V

Una búsqueda penosa

Hawkmoon tenía todos los miembros doloridos. Su aspecto era lamentable cuando salió, casi tambaleante, al patio, donde Katinka van Bak ya le esperaba, montada en un corcel retozón cuyo cálido aliento se dibujaba en el transparente aire matinal. La montura de Hawkmoon era un animal menos nervioso, famoso por su paciencia y aguante, aunque Hawkmoon no se veía con ánimos de subir a la silla. Tenía el estómago revuelto, la cabeza le daba vueltas y sus piernas flaqueaban, pese a que había dedicado más de una semana al ejercicio y a seguir una buena dieta. Su apariencia había mejorado un poco, y estaba más limpio, aunque ya no era el héroe del Bastón Rúnico que había luchado contra Londra siete años atrás. Sintió escalofríos, porque el invierno se acercaba a la Camarga. Se envolvió en su gruesa capa de piel. La capa estaba forrada de lana y casi daba calor al cerrarla. De tan pesada, estuvo a punto de caer al suelo mientras andaba. No llevaba armas encima pero la espada y la lanza flamígera colgaban de la silla. Además de la capa, vestía un grueso justillo a cuadros de color rojo oscuro, polainas de ante bordadas con complicados dibujos por Yisselda, cuando vivía y botas altas hasta la rodilla de excelente piel reluciente. Sobre la cabeza, un yelmo. No llevaba armadura. Aún no estaba lo bastante fuerte para permitírselo.

No había recobrado la salud por completo, ni física ni mental. Lo que le había impulsado a mejorar su estado no era desagrado hacia su baja forma, sino la insensata creencia de que encontraría viva a Yisselda en las Montañas Búlgaras.

Montó en el caballo con algunas dificultades. Se despidió de los senescales, olvidando que el conde Brass había dejado la responsabilidad de la provincia en sus manos, y siguió a Katinka van Bak a través de las puertas y por las calles desiertas de Aigües Mortes. No había nadie en las calles. Sólo los criados del castillo sabían que se marchaba del castillo de Brass en dirección este, cuando el conde Brass se había encaminado hacia el oeste.

A mediodía, habían dejado atrás los cañaverales, los pantanos y las lagunas, y seguían una blanca carretera que pasaba frente a una de las grandes torres de piedra blanca que señalaban los límites del país cuyo señor protector era el conde Brass.

Cansado de cabalgar, incluso un trayecto tan corto, Hawkmoon empezaba a arrepentirse de su decisión. Le dolían los brazos de agarrarse a la perilla de la silla, tenía agujetas en los muslos y las piernas completamente entumecidas. Por su parte, Katinka van Bak parecía inagotable. Solía detenerse para que Hawkmoon la alcanzara, pero era sorda a sus súplicas de descansar un rato. Hawkmoon se preguntó si aguantaría el viaje, si moriría antes de llegar a las Montañas Búlgaras. A veces, se preguntaba cómo había llegado a simpatizar con esta despiadada mujer.

Un guardián que les vio desde lo alto de una torre les dio el alto. Junto a él se erguía el flamenco que le servía de montura, y su capa escarlata se agitaba al compás de la brisa. Por un momento, Hawkmoon creyó que hombre y animal eran un sólo ser. El guardián alzó su larga lanza flamígera a guisa de saludo cuando reconoció a Hawkmoon. Este logró mover apenas la mano, pero fue incapaz de responder al grito del centinela.

Después, la torre disminuyó en la distancia, cuando se desviaron hacia la Lyonesse. Desde la carretera divisaron las Montañas Suizas, que se creían emponzoñadas aún por las secuelas del Milenio Trágico, y que además eran infranqueables. Por suerte, Katinka van Bak y Hawkmoon tenían conocidos en la Lyonesse, que les proporcionarían provisiones para el resto del viaje.

