo que mi deseo quería arrancar, de esos que la naturaleza interpone entre la mujer y algunos seres (con la misma intención con que, para todos, coloca entre ellos y el placer más vivo el acto de la reproducción, y en los insectos sitúa delante del néctar el polen que han de transportar) a fin de que engañados por la ilusión de poseerla de modo más completo estén obligados a apoderarse primero de los paisajes en que la mujer vive y que, más útiles para su imaginación que el placer sensual, sin éste no hubiesen bastado sin embargo para atraerlos.

Pero hube de apartar la vista de Mlle. de Stermaria, porque, considerando sin duda que trabar contacto con una personalidad importante era un acto singular, breve y suficiente en sí mismo, y que para desarrollar todo el interés que implicaba sólo exigía un apretón de manos y una mirada penetrante sin conversación inmediata ni relaciones ulteriores, su padre ya se había despedido del decano de abogados y tornaba a sentarse frente a ella, frotándose las manos como quien acaba de hacer una adquisición preciosa. En cuanto al decano, una vez pasada la primera emoción de aquella entrevista, a ratos se le oía decir dirigiéndose al maître d'hôtel, como todos los días: «Pero yo no soy rey, Aimé; vaya, vaya usted junto al rey; mire qué buena pinta tienen esas truchillas, Presidente, vamos a pedírselas a Aimé. Aimé, ese pescadito de ahí parece muy recomendable: tráiganoslo, Aimé, y a discreción».

Esta repetición constante del nombre de Aimé hacía que, cuando tenía algún invitado a cenar, éste le dijese: «Veo que está usted bien considerado en la casa», y se creía en el deber de pronunciar continuamente «Aimé» por esa predisposición, mezcla de timidez, vulgaridad y tontería, que muestran ciertas personas a creer que es fino y elegante imitar al pie de la letra a las personas con las que están. Repetía sin cesar el nombre, pero con una sonrisa, porque pretendía hacer alarde al mismo tiempo de sus buenas relaciones con el maître d’hótel y propia superioridad sobre él. Por su parte el maître d’hótel, cada vez que salía su nombre, sonreía con cariño y orgullo, mostrando que era sensible al honor y que comprendía la broma.

Por más intimidatorias que para mí siempre fuesen las comidas en aquel amplio restaurante, habitualmente lleno, del Grand-Hôtel, todavía lo eran más cuando llegaba por unos días el propietario (o director general elegido por una sociedad de comanditarios, no sé), no sólo de aquel hotel de lujo sino de otros siete u ocho situados en las cuatro esquinas de Francia, en los que pasaba, yendo y viniendo de uno a otro, una semana de vez en cuando. Entonces, casi al principio de la cena, todas las noches, aparecía en la puerta del comedor aquel hombrecillo de pelo blanco, de nariz roja, de una impasibilidad y una corrección extraordinarias, que al parecer pasaba, tanto en Londres como en Montecarlo, por uno de los primeros hoteleros de Europa. En una ocasión en que yo había salido un momento al principio de la cena, cuando al volver pasé delante, me saludó, sin duda para demostrar que me hallaba en su casa, pero con una frialdad cuya causa no supe averiguar si se debía a la reserva de quien no olvida lo que es, o al desdén por un cliente sin importancia. Ante los que la tenían mucha, en cambio, el Director general hacía una inclinación igual de fría pero más profunda, con los párpados bajados por una especie de respeto púdico, como si delante de él tuviese, en un entierro, al padre de la difunta o al Santísimo. Salvo para estos saludos fríos y raros, no hacía un solo movimiento, como para mostrar que sus ojos chispeantes que parecían salírsele de la cara veían todo, regulaban todo, aseguraban en la «Cena al Grand-Hôtel» tanto el acabado de los detalles como la armonía del conjunto. Evidentemente, más que director de escena, más que jefe de orquesta, se sentía auténtico generalísimo. Estimando que una contemplación llevada a su máximum de intensidad le bastaba para cerciorarse de que todo estaba dispuesto, de que ningún error cometido podía acarrear el desastre, y para asumir en suma sus responsabilidades, se abstenía no sólo de cualquier gesto, sino incluso de mover unos ojos petrificados por la atención, que abarcaban y dirigían la totalidad de las operaciones. Tenía la sensación de que ni siquiera los movimientos mismos de mi cuchara se le escapaban, y aunque él desaparecía después de la sopa, la revista que acababa de pasar me había quitado el apetito para toda la cena. El suyo era muy bueno, como podía verse en la comida que hacía como un simple particular, a la misma hora de todo el mundo, en el comedor. Su mesa sólo tenía una particularidad: mientras comía, el otro director, el habitual, permanecía todo el tiempo de pie dándole conversación. Porque siendo el subordinado del Director general, trataba de adularle y le tenía mucho miedo. El mío era menor durante esas comidas, porque él, confundido entonces en medio de los clientes, mantenía la discreción de un general sentado en un restaurante donde también hay soldados, aparentando que no se fija en ellos. Sin embargo, cuando el conserje, rodeado por sus «botones», me anunciaba: «Vuelve a marcharse mañana para Dinard. Y de allí va a Biarritz y luego a Cannes», yo respiraba con mucha mayor libertad.

Mi vida en el hotel se había vuelto no sólo triste porque allí no tenía relaciones, sino también incómoda, porque Françoise había hecho muchas. Puede parecer que éstas habrían debido facilitarnos las cosas. Ocurría todo lo contrario. Los proletarios, si encontraban cierta dificultad para que Françoise los tratase como a conocidos y únicamente lo conseguían a costa de ciertas condiciones de gran cortesía con ella, en cambio, en cuanto lo lograban, eran las únicas personas que le merecían respeto. Su viejo código le enseñaba que no tenía ninguna obligación con los amigos de sus amos, que si tenía prisa podía mandar a paseo a una señora que venía a visitar a la abuela. Pero con sus relaciones personales, es decir con las pocas personas del pueblo admitidas a su difícil amistad, regulaba sus acciones por el protocolo más sutil y más absoluto. Por ejemplo, cuando conoció al cafetero y a una doncellita que hacía vestidos para una dama belga, Françoise no subía a preparar las cosas de la abuela inmediatamente después de la comida, sino una hora más tarde porque el cafetero quería hacerle café o una tisana en la cafetería, porque la doncella le pedía que fuese a verla coser y negarse hubiese sido imposible y de esas cosas que no se hacen. Además, la doncellita le merecía atenciones especiales porque era huérfana y se había criado con una familia extraña, con la que a veces iba a pasar unos días. Tal situación suscitaba la compasión de Françoise, además de su benévolo desdén. Ella sí tenía familia, una casita que le venia de sus padres y donde su hermano criaba unas cuantas vacas, y no podía considerar como su igual a una muchacha sin raíces. Y como esa muchacha esperaba al 15 de agosto para ir a ver a sus bienhechores, Françoise no podía por menos que repetir: «¡Qué risa me da! Dice: espero ir a mi casa el 15 de agosto. ¡A mi casa, dice! Ni siquiera es su tierra, es gente que la recogió, y dice a mi casa como si realmente fuese suya. ¡Pobre pequeña! ¡Qué miseria la que debe de sufrir para no saber siquiera lo que es tener una casa!». Pero si Françoise sólo hubiese hecho amistad con doncellas traídas por algunos clientes, que cenaban con ella en el «comedor del servicio» y ante su hermosa cofia de encaje y la finura de su perfil la tomaban por una señora, noble acaso, obligada por las circunstancias o impulsada por el afecto a servir de dama de compañía a la abuela, en una palabra si Françoise sólo hubiese conocido a personas que no eran del hotel, el mal no hubiese sido grande, porque no hubiera podido impedirles sernos útiles en algo, por la simple razón de que en ningún caso, incluidas las personas que no conocía, habrían podido servirnos de nada. Pero también mantenía trato con un sumiller, con un hombre de la cocina, con una encargada de piso. Y el fruto, por lo que concernía a nuestra vida diaria, era que Françoise, que desde el día de su llegada, cuando aún no conocía a nadie, llamaba a diestro y siniestro por la menor cosa, a unas horas en que ni la abuela ni yo nos habríamos atrevido a hacerlo, y si le hacíamos alguna leve observación replicaba: «Si se paga tanto es para esto», como si fuese ella quien pagase, ahora, desde que se había hecho amiga de toda una personalidad de la cocina, cosa que nos había parecido de buen augurio para nuestra comodidad, si la abuela o yo teníamos frío en los pies Françoise no se atrevía a llamar aunque fuese una hora completamente normal; aseguraba que estaría mal visto porque tendrían que encender los hornillos otra vez, o interrumpiría la cena de los criados que se enfadarían. Y terminaba con una locución que, pese a la forma incierta con que la pronunciaba, no por eso era menos explícita ni dejaba de quitarnos la razón: «El caso es que…». No insistíamos, por miedo a que nos infligiese otra, mucho más grave: «¡Es demasiado!…». De modo que en última instancia ya no podíamos conseguir agua caliente porque Françoise se había hecho amiga de quien tenía que calentarla.

Por fin, también nosotros hicimos una amistad, a pesar pero por medio de la abuela, porque ella y Mme. de Villeparisis toparon de frente una mañana en una puerta y no les quedó más remedio que abordarse no sin un intercambio previo de gestos de sorpresa y de vacilación, ejecución de movimientos de retroceso, de duda y por último protestas de cortesía y júbilo como en ciertas escenas de Moliere donde dos actores que, desde hace un rato están monologando cada uno por su lado a unos pocos pasos el uno del otro, suponen no haberse visto todavía y de repente se ven, no pueden dar crédito a sus ojos, se quitan la palabra y terminan hablando los dos a la vez, para, cuando el coro ha seguido su diálogo, acabar arrojándose uno en brazos del otro[54]. Por discreción, Mme. de Villeparisis quiso despedirse enseguida de la abuela, quien por el contrario prefirió retenerla hasta la hora del almuerzo, deseando saber cómo se las arreglaba para recibir el correo antes que nosotros y conseguir buenos asados (porque a Mme. de Villeparisis, muy comilona, le gustaba muy poco la cocina del hotel donde nos servían unas comidas que según la abuela, citando siempre a Mme. de Sévigné, eran «de una magnificencia como para morirse de hambre[55]»). Y la marquesa tomó la costumbre de venir todos los días, mientras esperaba que le sirviesen, a sentarse un momento a nuestro lado en el comedor, sin permitir que nos levantásemos ni nos molestásemos para nada. A lo sumo, acabada la comida, nos entreteníamos a veces charlando con ella, en ese momento sórdido en que los cuchillos andan rodando sobre el mantel al lado de servilletas deshechas. Por mi parte, para poder sentir cariño por Balbec, necesitaba mantener viva la idea de que estaba en la punta extrema de la tierra, me esforzaba por mirar más lejos, ver únicamente el mar, buscar ciertos efectos descritos por Baudelaire y no permitir que mis ojos se posasen sobre nuestra mesa salvo los días en que habían servido algún pescado enorme, monstruo marino que al revés de los tenedores y los cuchillos era contemporáneo de las épocas primitivas, cuando la vida empezaba a afluir en el Océano, en el tiempo de los cimerios[56], y cuyo cuerpo de innumerables vértebras, de nervios azules y rosas, había sido obra de la naturaleza, pero con arreglo a un plan arquitectónico, como una polícroma catedral del mar.

Como un peluquero que, viendo a un militar al que sirve con especial consideración reconocer a un cliente que acaba de entrar y entablar con él una breve charla, se alegra al descubrir que pertenecen al mismo mundo y no puede dejar de sonreír mientras va en busca de la jabonera, consciente de que, a las vulgares tareas del salón de peluquería, en su establecimiento se añaden placeres sociales, incluso aristocráticos, así Aimé, viendo que Mme. de Villeparisis había encontrado en nosotros a viejos conocidos, iba a buscar nuestro enjuagadientes[57] con la misma sonrisa orgullosamente modesta y sabiamente discreta de un ama de casa que sabe retirarse en el momento oportuno. También se hubiera dicho un padre que, dichoso y enternecido, vela sin turbarla la felicidad de un noviazgo que se ha concertado a su mesa. Por lo demás, bastaba pronunciar el nombre de un personaje con título para que el rostro de Aimé pareciese feliz, al contrario de Françoise, en cuya presencia no podía decirse «el conde Tal» sin que su cara se ensombreciese y sus palabras se volviesen secas y concisas, lo cual significaba no que amaba a la nobleza menos que Aimé, sino más. Por otra parte, Françoise tenía la cualidad que en los otros le parecía el peor de los defectos, era orgullosa. No pertenecía a la raza agradable y llena de bonhomía de la que Aimé formaba parte. Sienten, manifiestan un vivo placer cuando alguien les cuenta un hecho más o menos sabroso, pero inédito, que no aparece en el periódico. A Françoise no le gustaba poner cara de asombro. Si en su presencia se hubiese dicho que el archiduque Rodolfo[58], cuya existencia nunca había sospechado, no había muerto como se tenía por cierto, sino que seguía vivo, hubiese respondido «Sí», como si lo supiese hacía mucho tiempo. Además, si de nuestros labios, de nosotros a quienes llamaba tan humildemente sus amos y que casi habíamos conseguido domarla, no pudo oír, sin tener que reprimir un movimiento de cólera, el nombre de un noble, es de suponer que la familia de la que había salido ocupaba en su pueblo una posición desahogada, independiente, una posición tal que la consideración de que gozaba sólo podía ser perturbada por aquellos mismos nobles en cuya casa, por el contrario, y desde la niñez, un Aimé ha servido como criado, si es que no fue criado en ella por caridad. De modo que a ojos de Françoise, Mme. de Villeparisis tenía que hacerse perdonar ser noble. Pero, en Francia al menos, eso es precisamente el talento, además de la única ocupación, de los grandes señores y de las grandes damas. Françoise, siguiendo la tendencia de los criados que continuamente recoge sobre las relaciones de sus amos con las demás personas observaciones fragmentarias de las que a veces sacan inducciones erróneas —como hacen los humanos sobre la vida de los animales—, pensaba en todo momento que nos habían «faltado», conclusión a la que fácilmente la llevaba, por otra parte, además de su desmedido amor por nosotros, el placer que sentía en resultarnos desagradable. Pero tras comprobar, sin error posible, las mil deferencias con que Mme. de Villeparisis nos rodeaba y la rodeaba a ella misma, Fran—$oise le perdonó ser marquesa y, como nunca había dejado de agradecerle que lo fuera, terminó prefiriéndola a todas las personas que conocíamos. Cierto también que ninguna se esforzaba por demostrarnos una solicitud tan constante. Siempre que la abuela se fijaba en un libro que Mme. de Villeparisis estaba leyendo o ponderaba unas frutas que ésta había recibido de una amiga, una hora después subía un ayuda de cámara para entregarnos el libro o frutas. Y cuando luego la veíamos, para responder a nuestro agradecimiento se limitaba a decir, como quien trata de buscar una excusa a su regalo en alguna utilidad especial: «No es una obra maestra, pero los periódicos llegan tan tarde que hay que tener algo que leer», o: «Siempre es más prudente tener algo de fruta de la que una esté segura a la orilla del mar». «Me parece que ustedes nunca comen ostras, nos dijo Mme. de Villeparisis (aumentando la impresión de repugnancia que yo sentía a esa hora, porque la carne viva de las ostras me repugnaba todavía más que la viscosidad de las medusas que me echaban a perder la playa de Balbec); ¡en esta costa son exquisitas! ¡Ah!, le diré a mi doncella que recoja sus cartas cuando vaya por las mías. ¿Cómo? ¿Que su hija le escribe todos los días? Pero ¿encuentran cosas que decirse?». Mi abuela permaneció callada, pero es posible que fiiese por desdén, ella que solía repetir para mamá las palabras de Mme. de Sévigné: «Nada más recibir una carta, ya quisiera tener otra, sólo respiro para recibirlas. Pocas gentes son dignas de comprender lo que siento[59]». Y yo temía que aplicase a Mme. de Villeparisis la conclusión: «Busco a los que pertenecen a esa minoría, y evito a los demás». Cambió de tema elogiando la fruta que Mme de Villeparisis nos había enviado la víspera. Y de hecho era tan buena que el director, a pesar de los celos de sus fruteros desdeñados, me había dicho: «Yo soy como usted, soy más gozoso[60] de fruta que de cualquier otro postre». La abuela le dijo a su amiga que la había apreciado tanto más porque la que servían en el hotel era casi siempre detestable: «No puedo decir, añadió, como Mme. de Sévigné, que si por capricho quisiésemos encontrar fruta mala, nos veríamos obligados a mandar traerla de París[61]». —«¡Ah, sí, usted lee a Mme. de Sévigné! La veo desde el primer día con sus Lettres (olvidaba que nunca había visto a mi abuela en el hotel antes de topar con ella en aquella puerta). ¿No le parece que es un poco exagerada esa constante preocupación por su hija? Habla demasiado de ella para ser realmente sincera. Le falta naturalidad». A la abuela la discusión le pareció inútil y, para evitar tener que hablar de cosas que amaba con alguien que no podía comprenderlas, ocultó, colocando su bolso encima, las Mémories de Madame de Beausergent.

