—¿Quién? —repite la niña.

Mónica inspira, se hinca las uñas en las palmas.

—¿Quieres por favor ir a decirle a papá que me gustaría hablar con él?

Otra pausa. Y luego el inconfundible chasquido del auricular al colgarlo.

Mónica se queda inmóvil un momento, incapaz de creer lo que acaba de pasar. Piensa en volver a llamar, en exigir que se ponga Peter al teléfono, pero no soporta la idea, no puede oír ni una sola palabra más de aquella insolente voz aflautada.

Apostaría lo que fuera a que era Jessica. La pequeña, Florence, no habría tenido el valor de hacer algo así. Pero Jessica es capaz de cualquier cosa.

Bueno, piensa, mientras se abre paso para volver al salón, pues que no se crea esa jovencita que la cosa se va a quedar así. Piensa contarle a Peter exactamente lo que ha pasado en cuanto hable con él. ¿Y qué va a hacer Peter? Mónica lo sabe: absolutamente nada. Suspirará, se agitará dentro de su mono de trabajo, mascullará lo mal que lo están pasando las niñas, que Jessica sólo está desahogando su pena, que lo siente, que Mónica no tiene que preocuparse, que al final cambiarán de actitud.

Se aferra al respaldo de la butaca que pertenece a Robert y a nadie más. Si ella o Michael Francis o Aoife hubieran hecho lo que Jessica acaba de hacer, les habría caído una buena. Una azotaina en el culo, castigados a la cama y la perspectiva de un sermón de su padre en cuanto volviera a casa.

Aunque ella no tuvo que sufrir mucho ese proceso. Ella era la buena, la que se portaba bien, la responsable. Sigue siéndolo. Pero recuerda que a Aoife, y a veces a Michael Francis, se los castigaba según la fórmula: azotaina + cama + sermón de su padre. Se acuerda de los pesados pasos de su padre por la alfombra, todavía con sus zapatos buenos del trabajo, antes de cenar, y aunque no era ella la que aguardaba el castigo, sentía miedo.

Se aparta de la butaca para ponerse delante del secreter de su padre. Pasa un dedo tentativo por la superficie, pone la mano en un lado. Y, tras echar un vistazo sobre su hombro al salón desierto, mete los dedos bajo la tapa y tira. Nada. Está cerrado con llave.

No se inmuta. Se acerca al ventanal, se sube a un taburete que ella misma tapizó, levanta la mano hacia el cajón de las cortinas y hurga un momento.

Sorprendió a su padre haciendo eso una vez. Ella debía de tener doce o trece años y era por Navidad, porque se acuerda de que su padre tuvo que inclinarse por encima del árbol para llegar. Cuando bajó del taburete con la llave en la mano, la vio en la puerta del salón, y por un momento Mónica contuvo el aliento, sabiendo para qué era esa llave: todos estaban fascinados por la mesa de su padre en un rincón del salón, un secreter de madera con cerradura de bronce e hileras de cajones. Los domingos por la tarde, él se sentaba ante sus profundidades y se dedicaba a doblar y desdoblar papeles, a escribir con su pluma estilográfica, a abrir sobres. Pero Mónica no tenía que haberse preocupado, porque al cabo de un momento su padre sonrió y se dio unos toquecitos con el dedo en la nariz.

—Nuestro pequeño secreto, ¿vale? —dijo.

—Vale.

Robert se sentó y abrió el secreter. A Mónica siempre le había encantado cómo se desplazaba la tapa hasta desaparecer, cómo fluían los listones de madera como una ola de arena. Pero lo que más le gustaba eran los cubículos del mueble, sus diminutos cajones y sus recovecos, llenos de papeles y tinteros y clips. También había allí fotos. Fotografías de mamá cuando era joven, con el pelo muy negro y la cintura muy estrecha, las manos enfundadas en guantes. Fotografías de personas que no conocía, que posaban muy tiesas al sol en jardines muy lejanos.

—¿Puedo llenarte la estilográfica, papi? —preguntó.

Su padre alzó la vista de los papeles.

—Bueno.

Y sacó el tintero de color negro azulado. Quink, se leía en la tapa. Quink, rezaban las historiadas letras en el cristal. Mónica sabía desenroscar la pluma, sabía hundir en el líquido sólo la punta de plata, sin pasarse, y luego apretar hasta que dejaban de producirse burbujas. Y después la deliciosa sensación de la tinta subiendo hacia la pluma, aquel ruidito de succión. Oía los pisotones de Michael Francis arriba, oía el creciente chillido de Aoife en la cocina: «¡Nonononono, quiero hacerlo yo!». Pero ella estaba allí, llenando una pluma con tinta para su padre, ella estaba allí, limpiando la punta con un papel y cerrando el tintero. No había acto más adecuado, más satisfactorio, que tenderle la pluma a su padre diciendo: Toma, papá, y luego la recompensa de su mano en el hombro, y sus palabras: Perfecto, cariño.

Los dedos de Mónica dan con algo duro y frío. Coge la llave, y una lluvia de polvo desciende sobre ella. Baja de un salto del taburete y se sacude el vestido maldiciendo la negligente limpieza de su madre.

Después de echar otra vez un vistazo a la sala, se acerca al secreter y mete la llave en la cerradura. No siente el menor escrúpulo. Está en su derecho. Es lo único que se puede hacer.

Su padre se ha marchado. Todavía no consigue aceptarlo, todavía no puede creerlo. Se ha marchado sin pensar en ella, que ahora tiene que lidiar con todo eso, calmar a una Gretta histérica, enfrentarse a un aluvión de hermanos y parientes. Su padre debía de haber sabido que ella, Mónica, sería la que tendría que cargar con el peso de la situación, ¿y acaso le había importado? No, en absoluto. Se había marchado por las buenas, sin mirar atrás. ¿Cómo podía esperar que ella lo dejara todo para ir a solucionar ese embrollo? Era el colmo del egoísmo, la quintaesencia de la desconsideración.

Da un brusco empujón a la tapa, que se desplaza con un sobresaltado traqueteo. Pasa una mano por el tablero de cuero repujado, endereza el papel secante, toca la punta de la estilográfica, que yace en su celdilla.

Siempre ha sabido que ella es la favorita. Es lo que hay, se dice. Nunca se ha mencionado, por supuesto, porque ellos no son así. Pero lo sabe con certeza, sabe que es así tanto de pensamiento como de obra. Lo sabe todo el mundo. Qué culpa tiene de que la quieran más a ella, de que disfruten más de su compañía, de que encuentren su forma de vida más compatible con la de ellos. Mónica nunca ha tenido que buscar ni pedir su constante aprobación. No puede evitarlo, nunca ha estado en sus manos. Siempre ha sido consciente de que, a pesar del énfasis que sus padres ponían en los estudios, en trabajar de firme en el colegio, en sacar buenas notas, en ser el primero de la clase, las decisiones que en todo momento aplaudieron fueron las suyas y no las de Michael Francis. Se buscó novio, se casó, se asentó y se fue a vivir a la vuelta de la esquina. Nada de lo que sus hermanos pudieran hacer complacería tanto a sus padres. Nada podía validar más la clase de personas que eran, nada podía representar mejor sus valores que el hecho de que su hija más guapa se casara con un bonito vestido blanco con un chico del barrio de una buena familia irlandesa. Nada. Ni siquiera su subsiguiente divorcio —que significó un verdadero seísmo para sus padres— fue suficiente para hacerla caer de su podio. De hecho, sus padres se unieron todavía más a ella. Michael Francis podía obtener tres doctorados, que jamás llegaría a su altura. Y Aoife, por supuesto, ni siquiera contaba, porque había puesto todo su empeño en convertirse en la menos favorita. Pero Michael Francis... Mónica a menudo se preguntaba si no le molestaría, si no sería ésa la razón de que se hubiera esforzado tanto, de que hubiera estudiado tanto en el colegio. Sólo para luego dar al traste con todo por un estúpido error y acabar igual que ella, casado y viviendo a un tiro de piedra.

Se alisa el pelo, se reajusta una horquilla en la nuca y se pone a trabajar. Empezará con los cubículos, de izquierda a derecha. Tiene que haber algo allí, está segura, alguna pista, algo que a otro le pasaría por alto. Pero ella conoce a su padre mejor que nadie y sabe que un hombre que ha trabajado toda la vida en un banco tiene que llevar un registro de todo. Habrá dejado una pista, una señal, una anotación, incluso sin pretenderlo.

Aoife está sentada con las piernas cruzadas sobre la cama, el libro de fotografía norteamericana abierto en su regazo. Vuelve las páginas, unas pocas a un lado, otras cuantas al otro, exhala humo por la ventana, pasa unas páginas más. No sabía lo que quería cuando entró en la biblioteca, y estuvo a punto de dirigirse a la sección infantil, aquellas estanterías tan familiares, con libros de ilustraciones, los murales de personajes de dibujos animados mal pintados en las paredes. Pero entonces se fijó en un estante que nunca había visto, con toda una hilera de libros altos. Y allí estaba ése, encajado entre otros sobre técnicas de acolchado y decoración de tartas.

Y allí está todo, desde William Henry Fox Talbot y sus dibujos fotogénicos. Evelyn es la penúltima, y una de las pocas mujeres que se mencionan.

Aparecen seis fotografías suyas, tal vez no las más famosas, todas de antes de que llegara Aoife. Una pertenecía a una exposición que ella vio mucho tiempo atrás, en Londres. Con dieciocho o diecinueve años, o los que tuviera, se paseó entre las imágenes sin saber que algún día estaría revelando fotografías para esa mujer, ordenando hojas de contacto, colocando sus focos. Es curioso que la vida contenga esas significativas ventanas al futuro y que incluso cuando paseamos ante ellas no las vemos.

Tener ahora la obra de Evelyn reproducida en un libro que puede hojear sentada en su antigua cama, en su antigua habitación, le resulta curiosamente reconfortante. Pone la mano sobre la página doble, la fotografía de un hombre con una llamativa marca de nacimiento que le cubre media cara, un pez de ojos muertos en la mano, otra fotografía de una mujer en bragas, sentada en un destartalado coche. Pone la mano sobre esas fotografías y sabe que no está varada. Que tiene una vida en otra parte. Que ya no vive allí, sin esperanza ni luz ante ella. Que logró escapar.

Cuando se dispone a volver al fotógrafo que precede a Evelyn, se abre la puerta y entra su hermano.

No la mira. No dice nada. Se sienta, articulación a articulación, en la alfombra y luego se tumba boca abajo.

Aoife pasa una página, se da cuenta de que aborrece la obra de ese autor, al que conoció una vez en persona y era un cerdo arrogante. Mira un momento la larga figura de su hermano.

—¿Estás bien?

—Mmmmng —dice Michael Francis, o algo así.

Tiene la cara contra la alfombra de lo que en otra época fue el cuarto de sus hermanas. De pronto se da cuenta de que es el lugar más acogedor. El suelo cálido bajo su torso, sus piernas algo separadas, los ojos cerrados, la mejilla contra la interesante textura de la lana anudada. ¿No tejieron Mónica y su madre aquella alfombra un invierno? Aflora a su mente el súbito recuerdo de la mesa de la cocina cubierta de jirones de tela, su madre tendiendo la mano sobre ella. Pero la imagen se desdibuja y desaparece. Tal vez sucedió, tal vez no.

—¿Crees que puedo quedarme aquí tirado para siempre? —pregunta, su voz agradablemente amortiguada por la alfombra.

Su hermana pasa una página del libro: el leve rumor del papel, luego sus manos alisando la superficie.

—Pues sí —responde con su voz de no-te-atrevas-a-perturbar-mi-lectura—, teóricamente. Pero morirías deshidratado en un día o dos. O quizá menos, con este calor.

Él se tapa los ojos con las manos. Oye que alguien —¿Mónica?— se mueve en la planta inferior. Un coche traquetea por la calle. Aoife pasa otra página, y otra. Alguien, abajo, hace chocar la tetera contra el fregadero.

—He hecho una cosa —dice Michael Francis.

Sigue con los ojos cerrados y Aoife está detrás de él, pero aun así es consciente de que su hermana levanta la cabeza. Deja el libro a un lado, sobre la cama, como él esperaba. Se oyen los muelles del somier, que protestan ante este cambio de peso.

—¿Tiene que ver con papá?

—No.

—Vale. ¿Algo bueno o algo malo?

—Malo.

Una pausa. Alguien en un jardín, unas casas más abajo, grita una larga retahíla de imperativos, algo de una hamaca, un sombrero y otra cosa que no se entiende.