Aquella noche acamparon en la carretera y, al amanecer, Hawkmoon se convenció de que su muerte era inminente. El dolor del día anterior no era nada comparado con la agonía que experimentaba ahora. Sin embargo, Katinka van Bak continuó sin demostrar piedad, y le exhortó a montar sobre su paciente caballo antes de hacerlo ella. Luego, cogió la brida del corcel y arrastró a bestia y jinete.

Así avanzaron tres días más, casi sin descansar, hasta que Hawkmoon se desmayó y cayó a tierra. Ya le daba igual encontrar o no a Yisselda. Tampoco culpaba o disculpaba a Katinka van Bak por el trato inhumano que le dispensaba. Sus dolores se habían convertido en una agonía permanente. Se movía cuando el caballo se movía. Se paraba cuando el caballo se paraba. Comía lo que Katinka van Bak ponía, a veces, delante de él. Dormía las escasas horas que le dejaban. Y luego se desmayaba.

En una ocasión, se despertó y vio que sus pies oscilaban al otro lado del caballo, y adivinó que Katinka van Bak había proseguido el viaje después de atarle a la silla de su montura.

Fue de esta forma que, unos días después, Dorian Hawkmoon, duque de Colonia, campeón del Bastón Rúnico, héroe de Londra, entró en la antigua ciudad de Lyon, capital de la Lyonesse, su caballo tirado por una anciana cubierta con una armadura polvorienta.

Y la siguiente vez que Dorian Hawkmoon se despertó, yacía en una mullida cama, rodeado de jóvenes doncellas que le sonreían y ofrecían comida. Por un momento, se negó a aceptar su existencia.

Pero eran reales, la comida buena, y el descanso le revivió. Dos días más tarde, el reacio Hawkmoon, mucho más recuperado partió en compañía de Katinka van Bak para continuar la búsqueda del miserable ejército atrincherado en las Montañas Búlgaras.

—Por fin habéis echado carnes —dijo una mañana la mujer, mientras cabalgaban en dirección al sol, que teñía de un verde resplandeciente las suaves colinas del país que atravesaban. Katinka cabalgaba a su lado, pues ya no consideraba necesario tirar de su caballo. Palmeó su hombro—. Y vuestros huesos se han fortalecido. Ninguno de vuestros males era irremediable, como veis.

—No sé si vale la pena someterse a tan crueles sacrificios para sanar —replicó Hawkmoon.

—Algún día me lo agradeceréis.

—No estoy muy seguro, Katinka van Bak, y os los digo con toda sinceridad.

Y entonces, Katinka van Bak, regente de Ukrainia, lanzó una estruendosa carcajada y espoleó a su caballo.

Hawkmoon se vio obligado a admitir que sus dolores casi habían desaparecido y que se sentía mucho mejor dispuesto a resistir un largo viaje a caballo. Su estómago aún se revolvía de vez en cuando y no estaba tan fuerte como antes, pero casi había llegado al punto de poder disfrutar de los olores, sonidos y paisajes que les rodeaban. Le asombraba lo poco que necesitaba dormir Katinka van Bak. Realizaban la mitad del trayecto por las noches, hasta que la mujer permitía que acamparan. Como resultado, llevaban un buen ritmo, pero Hawkmoon padecía un cansancio permanente.

Llegaron a la segunda parte del viaje cuando entraron en los territorios del duque Mikael de Bahzel, pariente lejano de Hawkmoon y a cuyo servicio había luchado Katinka van Bak, durante las disputas del duque con otro de sus parientes, el ya fallecido Pretendiente de Estrasburgo. Cuando el Imperio Oscuro ocupó sus tierras, el duque Mikael fue objeto de las más groseras humillaciones, y nunca se recuperó por completo. Se había convertido en un misántropo y su esposa ejercía casi todas sus funciones en su nombre. Se llamaba Julia de Padova, hija del Traidor de Italia, Enric, que había establecido un pacto con el Imperio Oscuro contra su propio pueblo y, como recompensa, fue asesinado por los Señores de las Bestias. Tal vez por conocer la bajeza de su padre, Julia de Padova gobernaba la provincia con gran justicia. Hawkmoon reparó en la evidente prosperidad del campo. Ganado bien alimentado pacía en una hierba excelente. Las granjas, recién pintadas y de piedra pulida, resplandecían. Los tejados estaban labrados en el estilo recargado tan apreciado por los campesinos de estos parajes.