Cuando Mme. de Villeparisis encontraba a Françoise en el momento (que ella llamaba «el mediodía») en que, con un hermoso gorro y rodeada de la consideración general, bajaba a «comer con el servicio», la paraba para preguntarle por nosotros. Y Françoise nos transmitía los recados de la marquesa: «Ha dicho: Les dará usted los buenos días», remedando la voz de Mme. de Villeparisis, cuyas palabras creía citar textualmente aunque las deformaba no menos que Platón las de Sócrates o san Juan las de Jesús. Estas atenciones, como es lógico, conmovían profundamente a Françoise. En última instancia no creía a la abuela y pensaba que mentía por interés de clase, dado que los ricos se apoyan unos a otros, cuando ésta aseguraba que Mme. de Villeparisis había sido en otro tiempo fascinante. Cierto que subsistían muy débiles vestigios con que poder, a menos de ser más artista que Françoise, restituir la belleza destruida. Porque, para comprender lo hermosa que ha podido ser una mujer vieja, no sólo hay que mirar, sino traducir cada rasgo. «Tendré que pensar alguna vez en preguntarle si me equivoco y si no está emparentada con los Guermantes», me dijo la abuela, provocando mi indignación. ¿Cómo habría podido creer yo en un origen común entre dos apellidos que habían entrado en mí, uno por la puerta baja y vergonzosa de la experiencia, otro por la puerta de oro de la imaginación?

Desde hacía unos días se veía pasar a menudo, con un carruaje magnífico, alta, pelirroja, bella, con una nariz algo pronunciada, a la princesa de Luxembourg[62] que estaba veraneando unas semanas en la región. Su calesa se había detenido delante del hotel, un lacayo había entrado a hablar con el director, había vuelto al coche y había entregado unas frutas maravillosas (que, como la bahía misma, unían diversas estaciones en un solo cestillo), con una tarjeta: «La princesa de Luxembourg», donde había unas palabras a lápiz. ¿A qué viajero principesco que parase allí de incógnito podían ir destinadas aquellas ciruelas glaucas, luminosas y esféricas como en ese momento era la rotundidad del mar, unas uvas transparentes que pendían de la madera seca como un claro día de otoño, unas peras de un ultramar de cielo? Porque no podía ser a la amiga de la abuela a quien la princesa había querido visitar. Sin embargo, al día siguiente por la noche Mme. de Villeparisis nos envió el racimo de uvas fresco y dorado y unas ciruelas y unas peras que también reconocimos, aunque las ciruelas hubiesen pasado ya, como el mar a la hora de nuestra cena, al malva y aunque en el ultramar de las peras flotasen algunas formas de nubes rosadas. Unos días más tarde encontramos a Mme. de Villeparisis saliendo del concierto sinfónico que daban por la mañana en la playa. Convencido de que las obras que yo oía (el preludio de Lohengrin, la obertura de Tannháuser, etc.) expresaban las verdades más altas, hacía lo posible por elevarme y llegar hasta ellas, extraía de mí, para comprenderlas, y se lo entregaba, todo lo que de mejor, de más profundo guardaba dentro de mí.

Pues bien, al salir del concierto, cuando, en el camino que va hacia el hotel, nos habíamos detenido un instante en el malecón, mi abuela y yo, para cambiar unas palabras con Mme. de Villeparisis, quien nos anunciaba que había encargado para nosotros en el hotel unos croque-monsieur[63] y unos huevos a la crema, de lejos vi venir hacia nosotros a la princesa de Luxembourg, medio apoyada en la sombrilla para imprimir a su alto y maravilloso cuerpo aquella ligera inclinación, haciéndole dibujar aquel arabesco tan grato a las mujeres que habían sido bellas durante el Imperio, y que sabían, con los hombros caídos, la espalda recta, la cadera metida, la pierna estirada, hacer flotar su cuerpo blandamente como un pañuelo de seda alrededor de la armadura de un invisible tallo inflexible y oblicuo que lo habría atravesado. Salía todas las mañanas a dar su vuelta por la playa casi a la hora en que todo el mundo subía después del baño para el almuerzo, y como el suyo no era hasta la una y media, no regresaba a su villa sino mucho después de que los bañistas hubiesen abandonado el malecón desierto y ardiente. Mme. de Villeparisis presentó a mi abuela, quiso presentarme a mí, mas hubo de preguntarme mi apellido, porque no lo recordaba. Quizá no lo había sabido nunca, o, en todo caso, había olvidado hacía muchos años con quién había casado mi abuela a su hija. El apellido pareció causar viva impresión en Mme. de Villeparisis.

Entretanto la princesa de Luxembourg nos había tendido la mano y, de vez en cuando, mientras hablaba con la marquesa, se volvía para posar dulces miradas sobre la abuela y sobre mí, con ese embrión de beso que suele añadirse a la sonrisa cuando va dirigida a un bebé con su niñera.

Y en su deseo de no dar la impresión de situarse en una esfera superior a la nuestra, había calculado mal sin duda la distancia, porque, por un error de ajuste, sus miradas se impregnaron de tal bondad que vi acercarse el momento en que nos acariciaría con la mano como a dos simpáticos animalillos que hubiesen avanzado la cabeza hacia ella, por entre los barrotes, en el Jardín de Aclimatación. Y esa idea de animales y de Bois de Boulogne enseguida adquirió mayor consistencia para mí. Era la hora en que los chillones vendedores ambulantes de pasteles, dulces y panecillos recorrían el malecón. Sin saber qué hacer para demostrarnos su benevolencia, la princesa detuvo al primero que pasó: sólo le quedaba un pan de centeno, de esos que se echa a los patos. La princesa lo cogió y me dijo: «Es para su abuela». Fue sin embargo a mí a quien se lo tendió, añadiendo con una fina sonrisa: «Déselo usted mismo», pensando que así mi placer sería más completo si no había intermediarios entre los animales y yo. Se acercaron otros vendedores, y la princesa me llenó los bolsillos de todo lo que llevaban, paquetitos muy bien atados con citas, plaisirs[64], borrachos y pirulíes. Me dijo: «Cómaselos, pero dele también algo a su abuela», y mandó al negrito vestido de raso rojo que la seguía a todas partes y causaba sensación en la playa que pagase a los vendedores. Luego se despidió de Mme. de Villeparisis y nos tendió la mano con la intención de tratarnos del mismo modo que a su amiga, como íntimos, y ponerse a nuestra altura. Pero esta vez debió de situar nuestro nivel algo menos bajo en la escala de los seres, porque expresó a la abuela la idea de su igualdad con nosotros por medio de esa tierna y maternal sonrisa que dedicamos a un chiquillo cuando nos despedimos de él como si fuese una persona mayor. Gracias a un maravilloso progreso de la evolución, mi abuela ya no era un pato o un antílope, sino aquello que Mme. Swann hubiese llamado un baby. Por último, después de separarse de nosotros tres, la princesa continuó su paseo por el soleado malecón encorvando su magnífica estatura que, como una serpiente alrededor de una varita, se enlazaba a la sombrilla blanca con estampaciones azules que Mme. de Luxembourg llevaba cerrada en la mano. Era mi primera alteza, y digo la primera porque la princesa Mathilde no lo era para nada de modales. La segunda, como se verá más adelante[65], no había de sorprenderme menos por su simpatía. Al día siguiente me fue revelada una forma de la amabilidad de los grandes señores, intermediarios benévolos entre los soberanos y los burgueses, cuando Mme. de Villeparisis nos dijo: «Le han parecido ustedes encantadores. Es una mujer de mucho discernimiento, de gran corazón. No es como tantos soberanos o altezas. Su valor es auténtico». Y Mme. de Villeparisis añadió con aire convencido, y contentísima de poder decírnoslo: «Creo que estaría encantada de volver a verles».

Pero esa misma mañana, nada más dejar a la princesa de Luxembourg, Mme. de Villeparisis me dijo algo que me chocó más y que escapaba al ámbito de la amabilidad. «Entonces ¿es usted hijo del director del ministerio?, me preguntó. Ah, he oído decir que su padre es un hombre encantador. En este momento está haciendo un viaje muy bonito».

Pocos días antes habíamos sabido por una carta de mamá que mi padre y su compañero M. de Norpois habían perdido sus equipajes. «Ya los han encontrado, o mejor dicho nunca llegaron a perderse, lo que ocurrió fue lo siguiente, nos dijo Mme. de Villeparisis, quien, por razones que se nos escapaban, parecía mucho más informada que nosotros de los detalles de aquel viaje. Creo que su padre adelantará su regreso a la semana próxima, porque probablemente renunciará a ir a Algeciras[66]. Pero desea dedicar un día más a Toledo, porque es un gran admirador de un discípulo del Tiziano cuyo nombre no recuerdo y que sólo puede verse bien allí[67]».

Y yo me preguntaba por qué azar, en la lente de indiferencia con que Mme. de Villeparisis observaba desde bastante lejos la agitación sumaria, minúscula e imprecisa de la multitud de gentes que conocía, había venido a intercalarse en el lugar desde el que contemplaba a mi padre un trozo de cristal de un aumento tan prodigioso que le permitía ver con tanto relieve y con el mayor detalle todas las cosas agradables de mi padre, las contingencias que le forzaban a regresar, sus engorros de aduana, su pasión por El Greco, y cambiando para ella la escala de su visión, le mostraba sólo a aquel hombre tan alto en medio de los otros, pequeñísimos, como ese Júpiter a quien Gustave Moreau atribuyó, cuando lo pintó junto a una débil mortal, una estatura más que humana[68].

La abuela se despidió de Mme. de Villeparisis para que pudiésemos seguir respirando el aire un rato más delante del hotel, en espera de que a través del cristal nos hiciesen seña de que nuestro almuerzo estaba ya servido. Se oyó un tumulto. Era la joven querida del rey de los salvajes, que venía de tomar su baño y volvía para el almuerzo.

«¡Realmente es una calamidad, es como para irse de Francia!», exclamó con rabia el decano de abogados que pasaba en ese momento.

Sin embargo, la mujer del notario clavaba unos ojos desorbitados en la falsa soberana. «No puedo decirle cómo me irrita Mme. Blandais cuando mira así a esas gentes, dijo el decano de abogados al presidente. Me entran ganas de darle una bofetada. Así es como se da importancia a esta gentuza que, desde luego, lo único que pide es que se ocupen de ella. Diga usted a su marido que la advierta de que es ridículo; yo no vuelvo a salir con ellos si manifiestan una atención tan evidente a los que se disfrazan».

En cuanto a la llegada de la princesa de Luxembourg, cuya carroza, el día que trajo la fruta, se había detenido delante del hotel, no había pasado inadvertida al grupo de las esposas del notario, del decano de abogados y del presidente de Audiencia, muy excitado desde hacía algún tiempo por saber si era una marquesa auténtica y no una aventurera aquella Mme. de Villeparisis a la que se trataba con tanta consideración, de la que todas aquellas damas ardían por saber que no era digna. Cuando Mme. de Villeparisis cruzaba el hall, la mujer del presidente de Audiencia, que en todas partes olfateaba libertinas, levantaba la nariz de su labor y la miraba de una forma que hacía retorcerse de risa a sus amigas. «¡Oh!, ya saben ustedes, decía con orgullo, que siempre empiezo pensando mal. Sólo consiento en admitir que una mujer está realmente casada cuando me han enseñado las partidas de nacimiento y las actas notariales. Pero no tengan cuidado, ya haré yo mi pequeña indagación».

Y cada día todas aquellas damas acudían riendo. «Venimos a por noticias». Pero la noche de la visita de la princesa de Luxembourg, la mujer del presidente de Audiencia se llevó un dedo a los labios. «Hay novedades». —«¡Oh, Mme. Poncin es extraordinaria! Nunca he visto cosa igual, pero digan, ¿qué hay?»— «Pues hay una mujer de pelo amarillo, con un dedo de colorete en la cara, y un coche que olía a ramera a una legua, uno de esos que sólo gastan esas señoritas, ha llegado hace un rato para ver a la presunta marquesa». —«¡Huy, huy, huy…! ¡Cataplum! ¡Figúrense! Pero si es esa misma dama que ya vimos, ¿no se acuerda, decano? La que nos causó tan mala impresión, pero no sabíamos que había venido por la marquesa. Una mujer con un negro, ¿verdad?»— «Precisamente». —«Pero ¿qué me dice? ¿No sabe su nombre?»— «Sí, he hecho como que me equivocaba y he cogido su tarjeta: ¡tiene por nombre de guerra el de princesa de Luxembourg! ¡Razón tenía yo para no fiarme! ¡Pues sí que es divertido vivir aquí en promiscuidad con esa especie de baronesa d’Ange[69]!». El decano citó a Mathurin Régnier y Macette[70] al presidente de Audiencia.

Por lo demás no hay ninguna necesidad de creer que ese malentendido fuese momentáneo como los que se producen en el segundo acto de un vodevil para disiparse en el último. Mme. de Luxembourg, sobrina del rey de Inglaterra y del emperador de Austria, y Mme. de Villeparisis, siempre parecieron cuando la primera venía a buscar a la segunda para dar un paseo en coche dos desvergonzadas de esas que tan difícil resulta evitar en las aguas termales. Las tres cuartas partes de los hombres del faubourg Saint-Germain pasan a ojos de una buena parte de la burguesía por arruinados crapulosos (además de serlo individualmente algunas veces) a los que, por tanto, nadie recibe. La burguesía es demasiado honrada en eso, porque sus taras no les impedirían ser recibidos con la mayor deferencia allí donde ella no lo será nunca. Ellos, además, están tan convencidos de que la burguesía lo sabe que afectan una sencillez en lo que les concierne, una denigración hacia sus amigos particularmente «sin un céntimo», que termina perfeccionando el malentendido. Si por casualidad un hombre del gran mundo tiene trato con la pequeña burguesía porque, extremadamente rico, resulta que preside las sociedades financieras más importantes, la burguesía, viendo por fin un noble digno de ser un gran burgués, estaría dispuesta a jurar que ese hombre no tiene relación alguna con el marqués jugador y arruinado a quien creen tanto más falto de relaciones cuanto más afable es. Y no logra recobrarse cuando el duque, presidente del consejo de administración del colosal Negocio, elige por mujer para su hijo a la hija del marqués jugador, pero cuyo apellido es el más antiguo de Francia, lo mismo que un soberano preferirá dar por esposa a su hijo la hija de un rey destronado antes que la de un presidente de la república en funciones. Es resumen, esos dos mundos tienen uno del otro una visión no menos quimérica que la que los habitantes de una playa situada en uno de los extremos de la bahía de Balbec tienen de la playa situada en el extremo opuesto: desde Rivebelle se divisa un poco Marcouville la Orgullosa; pero incluso esto engaña, porque creen que se les ve desde Marcouville, cuando, por el contrario, desde ahí los esplendores de Rivebelle son en gran parte invisibles.

Cuando el médico de Balbec, llamado por un acceso febril que yo había tenido, estimó que no debía quedarme de la mañana a la noche a la orilla del mar, a pleno sol, con aquellos calores tan enormes, y extendió varias recetas farmacéuticas para mi uso, la abuela cogió las recetas con un respeto aparente en el que reconocí de inmediato su firme decisión de no hacerme seguir ninguna, pero tuvo en cuenta el consejo en materia de higiene y aceptó la oferta de Mme. de Villeparisis de darnos algunos paseos en coche. Hasta la hora del almuerzo, yo iba y venía de mi habitación a la de la abuela. No daba ésta directamente al mar como la mía, pero recibía luz de tres lados diferentes: por una esquina del malecón, por un patio y por el campo, y estaba amueblada de manera distinta, con sillones bordados de filigranas metálicas y flores rosas de las que parecía emanar el agradable y fresco aroma que se notaba al entrar. Y a esa hora en que unos rayos procedentes de exposiciones y como de horas distintas, quebraban las esquinas de la pared, ponían sobre la cómoda junto a un reflejo de la playa un altarito esmaltado de color como las flores del camino, colgaban en la pared las alas plegadas, trémulas y tibias de una claridad pronta a emprender su vuelo, caldeaban como un baño un recuadro de alfombra provinciana delante de la ventana del patinillo que el sol decoraba de festones como una parra, realzaban el encanto y la complejidad de la decoración mobiliaria dando la impresión de exfoliar la seda florida de los sillones y despegar su pasamanería, aquella habitación que yo cruzaba un momento antes de ir a vestirme para el paseo me daba la impresión de un prisma en el que se descomponían los colores de la luz exterior, de una colmena en la que los jugos de la jornada que yo pretendía saborear estaban disociados, desparramados, embriagadores y visibles, de un jardín de la esperanza que se disolvía en un palpitar de rayos de plata y de pétalos de rosa. Pero ante todo había descorrido mis cortinas, impaciente por saber qué Mar era el que jugaba aquella mañana al borde de la orilla, como una Nereida. Porque cada uno de aquellos Mares nunca duraba más de un día. Al día siguiente había otro que a veces se le parecía. Pero nunca vi dos veces el mismo.

