Casa

Primera hora de la mañana en Gillerton Road. La noche grisácea, no del todo oscura, propia de las grandes ciudades, comienza a dejar paso a la luz. Los edificios de ladrillo siguen en sombras, el cielo tiene el color de la leche rancia y los árboles en las calles van recogiendo la penumbra entre sus ramas. El día anterior y el día inminente guardan todavía un equilibrio, cada uno a la espera de que el otro mueva ficha.

Hoy, muy lejos en el condado de Dorset, una acumulación de turba que lleva días humeando estallará en llamas. La propia tierra arderá. Cerca de Saint Ives, un bosque será devorado por un muro de fuego que avanzará a sesenta kilómetros por hora. Pero, de momento, nada de esto se sabe. Los termómetros cuelgan de las ventanas, de las paredes de los garajes, de los cobertizos, acumulando calor, aguardando. Los bomberos duermen con la cara hundida en las almohadas, los puños aferrados a las sábanas.

Un tiempo extraño provoca un comportamiento extraño. Como un mechero Bunsen aplicado a un crisol provoca un intercambio de electrones, la división de algunos compuestos y la fusión de otros, así una ola de calor actúa sobre las personas. Las desnuda, les hace bajar la guardia. Y los comportamientos se tornan no tanto inusuales como espontáneos, desinhibidos. Las personalidades, más que cambiar, afloran desde lo más hondo a la superficie.

Una mujer al final de Gillerton Road, líder de un grupo de niñas guía, ha empezado a salir con el hombre que regenta el quiosco de periódicos. La chica de al lado, una buena estudiante de la que se esperaba que aprobara todo con sobresaliente, ha dejado de ir al colegio y se pasa los días en Hyde Park, dando vueltas y vueltas en un patín de pedales por el lago plagado de algas, encendiendo una cerilla tras otra, dejando que ardan hasta convertirse en un renegrido muñón. El hombre que vive enfrente se ha comprado una motocicleta italiana; le gusta zigzaguear con esa preciosidad entre los coches, le gusta cómo canta cuando acelera para adelantar a los lentos autobuses, le gusta sentir en la piel y el pelo el aire caliente y el humo de los coches, le gusta el tartamudo zumbido del motor y el cegador resplandor del sol en el cromo. Y como ya sabe la mayoría de los vecinos de la calle, el señor Riordan, del número 14, ha desaparecido. Se marchó sin más y su familia ignora adónde ha ido o cuándo volverá, si es que vuelve.

Un zorro sale disparado de detrás de una furgoneta, se detiene en mitad de Gillerton Road y desaparece sobre la tapia de un jardín con una floritura de la cola. Un metro madrugador se estremece bajo el pavimento y la reverberación se nota en los edificios, en los marcos de las ventanas, en las maderas del suelo y el yeso de los tabiques. Un zumbido machacón, trémulo, atraviesa la calle, pasando de un extremo al otro de las manzanas. Pero las casas están acostumbradas, igual que sus habitantes. Los botes se agitan y entrechocan en los estantes de las cocinas; un reloj en la repisa de la chimenea del número 4 cascabelea; un pendiente sobre una mesilla cae al suelo. Unas casas más allá, una mujer se da la vuelta en la cama, un bebé se despierta dentro de los barrotes de su cuna y se pregunta esto qué es, dónde está todo el mundo, y grita llamando a alguien, que venga alguien ya, por favor.

Aoife Riordan, que camina por la calle, al parecer oye llorar al niño. Vuelve la cabeza. Su mirada se posa sobre las cortinas cerradas, la hortensia de flácidas flores en el jardín, el triciclo abandonado en el sendero, pero no ve estas cosas, no registra su existencia. Apenas es consciente siquiera del niño, que sigue llorando, o de lo que la impulsó a volver la cabeza.

La sensación no puede ser más desconcertante para Aoife al caminar por esa calle. Algo a la vez muy familiar (tanto como su propia mano, la huesuda hilera de nudillos, las uñas cortas) e inquietantemente extraño. Ese paseo por Gillerton Road a las seis de la mañana en pleno verano está imbuido del turbador surrealismo de un sueño. ¿Qué está haciendo allí? ¿Cómo ha llegado, en una sola noche, del apartamento de Nueva York donde Gabe y ella han estado juntos por primera vez en semanas a eso, a esa calle que ha recorrido mil veces, de ida y vuelta del colegio, de la tienda de la esquina con el tabaco de su padre y medio kilo de harina, de aquellas espantosas clases de baile, de su club de ajedrez después de clase, de la estación de metro? Se siente ebria y la sacuden pequeñas oleadas de náuseas. En los últimos tres años ha pensado que tal vez no volvería jamás, que nunca recorrería de nuevo Gillerton Road. Sin embargo, allí está. Y también la hilera de árboles, sus raíces asomando entre las losas del pavimento. Y están los senderos particulares de losetas. Y la tapia de cemento que corre a lo largo de cinco casas, con la parte superior acabada en pico. Conoce, sin necesidad de tocarla, la textura exacta, la granulosidad precisa del cemento, la sensación que provocará sentarse sobre su áspera y hostil superficie, cómo la inevitable caída hacia abajo rozará y marcará la sufrida tela de la falda del uniforme escolar. La Aoife adulta ve de pronto que su forma está específicamente diseñada para impedir que la gente —los niños— se siente en ella, y experimenta repulsión por las personas de aquellas casas que han erigido un muro así. ¿Qué clase de ser humano le niega el descanso a un niño que vuelve del colegio?

Le da una patada a la tapia y sigue andando por Gillerton Road. Otras once casas y habrá llegado.

Se ajusta la bolsa sobre el hombro. Es la bolsa de lona de Gabe. Su única maleta se desintegró hace una eternidad. La presencia de esa bolsa le resulta curiosamente reconfortante. Hay algo en sus gastados y raídos pliegues que es sin lugar a dudas Gabe, que contiene su esencia. Aoife se alegra de llevarla, porque estando allí, en esa calle, le parece haber caído a través de un pliegue del continuo espacio-tiempo y que Gabe y Nueva York no existen. La bolsa de lona es la prueba de esa existencia, de que Aoife no se la ha inventado.

Alza la vista hacia los árboles. Abedules. Nunca se había dado cuenta: todos los árboles de la calle son abedules, de corteza agrietada y descascarillada, hojas con forma de corazón, flácidas y amarillas. Pobrecitos. ¿Cuándo fue la última vez que los regaron? Cualquiera sabe.

Todo parece más pequeño. Más corto. Los árboles, las casas, los bordillos, las cercas de los jardines. Como si toda la calle se hubiera hundido medio metro en el suelo.

Presiona con la punta del pie la tierra en torno a un árbol. Nada, ni la más ligera flexibilidad. Tierra reseca, con la consistencia de la arcilla cocida.

Debería proseguir. Es absurdo seguir demorándose así.

Pasa ante otra estación de metro. Se queda quieta un momento más, notando la reverberación en los pies, las pantorrillas, los muslos, la pelvis y luego la columna. Londres, la ciudad, penetrándola, reclamándola de nuevo.

Toca el tronco de un abedul, la corteza se resquebraja contra su palma. Y echa a andar de nuevo.

Cuando llega, la casa tiene la puerta verde. Aoife se lleva una buena sorpresa. Siempre ha sido roja, desde que alcanza a recordar. Un color alegre, solía decir su madre, que ofrece una apropiada bienvenida. Seguramente la pintó su padre, ataviado con la ropa que guardaba especialmente para tales tareas: pantalones salpicados de pintura, camisas de cuello gastado. Cuando Aoife era pequeña, probablemente estaba ahí fuera ayudándolo, viéndolo quitar la pintura vieja con un soplete que hacía estremecer el aire alrededor. Su padre era un hombre poco locuaz —su madre lo compensaba sobradamente, llenando las ondas sonoras de la casa—, pero la habría dejado ayudarlo a volcar la pintura en la bandeja, observar la densa masa roja extenderse hasta las cuatro esquinas, tal vez habría apoyado la mano en su hombro un instante.

Aoife imagina a su padre andando por esa calle, sabiendo que se marchaba, sabiendo que se iba sin decírselo a nadie. ¿Dónde estás?, pregunta en su mente. ¿Adónde has ido?

En ese momento, la puerta, ahora verde, con el número 14 de bronce ligeramente torcido, se abre. Por una fracción de segundo, Aoife piensa que su padre va a salir a recoger la leche del escalón, que todo ha sido un error, que ha vuelto, que ha sido un malentendido.

Pero no es su padre. Es su madre la que sale a la calle a la luz del alba, en bata y zapatillas, la que cierra la puerta tras ella en una pantomima de decoro. Pues claro que es su madre. Siempre tuvo extraños hábitos para dormir: esas pastillas que toma constantemente le han descabalado el reloj interno. Parece más vieja, piensa Aoife, algo sorprendida. No, más vieja no. Más vulnerable, tal vez. Se ha teñido de un peculiar color teca el pelo, en el que ahora asoman las raíces, y sus manos ansiosas aferran el borde de un cubo de basura. ¿Pueden haber pasado sólo tres años?

—Mamá.

Gretta se vuelve hacia ella con una mueca de espanto y dice, incongruentemente:

—¿Qué?

—Mamá. Soy yo.

—¿Aoife?

En ese momento, Aoife se da cuenta de que su madre es la única persona capaz de pronunciar su nombre como es debido. La única persona en cuya boca suena como tiene que sonar. Su acento, todavía inconfundiblemente irlandés después de tantos años, ataca la primera sílaba con un sonido a medio camino entre la E y la A, y la segunda con una misteriosa mezcla de V y F. Pronuncia el exacto intermedio entre «Ava», «Eva» y «Efa», pasando entre los tres sin colisionar con ninguno.

—Aoife —dice con exactitud, como nadie.

—Sí —contesta ella, dejando la bolsa en el suelo.

Gretta ve que hay una mujer a la puerta de su casa y que le habla con una voz que conoce. Lleva un pañuelo en la cabeza y hay una bolsa a sus pies.

—Dios mío. —Casi deja caer la basura que lleva en la mano—. ¿Eres tú?

El aire está quieto a esas horas, ya cargado del calor del día. Gretta avanza tanteando por él, por ese aire entre ellas, y coge a Aoife del brazo, del cuello, de todo. Está allí mismo, en sus brazos, su tercera hija, su sorpresa, su pequeña, su sufrimiento. El espacio y la distancia que las separan han desaparecido, se han derrumbado. Es Aoife y está allí. Le sorprenden muchas cosas, pero sobre todo su altura. Gretta siempre ha dado por sentado que Aoife es de su misma estatura: pequeña, bajita, como se lo quiera llamar. Pero ahora ve que Aoife le saca varios centímetros. ¿Cómo ha pasado?

—¿Qué haces aquí? —Le sale un tono como de reproche, no puede evitarlo—. Iba a llamarte por teléfono. Ya sé que vas con cinco horas de adelanto, así que...

—De atraso.

—¿Qué?

—Que en Nueva York son cinco horas menos, mamá, no más.

—Ya, bueno, el caso es que iba a decirte que no vinieras. No quería ocasionarte tanto trajín. Michael Francis me dijo que pensabas venir y yo le dije: Michael Francis, no molestes a tu hermana con esto, que ella tiene su propia vida y no le apetecerá venir aquí a...

—Pues claro que quería venir. He venido. Aquí estoy.

Su hija la mira y Gretta piensa que debe de tener una pinta horrorosa allí fuera a esas horas de la mañana. Se lleva las manos al pelo, luego a las mejillas.

—Aquí estás —susurra, y se echa a llorar.

Michael Francis sólo se da cuenta de que la tensa escena en que están involucrados un colega y una bicicleta es un sueño cuando advierte que está tumbado en una cama estrechísima y que oye hablar a su hermana Aoife.

Se permite girarse para tumbarse boca arriba (una cama estrecha de verdad, no diseñada precisamente para hombres de un metro noventa) y se ve mirando un techo que conoce de memoria. La... como se llame eso, esa cosa inclinada que cubre el ángulo recto donde las paredes se unen con el techo... una moldura, ¿no?... tiene tres niveles. De pequeño deseaba poder invertir la habitación para andar descalzo por ese espacio blanco impoluto, tocar la lámpara, pasar el pie por la moldura. ¿Se llama moldura? El marido de Mónica lo sabría. Se pasa la vida corrigiendo términos que no le interesan a nadie. ¿Sobre qué daba la tabarra la última vez que lo vio? La palabra para los espacios entre los dientes de un peine. Ya se le ha olvidado, por supuesto, pero en aquel momento quiso decir: ¿Y a quién le importa? ¿Quién demonios va a necesitar una palabra así?

Su mente procede a resumirle las realidades del día que lo espera, dando vueltas y vueltas, como los caballos de un tiovivo.

Está en la habitación que fue su cuarto los primeros dieciocho años de su vida, la diminuta habitación embutida entre la de sus padres y el dormitorio trasero, que compartían Mónica y Aoife.

Su padre ha desaparecido.

Anoche se peleó con Claire, ya tarde, una de esas aterradoras peleas en las que de pronto se alza ante ti un final que pensaste que nunca llegaría, como el borde de un precipicio que no has visto. Una pelea en la que se oye el rugido del mar al fondo del acantilado, el estampido de las olas contra las rocas.

No tiene que ir a trabajar. Ni hoy, ni mañana, ni durante seis maravillosas semanas. Un respiro veraniego del trabajo que odia, del trabajo que aceptó porque no tuvo más remedio, del trabajo que pensó que sería temporal, el trabajo por el que su mujer no parece sentir el menor aprecio, ni la más mínima consideración al sacrificio diario que le supone.

Aoife está allí. Ha vuelto después de tres años.

Parece, advierte de pronto, estar planteando una serie de preguntas. Frunce el entrecejo, se esfuerza por oír lo que se está diciendo.

—¿Y qué dijo?

—...

—¿Y nada más?

—...

—¿Y los hospitales?

—...

—Pero bueno, ¿tú le preguntaste?

—...

—¿Estás segura de que no se sabe?

—...

—¿No hay alguien con quien podamos hablar?

—...

—¿Y no se te ocurre nada más?

—...

De pronto le resulta extraño no oír la parte de Gretta en la conversación. Su madre siempre ha hecho gala de lo que una vecina llamó una vez cortésmente «una voz muy sonora». La voz de su madre ha sido una maldición en su vida desde muy temprana edad. Tenía seis o siete años e iba en cabeza en la carrera de sacos del día de los deportes en el colegio, cuando oyó a Gretta contar que él, Michael Francis, todavía se hacía pis en la cama. Ni que decir tiene que no ganó aquella carrera. El día de su boda fue consciente, mientras pronunciaba sus votos, de que su madre estaba contándole a una de las tías de Claire que sabía que su hijo se casaría joven porque había empezado a «tocarse» a los doce años. Que era muy temprano para empezar con «esas cosas», ¿no?

Claire sostenía que no era para tanto, que Michael Francis era demasiado susceptible para esas cosas. Pero su madre siempre lo había avergonzado, siempre lo había dejado en evidencia. Él solía fijarse en otras madres en las reuniones escolares, en las excursiones de la escuela parroquial, en las fiestas del barrio, en la puerta de la iglesia después de la misa, y se preguntaba por qué no podía tener una madre como las otras: delgadas, modernas, generalmente calladas. ¿Por qué la suya tenía que estar tan gorda, vestir de forma tan excéntrica, hablar tan alto, ser tan desinhibida, tener ese pelo tan desgreñado, estar tan ansiosa por contarle su vida a todo el mundo? Michael Francis se horrorizaba por las noches al ver deslizarse por la máquina de coser aquellos vestidos de flores del tamaño de una tienda de campaña, lo abochornaba ver la carne abultada de sus pies sobresaliendo de los zapatos, le daba vergüenza su costumbre de ofrecer, a menudo a completos desconocidos, sándwiches de una fiambrera de plástico, una salchicha, un pastel. Todo eso solía afectarlo físicamente: una sensación de debilidad, de calor, una especie de nube en su frente. Insistía siempre en sentarse separado de ella en trenes y autobuses, en cualquier reunión pública, no fuera a ser que alguien pensara que estaban juntos.

—¿Y no ha desaparecido nada más? —está diciendo Aoife en la planta baja—. ¿Quieres que lo compruebe?

¿Qué ha pasado?, se pregunta allí tumbado. ¿Tal vez la impresión causada por la desaparición de su padre ha afectado las cuerdas vocales de su madre?

Y se siente avergonzado de sí mismo.

Se levanta, baja por las escaleras. En el umbral ve la razón del aparente silencio de su madre: tiene la cabeza metida en un armario.

Se entrega cada dos años, tal vez algo menos, a lo que ella llama «una buena limpieza». Lo que suele provocar esos inusuales frenesís de trabajo casero es algún problema: una discusión con Bridie, que el nuevo párroco la «mire raro», que alguien se cuele en una cola, que un médico se niegue a tomarse en serio uno de sus autodiagnósticos... Durante un día o dos paseará a zancadas por la casa vaciando estantes, armarios y cajones, clasificando en distintos montones sus dispersos objetos decorativos y paños y trastos inútiles que ha ido acumulando. Una cierva de porcelana atada por una cadena de oro a su cría, a la que sólo le falta una pata, una caja de rapé con la tapa incrustada de gemas, una taza de porcelana china con el asa rota y el dibujo de una dama china cruzando un puente. Todos esos tesoros, coleccionados a lo largo de toda una vida de regatear en cada rastrillo, en cada mercadillo benéfico, en cada tienda de segunda mano de la zona, serán lanzados aleatoriamente a alguna pila, unos para conservar, otros para reparar, alguno para regalar. Luego perderá interés en el proyecto, y todo de vuelta a su sitio. La repisa de la chimenea será reabastecida, los estantes recargados, los armarios vueltos a llenar. Todo listo para la próxima vez.

—Buenos días —saluda—. ¿Qué, organizando una buena limpieza?

Gretta emerge del armario y lo mira por encima de la puerta abierta, y su expresión es de tal desconcierto, su rostro tan infantil en su perplejidad, que la irritación de Michael Francis se encoge al instante. Se da cuenta de que, por un momento, Gretta lo ha tomado por su padre. Sus voces se parecen, tienen el mismo timbre. En menuda situación se encuentra a su edad.