—¿Tiene que ver con tu trabajo? ¿Con tu matrimonio?

—Matrimonio.

—Ah.

Es una expresión llena de sabiduría, tan vacía de reproches que Michael Francis no puede evitar contárselo todo, o todo lo que puede. Porque no puede, por ejemplo, contarle que la primera vez que vio a Gina Mayhew fue como si la reconociera, como si hubiera estado esperándola. Aquí estás, estuvo a punto de decirle, ¿por qué has tardado tanto? O que nunca había creído en el amor a primera vista. O que Gina Mayhew no era lo que podría llamarse atractiva, ni era su tipo, ni una persona capaz de destrozar un matrimonio ni de secuestrar los pensamientos del jefe del Departamento de Historia, esposo, padre, hombre de familia. Era alta, con unos miembros que no parecía controlar del todo, la piel pecosa. Le recordaba sobre todo a una jirafa. Las mangas siempre un poco cortas sobre las muñecas. Sus pies grandes, largos y finos, calzados con robustas sandalias de hebillas, como las que utilizan los niños. Llevaba el pelo cortado sin mucho cuidado, recogido con una diadema, y vestía faldas pantalón y jerséis que parecía haberse hecho ella misma. La clase de ropa que provocaría la crueldad de sus alumnos. Tampoco podía contarle a Aoife que la primera vez que fue a su laboratorio de ciencias —con alguna excusa, porque en realidad lo que quería era estar con ella a solas, sólo quería mirarla, nada más, lejos del aburrimiento cargado de humo de la sala de profesores— se la encontró con una bata blanca que le quedaba demasiado corta, saliendo de detrás de una pizarra en la que se exponía el ciclo del carbono. Al verlo, ella se sonrojó y él pensó: El ciclo del rubor. Casi lo dijo en voz alta. La sangre se agolpaba en su rostro y su cuello, y la de él, como reaccionando a esto, hizo lo propio.

En lugar de eso, sólo le cuenta la historia a grandes rasgos. Que se enamoró de una colega del trabajo, y ella de él. Que almorzaban juntos detrás de la campana extractora. Que a veces iban juntos en metro por la tarde hasta Tottenham Court Road, donde ella hacía trasbordo. Que Claire lo había descubierto. Que Gina había vuelto a Australia. Que, como venganza, Claire está haciendo un curso en la universidad a distancia y asiste a conferencias y tutoriales y llena la casa de amigos nuevos.

No le cuenta que a veces se queda un rato junto a la campana extractora, a pesar de que ya ha pasado un año y medio. O que en una ocasión cogió la bata de laboratorio que colgaba de un perchero y la sopesó en la mano. Ni que cuando vio a otra profesora utilizando como si nada la taza de Ayer’s Rock que Gina se había dejado, sintió tal ataque de ira que luego la sacó de la sala de profesores. Todavía la tiene en el cajón de su mesa. No le cuenta estas cosas, no porque no quiera que las sepa, sino porque sabe que Aoife es capaz de imaginar por sí misma esos detalles.

Cuando por fin se calla, le parece que ha hablado una eternidad, le resulta imposible recordar un tiempo en el que no hubiera estado moviendo la boca y emitiendo sonidos. Detrás de él, Aoife fuma, y Michael Francis piensa que eso podría impulsar a su madre a subir iracunda: no ha permitido el tabaco en esa casa desde que ella lo dejó.

Contempla a su hermana dar una calada, observa las volutas de humo. Carraspea.

—Di algo.

—¿Como qué?

—Cualquier cosa.

—Vale. ¿Qué pasó cuando Claire se enteró?

—Fue... —Michael Francis hunde la cara en los penachos de lana de la alfombra, respira su suciedad, las microscópicas capas de polvo y residuos de la temprana vida de sus hermanas. Se imagina restos de pelo de bebé, pelusas de sus jerséis infantiles, células de piel adolescente, uñas cortadas, cutículas, las puntas rotas del cabello— fue espantoso. Verdaderamente espantoso. Un auténtico horror.

De no haber sido por la excursión del colegio, todo habría ido bien. Habría podido mantener la situación bajo control, seguir con su vida tal cual. Pero, unos días antes de la visita anual del curso superior a las trincheras del Somme, el director lo llamó a su oficina.

La profesora que solía acompañarlo a esa excursión —una anciana que fumaba como un carretero y daba clases de Geografía al parecer desde que los glaciares se retiraron de Gran Bretaña— había tenido que ir al hospital a hacerse unas «pruebas». Aquí el director se sonrojó y se puso a juguetear con un pisapapeles, de manera que Michael dedujo que probablemente se trataba de algún tema ginecológico, algo que implicaba sangre y manoseos y cirugía en lugares impensables. Pero no pasaba nada, le aseguró el director, porque se le había ocurrido la brillante idea de pedirle a la profesora nueva de Biología que fuera con él. Seguramente no conocía Francia, dijo el director, le iría bien. A los australianos les gusta viajar, ¿no?

Cogieron el barco. Sólo tres alumnos se marearon, lo cual supuso una mejora respecto al año anterior. En el autobús, Gina y él se sentaron separados. Ella se pasó todo el camino mirando por la ventanilla. Llevaba su bolso de larga correa y cuero rojo reluciente sobre la rodilla, como si fuera un perrito faldero. Se mostraban, pensó Michael, educados el uno con el otro y nada más. «Formales» era la palabra. Se mostraban formales y precavidos el uno con el otro. Establecían un mínimo contacto visual, se hablaban sólo cuando era estrictamente necesario y sólo delante de los alumnos, y ella lo llamaba «señor Riordan». Gina se encargaba de echar un vistazo a las niñas a la hora de apagar la luz, y él, a los niños. Nadie imaginaría que pasaba algo.

Después del primer día, Michael vio que todo saldría bien. Eran profesionales, eran un equipo, eran dos profesores supervisando una excursión del colegio. Nada más. Fuera lo que fuera, no era nada. Todo iba a ir bien.

Vieron las trincheras, vieron los campos de batalla, pasearon entre las tumbas, y sólo tuvo que mandar a un niño al minibús. Repartió fichas de trabajo, lápices, dio una breve charla sobre la guerra de trincheras, señaló el declive del suelo, indicó que los alemanes estaban en terreno más alto, les mostró un boceto del campo en el que cayeron 57.000 hombres en un solo día.

—Escribidlo —pidió—. Cincuenta y siete mil hombres, la mayoría...

—No mucho mayores que tú —saltó Gina.

Él miró desde la altura de una escala reconstruida que llevaba a tierra de nadie. Gina estaba sentada al final de la fila, un chubasquero amarillo sobre unos pantalones cortos con leones bordados en el dobladillo, el pelo en una danzante coleta. Llevaba en torno al cuello unos prismáticos para observar pájaros. Michael ni siquiera sabía que estaba escuchándolo. Suponía que estaba allí, pero distraída, pensando... ¿en qué? En los desiertos de Australia, tal vez, teñidos de rojo por el sol; en los senderos y meandros del sistema circulatorio humano; en aquellos diagramas de gusanos copulando, en patrones de costura para faldas pantalón. A saber lo que le pasaba por la cabeza mientras él lanzaba la manida perorata sobre la carne enlatada que llevaba diez años pronunciando.

Cuando cruzaron sus miradas, ella se sonrojó. De nuevo aquella vistosa mancha roja que subía por el cuello hasta las mejillas. Michael tuvo que esforzarse para apartar la vista, para mirar sus notas, para concentrarse en su charla.

—Hum —intentó ganar tiempo—. A ver. Armamento. ¿Quién puede decirme algo del armamento?

Esa noche, ya estaba varias brazas sumergido en el sueño cuando de pronto se dio cuenta de que llamaban a la puerta de su habitación individual en el albergue. Se levantó tambaleándose, abrió, y allí se encontró a Gina Mayhew, con un pijama corto de algodón con estampado de flores, sus piernas desnudas alumbradas por la luz del pasillo.

—Ah. Gina, no creo...

Pero ella ya se alejaba.

—Más vale que vengas —dijo.

Los alumnos, tal vez inevitablemente, se habían procurado algo de alcohol y habían organizado una fiesta en la habitación de las chicas. Gina y él se asomaron a la puerta para hacer un rápido inventario: cinco estaban borrachos, uno de ellos seriamente; cuatro semidesnudos, dos se metían mano; tres vomitaban o parecían a punto de hacerlo. Gina se pasó la siguiente media hora trabajando de manera sistemática: regañando, limpiando, separando, segregando, confiscando. Vistió a las chicas (Michael se cuidó de apartar la vista) y las metió en la cama. Él se llevó a los chicos a su dormitorio y cerró la puerta. Luego volvió.

Gina estaba en el pasillo, con los brazos llenos de botellas de vodka confiscadas.

—¿Todo bien? —preguntó Michael, manteniendo un campo de visión vago y sobre todo cambiante: las paredes, el suelo, los pomos de las puertas. No necesitaba ver de nuevo aquel pijama tan corto, aquellas piernas blancas y pecosas.

—Sí —susurró ella—. Todas acostadas.

—Bien. Bueno... —Levantó los brazos y los dejó caer a los costados un par de veces, como embarcado en un fallido intento de vuelo—. Supongo que deberíamos...

—¿Tú alguna vez...? —comenzó ella, la cabeza hacia atrás como mirando el techo.

Y entonces él sí la miró, y en ese momento se le ocurrió que rara vez la miraba. No podía. Si lo hacía, perdía la noción del tiempo que era apropiado mirar a una mujer. Mejor no correr ese riesgo. Se fijó en los largos y tensos tendones de su cuello, la hendidura vertical sobre su labio, el castaño rojizo de sus pestañas.

—... ¿te has planteado que tal vez este trabajo no es para ti?

Constantemente, quiso contestar él, cada minuto de cada día. Debería estar dando seminarios en Berkeley, en Williams, en la Universidad de Nueva York, no arreglando los desaguisados de adolescentes borrachos en un albergue francés.

—¿Eso piensas tú? —dijo en cambio—. No lo pienses. No debes pensarlo. Te he visto con los chicos y eres genial. Más que genial.

—Qué va.

—Que sí. Te irá bien, ya lo verás. El primer año es siempre el más difícil, pero luego todo es automático. —Michael alzó una mano, y antes de darse cuenta de lo que hacía estaba dándole palmadas en el hombro.

Fue un error. A ella se le saltaron las lágrimas y no se las podía enjugar porque tenía las manos ocupadas con las botellas.

—Lo siento —se disculpó.

—No te preocupes, es...

—Me... —Más lágrimas asomaron y se deslizaron por sus mejillas— me han metido una rana en la cama.

Él dejó caer la mano.

—¿Qué?

—Y yo odio las ranas. No las soporto. No tengo problemas con otros animales, pero con las ranas... las ranas vivas... No sé qué tienen, pero no puedo tocarlas, no puedo cogerlas, es que no puedo, y...

Su voz iba subiendo de volumen, de manera que Michael la cogió del brazo, abrió la puerta de su dormitorio y se metió con ella.

No pasa nada, se dijo con tono firme. Sólo iba a echarle una mano. Igual que acudía a atender a Vita o Hughie por las noches si tenían pesadillas. Cogería la rana, se despediría y se marcharía. Así de sencillo. No pasaba nada. Iba diciéndose esto mientras apartaba las mantas, mientras no inhalaba en absoluto el aroma que rezumaban, mientras estaba allí en la habitación de Gina, y Gina detrás de él. La rana era una mancha con forma de flecha sobre el colchón, las patas plegadas. Gina estaba allí, con su corto pijama, él estaba en su habitación. Pero no hacía nada malo. Estaba ayudándola por una broma pesada de los alumnos.

Puso las manos sobre la rana, que palpitó contra sus palmas como palpitaría un corazón si lo sacara del cuerpo.

—La ventana.

Gina se acercó de un brinco para abrirla y él se asomó a la noche. Y en el momento en que iba a soltar la rana, lo asaltó lo extraño, lo ajeno del exterior: aquel lugar allí fuera, carente de luz pero vibrante de grillos y pájaros y criaturas invisibles. Y le dio la impresión de haber pasado semanas, años tal vez, en el entorno cerrado del albergue, con sus luces deslumbrantes, las paredes de madera, las estrechas cabinas de ducha, el resonante salón, los camastros, los gritos de los niños. Pero ese lugar, ese cielo de terciopelo negro salpicado de estrellas estaba allí, justo al otro lado de la pared, y qué hermoso era, qué dulce el aire, qué fascinantes sus ruidos secretos.