Los había que eran de una belleza tan rara que, al verlos, mi placer aumentaba todavía más por la sorpresa. ¿Por qué privilegio, unas mañanas más que otras, la ventana, al entreabrirse, descubrió a mis ojos maravillados la ninfa Glaucónome[71], cuya perezosa belleza, de blando respirar, tenía la transparencia de una vaporosa esmeralda a través de la cual veía yo afluir los elementos ponderables que la coloreaban? Hacía juguetear al sol con una sonrisa abatida por una bruma invisible, que sólo era un espacio vacío reservado alrededor de su superficie translúcida que así se volvía más breve y fascinante, como esas diosas que el escultor destaca sobre el resto del bloque que no se digna desbastar. Tal como era, en la unicidad de su color, nos invitaba a dar un paseo por aquellos toscos caminos de tierra, desde los que, instalados en la calesa de Mme. de Villeparisis, divisábamos todo el día, y sin alcanzarla nunca, la frescura de su blando palpitar.

Mme. de Villeparisis mandaba enganchar temprano para que tuviésemos tiempo de ir hasta Saint-Mars-le-Vétu, o hasta las rocas de Quetteholme o a alguna otra meta de excursión que, para un coche bastante lento, era muy lejos y exigía la jornada entera. En mi alegría por el largo paseo que íbamos a emprender, tarareaba alguna de las últimas canciones que había oído y andaba de acá para allá en espera de que Mme. de Villaparisis estuviese lista. Si era domingo, delante del hotel no estaba sólo su coche; varios fiacres alquilados aguardaban no sólo a los invitados al castillo de Féterne de Mme. de Cambremer, sino a las personas que, con tal de no quedarse allí como niños castigados, declaraban que el domingo era un día insoportable en Balbec y se iban nada más almorzar a esconderse en alguna playa vecina o a visitar algún paraje. Muchas veces incluso, cuando preguntaban a Mme. Blandais si había estado en casa de los Cambremer, respondía en tono perentorio: «No, estábamos en las cascadas del Bec», como si ésta fuese la única razón por la que no había pasado el día en Féterne. Y el decano de abogados comentaba caritativamente: «Cuánto les envidio, de buena gana me habría cambiado por ustedes, es mucho más interesante».

Junto a los coches, delante del pórtico donde yo aguardaba, estaba plantado como un arbolillo de una especie rara un joven botones que no llamaba menos la atención por la singular armonía de su pelo coloreado que por su epidermis de planta. Dentro, en el hall que correspondía al nártex, o iglesia de los catecúmenos, de las iglesias románicas, y donde tenían derecho a pasar las personas que no se alojaban en el hotel, los compañeros del groom «exterior» no trabajaban mucho más que éste, pero ejecutaban por lo menos algunos movimientos. Es probable que por la mañana ayudasen en la limpieza. Pero por la tarde se limitaban a estarse allí como coristas que, aun cuando no sirven para nada, siguen en escena para sumarse a la figuración. El director general, el que tanto miedo me daba, tenía pensado aumentar considerablemente su número al año siguiente, porque «veía todo a lo grande». Y su decisión angustiaba mucho al director del hotel, para quien todos aquellos muchachos no eran más que «unos estorbos», dando a entender que estorbaban el paso y no servían para nada. Al menos, entre la comida y la cena, entre la salida y el regreso de los clientes, llenaban el vacío de la acción, como esas discípulas de Mme. de Maintenon que, vestidas de jóvenes israelitas, hacen el intermedio cada vez que Esther o Joad[72] salen de escena. Pero el botones de fuera, de matices preciosos, de figura esbelta y endeble, y del que no lejos yo esperaba a que bajase la marquesa, conservaba una inmovilidad teñida de melancolía, porque sus hermanos mayores habían abandonado el hotel en busca de destinos más brillantes y se sentía aislado en aquella tierra extraña. Por fin Mme. de Villeparisis llegaba. Ocuparse de su coche y ayudarla a subir tal vez hubiese debido de formar parte de las competencias del botones. Mas éste sabía por un lado que quien va acompañado de sus propios criados se hace servir por ellos y suele dar pocas propinas en un hotel, por otro[73] que los nobles del viejo faubourg Saint-Germain hacen lo mismo. Y Mme. de Villeparisis pertenecía a la vez a esas dos categorías. El arborescente botones deducía por tanto que no tenía nada que esperar de la marquesa y, dejando al maître d’hôtel y a la doncella de ésta instalarla con sus cosas, pensaba tristemente en la envidiada suerte de sus hermanos sin salirse de su vegetal inmovilidad.

Nos poníamos en marcha; poco después de haber bordeado la estación del tren nos adentrábamos por un camino rural que pronto se me hizo tan familiar como el de Combray, desde el recodo en que comenzaba entre deliciosos cercados hasta la revuelta donde lo abandonábamos y que flanqueaban a derecha e izquierda tierras labrantías. En medio de ellas se veía aquí y allá un manzano, cierto que privado ya de sus flores, con sólo un ramillete de pistilos, que sin embargo bastaba para fascinarme porque reconocía esas hojas inimitables cuya amplia superficie, como la alfombra del estrado de una fiesta nupcial ya acabada, había sido hollada hacía poco por la cola de raso blanco de unas florecillas rojizas.

Cuántas veces en París, en el mes de mayo del año siguiente, me ocurrió comprar una rama de manzano en la tienda del florista y pasar luego la noche ante sus flores donde se desplegaba la misma esencia cremosa que todavía espolvoreaba con su espuma los brotes de las hojas, y entre cuyas blancas corolas parecía que fuese el vendedor quien, por generosidad hacia mí, por gusto inventivo también y por contraste ingenioso, hubiese añadido a cada lado, de propina, un seductor capullo rosa; las contemplaba, las hacía posar bajo mi lámpara —durante tanto tiempo que a menudo yo seguía allí cuando la aurora les aportaba el mismo tono rojo que en ese momento debía de estar produciendo en Balbec—, y con la imaginación intentaba llevarlas a aquel camino, multiplicarlas, extenderlas dentro del marco preparado, sobre el lienzo ya dispuesto, de aquellos cercados cuyo dibujo me sabía de memoria y que tanto habría deseado, que un día debía, ver de nuevo, en el momento en que, con la verba fascinante del genio, la primavera cubre su cañamazo de sus propios colores.

Antes de subir al coche yo había compuesto la vista marina que iba a buscar, que esperaba ver con el «sol radiante», y que en Balbec sólo podía percibir demasiado troceada entretantos enclaves vulgares y que mi sueño no admitía, bañistas, cabinas, yates de recreo. Pero cuando el coche de Mme. de Villeparisis llegaba a lo alto de una loma, yo divisaba el mar entre los follajes de los árboles, y entonces, sin duda, la lejanía borraba esos detalles contemporáneos que lo habían puesto como al margen de la naturaleza y de la historia, y mirando las olas podía esforzarme pensando que eran las mismas que Leconte de Lisie nos pinta en L'Orestie cuando «tal un vuelo de carnívoras aves en la aurora», los guerreros cabelludos de la heroica Hélade «con cien mil remos batían la onda sonora[74]». Pero en cambio no estaba lo bastante cerca del mar que no me parecía vivo, sino inmóvil, ya no sentía potencia bajo sus colores extendidos como los de un cuadro entre las hojas donde parecía tan inconsistente como el cielo, y apenas más oscuro que él.

Viendo Mme. de Villeparisis que yo amaba las iglesias, me prometía que iríamos a ver una vez una, otra vez otra, y sobre todo la de Carqueville «toda escondida bajo su vieja hiedra», dijo ella con un movimiento de la mano que parecía deleitarse envolviendo la ausente fachada en un follaje invisible y delicado. A menudo, Mme. de Villeparisis unía a su leve gesto descriptivo la palabra justa para definir el encanto y la particularidad de un monumento, evitando siempre los términos técnicos, pero sin poder disimular su perfecto conocimiento de las cosas de que hablaba. Parecía tratar de disculparse alegando que, si uno de los castillos de su padre, y en el que se había criado, estaba en una región donde había iglesias del mismo estilo que las de los alrededores de Balbec, hubiese sido vergonzoso para ella no sentir gusto por la arquitectura, dado además que aquel castillo era el más bello ejemplar de la del Renacimiento. Pero como además era un verdadero museo, como por otro lado allí habían tocado Chopin y Liszt, como Lamartine había recitado versos y habían escrito pensamientos, compuesto melodías y hecho dibujos en el álbum familiar todos los artistas famosos de todo un siglo, Mme. de Villeparisis, por elegancia, buena educación, modestia real o falta de espíritu filosófico, adjudicaba a esta causa puramente material su conocimiento de todas las artes, y acababa dando la impresión de considerar la pintura, la música, la literatura y la filosofía como el patrimonio de una joven educada del modo más aristocrático en un ilustre monumento nacional. Se habría dicho que para ella no había más cuadros que los que se han heredado. Se alegró de que a mi abuela le gustase un collar que ella llevaba, tan largo que rebasaba el vestido. Figuraba en el retrato de una bisabuela suya, obra del Tiziano, y que nunca había salido de la familia. Por eso se tenía la certeza de que era auténtico. No quería ni oír hablar de cuadros comprados vaya usted a saber cómo por un Creso, convencida de antemano de que eran falsos y no tenía el menor deseo de verlos. Sabíamos que ella misma hacía acuarelas de flores, y la abuela que las había oído ponderar le habló de ello. Mme. de Villeparisis cambió de conversación por modestia, pero sin mostrarse más sorprendida ni halagada que una artista suficientemente conocida a quien los cumplidos no enseñan nada nuevo. Se limitó a decir que era un pasatiempo delicioso porque, si las flores nacidas del pincel no eran célebres, pintarlas le hacía a uno vivir en compañía de las flores naturales, cuya belleza, sobre todo cuando se está obligado a mirarlas más de cerca para copiarlas, nunca cansaba. Pero en Balbec Mme. de Villeparisis se tomaba vacaciones para dejar descansar los ojos.

La abuela y yo nos sorprendimos al ver hasta qué punto era más «liberal» que la mayor parte de la burguesía. Le asombraba que escandalizasen las expulsiones de los jesuitas, diciendo que eso se había hecho siempre, incluso bajo la monarquía, incluso en España[75]. Defendía la República, cuyo anticlericalismo sólo reprochaba en esta medida: «Me parecería tan mal que me impidiesen ir a misa si quiero ir como verme obligada a ir si no quiero», soltando incluso frases del tipo: «¡Oh, la nobleza hoy en día!, ¿eso qué es?», «Para mí, un hombre que no trabaja no es nada», quizá por la sola razón de saber que en sus labios resultaban mordaces, sabrosas y memorables.

Oyendo a menudo expresar con franqueza ideas avanzadas —pero sin llegar al socialismo, que era la bestia negra de Mme. de Villeparisis— precisamente por parte de una de esas personas por consideración a cuya inteligencia nuestra escrupulosa y tímida imparcialidad se niega a condenar las ideas de los conservadores, la abuela y yo no estábamos lejos de creer que en nuestra agradable compañera se hallaban la medida y el modelo de la verdad en todo. Nos bastaba su palabra cuando hablaba de sus Tizianos, de la columnata de su castillo, del ingenio de Luis Felipe para la conversación. Pero —como esos eruditos que deslumbran cuando se les pide que hablen de la pintura egipcia y las inscripciones etruscas, mientras sobre las obras modernas dicen tales trivialidades que hemos de preguntarnos si no habremos exagerado el interés de las ciencias que dominan, pues no aparece en ellas esa mediocridad que sin embargo han debido aportarles tanto como a sus necios estudios sobre Baudelaire—, cuando yo preguntaba a Mme. de Villeparisis sobre Chateaubriand, sobre Balzac, sobre Victor Hugo, recibidos todos ellos antaño por sus padres y entrevistos por ella misma, se reía de mi admiración, contaba sobre ellos anécdotas mordaces, lo mismo que acababa de hacer sobre los grandes señores o los políticos, y juzgaba con severidad a esos escritores, precisamente porque carecían de esa modestia, de esa contención, de ese arte sobrio que se contenta con un solo trazo exacto y no insiste, que huye sobre todo del ridículo de la grandilocuencia, de la oportunidad, de esas cualidades de moderación de juicio y de sencillez que alcanza, según le habían enseñado, el verdadero mérito; se veía que no dudaba en preferir a ellos hombres como Molé[76], Fontanes[77], Vitrolles[78], Bersot[79], Pasquier[80], Lebrun[81], Salvandy[82] o Daru[83], que, en efecto, gracias a esas cualidades, quizá habían aventajado a un Balzac, un Hugo, un Vigny en un salón, en una academia o en un consejo de ministros. «Es como las novelas de Stendhal a quien usted tanto parece admirar. Le habría sorprendido usted hablándole en ese tono. Mi padre, que solía verlo en casa de M. Mérimée[84] —éste por lo menos sí tenía talento—, me dijo muchas veces que Beyle (era su apellido) era de una vulgaridad espantosa, pero ingenioso en una cena, y que ni él mismo se hacía muchas ilusiones sobre sus libros. Además, hasta usted sabe que se encogió de hombros como respuesta a los elogios desmesurados de M. de Balzac[85]. En esto, por lo menos, era hombre de buen tono».

De todos estos grandes hombres poseía autógrafos e, invocando las relaciones personales que su familia había mantenido con ellos, parecía pensar que los juzgaba con mayor justicia que los jóvenes que, como yo, no habían podido tratarlos. «Creo que puedo hablar de ello, porque venían a casa de mi padre, y, como decía M. Sainte-Beuve, que era muy inteligente, debe creerse a quienes los vieron de cerca y pudieron juzgar con mayor exactitud lo que valían[86]».

A veces, cuando el coche trepaba una cuesta entre tierras labrantías, haciendo más reales los campos, imprimiéndoles una marca de autenticidad, como la preciosa florecilla con que algunos pintores antiguos firmaban sus cuadros, seguían a nuestro coche unos cuantos acianos vacilantes parecidos a los de Combray. No tardaban los caballos en dejarlos atrás, pero a los pocos pasos veíamos otro que, esperándonos, había clavado en la hierba su estrella azul; más de uno se animaba a llegarse a la orilla del camino, y con mis recuerdos lejanos y las flores domesticadas iba formándose una nebulosa única.

Bajábamos la cuesta; entonces nos cruzábamos, subiéndola a pie, en bicicleta, en carricoche o en carruaje, con alguna de aquellas criaturas —flores de un día hermoso, pero que no son como las flores de los campos, porque todas esconden algo que no hay en ninguna otra y que nos impedirá satisfacer con sus semejantes el deseo que han hecho nacer en nosotros—, alguna muchacha de alquería arreando su vaca o medio tumbada sobre una carreta, alguna hija de tendero de paseo, alguna elegante señorita sentada en el trasportín de un landó, enfrente de sus padres. Verdad es que Bloch me había abierto una era nueva y había cambiado a mis ojos el valor de la vida enseñándome un día que los sueños que yo había paseado en solitario por la parte de Méséglise cuando anhelaba el paso de una aldeana a la que tomaría entre mis brazos, no eran una quimera sin correspondencia alguna fuera de mí, sino que todas las jóvenes que uno encontraba, aldeanas o señoritas, todas estaban dispuestas a satisfacer deseos semejantes. Y aunque, ahora que estaba enfermo y no salía solo, habría sido imposible hacer el amor con ellas, me sentía igualmente feliz como un niño nacido en una cárcel o en un hospital, y que después de haber creído mucho tiempo que el organismo humano sólo puede digerir pan seco y medicinas, de repente ha descubierto que los melocotones, los albaricoques, las uvas, no son mero ornamento de los campos, sino alimentos deliciosos y asimilables. Aunque su carcelero o su enfermero no le permitan coger esas frutas maravillosas, el mundo sin embargo le parece mejor, y la existencia más clemente. Porque un deseo nos parece más hermoso, y nos apoyamos en él con mayor confianza cuando sabemos que, al margen de nosotros, la realidad se adapta a él, incluso aunque para nosotros no sea realizable. Y pensamos con mayor alegría en una vida en la que —a condición de alejar por un instante de nuestro pensamiento el pequeño obstáculo accidental y particular que personalmente nos lo impide— podemos imaginarnos satisfaciendo ese deseo. En cuanto a las hermosas jóvenes que pasaban, desde el día en que supe que sus mejillas podían besarse, me entró curiosidad por su alma. Y el universo me pareció más interesante

El coche de Mme. de Villeparisis iba deprisa. Apenas si me daba tiempo a ver a la chiquilla que venía hacia nosotros; y sin embargo —como la belleza de los seres no es igual que la de las cosas, y como sentimos que es la belleza de una criatura única, consciente y voluntaria—, en el momento en que su individualidad, alma vaga, voluntad desconocida para mí, se pintaba en una mínima imagen prodigiosamente reducida, aunque completa, en el fondo de su distraído mirar, en el acto, misteriosa réplica de los pólenes totalmente preparados para los pistilos, sentía brotar dentro de mí el embrión también vago, también minúsculo, del deseo de no dejar pasar a aquella joven sin que su pensamiento tomase conciencia de mi persona, sin impedir que sus deseos se encaminasen hacia algún otro, sin que yo fuese a instalarme en su sueño y a apoderarme de su corazón. Sin embargo nuestro coche se alejaba, la hermosa muchacha quedaba ya a nuestra espalda y como no poseía de mí ninguna de las nociones que constituyen una persona, sus ojos que apenas me habían visto ya me habían olvidado. ¿Me había parecido tan hermosa porque apenas la había vislumbrado? Quizá. En primer lugar, la imposibilidad de pararnos junto a una mujer, el nesgo de no encontrarnos con ella otro día le otorgan de golpe el mismo encanto que a un país la enfermedad o la miseria que nos impiden visitarlo, o que a los días tan apagados que nos quedaban por vivir el combate en que sin duda habremos de perecer. De modo que si no existiese el hábito, la vida debería parecer deliciosa a esas criaturas amenazadas en todo momento por la muerte —es decir a todos los hombres. Además, si la imaginación se ve arrastrada por el deseo de lo que no podemos poseer, su vuelo no queda limitado por una realidad completamente percibida en esos encuentros en que los encantos de la mujer que pasa suelen ser directamente proporcionales a la rapidez de su paso. A poco que la noche caiga y que el coche vaya deprisa, en el campo, en una ciudad, no hay torso femenino, mutilado como un mármol antiguo por la velocidad que nos arrastra y el crepúsculo que lo inunda, que no dispare sobre nuestro corazón, en cada vuelta de calle, desde el fondo de cualquier tienda, las flechas de la Belleza, esa Belleza de la que a veces sentiríamos la tentación de preguntarnos si en este mundo consiste en algo distinto de la parte complementaria que nuestra imaginación sobreexcitada por la pena añade a una transeúnte fragmentaria y fugaz.