Michael Francis franquea la sala y le da un abrazo. Su madre protesta, por supuesto, pero se lo devuelve. El ornamento que ella sostiene se le clava en la espalda. Y luego aparece alguien más en la habitación, alguien que sale disparado de la cocina con una buena mata de pelo y lo envuelve en un fiero abrazo. Él dice su nombre, Aoife, pero en parte se niega a creer que sea ella porque está muy cambiada.

—Espera, deja que te vea. —Y la aparta un poco—. Dios mío —es todo lo que acierta a decir.

—Vaya manera de saludar.

—Estás... —No sabe cómo terminar la frase, no sabe lo que quiere decir. «Totalmente distinta» no es correcto, porque sigue siendo inconfundiblemente ella, pero a la vez está irreconocible. Podría haberse cruzado con ella por la calle sin saber quién era. Lleva el pelo más largo, pero no es eso. Su rostro es más enjuto, tal vez, pero no es eso. Parece mayor, pero no es eso. Su ropa es distinta: nada de aquellas prendas de aspecto hippie que solía llevar, sino pantalones estrechos con cremalleras en torno a los tobillos y una camiseta remangada.

Su madre y él la miran de arriba abajo.

—Pero mírala —dice él.

—Ya lo sé —replica Gretta.

—¿Qué? —Aoife frunce el entrecejo y sonríe a la vez.

—Ya tan mayor... —dice Gretta, enjugándose los ojos con la manga.

—Oh, vamos, hace años que soy mayor. Lo que pasa es que nunca os disteis cuenta. —Aoife da media vuelta y se dirige hacia la cocina—. ¿Quién quiere un té?

Sostiene la tetera bajo el grifo, pero da un respingo cuando el chorro de agua brota de lado, empapándole la manga. Algo falla. Esa casa, que ha conocido toda su vida, le está gastando jugarretas. Las puertas por las que ha pasado diez mil veces de pronto parecen más estrechas, y se golpea los codos contra sus afilados marcos. Las alfombras en que se tumbaba de pequeña, por las que luego gateaba, conspiran para que tropiece con ellas, para interponerse entre sus pasos. Los estantes están más bajos y son capaces de darle golpes en las sienes. Los interruptores se han movido de un lado de la ventana al otro. Allí está pasando algo.

Se seca el brazo con un trapo. La hilera de latas de té sobre el horno resulta hipnótica en su familiaridad. No se ha acordado de ellas ni una vez en todos los años que ha estado fuera, y aun así las conoce hasta en su último detalle. La tapa ligeramente abollada de la roja, la mancha de óxido en la verde. Bewley’s, proclaman, con gruesa y cursiva caligrafía dorada. ¿Es el jet lag, la vuelta, la ausencia de su padre? Se siente medio enloquecida, no sabe qué va a hacer, qué va a decir.

Gretta entra en la cocina y se encuentra la tetera tirada de lado sobre el escurridor, sin la tapa. Las tazas siguen aparentemente en su sitio. Aoife está mirando fijamente el estante, con un trapo envuelto en el brazo.

No dirá nada. Gretta coge la tetera, la llena, la coloca sobre el fogón. Le quita el trapo a Aoife.

—Has movido la lata del desayuno —dice ella.

—¿Qué?

—El té del desayuno. —Aoife señala el estante—. Siempre estaba al lado de la lata del té de la tarde.

—¿Sí?

—Sí.

—Ah. Bueno, ponlo donde quieras.

Michael Francis entra en la cocina. No quiere perder de vista a Aoife mucho tiempo, como si tuviera miedo de que saliera volando por una ventana, como los niños de Peter Pan.

—¿Quieres que te preste un cepillo del pelo? —pregunta su madre.

Aoife se vuelve bruscamente.

—¿Qué quieres decir?

—Que igual necesitas uno.

—¿Me estás diciendo que tengo mal el pelo?

Ya estamos, piensa Michael Francis. ¿Por qué Aoife y Gretta no pueden pasar más de veinte minutos juntas sin caer en una conversación como ésa? Gretta soltando con toda tranquilidad comentarios como dulces, pero con un sutil glaseado de veneno, y Aoife lanzándoselos de vuelta. Aoife dice que nunca se cepilla el pelo, jamás, y Gretta replica que no hace falta que lo jure, ¿y acaso en Nueva York no existen las peluquerías? Y Michael Francis quisiera decir: Aoife, déjalo, déjalo por una vez, piensa en lo que está sufriendo mamá.

Y fuerza la voz para hablar por encima de ellas.

—Bueno, a ver, ¿qué plan tenemos para hoy?

Su madre y su hermana se vuelven hacia él y Michael Francis repara, al ver cómo abren sus ojos idénticos, en que ambas están asustadas, que sólo intentan matar el tiempo, llenar el espacio, que la discusión del cepillo no es sino su manera de postergar las cosas.

A poco más de cien kilómetros al noroeste de la cocina, Mónica alza el encaje del siglo XIX de la cortina del baño para mirar el jardín a través del nublado cristal. Ahora se acuerda de que una vez leyó por ahí que poco a poco, después de años y años, los cristales se hacen más gruesos por abajo, que el vidrio, a pesar de su apariencia sólida y consistente, está sujeto a un lento e invisible deslizamiento.

Pone la palma de la mano en él, como si pudiera sentir un denso goteo. Pero no hay nada. Sólo un frescor inanimado.

En el jardín, Peter cava un agujero junto a los manzanos. Ella le susurró: Hazlo bien profundo, antes de darse cuenta de que había oído esas mismas palabras antes, en circunstancias similares. Resulta siempre extraño verse uno mismo en el papel de los propios padres, ver que las experiencias se repiten. Iguales pero distintas. Esta vez dos niñas llorosas. Ninguna de ellas hija suya.

Peter se ha puesto su mono de trabajo para la labor. Peter: su marido. Jamás se lo diría a nadie, pero todavía le resulta raro llamarlo así, incluso después de tres años. La palabra «marido» está para ella irrevocablemente asociada a otro hombre. ¿Será siempre así? Hace poco, una mujer le preguntó en una tienda si era su marido el que la esperaba fuera, y Mónica se volvió buscando el rostro de Joe, la figura de Joe, la pose de espera de Joe —encorvado, las manos en los bolsillos—, antes de que su mirada diera con Peter. Le costó un momento recuperar la compostura, saludar con la mano. Una tontería, la verdad, pues ¿qué demonios iba a estar haciendo Joe en un pueblo de Gloucestershire?

Todos le decían y repetían la suerte que tenía de marcharse de Londres, de irse a vivir al campo. Aire fresco, según ellos. Lejos del bullicio y el ajetreo, según ellos. Le encantaría, según ellos.

La verdad es que no es así. La verdad es que el campo le da miedo. La verdad es que odia esa casa, odia sus suelos desiguales, su maldita integridad histórica, su cocina de hierro forjado, las puertas desvencijadas, las perennes huellas de Jenny, la pobrecita mártir. Odia sus fines de semana como madre adoptiva, odia el constante recordatorio semanal de que ha fracasado, odia la manera en que las niñas se enroscan en torno a su padre, cómo se sientan los tres entrelazados en el sofá para ver la tele mientras ella tiene que sentarse en la butaca de enfrente, siempre fingiendo que no le importa. Odia el jardín, lleno de babosas y moscas y avispas y flores secas y manzanas caídas prematuramente del árbol y plantas cuyos tentáculos se le enganchan en las piernas. Odia la oscuridad que cae todas las noches, el espantoso silencio roto por los chillidos y chasquidos y el ulular de criaturas más allá de la cerca del jardín. Odia la terrible pantalla verde de árboles que se cierne sobre la casa, con sus hojas trémulas. Odia no tener adónde ir, ningún bar en la esquina, ni tiendas entre las que pasear una hora o dos, que el autobús pase por el final de la calle sólo dos veces al día. Odia no poder ir a ninguna parte, excepto a dar el paseo de veinticinco minutos a campo traviesa hasta el pueblo donde vive Jenny, en el que tal vez se tropiece con ella, donde la gente la mira y aparta la vista, donde nadie le sonríe, donde la mujer de la oficina postal le coge el dinero y le suelta bruscamente el cambio sobre el mostrador, donde la hacen sentirse una intrusa, una mala persona, una robamaridos. Peter dice que son imaginaciones suyas, que por allí nadie piensa así, pero ella sabe que es cierto. Yo no le he robado el marido a nadie, quiso decir la última vez que estuvo allí. ¿Cómo iba a robarlo si ni siquiera estaban casados? Pero no dijo nada. Si quiere ir a alguna parte, últimamente, espera a que pase el autobús de Chipping Norton, donde hay unas cuantas tiendas y un salón de té, donde nadie la conoce o, si la conocen, les da igual.

Echa de menos Londres. Lo echa de menos como echa de menos a Joe. Es un dolor extraño, contraído, que la deja casi sin habla. Hasta ahora nunca había vivido en ninguna otra parte. En realidad, no se había planteado que la gente viviera en otra parte o quisiera vivir en otra parte. Hay días en los que apenas puede soportarlo, cuando recorre el pasillo de la casa, una y otra vez, con los brazos cruzados, la mente llena de imágenes de escaleras del metro en Piccadilly Line una tarde oscura y lluviosa, todos los paraguas empapados de lluvia, cuando imagina el paseo de diez minutos entre su antiguo piso y la casa de su madre, y Highbury Fields un día brumoso, y la vista sobre la ciudad desde Primrose Hill. Añoranza. Ha descubierto que ese sentimiento duele, que la vuelve loca de nostalgia. Pero por la tarde está siempre lista, con su dolor bien oculto, como una deformidad que debe esconder. El pelo recogido. Bien maquillada. La cena en el fogón. Conseguirá que aquello funcione, no volverá a pasar, no dejará que nadie sepa que ha vuelto a fracasar. Mónica, con sus truncados estudios de enfermería, su infertilidad, su marido que la abandonó: no, no será esa persona. Vivirá allí, en esa casa con su precario tejado, sus zócalos que crujen por la noche, sus muebles roídos por la polilla, sus vecinos hostiles. Vivirá allí y no dirá nada.

Gretta está sentada a la mesa con su té, y está diciendo, en voz apenas audible, que no sabe adónde puede haber ido, que se ha estrujado los sesos y nada, que cómo ha podido él hacer una cosa así. ¿Qué clase de persona abandona a su mujer una buena mañana sin decir ni adónde va? Ha preguntado a los vecinos y nadie lo ha visto, nadie, lo cual no puede ser más raro, ¿no os parece?

Para Aoife resulta casi insoportable: su madre, de pronto tan pequeña y tan hundida, allí en la mesa de la cocina, tan desmoronada. Qué extraño le resulta, cuando siempre ha montado terribles escenas y hecho terribles aspavientos por cualquier nadería. El melodrama es su especialidad, como la vez que Aoife volvió a casa del colegio y se encontró con que su madre había ido a una funeraria porque se había descubierto un bulto en el cuello. Sabía que estaba muriéndose, sabía que era el fin, lo notaba en los huesos, y quería «una buena despedida» en la funeraria «apropiada», a media mañana para que hubiera tiempo de decir antes una misa y tiempo para el velatorio luego en la casa. Era lo menos que podía hacer por todos ellos. Aoife pidió ver el bulto, examinó el punto junto a la clavícula de su madre y le dijo que era una picadura de insecto. Nada más. Es curioso, piensa Aoife, que la primera vez que Gretta tiene que enfrentarse a una auténtica crisis, parece encogerse y abandonar todos sus habituales e histriónicos recursos.

Michael Francis está pensando que Gretta le dijo eso, con las mismas palabras, justo ayer: «no puede ser más raro», «una buena mañana», «estrujándose los sesos». Cada vez que dice esas frases, da la impresión de que nunca las había pronunciado, que las palabras acuden a ella de manera espontánea, como si acabaran de ocurrírsele. Y ahí va otra: «En la vida me habría esperado esto de él». O bien es una actriz consumada, o bien extremadamente olvidadiza. Pero qué extraña memoria selectiva, capaz de recordar palabras exactas y olvidar al mismo tiempo que ya las ha pronunciado antes. Como vuelva a repetir eso de que su padre estaba mucho más contento desde que se jubiló, Michael Francis es capaz de estampar algo contra la pared.

—El caso es —dice Gretta, dejando la taza de té y clavando la mirada en Aoife— que estaba mucho más contento desde que se jubiló.

Aoife no sabe qué responder a eso, puesto que ha estado fuera, se perdió lo de la jubilación, pero abre la boca confiando en que saldrá algo adecuado. Junto a ella, Michael Francis se levanta de golpe y se marcha.

—¿Adónde vas? —le grita Gretta.

—A mear.

—No me gusta nada que hable así —se queja Gretta—. No tiene por qué enterarse todo el mundo.

—Bueno, tú se lo has preguntado.

Gretta emite un gruñido de disgusto y hace un gesto como para disipar un mal olor.

—Ay, qué dos.

—¿Qué dos qué?

—Siempre igual, ¿eh?

—¿El qué siempre igual?

—Vosotros, siempre defendiéndoos el uno al otro. Por más que el otro esté equivocado.

—Pero ¡es que Michael Francis no está equivocado! Ha ido a mear. Está permitido, ¿no?

Gretta niega con la cabeza como si de pronto hubiera decidido que no quiere rebajarse a esa discusión.

—Siempre defendiéndose el uno al otro —masculla entre dientes.

—Bueno, alguien tendrá que hacerlo —replica Aoife.

—¿Eso qué significa?

Michael Francis se mira una fracción de la cara en el minúsculo espejo de plástico sobre el retrete. Su padre se pone allí, en ese mismo punto, todas las mañanas para afeitarse. Llena una palangana en el fregadero de la cocina y la lleva allí, al váter bajo las estrellas. «Lejos del jaleo» es lo que le dijo la vez que Michael Francis le preguntó por qué no utilizaba el cuarto de baño de arriba. Sus cosas de afeitar siguen allí: la cuchilla, la brocha de pelo de tejón, la pastilla de jabón de afeitar gastada en el centro, una mancha marrón en la cisterna que marca el sitio donde pone la palangana de esmalte.

Se queda mirando la mancha. Es raro verla allí. Advierte cómo el borde de la palangana ausente encajaría en ella a la perfección. Es como un fantasma del utensilio. ¿Se afeitaría su padre la mañana que se marchó? Toca con el dedo el pelo de la brocha. ¿La utilizaría o saldría aquella mañana con un asomo de barba?

Las voces de su madre y su hermana se entrecruzan al otro lado de la pared.

Se le ocurre pensar que su padre debe de haberle enseñado a afeitarse, debió de guiarlo por el ritual que realiza todas las mañanas de su vida, pero no lo recuerda. Habría sido arriba, porque allí abajo no hay sitio para los dos. ¿Estaría su padre detrás de él cuando alzó la cuchilla? ¿Le indicaría que había que meterla en el agua, que había que estirarse bien la piel? ¿Aparecerían juntos sus rostros en el espejo mientras él se pasaba por primera vez la maquinilla? Michael Francis creció bastante, superó a su padre en altura a los catorce años. Robert le dijo una vez, en un momento de despiste, que había heredado la estatura de su tío, el caído en la guerra de Irlanda. Jamás volvió a mencionarse, pero Michael Francis siempre tuvo la sensación de que su estatura incomodaba a su padre de un modo que jamás logró entender. Pero debían de haber estado arriba, un día de su temprana adolescencia, juntos, en el lavabo. Se esfuerza por recordar algo, una imagen, cualquier cosa. Pero nada. Algún día, supone, tendrá que enseñar a Hughie. Menuda idea.

Mucho más contento desde la jubilación. Michael Francis lanza una áspera carcajada sin tener en cuenta lo diminuto de la habitación, así que el sonido rebota en la pared y le da una bofetada en la cara.

—¡Es lo que pienso! —grita su madre desde la cocina.

Robert no ha estado más contento desde la jubilación. En opinión de Michael Francis, lo que ha estado es inmerso en un vacío vital. En opinión de Michael Francis, la jubilación es lo peor que le ha pasado en la vida a su padre. Su trabajo le había proporcionado una ineludible rutina en su vida, una razón para levantarse por la mañana, un lugar donde pasar el día, tareas para ocupar su tiempo y luego un lugar desde el que volver por las tardes. Sin él, es como un barco que se suelta de su amarre, que vaga sin rumbo a la deriva.

No tiene la menor idea de cómo habrá pasado los días su padre desde que dejó el banco. Una típica conversación entre ellos últimamente sería algo así:

—Hola, papá, ¿cómo estás?

—Bien. ¿Y tú?

—Bien también. ¿A qué te dedicas últimamente?

—A nada. ¿Y tú?

Michael Francis sospecha que Robert ha quedado reducido a seguir la estela de Gretta, lo cual, si lo piensa bien, probablemente no le importa demasiado. Robert siempre ha adorado a Gretta, siempre se ha plegado a sus decisiones, a sus caprichos (que los tiene de sobra), a sus deseos, mucho más que los padres de sus amigos, que tienden a asumir un estilo más patriarcal. Recuerda que, cuando eran pequeños, su padre estaba totalmente concentrado en su madre. Si ella salía, cosa que hacía a menudo siendo de naturaleza inquieta y social, a visitar a algún vecino, o a misa, o a charlar con el cura, o sólo al supermercado por leche, su padre se paseaba de un lado a otro del salón preguntando: ¿Dónde está tu madre?, ¿adónde ha ido?, ¿ha dicho cuándo volvería? Su ansiedad se contagiaba como un virus a Mónica, que entonces se quedaba frente al ventanal con las manos entrelazadas aguardando a Gretta, que siempre volvía, a menudo todavía con el delantal puesto, subía por la calle y entraba por la puerta canturreando un «¿Qué hacéis ahí todos de pie? Parece que estáis esperando el autobús».