Abrió las manos y la rana cayó al suelo con un golpe amortiguado. La oyó agitarse un momento para luego alejarse de un salto. Inspiró una vez más la noche, echó un último vistazo y se retiró.

Fue como si algo de la noche hubiera entrado en la habitación. Gina seguía allí en pijama, en la penumbra, pero tenía en la mano una botella llena de un líquido plateado.

—No mires —pidió con una risita. Se llevó la botella a la boca y bebió a morro. Michael vio su cuello constreñirse una, dos veces.

Ella tosió, sonrió, se enjugó la boca con el dorso de la mano.

—Lo necesitaba. Perdona.

—Nada que perdonar —dijo él, y tendió una mano.

¿Malinterpretaría ella el gesto a propósito? Tendía la mano hacia el vodka, por supuesto, no hacia Gina, porque de pronto deseaba aquel fiero rayo de fuego en su garganta. No tendía la mano hacia ella, era la botella lo que quería.

En cualquier caso, ella le dio la mano.

Y, al sentir la mano de Gina Mayhew en la suya, le pareció una mano sorprendentemente pequeña, más pequeña que la de Claire —se permitió este pensamiento, pero nada más—, que estaba atravesando un espacio tan vasto e ilimitado como el universo, y que ese espacio estaba plagado de nociones sobre sí mismo. Él como padre de familia, como marido, como profesor; un hombre que, a diferencia de algunos colegas, jamás miraba las largas piernas de las alumnas en las aulas sofocantes, jamás entraba en los juegos de confidencias y lealtades y devaneos de la sala de profesores; un hombre que jamás había mirado a otra mujer desde el día de su boda; un hombre que se casó con la chica a la que dejó embarazada en la universidad al comienzo de su doctorado, que renunció a sus sueños de ser académico, de escapar a Estados Unidos, de dejarlo todo atrás; un hombre que colaboraba en todas las tareas de la vida familiar, que lavaba y fregaba y ordenaba y cuidaba y daba de comer a los niños; un hombre que con frecuencia llevaba a misa a su madre; un hombre que mandaba felicitaciones de cumpleaños y compraba regalos y trinchaba el pavo en Navidad. Era un hombre bueno, lo sabía. Y aun así tendió la mano por encima de todo eso, de toda esa bondad, todo ese deber y toda esa diligencia, hasta que dio con algo al otro lado.

Se despertó justo después del amanecer. La ventana seguía abierta y el exterior había vuelto a no ser nada: luz grisácea, humedad, piar de pájaros, nubes de insectos. Se levantó del estrecho camastro, se desenredó de la sábana. Su mente corría por delante de la situación en que se encontraba. Tenía que salir de allí, bajar por el pasillo hasta su dormitorio sin que nadie lo viera. Qué había hecho, qué había hecho, por Dios bendito, qué había hecho. Recogió bruscamente su ropa del suelo. No pasa nada, se decía mientras metía torpemente una pierna y luego la otra en el pantalón del pijama, que de pronto parecía tan cargado de electricidad estática que no admitía un miembro humano, no pasa nada. Sabía que ceder al pánico significaba morir, lo había aprendido con los boy scouts. Mantén la calma, mantén la cabeza despejada, sobre todo no te dejes llevar por el pánico. No pasaría nada, lo arreglaría todo, saldría de allí y no pasaría nada. Claire no se enteraría, él no se lo diría, jamás se lo contaría. Sólo había pasado una vez, no volvería a pasar. Claire jamás lo sabría y nada cambiaría. Hablaría con Gina. Lo entendería. Al fin y al cabo, sabía que estaba casado. Lo había sabido desde el primer momento, lo sabía anoche, cuando se deslizó debajo de él en la cama, cuando se quitó la camiseta del pijama. Claire jamás se enteraría de lo que había pasado allí. Había sido un momento de locura, nada más.

Abrió la puerta, asomó la cabeza. Nada. Nadie. El pasillo estaba desierto. Aquello le pareció un extraordinario golpe de suerte, un augurio, digamos, de que a partir de entonces todo saldría bien. Volvería a casa, olvidaría aquel incidente, sería un marido modelo, un padre perfecto. Claire jamás se enteraría.

No obstante, es imposible legislar el azar. ¿Quién habría predicho que mientras cogía la rana de la cama de Gina, Hughie, de camino al retrete en la oscuridad, tropezaría con un camión que había dejado en el rellano (¿no les había advertido Claire mil veces que no dejaran los juguetes tirados en las escaleras?) y se caería contra la barandilla, y habría que llevarlo al hospital en plena noche para que le dieran ocho puntos en la frente? ¿Quién iba a pensar que Claire tendría motivos para utilizar el número de emergencia que él había dejado pegado en la nevera durante los nueve años que llevaba realizando aquella excursión? ¿Y quién podría imaginar lo que pensaría Claire estando en Urgencias en plena noche, con dos niños que no paraban de llorar, al oír la voz de la joven recepcionista francesa de un albergue juvenil, que le decía que su marido no estaba en su habitación, que no sabían dónde estaba y que si quería que probaran en otra habitación?

Ahora se pone boca arriba y mira a Aoife, que está sentada con las piernas dobladas, la espalda contra la pared.

—No me odies —le pide.

—Pues claro que no te odio.

—Yo sí me odio.

—No veo en qué puede ayudarte eso. —Aoife se retuerce una y otra vez un mechón de pelo en torno al dedo índice—. Según se mire, podría decirse que la culpa fue de la rana.

—No tiene gracia.

—Vale.

—No fue culpa de la puta rana.

—Vale, vale. Perdona, ha sido un chiste malo.

—Un chiste malísimo. Fue culpa mía. Mía y sólo mía.

—Bueno, la tía esa como se llame... Gina... también estaba allí, ¿no?

—Sí, pero...

—Pero ¿qué?

—Que fue todo culpa mía.

Su hermana hace un gesto exasperado.

—No creo que puedas apropiarte de toda la... —Mueve la cabeza como para aclarar sus ideas—. ¿Cuánto tiempo duró?

—Bueno, ella entró en el colegio a principios de curso, en septiembre, y yo hablé con ella por primera vez en... bueno, seguramente octubre... o noviembre, no sé. Y luego recuerdo el concierto de Navidad, que sería en diciembre. A mediados o finales de diciembre...

Aoife lo interrumpe con un suspiro.

—Que cuánto duró la aventura.

—Estoy intentando decírtelo. Ella entró en el colegio en septiembre, y en Navidad se celebró un concierto en el que todos los profesores tenían que...

—¿Te estás haciendo el tonto?

—¿Qué quieres decir?

—¿Por qué demonios me hablas de los conciertos de Navidad? Dime cuánto tiempo te la estuviste follando.

Él se incorpora indignado.

—Oye, no hace falta que utilices ese...

—¿Qué?

Michael Francis vuelve a tumbarse.

—Sólo una vez.

—¿Sólo una vez?

—Sí.

—¿Y te pillaron?

—Sí.

—Pues ya es mala suerte.

—No se trata de eso. Se trata de que hice algo terrible. Si estás casado no puedes andar por ahí acostándote con tus colegas. Se supone que...

—¿Todavía os veis?

Él suspira. Se tapa la cara con las manos.

—Se marchó a la semana siguiente. Volvió a Australia.

—Hum. —Aoife apaga el cigarrillo y lo tira por la ventana—. ¿Sabes lo que creo? Creo que no es tan horrible como piensas. Con la de putadas que podemos hacernos unos a otros, con la de cosas espantosas, tremendas y crueles que suceden en un matrimonio... eso no es nada. Vale, no deberías haberte acostado con ella, pero sólo fue una vez. No volviste a cometer ese error. Y no te marchaste. No abandonaste a tus hijos. Claire debería alegrarse de tener un buen marido, debería ver que...

—Pues no, no se alegra. Y además tiene razón. No puede uno andar acostándose por ahí con otras estando...

—Joder, Michael Francis, que eres humano. Son cosas que pasan. Las personas nos gustamos unas a otras. Vale, de pronto te gustó alguien y te acostaste con ella una vez. Nos ha pasado a todos. Pero te diste cuenta de que te habías equivocado. Pusiste primero a Claire, pusiste primero a tus hijos.

—No, no es verdad —gime él, con la cara entre las manos—. No es verdad.

—Ay, déjate de culpas y dramas. Te encoñaste, metiste la pata, te enfrentaste al problema y lo solucionaste. Fin de la historia.

—No estaba encoñado —masculla él.

—Como quieras llamarlo.

—La quería.

—No es verdad.

—Sí.

—No.

—Sí.

—No.

—Sí.

—Eso no se puede saber hasta que te has acostado con alguien por lo menos tres veces.

Michael Francis aparta las manos de la cara.

—¿Eso quién lo dice?

—Yo.

—Menuda chorrada.

Aoife se inclina hacia delante.

—Michael Francis, ¿con cuántas mujeres te has acostado?

—No es asunto tuyo.

—Con dos, ¿verdad? Tres como mucho.

—No pienso decírtelo —contesta él, pero se echa a reír.

—Pues vale. Vas a tener que creerme. El sexo es el factor decisivo. El único factor decisivo. Y nunca se puede saber la primera vez, eso es el equivalente a un carraspeo.

—¿Tú con cuántos te has acostado?

—No voy a decírtelo.

—Vamos.

—Que no.

—Anda...

—No. Te escandalizarías. Tú eres de otra generación, recuerda.

—Dame al menos una pista. ¿Más de cinco?

—Por Dios.

—¿Más? ¿Más de diez?

—Ya está bien. No voy a entrar al trapo. Háblame de los nuevos amigos de Claire.

—¿Más de veinte?

Mónica merodea en el rellano. Gira el pie a un lado y otro y observa que se le ha hecho un arañazo en la sandalia. Tendrá que arreglarlo hoy, siempre es mejor tratar los arañazos en cuanto aparecen. Pero ¿tendrá su madre crema color burdeos? Lo duda mucho.

Al otro lado de la puerta de la habitación que otrora fue suya, y luego suya y de Aoife, y después sólo de Aoife, oye hablar a sus hermanos. Más de diez, pregunta Michael Francis, más de veinte, y luego se oye la risa de Aoife, y Mónica quiere decir: ¿Cómo puedes reírte en un momento como éste? Y también: ¿Más de veinte qué? Contadme el chiste.

Se siente de nuevo al borde de las lágrimas. Echa atrás la cabeza para dominarlas y se encuentra mirando la lámpara del techo. Un remolino de cristal como un cuenco invertido. Cristal veneciano, aseguraba su madre, pero a ella le costaba creerlo. De la época en que a su madre le dio por los mercadillos de Holloway Road, una de las obsesiones más duraderas de Gretta. Todas las semanas aparecía con algo: un cuadro hecho enteramente de conchas, un cenicero con la forma de la Isla de Man, un paragüero que era una pata de elefante. Precioso, calificaba siempre sus compras, siempre «una auténtica ganga». Los vendedores debían de frotarse las manos cuando la veían aparecer. Su madre se tragaba cualquier cosa que le contaran, poseída por el ansia de comprar, pensando que podría transformar su casa, su vida, sólo con una compra más, un trasto más.

Mónica decide que está absolutamente harta del día. Ha sido un día espantoso, un día horrible, y los eventos se revuelven y se agitan dentro de ella como si se le hubieran indigestado: el entierro del gato, el trayecto hasta allí primero en autobús, luego un sofocante vagón de metro, encontrarse precisamente a Joe con el bebé, la llamada de teléfono a Gloucestershire, el registro del secreter de su padre, y luego Aoife diciendo «no fui yo, yo no le dije nada». Desea que se acabe. Desea que ese día nunca hubiera llegado. Desea poder salir de aquella casa para no volver jamás.

No pueden ser más de treinta, está diciendo Michael Francis al otro lado de la puerta, me tomas el pelo, y Aoife sigue riendo y protestando: no pienso hablar de eso.

Mónica abre la puerta. La risa y la charla se interrumpen, devoradas por el silencio, tal como ella sabía que pasaría. Es la desventaja, reflexiona, de ser la favorita. Te consideran una de ellos, una espía de los padres. Cuando están juntos te toleran, pero jamás te incluyen.

¿Cómo reaccionar? Mónica sopesa sus opciones. Michael Francis se incorpora y se peina con los dedos con expresión contrita. Sabe que no debería haber estado charlando y riendo un día así. Aoife, sin embargo, la mira ceñuda, saca un cigarrillo del paquete que tiene al lado y se pone un libro en el regazo. El libro robado de la biblioteca.