Si hubiese podido apearme, hablar a la muchacha con la que nos cruzábamos, tal vez me hubiera desilusionado algún defecto de su piel que desde el coche no había percibido. (Y entonces, de improviso, cualquier esfuerzo por penetrar en su vida me hubiese parecido imposible. Porque la belleza es una serie de hipótesis que la fealdad restringe obstaculizando el camino que ya veíamos abrirse a lo desconocido). Quizás una sola palabra que me hubiese dicho, una sonrisa, me hubieran proporcionado una clave, una cifra inesperada, para leer la expresión de su rostro y de su andar que de pronto se habrían vuelto triviales. Es posible, porque nunca en mi vida he tropezado con muchachas tan deseables como los días en que estaba con alguna persona extremadamente seria de la que, pese a los mil pretextos que inventaba, no podía librarme: años después de mi primer viaje a Balbec, mientras daba una vuelta en coche por París con un amigo de mi padre, al ver a una mujer que caminaba deprisa en la noche, pensé que era insensato perder por pura razón de cortesía mi porción de felicidad en la única vida que indudablemente hay, y saltando a tierra sin una palabra de excusa, me lancé en busca de la desconocida, la perdí de vista en un cruce de dos calles, volví a dar con ella en una tercera, para terminar encontrándome, todo jadeante, bajo una farola, frente a la vieja Mme. Verdurin, a la que procuraba evitar en todas partes, y que, contenta y sorprendida, exclamó: «¡Oh, qué amable de su parte haber corrido para venir a saludarme!».

Aquel año, en Balbec, cuando se producían encuentros parecidos, yo aseguraba a la abuela y a Mme. de Villeparisis que, debido a un fuerte dolor de cabeza, más valía que volviese solo a pie. Pero no me permitían apearme. Y entonces yo añadía la hermosa muchacha (mucho más difícil de volver a encontrar que un monumento, porque era anónima y móvil) a la colección de todas las que me prometía ver de cerca. Hubo una, sin embargo, que pasó varias veces ante mis ojos, y en condiciones tales que pensé que podría conocerla cuando quisiese. Era una lechera que vino de una alquería a traer una cantidad suplementaria de nata al hotel. Pensé que también ella me había reconocido, y, en efecto, me miraba con una atención cuya causa quizá sólo motivaba el asombro que le causaba la mía. Pero al día siguiente, día en que yo había descansado toda la mañana, cuando Françoise vino hacia el mediodía a descorrer las cortinas, me entregó una carta que habían dejado para mí en el hotel. Yo no conocía a nadie en Balbec. No dudé de que la carta fuese de la lechera. Por desgracia, sólo era de Bergotte, quien, de paso, había tratado de verme, pero al saber que estaba durmiendo me había dejado un encantador recado que el liftman metió en un sobre en el que yo había creído adivinar la escritura de la lechera. Estaba terriblemente decepcionado, y la idea de que era más difícil y más halagüeño tener una carta de Bergotte, no me consolaba para nada de que no fuese de la lechera. A esa muchacha no volví a encontrarla, como tampoco a las que tan sólo divisaba desde el coche de Mme. de Villeparisis. La visión y la pérdida de todas aumentaba el estado de agitación en que vivía y empezaba a encontrar cierta sabiduría en los filósofos que nos recomiendan limitar nuestros deseos (siempre que se refieran al deseo de otros seres, por ser el único del que puede nacer la ansiedad, al aplicarse a lo desconocido consciente. Suponer que la filosofía trata de hablar del deseo de riquezas sería demasiado absurdo). Sin embargo estaba dispuesto a considerar esa sabiduría incompleta, porque me decía a mí mismo que aquellos encuentros hacía que me pareciese todavía más hermoso un mundo capaz de hacer crecer así en todos los caminos campestres unas flores al mismo tiempo singulares y vulgares, tesoros fugaces del día, regalos del paseo, que sólo las circunstancias contingentes, acaso destinadas a no repetirse nunca, me habían impedido aprovechar, y que dan un sabor nuevo a la vida.

Mas quizás esperando que un día, más libre, podría encontrar en otros caminos muchachas parecidas, ya empezaba a falsear lo que tiene de exclusivamente individual el deseo de vivir junto a una mujer que nos ha parecido atractiva, y por el mero hecho de admitir la posibilidad de provocar su nacimiento artificial, implícitamente había reconocido yo su carácter ilusorio.

Cuando, un día, Mme. de Villeparisis nos llevó a Carqueville, donde estaba aquella iglesia cubierta de hiedra de que nos había hablado y que, construida sobre una loma, domina el pueblo y el río que la cruza y que ha conservado su pequeño puente medieval, la abuela, pensando que me gustaría quedarme a solas para mirar el monumento, propuso a su amiga ir a merendar a la pastelería, en la plaza que se distinguía perfectamente y que bajo su pátina dorada era como una parte distinta de un objeto enteramente antiguo. Quedamos en que iría allí a buscarlas. Para reconocer una iglesia en el bloque de vegetación ante el que me dejaron, se precisaba un esfuerzo que me hizo pensar más de cerca en la idea de iglesia; en efecto, lo mismo que esos estudiantes que comprenden mejor el sentido de una frase cuando un ejercicio de versión o de tema les obliga a despojarla de las formas a que están acostumbrados, aquella idea de iglesia que yo no solía necesitar delante de los campanarios que se hacían reconocer por sí mismos, me veía obligado a recurrir continuamente a ella para no olvidar, aquí que la cimbra de aquella mata de hiedra pertenecía a una vidriera ojival, allá que el saliente de las hojas se debía al relieve de un capitel. Pero entonces soplaba un poco de viento, haciendo temblar el pórtico móvil recorrido por remolinos que se propagaban y temblaban como un haz de luz; las hojas chocaban unas contra otras; y, estremecida, la fachada vegetal arrastraba consigo los pilares ondulados, acariciados y huidizos.

Cuando salía de la iglesia, vi delante del viejo puente a unas muchachas del pueblo que, sin duda por ser domingo, estaban muy emperejiladas e interpelaban a los chicos que pasaban. Peor vestida que las otras, pero con aire de dominarlas por algún ascendiente —porque apenas respondía a lo que las otras le decían—, de aspecto más serio y más voluntarioso, había una muchacha alta que, medio sentada en el pretil del puente, con las piernas colgando, tenía delante un cacharro lleno de peces que probablemente acababa de pescar. Tenía la piel morena, unos ojos dulces, pero de un mirar desdeñoso hacia cuanto la rodeaba y una nariz menuda, de forma atrayente y delicada. Mis ojos se posaban en su piel y mis labios podían creer en rigor que habían ido detrás de mis miradas. Pero no sólo era su cuerpo lo que yo habría querido alcanzar, también era la persona que vivía en él y con la que no hay más que una especie de contacto, atraer su atención, y un solo modo de penetración, despertar una idea.

Y como aquel ser interior de la hermosa pescadora aún parecía estar cerrado para mí, dudaba yo de si había entrado en él, incluso después de haber visto mi propia imagen reflejarse furtivamente en el espejo de su mirada, según un índice de refracción tan desconocido para mí como si me hubiese colocado en el campo visual de una cierva. Pero así como no me hubiese bastado que mis labios sintiesen placer sobre los suyos sin dárselo a cambio, así habría deseado que la idea que de mí entraría en aquel ser, que se aferraría a él, me ganase no sólo su atención, sino su admiración, su deseo, y la obligase a conservar mi recuerdo hasta el día en que yo pudiera volver a encontrarlo. Mientras, a unos cuantos pasos distinguía yo la plaza donde debía esperarme el coche de Mme. de Villeparisis. Sólo me quedaba un instante; y ya notaba que las muchachas empezaban a reírse al verme así parado. Tenía cinco francos en el bolsillo. Los saqué, y antes de explicarle a la hermosa muchacha el recado que le encargaba, para aumentar la probabilidad de que me escuchase enseñé un instante la moneda delante de sus ojos: «Ya que usted parece ser de aquí, dije a la pescadora, ¿tendría la bondad de hacerme un pequeño favor? Habría que llegarse a una pastelería que al parecer hay en una plaza, pero no sé en cuál, y donde me espera un coche. ¡Aguarde!… para no confundirse, pregunte usted si es el coche de la marquesa de Villeparisis. Además, lo verá fácilmente, tiene dos caballos». Esto era lo que yo quería que supiera para que se hiciese una gran idea de mí. Pero nada más pronunciar las palabras «marquesa» y «dos caballos», sentí de pronto un gran alivio. Sentí que la pescadora se acordaría de mí y disiparse, junto a mi temor a no poder verla de nuevo, una parte de mi deseo de volver a verla. Me parecía que acababa de tocar su persona con unos labios invisibles, y que yo le había gustado. Y aquella conquista de su mente, aquella posesión inmaterial, le había privado de su misterio como hace la posesión física.

Bajamos hacia Hudimesnil; de repente me vi invadido por aquella profunda dicha que no había vuelto a sentir a menudo desde los tiempos de Combray, una dicha análoga a la que me habían proporcionado, entre otros, los campanarios de Martinville. Pero en esta ocasión quedó incompleta. Acababa de divisar, a un lado del camino de badenes que seguíamos, tres árboles que debían de servir de entrada a una alameda cubierta y formaban un dibujo que no veía yo por primera vez, aunque no lograba reconocer el lugar del que estaban como apartados, pero sentía que en otro tiempo me había sido familiar; de suerte que, como mi mente tropezaba entre algún año lejano y el momento presente, los alrededores de Balbec vacilaron y terminé preguntándome si todo aquel paseo no era una ficción, Balbec un sitio al que nunca había ido más que con la fantasía, Mme. de Villeparisis un personaje de novela y los tres viejos árboles la realidad que encontramos al levantar la vista del libro que estábamos leyendo y que nos describía un ambiente al que habíamos terminado por creernos efectivamente transportados.

Miraba los tres árboles, los veía bien, pero mi mente tenía la sensación de que recubrían algo que estaba fuera de su alcance, como ocurre con esos objetos situados demasiado lejos de nuestros dedos que, estirados al final de nuestro brazo tendido, apenas rozan un instante la envoltura sin llegar a coger nada. En esos casos nos concedemos un momento de respiro para alargar el brazo con un impulso más fuerte y tratar de llegar más lejos. Pero para que mi mente pudiese concentrarse así, tomar su impulso, me hubiese sido preciso estar solo. ¡Cuánto habría querido poder retirarme como hacía en los paseos por La parte de Guermantes cuando me aislaba de mis padres! Me parecía incluso que habría debido hacerlo. Reconocía ese tipo de placer que exige, es verdad, cierta intervención del pensamiento sobre sí mismo, mas a su lado los atractivos de la indolencia que nos hacen renunciar a él parecen muy mediocres. Ese placer, cuyo objeto, simplemente intuido, debía crear yo mismo, lo sentía en raras ocasiones, pero en cada una me parecía que las cosas ocurridas en el intervalo apenas tenían importancia y que apegándome a su sola realidad podría iniciar por fin una verdadera vida. Me puse un instante la mano delante de los ojos para poder cerrarlos sin que Mme. de Villeparisis se diese cuenta. Permanecí sin pensar en nada, luego con mi pensamiento concentrado, asentado con más fuerza, salté más adelante en dirección de los árboles, o mejor dicho en aquella dirección interior a cuyo extremo los veía en mí mismo. De nuevo volví a sentir tras ellos el mismo objeto conocido pero vago, y que no pude atraer hacia mí. Entretanto, a medida que el coche avanzaba, veía acercarse a los tres. ¿Dónde los había visto antes? En los alrededores de Combray no había ningún lugar en que una alameda arrancase así. El paraje que me recordaban tampoco tenía sitio en el campo alemán al que un año había ido yo con la abuela a tomar las aguas. ¿Debía creerse que venían de años ya tan lejanos de mi vida que el paisaje que los rodeaba había sido totalmente abolido en mi memoria, y que como esas páginas que de repente nos emociona encontrar en una obra que imaginamos no haber leído nunca, eran los únicos que flotaban del libro olvidado de mi primera infancia? ¿No pertenecían más bien a los paisajes del ensueño, siempre idénticos, al menos para mí porque en mi caso su extraño aspecto no era más que la objetivación en mi sueño del esfuerzo que hacía durante la vigilia, bien para llegar al misterio en un lugar tras cuya apariencia lo presentía, como tantas veces me había ocurrido por La parte de Guermantes, bien para tratar de reintroducirlo en un lugar que había deseado conocer y que, desde el día en que lo conocí, me había parecido completamente superficial, como Balbec? ¿Eran algo más que una imagen totalmente nueva desprendida de un sueño de la noche anterior, pero ya tan borrosa que me parecía venir de mucho más lejos? ¿O no los había visto nunca y ocultaban tras de sí como ciertos árboles, como cierta mata de hierba que había visto por La parte de Guermantes, un sentido tan oscuro, tan difícil de captar como un pasado remoto de modo que, apremiado por ellos a profundizar un pensamiento, me creía obligado a reconocer un recuerdo? ¿No podía ser también que no ocultaran pensamiento alguno y fuese la fatiga de mi vista la que me los hacía ver dobles en el tiempo como algunas veces se ve doble en el espacio? No lo sabía. Mientras tanto, seguían avanzando hacia mí; aparición mítica acaso, ronda de brujas o de nornas[87] que me proponía sus oráculos. Creí más bien que eran fantasmas del pasado, queridos compañeros de mi infancia, amigos desaparecidos que invocaban nuestros comunes recuerdos. Como sombras, parecían pedirme que los llevara conmigo, que los devolviese a la vida. En su gesticulación ingenua y apasionada reconocía yo el lamento impotente de un ser amado que ha perdido el uso de la palabra, se da cuenta de que no podrá decirnos lo que quiere y que nosotros no sabemos adivinar. Muy pronto, en un cruce de caminos, el coche los abandonó. Me arrastraba lejos de lo que para mí era la única verdad, de lo que me hubiese hecho verdaderamente feliz, se parecía a mi vida.

Vi los árboles alejarse agitando sus brazos desesperados, pareciendo decirme: lo que hoy no aprendas de nosotros nunca lo sabrás. Si nos dejas caer otra vez en el fondo de este camino desde donde tratábamos de izarnos hasta ti, toda una parte de ti mismo que nosotros te soportábamos caerá para siempre en la nada. En efecto, si más adelante volví a encontrar el tipo de placer y de inquietud que una vez más acababa de sentir, y si una noche —demasiado tarde, pero para siempre— me entregué a él, de aquellos árboles mismos en cambio nunca supe qué habían querido aportarme ni dónde los había visto. Y cuando el coche cambió de dirección, les di la espalda y dejé de verlos, mientras Mme. de Villeparisis me preguntaba por qué tenía un aire pensativo, estaba triste como si acabase de perder a un amigo, de morirme para mí mismo, de renegar de un muerto o de no haber reconocido a un dios.

Había que pensar en volver. Mme. de Villeparisis, que gracias a cierto sentido de la naturaleza, más frío que el de la abuela, pero que sabe reconocer, incluso fuera de los museos y de las moradas aristocráticas, la belleza simple y majestuosa de ciertas cosas antiguas, decía al cochero que siguiese la vieja carretera de Balbec, poco frecuentada, pero bordeada por viejos olmos que nos parecían admirables.

Una vez que conocimos bien aquella vieja carretera, para cambiar, volvíamos, a menos que la hubiésemos tomado a la ida, por otra que cruzaba los bosques de Chantereine y de Canteloup. La presencia invisible de los innumerables pájaros que, muy cerca de nosotros, se respondían entre los árboles creaba la misma impresión de reposo que se siente con los ojos cerrados. Encadenado a mi trasportín como Prometeo a su roca, iba escuchando a mis Oceánides[88]. Y, cuando por azar, divisaba uno de aquellos pájaros pasando de una hoja a otra, había tan poca relación aparente entre él y aquellos cantos que me resistía a ver la causa de éstos en aquel cuerpecillo saltarín, asustado y sin mirada.