De pequeño, a menudo se preguntaba cómo se las apañaba su padre en el trabajo sin tener a Gretta para que hablara por él, decidiera por él, lo impulsara a hacer cosas. Era inimaginable, su padre pasando tantas horas sin la alentadora fuerza de su madre. Michael Francis debía de tener unos nueve o diez años cuando se escapó del colegio a la hora de comer y casi sin darse cuenta se plantó en el banco donde trabajaba su padre. Sabía dónde quedaba porque Gretta lo había llevado allí una vez con Mónica en las vacaciones de verano. Les habían permitido ver la cámara donde se guardaba el dinero, dar vueltas y vueltas en una silla, ver el botón debajo del mostrador que podían pulsar si entraba un atracador. Su padre trabajaba en un banco. Era el subdirector. Michael Francis lo sabía. Pero aun así le había sorprendido ver la cola de gente ante el mostrador, las secretarias que repiqueteaban en sus máquinas de escribir, la mesa de su padre con su nombre sobre ella.

De manera que fue allí solo, andando por Holloway Road. Fue después de que naciera Aoife, así que tenía nueve o diez años. Atravesó las puertas, caminó entre los cordones de terciopelo hasta encontrar la hilera de sillas rojas que recordaba del verano y se sentó en una de ellas. Y cuando se abrió la puerta de su padre y éste le dijo adelante, él entró. Se sentó en la silla frente a la mesa y tuvo la tentación de dar vueltas y vueltas otra vez, como el verano anterior, pero no podía porque su padre no le había soltado un «¿qué demonios estás haciendo aquí?», que era lo que él esperaba. No había dicho nada en absoluto. Estaba leyendo algo en un expediente, y de pronto lo cerró tan deprisa que Michael Francis dio un respingo.

—Vamos a ver —fue lo que dijo su padre. Y se acercó a un archivador y abrió un cajón.

Michael Francis oía su propio corazón haciendo pum-pum-pum-pum, la espalda de su padre tan cerca, sus ojos dirigidos a las profundidades de un cajón que contenía hojas y hojas de papel. Apenas se atrevía a respirar, e intentó concentrarse en las sensaciones para archivarlas y considerarlas más tarde: el frescor delicioso de los brazos de la silla, los lápices con sus impecables gomas rosadas en la punta, la proximidad de su padre, inclinado y abstraído.

Hasta que Robert se volvió y retrocedió de golpe, dejó caer el expediente al suelo y exclamó: ¡Eres tú!, como horrorizado —Michael Francis jamás ha olvidado el sonido de esas palabras—, y de pronto todo se había acabado y una secretaria se lo llevaba de vuelta al colegio. Cuando llegó a casa esa tarde, su Meccano estaba en el altillo de un armario, de donde no bajaría en una semana.

Se pasa la brocha por el mentón, mirándose en aquel fragmento de espejo. Su padre menos su madre es una ecuación insoluble. La locuacidad de la una equilibra el silencio del otro, el orden y la impasibilidad de él es el contrapunto al caos y el drama de ella. Robert sin el aliento de Gretta es algo que ninguno ha visto nunca. Michael Francis jamás ha sido capaz de imaginarse a su padre antes de que conociera a Gretta. ¿Cómo había sobrevivido? ¿Cómo había conducido su vida sin ella? Michael Francis sabe sólo tres cosas de esa extraña e incierta vida de su padre antes de su matrimonio: que nació en Irlanda, que tenía un hermano que murió y que en la guerra estuvo entre los soldados británicos que se quedaron acorralados en Dunkerque. Eso es todo. Esto último lo averiguó una noche mientras hacía los deberes en la cocina. Tenía los libros de texto abiertos y estaba escribiendo algo cuando un brazo apareció bruscamente sobre su hombro y cerró el libro. No dejes que tu padre vea eso, dijo su madre, mirando con aire furtivo la puerta. Michael Francis se llevó el libro a su cuarto y observó las ilustraciones de pescadores que sacaban a los soldados del mar para meterlos en sus botes, el mapa que mostraba las posiciones de las distintas tropas, donde se veía a los aliados rodeados, empujados hacia el agua. Pensó en lo que le había explicado su madre, que su padre había sido de los últimos evacuados y que creyó que no lo contaría, que lo habían abandonado allí, entre el mar y el enemigo. Michael Francis pensó en aquella historia y luego, porque tenía diecisiete años y estaba a punto de examinarse para ir a la universidad, cerró el libro y no volvió a pensar en ello durante mucho tiempo.

Desde su escondrijo en la casa, Mónica ve a Peter inclinarse para coger el cuerpo del gato. El veterinario lo ha envuelto en una manta, lo cual ha sido muy considerado por su parte, piensa. No hace falta que las niñas vean —aquí tiene que forzar la palabra en su mente— «la herida». Peter lo ha dispuesto de manera que se vea la cara del gato. Jenny conduce a las niñas hacia delante. Ellas se aferran a su vestido, a sus brazos, a sus manos. Qué raro debe de ser sentirse así atada, así amarrada, por dos personitas, como Gulliver y los liliputienses (cómo le gustaba a Aoife esa historia). Florence berrea a moco tendido con la cabeza hacia atrás, su rostro brillante y congestionado. Jenny se abraza a sí misma y Mónica ve que también está llorando. Tiende una mano y acaricia la cabeza del gato, el sendero entre sus orejas, donde se reúnen unas líneas casi invisibles que parecen fluir por aquel estrecho espacio. Mónica advierte que sus propios dedos se mueven espasmódicos, como si estuvieran haciendo eso mismo. Le gustaría sentir ese suave pelaje una vez más. Pero, por supuesto, no puede. No puede aparecer ahí. Se estruja los dedos con la otra mano.

Peter se ha negado a decir que fue él quien sacrificó al gato, se ha negado a hacerle ese pequeño favor. Mónica, tumbada junto a él en la cama, imploró y suplicó que no les dijera a las niñas que había sido ella. Pero él le contestó que no, dándole la espalda en la oscuridad. No podía mentirles. Eso ni pensarlo.

Jessica se queda un poco aparte, llorando y tapándose la cara con las manos. Peter baja el fardo (una cosa de aspecto patético, como un hatillo de trapos viejos) al agujero. Se vuelve y abraza también a las niñas, y los cuatro quedan unidos en el césped, un complejo nudo de personas.

Mónica no puede seguir mirando. No puede. Ya encontrará algo que hacer, algo útil, se impondrá alguna tarea, se pondrá a trabajar. Debería hacer una lista de gente a la que llamar por lo de su padre, gente a la que preguntar, sitios donde buscar. No se cree que se haya marchado sin más. No se lo ha creído ni por un instante. Tiene que haber pasado algo. Su padre jamás los abandonaría, jamás la abandonaría. Jamás haría algo así, nunca en la vida.

No bajará. No. No quiere ver a las niñas, no quiere sentir la intensidad de su furia. Y no quiere que Jenny le pregunte nada sobre su padre. Ha oído a Peter contárselo antes. Menudo descaro. Ya hablará con él después. ¿Cómo se atreve a compartir detalles de su vida, su vida privada y familiar, con esa mujer? Se quitará de en medio. Hay muchas cosas que hacer allí arriba. De todos modos, Jenny no entrará en la casa, está segura. ¿Por qué iba a entrar?

Pero, sorprendentemente, sí entra. Mónica oye su voz en el zaguán. Le habla a una de las niñas con tono tranquilizador, le pide que por favor no se quite las sandalias. Mónica se queda en la parte superior de la escalera, con una mano en la barandilla, paralizada, incapaz de comprender qué está pasando.

Jenny. En la casa. Por primera vez desde que se marchó. Peter no le ha dicho que aquello podría pasar.

Ahora la oye en la cocina, abriendo y cerrando un armario. Porque, por supuesto, sabrá dónde está todo, dónde se guarda todo. Alguien ha abierto el grifo. Un tintineo de tazas, un murmullo de voces, tonos aún tranquilizadores, una niña que todavía llora. Es Jessica, ¿no? ¿O Florence? Ha oído decir que una madre reconoce al instante el llanto de su hijo. Eso no se aplica a las madrastras.

¡Está en la casa!

Mónica nota la humedad que se expresa a través de cada poro de su piel. Hace un calor de mil demonios allí arriba, tiene la blusa pegada y mojada bajo los brazos. Las articulaciones le duelen de estar tan parada, pero es incapaz de moverse, incapaz de retroceder de vuelta al dormitorio, incapaz de bajar por la escalera.

Cuando Michael Francis vuelve, todo el mundo ha desaparecido. Lo reciben una mesa vacía, las tazas sucias, una servilleta doblada. Oye un paso en el piso de arriba, inconfundiblemente de su madre, esa enfática zancada. La puerta trasera está abierta, de manera que avanza hacia ella y ve la espalda de Aoife, sentada en el escalón, las rodillas alzadas, una espiga de humo elevándose como una señal sin que la perturbe ni un soplo de aire.

Se sienta junto a ella. Aoife no dice nada, pero mueve hacia él la mano con el cigarrillo. Él niega con la cabeza y ella lo mira con una ceja enarcada.

—Lo he dejado —explica Michael Francis.

Aoife enarca ambas cejas.

—Casi. —Y entonces le quita el cigarrillo de los dedos para dar una calada—. No se lo digas a Claire.

Ella lanza un ruidito de desdén que significa «como si yo fuera a decirle nada», y de pronto él es consciente de lo mucho que la ha echado de menos, de lo mucho que le gusta que sea la única persona de la familia que siempre sabrá guardar un secreto, que será fiel a su palabra, y qué alivio supone tenerla allí, está a punto de pronunciar el nombre de su mujer, está a punto de decir «Claire», a punto de contarle todo a Aoife, porque sabe que lo escuchará hasta que se quede sin palabras, y luego le hará la pregunta que le proporcione más palabras, y ella guardará silencio hasta el final, la cabeza ladeada, y luego dirá algo, algo tan...

—¿Va a venir Mónica? —pregunta Aoife.

Él le devuelve el cigarrillo y advierte, cuando ella lo coge, que tiene las uñas mordidas por completo, y se queda pasmado, porque no sabía que Aoife se mordiera las uñas. ¿Ésa no era Mónica?

—Hoy mismo, más tarde, creo. —Se vuelve hacia ella—. Está muy liada.

Aoife sonríe, como él esperaba.

—Tiene que enterrar un gato o no sé qué.

—¿Mónica tiene gato?

—Tenía. De Peter, creo.

—Ah. —Aoife recoge los pies, apoya el mentón en las rodillas—. Mira cómo está esto —murmura.

Él contempla el jardín, un estrecho cuadrado de tierra encajado entre sus vecinos, la hierba rala, desvaída, las flores secas, el ciruelo marchito.

—Ya.

—Había oído que la sequía era mala, pero no sabía hasta qué punto. —Apaga el cigarrillo en el suelo—. Hace un calor... y son sólo las... ¿Qué hora es?

Él consulta el reloj.

—Las ocho y cuarto.

—Las ocho y cuarto —repite ella, mirando el cielo azul—. Joder.

Se quedan ahí un rato más. Una abeja zumba trazando garabatos junto a sus cabezas antes de dirigirse hacia las ramas del manzano.

—Bueno, ¿tú qué piensas? —Aoife señala con la cabeza hacia la casa.

Michael Francis inspira. La abeja vuelve a ellos, luego parece cambiar de opinión y vuela hacia arriba a lo largo de la pared de la casa.

—No lo sé. La verdad es que no lo sé.

—No tiene buena pinta.

—Pues no.

—¿Tú crees que...?

—¿Qué?

Sus miradas se cruzan un momento y se desvían.

—¿... que se habrá suicidado? ¿Es eso lo que piensas?

—No lo sé. —Aoife trastea con la cadenilla de plata que lleva en la muñeca, dejando que los eslabones vayan cayendo entre sus dedos—. No sé qué pensar. La verdad es que nunca sé qué pensar de él. Es una persona imposible de...

—Comprender.

—Exacto. ¿Crees que se habrá marchado con alguien?

—¿Con una lagartona? —dice él, utilizando una de las expresiones favoritas de su madre—. No lo creo.

—¿Estás seguro?

—No me lo imagino haciendo eso.

—Además, ¿quién iba a irse con él? —murmura Aoife, abriendo el paquete de tabaco para volver a cerrarlo—. ¿Crees que mamá sabrá más de lo que parece?

Su hermano la mira.

—¿Por qué lo dices?

Ella se encoge de hombros.

—Ya sabes cómo es.

—¿A qué te refieres?

—Ya sabes... Sólo ve lo que quiere ver y...

—Ignora todo lo demás. Anda, dame uno. —Aoife le tiende el paquete. Él se lleva un cigarrillo a los labios y está a punto de coger las cerillas cuando los interrumpe un grito por encima de sus cabezas.

—¿Qué andáis murmurando ahí abajo?

—Mierda. —Michael Francis se quita de un manotazo el cigarrillo de la boca, esconde el paquete y las cerillas y se vuelve.

—Joder —susurra Aoife—. Ni que tuvieras doce años.

—Calla —sisea él.

—Calla tú.

—No, cállate tú.

Aoife se apoya sobre él, y la presión de su hermana sobre su brazo es extraordinaria. Lo único bueno del día, de momento.

—¿De qué os reís tanto? —pregunta el busto de Gretta.

—De nada.

—Voy a bajar —anuncia.

Aoife se vuelve hacia el jardín, levanta los brazos y, con los ojos cerrados, estira el cuello a un lado y otro.

—¿Eso qué es? ¿Una posturita de yoga?

—¿Qué pasa si es yoga? —replica ella sin abrir los ojos. Al cabo de un instante lo mira—. ¿Cómo está Claire?

—Bien. —Se quita una mota del pantalón—. ¿Qué tal todo por Nueva York?

—Bien.

Gretta aparece en la sombra oblonga de la puerta con algo en las manos, arrastrando tras ella un largo cable como si fuera una cola.

—¿Queréis un secador que se incendió una vez?

Los irlandeses son buenos ante una crisis, piensa Michael Francis, mientras aparta el plástico que cubre la bandeja de sándwiches que su tía Bridie ha dejado en la cocina. Saben qué hacer, saben qué tradiciones deben observarse, traen comida, guisos, pasteles, sirven el té. Saben cómo comentar las malas noticias: con murmullos, con movimientos de cabeza, sus acentos enroscándose en torno a las sílabas de la desgracia.

Una ligera bruma se ha concentrado por debajo del plástico. Los sándwiches están calientes, los bordes algo rizados y abiertos. Pero no se queja. Se come uno, dos, tres. El primero es de una especie de paté, el tercero tiene un inquietante regusto a pescado. El cuarto se lo come para eliminar el sabor de su antecesor. Pero de pronto se ve poseído por un hambre feroz. No puede parar de comer. Como si nunca hubiera encontrado nada más apetitoso que los sándwiches de paté de su tía.

Justo cuando su boca está tan llena como es posible físicamente, aparece Aoife en la puerta. Su hermana se ha recogido la melena, y su cuello expuesto, su mandíbula, conmovedora en su fragilidad, lo pillan por sorpresa. Ella lo mira, mira la saqueada fuente de sándwiches. Se retira sin decir nada.

De pronto, el salón está lleno de primos y parientes y gente a la que reconoce pero no sabe muy bien de qué. Michael Francis no quiere hablar con ellos, no quiere cruzarse con sus miradas, recibir su conmiseración. Se siente en desventaja entre esa multitud que pertenece a su madre: todos saben quién es, sospecha que saben más de él de lo que le gustaría, pero él jamás se acuerda de quién es ninguno de ellos. ¿Vecinos? ¿Gente de la parroquia? Posiblemente ambas cosas. Ha corrido la noticia y allí están todos para ofrecer sus caras de circunstancias, sus susurros de apoyo. Le gustaría que se largaran, que volvieran a su puta casa, que los dejaran en paz. Quiere hablar con Aoife, con su madre, quiere solucionar esa calamidad. No sabe por dónde empezaría, lo que sí sabe es que el primer paso sería librarse de una vez de todo ese gentío, pues no se puede hacer nada con la casa abarrotada de desconocidos a los que hay que atender. ¿Cómo lo soporta su madre?

Se acerca a la puerta y se asoma al salón. No son tantos como pensaba. Bridie y su marido, una de las hijas de Bridie con su bebé en el regazo. Unos cuantos viejos que menean la cabeza. ¿Cómo se han puesto de acuerdo para venir todos a la vez? ¿Acaso hay una regla no escrita que establece que hay que visitar a la mujer de un desaparecido justo a las diez y media de la mañana?

Bridie va de uno en otro ofreciendo otra fuente de sándwiches (¿paté, se pregunta Michael Francis, o alguna otra cosa?), una palabra aquí, un gesto allá, su expresión agradable pero solemne, como requiere la ocasión. Sí, la oye murmurar, es terrible, no, no está durmiendo nada, la pobre, ¿cómo iba a dormir?, no, ni una palabra, se levantó y se fue, la policía no ha hecho nada, ¿le apetece otro sándwich?

Sería difícil encontrar a una mujer más distinta de Gretta, piensa, mientras Bridie exclama cómo se alegra de ver a Aoife, lo guapísima que está. A primera vista, jamás imaginaría uno que son hermanas. Bridie es pequeña, como Gretta, pero menuda y más juvenil, a pesar de que tiene tres años más. «Arreglada» es la palabra, piensa, bien cuidada. Está seguro de que Bridie pone atención en lo que come; jamás ha permitido canas en el pelo y últimamente lo lleva del color del trigo maduro, y cardado, bien elevado sobre la frente; su casa es impecable, con unos pocos adornos de cristal en las repisas; el té se sirve en tazas con platos a juego. Recuerda que de pequeño deseaba poder vivir allí en lugar de en su casa.

Michael Francis vuelve a la fuente, sólo para un bocadito más. Otro sándwich o dos, nada más. Se dispone a meterse uno en la boca, pero no atina y el sándwich cae al suelo, rebota en su zapato y desaparece cerca del cubo de la basura.

Le parece de lo más apropiado que haya pasado eso. Le parece algo totalmente acorde con su actual situación en la vida: un hombre con una mujer que parece odiarlo, un hombre cuya familia está fragmentada, en crisis, un hombre acosado por el calor, por la sequía, por las restricciones de agua, un hombre cuyo padre ha desaparecido sabe Dios dónde.