¿Intentará unirse a ellos, preguntarles más que treinta qué? ¿O debería sacar los resguardos del talonario, llamarles la atención para que se concentren en el problema que tienen entre manos?

Esto último sale a la palestra antes de que ella lo decida siquiera.

—¿Qué estáis haciendo los dos aquí? —pregunta con tono arrogante—. He estado trabajando abajo, revisando las cosas de papá, y vosotros podríais echar una mano en vez de quedaros aquí charlando y dejándomelo todo a mí, como siempre.

Sigue hablando. Michael Francis se levanta, como dispuesto a ayudar en lo que ella diga. Siempre ha sido facilísimo hacerlo sentir culpable. Pan comido. Aoife, sin embargo, mira el techo y se deja caer contra la pared. ¿Cómo puede ser, está pensando Mónica, que no se lo dijera a Joe? La certeza de que Aoife le había ido con el cuento ha estado instalada en su mente mucho tiempo, la ha reconcomido durante años. Su hermana destruyó su matrimonio: ése ha sido el drama interno de Mónica, la herida que la definía. ¿Cómo es posible que no sea verdad? Y si Aoife no se lo dijo, ¿cómo se enteró Joe? ¿Se lo contaría alguna enfermera del hospital? ¿O se lo imaginó él?

Y luego estaba el incidente en la cocina de Michael Francis. No le gusta pensar en eso, no puede pensar en eso, ni siquiera puede recordarlo con claridad. Sucedió en una época de tanta confusión, de tal cataclismo... ¿De verdad le dijo aquellas cosas a su hermana? ¿De verdad le soltó aquello? No es posible. Sin embargo, tiene el convencimiento de que sí, de que lo hizo. De que le contó a Aoife lo que le había pasado a Gretta cuando ella nació. ¿Cómo puede ser?

La asalta el deseo de hablar con Aoife, aunque no sabe qué decirle. Pero ahí está, el ansia insólita, inexplicable, de expresar algo, de comunicarle algo a su hermana.

En lugar de eso, le pregunta a Michael Francis:

—¿Tú habías visto esto? —Y le pone en la mano los resguardos.

Su hermano tiene que juntar las manos deprisa para que no se caigan.

—No. ¿Qué es?

Mónica lo fulmina con la mirada.

—Resguardos de cheques.

—Sí, eso ya lo veo, pero ¿qué...?

Mónica se acerca con afectación a la ventana y finge contemplar el jardín un momento.

—Por lo visto realiza un pago mensual de veinte libras a alguien de nombre «Assumpta».

Sus dos hermanos se quedan mirándola con ojos como platos. Mónica se siente triunfal, pero no sabe por qué.

—La cosa se remonta... —coge un resguardo al azar de las manos de Michael Francis— a tiempos inmemoriales. Todos los meses, a primeros de mes, extiende un cheque para esa tal «Assumpta». Mirad. —Y blande el resguardo, primero ante su hermano, luego en dirección a Aoife—. Veinte libras, primero de mes.

—Joder —murmura Michael Francis. Se sienta en la cama frente a Aoife y deja los resguardos en un montoncito para empezar a revisarlos.

—¿Conocemos a alguien que se llame Assumpta? —pregunta Mónica.

—No. A mí no me suena de nada —contesta su hermano—. Aunque... ¿no tenía mamá una prima que se llamaba así?

—Assumpta —murmura Aoife—. Me suena a una monja, la verdad.

No le hacen caso.

—¿Quién? —pregunta Mónica.

—Acuérdate. En aquella granja en no sé qué valle de Galway —rememora él—. Había un montón de perros y maquinaria oxidada. Perros por todas partes.

—Ya me acuerdo.

—Yo no —tercia Aoife.

—¿No se llamaba Assumpta?

—¿Assumpta? Assumpta —repite Mónica como para sus adentros—. ¿Era Assumpta? —Cierra los ojos, se imagina la cocina de la prima, los perros correteando entre sus piernas, perros subiendo y bajando por la escalera, subiendo y bajando de los sofás, entrando y saliendo por las puertas—. No; se llamaba Ailish. Y de todos modos entonces tenía como cien años. Es imposible que siga viva.

—¡Hostia puta! —exclama Michael Francis, todavía repasando los resguardos, primero en voz baja, luego con más volumen—: ¡Hostia puta! Hay un montón...

—Ya lo sé.

—Todos los meses. ¿Tú crees que eso significa que...?

Desde la planta baja, se oye el grito de Gretta como el fantasma de Hamlet:

—¡Michael Francis, no te permito que hables así en esta casa!

—¿Qué otra cosa podría ser?

—¿Creéis que se habrá marchado con esa tal Assumpta, quienquiera que sea? —pregunta Aoife—. ¿Sería capaz?

—¡¿Me has oído?! —brama Gretta.

—No lo sé —contesta Michael Francis—. Pero la cosa no pinta bien, ¿no? ¡Sí, te he oído!

Los tres toman aliento, mirándose unos a otros.

—Tendremos que contárselo, ¿no? —dice Aoife.

—Todavía no —se apresura a advertir Mónica.

—Vamos a esperar —conviene Michael Francis—, hasta que...

—Hasta que tengamos más pruebas.

—¿Y cómo vamos a conseguir más pruebas? —inquiere Aoife.

Mónica se alisa la falda sobre las rodillas.

—Pues igual que he encontrado esto —señala los resguardos—. Vamos a buscar por la casa —anuncia con su mejor voz de hermana mayor mandona, mientras saca un papel del bolsillo—. He redactado una lista.

—¿Una lista de qué?

Mónica, como Michael Francis esperaba, no se digna contestar.

—Yo ya he mirado en su mesa. A continuación iba a buscar en su armario. Michael Francis, tú podrías encargarte del desván y Aoife de las estanterías metálicas del cobertizo.

Él se frota la barba de dos días. Un lujo que siempre se permite al principio de las vacaciones de verano: no tener que afeitarse.

—¿Cómo que me encargue del desván?

—No será fácil hacerlo sin que te vea mamá. Pero estoy segura de que te las apañarás.

—Pues no lo sé. ¿Qué es lo que estamos buscando exactamente?

—Todo. Cualquier cosa. —Mónica abre el armario—. Lo que sea. —Saca una caja de cartón y, de la caja, una gallina de madera, luego una bola de Navidad y un búho hecho con una piña.

Michael Francis consulta el reloj. Aoife se levanta y se marcha. Ya en el rellano se queda escuchando, mordiéndose una uña desportillada. Qué idea más tonta, piensa. La idea más tonta que ha oído nunca. ¿De qué demonios va a servirles? Y: Mónica no tiene razones para pensar que ahora todo va a ir bien. Y: Dios mío, estoy hecha polvo.

Da unos pasos y se encuentra ante la puerta del dormitorio de sus padres. Hay una cama, piensa. Cómo le apetece ponerse en horizontal. Se tumba de lado, de manera que la cabeza apunta al ventanal. Sólo un momento. Podría dormir un ratito. Un ratito nada más. Inhala el olor de sus padres: polvos de talco, jarabe para la tos, naftalina, gomina, cuero de zapatos. Mira los desvaídos penachos de los bordados lila de la colcha, enormes desde tan cerca, y su vista los enfoca y desenfoca.

Aoife despierta desconcertada por las cortinas de encaje, la luz eléctrica que entra desde una puerta que no está en su sitio. Se incorpora de golpe sobre los codos y se queda atónita al encontrarse en la habitación de sus padres, en Gillerton Road.

Se siente espantosamente mal. Mareada, el estómago revuelto, sedienta, acalorada, un calor insoportable. Da patadas para librarse de lo que sea que la envuelve, algo que pica.

Alguien ha entrado mientras ella dormía y le ha echado una manta encima. Una manta de lana. ¿A quién en su sano juicio se le ocurriría taparla con una manta de lana en plena ola de calor?

Como para responder a esta pregunta, a través de la pared se oye el porcino gruñido de los ronquidos de su madre.

Aoife da más furiosas patadas a la manta, hasta que ésta cae sobre la alfombra como una piel mudada. Se encuentra navegando por olas de náuseas, como si la cama cabeceara en el mar, arriba y abajo, arriba y abajo. En un momento se ve poseída por la certeza de que va a vomitar allí mismo, y llega a plantearse hasta qué punto es correcto vomitar en la cama de sus padres. Pero el momento pasa. Vuelve a apoyar la cabeza en la cama, sobre la colcha lila, perturbadoramente familiar, que evoca muchas Navidades abriendo regalos, ella destripando el abultado calcetín sobre esa cama (una redecilla de monedas de chocolate, un yoyó, una muñequita), mientras su padre finge dormir y su madre exclama «oooh» y «aaah» y «qué bonito».

No tiene ni idea de la hora. A juzgar por la luz plateada tras los visillos y los nerviosos arpegios de los pájaros, debe de estar amaneciendo. Pero se niega a creerlo. Tiene la sensación de haber dormido sólo diez minutos. Es imposible que haya dormido toda la tarde y luego toda la noche.

Las manecillas verdes del despertador de su padre informan que son las 4.20. Las 23.20 en Nueva York, donde todavía es ayer. ¿Estará despierto Gabe?

Se incorpora con esfuerzo. De nuevo siente que va a vomitar, pero vuelve a pasar. Busca con la mirada sus sandalias. Aparta la manta de una patada para ver si están debajo. Alza la colcha del día de Navidad, recorre a gatas el perímetro de la cama, mira debajo de las dos mesillas. Nada. Vuelve a sentarse presionándose el cráneo con las manos. De pronto no poder encontrar sus sandalias le parece lo peor que le ha pasado nunca. ¿Dónde demonios pueden estar? Son unas sandalias de cuero burdeos de lo más corriente, pero su mera ausencia les ha conferido el valor de un talismán.

Sabe, por supuesto, lo que habrá pasado. Lo ve como si hubiera estado despierta en ese momento. Su madre, al entrar con la maldita manta, las habrá visto y habrá decidido guardarlas en algún sitio. Es un hábito de Gretta que irrita a Aoife hasta la exasperación: esa obsesión por el orden. Cualquier cosa que dejes por ahí en presencia de Gretta puede ser recogida en cualquier momento. Como te dejes las llaves a la vista, estás perdido. Jamás sueltes tu bolso. No pienses ni por un instante que la rebeca que colgaste en el respaldo de tu silla seguirá ahí cuando vuelvas.

De pronto, como por arte de magia, las ve. Metidas casi del todo bajo la cómoda de su padre. Se levanta de un brinco, las coge y se las ata deprisa, como si temiera que puedan arrebatárselas de las manos en cualquier momento.

Se aventura a salir al rellano. Los ronquidos de su madre provienen de la habitación de Michael Francis. Ha debido de quedarse dormida allí. ¿Significa eso, se pregunta, que Mónica ha dormido en la habitación que compartían? Pega la oreja a la puerta. ¿Estará allí? Le gustaría recuperar su libro, le gustaría volver a posar las manos sobre la obra de Evelyn, pero no puede correr el riesgo de despertar a su hermana. Mónica nunca ha soportado que la despierten.

Aoife baja despacio. No sabe qué hacer. Todavía no ha amanecido, todo el mundo duerme. Su libro es inaccesible. Se siente especialmente espabilada, como si su cuerpo la hubiera despertado para decirle: hora de estar trabajando, en marcha.

En el salón se encuentra con una imagen impactante: el secreter de su padre abierto de par en par, su contenido desparramado por el suelo. Jamás lo había visto abierto, y mucho menos eviscerado de esa manera. ¿Lo ha dejado Mónica así? ¿Y qué habrá dicho Gretta al verlo? Ésa sí que habrá sido una conversación interesante, aunque, ahora que lo piensa, lo más seguro es que su madre no le haya dicho nada a Mónica. O como mucho: Lo que tú creas que es mejor, cariño, sí, esparce por ahí las cosas de tu padre, ya lo recogeré yo luego todo, tú no te preocupes.

Se deja caer sobre la silla ante la mesa, se aparta el pelo de la cara. Hace un calor espantoso. ¿Cómo puede hacer tanto calor? Parece hacer más calor allí abajo que arriba, lo cual es imposible porque todo el mundo sabe que el calor asciende.

Hay varias cosas dispersas por la mesa: papeles, pasaportes antiguos con las esquinas cortadas, recibos, cartas. Se estremece al ver un membrete en un papel, pero no sabe por qué. Cuando lo alza, se da cuenta de que es el emblema del colegio. «Nuestro deber hacia Dios», reza la ondulada frase debajo; lo sabe porque se lo recordaban diariamente en aquellas interminables asambleas. Baja la mirada, ve una línea tras otra escrita a máquina y tira el folio.