Era una carretera parecida a tantas otras de esa clase que suele encontrarse en Francia, subiendo en cuesta bastante pina y luego descendiendo en un recorrido muy largo. En aquel momento, no le encontraba yo un gran encanto, simplemente me alegraba de volver a casa. Pero luego se convirtió para mí en fuente de gozo, permaneciendo en mi memoria como un primer tramo al que todas las carreteras parecidas que más tarde tendría ocasión de recorrer durante un paseo o un viaje irían a empalmarse en el acto sin solución de continuidad, poniéndose gracias a él en comunicación inmediata con mi corazón. Porque apenas se adentrase el carruaje o el automóvil por una de aquellas carreteras que parecían la continuación de la que yo había recorrido con Mme. de Villeparisis, mi conciencia actual resultaría apoyada inmediatamente como en su pasado más reciente (abolidos todos los años intermedios) por las impresiones que yo había sentido en aquellos atardeceres, de paseo por los alrededores de Balbec, cuando las hojas olían tan bien, empezaba a levantarse la niebla y más allá del primer pueblecillo, entre los árboles, se divisaba la puesta de sol como si hubiese sido alguna localidad siguiente, forestal, distante e inalcanzable aquella misma noche. Unidas a las que ahora sentía yo en otra región, en una carretera semejante, rodeándose de todas las sensaciones accesorias de libre respiración, curiosidad, indolencia, apetito y alegría que les eran comunes, excluyendo todas las demás, aquellas impresiones habrían de reforzarse, adquirirían la consistencia de un tipo particular de placer, y casi de un marco de existencia que, por lo demás, pocas veces tendría ocasión de volver a encontrar, pero en el que el despertar de los recuerdos introducía en medio de la realidad materialmente percibida una parte bastante grande de realidad evocada, soñada, inasequible, para ofrecerme, en medio de aquellas regiones por donde pasaba, más que un sentimiento estético, un deseo fugaz, pero exaltado, de vivir allí en lo sucesivo para siempre. ¡Cuántas veces el solo hecho de haber percibido un olor de follaje, ir sentado en un trasportín frente a Mme. de Villeparisis, cruzarnos con la princesa de Luxembourg que le enviaba un saludo desde su carroza, volver a cenar al Gran-Hótel, me pareció una de esas dichas inefables que ni el presente ni el futuro pueden devolvernos y que sólo se disfrutan una vez en la vida!

A menudo se había hecho de noche antes de que estuviésemos de vuelta. Tímidamente citaba yo a Mme. de Villeparisis, señalándole la luna en el cielo, alguna frase hermosa de Chateaubriand o de Vigny o de Victor Hugo: «Derramaba aquel viejo secreto de su melancolía» o «llorando como Diana orilla de sus fuentes» o «La sombra era nupcial, augusta y solemne[89]». —¿Y eso le parece hermoso?, me preguntaba ella, ¿genial, como usted dice? He de confesarle que siempre me deja pasmada ver que ahora se toman muy en serio cosas que los amigos de aquellos señores, aun haciendo plena justicia a su talento, eran los primeros en tomarse a broma. No se prodigaba el calificativo de genio como se hace hoy en día, cuando si usted le dice a un escritor que sólo tiene talento lo toma por una injuria. Me cita usted una frase estupenda de M. de Chateaubriand sobre el claro de luna. Va a ver usted que tengo mis motivos para no entusiasmarme. M. de Chateaubriand venía con mucha frecuencia a casa de mi padre. Era por lo demás agradable cuando estábamos a solas porque entonces se mostraba sencillo y divertido, pero en cuanto había gente empezaba a adoptar poses y se volvía ridículo; delante de mi padre pretendía haber arrojado su dimisión a la cara del rey y haber dirigido el cónclave[90], olvidando que él mismo había encargado a mi padre suplicar al rey que lo readmitiese, y que le había oído hacer los pronósticos más insensatos sobre la elección del papa. Sobre aquel famoso cónclave había que oír a M. de Blacas[91], hombre completamente distinto de M. de Chateaubriand. En cuanto a las frases de éste sobre el claro de luna, en casa habían llegado a convertirse simplemente en una caricatura. Siempre que había claro de luna alrededor del castillo, si teníamos un invitado nuevo, le aconsejábamos llevar a M. de Chateaubriand a dar una vuelta y tomar el aire después de cenar. Cuando volvían, mi padre no dejaba de llevar aparte al invitado: “¿Ha estado muy elocuente M. de Chateaubriand?”. —«Oh, sí». —«Le ha hablado del claro de luna». —«Sí, ¿cómo lo sabe?». —«Aguarde, ¿no le ha dicho…?», y le citaba la frase. «Sí, pero ¿por qué misterio…?». —“Y también le habrá hablado del claro de luna en la campiña romana”. —“Pero usted es adivino”. Mi padre no era adivino, pero M. de Chateaubriand se limitaba a colocar siempre el mismo trozo totalmente preparado».

Al nombre de Vigny se echó a reír. «Ése que decía: “Soy el conde Alfred de Vigny”. Se es conde o no se es conde, eso no tiene ninguna importancia». Aunque tal vez pensaba que alguna debía de tener, porque añadía: «En primer lugar, no estoy segura de que lo fuese, y en todo caso era de un linaje bajísimo, aquel señor que habló en sus versos de su cimera de gentilhombre[92]». ¡De qué buen gusto y qué interesante es eso para el lector! Es como Musset, simple burgués de París, que decía enfáticamente: «El gavilán de oro que adorna mi casco[93]”. Un gran señor de verdad nunca dice ese tipo de cosas. Musset por lo menos tenía talento como poeta. Pero, dejando a un lado Cinq-Mars, nunca he podido leer nada de M. de Vigny, sus libros se me caen de las manos de aburrimiento. M. Molé, que tenía la inteligencia y el tacto que faltaban a M. de Vigny, le dio una buena lección cuando lo recibió en la Academia. ¿Cómo, no conoce su discurso? Es una obra maestra de malicia y de impertinencia[94]». Asombrándose de que sus sobrinos lo admirasen, reprochaba a Balzac haber tenido la pretensión de pintar una sociedad «en la que no era recibido», y de la que contó mil cosas inverosímiles. En cuanto a Victor Hugo, nos decía que su padre, M. de Bouillon[95], que tenía amigos entre la juventud romántica, había entrado gracias a ellos al estreno de Hernani, pero que no había conseguido aguantar hasta el final por lo ridículos que le habían parecido los versos de ese escritor dotado de talento pero exagerado, y que si recibió el título de gran poeta fue sólo en virtud de un chanchullo, y como recompensa a la interesada indulgencia que profesó por las peligrosas divagaciones de los socialistas[96].

Ya divisábamos el hotel, sus luces tan hostiles la primera noche, cuando llegamos, ahora protectoras y dulces, anunciadoras del hogar. Y cuando el carruaje se acercaba a la puerta, el conserje, los grooms, el lifi, presurosos, ingenuos, vagamente inquietos por nuestra tardanza, apiñados en los escalones esperándonos, convertidos en algo familiar eran de esas criaturas que mudan en el curso de nuestra vida tantas veces como nosotros mudamos, pero en las que encontramos dulzura al sentirnos fiel y amistosamente reflejados durante la etapa en que momentáneamente son espejo de nuestros hábitos. Los preferimos a amigos que llevamos mucho tiempo sin ver, porque contienen en mayor medida que éstos lo que en la actualidad somos. Sólo «el botones», expuesto todo el día al sol, se había metido para no soportar el rigor de la noche, y se había envuelto en prendas de lana que, unidas a la aflicción anaranjada de su cabellera y a la flor curiosamente rosa de sus mejillas, hacían pensar, en medio del hall acristalado, en una planta de estufa que se protege contra el frío. Descendíamos del coche, ayudados por muchos más servidores de los que hacían falta, porque comprendían la importancia de la escena y se creían obligados a interpretar en ella un papel. Yo estaba muerto de hambre. Así que muchas veces, para no retrasar el momento de la cena, no subía al cuarto que había terminado por volverse tan realmente mío que el solo hecho de ver de nuevo los cortinones violetas y las librerías bajas, suponía encontrarme a solas con ese yo cuya imagen me ofrecían las cosas lo mismo que las personas, y todos juntos esperábamos en el hall a que el maître d’hótel viniese a decirnos que estábamos servidos. Era una ocasión más para nosotros de escuchar a Mme. de Villeparisis. «Estamos abusando de usted», le decía la abuela. «Nada de eso, estoy encantada, me gusta», respondía su amiga con una sonrisa zalamera, dejando escapar los sonidos en un tono melodioso que contrastaba con su sencillez habitual.

Y es que, de hecho, en esos momentos no era natural, se acordaba de su educación, de los modales aristocráticos con que una gran dama debe mostrar a los burgueses que se siente a gusto estando con ellos, que no es altanera. Y la única falta de verdadera cortesía que hubo en ella era el exceso de sus cortesías; porque en él se transparentaba ese hábito profesional de una dama del faubourg Saint-Germain que, viendo siempre en ciertos burgueses a los descontentos que, un día u otro, está destinada a crear, aprovecha ávidamente todas las ocasiones en que puede anotar, en el libro de cuentas de su amabilidad con ellos, el anticipo de un saldo acreedor, que más tarde le permitiría apuntar en su debe la cena o el sarao a los que no ha de invitarlos. De ahí que, tras haber obrado sobre ella en el pasado de una vez por todas, e ignorando además que las circunstancias eran ahora distintas y diferentes las personas, y que en París desearía vernos a menudo en su casa, el genio de su casta impulsaba a Mme. de Villeparisis con un ardor febril y como si el tiempo que le era concedido para ejercer su amabilidad fuese breve, a multiplicar con nosotros, mientras estábamos en Balbec, los envíos de rosas y de melones, los préstamos de libros, los paseos en coche y las efusiones verbales. Y por eso —lo mismo que el resplandor deslumbrante de la playa, el llamear multicolor y los fulgores suboceánicos de las habitaciones, lo mismo que las lecciones de equitación por las que ciertos hijos de comerciantes eran deificados como Alejandro de Macedonia— las cotidianas amabilidades de Mme. de Villeparisis, así como la facilidad momentánea, estival, con que mi abuela las aceptaba, han quedado en mi recuerdo como características de la vida de los baños de mar. «Den los abrigos para que se los suban». La abuela se los pasaba al director, mientras yo, recordando sus atenciones conmigo, me desesperaba por aquella falta de consideración que parecía hacerle sufrir. «Creo que ese señor se ha molestado, decía la marquesa. Probablemente se cree demasiado gran señor para recoger sus chales. Recuerdo al duque de Nemours[97], cuando todavía era yo muy pequeña, entrando en casa de mi padre que habitaba en el último piso del palacete Bouillon, con un gran paquete de cartas y periódicos bajo el brazo. Me parece estar viendo al príncipe, con su frac azul, en el vano de nuestra puerta que tenía unos bonitos revestimientos de madera, creo que era Bagard[98] el que hacía eso, ya sabe, aquellas molduritas tan flexibles a las que a veces el ebanista daba forma de pequeños moños, y de flores, como cintas que atan un ramo. “Tenga usted, Cyrus, decía a mi padre, esto me ha dado su portero para usted. Me ha dicho: ‘Ya que va usted a casa del señor conde, no merece la pena que yo suba las escaleras, pero tenga cuidado que no se suelte el bramante’”. Ahora que ya ha dejado usted sus cosas, siéntese, venga, póngase ahí», le decía a mi abuela cogiéndole la mano. «Oh, no, en ese sillón no, si no le importa. Es demasiado pequeño para dos, y demasiado grande para mí sola, no me encontraría a gusto». —«Me recuerda usted, porque era exactamente igual, un sillón que tuve mucho tiempo pero que al cabo no pude conservar, porque se lo había dado a mi madre la desdichada duquesa de Praslin[99]». Mi madre, que sin embargo era la persona más sencilla del mundo, pero que tenía unas ideas que venían de otro tiempo y que yo no comprendía muy bien, al principio no había querido dejarse presentar a Mme. de Praslin, que de soltera era simplemente Mlle. Sebastiani, mientras que ésta, ahora duquesa, no creía que le correspondiese a ella hacerse presentar. Y en realidad, añadía Mme. de Villeparisis olvidando que esa clase de matices le resultaba incomprensible, si hubiese sido Mme. de Choiseul su pretensión habría sido legítima. Los Choiseul son lo más grande que hay, descienden de una hermana del rey Luis el Gordo, eran soberanos de verdad en Bassigny. Admito que nosotros les superamos gracias a enlaces matrimoniales y a personajes ilustres, pero la antigüedad es casi la misma. De este problema de precedencia resultaron algunos incidentes cómicos, como un almuerzo que hubo que servir con una hora larga de retraso, tiempo que tardó una de aquellas damas en decidirse a dejarse presentar. Luego, sin embargo, se hicieron grandes amigas, y ella le había regalado a mi madre un sillón parecido a éste y en el que, como acaba usted de hacer, nadie quería sentarse. Un día oye mi madre un carruaje en el patio de su palacete. Pregunta a un criadito joven quién es. «Es la señora duquesa de La Rochefoucauld, señora condesa». —«¡Ah, bien, la recibiré!». Pasa un cuarto de hora, y nadie. «Bueno, ¿dónde está la señora duquesa de La Rochefoucauld?»— «En la escalera, sin aliento, señora condesa», responde el criadito joven que había llegado hacía poco del campo, de donde mi madre tenía la buena costumbre de traerlos. Muchas veces hasta los había visto nacer. Así es como se consiguen para casa buenos criados. Y ése es el primero de los lujos. En efecto, la duquesa de La Rochefoucauld iba subiendo con mucho trabajo, porque era enorme, tan enorme que, cuando entró, mi madre tuvo un momento de inquietud preguntándose dónde podría colocarla. En ese instante atrajo su mirada el mueble regalado por Mme. de Praslin: «Hágame el favor de sentarse», le dijo mi madre empujándolo hacia ella. Y la duquesa lo llenó hasta los bordes. A pesar de ese aspecto imponente, seguía siendo bastante agradable. «Todavía causa cierta impresión cuando entra», decía uno de nuestros amigos. «Y sobre todo cuando sale», replicó mi madre que tenía la lengua más suelta de lo que hoy sería de recibo. Hasta en casa de Mme. de La Rochefoucauld, incluso en su presencia, no se recataban bromeando sobre sus amplias proporciones, y ella era la primera en reírse. «Pero, cómo, ¿está usted solo?», preguntó un día a M. de La Rochefoucauld mi madre que iba a visitar a la duquesa y que, recibida en la entrada por el marido, no había visto a su esposa que estaba en una especie de nicho al fondo. “¿Es que no está Mme. de La Rochefoucauld? No la veo”. —“¡Qué amable es usted!”, respondió el duque, uno de los hombres con menos discernimiento que yo haya conocido nunca pero que no carecía de cierto ingenio».

Después de cenar, cuando subí a mi cuarto con la abuela, le decía yo que las cualidades que nos encantaban en Mme. de Villeparisis, el tacto, la fineza, la discreción, su capacidad para difuminarse tal vez no eran de mucho valor, dado que quienes las poseyeron en grado sumo habían sido unos simples Molé y unos Loménie[100], y que su carencia, si puede volver desagradables las relaciones cotidianas, no había impedido a Chateaubriand, Vigny, Hugo y Balzac llegar a ser unos vanidosos faltos de juicio, de los que no era difícil burlarse, como Bloch… Pero al nombre de Bloch mi abuela se indignaba. Y me hacía el elogio de Mme. de Villeparisis. De la misma forma que, en amor, es el interés de la especie lo que guía las preferencias de cada individuo, y lo que lleva a las mujeres delgadas, para que la constitución del niño sea lo más normal posible, a buscar hombres gordos y a las gordas los delgados, así eran las exigencias de mi felicidad amenazada por los nervios, por mi enfermiza inclinación a la tristeza, al aislamiento, las que oscuramente inducían a mi abuela a otorgar el primer rango a las cualidades de ponderación y de juicio propias no sólo de Mme. de Villeparisis, sino de una sociedad en la que yo podría encontrar una distracción, un alivio, una sociedad parecida a la que vio florecer el ingenio de un Doudan[101], de un M. de Rémusat[102], por no decir de una Beausergent[103], de un Joubert[104], de una Sévigné, ingenio que crea más felicidad, más dignidad en la vida, que los refinamientos opuestos, aquellos que condujeron a un Baudelaire, a un Poe, a un Verlaine, a un Rimbaud al sufrimiento y a un descrédito que mi abuela no quería para su nieto. La interrumpí para abrazarla y le pregunté si no se había fijado en cierta frase que Mme. de Villeparisis había dicho y que dejaba traslucir a la mujer que se aferraba mucho más a su linaje de lo que confesaba. Así sometía yo a la abuela mis impresiones porque nunca estaba seguro del grado de estima debido a una persona antes de que ella me lo hubiese indicado. Todas las noches iba a llevarle los apuntes que durante el día había tomado de todos aquellos seres inexistentes que no eran ella. Una vez le dije: «Sin ti yo no podría vivir». —«Eso no está bien, me respondió con voz alterada. Tenemos que conseguir un corazón más duro. Si no, ¿qué sería de ti si yo me fuese de viaje? Espero, por el contrario, que serías muy juicioso y muy feliz». —«Sabría ser juicioso si te fueses unos días, pero contaría las horas». —«Y si me fuese por unos meses… (la sola idea me encogía el corazón), por años… por…». Callábamos los dos. No nos atrevíamos a mirarnos. Y sin embargo, yo sufría más por su angustia que por la mía. Por eso me acerqué a la ventana y articulando con nitidez las palabras le dije mirando hacia otro lado: «Ya sabes que soy un ser de costumbres. Los primeros días, nada más separarme de las personas que más amo, me siento desdichado. Pero, aunque siga queriéndolas lo mismo, me acostumbro, mi vida se vuelve tranquila, dulce; soportaría estar separado de ellas meses, años…». Hube de callarme y mirar decididamente por la ventana. La abuela salió un momento del cuarto. Pero al día siguiente me puse a hablar de filosofía, en el tono más indiferente, arreglándomelas para que la abuela prestase atención a mis palabras, dije que era curioso, que después de los últimos descubrimientos de la ciencia el materialismo parecía arruinado, y que la hipótesis más probable seguía siendo la eternidad de las almas y su futura reunión.