Con un suspiro se pone a gatas y se asoma a la rendija de oscuridad debajo de los armarios. Atisba lo que posiblemente sea una salchicha enmohecida, rígida de podredumbre, la anilla de una lata, un rollo de algodón, lo que parece una judía disecada. ¿Cómo pueden vivir así sus padres, con tanta mugre? Es un milagro que ninguno haya pillado disentería. El cólera, incluso. Ve el pálido sándwich y, aunque ahora se le ha quitado el hambre, tiende la mano y lo coge. Cuando sale a la luz, algo se ha adherido a la mantequilla del extremo. Un trozo de papel. Lo aparta y se lo acerca a la cara.

Está doblado por la mitad, los bordes rotos, y todavía tiene en torno a él la esquina de un sobre. Apenas visible hay un trocito de sello en el que aparecen las tensas cuerdas de un arpa. Michael Francis extrae el papel. En él se lee «y dicen que se acerca el fin» en tinta azul, a pluma, en una caligrafía que no conoce. Tira el sándwich a la basura, deja que el cubo se cierre con un chasquido y relee: «... dicen que se acerca el...».

Alguien lo toca y le hace dar un respingo.

—Dime, Michael Francis, ¿se sabe algo nuevo? —Bridie le ha puesto una mano en el brazo, siguiendo su decreto de que cualquier pregunta seria debe ser dirigida al varón de la casa. Otra cosa que la distingue de Gretta.

—No. —Se mete en el bolsillo el papel y la esquina del sobre y tiende una mano sin mirar hacia el plato que su tía sostiene. Se mete el triángulo sin corteza en la boca y descubre demasiado tarde que es de huevo, lo que menos le gusta.

—¿Nada de nada? —susurra Bridie, inclinándose hacia él.

—No —consigue contestar entre el odioso bocado.

—Siempre supe que ese inútil... —comienza Bridie, pero la interrumpen.

—Una cosa horrorosa —comenta un viejo en posesión de unas orejas sorprendentemente enormes que ha aparecido junto a ellos.

Y Bridie se apresura a soltar un «sí, ¿verdad?», justo antes de que se oiga la puerta principal y unos pasos en el recibidor. El tac-tac de unos tacones. Y Michael Francis piensa: Se acerca el fin; y también: ¿Cómo es que Mónica todavía tiene la llave?

Aoife está frotando la espalda de su madre mientras le dice a una mujer en la silla de al lado: No, no, todavía no sabemos nada, pero esperamos tener noticias en cualquier momento, cuando se da cuenta de algo.

Mónica está allí. Detrás de ella, en el recibidor. Lo nota: es consciente de la presencia de su hermana, su propio pulso le resuena en los oídos. No puede volverse, no puede, pero lo hace, y lo primero que le pasa por la cabeza cuando ve a Mónica es: Ah, eres tú. Eres sólo tú, después de todo.

Se alza en ella una oleada de afecto instintivo, reactivo, y una sonrisa aparece en su rostro. Ve que su hermana ha cuidado su aspecto. Se ha hecho un peinado que Aoife no le había visto. Lleva el pelo más largo, en rizos sueltos, alzado sobre la nuca, y aunque no le queda del todo bien, aunque no termina de resultar, Aoife se la imagina sentada ante su tocador con sus horquillas y su cepillo, sus dedos ansiosos modelando el cabello. Y esa imagen de Mónica resulta curiosamente conmovedora. Es sólo Mónica, después de todo, eso es lo que piensa Aoife. Sólo Mónica. La Mónica que ha conocido toda su vida, su hermana, no el terrible espectro de fatalidad en que Aoife la ha convertido todo ese tiempo en Nueva York. Es sólo Mónica. Y entonces se levanta, porque es lo que hay que hacer, ¿no?, cuando ves a tu hermana después de varios años, ¿no? La abrazas, y cualquier problema surgido entre vosotras en ese tiempo puede borrarse, se puede empezar de nuevo, y Aoife piensa que a lo mejor podría olvidar lo que pasó aquella vez en casa de Michael Francis, que a lo mejor no hace falta decir nada.

Casi ha llegado hasta Mónica cuando se da cuenta de que su hermana ni siquiera la ha mirado. Ni siquiera la mira. Sus ojos pasan sobre ella sin detenerse, como si Aoife no estuviera allí, como si fuera un inexplicable agujero en el aire con forma de persona. Está a la distancia de un brazo de ella cuando Mónica sale al pasillo con un solo paso, diciendo que va a colgar la chaqueta porque es una lata plancharla y no quiere pasarse toda una tarde como una esclava delante de la tabla de planchar con el calor que hace.

Aoife se queda frente a un umbral vacío. El pulso sigue latiéndole en los oídos, instándola a hacer algo, dándole los medios para actuar. Pero ¿qué debería hacer exactamente? Su madre está junto a ella exhibiendo una sonrisa vacua. La gente en la sala se está poniendo en pie, a la voz de que es hora de marcharse. Bridie de pronto está recogiendo platos. Gretta sale detrás de Mónica con un «¿quieres que te busque una percha?».

Aoife vuelve a su butaca. Es consciente del impulso de apoyar la cabeza contra los familiares nudos y texturas del reposabrazos. ¿Cuándo durmió por última vez? Anoche en el avión no, y la noche anterior, apenas. Siente como si estuviera hecha sólo de papel: insustancial, frágil, infinitamente quebradiza.

Mira el plato en la mesita junto a ella, las migas alrededor, los meandros de té. El jet lag le provoca una sensación entre el hambre y la náusea. Es consciente del impulso de saber dónde están todos, de localizar su paradero exacto, de seguirles la pista. Por si deciden desaparecer. Los va contando mentalmente: Michael Francis sigue merodeando por la cocina; su madre y Mónica, en el recibidor; Gabe lejos, al otro lado del Atlántico.

Michael Francis entra en el salón. Está desierto, gracias a Dios, todos se han marchado a la vez. Obviamente también hay un código no escrito sobre cuándo emprender la retirada. Aoife está en una butaca, apilando migas en dos montones en la mesita junto a ella. Con uno de ellos comienza a construir una larga y serpenteante línea. Oye que Gretta vuelve del recibidor, sus pasos arrastrados por el linóleo.

—Hola, mamá —saluda, y se da cuenta de que su voz ha salido algo estrangulada.

Mónica no interrumpe su conversación con Gretta, pero atraviesa la sala y pega la mejilla a la de su hermano, agarrándole los hombros, hundiéndole los diez dedos. La figura en la butaca detrás de ellos no se mueve.

Mónica y Gretta hablan del autobús, de lo difícil que ha sido el viaje de Mónica, de si ha habido alguna noticia, alguna llamada, de las restricciones de agua en Gloucestershire y que eso es lo peor de todo (por supuesto, piensa Michael Francis), de si a Mónica le apetece un té, si Gretta prepara una tetera nueva, porque el té que queda ya estará frío, sí, mejor preparar uno, lo hará Mónica, no, Gretta dice que lo hace ella, Mónica insiste porque Gretta parece agotada y debería sentarse, pero primero tiene que decirle qué té le apetece. Michael Francis coge un bollo del plato, porque no sabe qué otra cosa hacer, y está pensando que si una de las dos no cede y se va a la cocina a preparar el té, va a perder los estribos. Como no acaben con esa maldita pantomima de hablar de todo menos de los auténticos y urgentes acontecimientos del día —es decir, la desaparición de su padre y el hecho de que Aoife y Mónica están fingiendo no verse—, es capaz de tirarles algo a la cabeza y marcharse para no volver. Al infierno con todo.

Aoife intenta no mirarles los pies, delante de ella en la alfombra. Los de Michael Francis descalzos, los de su madre en zapatillas, los de Mónica con unas sandalias burdeos, la piel enrojecida bajo las tiras. Se mira en cambio las manos y ve que siguen cubiertas de palabras, en tinta negra que se desvanece, letras que fluyen adelante y atrás.

Gabe la acompañó al aeropuerto. Tomaron unos gofres en un puesto de la zona de salidas, o más bien los tomó Gabe. Aoife se limitó a mirarlo, fumando un cigarrillo y toqueteando los bordes reblandecidos de su pasaporte.

—Todo saldrá bien —le dijo él, cogiéndole la mano—. Lo sabes, ¿verdad? Lo encontraréis. La gente no desaparece sin más.

Aoife tiró la ceniza y lo miró a los ojos.

—¿No?

Él apartó la vista. Se limpió la boca con una servilleta. Miró alrededor, como solía hacer, como para ver si los vigilaban.

—Eso es distinto —murmuró.

Ella carraspeó y giró la mano en la de él para quedar palma con palma.

—Escucha, Gabe...

—Dime.

—Tengo que pedirte un favor.

Una pausa.

—Ah. Vale. ¿Qué es?

Notó que Gabe había creído que iba a decir otra cosa, algo sobre lo de vivir juntos. Habría sido tan apropiado, un gesto tan expansivo decir que sí, acceder a ello allí, en el aeropuerto, mientras se despedían. Y Aoife se encontró por un momento imaginándose el lugar donde vivirían juntos. Tendría plantas en las repisas y fotografías pegadas en las puertas, y comerían en platos de cerámica de vistosos colores. No había mejor momento para decir vámonos a vivir juntos. Lo veía, pero trató de apartarlo de su mente, ella tenía algo importante que decirle.

—Hay... —Intentó sortear deprisa los diversos peligros del camino, sopesar los distintos riesgos que corría, mientras alrededor la gente llegaba y se iba, comía gofres, cogía maletas, como si no pasara nada inusual— hay un archivo. En casa de Evelyn. Es una carpeta azul. Contiene varias cosas que debería haber... cosas que tengo retrasadas. Quería pedirte si podrías... si podrías ir a recogerlo. A lo mejor... podrías echarles un vistazo por mí. Decirme qué hay.

Él arrugó la frente.

—¿Quieres que vaya a casa de Evelyn y coja una carpeta?

—Sí, no pasa nada. A ella no le molesta. Ya la llamaré para decirle que vas. Aquí están las llaves. ¿Te importa?

—Claro que no. Puedo ir esta misma tarde.

Aoife le apretó la mano, sintiendo una oleada de alivio. A lo mejor salía todo bien. Podría librarse una vez más.

—Gracias, gracias, gracias. Es que no quiero que lo encuentre ella mientras yo no estoy y no puedo... En fin, no sabía qué otra cosa hacer. Yo... Gracias. ¿De verdad que no te importa?

—Pues claro que no. Tranquila.

—Toma esto también. —Y le tendió la llave de su casa sobre la mesa. Pero él negó con la cabeza:

—No, quédatela tú. Podría ser...

Aoife se inclinó sobre la mesa entre ellos y le metió la llave en el bolsillo de la camisa justo cuando él terminaba la frase:

—... la garantía de que volverás.

Se produjo un violento silencio mientras él la miraba como intentando memorizar sus rasgos, y ella se mordió el labio mascullando que por supuesto que iba a volver, que faltaría más, que de eso no había ninguna duda.

Gabe bajó la vista y se puso una mano sobre la llave, sobre el corazón.

—Gracias —murmuró—. Igual me viene bien. —Y miró el reloj—. Tienes que marcharte.

Fueron a la zona de salidas y ella lo estrechó entre sus brazos hasta el último segundo, hasta que atravesó la puerta. Quería cerrar los ojos, como para mantener su imagen, temerosa de que si se llenaba la mirada con otras cosas pudiera olvidársele su aspecto, perder algo de él.

Cuando llegó al otro lado, se dio media vuelta y vio que Gabe seguía mirándola detrás del tabique de cristal. Ella se acercó y puso la cara cerca de la suya, tan cerca que sus pestañas aletearon en la fría pantalla entre ambos. Gabe respiró en el cristal y formó un nimbo de condensación, y de pronto un dedo trazaba líneas, curvas, formas en la neblina. Letras. Gabe escribía algo en el cristal, un último mensaje. Cuatro palabras. O posiblemente tres. Era difícil saberlo, puesto que los espacios entre ellas parecían comprimirse y expandirse, como un acordeón. Comenzaba con C, eso sí lo veía, lo cual podía significar «cómo» o «cuándo» o «cosa», y terminaba con el curvado gancho de una interrogación. Pero ¿cuál era la pregunta?, ésa era la cuestión.

Se quedó mirando la ristra de letras, que ondulaban y se cimbreaban como banderines al viento, y se le agolparon las lágrimas en los ojos, amargas y alcalinas. Miró a Gabe. El viejo y familiar golpeteo había comenzado en su cabeza, esa sensación de no poder inhalar suficiente aire, como si alguien le atenazara el gaznate con una garra feroz e inclemente.

No había nada más que hacer. Esbozó una media sonrisa, con la cabeza ladeada y un ligero encogimiento de hombros.

La reacción equivocada, lo vio de inmediato. Gabe retrocedió un paso del cristal, donde la transparencia comenzaba a erosionar las letras. Su expresión herida, consternada. Y Aoife tuvo que reprimir el impulso de darse un cabezazo contra el cristal, de gritar: por favor, no es culpa mía. ¡Es que no puedo!

En la puerta de embarque, llena de gente que comía cacahuetes o dormitaba o rebuscaba entre sus maletas, Aoife sacó un bolígrafo del bolso y se agachó para escribir con la mano izquierda, deprisa, pero al momento se pasó el bolígrafo a la otra mano. Anotó lo que recordaba de las palabras que había visto. Tenía la delirante idea de que podría enseñárselo a alguien, preguntarle a alguien en el avión, tal vez. La C, la larga tira de letras al final, el signo de interrogación, una palabra que tal vez fuera «parar», ¿o «separar»? Escribió con concentrada urgencia, como si ese acto pudiera rebobinar el momento de Gabe tras el cristal, su rostro demudado, como si grabarse esas cosas en la piel pudiera deshacerlo todo.

Emergían de la punta del bolígrafo como la formulación de un hechizo maléfico. Cuando más tarde subió al avión, llevaba con ella esas palabras.

Gretta agarra la muñeca de su hija.

—¿Qué es esto?

Por toda la mano de Aoife hay palabras y letras garabateadas en negro. Algunas medio borradas, otras escritas al revés, advierte Gretta, y la atraviesa una punzada de exasperación que busca sus antiguos senderos.

—Nada. —Aoife se zafa de su presa y se repantinga en la butaca, con el aspecto de la malhumorada adolescente que otrora fue.

Gretta no logra pensar con claridad, no logra ordenar sus pensamientos. No logra ser la persona que necesita ser, con todos sus hijos allí por primera vez en años. Robert no está. Aoife con esa cara. Y Mónica junto al aparador con esos movimientos suyos de cabeza y trasteando con una cesta de ropa sucia. Y las dos sin mirarse, como si fueran desconocidas. No alcanza a imaginar cómo ha pasado, y en su familia, además.

—Tenemos que sentarnos con tranquilidad —dice Mónica, aparentemente hablándole a la pared— y trazar un plan.

—No deberías escribirte así en la mano —observa Gretta, pero no sabe por qué, porque lo que de verdad quiere decir es: sea lo que sea lo que haya pasado entre tu hermana y tú, porque nadie me lo ha contado, necesitas dormir un poco, por favor, no estés tan pálida y triste—. Vas a coger una septicemia. Un niño que yo conocía...

—Murió de septicemia por escribirse en la piel —termina Aoife—. Ya lo sé. Me lo has contado mil veces. Pero es una gilipollez.

—Aoife, no voy a permitir ese lenguaje en mi casa.

—Un plan de acción —insiste Mónica.

Gretta está hasta la coronilla. Vuestro padre ha desaparecido, quiere gritar. ¿Por qué os comportáis así las dos, fingiendo que no os veis siquiera? ¿Es que no hay cosas más importantes ahora mismo?

—¿No vas a permitir ningún lenguaje? —pregunta de pronto Michael Francis, por encima del hombro—. No podemos hacer nada. Sólo esperar. Es lo que ha dicho la policía.

—No se puede pillar una septicemia por la tinta. Menuda tontería.

Aoife se levanta tan bruscamente que la butaca retrocede sobre el linóleo con un agudo chirrido. Michael Francis, siempre el más sensible, da un respingo y se tapa las orejas.

—No estoy de acuerdo. —Mónica sacude un cojín en el aire—. Que no podemos hacer nada... Claro que podemos. Podemos llamar a gente, seguir alguna pista, investigar algo. He hecho una lista esta mañana.

Aoife se queda en pie. Gretta la mira con los ojos entornados. Luego observa sus manos, las palabras ilegibles allí escritas.

—Voy a telefonear —anuncia. Y echa a andar precipitadamente, como hacía cuando era pequeña. Gretta casi se alegra de verlo otra vez, las espantadas de Aoife. Es bueno saber que algunas cosas no cambian.

—Utiliza el teléfono del recibidor —le sugiere—. Para eso está ahí.

—Tengo que llamar a Nueva York. Me voy a la cabina. —Aoife llega hasta la puerta antes de volverse—. ¿Estará... abierta la biblioteca?

Los tres se quedan mirándola: Gretta, Michael Francis y Mónica.

—¿La biblioteca? ¡Por el amor de Dios! —exclama Gretta—. ¿Para qué quieres ir ahora a la biblioteca?

—A buscar un libro.

—Sí, ya me imaginaba que no era por patatas. ¿Qué libro?

—Da igual. Un libro.

—¿Y a quién vas a llamar?

Aoife esboza una expresión que todos conocen bien: no os metáis en mis cosas, mi decisión está tomada.

—Da igual —repite.

—Anda, dínoslo —pide Gretta—. ¿Hay algún chico en Nueva York? —Hace un guiño a Michael Francis, que a su vez frunce el ceño, el muy canalla—. ¿Vas a llamarlo a él?

Aoife no contesta. Se limita a mirar sombría el mantel que Mónica está doblando.

—¿Es eso? —insiste Gretta—. ¿No estará durmiendo a estas horas?

—No —masculla Aoife—. Allá serán las... —Echa un vistazo al reloj sobre la ventana—. No sé... las ocho de la mañana.

—¿No estará trabajando, entonces?

—Nnn... —murmura, rebuscando en sus bolsillos con mucho aspaviento mientras sale por fin del salón.

Gretta se levanta de la mesa para seguirla.

—¿Tiene trabajo?

—Mamá —murmura Michael Francis a su espalda—, si Aoife quiere ir a llamar por teléfono...