Mientras se plantea prepararse un café, o tal vez poner un poco de orden en todo aquello, o quizá salir al jardín, apoya la cabeza sobre la mesa de su padre. El cuero es cálido y terso en su mejilla, el olor a barniz, tinta, papel, resulta tranquilizador. Mira en torno a la habitación, tumbada de lado, y piensa que nunca la ha visto desde ese ángulo, lo cual es muy extraño, y de pronto está pensando en lo mucho que grita su madre, que está detrás de ella.

Se incorpora y descubre que la habitación está llena de listones de luz, tendidos a lo largo de la alfombra. ¿Es posible que se haya quedado dormida otra vez?

—No me digas... —dice su madre—. Pero bueno... y qué le dijo a... Nunca...

Gretta habla con Irlanda. Se nota por el acento extra en su voz, las eses ligeramente más sibilantes, las tes más suaves. Será uno de sus muchos parientes. Siempre parecen ponerse de acuerdo para llamar a las horas más intempestivas. Son capaces de telefonear a las seis de la mañana como si tal cosa.

Aoife se levanta con dificultad, franquea el salón y entra en la cocina. ¿Qué puede comer? Hay un paquete de cereales sobre la mesa, el bol de su madre con una cuchara hundida en la leche. La hogaza de pan sobre el mostrador parece reseca, cóncava en la cara de su incisión. Se apoya sobre el fregadero, abre el grifo y bebe. Y cuando se dispone a sentarse a la mesa con una manzana que ha cogido del frutero, advierte que su madre está en la puerta de la cocina con las manos en los bolsillos de la bata.

—¿Qué?

Gretta la mira como si no la viera.

—¿Qué pasa?

Aoife se acerca a su madre, le coge las manos, la lleva a una silla.

—¿Con quién estabas hablando?

—Con Mary —susurra su madre.

Mary. ¿Una amiga, una vecina, un familiar, la Virgen María?

—La mujer de Dermot —susurra Gretta de nuevo.

—Ah.

Pero Aoife sigue sin saber quién es.

Gretta se tapa la cara con las manos.

—¿Me traes las pastillas, Aoife? Tengo un dolor de cabeza horroroso.

Aoife se acerca al botiquín de su madre, dentro de un armario de la cocina. Hay unos veinticinco frascos, todos de distintos tamaños. Coge dos al azar, echa un vistazo a las etiquetas, coge otros dos.

—Por Dios, mamá, ¿para qué es todo esto?

—Da igual. Tú dame las... las de color rosa.

—En serio, ¿para qué son? No deberías tomar tantas pastillas. ¿Quién te las receta?

—Aoife. —Gretta se ha llevado una mano a la frente—. Por favor, dámelas.

Aoife saca todos los botes del armario y los alinea.

—¿Sabe el médico que te metes todo esto? Mamá, aquí tienes Valium para cargarte a un caballo, y no deberías...

—Mónica dice...

—Ah, «Mónica dice». —Aoife descarga sobre el mostrador un bote de algo que empieza por P—. Pues a Mónica sí que le vendría bien algún que otro Valium —masculla—. A ver si nos deja un poco en paz a todos.

Gretta se abalanza sobre el mostrador, coge un frasco, se echa dos píldoras en la mano y se las traga sin agua. Luego se vuelve hacia su hija.

—Lo han visto —anuncia.

—¿A quién han visto?

—A tu padre.

Aoife se queda mirándola. Su madre tiene un aspecto extraño, los ojos desorbitados, la piel blanca como un fantasma.

—¿Quién lo ha visto? —pregunta recelosa, pensando: Por favor, no me digas que «los duendes» o «los espíritus» o algo por el estilo. Cuando Gretta se embarcaba en una de sus peroratas supersticiosas, no siempre era fácil traerla de vuelta al mundo.

Ahora suspira.

—¿No acabo de decírtelo? Dermot y Mary.

Aoife se domina para no saltar: ¿Y quién coño es Dermot?

—¿Dónde?

Gretta la mira irritada, como si Aoife estuviera esforzándose por hacerse la tonta.

—En la carretera de Roundstone.

—¿Y ésa qué carretera es?

—¿Que qué carretera es? Pero ¿tú estás ida?

—¡No! —grita Aoife, más que harta—. No puedo estar más cuerda. ¿Quieres dejarte de acertijos de una vez y contarme qué ha pasado?

—¡Roundstone! —grita Gretta a su vez—. Está en Connemara, cosa que sabrías si alguna vez me escucharas aunque fuera un momento, si te comportaras como si formases parte de esta familia, en lugar de largarte por ahí a...

—¿A qué? ¿Qué ibas a decir?

Gretta hace un gesto con la mano, abre la puerta y se marcha.

Aoife se queda con los ojos cerrados, los puños apretados. Siente el deseo de ver a Gabe, de estar con él. Daría casi cualquier cosa, piensa, por ponerle una mano en el hombro en ese preciso instante, tenerlo allí, en la cocina, su expresión carente de reproche.

Al cabo de un momento sale ella también, baja los escalones, se dirige a su madre, que llora con un pañuelo pegado a la cara, junto al laburnum seco. Y sabe que su mutua ira se ha desvanecido, como las nubes de un paisaje. La rodea con los brazos y le pide:

—Cuéntame.

Aoife vuelve a llamar al timbre de Michael Francis, luego alza la aldaba. Apenas son las ocho. Ha ido andando desde Gillerton Road hasta Stoke Newington. Ha visto carteros, camiones de la basura, repartidores de leche. Ha visto autobuses vacíos circular por calles desiertas. Ha visto el sol insinuarse en la claridad del cielo, la ciudad alzarse a la luz. No es una hora tan incívica para llamar. Además, ¿la gente con hijos no se levanta temprano?

Antes de que pueda dejar caer la cara de león, se abre la puerta y aparece Mónica, cerrándose una bata con la mano.

Aoife se queda tan estupefacta que casi retrocede un paso para mirar el número de la puerta. Está segura, segurísima, de que ha ido a casa de su hermano. Pero igual no. Igual Mónica se ha mudado allí y a ella no se lo han dicho.

—Eres tú —dice.

—Sí, soy yo.

—¿Qué haces aquí?

—Yo podría preguntarte lo mismo. —Mónica suspira—. ¿Sabes qué hora es?

—Casi las ocho.

Mónica saca un brazo de la manga de la bata.

—Las siete. Las siete menos cuarto.

—Ah. —Aoife consulta su reloj, que marca, inconfundiblemente, las ocho—. Veo que no... no lo puse bien en hora.

Mónica gira sobre los pies descalzos y desaparece en el interior de la casa de Michael Francis. Al cabo de un momento, Aoife la sigue.

Mónica está en la cocina, cerrando la tetera con brusquedad.

—¿Dónde está mamá? —pregunta sin volverse.

Aoife se sienta a la mesa de su hermano y aparta un bate de cricket, el collar de un gato, un cómic y una taza de juguete.

—Durmiendo —responde con el mismo tono cortante de su hermana. Yo también sé jugar a esto, piensa. Y: Me debes una buena disculpa, varias, de hecho, y no voy a dejar que lo olvides. Irritada, agarra una pequeña e inidentificable pieza de plástico naranja y le da vueltas en las manos.

Michael Francis irrumpe en la cocina en camiseta y calzoncillos.

—Joder —refunfuña, bostezando en dirección a Aoife—. ¿Eras tú la que llamaba?

—Sí, lo siento.

—¿Te parecen horas?

—Tenía el reloj mal.

Mónica levanta la tetera del fogón.

—Lo puso mal en hora.

Y en el tono de su hermana Aoife lo oye todo, el guión entero de su infancia: Aoife la estúpida, Aoife la idiota, Aoife la que no sabe distinguir la derecha de la izquierda, la que no sabe leer ni escribir, la que no es capaz ni de utilizar bien los cubiertos, la que no sabe ni atarse los zapatos.

—¡Sí, me equivoqué! —chilla, apretando la cosa de plástico naranja (debe de ser parte de un juguete más grande o alguna clase de vehículo, piensa)—. ¡Acababa de salir de un vuelo transatlántico! Puse mal el reloj. Ya está. No por eso soy idiota. Ya me he disculpado. ¿Qué más quieres que haga?

Sus hermanos la miran como si la conocieran de algo pero no supieran de qué. Le dan la espalda al unísono, Mónica para atender la tetera, Michael Francis para sacar unas tazas, dejándola a solas con su furia.

Aoife tiene que controlar el impulso de rechinar los dientes, de estrellar algo contra la pared. ¿Cómo es posible que la compañía de su familia sea capaz de convertirla en una adolescente en cuestión de veinticuatro horas? ¿Será una regresión acumulativa? ¿Seguirá perdiendo una década por día?

—A ver —dice por fin, intentando dominar la voz—, quería deciros una cosa. Alguien ha visto a papá. En Irlanda.

—¿Alguien? —Ahora Mónica sí se vuelve—. ¿Quién?

—Mary. Y Declan. Que a saber quiénes son.

—¿Mary y Declan? —Michael Francis repite los nombres mientras se sienta a la mesa con un paquete de cereales bajo el brazo.

—Mary está casada con Dermot —aclara Mónica—, no Declan. Es primo de mamá, por parte de su padre. Vive más allá de Derrylea.

Aoife y Michael Francis se miran.

—En fin, que han llamado esta mañana a no sé qué hora intempestiva para decir que alguien había visto a papá cerca de un sitio que se llama Roundstone. Por lo visto salía de un convento, nada menos. El último sitio que podíamos habernos imaginado. Era el primo de un primo, y papá se paró a charlar un momento y luego siguió su camino.

—Eso no tiene sentido. —La expresión de Mónica es pétrea, inescrutable—. Ningún sentido —insiste, y su mano se dispara hacia su cuello—. ¿Qué puede estar haciendo allí, en un convento? ¿Y por qué iba a ir allí sin decirnos nada?

—¿Dónde está mamá? —pregunta Michael Francis.

—Está... —Aoife agita una mano en el aire— en casa. Le dio uno de sus soponcios. Bueno, que se puso muy rara. Se tomó no sé qué pastillas y luego se encerró en el dormitorio y se negó a salir. Por cierto, ¿vosotros habéis visto la cantidad de pastillas que toma?

Pero no le hacen caso.

—¿Y no dijo nada más? —quiere saber Mónica—. ¿Nada de nada?

Aoife arruga la frente, intentando recordar. Ayudó a su madre a entrar en casa y subir la escalera. En la puerta del dormitorio, Gretta se la quitó de encima y entró sola. Alegaba que necesitaba tumbarse un rato, pero Aoife la oyó moverse por la habitación.

—No. Pero algo pasa. Mamá sabe algo que no nos cuenta. La asaltó uno de sus dramáticos dolores de cabeza.

—Ah —interviene Michael Francis—, la eterna pantalla de humo.

—¡De eso nada! —exclama Mónica, dejando su taza—. ¿Cómo puedes decir esas cosas? Mamá tiene la tensión alta, ya lo sabes, y afirmar que sus dolores de cabeza son fingidos es...

—¿Vosotros sabéis quién es Frankie? —pregunta Aoife por encima de la voz de Mónica—. Mamá dijo: «¿Cómo no he pensado en Frankie?», pero luego se negó a decir nada más, así que no sé si...

—Frankie era el hermano de papá —informa Michael Francis.

Aoife lo mira. Mira a su hermana. A su hermano de nuevo.

—¿Qué?

—El hermano de papá.

—Papá no tiene ningún hermano.

—Sí que lo tiene. Bueno, lo tenía. Murió en la guerra de Irlanda. Hace años, antes de que naciéramos. Tú lo sabías, ¿no?

Aoife se ha quedado sin habla. Tiene que contener la respiración, no dejar que salga nada de aire. Se nota furiosa, una rabia que le sube desde el fondo. No contra su padre por desaparecer, por salir de sus vidas sin vacilar, por dejar a su madre en la estacada, porque ahora resulte que tenía un hermano. No. Es rabia contra Michael Francis, contra Mónica. Contra los dos. Por ocultarle eso. ¿Su padre tenía un hermano? La idea es extravagante, insólita, ridícula. Pero ¿por qué no se lo han dicho? ¿Por qué, una vez más, la han dejado aparte?