Sin embargo, cuando llegaron a la capital, Bazhel, fueron recibidos por Julia de Padova con moderada gentileza, y su hospitalidad no fue excesiva, como si se esforzara en olvidar los viejos tiempos en que el Imperio Oscuro había gobernado toda Europa. Por lo tanto, ver a Hawkmoon no la hizo feliz, porque había jugado un papel muy importante en la lucha contra el Imperio y le recordaba el pasado: la humillación de su marido y la traición de su padre.

De ese modo, la pareja no pasó mucho tiempo en Bazhel, sino que siguió hasta Munchenia, donde el viejo príncipe intentó halagarles con regalos y les suplicó que se quedaran más tiempo y le contaran sus aventuras. Aparte de advertirle sobre lo que había ocurrido en Ukrainia (se mostró escéptico), mantuvieron en secreto su misión y se marcharon a regañadientes, provistos de mejores armas y mejores ropas, Si bien Hawkmoon no había querido desprenderse de su gran capa de piel, porque la llegada del invierno era inminente.

Cuando Dorian Hawkmoon y Katinka van Bak llegaron a Linz, ahora una república, las primeras nieves habían caído sobre las calles de la pequeña ciudad de madera, reconstruida después de haber sido arrasada por los ejércitos de Granbretán.

—Hemos de acelerar la marcha —dijo Katinka van Bak a Hawkmoon, mientras tomaban algo en una buena posada situada en la plaza central de la ciudad—. De lo contrario, encontraremos cerrados los pasos de las Montañas Búlgaras y nuestro viaje habrá sido en vano.

—Me pregunto si no habrá sido en vano desde un principio —contestó Hawkmoon, sosteniendo la copa de vino humeante con sus manos enguantadas.

Ya no recordaba en nada al ser que habitaba en el castillo de Brass, si bien sus antiguas amistades le habrían reconocido de inmediato. Sus facciones eran marcadas de nuevo y los músculos abultaban bajo la camisa de seda. Sus ojos eran brillantes, enérgicos, y su piel brillaba, así como su largo cabello rubio.

—¿Aún os preguntáis si encontraréis allí a Yisselda?

—Sí, y también me pregunto si ese ejército es tan fuerte como pensáis. Quizá tuvieron la suerte de su lado cuando aplastaron a vuestras fuerzas.

—¿Qué os hace pensar eso?

—No hemos oído ningún rumor. Ni la menor insinuación de que nadie tenga noticia de este ejército.

—Yo he visto ese ejército. Y era grande, creedme. Es poderoso. Podría conquistar el mundo entero. Es cierto.

Hawkmoon se encogió de hombros.

—Bien, os creo, Katinka van Bak, pero considero extraño que no hayan llegado rumores a nuestros oídos. Cuando hablamos de este ejército, nadie confirma lo que decimos. ¡No me extraña que nos presten tan poca atención!

—Vuestro ingenio se agudiza —aprobó Katinka—, pero como resultado estáis menos predispuesto a creer en lo fantástico. —Sonrió—. Ocurre a menudo, ¿verdad?

—Sí, a menudo.

—¿Queréis dar media vuelta?

Hawkmoon estudió el vino caliente de la copa.

—El viaje hasta casa es largo, pero ahora me siento culpable por haber abandonado mis obligaciones en la Camarga y emprender esta búsqueda.

—No os ocupabais demasiado bien de esas responsabilidades —le recordó ella—. No estabais en condiciones…, ni físicas ni mentales.

Hawkmoon le dedicó una sonrisa sombría.

—Es verdad. Este viaje me ha sentado de maravilla, pero eso no cambia el hecho de que mis principales responsabilidades están en la Camarga.

—En este momento, nos quedan más cerca las Montañas Búlgaras que la Camarga.