—¿O es también un «artista»?

Aoife se vuelve en la puerta principal, se aparta bruscamente el pelo de los ojos (Gretta está deseando darle un buen cepillado a ese pelo) y espeta:

—No. Es abogado, ¿vale? O pronto lo será. —Abre la puerta de golpe, como solía hacer—. Ahora vuelvo. —Y cierra de un portazo. Como solía hacer.

—Bueno —comenta Mónica, sentándose en la butaca que acaba de dejar libre Aoife—. Ya veo que unos cuantos años en Nueva York no han mejorado nada el mal genio de quien yo me sé.

Michael Francis suspira y está a punto de decir algo, pero Gretta vuelve a la cocina.

—¿Habéis oído? Abogado. Sale con un abogado.

—¿De verdad? —pregunta Michael Francis—. ¿Cuándo te lo ha dicho?

—Ahora mismo. En la puerta. ¿Quién se lo iba a imaginar? —Gretta coge todos los manteles que Mónica acaba de doblar y comienza a meterlos al azar en un cajón—. Aoife con un abogado. —De pronto se detiene y se vuelve hacia ellos—. ¿Será católico?

Aoife se queda parada nada más pasar la verja, mirando a un lado de la calle, luego al otro, como si hubiera olvidado adónde iba.

El dinero británico le resulta curiosamente pesado en la mano, el monedero lleno a rebosar de heterogénea calderilla: monedas de cinco centavos, de dos peniques, de diez centavos, de cincuenta peniques.

Mónica, su hermana, la ha dejado de lado, ha mirado a través de ella como si no estuviera allí. Ha sido un acto que lo negaba todo, que decía: nunca hemos compartido una habitación, nunca te he cogido de la mano para cruzar una calle, no fui yo la que te vendó la cabeza cuando te la abriste contra una barandilla, no creciste heredando mi ropa vieja, nunca me diste un té a cucharadas mientras yo yacía enferma con mononucleosis, no has dormido durante años en una cama junto a la mía, no fui yo la que te enseñó a depilarte las cejas ni a anudarte los zapatos ni a lavar a mano un jersey. Esa sinrazón, ese dolor, deja perpleja a Aoife. La imagen de Mónica desdeñándola de esa manera, después de tanto tiempo, parece palpitar y escocer, como una herida reciente.

Y todo, piensa mientras echa a andar por la calle aferrada a su abultado monedero, por culpa de una terrible cadena de coincidencias. Si no hubiera ido a casa de Mónica aquel día... ¿A qué había ido? ¿A qué? Andaba por allí y hacía tiempo que no veía a su hermana, desde el mes anterior en Gillerton Road, cuando Joe anunció que Mónica estaba embarazada. Aoife se sorprendió entonces porque su hermana siempre había dicho que jamás tendría hijos. Nunca en la vida, aseguraba. Mónica estaba muy tiesa y erguida en el sofá, su mano en la de Joe, su rostro inexpresivo, mientras sus padres estallaban en un griterío de felicitaciones.

De manera que Aoife fue a ver a Mónica y se la encontró más pálida que un fantasma, doblada, su falda pesada y oscura. Bajó corriendo a pedirle al casero que llamara a una ambulancia. Acompañó a Mónica al hospital, permaneció junto a su cama, apretó su hombro cuando el dolor arreció, dijo lo siento, Mon, lo siento muchísimo, y enjugó las lágrimas de su hermana con su pañuelo, y cuando éste quedó empapado, con el extremo de su bufanda. Cuando llegó Joe corriendo por los pasillos, Aoife se marchó y cogió el autobús, y vio Londres pasar por las ventanillas, pero en realidad sólo veía su brillo, esa esencia de la vida que también era la muerte. Mónica le dijo no mires, no mires, da mala suerte. Pero ¿cómo podía Aoife no mirar? ¿Cómo podía dejar que la enfermera se lo llevara como si no fuera nada, en lugar de una personita que no llegó a ser? Pensó que alguien tenía que verlo y decir: sí, estuviste aquí, yo te vi, exististe, sólo que no mucho tiempo.

Cuando volvió al hospital al día siguiente, esos pensamientos seguían bullendo en su mente, y quería contarle a Mónica cómo era. La frágil curva de su espalda, la insoportable perfección de sus dedos cerrados. Pero la escena que se encontró era muy distinta. Su madre estaba sentada en la cama, bolso, bufanda, guantes y varios paquetes esparcidos en torno a ella, a medio decir: «... nadie lo sabe, pero lo llevó colgado de una cadenita del cuello el resto de su vida, debajo de la ropa».

Su padre miraba por la ventana, al parecer fascinado por los plateados extractores de aire que giraban en el tejado del hospital. Joe, en una silla junto a la cama, estaba inclinado hacia delante con la mano de Mónica en la suya.

Su hermana estaba reclinada sobre varias almohadas. Llevaba una mañanita de caídos lazos de satén y mangas de encaje. Tenía el pelo, como ella decía, «arreglado». Aoife se preguntó quién le habría llevado los rulos y el secador. Alguien debió de llevárselos, caviló, porque en los hospitales no tienen esas cosas. O a lo mejor sí.

Gretta estaba dándole una sopa. Buena chica, decía entre una cucharada y otra, antes de proseguir con su historia. No ofreció a Aoife ningún saludo. Se limitó a volverse hacia ella al tiempo que exclamaba:

—¡Mira cómo está tu hermana! ¿A que está estupenda?

Su padre le dijo a la ventana:

—Nos vamos en nueve minutos.

Mónica, apartando la cuchara que Gretta le ofrecía, dio un ligero respingo y se tumbó sobre las almohadas. Gretta se inclinó, le tocó la frente con los dedos, le preguntó si le dolía algo y si quería que llamara a una enfermera.

Aoife recuerda lo que pasó a continuación como si estuviera viéndolo en una pequeña pantalla interna: primero apartó la vista de su madre y su hermana, siempre excluida de ese estrecho lazo entre las dos, y se fijó en el abrigo de Mónica, sobre una silla. Era su abrigo bueno, su abrigo de los domingos, azul marino, con ribete de astracán y alamares. Ella misma lo había cogido de la percha del pasillo mientras los de la ambulancia se llevaban a Mónica. Se le había ocurrido que su hermana podría tener frío, podría necesitarlo. Joe le acariciaba la mano, Gretta lamía el dorso de la cuchara, Robert seguía mirando por la ventana y Aoife pensaba: astracán... ¿no le habían dicho una vez que estaba hecho de piel de corderos abortados? Los bolsillos del abrigo, advirtió, también estaban bordeados de nudos retorcidos, intrincados, increíblemente suaves.

Pasó la vista del abrigo a Mónica, que se reclinaba pálida sobre las almohadas, y de vuelta al abrigo. Sus padres habían empezado a recoger sus pertenencias, sus bolsas, sus fiambreras.

Entre las personas que han compartido una habitación se crea una especie de ósmosis invisible. Si dos personas duermen en proximidad, una noche sí y otra también, respirando la una el aire de la otra, es como si los sueños, las vidas inconscientes, se entrelazaran, como si los circuitos mentales corrieran cerca el uno del otro, intercambiando información sin necesidad de palabras.

Aoife miró a su hermana, miró el abrigo, y de pronto lo supo. No asomó a su mente ni una sombra de duda. Le parecía increíble no haberse dado cuenta el día anterior, pero había sido tal el sobresalto, tal el pánico, que no había podido pensar con claridad. Pero esa claridad resonaba ahora en ella: aquello no había sido un aborto espontáneo, no había sido un accidente. Aoife lo supo con certeza. Su mente desplegó ante ella una conclusión inapelable: Mónica lo había hecho a propósito.

Se estaban despidiendo, al parecer habían pasado los nueve minutos. Mónica recibió varios abrazos, y luego se produjo un minidrama debido a que Gretta no encontraba su bufanda, que al final fue localizada debajo de la cama.

Aoife se quedó de pie junto a la puerta, con aquella certeza congestionándole el pecho como un ataque de asma. Mientras Gretta se inclinaba para estrechar a Mónica entre sus brazos una última vez, ésta miró por encima de su hombro a su hermana.

Y Aoife le mantuvo la mirada. Permanecieron así un largo momento, hasta que Mónica se hincó los dientes en el labio. Asomaron a su rostro manchas de rubor, y cuando Joe se levantó para acompañar a la salida a sus suegros, ella tendió una mano para detenerlo.

—No te vayas —le pidió—. Quédate conmigo. —Pero Joe le dio unas palmaditas y le aseguró que no tardaría ni un minuto. Mónica insistió—: No. Quiero que te quedes.

—Pero si está aquí Aoife —dijo Joe, apartándole los dedos de su manga—. Estarás bien.

Y de repente se quedaron solas.

¿Qué decir?, se preguntó Aoife. ¿Quién hablaría primero? ¿Cuál era el protocolo en esas situaciones? En parte deseaba decir no es asunto mío, es tu vida, tu decisión, tu secreto está a salvo conmigo. Pero otra parte de ella sólo deseaba preguntar: Mon, ¿cómo has podido?, ¿por qué?, ¿y Joe?

Mónica no iba a hablar, estaba claro. Había apartado la vista hacia el techo, el mentón un poco alzado, los labios apretados. Era una expresión que Aoife conocía muy bien, una expresión no tanto de desafío como de coraje. Su hermana estaba haciendo acopio de todos sus recursos, de todas sus fuerzas. Movió la cabeza para apartarse el pelo, se quitó una imaginaria pelusa de la manga. Aoife se dio media vuelta, salió de la habitación y recorrió deprisa el pasillo. Tenía la sensación de que la perseguía una manada de bestias furiosas. Si andaba rápido, si se alejaba lo suficiente, tal vez escapara de ellos, tal vez evitara que le clavaran los dientes.

Ahora tuerce a la izquierda al final de Gillerton Road. Se protege los ojos del sol cuando mira para cruzar, sorprendida un momento por un coche que aparece de pronto a su derecha. Se detiene junto a la cabina, como para recuperar el resuello, pero es sólo para enjugarse el sudor de la frente y el labio.

Gabe responde a la llamada con una voz comedida y distante. Tan desconcertante le resulta, que Aoife repite sin darse cuenta:

—Bueno, ¿cómo estás?

—Bien —contesta él—. Bien.

Aoife sintoniza el oído a esa nueva forma de hablar, ese extraño tono pausado, neutro. La clase de voz que utilizarías con un amigo que no te cae muy bien, o alguien a quien no conoces mucho ni tienes ganas de conocer mejor. ¿Será porque está en el trabajo? Es el primer turno en el restaurante, siempre el más relajado porque Arnault no llega hasta más tarde. Pero ¿estará escuchándolo alguien? A lo mejor es eso.

Su mano se tensa en el auricular. Sabe que no es eso. Lo ha llamado miles de veces al trabajo y nunca ha empleado ese tono. La hilera de letras escritas en el vaho se despliega de nuevo ante ella. «Como», y luego algo, luego «separar», y luego otra cosa... ¿Qué decía?, quiere preguntar. Por favor, dímelo. ¿«Separar» qué?

—¿Alguna noticia de tu padre? —pregunta él.

—Todavía no. Oye... quería saber... ¿tuviste ocasión de... —se odia a sí misma por preguntarlo, pero tiene que saberlo— de ir a casa de Evelyn?

Gabe respira con fuerza.

—Sí —contesta con su nueva voz.

—Y... ¿encontraste la carpeta?

—Sí —repite. Aoife se pega bien el auricular a la oreja, aguardando a que diga algo más—. Joder, Aoife. —Los ruidos exteriores se aquietan, como si Gabe se hubiera llevado el teléfono a un sitio más resguardado—. Allí había documentos de hace más de un año. Cartas y contratos y cosas importantes.

—Sí —dice ella con un hilo de voz—. Sí, lo sé...

—No entiendo por qué no... Es decir, ¿tiene Evelyn la más remota idea de que has...? —Gabe suspira—. No lo entiendo.

Aoife presiona los dedos contra el afilado reborde de la ranura de las monedas hasta que se le quedan blancos.

—No sé cómo has podido hacerle eso. Después de todo lo que ella ha hecho por ti. Había cheques sin cobrar que sumaban miles de dólares. Pero ¿cómo se te ocurre?

—Yo... Los cheques suelen ir al contable, pero es posible que se colaran algunos... Es que...

—Ya sé que a veces Evelyn es difícil, y sé que te exige mucho, pero, vamos, meter todos esos papeles en una caja y olvidarte es... bueno, no está nada bien, Aoife.

—Ya lo sé —atina a decir—. Es que...

Pero él la interrumpe:

—Oye, tengo que irme. Llámame si se sabe algo de tu padre, ¿vale?

Aoife sale como una exhalación de la cabina. El calor en esa jaula de cristal es increíble. Insoportable. Se apoya un momento contra la puerta, boqueando sin aliento. Pero el aire del exterior no es más fresco y parece ir dejando un rastro de fuego por los ramificados senderos de sus pulmones. Súbitamente se da cuenta de que el metal de la cabina le achicharra la piel, y se aparta de un brinco. ¿Es que no hay manera de escapar?, piensa. ¿No hay forma de escapar a ese calor?

Gabe tiene la carpeta. Un problema ha estado reconcomiéndola, irritándola como un roce de la ropa, y ahora conoce su magnitud. Facturas de hace un año. Miles de dólares en cheques sin cobrar. ¿Qué dirá Evelyn? Aoife intenta imaginarse la escena: Evelyn horrorizada, perpleja, incluso furiosa. Lo que necesitaba, le había dicho a Aoife cuando empezó a trabajar con ella, era alguien que se encargara de todos los asuntos, del enjambre de distracciones de la vida, para que ella pudiera concentrarse en la fotografía. ¿Y había hecho eso Aoife? No, en absoluto. Perderá su trabajo. Eso lo sabe. Tal vez siempre lo ha sabido, desde el momento en que metió aquel primer contrato en la carpeta azul. El único trabajo que le ha gustado en su vida. ¿Y qué pasará con Gabe y su voz fría, con la que dice cosas del estilo de «cómo has podido, Aoife»?

Alza la vista al cielo y tiene que protegerse los ojos. El sol asoma por encima de árboles y tejados. Debe de ser mediodía, más o menos. La escena ante ella (coches, autobuses, establecimientos, una mujer con un cochecito) reverbera y centellea. El sol parece reflejarse en todo, hendiendo sus retinas desde los escaparates, desde los parachoques de los coches, desde las ruedas del cochecito.

La idea de que alguien más se aparte de ella la trastorna, le causa pánico. Pronto, se dice, no te quedará nadie.

Un autobús de Islington gira la curva de la calle, sacudiendo a los pasajeros hacia un lado, luego al otro.

En casa de Evelyn no hubo respuesta, como ya esperaba. Aunque Evelyn estuviera, rara vez coge el teléfono. De manera que Aoife tuvo que hablar con el contestador para decirle a Evelyn que tenía una reunión a las once, que el editor de una revista iba a ir al estudio, que no olvidara enviar las fotografías al MoMA. Decir aquello casi le había costado todas sus monedas. La máquina se las tragaba a una velocidad alarmante. Tendría que ir por más cambio. En alguna tienda, a lo mejor. A su familia no podía pedírselo, daría pie a demasiadas preguntas, ¿y cómo podría contestarlas?, ¿cómo explicarles, cuando no sabían nada de Evelyn, nada de Gabe, nada de nada? Había demasiado que aclarar, y no sabría ni por dónde empezar. No, era mejor ir a una tienda y cambiar un billete en monedas de diez peniques. Su madre no haría más que preocuparse y lamentarse y dramatizar.

La había poseído un extraño impulso, allí en la cabina, después de llamar a Nueva York, de telefonear a su padre. Marcar un número y oír su voz saliendo por los agujeritos del auricular. ¿Cuándo fue la última vez que habló con él? Hacía meses. Aoife llama a sus padres de vez en cuando desde Nueva York, pero ellos tienden a considerar esas conferencias como un lujo extravagante rayano en lo ilegal. Las abordan como una especie de telegrama e intercambian la mínima información esencial antes de colgar. En su ansia, en su apremio, hablan los dos a la vez, los dos a gritos, sus preguntas fundiéndose y confundiéndose, de manera que Aoife no entiende a ninguno. ¿Está comiendo bien? ¿Va a misa? ¿Va bien abrigada?

Cruza la calle. Negros hilillos de alquitrán derretido rezuman de las grietas del asfalto. Aoife los sortea, pensando en ese juego infantil de evitar las rayas de las losetas. Recuerda que se cantaba una cancioncilla que la horrorizaba, sobre un funeral. Una tontería, la verdad.

Su mente se atasca en la palabra «funeral». Se pasa una mano por la frente como intentando borrar algo, pero su mente persiste, ofreciéndole imágenes de un féretro, su padre tumbado sobre el revestimiento de satén azul, su madre ensartando un rosario entre sus rígidos dedos. ¿Qué otra explicación puede haber?

Se detiene en la puerta de la biblioteca. No sabe por qué ha ido: sólo ha preguntado por ella para desviar la atención del tema de la cabina telefónica. Curiosamente, solía pasar mucho tiempo allí cuando era pequeña. Le encantaba aquel ambiente de estricto y polvoriento silencio, los lomos y lomos de libros. Le encantaba pasar la mano por los estantes, como si con sólo tocarlos los libros fueran a revelarle sus secretos. Nunca funcionó, por supuesto.

«Horario de apertura», reza probablemente el cartel de la puerta, y para librarse de la imagen de su padre en un ataúd, permite que esa ristra de letras penetre en la parte de su mente que tanto se esfuerza por sofocar. De inmediato, tal como esperaba, esa parte hace lo habitual: barajar una y otra vez las letras, como si fueran naipes. «Apertura» se disuelve en «pura», «pera», «tara», «rata», «tapa», «ata», «pata», «ruta». «Horario» intenta comenzar con «hr» y luego «roh» y luego el «rar» se alza en mitad de la palabra y...

Se frena en seco. Se acabó. Debe ser firme con eso, pues su mente puede darle vueltas y más vueltas, y hoy hay demasiadas cosas que hacer para distraerse con esos embrollos.