Sus hermanos la miran con aquella mezcla de lástima y superioridad. Vuelve a ser una pigmeo, una liliputiense a la sombra de su implacable conocimiento. Vuelve a tener cinco años, como cuando le preguntó una noche a su madre cómo se metían los gatitos en la barriga de la gata y le extrañaron mucho las sonoras carcajadas de sus hermanos. ¿Qué les parecería tan gracioso?, se planteó entonces. ¿Y por qué ella no lo entendía? Recuerda haberles preguntado en alguna ocasión si era por la mañana o por la tarde, y si había almorzado ya, y la expresión con que la miraban era la misma que ahora: una mirada de lástima desde el Monte Olimpo de la experiencia. No tiene la menor posibilidad de alcanzarlos, no vale la pena siquiera intentarlo.

—Tú lo sabías —declara Mónica, sentándose junto a Michael Francis.

—No, no lo sabía.

—Seguro que lo sabías. —Mónica se echa sacarina en el té.

—Tenías que saberlo —conviene Michael Francis, pero ahora se lo ve dudoso—. No lo sabía —se dirige a Mónica—. ¿Cómo es posible que no lo supiera?

La miran con curiosidad, y Aoife siente que sus miradas le pican en la piel, como si hubiera entrado en contacto con algo a lo que es alérgica, como el polen o la lana. Mónica murmura que de eso nunca se hablaba, que apenas se mencionaba, que tal vez para cuando Aoife nació ya no se había vuelto a aludir a ese tema, puesto que además ese hermano había muerto hacía mucho...

Una niña aparece en la puerta y todos guardan silencio. Va desnuda, con la excepción de unas botas de agua de colores, calzadas al revés. Lleva cogido por el rabo a un tigre con un ojo.

—¿Tú quién eres? —pregunta, señalando a Aoife.

—Aoife Magdalena Riordan —contesta ella, y la señala a la vez—. ¿Y tú?

—Vita Clarissa Riordan.

Se quedan mirando un momento. El tigre traza una lenta curva en el aire, su único ojo enfocando el suelo.

—¿Por qué tenemos el mismo apellido? —pregunta la niña.

—Porque somos parientes. Soy la hermana de tu padre.

Vita frunce el ceño.

—La hermana de papá es ésa. —Y señala con un dedo a Mónica.

—Yo soy la otra.

Vita avanza por la cocina y se detiene al borde de la mesa. Pone el tigre delante de ella de manera que está mirando directamente a Aoife.

—¿Qué le ha pasado a tu tigre en el ojo?

—Se lo arranqué.

—Ah.

—Con los dientes.

—¿Y eso?

—No me gustaba. No me gustaba nada.

—Ah, entonces vale.

Vita ladea la cabeza.

—¿Qué pasa cuando eres una bala perdida?

Aoife se inclina.

—¿Cómo?

—La abuela dice...

Michael Francis alza la vista de sus cereales.

—Vita...

—¿Qué dice la abuela?

—Dice que eres una bala perdida.

—¿Ah, sí? Qué interesante. ¿Y qué más dice la abuela de mí?

—Dice que lo has tirado todo por la borda, que tuviste oportunidades que ella nunca...

—Vita, ya basta —la interrumpe su padre.

—¿Quieres que te diga una cosa, Vita?

—¿El qué?

—¿Sabes lo que pasa cuando eres una bala perdida? Pues que es genial. Es fantástico, es...

—Aoife, ya está bien, por favor. —Michael Francis se tapa los ojos con las manos—. La leche —murmura entre los dedos.

Vita y Aoife se vuelven hacia él.

—¡La leche! —gime Vita con júbilo, tapándose los ojos también.

—Que no te oiga la abuela diciendo eso —le advierte Aoife.

—Michael Francis, ¿todavía tienes ese papel? —pregunta Mónica.

—¿Qué papel? —quiere saber Aoife.

—Sí. —Michael Francis rebusca en el bolsillo.

—¿Qué papel? ¿Por qué no me habéis dicho nada de un papel? ¿Por qué soy siempre la última en enterarme de todo?

Su hermano se lo tiende, diciendo:

—«... Y dicen que el final está cerca».

—¿Por qué no me lo habías dicho?

Vita le pone una mano en el brazo.

—A mí tampoco me lo había dicho.

Aoife y Michael Francis debaten largamente si deberían traer a su madre o volver todos a Gillerton Road. Michael Francis insiste en que tienen que hablar con Gretta, que hay que celebrar un cónclave familiar. Utiliza la frase una y otra vez: un cónclave familiar. A lo mejor, piensa Mónica, es una expresión que ha sacado del colegio. Si vuelven todos a Gillerton Road, ¿cómo irán? ¿En metro, en autobús, en coche? ¿Y deberían ir todos? ¿Hay bastante sitio en el coche? ¿Es buena idea despertar a Gretta, o mejor la dejan dormir? Quizá deberían dejarla hasta después del almuerzo.

Mónica está en el jardín de su hermano. Los oye debatir el tema incansablemente, con ocasionales interjecciones de Claire y Vita. Tiene los dedos de los pies doblados en el borde de una grieta abierta en el césped, el trazo de un rayo por la hierba amarillenta.

—Por ahí hemos perdido siete coches —dice una voz a su derecha.

Es su sobrino. Lleva un pantalón de pijama, el pelo alborotado de la cama, el torso desnudo, delicado, las costillas como ramitas bajo su fina piel blanca. Come cereales de un bol con movimientos tan regulares como el tictac de un reloj.

—A mí se me cayó uno —prosigue con la boca llena—, sin querer. Pero Vita tiró seis a posta.

—Vaya. Lo siento.

El niño se agacha para asomarse a la fisura, deja en el suelo los cereales.

—Seis —murmura de nuevo—. Mamá le dijo que si tiraba otro se quedaría sin las chuches del domingo. ¿Tú crees que pueden recuperarse?

—¿Las chucherías?

—No, los coches.

Mónica mira el irregular desgarro negro.

—No lo sé —dice con cautela—. A lo mejor es...

—Yo creo que no. Vita dijo que los había tirado ahí para ver si los diablos salían conduciendo.

Mónica considera esa frase. Analiza cada idea por separado: tirar coches a una grieta en la tierra, diablos que salen conduciendo. No, concluye, no entiende nada.

Hughie parece deducirlo por la forma en que la mira. A Mónica le impacta la perfección de su piel, su inmaculada claridad, los surcos de sus venas bajo la superficie.

—La abuela dice que los diablos viven ahí, dentro de la tierra —explica el niño—, así que Vita pensó que si tiraba los coches, los diablos los encontrarían y saldrían conduciendo. Vita quería verlos.

Mónica desecha la imagen de diminutas criaturas rojas brotando de la grieta como hormigas.

—¿Tú te lo crees? —pregunta Hughie.

—¿Que si me creo qué?

—Que ahí abajo viven los diablos.

—Pues...

—Yo no —la anima él.

—Yo tampoco. Además, no creo que supieran conducir.

El niño le dirige entonces una sonrisa tan encantadora, tan confiada, tan radiante, que a ella se le humedecen los ojos.

—¿Va a volver el abuelo?

—No lo sé. Pero te aseguro que como no dejen de discutir sobre quién va a ir adónde, voy a liarla.

Hughie parece impresionado, algo asustado, y Mónica entra en la casa y descubre que Claire —que recientemente se cortó el pelo con tan poca fortuna que sólo cabe esperar que le devolvieran el dinero— se va a buscar a Gretta.

Han decidido que si ve a su nuera aparecer por la puerta, Gretta se encontrará en un compromiso. Ante cualquiera de ellos, no dudaría en recurrir a sus viejos trucos para evitar todo lo que no quiere hacer: las pastillas, los dolores de cabeza, los gritos. Pero le desconcertará de tal manera ver llegar sola a su nuera inglesa, tan bien educada, para llevarla a un cónclave familiar, que no le quedará otra que acceder.

Se reúnen en la puerta de Michael Francis para despedir a Claire.

—No le digas que es un cónclave familiar —le advierte Michael Francis por la ventanilla del coche.

—Ya.

—Ni siquiera menciones la expresión «cónclave familiar» —apunta Mónica.

—Di que es para tomar un té —propone Aoife—. Que la traes para tomar el té.

Claire asiente.

—Muy bien.

—Un té, buena idea —aprueba Michael Francis.

—¡Adiós, mamá! —se despide Vita, dando brincos a un lado y otro, contagiada de la emergencia que viven.

Mientras Claire se aleja en el coche, Hughie corre por la calle a su altura, descalzo, saludando con la mano y llamándola, mientras Michael Francis le grita que se ponga unos zapatos, por Dios bendito.

Para cuando Gretta aparece en la casa, todos se han vestido ya, más o menos. Vita está desnuda en el jardín y Hughie está dentro de una tienda de campaña, de manera que no se sabe si está desnudo o vestido. Los tres hermanos se encuentran en el salón, que, al igual que el pelo de Claire, ha sufrido un cambio para peor: se han apartado los muebles, la repisa de la chimenea está vacía y los cojines se apilan en un rincón.

La presencia de Gretta produce un estallido de actividad: los niños irrumpen desde el jardín y se arrojan sobre ella, sorprendiendo a Mónica con la avidez de su afecto. Vita se aferra al vestido de su abuela canturreando «Abuelita, abuelita», y Hughie danza a su alrededor gritando no se sabe qué sobre unas canicas.

Mónica realiza una meticulosa inspección de su madre mientras la ve hablar con los niños. Advierte que no ha mirado en su dirección desde que entró en la casa, lo cual es muy significativo. Se la ve decidida, férrea. «Preparada», podría ser la palabra. Lleva el pelo, por una vez liberado de sus eternos rulos, cardado y peinado. Una línea de carmín firmemente aplicado sobre los labios. Se ha puesto el vestido bueno y sus mejores zapatos.

Los zapatos son la señal más reveladora. Gretta haría cualquier cosa por evitar ir calzada, sobre todo con semejante calor. Siempre ha sufrido de tobillos hinchados, juanetes, callos, dolor en el talón, dolor en los dedos: sus pies, le gusta insistir, son su cruz. Se pasa el día andando con zapatillas de tela o pantuflas y sólo calza zapatos para las ocasiones especiales. El hecho de que se haya embutido los pies en esas sandalias de piel le dice a Mónica una cosa: su madre está más que preparada, y lo que los espera es una buena batalla.

Durante cinco minutos, Gretta no para de hablar. Les ofrece una larga descripción de las patatas que ha estado pelando y las diversas personas que han llamado y el calor y la ineptitud general de la Policía Metropolitana de Londres. Y sigue evitando la mirada de sus hijos.

Será Aoife, por supuesto, la que la ataje.

—Mamá —interrumpe la letanía sobre quién ha dormido dónde y durante cuánto tiempo—, ¿tienes alguna idea de por qué papá se ha ido a Round... Round-no-sé-qué?

—¿Roundstone? —Gretta compone una extraña sonrisa desencajada y se frota el cuello con un pañuelo—. Ni la más remota.

Mónica se inclina en su silla para captar cualquier matiz en el tono de su madre. Gretta miente fatal y Mónica reconoce cada una de sus mentiras.

—Pero ¿ni idea, ni idea? —porfía Aoife.

—Eso si de verdad era él a quien vio su primo —replica Gretta. Vuelve a meter el pañuelo en el bolso y lo cierra con un resonante chasquido—. Que bien podría haber sido otro. Oye, estaba pensando que podría freír unas patatas para comer. No tengo hambre, pero igual sí me como unas patatas. Huevos con patatas. Siempre ha sido tu plato favorito, Aoife.

El mero sonido de la palabra «patatas» hincha una especie de globo de rabia en el esófago de Mónica. ¿Cómo puede su madre ponerse a hablar de comida en un momento así? Intenta dominarse.

—Tenía entendido —dice— que Dermot ha asegurado que era sin duda papá.

Gretta se encoge ligeramente de hombros. Abre el bolso, echa un vistazo dentro, lo cierra de nuevo.

—No lo sé. —Su rostro muestra la expresión obstinada de un niño al que han pillado en una mentira o una exageración—. De todos modos, fue Mary.

—Mamá, ¿a ti te dice algo el nombre de Assumpta?

El rostro de Gretta se ilumina, como siempre que se habla de cualquier cosa relacionada con Connemara.

—Assumpta es el nombre de... —De pronto se le demuda el semblante y guarda silencio, mirándolos con gesto suspicaz—. ¿Por qué lo preguntas?

Mónica se aferra al brazo de la butaca.

—¿El nombre de qué?

—¿Sería demasiada molestia pedir un vaso de agua? —Gretta vuelve la cabeza y habla hacia la cocina—. Michael Francis, en esta casa hace más calor que en la nuestra. ¿Qué tienes en las paredes? ¿Están forradas de lana?