—Al principio, vos fuisteis la más reacia a emprender este viaje, pero ahora os mostráis ansiosa por alcanzar vuestro objetivo.

La mujer se encogió de hombros.

—Me gusta terminar lo que empiezo. ¿Es tan raro?

—Yo diría que es típico de vos, Katinka van Bak —suspiró Hawkmoon—. Muy bien. Vayamos a las Montanas Búlgaras, lo más rápido que permitan nuestras monturas, y regresemos a la Camarga en cuanto nuestro objetivo se haya cumplido. Con información y la fuerza de la Camarga encontraremos una forma de derrotar a los que destruyeron vuestro país. Hablaremos con el conde Brass, que ya habrá vuelto para entonces.

—Un plan muy sensato, Hawkmoon. —Katinka van Bak pareció tranquilizarse—. Me voy a la cama.

—Terminaré el vino e imitaré vuestro ejemplo. —Hawkmoon lanzó una carcajada—. Incluso ahora conseguís agotarme.

—Otro mes y la situación sufrirá un vuelco —prometió ella—. Buenas noches, Hawkmoon.

A la mañana siguiente, los cascos de sus caballos hollaron la delgada capa de nieve, aunque continuaban cayendo abundantes copos. Las nubes desaparecieron a la primera hora de la tarde y el cielo quedó despejado. La nieve empezó a fundirse. No había sido una nevada espectacular, pero constituía un anticipo de lo que les esperaba cuando llegaran a las Montañas Búlgaras.

Cabalgaron por un terreno sembrado de colinas que, en otro tiempo, había formado parte del reino de Viena, pero el reino había sido asolado y su población exterminada. La hierba volvía a crecer en la tierra calcinada y muchas ruinas estaban cubiertas de enredaderas. Tiempo después, los viajeros admirarían aquellas hermosas reliquias, pensó Hawkmoon, pero no podía olvidar que eran el resultado de la desmedida ansia de conquistar el mundo que había poseído a Granbretán.

Pasaban frente a los restos de un castillo asentado sobre una elevación, cuando Hawkmoon creyó oír un ruido procedente del lugar.

—¿Habéis oído? —susurró Hawkmoon a Katinka van Bak, que cabalgaba a su lado.

—¿Una voz humana? Sí, la he oído. ¿Distinguisteis las palabras?

Se volvió en su silla y le miró.

Hawkmoon negó con la cabeza.

—No. ¿Vamos a investigar?

—No tenemos tiempo.

Señaló el cielo, que se había nublado de nuevo.

Sin embargo, los dos tiraron de las riendas de sus caballos y contemplaron el castillo.

—¡Buenas tardes!

La voz tenía un acento extraño, pero era alegre.

—Tenía el presentimiento de que pasaríais por aquí, campeón.

Y de las ruinas surgió un joven delgado, tocado con un sombrero de ala ancha, algo ladeado. Llevaba una pluma sujeta a la cinta. Vestía un justillo de terciopelo, bastante sucio, y pantalones azules, también de terciopelo. Calzaba botas de ante. Cargaba a la espalda un pequeño saco. De su cintura colgaba una fina y sencilla espada.

Y Dorian Hawkmoon le reconoció, aterrorizado.

Desenvainó la espada, aunque el extraño no parecía peligroso.

—¿Cómo? ¿Me consideráis un enemigo? —preguntó el joven, sonriente—. Os aseguro que no lo soy.

—¿Le habíais visto antes, Hawkmoon? —saltó Katinka van Bak—. ¿Quién es?

Era la visión que Hawkmoon había tenido en su cama del castillo de Brass, antes de que llegara la mujer soldado.

—No lo sé —dijo Hawkmoon con voz estrangulada—. Esto huele a brujería. Obra del Imperio Oscuro, tal vez. Se parece… Me recuerda a un amigo mío, aunque no tienen nada en común.

—Un viejo amigo, ¿eh? —dijo el desconocido—. Eso soy, campeón. ¿Cómo te llaman en este mundo?

—No os entiendo.