Una semana más o menos después del incidente del hospital, se celebró una reunión familiar en casa de Michael Francis. ¿Con qué motivo? ¿El cumpleaños de alguno de los niños? Surge un nítido recuerdo del rostro de Hughie, maravillado y sorprendido, detrás de unas velitas encendidas.

El cumpleaños de Hughie. Mónica había evitado mirar a Aoife toda la tarde, cuando se abrían los regalos, cuando se cantaba el Cumpleaños feliz, durante las infinitas rondas de té. Se le daba bien esa manera tan suya de hacer el vacío, de forma que sólo el destinatario se diera cuenta. Aoife, sin embargo, no podía evitar mirar a su hermana. Sus ojos se veían atraídos hacia ella continuamente, como para constatar que sí, que Mónica seguía fingiendo no verla.

Al cabo de una hora, se hartó. ¿Cómo podía Mónica tratarla así, como si fuera ella la que estuviera mintiendo y ocultando y fingiendo? Aoife no había hecho nada malo, y su hermana no tenía nada que temer de ella. No iba a decírselo a nadie, Mónica tenía que saberlo. Lo que cada uno hacía con su vida era cosa suya: Aoife creía firmemente en ello. Pero algo había que decir, eso estaba claro. De manera que cuando Mónica fue a la cocina para preparar otro té, Aoife salió discretamente del salón y la siguió. Se acercó a su hermana, que estaba en el fregadero, y se pegó a su espalda, de manera que no tuviese escapatoria.

—Oye —le dijo a la nuca de Mónica—, quiero que sepas que no...

Su hermana se volvió bruscamente y, con un extraño tono sociable, como si durante todas esas semanas hubieran estado enzarzadas en una conversación, las manchas de rubor de nuevo en sus mejillas, dijo:

—A veces me pregunto si tienes la más remota idea de lo que fue para mamá tenerte.

Aoife jamás habría esperado oír aquello. Una parte de ella reconoció que Mónica estaba haciendo lo que acostumbraba en cualquier enfrentamiento: apartar el foco de ella, atacar a su oponente. Era una estrategia de su hermana que conocía tan bien como su propio nombre, pero aun así retrocedió, aun así tendió una mano hacia la mesa a su espalda y extendió los dedos contra la fría superficie del tablero.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, aunque no quería saberlo, no tenía el menor interés en escuchar lo que su hermana tuviera que decir al respecto.

No quería saber nada de eso, ninguna de las cosas terribles, espantosas, que Mónica procedió a enumerar en un susurro, allí en la cocina: era culpa suya que Gretta tomara todos esos tranquilizantes, todo por su culpa, todo empezó cuando nació, ¿sabía Aoife que había sido un bebé infernal, que no dejaba de llorar ni un momento, una verdadera pesadilla que había acabado con su madre? Sí, fue ella la que llevó a Gretta hasta el límite, fue ella quien la dejó trastornada. Trastornada: Mónica lo repetía una y otra vez. Y Aoife no quería creer nada de eso. Tal vez no debía creer nada, tal vez no eran más que mentiras, porque Mónica estaba acorralada y atacaba.

—Pregúntaselo a él —remachó Mónica, señalando a su hermano, que acababa de entrar—. Pregúntale si no me crees.

Se volvieron las dos hacia él, que seguía sonriendo por algo que había dicho alguien en el salón, y a Aoife le dio un brinco de alegría el corazón, porque Michael Francis era su defensor, su pilar de verdad y justicia, siempre lo había sido. Si su hermano estaba allí, todo saldría bien. Le diría a Mónica que se callara, que estaba diciendo tonterías. Seguro.

—¿Que me pregunte el qué? —dijo él jovialmente, rodeando a Mónica con un brazo.

Ésta lo miró con la cabeza ladeada, los ojos brillantes de rabia, de triunfo.

—¿Verdad que Aoife era un bebé de pesadilla y mamá toma tantas pastillas por su culpa?

El rostro de Michael Francis pasó de su sonrisa de cumpleaños a una expresión horrorizada. Su brazo cayó exánime de los hombros de Mónica.

—¿Por qué dices eso? —preguntó con voz queda—. ¿Cómo le dices esas cosas?

No hubo una negativa, una refutación. Aoife permaneció con la esquina de la mesa clavada en las piernas y se dejó invadir por ese hecho: las palabras de su hermano no fueron «no es verdad», sino «¿por qué dices eso?». Y entonces se dio cuenta de que todo aquello tenía sentido, como si acabaran de darle la última pieza de un puzle que la había tenido desconcertada varios años. Las palabras de Mónica encajaban en un hueco en su interior con espantosa y exacta precisión.

De manera que se marchó sin despedirse de nadie. Atravesó el salón, donde Hughie saltaba en el sofá con la cara llena de churretes de chocolate, donde su padre agarraba a Hughie por la camisa para que el niño no se cayera, donde Claire apilaba los platos sucios unos encima de otros, donde su madre se cortaba otro trozo de tarta y decía algo de su nieto, pero Aoife no podía mirarla. No podía.

Joe fue el único que alzó la cabeza mientras ella se abría paso. En el recibidor de Michael Francis, Aoife se detuvo, como un juguete que se queda sin pilas. Miró los abrigos y los bolsos en el perchero de la puerta: un abrigo de tweed con los botones de cuero algo sueltos, una gabardina con una hebilla en el cinturón, una chaqueta azul marino con unos guantes en los bolsillos, una trenca diminuta con un ribete de tartán en la capucha, una bufanda de lana roja. Los miraba y los miraba como hipnotizada, intentando averiguar cuál era el suyo, cuando alguien le tocó el brazo. Dio un respingo como si hubiera recibido una descarga eléctrica.

Joe estaba junto a ella, con un cigarrillo en los labios.

—¿Adónde vas?

Aoife cogió bruscamente su abrigo, que se había caído al suelo.

—A ningún lado —contestó mientras se lo ponía.

Él encendió el mechero y luego el cigarrillo sin apartar de ella la mirada.

—¿Qué está pasando, Aoife? —preguntó, y la brasa del cigarrillo osciló peligrosamente.

—Nada. —Bajó la cabeza para abrocharse los botones—. No sé a qué te refieres. No está pasando nada.

—Entre tu hermana y tú. —Joe la siguió por el sendero particular—. Aoife, te he hecho una pregunta.

—Tengo que irme. —Y cerró la verja tras ella y continuó andando lo más deprisa posible sin llegar a correr.

Al final de la calle se volvió. Joe seguía en el jardín de Michael Francis, entre volutas de humo, mirándola.

Aoife vacila al pie de la escalera, hasta que con súbita decisión, porque para el caso ya está allí, se coloca bien el bolso sobre el hombro, empieza a subir, atraviesa las puertas dobles y se sumerge en el magnánimo frescor de la biblioteca.

Un minuto más tarde la siguen su hermano y su hermana.

Mónica se detiene en el vestíbulo. La penumbra es un alivio tras el resplandor de la calle y le gustaría disponer de un momento para descansar la vista. Michael Francis, sin prestar atención, como de costumbre, se estrella contra su espalda dándole un empujón y haciéndola golpear con el codo un expositor de folletos.

—Uy, perdona —se disculpa.

Mónica se frota el codo sin contestar, sin mirar a su hermano.

—No creo que signifique nada —comenta en voz baja. En las bibliotecas hay que hablar en voz baja, eso lo sabe.

—Joder, esto no ha cambiado. —Michael Francis mira la curvada escalera de madera oscura que sube hasta la sección infantil, la extraña estructura metálica, semejante a una jaula, que contiene un ascensor que nunca les permitieron utilizar. Habla en voz demasiado alta para Mónica. A pesar de toda su educación, no ha aprendido esa regla de los susurros—. ¿Por qué no? —pregunta por fin, acercándose a ver más de cerca la jaula del ascensor.

—¿Por qué no qué?

—Que por qué no crees que signifique nada.

—Porque no es más que un papel. —Mónica mira de nuevo el papel que Michael Francis le ha enseñado mientras iban hacia allí—. Un papel roto de algo. De alguna carta o algo. No hay razón para que signifique nada.

—Pero mamá dice que no reconoce la letra. Que no sabe de dónde era. Y mira lo que pone. Es tan... apocalíptico.

Apocalíptico. Mónica repasa mentalmente las sílabas de esa palabra, una vez, luego dos.

Su hermano la mira.

—El fin del mundo —se apresura a aclarar—. Ya sabes, como...

—Ya sé lo que significa apoca... bueno, eso, no hace falta que me lo digas.

—Vale. Yo sólo...

—De todas formas ¿qué hemos venido a hacer aquí?

—Por Aoife. —Y Michael Francis se asoma a los cristales de la sala principal—. Creo que tenemos que hablar. Sin que nos oiga mamá.

Mónica arruga la frente.

—¿Por qué?

—Porque necesitamos trazar algún plan. Tú misma lo has dicho.

—Quiero decir que por qué no puede oírnos mamá.

—Porque está... —No termina la frase. Sigue mirando la biblioteca, por donde la gente deambula despacio, como peces en un estanque.

Mónica suspira, se enjuga la frente con el pañuelo.

—Lo más probable es que Aoife ni siquiera esté aquí.

—Dijo que iba a venir.

—Pero eso no significa que haya venido. Ya la conoces.

—Pues te equivocas —declara Michael Francis, dando unos golpecitos en la puerta—. Ahí la tienes.

Mónica se acerca al cristal. Por un momento puede ver a la mujer que franquea la sala al otro lado como la vería una desconocida. Aoife es atractiva, observa Mónica como por primera vez, con sus pantalones estrechos con cremalleras, del color de los jacintos, bien ceñidos en torno a las caderas, el top de caótico estampado suelto sobre una clavícula, el pelo recogido y descuidadamente sujeto a la nuca. ¿Quién habría pensado que saldría así, cuando había sido una niña tan feúcha, de aspecto tan rarito, su rostro siempre enfurruñado, siempre tropezando con sus propios pies? Mónica recuerda que la obligaban a acompañar a Aoife allí, a esa biblioteca, después del colegio. Llévala tú, ¿quieres?, le suplicaba Gretta, yo necesito un poco de paz. Porque Aoife volvía loco a cualquiera con sus interminables preguntas. ¿Por qué la Tierra sólo gira en un sentido alrededor del Sol? ¿Nunca va al revés? ¿Qué hay detrás del cielo? ¿Cómo lo sabes? ¿Eso quién lo dice? ¿Cuál es la ciudad más grande del mundo? ¿Y la más pequeña? Gretta decía que diez minutos con Aoife le daban dolor de cabeza. Pero a la niña le gustaba la biblioteca, a pesar de haberse negado a leer durante años. En la biblioteca se quedaba callada y tranquila. Los libros constituían la base para su imaginación. Recorría en silencio los pasillos, arriba y abajo. Éste es uno que no he leído, susurraba para sus adentros, y lo sacaba de su estante. Luego se lo llevaba a una silla, se sentaba y pasaba las páginas mirando las ilustraciones, mascullando su propia versión inventada de la historia. Mónica la esperaba insistiendo: date prisa, Aoife, vámonos a casa.

Ahora observa a la Aoife adulta deambular entre las estanterías, su top hinchándose y deshinchándose con cada paso. Mónica nunca se habría puesto esa prenda, pero reconoce que Aoife está atractiva con ella. Su hermana lleva en las manos un libro grande y grueso, del tamaño de una enciclopedia. Y, ante las miradas de sus hermanos, hace algo inconcebible. Mónica no lo habría creído de no haberlo visto con sus propios ojos. Aoife, con todo descaro, se mete el libro en el bolso. Fotografía norteamericana, le da tiempo a leer a Mónica. Se ha metido el libro Fotografía norteamericana en el bolso. Sin pasarlo por el mostrador. Sin el menor escrúpulo. Cierra la cremallera y sigue andando hacia ellos con la cabeza gacha.

—¿Acaba de...?

—Sí —resuella Mónica.

Aoife aparece en la puerta y, al ver a sus hermanos en el vestíbulo, se frena en seco.

—¿Qué hacéis aquí? —tiene la caradura de preguntar.

—Buscarte —contesta Michael Francis.

—¿Acabas de robar ese libro? —le espeta Mónica, y cae en la cuenta de que son las primeras palabras que le dirige a su hermana en tres años—. Ya puedes ir a devolverlo.

Aoife resopla, da media vuelta y sale de la biblioteca.

—No puedo creerlo —se asombra Michael Francis, los brazos a los costados.

—Yo sí.

Mónica sale tras ella. En la calle la persiguen un momento. Su hermano es el primero en alcanzarla.

—No se puede robar de una biblioteca, Aoife.

Ésta, sin detenerse, replica:

—No es robar.

—Desde luego que es robar —afirma Mónica.

—Mónica tiene razón, Aoife.

—Tranquilos. Sólo me lo llevo prestado. No tengo carnet de la biblioteca. Lo devolveré mañana.

—¿Para qué lo quieres, si puede saberse? —pregunta Michael Francis.

—Es lo más egoísta, lo más desconsiderado... —Pero Mónica no puede concluir la frase, porque Aoife de pronto la agarra del brazo.

—¡Mira! —exclama—. ¿Ése no es Joe?

Es Joe. Por Blackstock Road, la mano hundida en el bolsillo trasero de los tejanos de una mujer. La mujer lleva un cochecito de bebé, y él inclina la cabeza hacia ella para oír lo que le está diciendo, y sonríe, y parece feliz y despreocupado, como si jamás hubiera llorado a moco tendido en un piso muy cerca de allí, emitiendo un ruido aterrador, animalesco, la cabeza entre las manos como si le doliera de un modo insoportable; como si jamás hubiera acercado la cara a la de otra mujer y le hubiera dicho: Me das asco, eres inhumana, me repugnas; como si jamás hubiera estado junto a esa mujer en una iglesia jurando ante Dios que la amaría y honraría en lo bueno y en lo malo; como si jamás le hubiera cogido la mano bajo el cono de luz de una farola para decirle que lo era todo para él, que no podía vivir sin ella. Pues allí estaba, viviendo sin ella, paseando al sol con esa misma mano metida en el bolsillo trasero de los pantalones de otra mujer. Allí estaba, todavía con la vieja camisa de cuadros pero con una nueva esposa que empujaba un cochecito dentro del cual, era de suponer, habría un bebé.

Michael Francis piensa: mierda. Aoife piensa que es la misma mujer a la que ha visto antes con el cochecito, ¿y no estudiaba en su colegio, unos cursos más adelantada? Belinda algo. Greenwell o así. Y Mónica piensa... Mónica no está pensando nada. Su mente es un abismo de pánico, de silenciosa incomprensión. No entiende cómo ha pasado eso, cómo se ha permitido que suceda eso. Quiere decirle a alguien, a algo: No, no puedes hacerme esto, no ahora, no después de todo lo que ha pasado, no, por favor.

Aoife se hace cargo de la situación. Retrocede, abre la puerta de la primera tienda que encuentra, mete a Mónica dentro de un empujón y cierra. De pronto, los tres se encuentran en el escaparate de una floristería, mirando hacia fuera. A partir de entonces, el olor de compost mezclado con el de jazmín le recordará a Mónica que vio a su primer marido pasar por la calle a dos palmos de ella, ajeno a su presencia, el brazo rodeando los hombros de otra mujer, una crisálida de mantillas dentro de un cochecito de bebé que rueda por la acera delante de ellos, como un premio. Mónica se encoge detrás de un abanico de claveles, incapaz de apartar la vista, hasta que el escaparate queda de nuevo en blanco, hasta que los tres se han ido.

—Bueno. —Michael Francis resopla—. Por los pelos.

—No sabía que había vuelto a casarse —murmura Aoife, poniéndose de puntillas para echar un último vistazo.

Mónica cierra los ojos. Aparta el hombro de Aoife, porque su hermana todavía se lo sujeta como para sostenerla si se tambalea, como si se hubiera olvidado de todo lo sucedido.

—¿Ah, no? —le espeta—. ¡Y yo que pensaba que erais amigos íntimos!

Gretta deambula por la casa. Debería ponerse a recoger. Los platos, las tazas, las servilletas, las migas... Todo está disperso por el salón. Debería llevárselos al fregadero. Tiene que ordenar los cojines, cerrar las cortinas, que no le dé el sol al tresillo. Esa mañana no ha puesto el lavavajillas, a la espera de que hubiera más platos: nunca ha malgastado el agua, nunca lo hará.

Debería estar haciendo todo eso. Pero de momento deambula por la casa, atravesando puertas, habitaciones y pasillos, pasando una mano por la pulida superficie de la barandilla, apoyando las palmas en los respaldos de las butacas, rozando las cortinas, tocando los bordes secos y levantados del empapelado.

La casa no suele estar tan desierta. Desde que Robert se jubiló, rara vez dispone de la casa para ella sola: Robert está siempre ahí, blandiendo el periódico en la butaca o siguiéndola de una habitación a otra. Le gusta esa especie de vacío: señales de que hay gente, sus pertenencias abandonadas como asegurando su vuelta. La chaqueta de Mónica en una percha, las llaves del coche de Michael Francis sobre la mesita del recibidor, la bufanda de Aoife en un gancho.

No está acostumbrada a estar sola, pues se crió en una granja con seis hermanos, padres, abuelos, una tía y un tío o dos, todos bajo el mismo techo. No cree haber visto nunca vacía aquella casa.

Ésta sí ha atravesado distintas fases, naturalmente, piensa mientras entra en la última habitación de la primera planta: el cuarto de las niñas, como todavía lo considera. Alisa el edredón de la cama de Aoife, ahueca la almohada de Mónica. ¿Se quedará Mónica a dormir esa noche? Es difícil saberlo, y más difícil todavía preguntárselo, puesto que ella jamás da una respuesta directa a nada. Ya se le ocurrirá la manera de planteárselo luego. ¿Cuándo fue la última vez que durmieron todos en esa casa? La noche anterior a la boda de Mónica, calcula, cuando Aoife sólo tenía ocho años, los mismos que tiene Hughie ahora. Se pregunta, por primera vez, si a Aoife le costó dormir allí sola a partir de entonces, si echó de menos a su hermana por las noches.