Mme. de Villeparisis nos avisó que dentro de poco no podría vernos con la misma frecuencia. Un joven sobrino que se preparaba para ingresar en Saumur, y que en esos momentos se hallaba de guarnición cerca, en Donciéres, debía venir a pasar a su lado un permiso de algunas semanas y ella le dedicaría mucha parte de su tiempo. Durante nuestros paseos, nos había ponderado su gran inteligencia, y sobre todo su buen corazón; yo ya me imaginaba que había de caerle simpático, que sería su amigo preferido, y cuando, antes de su llegada, su tía dio a entender a la abuela que, por desgracia, había caído en las garras de una mala mujer de la que estaba perdidamente enamorado y que no lo soltaría, persuadido como yo estaba de que esa clase de amor acaba fatalmente en la enajenación mental, el crimen o el suicidio, pensando en el tiempo tan breve que estaba reservado a nuestra amistad, ya tan grande en mi corazón sin todavía haberle visto, lloré por esa amistad y por las desdichas que la esperaban como por un ser querido del que acaban de decirnos que está gravemente enfermo y que tiene sus días contados.

Una tarde muy calurosa estaba en el comedor del hotel que habían dejado en penumbra para protegerlo del sol echando las cortinas que el astro amarilleaba y que por sus intersticios dejaban pestañear el azul del mar, cuando por la arcada central que iba de la playa a la carretera, vi pasar, alto, delgado, con el cuello abierto, la cabeza alta y plantada con orgullo, a un joven de ojos penetrantes y de piel tan rubia y cabellos tan dorados como si hubiesen absorbido todos los rayos del sol. Vestido con un traje de finísima tela blanquecina como nunca habría creído que un hombre se hubiese atrevido a llevar, y cuya ligereza no evocaba menos el frescor del comedor que el calor y el buen tiempo de fuera, caminaba deprisa. Sus ojos, de uno de los cuales se desprendía continuamente un monóculo, eran del color del mar. Todos lo miraron pasar curiosos, se sabía que aquel joven marqués de Saint-Loup-en-Bray era célebre por su elegancia. Todos los periódicos habían descrito el traje con el que recientemente había servido de testigo al joven duque de Uzés, en un duelo. Parecía como si la calidad tan peculiar de su pelo, de sus ojos, de su piel, de su porte, que lo hubiesen hecho destacar en medio de una multitud como un precioso filón de ópalo azulado y luminoso envainado en una materia grosera, debiese corresponder a una vida distinta de la del resto de los hombres. Y por eso, cuando, antes de aquellos amores de que Mme. de Villeparisis se quejaba, se lo habían disputado las más hermosas mujeres del gran mundo, su presencia, por ejemplo en una playa, al lado de la belleza célebre a la que hacía la corte, no sólo convertía a la mujer en centro de atención, sino que atraía las miradas tanto sobre él como sobre ella. Por su chic, por su impertinencia de joven «león», por su extraordinaria hermosura sobre todo, algunos llegaban a encontrarle cierto aire afeminado, pero sin reprochárselo porque se sabía lo viril que era y que amaba apasionadamente a las mujeres. Era aquel sobrino de Mme. de Villeparisis del que ésta nos había hablado. Me encantó la idea de que iba a tratarle durante unas semanas y no dudaba de que me daría sin reservas su amistad. Atravesó rápidamente el hotel en toda su anchura, como si estuviese persiguiendo el monóculo que revoloteaba delante de él como una mariposa. Venía de la playa, y el mar que llenaba hasta media altura la cristalera del hall\t hacía de fondo sobre el que destacaba su figura erguida, como en ciertos retratos en que los pintores pretenden sin alterar lo más mínimo la más escrupulosa observación de la vida actual, pero escogiendo para su modelo un marco apropiado, campo de polo, de golf, de carreras, puente de un yate, para ofrecer un equivalente moderno de aquellos lienzos en que los primitivos mostraban la figura humana en el primer plano de un paisaje. Un coche de dos caballos lo esperaba delante de la puerta; y mientras su monóculo seguía con su revoloteo en la carretera inundada de sol, con la misma elegancia y maestría con que un gran pianista encuentra el modo de lucirse en el pasaje más simple, donde parecía imposible que supiese mostrarse superior a un ejecutante de segunda fila, el sobrino de Mme. de Villeparisis, cogiendo las riendas que le pasó el cochero, se sentó a su lado y mientras abría una carta que el director del hotel le entregó, hizo ponerse en marcha a los caballos.

¡Qué decepción sentí los días siguientes cuando, cada vez que lo encontraba fuera o en el hotel —el cuello erguido, los movimientos de sus miembros en perpetuo equilibrio alrededor del danzante y fugitivo monóculo que parecía su centro de gravedad— pude darme cuenta de que no tenía intención alguna de acercarse a nosotros y vi que no nos saludaba aunque no pudiese ignorar que éramos los amigos de su tía! Y recordando la amabilidad que me habían dispensado Mme. de Villeparisis y antes que ella M. de Norpois, pensaba que tal vez sólo fueran nobles de pacotilla y que un artículo secreto de las leyes que rigen la aristocracia acaso permita a las mujeres y a ciertos diplomáticos faltar en su trato con los plebeyos, y por una razón que se me escapaba, a la altivez que un joven marqués en cambio debía practicar de forma implacable. Mi inteligencia habría podido decirme lo contrario. Pero la característica de la edad ridícula que yo estaba atravesando —edad nada ingrata, fecundísima— consiste en no consultar a la inteligencia y creer que los menores atributos de los seres parecen formar parte indivisible de su personalidad. Completamente rodeados de monstruos y de dioses, apenas si conocemos la calma. De los gestos que entonces hemos hecho, pocos son los que más tarde no querríamos poder abolir. Cuando lo que por el contrario deberíamos lamentar es no poseer ya la espontaneidad que nos los inspiraba. Más tarde se ven las cosas de una manera más práctica, en conformidad plena con el resto de la sociedad, pero la adolescencia es el único tiempo en que se ha aprendido algo.

Aquella insolencia que yo intuía en M. de Saint-Loup, y todo lo que implicaba de dureza natural, resultó confirmada por su actitud cada vez que pasaba a nuestro lado, con el cuerpo tan inflexiblemente erguido, la cabeza siempre tan alta, la mirada impasible, eso es decir poco, tan implacable, despojada de ese vago respeto que suele tenerse por los derechos de las demás criaturas aunque no conozcan a vuestra tía, y que hacía que yo no fuese completamente el mismo ante una vieja señora y ante una farola. Aquellos modales de hielo estaban tan lejos de las deliciosas cartas que, pocos días antes, aún imaginaba que había de escribirme expresándome su simpatía, como lejos lo está del entusiasmo de la Cámara y del pueblo, cuyos ánimos ha imaginado levantar con un discurso inolvidable, la situación mediocre, oscura, del visionario que después de haber fantaseado en alta voz, a solas y por cuenta propia, se encuentra —una vez apagadas las aclamaciones imaginarias— tan pobre diablo como antes. Cuando Mme. de Villeparisis, sin duda para borrar la mala impresión que nos habían causado aquellas apariencias reveladoras de una naturaleza orgullosa y malvada, volvió a hablarnos de la inagotable bondad de su sobrino segundo (era hijo de una de sus sobrinas[105] y algo mayor que yo), me dejó admirado el total desprecio de la verdad con que en el mundo atribuyen dotes de buen corazón a quienes lo tienen tan seco, aunque luego sean amables con la gente brillante que forma parte de su medio. La propia Mme. de Villeparisis añadió, aunque de forma indirecta, una confirmación a los rasgos esenciales, para mí ya evidentes, del carácter de su sobrino, un día en que encontré a los dos en un camino tan estrecho que ella no pudo hacer otra cosa que presentarme a él. Dio la impresión de no oír que le nombraban a alguien, ni un solo músculo de la cara se movió; sus ojos, en los que no brilló el más débil resplandor de simpatía humana, se limitaron a mostrar en la insensibilidad, en la inanidad de la mirada, una exageración sin la que nada los hubiese diferenciado de espejos sin vida. Clavándome luego aquellos ojos duros como si hubiese querido informarse sobre mí antes de devolverme el saludo, con un gesto brusco que pareció deberse más a un reflejo muscular que a un acto de voluntad, poniendo entre él y yo el mayor espacio posible, alargó el brazo en toda su longitud, y me tendió, a distancia, la mano. Cuando al día siguiente me pasaron su tarjeta de visita, pensé que como mínimo se trataba de un duelo. Pero sólo me habló de literatura, y después de una larga charla declaró que su más vivo deseo era verme cada día varias horas. Durante esa visita, además de dar muestras de un apasionado interés por las cosas del espíritu, me testimonió una simpatía que a duras penas casaba con el saludo de la víspera. Después de habérselo visto repetir cada vez que le presentaban a alguien, comprendí que era una simple costumbre mundana, exclusiva de cierta parte de su familia, y a la que su madre, empeñada en que estuviese admirablemente educado, había doblegado el cuerpo de Saint-Loup; hacía aquellos saludos sin prestarles más atención que a sus hermosos trajes o a su hermoso pelo; era una cosa carente de la significación moral que al principio yo le había dado, una cosa puramente aprendida, como aquella otra costumbre que también tenía de hacerse presentar inmediatamente a los padres de alguien cuyo conocimiento hacía, y que se había vuelto tan instintiva en él que, nada más verme al día siguiente de nuestro encuentro, se abalanzó sobre mí y, sin saludarme siquiera, me pidió que lo presentara a la abuela, que estaba a mi lado, con la misma rapidez febril de una demanda debida a algún instinto defensivo —como el gesto de parar un golpe o de cerrar los ojos ante un chorro de agua hirviendo—, sin cuya protección hubiera sido peligroso quedarse un segundo más.

Una vez cumplidos los primeros ritos del exorcismo, como un hada arisca que se despoja de su apariencia primera y se adorna de gracias encantadoras, vi a aquel ser desdeñoso transformarse en el joven más amable, más atento que yo hubiese conocido nunca. «Bueno, me dije, ya me he Equivocado con él, había sido víctima de un espejismo, pero sólo he triunfado del primer error para caer en otro, porque se trata de un gran señor creído de su nobleza y trata de disimularlo». En efecto, al cabo de poco tiempo toda la fascinante educación, toda la amabilidad de Saint-Loup debía permitirme descubrir un ser muy distinto del que yo sospechaba.

Aquel joven con aspecto de aristócrata y de sportsman desdeñoso sólo sentía estima y curiosidad por las cosas de la inteligencia, especialmente por aquellas manifestaciones modernistas de la literatura y del arte que tan ridículas parecían a su tía; estaba imbuido además de lo que la marquesa llamaba las declamaciones socialistas, lleno del más profundo desprecio por su propia casta y pasaba las horas estudiando a Nietzsche y a Proudhon. Era uno de aquellos «intelectuales[106]» prontos a la admiración, que se encierran en un libro, sólo preocupados por el elevado pensamiento. Aunque me resultase conmovedora, hasta en Saint-Loup me cansaba un poco la expresión de esa tendencia muy abstracta y que tanto lo alejaba de mis preocupaciones habituales. Puedo decir que, cuando supe exactamente quién había sido su padre, los días siguientes a mi lectura de unas memorias llenas de anécdotas sobre aquel famoso conde de Marsantes en quien se resume la elegancia tan especial de una época ya lejana, llena la cabeza de fantasías, ávido de detalles sobre la vida que llevara M. de Marsantes, me daba rabia que Robert de Saint-Loup, en lugar de contentarse con ser el hijo de su padre, en lugar de ser capaz de guiarme por aquella novela pasada de moda que había sido la existencia de éste, se hubiese elevado hasta el amor por Nietzsche y por Proudhon. Su padre no hubiese compartido mi queja. Era también un hombre inteligente, muy por encima de los límites de su vida de hombre de mundo. Apenas había tenido tiempo de conocer a su hijo, pero había deseado que valiese más que él. Y estoy seguro de que, a diferencia del resto de la familia, le hubiera admirado, se hubiese alegrado viéndole abandonar lo que había sido la meta de sus frívolos pasatiempos por austeras meditaciones, y sin decir nada, en su modestia de gran señor inteligente, hubiese leído a hurtadillas los autores predilectos de su hijo para apreciar hasta qué punto Robert era superior a él.

Había, además, una cosa bastante triste, y era que así como M. de Marsantes, de mentalidad muy abierta, hubiese apreciado a un hijo tan distinto de él, Robert de Saint-Loup, por ser de esas personas convencidas de que el mérito está unido a determinadas formas de arte y de vida, tenía un recuerdo afectuoso pero algo despectivo de un padre que había dedicado toda su vida a la caza y a las carreras, había bostezado con Wagner y se había entusiasmado con Offenbach. Saint-Loup no era bastante inteligente para comprender que el valor intelectual nada tiene que ver con la adhesión a una fórmula estética determinada, y por la «intelectualidad» de M. de Marsantes sentía en cierto modo la misma clase de desprecio que habrían podido tener por Boieldieu[107] o por Labiche[108] un hijo de Boieldieu o un hijo de Labiche que hubieran sido fervientes adeptos de la literatura más simbolista y de la música más complicada. «He conocido muy poco a mi padre, decía Robert. Parece que era un hombre exquisito. Su desastre fue la deplorable época en que vivió. Haber nacido en el faubourg Saint-Germain y haber vivido en la época de la Belle Hélène provoca un cataclismo en una existencia. De haber sido un pequeño burgués fanático del Ring[109], quizá hubiese dado algo totalmente distinto. Me dicen incluso que le gustaba la literatura. Pero no se puede saber, porque lo que él entendía por literatura se compone de obras caducas». En cuanto a mí, Saint-Loup me parecía demasiado serio, y no comprendía que yo no lo fuese más. Como juzgaba cada cosa únicamente por el peso específico de inteligencia que contiene, como sólo captaba los encantos de pura fantasía que me inspiraban ciertas cosas que él estimaba frívolas, se extrañaba de que yo —a quien se imaginaba que él era muy inferior—pudiese interesarme en ellas.

Desde los primeros días Saint-Loup conquistó a mi abuela no sólo por la incesante bondad que se ingeniaba en testimoniarnos a los dos, sino por la naturalidad que como en todo lo demás ponía en hacerlo. Y la naturalidad —sin duda porque permite sentir la presencia de la naturaleza bajo el artificio humano— era la cualidad que la abuela prefería a cualquier otra, fuese en los jardines, donde no le gustaba ver, como en el de Combray, arriates demasiado regulares, fuese en cocina, donde detestaba esos «platos montados» en los que apenas se reconoce los alimentos que han servido para hacerlos, fuese en la interpretación pianística, que no le gustaba demasiado refinada, demasiado relamida, hasta el punto de sentir una complacencia particular por las notas encabalgadas, por las notas falsas de Rubinstein[110]. Esa naturalidad la degustaba hasta en las ropas de Saint-Loup, de una elegancia desenvuelta sin nada de «gomoso» ni de «envarado», sin rigidez ni tiesura. Aún más le agradaba aquel joven rico por la forma despreocupada y libre que tenía de vivir en medio del lujo sin «oler a dinero», sin aires de importancia; le parecía deliciosa aquella naturalidad hasta en la incapacidad, que Saint-Loup había conservado, y que por regla general desaparece con la infancia al mismo tiempo que ciertas particularidades fisiológicas de esa edad —para impedir al propio rostro reflejar una emoción. Alguna cosa que por ejemplo deseaba y con la que no había contado, aunque fuese un simple cumplido, desencadenaba en él un placer tan brusco, tan ardiente, tan volátil, tan expansivo que le resultaba imposible contenerlo y ocultarlo; una mueca de placer se enseñoreaba de forma irresistible de su rostro; la piel demasiado fina de sus mejillas dejaba traslucir un vivo rubor, sus ojos reflejaban confusión y alegría; y mi abuela era infinitamente sensible a esta graciosa apariencia de sinceridad e inocencia, que por lo demás en Saint-Loup, al menos en la época en que nació nuestro trato, no engañaba. Pero he conocido a otra persona, y como ella hay muchas, en quien la sinceridad psicológica de ese pasajero rubor no excluía para nada la duplicidad moral; muy a menudo sólo prueba la vivacidad con que sienten el placer hasta el punto de verse inermes ante él y forzadas a confesarlo frente a los demás unas naturalezas capaces de las villanías más infames. Pero donde más adorable encontraba mi abuela la naturalidad de Saint-Loup era en su modo de confesar sin ningún rodeo la simpatía que sentía por mí, y para cuya expresión utilizaba tales palabras que a ella misma, según decía, no hubiesen podido ocurrírsele otras más justas y realmente cariñosas, palabras que hubiesen suscrito «Sévigné y Beausergent»; no dudaba él en burlarse de mis defectos— que había descubierto con una sutileza que la encantaba —pero como ella misma habría hecho, con ternura, exaltando en cambio mis cualidades con un calor y un abandono exento de esa reserva y esa frialdad con que los jóvenes de su edad creen por lo general darse importancia. Y para prevenir mis menores molestias, para echar unas mantas sobre mis piernas cuando el tiempo refrescaba sin que yo me hubiese dado cuenta, para arreglárselas sin decirlo para quedarse más tarde por la noche conmigo si me sentía triste o de mal humor, mostraba una solicitud que, desde el punto de vista de mi salud, para la que quizá hubiese sido preferible una mayor dureza, llegó a parecer excesiva a mi abuela, pero que como prueba de afecto hacia mí la conmovía profundamente.