—¿Qué ibas a decir de Assumpta? —insiste Aoife—. ¿Es el nombre de qué?

—Es el nombre de... —Pero se calla otra vez. Sube la mano al cuello del vestido, a su pelo, a la patilla de sus gafas—. Es el nombre de un convento a las afueras de Roundstone, ¿vale? El Convento de Siervas de María de Santa Assumpta.

—¿El convento en el que vieron entrar a papá?

Gretta vuelve a alzar los hombros mientras juguetea con un hilo suelto de su falda.

—Mamá, ¿tú sabías que papá envía dinero a algo que indica como «Assumpta» todos los meses? Debe de ser ese convento.

Gretta sigue enroscando el hilo una y otra vez en torno a un dedo.

—¿Lo sabías?

—No lo sabía —salta por fin—, y me gustaría saber cómo os habéis enterado. Husmeando por la casa, hurgando en los papeles privados... Os he educado en el respeto a la propiedad privada, no para que vayáis metiendo las narices en asuntos ajenos. No sé qué os ha pasado.

Mónica aguarda. Es su política cuando su madre oculta algo, cuando intenta evadirse, cuando es evidente que miente.

Gretta se agita en la butaca, abre el bolso de nuevo.

—Andar fisgoneando entre las cosas ajenas —masculla mientras saca un bote de pastillas y luego otro—. Vamos, yo no he visto cosa igual. —Apoya la cabeza contra el respaldo en una exhibición de debilidad—. Mi cabeza —gime.

Mónica sigue esperando. Sabe que Aoife y Michael Francis están a punto de perder los nervios, de volverse hacia ella y luego hacia su madre, sin saber qué hacer. Pero ella, Mónica, sí lo sabe. Tiene un absoluto control de la situación. Puede leer la mente de su madre, como si Gretta fuera un personaje de cómic con sus pensamientos escritos en un bocadillo. La mujer le dirige una mirada fugaz con los ojos entornados. Mónica se cruza de brazos y no dice nada.

—¡No sé qué hace allí! —exclama Gretta por fin, abriendo los ojos mientras forcejea con la tapa de uno de los botes de pastillas—. Tenéis que creerme. ¿Podéis darme un vaso de agua para tomar las pastillas? ¿Es demasiado pedir?

Mónica aguarda un momento más. Luego descruza los brazos.

—Te creo cuando dices que no lo sabes, pero pienso que sí tienes alguna idea. Y me gustaría saber cuál es.

Gretta mira el bote que tiene en la mano, como si no supiera cómo ha llegado hasta allí.

No piensa decirles nada a sus hijos. Es una vieja historia demasiado larga, y no sirve de nada sacar a pasear cosas tan antiguas, y además no la entenderían. No tienen por qué saberlo. Ella conoce la historia sólo por una extraña casualidad, una de esas raras coincidencias que pueden darse en el largo brazo de la Iglesia católica.

El sacerdote tenía un té en una mano y un sándwich en la otra cuando dijo que conocía a dos hermanos Riordan que vivían en Liverpool, ¿no serían familia de Gretta?

Sus hijos jamás han llegado a comprender el alcance y la influencia del ojo de la Iglesia, que todo lo ve. Ninguno de ellos va ya a misa, ni siquiera Mónica, aunque seguramente no hay ni una iglesia católica donde ella vive, en la Inglaterra más profunda. En Nueva York sí hay iglesias católicas, por supuesto, eso lo sabe, pero apostaría hasta su último penique a que Aoife no se ha acercado a la puerta de ninguna.

Algo que le rompería el corazón a cualquier madre.

Si fueran a misa, quizá se lo contaría, se dice. Si al menos uno de ellos acudiera a la iglesia, aunque fuera de vez en cuando, encontraría la manera de contárselo. Pero, tal como están las cosas, no puede.

Si no le hubiera dicho su apellido al sacerdote, si se lo hubiera callado, el asunto jamás habría surgido, ella jamás lo habría sabido, podría haber seguido adelante con toda normalidad.

Contempla ahora a sus hijos: Mónica sentada, de brazos cruzados, tan compuesta, tan atildada, al borde del sofá; Michael Francis junto a ella, apoyado contra los cojines, con pinta de preferir estar en cualquier otro sitio; y luego Aoife, hecha un ovillo, tensa, airada. Quiere enterarse de la historia, quiere la solución, quiere saber. Siempre ha querido saber, siempre querrá saber.

Claire está ahora con ellos, tendiéndole un vaso de agua (podría haberlo secado antes de dárselo, pero no), y le susurra algo a su marido. ¿Cómo puede Robert estar en un convento?, la oye preguntar, a los hombres no se les permite la entrada, ¿no? Michael Francis contesta en susurros que las Siervas de María son monjas que prestan servicios, que el convento no es de clausura. Y eso justamente, piensa Gretta, es lo que pasa cuando te casas con una protestante, que no tienen ni idea de cómo funcionan las cosas.

Gretta sólo lo supo por casualidad. Nunca investigó esa historia. Había ido con su cuñada a Galway a pasar el día, a oír a un sacerdote llegado de Boston. Y menudo día pasaron. Tuvieron que coger el autobús desde Clifden, junto con otros diez o doce viajeros, muy temprano por la mañana, para llegar a tiempo de la misa especial que celebraba el sacerdote. Aoife era todavía un bebé, de manera que Gretta la había llevado, pero dejó a Michael Francis y Mónica al cuidado de su madre. En el autobús, cuando Aoife lloraba, había brazos de sobra para cogerla y pasársela, regazos de sobra que la acunaran mientras el paisaje se deslizaba tras las ventanillas.

Después de la misa sirvieron té y sándwiches, y en cierto momento le presentaron al sacerdote visitante. El padre Flaherty, un hombre de Wexford que posó los dedos brevemente sobre la cabeza de Aoife mientras Gretta elevaba una breve oración de gracias por el hecho de que la niña estuviera por una vez plácidamente dormida. Al oír su nombre y enterarse de que vivía en Inglaterra, el padre Flaherty comentó que había conocido a una familia de apellido Riordan cuando estaba destinado en Liverpool. Eran dos hermanos. A lo mejor tenían alguna relación con Gretta.

Su cuñada y todos sus conocidos estaban al otro lado de la sala, ahora sólo los rodeaba un grupo de mujeres a las que no conocía, y algo en la expresión del sacerdote la impulsó a contestar que no.

Una historia muy trágica, prosiguió el padre Flaherty, negando con la cabeza, una lección para todos nosotros sobre la importancia del amor fraternal. A Gretta se le pegó la lengua al paladar. Aoife era un peso muerto en sus brazos. Supo que iba a oír algo del pasado de su marido, del padre de sus hijos, que iba a enterarse de la historia que él jamás le había contado.

Pensó en su casa de Londres, en su encantadora casita, y pensó en sus hijos: Michael Francis, el más listo; Mónica, la más guapa, y Aoife, la pequeña. Pensó en su jardín, con las macetas de capuchinas junto a la puerta y los guisantes que trepaban por las cañas de bambú con sus verdes tentáculos. Y por un momento quiso reunirlos a todos junto a ella, como si algo o alguien amenazara con arrebatárselos.

Y mientras tanto, el cura proseguía con su historia sobre dos hermanos, Robert y Francis, al que todos llamaban Frankie, y contaba que estaban muy unidos, y hablaba de lo dura que fue su vida tras la muerte de su padre, cuando su madre fue a Inglaterra a trabajar de cocinera para poder mantenerlos.

Aquello tampoco lo entenderían nunca sus hijos, nacidos en Londres: lo duro que era todo entonces, cuando en Irlanda no había trabajo, cuando no se podía hacer nada, cuando los barcos que transportaban el correo se llenaban de desesperados que acudían a Inglaterra para ganar cuatro perras. Sus hijos creen que lo han pasado mal: cuando se metían con ellos en el colegio, cuando contaban insultantes chistes delante de ellos, cuando los hijos de ciertos vecinos alegaban que sus padres no les dejaban jugar con sucios católicos. Pero no tienen ni idea de lo que significaba ser irlandés en la Inglaterra de aquel entonces, hace mucho tiempo, hasta qué punto te odiaban y despreciaban y te faltaban al respeto. No tienen ni idea de que los hermanos de Gretta debían irse de adolescentes a ofrecer sus servicios en cuadrillas de temporeros, que sus hermanas habían ido a servir en grandes casas de Londres para no volver jamás. Que te escupían en el autobús si oían tu acento, o te echaban de los bares, o te hacían levantar si pretendías descansar un momento en un banco del parque, que colgaban carteles en los escaparates que rezaban «Irlandeses no». No, sus hijos ni se imaginan la suerte que tienen.

Incluso ahora, especialmente ahora, con todos los problemas que asolan el país, los ingleses los rechazan. Nunca los aceptarán. Hay ciertas tiendas en las que Gretta no entra, ciertos lugares donde oye cuchicheos a sus espaldas o donde le ponen mala cara. Hace poco se disponía a pagar la mantequilla en un colmado local, un sitio al que llevaba años acudiendo, cuando el tendero descargó con fuerza algo sobre el mostrador, delante de ella, y la echó de allí, diciendo que no quería gente de su calaña en el establecimiento. Se quedó tan atónita que sólo acertó a permanecer allí parada, pensando que el hombre se daría cuenta de que se había equivocado, de que la había confundido con otra persona, que seguramente se disculparía con una sonrisa. Pero cuando bajó la vista al mostrador, vio que su puño descansaba sobre un periódico, y en el periódico aparecía un titular sobre una bomba del ira. Debería haberse plantado entonces, debería haber dicho: En mi familia somos gente decente, no asesinos. Pero no lo hizo. Dejó la mantequilla y se marchó. Robert dice que es lo que pasa cuando llevas un tiempo en Inglaterra, que te resignas a todo, que pierdes la voluntad de luchar. Que es mejor agachar la cabeza y callarse.

En fin, el caso es que el cura siguió con su historia sobre los chicos Riordan, y contó que el mayor, Frankie, siempre cuidaba de su hermano pequeño, que en realidad se llamaba Ronan pero se había cambiado el nombre por el de Robert, y que era un chico callado, estudioso, muy distinto de Frankie, que era un alborotador y le gustaba que todo el mundo lo supiera. Que una chica había llegado a Liverpool, y que como era de la misma parte de Sligo que la familia Riordan y conocía a sus parientes, la invitaron a casa a tomar el té en su día libre.

Era una chica bastante rara, comentó el sacerdote. Aunque era joven —no más de diecisiete o dieciocho años—, tenía una melena de pelo plateado que le llegaba por debajo de la cintura. Era una cosita menuda, diminuta, como un ruiseñor o un ratón.

Gretta digirió esa descripción. Creó una imagen en su mente y la observó desde todos los ángulos. Y supo que esa imagen de una chica de melena plateada sobre sus hombros, como el velo de una novia, la perseguiría el resto de sus días, que viviría con ella como con el fantasma de una casa encantada.

El sacerdote se comió otra galleta e informó que los hermanos Riordan se enamoraron como locos de ella. Que los dos iban a la casa donde la joven trabajaba, que los dos merodeaban por la puerta trasera para hablar con la chica de la melena de plata.

—Todos veíamos que de ahí no saldría nada bueno —declaró el cura con una sonrisa de fatalidad—. Su madre vino a hablar conmigo porque ya no sabía qué hacer. Frankie le había llevado a la chica unas flores que cogió de un parque público. Ronan o Robert, como se hacía llamar, le regalaba sus cupones para ropa, su ración de azúcar. ¿Qué podía hacer?, me preguntó su pobre madre.

Al final las cosas se resolvieron solas. Robert y su madre vinieron a verme un día para decirme que Robert iba a casarse con Sarah, que así se llamaba la joven. La chica había escogido al hermano más digno de confianza, al menos alocado, y no había más que hablar.

—Yo mismo los casé. —Y pareció mirarla entonces intencionadamente a los ojos, ¿o fueron imaginaciones de Gretta?—. Una boda preciosa, un día tórrido a mediados de verano. Hacían muy buena pareja.

En algún momento, el día después de la boda —cuando, por supuesto, la fiesta proseguía aún en casa de los Riordan—, descubrieron que Sarah había desaparecido. Los invitados empezaron a buscar por todas las habitaciones y, a medida que se extendía el rumor, en el jardín y en la calle. Era verano, en plena canícula, y con el calor nadie podía dormir. Pronto todos los invitados se olvidaron de las celebraciones y la música y las bebidas para preguntar: ¿dónde está Sarah? Hasta que alguien preguntó también: ¿dónde está Frankie?