Si cierra los ojos, ve claramente la habitación tal como era entonces, las paredes de la cama de Mónica cubiertas de fotos de estrellas de cine, de vestidos de boda; las de la cama de Aoife, decoradas con sus listas ilegibles, sus dibujos de lobos y zorros y escaleras que se pierden en las alturas.

La casa, para Gretta, está poblada de fantasmas. Si echa un vistazo al jardín está segura de que verá el esqueleto del antiguo columpio del que se cayó Michael Francis, rompiéndose un diente. Podría bajar ahora mismo y ver el perchero del pasillo lleno de carteras del colegio, bolsas de gimnasia, el equipo de rugby de su hijo. Podría doblar una esquina y encontrarse a éste tumbado en el rellano, leyendo un tebeo, o a Aoife muy pequeña subiendo a rastras las escaleras, decidida a ir con sus hermanos, o a Mónica aprendiendo a hacer huevos revueltos. En el aire, para Gretta, todavía resuenan sus gritos, sus peleas, sus triunfos, sus pequeños sufrimientos. No puede creer que esa época de su vida haya terminado. Para ella todo sucedió y sigue sucediendo y seguirá sucediendo siempre. Los ladrillos, el yeso y el revoque de esa casa están saturados de las vidas de sus tres hijos. No puede creer que se hayan ido. Ni que hayan vuelto.

En cuanto a Robert, Gretta ni siquiera logra pensar en ello. Su ausencia escapa a toda comprensión. Está tan acostumbrada a tenerlo allí que no puede aceptar que ya no esté. A veces se descubre casi a punto de decirle algo, y esa mañana bajó dos tazas del estante. Han estado juntos tantos años que ya no son dos personas, sino una extraña criatura de cuatro patas. Para ella, lo fundamental de su matrimonio es la conversación: a ella le gusta hablar, a él, escuchar. Sin él, no tiene a quien dirigir sus comentarios, sus observaciones, sus constantes opiniones sobre la vida en general. Estos últimos días le acuden a la mente frases como «hoy en la carnicería he visto a un bebé con una pinta rarísima», «¿has visto que hay un empleado nuevo en el metro?», «¿te acuerdas de la peluquería a la que iba Bridie?». Le duelen las sienes, abarrotadas de todas esas palabras que se calla, que nadie escucha.

En el dormitorio se queda ante la butaca que hay en el lado de la cama de Robert, en la que cuelga una chaqueta de tweed demasiado calurosa para ese tiempo. Toca el cuello, caliente al sol, pasa los dedos por el resbaladizo forro hasta el bolsillo. Un par de monedas, un clip, un billete de metro usado. Nada más. La clase de cosas que cualquiera encontraría en el bolsillo de su marido.

Póngase en su lugar, le había dicho la policía, y pregúntese adónde iría. Tiene que pensar con la cabeza. Y el agente se había dado unos golpecitos en el cráneo, como para indicarle dónde estaba la cabeza. Pero la verdad es que, aunque ha vivido a su lado treinta y tantos años, aunque han pasado juntos cada momento de su vida, últimamente Gretta es tan incapaz de ponerse en el lugar de Robert como lo sería de meterse en la piel de la reina de Inglaterra. A pesar de lo mucho que Robert depende de ella, a pesar de su apego a ella, Gretta sigue sin tener ni idea de lo que le pasa por la cabeza, de lo que se cuece debajo de su abundante y canoso cabello.

Cuando lo conoció, les contó a las chicas del trabajo que era un tipo serio, callado, que apenas hablaba. Ésos son los más peligrosos, comentó una compañera de Kerry. Gretta se rió, porque estaba segura, segurísima, de que Robert se tornaría más locuaz con el tiempo, porque es lo que siempre pasa en las parejas, que las personas se acostumbran la una a la otra, se vuelven menos tímidas, más comunicativas. Se acaba por salir de la concha.

Ella trabajaba, junto con las demás chicas de la pensión, en el salón de té de Islington, el Angel Café Restaurant, que era un nombre precioso. Había visto el anuncio de rodillas en la cocina, mientras metía periódicos en las botas mojadas. «El Angel Café Restaurant, Londres, busca personal. Se ofrece salario, alojamiento y comida. Solicitudes por correo». Se lo leyó en voz alta a su madre. Escucha, mamá: el Angel Café Restaurant. Como si los seres celestiales, dijo, bajaran de las alturas para tomarse un té. Su madre no abrió la boca, se limitó a cerrar la portezuela del fogón con un chasquido y limpiarse las manos en el delantal. No quería que Gretta se marchara. Pero Gretta se marchó, prometiendo que sólo estaría fuera unos meses, sólo hasta que hubiera ahorrado un poco, sólo hasta Navidad, sólo hasta Semana Santa o tal vez hasta el verano. Pero entonces, en una de sus tardes libres, fue al cine con otra chica y el hombre que estaba delante de ellas en la cola se dio media vuelta, se quitó el sombrero y le preguntó si su acento era irlandés. Y ella replicó: ¿quién quiere saberlo? Él explicó que su madre era de Irlanda, que él había nacido allí pero lo trajeron a Inglaterra de pequeño, que se había cambiado el nombre de Ronan a Robert para integrarse mejor, y ella contestó: ¡qué cosas!

Trabajaba de cajero en un banco, le contó la segunda vez que se vieron, siempre se le habían dado bien los números. Acudió al Angel Café y esperó a que ella terminara el turno, tomándose un té detrás de otro, mirándola zigzaguear entre las mesas con la bandeja bien alta.

Acababa de volver de la guerra. Era mayor que otros con los que ella había salido y tenía el aspecto de irlandés moreno que ella siempre había admirado, con el pelo dividido por una raya muy recta. Un hombre serio, no como los otros chicos, que siempre andaban dando gritos y riéndose y haciendo el ganso. Le gustaba que su sonrisa tardara un largo rato en llegar, y el mismo tiempo en marcharse.

Él la llevó a Islington Green, donde se sentaron un rato debajo de un árbol, antes de echar a andar por el canal. Por lo visto sabía que ella no tendría problemas con un paseo así de largo. Y por lo visto le gustó. Gretta le preguntó dónde había estado destinado en la guerra —en aquellos días, era una forma habitual de dar comienzo a una conversación—, pero él, en lugar de contarle unas animadas anécdotas de Francia, se quedó mirando el suelo sin decir nada. Ella tuvo que apresurarse a llenar el silencio, hablándole de la granja, de sus hermanos y de lo que hacían, dispersos por el mundo. Él escuchó con atención, y al final de la tarde era capaz de recitar los nombres compuestos de sus seis hermanos por orden de edad. Su truco de salón, lo llamaba. Luego la acompañó de vuelta a la pensión, todo sin ponerle un dedo encima. Ella estaba segura de que intentaría algo en el río, y ya iba preparada —había perfeccionado el rechazo hasta convertirlo en un arte—, pero él no hizo absolutamente nada, sólo tocarle un momento la espalda cuando subían por las escaleras hacia el nivel de la calle.

Volvió al día siguiente, y al otro. Parecía haber decidido que estarían juntos, y a ella le gustaba esa certeza, esa convicción. El tema de su experiencia en la guerra sólo volvió a surgir una vez más durante todos los años de su matrimonio. Iban paseando por Rosebery Avenue cogidos del brazo cuando pasaron por delante de un vendedor de periódicos y Gretta se detuvo a comprar uno, pues le gustaba enterarse de la actualidad internacional. Robert lo cogió y se metió la mano en el bolsillo para sacar unas monedas cuando de pronto se frenó en seco. Gretta se quedó mirándolo, miró el periódico que él sostenía, observó la terrible inmovilidad de su rostro. Vio a los dos hombres con uniforme de la infantería británica que pasaron de largo junto a ellos, ajenos a todo, fumando y charlando. Sacó del bolso el dinero para pagar, cogió a Robert del brazo y lo llevó a una cafetería cercana, donde le pidió un té y le quitó el periódico de la mano. Sabía que no era el momento de decir nada, de llenar los silencios con anécdotas, de manera que aguardó, removiendo el té, la mano sobre la de él. Al cabo de un rato comenzaron a brotar palabras de los labios de Robert, y le contó cosas que, según él, nunca le había contado a nadie. La espera en los muelles destruidos de Dunkerque, los aviones alemanes volando sobre sus cabezas y soltando pasquines que decían que estaban perdidos, rodeados, que eran hombres muertos. Que él iba en el último barco que salió, el último, y que hasta que lo sacaron del agua y se vio sobre la mojada cubierta pensó que no lo contaría, que lo habían abandonado, que si quería volver a casa tendría que ser por sus propios medios. Gretta lo escuchó atenta, y cuando él dijo que no quería volver a hablar del tema nunca más, le contestó: por supuesto, no tenemos que hablar de eso.

El caballero, lo llamaban las otras chicas: aquí viene el caballero de Gretta, canturreaban detrás del mostrador del Lyon cuando lo veían asomar por la puerta, el abrigo negro inmaculado, los zapatos relucientes, un ramillete de flores en la mano. Cuando le pidió que se casara con él, en la planta superior de un autobús que circulaba por Pentonville Road, ella tuvo que cogerle la mano con los ojos cerrados, sin decir nada, porque no quería que ese momento acabara nunca.

Gretta vuelve a dejar el clip y las monedas en el bolsillo de la chaqueta. Se sienta sobre la cama, en el lado de él, y mira por la ventana la calle, el cielo, las mariquitas que reptan por el cristal.

Recuerda, después de que anunciaran su compromiso, lo mucho que le impactó lo solo que estaba. No tenía padres, ni hermanos, ni primos ni amigos: no parecía tener a nadie a quien comunicarle que se casaba. Aquello le provocó verdadero estupor, porque ella era una de esas personas siempre rodeadas de gente, dondequiera que estuviera. ¿Cómo era posible que alguien como él hubiera llegado tan lejos en la vida y aun así estuviera tan absolutamente solo? Tenía un hermano, le había contado una vez, pero murió, y por la manera en que lo dijo Gretta supo que había estado involucrado en los conflictos de Irlanda. Robert jamás volvió a mencionar a su hermano y Gretta tampoco. Así eran las cosas.

Qué guapa estaba Mónica el día que se casó con Joe. Cómo había bajado por la escalera con sus tacones de satén color marfil, el vestido alzado a su alrededor, como si fuera un ángel sentado en una nube. Robert lloró al verla, lloró a moco tendido. Tuvo que agarrarse a la barandilla y ella tuvo que ir por otro pañuelo. Se lo llevó al servicio de abajo y cerró la puerta. Y allí se quedaron los dos, en aquel reducido espacio, ella con su vestido nuevo y la pamela a conjunto. ¿Qué pasa?, le preguntó cogiéndole la mano. ¿Qué te aflige?, inquirió, con el pulso latiéndole en el cuello. Robert, a mí puedes contármelo, insistió, sabes que puedes contármelo. Esperó unos buenos cinco minutos allí dentro, él sentado en el retrete, ella de pie, y cuando quedó claro que seguiría guardando silencio, Gretta tuvo que decir: Tranquilízate ya, porque la casa estaba llena de gente, porque en algún momento tendrían que ir a la iglesia. Pero él no podía parar, y a Gretta le pareció estar viendo abrirse una fisura, una fisura honda, oscura, inexplorable. Y Mónica allí fuera en el recibidor, las flores en la mano, todos listos para marcharse, Aoife agitándose incómoda en su vestido, preguntando qué le pasa a papá.

En la puerta, Michael Francis comentó que tenía que ir al quiosco por un periódico. Pero la verdad era que necesitaba un momento lejos de todos ellos.

Aoife y Mónica se dirigieron juntas a la casa, sin mirarse la una a la otra, y él se alejó deprisa por la calle, casi sin saber adónde iba, pero sintiendo un inmenso alivio al pensar que cada vez dejaba más atrás el número 14 de Gillerton Road.

En el quiosco mira los periódicos, las hileras de chocolatinas, los tarros de caramelos en los estantes. Se le ocurre comprarles alguna chuchería a Hughie y Vita, ya que esa noche volverá a su casa y los verá. Vacila un momento delante de los tarros porque Claire tiene la norma de que sólo se comen chucherías los sábados. ¿Se atreverá él a infringirla?

Al cuerno, piensa, y pide cien gramos de caramelos de limón, los favoritos de Hughie, y unas gominolas para Vita. «Gomilolas», las llamaba de pequeña, y este recuerdo le hace sonreír mientras rebusca unas monedas en el bolsillo.

En la calle se plantea por un momento adónde ir ahora, el periódico bajo el brazo, el peso de las chucherías para sus hijos en los bolsillos. Se mete una gominola azucarada en la boca, un tacto arenoso y áspero en la lengua.

Está frente a la parada de un autobús que lo llevaría a Stoke Newington. Podría esperar a que pasara, subirse, ir a casa, ver a Claire. Pero ¿cómo hacerlo, cuando tiene que volver a Gillerton Road? ¿Y cómo hacerlo, cuando parece que su mujer ni siquiera soporta verlo?

Y allí al lado del quiosco vuelve a sentir el precipicio, la proximidad de un posible final. De nuevo es consciente de la presencia de Gina Mayhew, que pasa a su lado como alguien que tiene mucha prisa.

Habían visto a Joe por la calle cuando iban los tres juntos. Una nueva mujer, un hijo, otra vida. Le pareció la quintaesencia de lo extraño ver a Joe así, pues había formado parte de sus vidas durante mucho tiempo. Cuando todavía eran todos adolescentes, se había pasado años yendo a su casa para recoger a Mónica. Michael Francis, cuando salía, se sentía orgulloso de ver a Joe, que era un par de años mayor que él, con un cigarrillo en la boca y la fiambrera bajo el brazo, porque Joe trabajaba de aprendiz, ya no estaba en el colegio, y lo saludaba con la cabeza y le decía: Qué hay, Michael Francis. Su voz siempre era más londinense, con un acento más marcado que cuando estaba en casa. A Michael Francis le encantaba que hiciera eso, sobre todo si había cerca algún compañero de clase. Conocer a alguien como Joe: no había nada mejor cuando tenías quince años y la tenían tomada contigo en el colegio por sacar buenas notas. Y luego Joe se casó con su hermana. Michael Francis probó por primera vez el alcohol en su boda; Aoife fue dama de honor, la responsable de llevar las flores, aunque hay que admitir que no se le dio muy bien, porque se pasó toda la ceremonia hablando sola y perdió las flores. Joe estuvo con ellos todas las Navidades, comió con ellos todos los domingos. Jugaba a las cartas con Aoife y se burlaba de ella por no decir «por favor», y luego la dejaba ganar. Ayudaba a Gretta a desgranar los guisantes que cultivaba en los parterres: se sentaba en el escalón de la puerta, se ponía un colador en las rodillas y le decía: páseme unos cuantos, señora Riordan. Era inconcebible que se hubiera escapado del entramado de sus vidas, increíble que ahora paseara por la ciudad con otra mujer, con otra familia.

¿Es posible, se pregunta mientras vuelve sobre sus pasos hacia Gillerton Road, que les ocurra lo mismo a Claire y él? ¿Sería posible separarse, desgarrarse, distanciarse, divorciarse? ¿Sería posible irse a vivir... adónde? A cualquier piso. Ver a los niños los fines de semana, volver solo todas las noches, cocinar para una persona, hablar por teléfono con Claire para fijar un sitio, una hora.

Era impensable. Eso no podía suceder.

Y aun así no sabe a qué atenerse. La discusión que mantuvieron parece de las que no tienen marcha atrás.

—Has vuelto —dijo ella con tono sorprendido, como si él estuviera haciendo un crucero alrededor del mundo. Michael Francis volvía a casa después de lidiar con Gretta, después de hablar con la policía, después de localizar a Mónica y Aoife. Volvía para recoger su neceser, porque debería quedarse a dormir con su madre, hacerle compañía hasta que llegaran sus hermanas. Ahora estaba en su casa y era tarde y se había imaginado que podría quedarse un ratito con Claire, tomar con ella una cerveza tal vez, en el sofá, agarrados de la mano. Solían hacerlo al principio de su matrimonio, antes de tener televisor, en el piso de dos habitaciones de Holloway Road, Hughie envuelto en mantillas en la cuna en un rincón y Claire y él allí sentados, juntos, contemplando sus nuevas vidas. Una de las cosas que más le sorprendió de Claire cuando empezaron a vivir juntos fue su quietud, su silencio. Estaba acostumbrado a una casa en la que todos entraban y salían estrepitosamente de las habitaciones, gritaban por la escalera, abrían de golpe las puertas para berrear y quejarse; una casa en la que todos se dejaban caer en las sillas, descargaban las tazas sobre las mesas, utilizaban más palabras de las necesarias. En aquel entonces, irse a vivir con Claire fue como salir de un tren abarrotado de gente, al aire fresco y vivificante de la montaña.

De manera que llegó a su casa queriendo sentir de nuevo aquel contacto, aquel roce, el calor de sus dedos; ¿acaso pedía demasiado? Era tarde y los niños estaban en la cama, y Gretta se había hartado de llorar y él quería sentarse un rato en el sofá con su mujer, como antes. Pero Claire estaba en la cocina, echando especias en una cacerola burbujeante. Llevaba un delantal sobre lo que él reconoció como su mejor vestido, una prenda de estampado de cachemira que a él siempre le había gustado, bien entallada. El carmín oscurecía sus labios y varias pulseras tintineaban en su muñeca mientras removía un guiso del que emanaban densas nubes de ternera y vino y ajo. Por un conmovedor momento pensó que lo hacía por él, que estaba preparando la cena para él, que se había puesto el vestido para él, y el carmín, y las pulseras.

—Qué bien huele —comentó.

Y en cuanto Claire alzó la vista, atravesó su rostro una fugaz expresión consternada, antes de que le diera tiempo a decir «has vuelto».

Habían hablado antes por teléfono, porque Michael Francis quería mantenerla al tanto de los acontecimientos y también porque quería oír su voz, constatar que tenía una vida fuera de la familia en que había nacido, que la familia que él había creado seguía allí, todavía a su alcance. Ella se había mostrado solícita, preocupada por su padre, le había hecho muchas preguntas y escuchado sus respuestas, incluso lo había compadecido: Lo siento mucho, Mike. Hasta había llegado a lamentarse, «tu pobre madre», que no era un sentimiento que expresase muy a menudo.

