III
Equilibrio oscilante
Una alegría salvaje y desesperada embargaba a Jhary mientras montaba en su caballo amarillo y lanzaba repetidas miradas al cielo. Seguía oscuro, pero tanto el ruido como el hedor habían desaparecido.
—Sólo vos, Jhary, sabéis a qué hemos de enfrentarnos ahora —dijo Katinka van Bak.
Se secó el sudor de la cara con la manga, sin soltar la espada.
Yisselda de Brass se acercó al trote. Tenía una herida larga, pero poco profunda, en el brazo. La sangre ya se había secado.
—Ymryl ha detenido el ataque —anunció—. No sé qué tiene en mente… —Calló al ver el cadáver de Kalan, caído sobre las cenizas—. Así que ha muerto. Bien. Abrigaba la superstición de que sólo podía matarle mi marido, Hawkmoon.
Katinka van Bak casi sonrió.
—Sí, lo sé —dijo.
—¿Tenéis idea de lo que planea Ymryl? —preguntó Yisselda a Katinka van Bak.
—A tenor de lo que nos ha contado Jhary, no necesita grandes estrategias —replicó la mujer, preocupada—. ¡Los demonios han venido en su ayuda!
—Elegís una terminología acorde con vuestros prejuicios —dijo Jhary-a-Conel—. Si yo definiera a Arioch como un ser provisto de poderes físicos y psíquicos muy avanzados, aceptaríais su existencia por completo.
—¡De todas formas, acepto su existencia! —bufó Katinka van Bak—. Le he oído. Le he olido.
—Bien —dijo Ilian en tono conciliador—, debemos continuar nuestra lucha contra Ymryl, aunque esté perdida de antemano. ¿Mantenemos nuestra estrategia defensiva o, por el contrario, atacamos?
—Ya da igual —dijo Jhary-a-Conel—, pero sería más noble morir atacando, ¿no? —sonrió para sí—. A pesar de que he asumido mi destino, la muerte nunca es bienvenida.
Desmontaron y avanzaron entre los árboles. Se movían con sigilo y empuñaban las lanzas flamígeras que habían cogido a los guerreros muertos del Imperio Oscuro.
Jhary, que les guiaba, se detuvo, levantó la mano mientras observaba entre las hojas y arrugó la nariz.
Vieron el campamento de Ymryl. Lo había instalado junto al mismo límite de la ciudad. Vieron a Ymryl y a su cuerno amarillo, que colgaba sobre su pecho desnudo. Sólo llevaba pantalones de seda e iba descalzo. Tenía los brazos cargados de brazaletes de cuero incrustados de joyas y un ancho cinturón de cuero ceñía su cintura. De él colgaban su pesada espada, el puñal de hoja ancha y un arma capaz de disparar diminutos dardos a gran distancia. Su mata desordenada de cabello amarillo caía sobre su cara, y sus dientes desiguales centellearon cuando dirigió una sonrisa nerviosa a su nuevo aliado.
Su aliado medía casi tres metros de alto y dos de ancho. Su piel era oscura y escamosa. Iba desnudo, era hermafrodita y tenía un par de alas correosas dobladas sobre la espalda. Daba la impresión de que le costaba desplazarse. Devoró con avidez los restos de un soldado de Ymryl.
Pero lo peor era su cara. Una cara que cambiaba sin cesar. En un momento dado era repulsiva y bestial, y al siguiente se convertía en la de un hermoso mancebo. Sólo los ojos, henchidos de dolor, no cambiaban. De vez en cuando, sin embargo, pasaba por ellos un destello de inteligencia, pero casi todo el tiempo eran crueles, feroces, primitivos.
La voz de Ymryl tembló, pero su tono era triunfal.
—Me ayudaréis, ¿verdad, lord Arioch? Ése fue el trato que hicimos…
—Sí, el trato —gruñó el demonio—. He hecho tantos. Y tantos se han arrepentido después…
—Yo os sigo siendo leal, mi señor.
—Yo mismo sufro las consecuencias de un ataque. Poderosas fuerzas me asedian en muchos planos, en muchas épocas. Los hombres desestructuran el multiverso. ¡El equilibrio ya no existe! ¡El equilibrio ya no existe! El caos se derrumba y la Ley ya no…
Arioch parecía hablar para sí, no para Ymryl.
—¿Y vuestro poder? —preguntó Ymryl, vacilante—. Aún lo conserváis, ¿no?
—Sí, casi todo. Oh, sí, puedo echaros una mano, Ymryl, hasta cuando sea necesario.
—¿Qué queréis decir, mi señor?
Arioch masticó la carne del último hueso y lo arrojó lejos. Se echó a tierra y dirigió la mirada hacia el centro de la ciudad.