—Se imagina lo que había pasado, ¿verdad? —dijo el cura.

Frankie y Sarah se habían fugado. A Dublín, dijeron algunos, o de vuelta a Sligo, aventuraron otros. El caso es que habían desaparecido, los dos juntos, todavía con la ropa de la boda. Hubo quien afirmó que Sarah estaba embarazada y que no se sabía de cuál de los hermanos, pero de eso nadie estaba seguro.

—Una tragedia —concluyó el sacerdote mientras se comía el sándwich.

Gretta pensó que aquello era el final y se planteó alejarse, salir de allí para no volver. Pero el cura había procedido a contarle a otra mujer que Robert había hecho todo lo posible por encontrarlos. Que se fue a Dublín y los buscó por toda la ciudad, que luego se fue a Sligo, pero allí nadie los había visto. A pesar de todo, quería recuperar a la chica. El sacerdote nunca había visto un caso igual de mal de amores.

No mucho después llamaron a filas a Robert, que se fue a luchar a Europa. La madre murió cuando una bomba cayó sobre su casa. Varios años después de la guerra, Frankie reapareció, en el Ulster, en la cárcel.

—¿En la cárcel? —repitió Gretta, porque Robert le había dicho que su hermano Frankie había caído en la guerra de Irlanda.

—Fue un caso polémico que provocó un escándalo en su tiempo. Lo condenaron por disparar a un oficial de policía durante la Campaña del Norte, pero más tarde otro hombre se declaró culpable de aquel delito y aseguró que Frankie no había tenido nada que ver. Sólo Dios sabe lo que pasó de verdad. Frankie fue puesto en libertad, tengo entendido, al cabo de muchos años, pero, claro, su salud se había resentido mucho. La joven, Sarah, se había ido hacía tiempo a Estados Unidos, según contaban algunos. Y lo más conmovedor de la historia, cosa de la que me enteré años después por otro sacerdote, es que cuando Frankie salió de la cárcel, aunque a día de hoy todavía no se han vuelto a hablar, Robert o Ronan se cuidó de que no le faltara nada. Hizo las gestiones necesarias para que estuviera bien atendido, cosa que me parece la quintaesencia de... Ah, hola. —El sacerdote se volvió para saludar a alguien y se enzarzó en una conversación sobre cierto edificio de Boston, y Gretta se quedó allí clavada hasta que tuvo la presencia de ánimo necesaria para alejarse, dejar aquella sala, salir al ocaso con Aoife en brazos, entre las golondrinas que revoloteaban y zigzagueaban en el aire.

Sus hijos jamás lo entenderían. Jamás.

Mónica aguarda. Aoife aguarda. Michael Francis aguarda y Claire, que se ha unido a ellos, aguarda.

—Todo sucedió hace mucho tiempo —comienza por fin Gretta, antes de tomarse otra pastilla—. Yo misma no conozco todos los detalles.

—Cuéntanos lo que sepas —pide Aoife.

—El caso es... —Gretta vuelve a enjugarse la frente— que yo no soy nadie para contarlo. Es una historia de vuestro padre y él... él ni siquiera... Bueno. Que no me parece bien contarla yo.

—Creo que no es momento para remilgos —declara Aoife, inclinándose en su asiento—. Papá ha desaparecido. Vamos a oír esa historia y luego ya decidiremos qué hay que hacer.

—Es que no puedo... El caso es... —arruga la cara, como sopesando por dónde empezar o tal vez qué versión contar— el caso es que entre vuestro padre y Frankie había rencillas.

Mónica ladea la cabeza.

—¿Por qué?

—¡No lo sé! —exclama Gretta apartando la mirada—. Todo eso pasó antes de que yo llegara. Pero fue una tragedia. Una tragedia terrible.

—¿Qué clase de tragedia? —insiste Aoife—. ¿Qué ocurrió?

—Fue... No lo sé muy bien... Fue durante la guerra. Un desacuerdo político. Vuestro padre luchaba con los británicos y entonces Frankie se vio envuelto en la guerra de Irlanda y... —Se interrumpe, parece asustada.

—¿Y qué?

—Que hubo... otro problema.

—¿Qué problema?

—Había una mujer y... bueno, que al final se fugó con Frankie. —Gretta está sudando, varios goterones le surcan el rostro—. Y ahora está muy mal de salud y... y... bueno, que a ver si aprendéis todos de eso. —Y blande una mano en el aire como poniendo punto final a la historia.

—¿Qué es lo que hay que aprender? —pregunta Aoife.

—Yo creía que Frankie había muerto —dice Michael Francis a la vez.

—¿Que automáticamente te conviertes en un inválido si te peleas con tus hermanos? —aventura Aoife la moraleja.

—Sí —enfatiza Gretta—. No. No me refiero a eso.

—Tú nos dijiste que había muerto —la acusa su hijo—. Nos lo dijiste muchas veces.

—¡Yo creía que había muerto! Tu padre me dijo que había muerto, pero luego... luego averigüé que no.

—¿Frankie está vivo? No puedo creerlo. ¿Desde cuándo lo sabes? ¿Por qué no lo habías dicho? Tenemos un tío y ni siquiera lo conocemos. Es de lo más... curioso. ¿Por qué no querías que lo supiéramos? ¿Y qué tiene todo eso que ver con la desaparición de papá?

—Calla, Michael Francis —le espeta Mónica—. Déjala hablar.

—A mí no me digas que me calle.

—Te lo digo si quiero.

—Pues no. Ésta es mi casa y...

—¡No empecéis! —los interrumpe Gretta—. Es lo que nos faltaba. Cuando pienso en los tiempos en que erais pequeños, los buenos ratos que pasamos, no puedo creer que ahora seáis así. No puedo creer que...

—Pues a mí me parece muy deshonesto que nos hayas engañado de esta manera. Me parece fatal que no nos dijeras que Frankie seguía vivo. A ver, ya sé que estuvo metido en cosas raras, pero sigue siendo de la familia. ¡Es el hermano de papá, por Dios! ¿Es que no tenemos derecho a saber...?

—No sabemos si estuvo metido en cosas raras —replica Gretta, incorporándose, siempre ansiosa por desmentir la mala prensa de los irlandeses en general—. Hay quien dice que la condena de Frankie fue un error de la justicia. Un caso de identidad equivocada. Y yo siempre he pensado que...

—Y esa mujer que huyó con Frankie —interrumpe Aoife de pronto—. ¿Qué es de ella?

Gretta se vuelve bruscamente hacia su hija pequeña.

—¿Qué quieres decir? —pregunta cortante.

—Pues eso, que qué pasó con ella. Que cuál es la historia. ¿Por eso se pelearon, porque dejó a papá por Frankie?

—¿Qué? —dice Gretta, y añade—: No. —Y se corrige—: No lo sé.

Aoife frunce el entrecejo.

—¿Era algo serio? Quiero decir, ¿papá estaba comprometido con ella?

Gretta mantiene el rostro inmóvil.

—¿Mamá? ¿Estaba papá comprometido con esa mujer antes de que se marchara con Frankie?

Gretta sigue inmóvil, como si el mínimo movimiento pudiera traicionarla.

—Estaban casados —adivina Mónica.

Gretta cierra los ojos.

—Así pues... ¿se divorciaron? —Aoife pronuncia esta última palabra en un susurro, porque así es como hay que pronunciarla siempre en presencia de Gretta, como si fuera el nombre de una enfermedad mortal que pudiera contagiarse si se articula en voz alta, sobre todo desde que le sucedió a su propia hija.

—No... no puedo decirlo.

Aoife vuelve a inclinarse.

—¿Cómo que no puedes decirlo?

—No puedo.

—¿Por qué no?

—Porque... porque no... porque no lo he hablado con vuestro padre.

—¿Nunca has hablado de eso con él?

—No.

—¿Nunca? ¿Ni una sola vez?

Aoife está presionando demasiado, advierte Mónica. Corre el riesgo de hacer parapetarse a Gretta tras un muro de furia y terquedad que la contendrá y protegerá. Le hace una señal para que lo deje, para que ceda un poco, pero Aoife la ignora.

—¿Me estás diciendo que nunca has hablado con papá de su anterior matrimonio? ¿Que no le preguntaste nada cuando te lo contó? ¿Que no sentiste ni un poco de curiosidad?

Gretta juguetea otra vez con su collar. Mira la pared, mira el espejo, los labios tensos en una línea recta. Mónica siente la inminencia de la tormenta y sabe que debe alejarla: si su madre y su hermana siguen así, todo estará perdido.

—Es que papá no se lo dijo, ¿no lo entiendes? —le dice a Aoife, que la mira horrorizada—. Seguro que papá se negó a contarte nada, ¿verdad, mamá? Seguro que no dijo ni una palabra.

Gretta sacude el pañuelo en su dirección. Se le saltan las lágrimas, que se deslizan por sus mejillas. Y Mónica se relaja un poco. Con las lágrimas sí sabe lidiar.

—No, cariño —solloza Gretta—. No. Yo le pregunté y le pregunté, pero él se negó a decir nada.

—Entonces, ¿cómo te enteraste de todo esto?

—Me lo contó un sacerdote. Años después.

Mónica se acerca a su madre para rodearla con los brazos.

—Anda, vamos. No llores. No pasa nada. —Lo repite una y otra vez, casi como si intentara convencerse a sí misma.

—Pero ¿adónde, adónde, adónde habrá ido? —solloza su madre.

—Ya sabemos dónde está, ¿te acuerdas? Está en Connemara, en el convento ese de Santa Assumpta.

—¿Creéis que Frankie estará allí? —susurra Gretta—. ¿Será eso? A lo mejor papá mandaba todo ese dinero para que las monjas cuidaran de él...

—Sí, supongo que es posible. Pero lo averiguaremos.

Gretta gime entre sollozos, con cierta incoherencia:

—¿Qué otra cosa podía hacer yo? Era muy joven y estaba muy sola, muy lejos de casa. Yo nunca habría hecho una cosa así, pero él me dijo que no se podía remediar.

Mónica mira a sus hermanos: Michael Francis está horrorizado, incómodo, desesperado por que se acabe todo. Aoife entorna los ojos con expresión suspicaz.

—¿Qué quieres decir? —pregunta—. ¿Que papá no podía hacer nada sobre qué?

—El... el... el matrimonio.

Mónica se devana los sesos intentando dilucidar de qué puede estar hablando su madre, y al ver las cuentas de un rosario en el bolso abierto de Gretta, aventura una suposición:

—¿Quieres decir que se divorció de esa otra mujer? ¿Que es un pecado volver a casarse después de un divorcio? Mamá, hoy en día todo el mundo se divorcia. Ya sé que a ti te cuesta aceptar que yo... en fin, que sé que te disgustó mucho que me divorciara. Pero las cosas ya no son así. No debes pensar de ese modo.

—No —sigue llorando Gretta—. No lo entendéis.

Mónica estrecha el cuerpo caliente de su madre. Se siente sobrecogida, abrumada por todo aquello. Nada le gustaría más que verse transportada al fondo del taller de Peter. Allí hay una chaise longue bajo un tragaluz y, si uno se reclina en ella, no ve otra cosa que nubes y cielo y las oscilantes copas de los árboles. Daría casi cualquier cosa por estar ahora allí, y no en esa sofocante sala llena de miembros de su familia.

—Mamá —tercia Aoife en esa sofocante sala lejos de una chaise longue bajo un tragaluz—, ¿papá y tú estáis casados?

Mónica suelta una exclamación. Se vuelve hacia su hermana como para darle una bofetada, su merecido, como queriendo decirle que no puede volver como si nada a esa familia que tan fácilmente abandonó y ponerse a juzgarla y hacer preguntas tan terribles. Mónica quiere taparle a su madre los oídos: su instinto es protegerla de esa persona que está diciendo cosas tan espantosas.

Pero Gretta guarda una extraña inmovilidad. Y Mónica conoce esa curvatura hacia abajo de la boca, esos párpados algo entornados. Es el gesto que compone cuando ha oído alguna palabrota, cuando se la reprende por alguna compra absurda, cuando le piden que dé cuentas del paradero de alguno de sus inútiles parientes. El gesto que compone cuando se dispone a reinventar, a editar, a dar una versión revisada y corregida de una conversación, un encuentro o un evento de su pasado.

Aoife se levanta del sofá, se inclina a coger un vaso de agua, bebe un sorbo, se frota la cara con una mano.

—¡Madre mía! —exclama.