Hawkmoon envainó su espada, a regañadientes.

—Siempre ocurre lo mismo cuando os reconozco. Soy Jhary-a-Conel y no debería estar aquí, pero últimamente tienen lugar muchas desestructuraciones en el multiverso. ¡Fui separado de cuatro reencarnaciones distintas en otros tantos minutos! ¿Cómo os llaman, pues?

—Sigo sin comprender —se empeñó Hawkmoon—. ¿Cómo me llaman? Soy el duque de Colonia. Soy Dorian Hawkmoon.

—Os saludo de nuevo, duque Dorian. Soy vuestro compañero. Ignoro cuánto tiempo permaneceré a vuestro lado. Como ya he dicho, extrañas desestructuraciones…

—Farfulláis tonterías sin cesar, sir Jhary —se impacientó Katinka van Bak—. ¿Cómo habéis llegado a estos parajes?

—Fui transportado contra mi voluntad a esta tierra desolada, señora.

De repente, el saco del joven empezó a saltar y retorcerse, Jhary-a-Conel lo depositó con suavidad en el suelo, lo abrió y sacó un pequeño gato alado blanco y negro. El mismo que Hawkmoon había visto en su visión.

Hawkmoon se estremeció. Si bien el joven era agradable, tenía la terrible sospecha de que la aparición de Conel anunciaba algún acontecimiento desagradable para él. Al igual que no entendía por qué Conel le recordaba a Oladahn, tampoco entendía por qué otras cosas le resultaban familiares. Ecos. Ecos como aquellos que le habían convencido de que Yisselda continuaba con vida…

—¿Conocéis a Yisselda? —probó—. ¿Yisselda de Brass?

Jhary-a-Conel frunció el ceño.

—Creo que no, pero conozco a muchas personas y me olvido de casi todas, del mismo modo que me olvidaré de vos algún día. Es mi sino. El mismo que el vuestro, por supuesto.

—Habláis de mi sino como si supierais más de él que yo.

—Y así es, en este contexto. En otra ocasión, ninguno reconocerá al otro. Campeón, ¿qué os llama ahora?

Como campeón del Bastón Rúnico, Hawkmoon estaba acostumbrado a esta fórmula, aunque muy pocos la utilizaban. El resto de la frase era un misterio para él.

—Nada me llama. He emprendido una búsqueda en compañía de esta dama. Una búsqueda urgente.

—Entonces, no hay tiempo que perder. Un momento.

Jhary-a-Conel corrió colina arriba y entró en el castillo derruido. Un segundo después salió conduciendo un viejo caballo amarillo. Era el rucio más feo que Hawkmoon había visto en su vida.

—Dudo que pudierais mantener nuestro paso con ese jamelgo —dijo Hawkmoon—, aun en el caso de que os hubiéramos dado permiso. Que no es el caso.

—Lo haréis.

Jhary-a-Conel puso el pie en el estribo y se izó sobre la silla. El caballo pareció derrumbarse bajo su peso.

—Al fin y al cabo, nuestro sino es cabalgar juntos.

—A vos, amigo mío, tal vez se os antoje predeterminado —dijo Hawkmoon, malhumorado—, pero yo no comparto dicha creencia.

Pero sí la compartía. Le pareció de lo más natural que Jhary les acompañara. Al mismo tiempo, le desagradaba el convencimiento de Jhary tanto como el suyo.

Hawkmoon miró a Katinka van Bak en busca de consejo. La mujer se encogió de hombros.

—No me importa que otra espada se una a las nuestras —dijo.

Dirigió una mirada de desdén al caballo de Jhary.

—Aunque me parece que muy pronto os quedaréis atrás —añadió.

—Ya lo veremos —respondió Jhary en tono risueño—. ¿Adónde vais?

Las sospechas crecieron en Hawkmoon. De pronto, se le ocurrió que el hombre podía ser un espía del enemigo.

—¿Por qué lo preguntáis?

Jhary se encogió de hombros.