Ilian sintió un escalofrío cuando adoptó un rostro gordo, carnoso, mofletudo, de dientes podridos. Los labios se movieron cuando Arioch murmuró para sí.
—Es una cuestión de perspectiva, Corum… Obedeceremos a nuestros caprichos… —Arioch frunció el ceño—. Ah, Elric, el más adorado de mis esclavos… Todo da vueltas… Todo da vueltas… ¿Qué significa? —Y las facciones se convirtieron en las de un apuesto joven—. Los planos se cruzan, la balanza se inclina, las viejas batallas se perdieron en la noche de los tiempos, las buenas costumbres se pierden. ¿Es verdad que los dioses mueren? ¿Pueden morir los dioses?
A pesar de que detestaba al monstruo, Ilian experimentó una extraña punzada de conmiseración por Arioch cuando escuchó sus palabras.
—¿Cómo atacaremos, gran Arioch? —Ymryl se acercó a su amo sobrenatural—. ¿Nos guiaréis?
—¿Guiaros? Mi trabajo no es guiar mortales a la batalla. ¡Ay! —Arioch lanzó un aullido agónico—. ¡No puedo quedarme aquí!
—¡Debes hacerlo, Arioch! ¡Recuerda nuestro trato!
—Sí, Ymryl, nuestro trato. Te di el cuerno, hermano del cuerno del Destino. Y hay tan pocos leales a los Señores del Caos, tan pocos mundos en que aún sobrevivamos…
—¿No daréis el poder?
El rostro de Arioch adoptó su primitiva forma demoníaca. Arioch gruñó, toda inteligencia desapareció de sus rasgos. Respiró hondo con gran estruendo, su cuerpo cambió de color, aumentó de tamaño, lanzó llamaradas rojas y amarillas, como si un horno rugiera en su interior.
—Reúne fuerzas —susurró Jhary-a-Conel, acercando los labios a los oídos de Ilian—. Debemos atacar ahora. Ahora, Ilian.
Saltó hacia adelante y su lanza flamígera vomitó un chorro de luz rubí. Se abalanzó sobre las filas del poderoso ejército y cuatro guerreros cayeron antes de que nadie advirtiera la presencia de un enemigo entre ellos. Otros guerreros de Ilian cayeron de los árboles y siguieron el ejemplo de Jhary-a-Conel. Katinka van Bak, Yisselda de Brass, Lyfeth de Ghant, Mysenal de Hinn, todos se precipitaron hacia una muerte cierta. Ilian se preguntó por qué se rezagaba.
Vio que Ymryl lanzaba un grito de advertencia a Arioch, vio que Arioch extendía el brazo y tocaba a Ymryl. El cuerpo de Ymryl se iluminó, como si ardiera en el mismo fuego sepultado en el interior de Arioch.
Ymryl chilló, sacó su espada y se lanzó hacia los guerreros de Ilian.
Fue entonces cuando Ilian saltó, interponiéndose entre su gente e Ymryl.
Ymryl estaba poseído. Su forma irradiaba una monstruosa energía como si Arioch hubiera tomado posesión de aquel cuerpo mortal. Incluso los ojos de Ymryl eran los ojos bestiales de Arioch. Rugió. Avanzó hacia Ilian y su gran espada remolineo en el aire.
—Por fin, Ilian. Esta vez morirás. ¡Esta vez sí!
Ilian trató de parar el golpe, pero Ymryl había adquirido tal fuerza que la espada rebotó contra su propio cuerpo. Se tambaleó hacia atrás y esquivó por poco el siguiente mandoble. Ymryl luchaba con ferocidad demencial. Ilian sabía que debía matarla.
Y detrás de Ymryl, Arioch había crecido hasta alcanzar inmensas proporciones. Su cuerpo no paraba de retorcerse y aumentar de tamaño, pero cada vez contenía menos sustancia. El rostro se alteraba constantemente, a cada segundo que pasaba, y la mujer oyó una débil voz:
—¡La balanza! ¡La balanza! ¡Oscila! ¡Se dobla! ¡Se funde! ¡Es la condena de los dioses! Oh, estos seres insignificantes… Estos hombres…
Arioch desapareció y sólo quedó Ymryl, pero poseído por el terrible poder de Arioch.
La lluvia de golpes obligó a Ilian a retroceder. Le dolían los brazos, las piernas y la espalda. Tenía miedo. No quería que Ymryl le matara.
Oyó otro sonido. ¿Era un aullido de triunfo? ¿Significaba que todos sus camaradas ya habían muerto, que los soldados de Ymryl habían acabado con ellos?
¿Era ella la última superviviente de Garathorm?
Cayó al suelo cuando un terrorífico golpe de Ymryl le arrebató la espada de la mano. Otro golpe partió su casco. Ymryl echó atrás el brazo para asestar el mandoble definitivo.