Entre él y yo pronto quedó convenido que nos habíamos hecho grandes amigos para siempre, y él decía «nuestra amistad» como si hubiese hablado de algo importante y delicioso que hubiera existido al margen de nosotros mismos y que no tardó en denominar —dejando a un lado su amor por su querida— la mejor alegría de su vida. Estas palabras me causaban una especie de tristeza, y me resultaba embarazoso responder, porque, estando a su lado y hablando con él —y sin duda me hubiese pasado lo mismo con cualquier otro—, no sentía nada de aquella felicidad que, en cambio, podía experimentar cuando me encontraba sin compañía. A solas, algunas veces sentía refluir desde el fondo de mí mismo alguna de aquellas impresiones que me procuraban un bienestar delicioso. Pero en cuanto estaba con alguien, en cuanto hablaba con un amigo, mi mente daba media vuelta, era hacia ese interlocutor y no hacia mí mismo hacia donde dirigía sus pensamientos, y cuando éstos seguían ese sentido inverso dejaban de procurarme placer alguno. Una vez que había dejado a Saint-Loup, con ayuda de las palabras ponía yo una especie de orden en los confusos minutos que había pasado con él; me decía que tenía un buen amigo, que un buen amigo es cosa rara, y al sentirme rodeado de bienes difíciles de adquirir, saboreaba justamente lo contrario del placer que me era natural, lo contrario del placer de haber extraído del fondo de mí mismo y llevado hasta la luz una cosa que estaba allí, oculta en la penumbra. Si me había pasado dos o tres horas hablando con Robert de Saint-Loup y él había expresado admiración por lo que yo le había dicho, sentía una especie de remordimiento, de pena, de fatiga por no haber estado solo y haberme dispuesto por fin a trabajar. Pero me decía que uno no sólo es inteligente para sí mismo, que los más grandes han deseado ser apreciados, que no podía dar por perdidas unas horas pasadas en construir una alta idea de mí en el ánimo de mi amigo, me persuadía fácilmente de que debía sentirme feliz por ello y deseaba más intensamente no verme privado nunca de aquella felicidad cuanto que no la había sentido. Los bienes cuya desaparición más tememos son los que quedan fuera de nosotros porque nuestro corazón no se ha apoderado de ellos. Me sentía capaz de ejercer las virtudes de la amistad mejor que muchos (porque siempre antepondría el bien de mis amigos a esos intereses personales por los que tanto apego sienten otros y que para mí carecían de importancia), pero no de conocer la alegría por un sentimiento que en lugar de agrandar las diferencias que hay entre mi alma y las de los demás —como las hay entre las almas de cada uno de nosotros— las borraría. A cambio, mi pensamiento discernía a ratos en Saint-Loup un ser más general que su persona, el «noble», y que como un espíritu interior movía sus miembros, regía sus gestos y sus acciones; entonces, en esos momentos, incluso a su lado, me sentía solo, como lo hubiese estado ante un paisaje cuya armonía no fuese capaz de comprender. Él no era más que un objeto que mi fantasía trataba de profundizar. Como siempre encontraba en él aquel ser anterior, secular, aquel aristócrata que Robert aspiraba precisamente a no ser, experimentaba una alegría viva, pero de inteligencia, no de amistad. En la agilidad moral y física que prestaba tanta gracia a su amabilidad, en la desenvoltura con que ofrecía su coche a mi abuela y la hacía montarse en él, en la destreza con que, cuando temía que yo cogiese frío, saltaba del pescante para echar su propio abrigo sobre mis hombros, no sentía únicamente la flexibilidad hereditaria de los grandes cazadores que habían sido, durante generaciones, los antepasados de aquel joven que sólo ambicionaba la intelectualidad, su desdén por la riqueza que, subsistiendo en él junto al gusto que sentía por ella exclusivamente para poder obsequiar mejor a los amigos, lo llevaba a poner con tanta indiferencia todo aquel lujo a sus pies; y sobre todo sentía la certeza o la ilusión que habían tenido aquellos grandes señores de ser «más que los demás», gracias a lo cual no habían podido legar a Saint-Loup ese deseo de mostrar que uno es «como los demás», ese miedo a parecer demasiado solícito que de hecho en él nunca se daba y que afea, volviéndola rígida y torpe, la más sincera amabilidad plebeya. Algunas veces me reprochaba el placer que sentía considerando a mi amigo como una obra de arte, es decir mirando el funcionamiento de todas las partes de su ser como si lo rigiese armoniosamente una idea general de la que dependían, pero que él ignoraba y que, por consiguiente, no añadía nada a sus cualidades peculiares, a aquel valor personal de inteligencia y moralidad al que tanto precio atribuía Saint-Loup.

Y sin embargo esa idea era en cierta medida su condición. Precisamente por ser un noble aquella actividad mental, aquellas aspiraciones socialistas que le hacían buscar jóvenes estudiantes pretenciosos y mal vestidos, tenían en él, más que en ellos, algo de verdaderamente puro y desinteresado. Creyéndose heredero de una casta ignorante y egoísta, trataba sinceramente de que le perdonasen esos orígenes aristocráticos que, sin embargo, ejercían sobre ellos una seducción y eran causa de que lo tratasen, aunque simulaban con él frialdad e incluso insolencia. Por eso se veía obligado a dar los primeros pasos con personas que hubiesen dejado estupefactos a mis padres porque, fíeles a la sociología de Combray, pensaban que debía huir de ellas. Un día que Saint-Loup y yo estábamos sentados en la playa, de una tienda de lona que había a nuestro lado oímos salir imprecaciones contra el hormigueo de israelitas que infestaba Balbec. «No se puede dar dos pasos sin encontrarlos, decía la voz. Por principio no soy irreductiblemente hostil a la nacionalidad judía, pero aquí ya hay plétora. Sólo se oye: Dime, Abraham, Chai fu a Chakop[111]. Ni que estuviésemos en la calle d’Abukir». El individuo que así tronaba contra Israel salió por fin de la tienda, nosotros alzamos los ojos hacia aquel antisemita. Era mi compañero Bloch. Saint-Loup me pidió inmediatamente que le recordase que se habían conocido en el Concours general, en el que Bloch había conseguido el premio de honor, y luego en una Universidad popular[112].

A lo sumo yo sonreía a veces al reconocer en Robert las lecciones de los jesuitas en el apuro que le provocaba el miedo a ofender cada vez que alguno de sus amigos intelectuales incurría en un error mundano, o hacía una cosa ridicula, a la que él, Saint-Loup, no atribuía ninguna importancia, pero que sabía que avergonzaría al otro si alguien lo advertía. Y era Robert quien se ruborizaba como si hubiese sido él el culpable, por ejemplo el día en que Bloch prometiéndole ir a visitarlo al hotel añadió: «Como no soporto esperar en medio del falso chic de esos grandes caravansares, y como los cíngaros me pondrían enfermo, dígale al “laïft” que los haga callar y que le avise a usted enseguida». Personalmente, no me entusiasmaba demasiado que Bloch viniese al hotel. No estaba solo en Balbec, por desgracia, sino con sus hermanas, que a su vez iban acompañadas de muchos parientes y amigos. Pero aquella colonia judía era más pintoresca que agradable. Ocurría en Balbec como en ciertos países, Rusia o Rumania, donde las clases de geografía nos enseñan que la población israelita no goza allí del mismo favor ni ha llegado al mismo grado de asimilación que por ejemplo en París. Siempre juntos, sin mezcla de ningún otro elemento, cuando las primas y los tíos de Bloch, o sus correligionarios varones o hembras se dirigían al Casino, las unas para el «baile», los otros desviándose hacia el bacarrá, formaban una comitiva homogénea en sí misma y enteramente distinta de la gente que los miraba pasar y se los encontraba allí año tras año sin cambiar un saludo con ellos, ya fuese el círculo de los Cambremer, el clan del presidente de Audiencia, o los grandes y pequeños burgueses, o incluso simples tratantes de grano de París, cuyas hijas, hermosas, altivas, burlonas y francesas como las estatuas de Reims, no habrían querido mezclarse con aquella horda de mozas maleducadas que llevaban su obsesión por las modas de «baños de mar» hasta el punto de que siempre parecían volver de pescar quisquillas o estar bailando el tango. En cuanto a los hombres, a pesar del brillo de los smokings y de los zapatos de charol, la excesiva caracterización de su tipo traía a la memoria esas búsquedas llamadas «inteligentes» de los pintores que, teniendo que ilustrar los Evangelios o Las mil y una noches piensan en el país donde transcurre la escena y dan a san Pedro o a Alí Babá la cara precisamente del «mandamás» más importante de Balbec. Bloch me presentó a sus hermanas, a las que cerraba el pico con la mayor de las brusquedades, y que se reían a carcajadas con las menores ocurrencias de su hermano, objeto de su admiración e idolatría. De modo que es probable que aquel ambiente encerrase como cualquier otro, quizá más que cualquier otro, muchos atractivos, cualidades y virtudes. Pero para experimentarlos, hubiera sido necesario penetrar en él. Pero no gustaba, y ellos se daban cuenta, veían ahí la prueba de un antisemitismo al que hacían frente en una falange compacta y cerrada en donde nadie por lo demás pensaba abrirse paso.

En cuando a lo de «laift» y no había razón para sorprenderme porque unos días antes, cuando Bloch me había preguntado por qué había ido yo a Balbec (en cambio su presencia allí le parecía completamente natural) y si era «con la esperanza de hacer buenas amistades», al replicarle que aquel viaje respondía a uno de mis anhelos más antiguos, aunque menos profundo que el de ir a Venecia, me había contestado: «Sí, claro, para tomar sorbetes con las bellas damas mientras finge leer las Stones of Venaïce de Lord John Ruskin, lúgubre pelmazo y uno de los rapabarbas más aburridos que existen[113]». De manera que Bloch creía, evidentemente, que en Inglaterra no sólo todos los individuos del sexo masculino son lores, sino también que la letra «i» se pronuncia siempre «ai». En cuanto a Saint-Loup, ese error de pronunciación le parecía tanto menos grave cuanto que veía en él sobre todo una carencia de aquellas nociones casi mundanas que mi nuevo amigo despreciaba en la misma medida en que las poseía. Pero el miedo a que Bloch, llegando a saber un día que se dice Venice y que Ruskin no era lord, creyese retrospectivamente que había hecho el ridículo ante Robert, indujo a este último a sentirse culpable como si hubiese carecido de la indulgencia que siempre le desbordaba, y el rubor que sin duda había de colorear un día las mejillas de Bloch al descubrir su error, lo sintió él asomar a su rostro por anticipado y reversibilidad. Porque estaba convencido, y con razón, de que Bloch daba más importancia que él a ese error. Así lo demostró Bloch poco tiempo después, un día en que, oyéndome pronunciar lift, me interrumpió: «¡Ah, se dice lift!». Y, en tono seco y altanero: «Por lo demás, eso no tiene la mínima importancia». Frase análoga a un reflejo, idéntica en boca de todos los hombres que tienen amor propio, tanto en las circunstancias más graves como en las más ínfimas; reveladora entonces, lo mismo que en este caso, de la importancia real que atribuye al hecho en cuestión quien lo declara sin importancia; frase trágica a veces, que es la primera en escapar - ¡qué desconsuelo entonces! —de los labios de todo hombre algo orgulloso a quien acaban de quitar la última esperanza a que se aferraba, cuando le niegan un favor: «¡Ah, bueno, no tiene ninguna clase de importancia, ya me las arreglaré de otra manera!», cuando ese arreglarse de otra manera es en ocasiones, sin ninguna clase de importancia, el suicidio.

Luego Bloch me dijo cosas muy agradables. Deseaba desde luego ser muy amable conmigo. Sin embargo, me preguntó: «¿Es por afán de elevarte hacia la nobleza —nobleza por lo demás bastante marginada, pero tú sigues siendo un ingenuo— por lo que frecuentas tanto a Saint-Loup-en-Bray? Bonita crisis de esnobismo que debes de estar pasando. Dime, ¿eres un esnob? Sí, ¿verdad?». Y no es que su deseo de amabilidad hubiese cambiado de repente. Pero eso que en un francés bastante incorrecto se llama «la mala educación» era su defecto más característico, por consiguiente el defecto del que no se daba cuenta, y, con mayor motivo, el defecto que no creía que chocase a los demás. Tan maravillosa es en el género humano la frecuencia de virtudes idénticas para todos como la multiplicidad de los defectos particulares de cada uno. Desde luego, el sentido común no es «la cosa más difundida en el mundo[114]», lo es la bondad. Maravilla verla florecer por sí sola en los rincones más alejados, más perdidos, como en un valle apartado una amapola igual a todas las demás del mundo, aunque ella no haya visto ninguna otra y jamás haya conocido otra cosa que el viento que a veces hace estremecerse su rojo capirote solitario. Incluso aunque esa bondad, paralizada por el interés, no se ejerza, sin embargo existe, y siempre que un móvil egoísta no le impida obrar, por ejemplo durante la lectura de una novela o de un periódico, abre sus pétalos, se vuelve, incluso en el corazón de quien, asesino en la vida, conserva su ternura de apasionado lector de folletines, hacia el débil, hacia el justo y el perseguido. Mas no es menos admirable la variedad de los defectos que la similitud de las virtudes. La persona más perfecta tiene determinado defecto que choca o que irrita. Una está dotada de una inteligencia extraordinaria, ve todo desde un punto de vista elevado, nunca habla mal de nadie, pero olvida en el bolsillo las cartas más importantes que ella misma nos ha pedido que le confiemos, haciéndonos perder luego una cita vital sin pedir excusas siquiera, con una sonrisa, porque tiene el prurito de no saber nunca la hora en que vive. Otra es tan fina, tan dulce, de una delicadeza tal que, de vosotros mismos, sólo os dirá las cosas que puedan resultaros gratas, pero notáis que calla, que sepulta en su corazón, donde se agrian, otras totalmente distintas, y el placer que tiene en veros es tan grato para él que antes os haría reventar de fatiga que dejaros solo. Un tercero muestra más sinceridad, pero la lleva al extremo de haceros saber, cuando acabáis de excusaros con vuestro estado de salud por no haber ido a verle, que os han visto camino del teatro y con muy buena cara, o que no le ha resultado provechosa la gestión que por él habéis hecho, que además otras tres personas le han prometido ocuparse de su caso, razón por la que tiene poco que agradeceros. En estas dos circunstancias, el amigo anterior habría fingido ignorar que habíais ido al teatro y que otras personas hubiesen podido hacerle el mismo favor. El último amigo en cambio, siente la necesidad de repetir o de revelar a otro lo que más puede contrariaros, está encantado con su propia franqueza y os dice con energía: «Yo soy así». Hay otros que os molestan con su curiosidad exagerada, o con una falta de curiosidad tan absoluta que podéis hablarles de los sucesos más sensacionales sin que sepan de qué se trata; y hay otros que tardan meses en contestaros si vuestra carta se refería a un hecho que os importa a vosotros y no a ellos, o bien si os dicen que van a ir a pediros algo y no os atrevéis a salir por temor a que vengan y no os encuentren, resulta que no vienen y os hacen esperar semanas, porque como no habían recibido de vosotros la respuesta que su carta no pedía, han creído que tal vez os habíais molestado. Y algunos, siguiendo su deseo y no el vuestro, os hablan sin dejaros abrir la boca cuando están contentos y tienen ganas de veros, por más urgente que sea el trabajo que tengáis que hacer; pero cuando se sienten deprimidos por el tiempo, o de mal humor, no hay medio de sacarles una palabra, oponen a vuestro esfuerzo una inerte languidez y no se toman la molestia de responder, siquiera con monosílabos, a lo que decís más que si no os hubiesen oído. No hay amigo, pues, que no tenga sus defectos, y, para seguir queriéndole, nos vemos obligados a intentar consolarnos de ellos pensando en su talento, en su bondad, en su cariño, —o más bien a no tenerlos en cuenta desplegando con ese fin nuestra mejor voluntad. Por desgracia, nuestra complaciente obstinación en no ver el defecto del amigo siempre se ve superada por la que él pone en mostrarlo, bien por propia ceguera, bien por la que atribuye a los demás. Porque él no lo ve, o cree que no lo ven los otros. Como el riesgo de desagradar deriva sobre todo de la dificultad de apreciar lo que pasa o no pasa inadvertido, al menos por prudencia se debería no hablar nunca de uno mismo, por tratarse de un tema sobre el que podemos estar seguros de que el punto de vista ajeno nunca coincide con el nuestro. Si descubrir la verdadera vida de los otros, el universo real bajo el universo aparente, ofrece tantas sorpresas como visitar una casa de apariencia vulgar cuyo interior está lleno de tesoros, de ganzúas y cadáveres, no menos sorpresas se reciben cuando, en lugar de la imagen que de nosotros mismos nos habíamos formado gracias a lo que los demás nos decían, nos enteramos, por lo que de nosotros dicen en ausencia nuestra, de la imagen completamente distinta de nosotros y de nuestra vida que dentro de sí llevaban. Por eso, cada vez que acabamos de hablar de nosotros, podemos estar seguros de que nuestras inofensivas y prudentes palabras, escuchadas con aparente cortesía y una hipócrita aprobación, han dado lugar a los comentarios más irritantes o más divertidos, en cualquier caso a los menos favorables. El riesgo menor que corremos es molestar con la desproporción que hay entre nuestra idea de nosotros mismos y nuestras palabras, desproporción que por lo general vuelve las palabras de la gente sobre sí misma tan ridiculas como esos canturreos de falsos aficionados a la música que, sin poder resistirse a la necesidad de tararear una melodía que les gusta, compensan la insuficiencia de su inarticulado murmullo con una mímica enérgica y un gesto de admiración que no justifica lo que nos hacen oír. Y a la mala costumbre de hablar de sí y de los propios defectos hemos de añadir, como si formase bloque con la primera, esa otra de denunciar en los demás la presencia de defectos totalmente análogos a los nuestros. Sin embargo, es de esos defectos de lo que siempre se habla, como si fuese una manera de hablar de sí, indirecta, que une al placer de absolverse el de confesar. Por otro lado parece que nuestra atención, siempre atraída por lo que nos caracteriza, lo nota en los demás antes que cualquier otra cosa. Hay miopes que dicen de otro: «Pero si apenas puede abrir los ojos»; a un tísico le ofrece dudas la integridad pulmonar del hombre más sólido; un hombre sucio sólo habla de los baños que los demás no toman; uno que apesta pretende que los demás huelen mal; por todas partes ve maridos engañados un marido engañado; una mujer ligera, mujeres ligeras; el esnob, esnobs. Y además cada vicio, como cada profesión, exige y desarrolla unos saberes especiales que no nos molesta exhibir. El invertido desenmascara a los invertidos, el modisto invitado en la alta sociedad, antes incluso de ponerse a hablar con vosotros, ya ha evaluado el paño de vuestro traje y sus dedos arden en deseos de palpar sus calidades, y si tras un rato de conversación preguntaseis a un odontoalgista su verdadera opinión sobre vosotros, os diría el número de vuestros dientes picados. Nada le parece más importante, y a vosotros que os habéis fijado en los suyos nada más ridículo. Y no sólo nos imaginamos a los demás ciegos cuando hablamos de nosotros; actuamos como si lo fueran. Para cada uno de nosotros parece haber un dios especial que nos oculta o promete la invisibilidad de nuestro defecto, del mismo modo que cierra los ojos y las narices con quienes no se lavan, ante la raya de mugre que llevan en las orejas y el hedor a sudor que guardan en los sobacos, convenciéndolos de que pueden una y otro pasear impunemente por el mundo sin que nadie se dé cuenta de nada. Y quienes llevan o regalan perlas falsas se figuran que han de tomarlas por verdaderas. Bloch era maleducado, neurópata, esnob y miembro de una familia poco estimada, soportaba como en el fondo del mar las incalculables presiones que contra él ejercían no sólo los cristianos de la superficie, sino las capas superpuestas de las castas judías superiores a la suya; cada una abrumaba con su desprecio a la que estaba inmediatamente debajo. Abrirse paso hasta el aire libre, elevándose de familia judía en familia judía hubiese exigido de Bloch varios miles de años. Más valía intentar abrirse una salida por otro lado.

