Capítulo 1
Todas lo habían hecho. Excepto yo. Y ya estaba harta de las burlas de las chicas. Estaba harta de que me llamaran sosa, y conservadora. Yo era una mujer de costumbres, y si llevaba a menudo blusas de cuello alto y chaquetas de lana, era porque odiaba el invierno. Mi marido ya sabía lo que escondía bajo las capas de ropa. Y nunca se había quejado. Pero ellas seguían creyendo que me haría falta, porque ellas ya lo habían hecho. Y entonces fue, cuando sin venir a cuento me lo regalaron entre todas. Al principio me sentí ofendida, ¿acaso creían que era algo imprescindible en mi vida? ¿Cómo podían ellas opinar sobre mi vida íntima? Tuve que esbozar una sonrisa, y simular que estaba encantada con mi regalo. Ellas me miraban con caras divertidas, y Silvia tuvo que decir la última palabra:
—Ya nos contarás qué tal...
He de admitir que lo hice ya por curiosidad y, para que cuando todas hablaran de él pudiera dar mi humilde opinión.
Alfredo llegó a casa cuando estaba a punto de empezar. Nadie diría que hacía tres días que no dormíamos juntos, quizás ya nos habíamos acostumbrado a los constantes viajes a causa de su trabajo. También habíamos pospuesto los reencuentros para el día siguiente, ya que Alfredo cada vez regresaba más cansado.
Aquel día hicimos lo mismo que las otras veces. Preparé pescado al horno, con salsa de gambas, ajos y cebolla. Saqué del congelador una botella de Frascatti blanco, y lo serví en las copas que sólo empleábamos cuando había algo que celebrar. Luego nos sentamos en el sofá, me contó cómo había ido todo, me dijo lo mucho que me había echado de menos, me dio unos cuantos besos cortos en los labios, se disculpó y se recostó sobre uno de los almohadones para quedar dormido en cuestión de segundos. Lo observé durante un rato mientras dormía, era un buen hombre. Era el único hombre al que había conocido, y le quería más allá del amor, el sexo era trascendental. Refugiada de nuevo en la tranquilidad de mi hogar volví a mi butaca individual, y decidí explorar el ansiado regalo, y digo ansiado porque les hacía más ilusión a mis amigas que a mí. También me pudo la curiosidad de saber por qué lo llamaban “El libro del que hablan todas mujeres”. Sin darme cuenta me adentré en aquella historia que no hubiera sabido calificar. Al principio me alarmé. Luego dejé de prestarle la importancia que le daba, y seguí leyendo como si se tratara de una simple de novela de ciencia ficción. Alfredo seguía durmiendo con una sonrisa plácida en los labios. ¿De verdad creían ellas que convertiría a mi marido en un Grey? La verdad es que el hombre no parecía estar nada mal, claro, para una veinteañera. Yo estaba a punto de cumplir los cuarenta, y no me apetecía en absoluto cambiar la relación con mi marido. Y vaya susto me habría dado si de pronto me hubiera atado a la cama y me diera unos azotes. En fin, seguí leyendo porque soy incapaz de dejar un libro a medias, pero entonces ocurrió algo terrible. ¡Había mojado mis braguitas! Santo cielo, era absurdo. Cerré el libro de golpe, abochornada. Entonces Alfredo ya roncaba de costado en el sofá, lo miré como si yo estuviera haciendo algo malo, y me ruboricé. Tampoco pude evitar imaginármelo en plan controlador y dominante. Más bien sería él el sumiso, aunque enseguida deseché la idea cuando recordé sus problemas de espalda. Se acabaron las sombras por ese día, dejé el libro sobre la mesita auxiliar, desperecé a Alfredo con un suave balanceo de hombros y, le seguí hasta la cama tras sus pasos vagos y adormilados. Me pregunté cómo habría reaccionado si yo hubiera tenido ganas de sexo. ¿Acaso tenía yo ganas de sexo? No, el cuerpo no me lo pedía.