Pero ahora todo era distinto. Claire no parecía la persona con quien había hablado por teléfono, la persona que le había pedido «llámame si surge algo nuevo», la que había dicho «tu pobre madre». Esta otra persona iba acicalada, la mesa puesta con cubertería de plata y servilletas dobladas, esta otra persona decía cosas como que no sabía que iba a volver esa noche, que lo sentía mucho, ¿y pensaba quedarse? Porque su grupo de estudio iba a reunirse a cenar allí esa noche.

—¿Ahora? —preguntó él, apoyándose de lado contra el marco de la puerta, sabiendo que éste lo sostendría, le ofrecería el apoyo físico que necesitaba—. ¿A estas horas?

Claire se humedeció deprisa los labios, se apartó el pelo de la cara.

—Lo siento mucho, Mike. Es que no se me ocurrió que fueras a volver. De haberlo sabido... Verás, es que todos pensaron que aquí teníamos más sitio, y como les dije que esta noche no ibas a venir...

—Todos pensaron, todos pensaron... ¡Me cago en la puta, ¿eso es todo lo que se te ocurre?! —chilló él de pronto, porque se había pasado horas consolando a su madre mientras lloraba, porque su padre había desaparecido, lo cual era increíble y extremadamente raro. Porque lo único que había querido era sentarse un rato con Claire en su sofá, en su salón, y ahora le decían que era imposible, que en cualquier momento otras personas iban a sentarse allí para hablar de la Primera Guerra Mundial, como en una pesadilla febril en que los alumnos a los que más temía invadieran su casa y se sentaran a la mesa y le dijesen que el colegio se había trasladado allí hasta nueva orden.

—¡Ah, muy bien! —gritó Claire a su vez, y él dio un respingo, porque su mujer nunca gritaba, no le salía de forma natural, no lo llevaba en el ADN—. Tú atácame con ese... ese lenguaje falócrata.

Michael Francis soltó una carcajada que le surgió de lo más hondo.

—¿A quién imitas cuando dices esas cosas? ¿Qué te ha pasado? Ni siquiera entiendo por qué estás haciendo ese curso. Eres una persona inteligente, culta, no...

—¡Sólo en parte!

—¿Qué pretendes decir con eso?

—Lo sabes muy bien.

—No, no lo sé. Dímelo tú.

—Mi licenciatura —repuso ella, al tiempo que se le saltaban unas lágrimas que se enjugó con gesto rabioso—. Nunca terminé la carrera. ¿Y por qué? ¿De quién fue la culpa?

Él estuvo tentado de gritar: ¡Nuestra! ¡De los dos! Estábamos los dos en ello. Pero de pronto se vio a sí mismo desde la perspectiva de los nuevos amigos de Claire, que estaban a punto de llegar: el espantoso y desconsiderado marido de Claire (mira cómo le grita, cómo le dice que no puede invitarnos a su casa). No se vio con fuerzas para discutir de eso, con todos los cubiertos ya puestos en la mesa.

—Claire. —Intentó cogerle la mano, sentía la súbita necesidad de sacudírsela, de hacerla despertar de alguna forma, de recuperarla, de que viera que lo que estaba pasando no debería estar pasando—. Lo siento, no tendría que haber gritado. Es que ha sido un día espantoso y ahora esta... cena. ¿Y los niños qué? ¿No se despertarán con todo el jaleo?

Al oír la palabra «niños», Claire alzó la cara bruscamente hacia él. Claire adoraba a sus hijos, a tal punto que para Michael Francis era constante motivo de asombro. Le impresionaba verla levantarse de la cama a las tres de la madrugada para llevarle a Vita un vaso de agua, o cederle a Hughie todo su almuerzo, si el niño lo quería. Aquel altruismo, el perpetuo sacrificio, el esfuerzo que ponía en hacer un disfraz para la función del colegio, su paciencia, esa santa y angélica paciencia, como cuando a Vita le daba una pataleta porque había que peinarla o porque quería esos calcetines, no éstos, o porque necesitaba que Claire se sentara con ella durante horas y le leyera un cuento tras otro y otro. Era algo que lo maravillaba, y se preguntaba si habría alguna forma de comunicárselo mediante el contacto de la piel.

Pero ella dijo:

—A los niños no va a pasarles nada. Si se despiertan, que se despierten. Es bueno para ellos conocer gente nueva. Es bueno que tengan una madre que se sienta realizada, que se esfuerce por superarse. Ya están demasiado sobreprotegidos, ¿no te parece?

¡¿Sobreprotegidos?!, quiso exclamar él. ¡¿Sobreprotegidos?! Pero es que yo quiero que estén sobreprotegidos. Los quiero seguros, aislados, resguardados, ahora y siempre. Si por él fuera, estarían envueltos en edredones para que jamás pudieran hacerse daño, nunca los dejaría salir de casa, ni siquiera para ir al colegio, para evitar así la más mínima posibilidad de que alguien les dijera cualquier cosa desagradable. Sobreprotegidos era poco, para lo que él hubiera querido.

—Y de todos modos —añadió Claire, apartando la mano—, nunca han sido tu mayor prioridad, ¿no?

Y allí estaba de nuevo Gina Mayhew entre ellos. Claire dejó la cuchara y se frotó el cuello, como si ella también fuera consciente de que Gina había entrado en la cocina, se había sentado a la mesa con las piernas cruzadas y ahora miraba a Michael con la expresión concentrada que él había advertido aquel primer día en la sala de profesores, como absorta en algo que nadie más podía ver o comprender, como si guardase un fascinante secreto que nadie lograría averiguar jamás.

Y Michael Francis estuvo a punto de decir: Pero yo jamás quise que eso pasara. Quería mirar a su mujer y asegurarle: No era mi intención y lo siento mucho. Pero ¿podía asegurar, con la mano en el corazón, que era del todo cierto?

Gretta está en el dormitorio, sacando cosas del altillo de un armario, cuando oye que Mónica sube por la escalera. Sabe, por la cuidadosa vacilación en cada paso, que es Mónica con sus sandalias de tiras. Luego oye a Aoife, que estaba en su habitación y ahora irrumpe en el rellano. Gretta frunce el entrecejo. Esperaba que Aoife estuviera durmiendo la siesta.

—¿A qué te referías —oye que pregunta Aoife— cuando has dicho eso de Joe y de mí?

Una pausa. Gretta se imagina a Mónica esbozando esa interrogante expresión suya con las cejas enarcadas.

—¿El qué?

—Que Joe y yo éramos «amigos íntimos». ¿Qué querías decir?

—Bueno, lo erais, ¿no?

Otra pausa. Gretta quiere bajarse de la banqueta a la que se ha subido y acercarse de puntillas a la puerta, pero tiene miedo de delatarse, de interrumpir lo que quiera que esté pasando en ese rellano. Se queda donde está, totalmente inmóvil, una mano en la sombrerera que contiene, cree, antiguos zapatos de los niños. Había pensado que tal vez a Claire le vendrían bien, para sus dos hijos. A lo mejor hay algo que le quede bien a Hughie. Ese niño tiene unos pies enormes, como su padre.

—Mónica, ¿me estás diciendo que piensas que... pasó algo entre Joe y yo?

—Ah, ¿no pasó nada?

—Joder, Mónica. Por supuesto que no. ¿Por quién me tomas? Estás loca si crees que...

—No me refiero a eso —la corta Mónica—. Me refiero a... —Pero no termina la frase.

—¿A qué? —pregunta Aoife. Toda la vida ha sido una preguntona, desde que nació. Y jamás ha aceptado un no por respuesta. No podría ser más diferente de su hermana, que era más cerrada que una ostra, como su padre.

A continuación, Mónica dice algo en voz tan baja que Gretta no está segura de haber oído bien. Suena a «se lo dijiste».

Aoife no pregunta «¿qué le dije?». No dice nada en absoluto. Gretta se inclina en su banqueta, aparta la mano de la sombrerera para asegurarse. Y el hecho de que Aoife no haya preguntado «¿qué le dije?» hace impacto en Gretta como una piedra en un estanque, porque algo que siempre ha medio sospechado, cobra súbita forma. Como si se hubiera aplicado una lente a una escena borrosa, Gretta lo ve de pronto todo claro. Pasa la mano por la madera del armario, quita una bola de alcanfor del altillo.

—Yo no se lo dije —contesta por fin Aoife con voz trémula—. Claro que no se lo dije. ¿Por qué iba a decírselo?

—Pues alguien se lo dijo.

—Yo no.

Un silencio denso como la bruma entra desde el rellano. A Gretta le da la sensación de que podría tocar su fría forma con la mano.

—Así que por eso te dejó —susurra Aoife—. Porque se enteró. Y tú pensabas que yo...

—Se marchó porque tú se lo dijiste —le espeta Mónica, y Gretta quiere ir hasta su hija, tocarle en el hombro y decirle: No fue ella, no fue tu hermana, créeme, Aoife nunca haría eso.

—Mónica, yo no le dije nada —insiste Aoife—. Te lo juro.

Gretta oye a Mónica dar media vuelta, bajar por la escalera. Oye a Aoife quedarse un momento más en el rellano. Luego la oye entrar en el baño y trastear, beber agua directamente del grifo, por más que Gretta le ha dicho mil veces que utilice un vaso, y luego arrancar un trozo de papel higiénico hablando sola de manera ininteligible. Es curioso que no haya perdido esa costumbre ni siquiera de adulta. A continuación, Aoife vuelve a su habitación y cierra de un portazo. Gretta oye el chirrido del somier cuando su hija se lanza sobre la cama, y ese ruido la hace sonreír sin querer.

Baja por fin de la banqueta. Se sienta en la silla de Robert, la chaqueta de tweed detrás de ella, el cuello almidonado imprimiendo la forma de una N en su espalda. Y siente la súbita necesidad, primero sorda, luego afilada e hiriente, de ver a su marido, de hablar de esto con él, tal vez no con palabras, sino sólo sentándose a su lado para saber que siente lo mismo que ella: un terrible detrimento de la relación entre sus hijas, sus queridas hijas, y no se puede hacer nada.

Permanece allí sintiendo su soledad, la ausencia de Robert, y, con los brazos y los tobillos cruzados, mira los plátanos por la ventana, sus hojas amarillas y arrugadas, inmóviles en aquel aire quieto y denso. Así pues, para apartar de su mente lo espantoso, lo extraño de esa ausencia, se obliga a pensar: Esto es lo que hay. Mónica en la cocina, trasteando con los platos. Aoife en la habitación. Michael Francis por ahí, sin querer asomar la cabeza, sin duda.

Las hojas secas de los árboles están tan quietas, reflexiona, que podrían ser una fotografía.

Aoife nació tres semanas antes de lo previsto. Gretta volvía del supermercado de la esquina con Michael Francis y Mónica cuando rompió aguas. No se dejó amilanar. Estaban a principios de febrero y llevaba puesto un abrigo grueso y medias de lana que absorberían casi todo el líquido.

—Toma —dijo, tendiéndole la bolsa de la compra a Michael Francis, que como siempre iba delante de ella—, llévame esto, ¿quieres?

Él siguió andando, fingiendo no haberla oído.

Mónica apareció a su lado, el pelo impecablemente trenzado, la raya como una línea de tiza partiendo en dos su cabeza.

—Ya la llevo yo, mami.

Gretta le palmeó el hombro.

—No, no te preocupes, pesa mucho para ti.

Mónica la miró y su madre sintió el fulgor de esa mirada como si le quemara la piel. Nunca había podido ocultarle nada a su hija, nada. Era inútil intentarlo. Desde antes de que Mónica aprendiera a hablar, Gretta siempre había sido consciente de que aquella niña lo sabía todo de ella, y viceversa. Se había acostumbrado al inevitable hilo de telégrafo que corría entre las dos: durante todo el día pasaban mensajes por ese cable sin que nadie más se diera cuenta.

—No te preocupes —le repitió.

Pero Mónica le quitó la bolsa de las manos, se adelantó y se la dio a su hermano, diez meses mayor que ella y ya treinta centímetros más alto. Luego volvió con Gretta y le cogió la mano.

—¿Estás bien, mami? —preguntó, pálida de ansiedad.

—Estoy bien, cariño —contestó ella, logrando mantener la voz serena a pesar de la punzada de dolor—. Estoy bien.

Ya en la casa, Mónica le preparó un té (Gretta no dijo que la mera idea de un té, en ese preciso instante, le daba náuseas). Envió a Michael Francis a casa de los vecinos, que tenían teléfono, para que llamaran a su padre (hacía semanas que tenían su número escrito en un cuaderno en la cocina).

Gretta se aferraba al respaldo de una silla porque ahora los dolores eran cada vez más frecuentes, con apenas un respiro entre ellos (nunca había sido tan rápido, ninguna de las ocasiones en que había pasado por aquello), cuando la vecina asomó por la puerta del salón. La mujer tenía cuatro hijos, tres realquilados y un esposo muerto en la guerra, y había vivido en Gillerton Road toda su vida. Gretta y ella se miraron, y Gretta fue consciente, como siempre, de que Mónica captaba esa mirada e intentaba leer aquello que no se decía.

—Ahora vuelvo —fue todo lo que dijo la vecina.

Gretta quería soltar la silla, pero no podía. Tenía los brazos entumecidos, dormidos.

—Ya no queda mucho —quiso decir, y advirtió que se le trababa un poco la lengua—. ¿No tienes ganas de conocer a tu...?

—Papá no estaba —decía ahora Michael Francis, como si hablara desde muy lejos.

—¿Qué?

—Que no estaba. He llamado, pero no estaba.

—¿Y dónde está? —preguntó Mónica.

—No lo sé. Han dicho que no saben dónde está.

—¿Estás seguro...? —Gretta ponía un gran cuidado en cada palabra—. ¿Seguro que no os habéis equivocado de número?

Sus hijos la miraron. Sus hijos. Al otro lado de la sala, sus rostros ovalados a la débil luz de febrero. Gretta no tiene muy claro en qué orden se sucedieron los acontecimientos a partir de entonces. Recuerda a la vecina de vuelta en la habitación, diciendo que la ambulancia estaba en camino, que llegaría en cualquier momento, y recuerda haber contestado que no iba a irse en ninguna ambulancia porque tenía que esperar a su marido. Habían mandado a Michael Francis y Mónica a la casa de al lado, prometiéndoles que comerían pan con mermelada con los hijos de los vecinos. Este niño no va a esperar, le aseguró la vecina, y cogió el jarrón de la chimenea justo a tiempo para que Gretta vomitara en él.

Luego, sin saber cómo, se encontró en el suelo, y la vecina le agarraba la mano y le decía empuje, señora Riordan, y lo único en que Gretta podía pensar era en que la mujer había cubierto la alfombra con sábanas del armario de la ropa blanca y que se había equivocado de sábanas, que había puesto las buenas. Gretta quería decir que tenía sábanas viejas, que estaban en el cobertizo, pero apretaba tanto los dientes que no le salían las palabras. Empuje, insistía la vecina, ya viene, y Gretta quería decirle calla, calla, calla de una vez y dónde está mi maldito marido, pero las contracciones la sacudían, olas de dolor que rompían sobre su cabeza. Y de pronto allí estaban los de la ambulancia, altos y uniformados, y Gretta encontró fuerzas para ponerse en pie y preguntar: ¿Puedo ir ya al hospital?

Pero los hombres —unos muchachos, en realidad— la cogieron del brazo diciendo no, no hay tiempo, no se puede ir a ninguna parte, túmbese, señora.

No puedo, acertó a protestar ella. No puedo, no... Y se calló al ser consciente de que había alguien más en la habitación. Volvió la cabeza y captó un atisbo de unas piernas flacas con calcetines grises hasta la rodilla. Y bramó: ¡Sáquenla de aquí, sáquenla de aquí! Mónica, ordenó, vete a casa de la vecina ahora mismo. Pero Mónica no se movió. ¡Sáquenla de aquí!, chilló, por amor de Dios, que tiene diez años. Pero nadie le hacía caso, todos decían que no había tiempo, que había llegado el momento, que debía empujar y empujar y empujar. Y alguien la llevaba de nuevo al sofá, y por Dios bendito dónde estaba Robert, o Ronan, o como quiera que se llamara, dónde coño está mi marido, se oyó gritar, aunque sabía que Mónica estaba allí. No la veía, pero lo sabía gracias a aquel hilo telegráfico invisible. Y justo en ese último momento, justo antes de que el bebé se deslizara a las manos del enfermero, la vecina pareció recobrar el juicio, agarró a Mónica por los hombros y la sacó de la habitación.

Gretta siempre lo sabía todo de Mónica. Siempre, desde el primer día. Con los otros dos nunca había sido así, sólo con Mónica. Y supo, cuando salió del trance del parto, ya en la ambulancia, a solas excepto por un bebé que berreaba, que, aunque tal vez Mónica no lo había visto todo, había visto mucho, demasiado, y que lo que había visto no lo olvidaría jamás.

Mónica hunde los dedos en la espiral del cable del teléfono, los enrosca una y otra vez en el tenso tirabuzón.

El teléfono de Gloucestershire suena largamente. Está a punto de colgar, pensando que Peter debe de haberse llevado a las niñas por ahí, a nadar a lo mejor, o a casa de alguna amiga, cuando contesta una voz pomposa:

—Diga, aquí Camberden tres ocho tres cuatro.

Mónica se queda tan sorprendida al oír a una de las niñas recitar su propio número con ese desparpajo, que por un momento permanece muda y tiene que hacer un esfuerzo por recobrarse.

—Jessica, cariño, ¿eres tú?

Una pausa. Mónica y la niña se oyen mutuamente respirar.

—¿Jessica? ¿Eres tú? ¿O eres Florence? ¿Florence?

—¿Quién es? —La voz infantil suena clara y altanera.

—Soy Mónica, cariño. ¿Lo estáis pasando bien el fin de semana? ¿Está papá...?

La voz interrumpe:

—¿Quién?

Mónica suelta un trino de risa, intentando desenredarse los dedos del cable del teléfono, pero el más largo, el de al lado del índice (¿cómo se llama?, ¿tiene nombre?), se queda tercamente enganchado.

—Soy yo, Mónica, tu... bueno...