Cuando Bloch me habló de la crisis de esnobismo que yo debía de estar pasando y me pidió que le confesase que era un esnob, habría podido responderle: «Si lo fuese, no me trataría contigo». Me limité a decirle que era muy poco amable. Entonces trató de disculparse, pero al modo peculiar del hombre maleducado que, cuando se desdice de sus palabras, se siente muy feliz porque encuentra una ocasión de agravarlas. «Perdóname, me decía ahora cada vez que me encontraba, te he apenado y torturado, he sido malvado sólo por serlo. Y sin embargo —el hombre en general y tu amigo en particular es un animal tan singular—, no puedes figurarte el cariño que yo, que te hago rabiar tan cruelmente, siento por ti. Hasta el punto de que a veces, pensando en ti, me vienen las lágrimas a los ojos». Y dejó escapar un sollozo.

Más aún que sus malos modales, lo que más me sorprendía en Bloch era sobre todo la desigual calidad de su conversación. Aquel muchacho tan difícil que de los escritores más en boga decía: «Es un sombrío idiota, es un perfecto imbécil», a ratos contaba con gran alegría anécdotas que no tenían ninguna gracia y citaba como «alguien realmente curioso» a una persona absolutamente mediocre. Este doble rasero para medir la inteligencia, el mérito y el interés de los seres, no dejó de sorprenderme hasta el día en que conocí a M. Bloch padre.

Nunca había creído que alguna vez seríamos admitidos a conocerlo, porque Bloch hijo había hablado mal de mí a Saint-Loup y a mi de Saint-Loup. Entre otras cosas a Robert le había dicho que yo era (siempre) terriblemente esnob. «Sí, sí, está encantado de conocer a M. LLLLegrandin», dijo. Esta forma de subrayar una palabra denotaba en Bloch cierta ironía y al mismo tiempo literatura. Saint-Loup, que nunca había oído el nombre de Legrandin, quedó atónito: «¿Pero quién es?». —«¡Oh, una persona muy bien!», respondió Bloch riéndose y metiendo, friolero, las manos en los bolsillos de su chaqueta, convencido de que en ese momento estaba contemplando el pintoresco aspecto de un extraordinario gentilhombre de provincias a cuyo lado los de Barbey d'Aurevilly resultaban insignificantes. Se consolaba de no saber describir a M. Legrandin adjudicándole varias eles y saboreando ese apellido como un vino muy bueno. Pero aquellos goces subjetivos no llegaban a conocimiento de los demás. Si a Saint-Loup le habló mal de mí, a mí no me habló mucho mejor de Saint-Loup. Al día siguiente, ambos estábamos al tanto del pormenor de aquellas maledicencias, no porque nos las hubiésemos contado el uno al otro, cosa que nos hubiese parecido muy culpable, sino porque a Bloch le parecía tan natural y casi tan inevitable que, inquieto y dando por seguro que no iba a decirnos nada nuevo, prefirió adelantarse, y llevándose aparte a Saint-Loup, le confesó haber hablado mal de él, adrede, para que se lo dijeran, le juró «por Zeus Cronio, guardián de los juramentos[115]», que lo quería, que daría su vida por él y se enjugó una lágrima. Ese mismo día se las arregló para verme a solas, me hizo su confesión, declaró que había obrado en interés mío porque creía que cierto tipo de relaciones mundanas era nefasto para mí y que yo «valía más que eso». Luego, cogiéndome la mano con una de esas emociones de borracho, aunque su borrachera fuese puramente nerviosa, dijo: «Créeme, y que la negra Ker se apodere de mí ahora mismo y me haga franquear las puertas del Hades[116], odioso a los hombres, si no es verdad que ayer, pensando en ti, en Combray, en mi infinito cariño por ti, en algunas tardes en clase que tú ni siquiera recuerdas, me pasé toda la noche llorando. Sí, toda la noche, te lo juro, pero por desgracia, lo sé porque conozco el alma humana, no me creerás». Yo no le creía, desde luego, y a aquellas palabras que yo sabía inventadas en ese mismo momento y a medida que hablaba, su juramento «por la Ker» no les añadía gran peso, porque el culto helénico era en Bloch puramente literario. Además, en cuanto empezaba a enternecerse y deseaba que los demás se enterneciesen ante un hecho falso, decía: «Te lo juro», más aún por la voluptuosidad histérica de mentir que por interés de convencer a nadie de que decía la verdad. No creía yo lo que me decía, mas no le odiaba por ello, porque de mi madre y de mi abuela había heredado la incapacidad para ser rencoroso, incluso con personas mucho más culpables, y el no condenar nunca a nadie.

Por lo demás Bloch, lejos de ser un muchacho absolutamente malo, era capaz de grandes atenciones. Y desde que la raza de Combray, la raza de donde salían criaturas absolutamente intactas como mi abuela y mi madre, parece casi extinta, como no me ha sido dado sino elegir entre una especie de brutos honrados, insensibles y leales, cuyo simple sonido de voz basta para demostrar en el acto que no les importa nada vuestra vida —y otra especie de hombres que mientras están a nuestro lado nos comprenden, nos quieren, se enternecen hasta las lágrimas, pero pocas horas más tarde se toman la revancha con alguna burla cruel a costa nuestra, para volver luego a nuestro lado igual de comprensivos, de encantadores y momentáneamente identificados con nosotros mismos, creo que prefiero, si no el valor moral, por lo menos la sociedad de esta última clase de hombres.

«No puedes imaginarte cómo sufro cuando pienso en ti, continuó Bloch. En el fondo es un lado bastante judío que tengo», añadió irónico, contrayendo la pupila como si tratase de dosificar al microscopio una cantidad infinitesimal de «sangre judía», y en el mismo tono en que habría podido decirlo, pero no lo hubiese dicho, un gran señor francés que entre sus antepasados, todos ellos cristianos, hubiese contado sin embargo con Samuel Bernard[117] o más remotamente aún con la Virgen de quien pretenden descender, según se dice, los Lévy, «que reaparece. Me gusta bastante, añadió, tener en cuenta entre mis sentimientos la parte, por lo demás bastante escasa, que puede depender de mis orígenes judíos». Pronunció esta frase porque le parecía ingenioso y atrevido al mismo tiempo decir la verdad sobre su raza, verdad que, en la misma ocasión, se las arreglaba para atenuar notablemente, como los avaros que deciden saldar sus deudas pero sólo tienen valor para pagar la mitad. Este tipo de fraude consistente en tener la audacia de proclamar la verdad, pero mezclándola, en gran parte, con mentiras que la adulteran, está más extendido de lo que se cree, y hasta en personas que no lo practican habitualmente, ciertas crisis vitales, sobre todo cuando está en juego una relación amorosa, les dan ocasión para entregarse a él.

Todas estas diatribas confidenciales de Bloch a Saint-Loup contra mí, y a mí contra Saint-Loup, acabaron con una invitación a cenar. No estoy muy seguro de que primero no hiciese una tentativa para invitar solo a Saint-Loup. Si la verosimilitud vuelve probable esa tentativa, no la coronó el éxito, porque fue a mí y a Saint-Loup a quienes Bloch dijo un día: «Caro maestro, y vos, caballero amado de Ares[118], de Saint-Loup-en-Bray, domador de caballos, puesto que os he encontrado en las riberas de Anfitrite[119], resonante de espuma, junto a la tienda de los Menier[120] de veloces naves, ¿queréis venir ambos a cenar un día de esta semana a casa de mi ilustre padre de corazón irreprochable?». Nos hacía esta invitación porque deseaba trabar una amistad más estrecha con Saint-Loup, con la esperanza de que lo ayudase a introducirse en los ambientes aristocráticos. Forjado por mí y para mí, a Bloch semejante deseo le hubiese parecido la señal del esnobismo más obsceno, perfectamente acorde con la opinión que tenía de todo un aspecto de mi carácter que, por lo menos hasta entonces, no consideraba como el principal; sin embargo el mismo anhelo, sentido por él, se le antojaba prueba de una brillante curiosidad de su inteligencia, ansiosa de ciertas incursiones sociales en las que quizá podía encontrar alguna utilidad literaria. El señor Bloch padre, cuando su hijo le había dicho que llevaría a cenar a uno de sus amigos, cuyo título y apellido había enunciado en un tono de sarcástica satisfacción: «El marqués de Saint-Loup-en-Bray», había sentido una violenta emoción. «¡El marqués de Saint-Loup-en-Bray! ¡Ah, carajo!», había exclamado, utilizando el reniego que en él indicaba la prueba más profunda de la deferencia social. Y había echado sobre su hijo, capaz de conseguir semejantes amistades, una admirativa mirada que significaba: «Es realmente sorprendente. ¿Será posible que este prodigio sea hijo mío?», y que produjo en mi camarada tanto placer como si le hubiesen añadido cincuenta francos a su asignación mensual. De hecho, Bloch se encontraba a disgusto en su casa y sentía que su padre lo trataba de descarriado por vivir admirando a Leconte de Lisie, Heredia y otros «bohemios[121]». Pero relacionarse con Saint-Loup-en-Bray, cuyo padre había sido presidente del Canal de Suez[122] (¡ah, carajo!), eso era un logro «indiscutible». Todos lamentaron mucho haber dejado en París, por miedo a estropearlo, el estereoscopio. Sólo M. Bloch padre tenía el arte o cuando menos el derecho a utilizarlo. Aunque por lo demás lo hacía raras veces, en momentos oportunos, los días en que había banquete con camareros suplementarios. De modo que de aquellas sesiones de estereoscopio irradiaban para los que a ellas asistían una especie de distinción, un favor de privilegiados, y para el dueño de la casa que las daba un prestigio análogo al que confiere el talento y que no habría podido ser mayor si M. Bloch en persona hubiese tomado las imágenes y el aparato fuese de su invención. «Ayer ¿no estaba invitado usted a casa de Salomón?», se decía en familia. «¡No, no era de los elegidos! ¿Qué es lo que había?». —«Gran pompa, el esteroscopio, todo el escaparate». —«¡Ah!, si había estereoscopio, lo lamento, porque parece que Salomón está extraordinario cuando lo enseña». «¡Qué quieres!, le dijo M. Bloch a su hijo, no hay que darlo todo de una vez, así le quedará algo que desear». En su cariño paterno y para enternecer a su hijo, había pensado mandar traer el instrumento. Pero no había «tiempo material», o más bien habían creído que no lo habría; pues tuvimos que posponer la cena porque Saint-Loup no pudo desplazarse, en espera de un tío que debía venir a pasar cuarenta y ocho horas con Mme. de Villeparisis. Como el tío, muy dado a los ejercicios físicos, sobre todo a las largas caminatas, debía hacer a pie en gran parte el camino desde el castillo donde estaba de vacaciones, haciendo noche en casas de labranza, era bastante incierto el momento de su llegada a Balbec. Y Saint-Loup, que no se atrevía a moverse, me encargó incluso llevar a Incarville, donde estaba el telégrafo, el telegrama que mi amigo mandaba todos los días a su querida. El tío al que esperaban se llamaba Palaméde, nombre que había heredado de unos príncipes de Sicilia antepasados suyos. Y más tarde, cuando en mis lecturas históricas encontré, aplicado a tal podestá o a tal príncipe de la Iglesia, ese mismo nombre, hermosa medalla del Renacimiento— una antigüedad auténtica, según algunos —que siempre había permanecido en la familia y que había pasado de descendiente en descendiente desde el gabinete del Vaticano hasta el tío de mi amigo, sentí el mismo placer reservado a los que no pudiendo permitirse, por falta de dinero, una colección de medallas, una pinacoteca, se dedican a buscar viejos nombres (nombres de localidades, instructivos y pintorescos como un mapa antiguo, una perspectiva caballera[123], una enseña de tienda o una norma consuetudinaria, nombres de pila donde resuena y se oye, en las bellas finales francesas, el defecto de habla, la entonación de una vulgaridad étnica, la pronunciación viciosa con que nuestros antepasados hacían sufrir a las palabras latinas y sajonas unas mutilaciones irrevocables, convertidas luego en las augustas legisladoras de las gramáticas) y en suma, gracias a esas colecciones de sonoridades antiguas, se ofrecen a sí mismas conciertos, como esas personas que adquieren violas de gamba y violas de amor para tocar la música de antaño con instrumentos antiguos. Saint-Loup me dijo que, hasta en la sociedad aristocrática más cerrada, su tío Palaméde se distinguía como persona particularmente inaccesible, desdeñosa, infatuada de su nobleza, y formaba, junto con la mujer de su hermano[124] y algunas otras personas selectas, lo que se denominaba el círculo de los Fénix. Incluso en ese círculo era tan temido por sus insolencias que ciertos personajes del gran mundo que, deseosos de conocerle, se habían dirigido en el pasado a su propio hermano, hubieron de soportar una negativa. «No, no me pida usted que le presente a mi hermano Palaméde. Aunque mi mujer y todos nosotros nos empeñásemos, no lo conseguiríamos. O correría usted el riesgo de que no fuese amable y eso no me gustaría». En el Jockey, había hecho con algunos amigos una lista de doscientos miembros a los que no se dejarían presentar nunca. Y en casa del conde de París le conocían por el sobrenombre del «Príncipe» por su elegancia y su orgullo.