—Por preguntar. He oído rumores sobre ciertos problemas en las montañas al este de aquí. Una banda de salvajes que se dedican a destruirlo todo antes de volver a su guarida.

—Yo también he oído algo similar —admitió Hawkmoon, cauteloso—. ¿Dónde lo habéis oído?

—Me lo dijo un viajero que encontré en la carretera.

Por fin, Hawkmoon tenía una confirmación de lo que Katinka van Bak había contado. Se tranquilizó al saber que no le había mentido.

—Bien —dijo—, vamos en esa dirección. Queremos comprobarlo personalmente.

—Muy cierto —sonrió Katinka van Bak.

Y ahora eran tres los jinetes que se dirigían a las Montañas Búlgaras. Un trío peculiar, a decir verdad. Cabalgaron durante varios días, pero al jamelgo de Jhary no le costó nada mantener el paso de los demás caballos.

Un día, Hawkmoon se volvió hacia su nuevo compañero y preguntó:

—¿Conocíais a un hombre llamado Oladahn? Era muy bajito y estaba cubierto de vello rojizo. Decía ser pariente de los Gigantes de las Montañas Búlgaras, a quienes nadie ha visto, que yo sepa. Un experto arquero.

—He conocido a muchos arqueros expertos, entre ellos a Rackhir el Arquero Rojo, que tal vez sea el más grande de todo el multiverso, pero ninguno llamado Oladahn. ¿Erais buenos amigos?

—Mi mejor amigo durante mucho tiempo.

—Tal vez he llevado ese nombre —dijo Jhary-a-Conel, y frunció el ceño—. He llevado muchos, por supuesto. Me resulta vagamente familiar, al igual que los nombres Corum o Urlik os resultarían familiares a vos.

—¿Urlik? —Hawkmoon palideció—. ¿Qué sabéis de ese nombre?

—Es vuestro nombre. Uno de ellos, al menos. Y Corum también, aunque Corum no era una manifestación humana y tendríais más dificultades en recordarla.

—¡Habláis como si tal cosa de reencarnaciones! ¿Afirmáis que recordáis vidas pasadas con la misma facilidad que yo recuerdo aventuras anteriores?

—Algunas vidas. Todas no, ni mucho menos. Ya está bien así. En otra reencarnación es posible que no recuerde ésta, por ejemplo. De todos modos, he advertido que en esta ocasión mi nombre no ha cambiado. —Jhary lanzó una carcajada—. Mis recuerdos vienen y van, como los nuestros. Eso nos salva.

—Habláis en acertijos, amigo Jhary.

—A menudo me lo decís. —Jhary se encogió de hombros—. Sin embargo, esta aventura me parece un poco diferente, debo admitirlo. Me encuentro en la peculiar situación de ser zarandeado de una dimensión a otra. Desestructuraciones a gran escala, causadas por los experimentos de algún hechicero loco, sin duda. Por no mencionar el interés que demuestran los Señores del Caos cuando se les ofrece una oportunidad así. Supongo que juegan algún papel en todo esto.

—¿Los Señores del Caos? ¿Quiénes son?

—Ah, es algo que debéis descubrir vos mismo, si no lo sabéis. Algunos dicen que moran en el confín del tiempo y que sus intentos de manipular el tiempo a su capricho es el resultado de que su mundo está agonizando, pero es una teoría cogida por los pelos. Otros sugieren que no existen, pero que la imaginación de los hombres los conjuran periódicamente.

—¿Sois un hechicero, maese Jhary? —preguntó Katinka van Bak, retrocediendo hacia ellos.

—Creo que no.

—Un filósofo, como mínimo.

—La experiencia moldea mi filosofía, eso es todo.

Jhary, cansado al parecer de la conversación, se negó a continuar abundando en el tema.

—Mi única experiencia del tipo que insinuabais —dijo Hawkmoon— fue con el Bastón Rúnico. ¿Es posible que esté relacionado con lo que sucede en las Montañas Búlgaras?

—¿El Bastón Rúnico? Tal vez.

Una gran nevada había caído sobre la ciudad de Pesht. Construida de piedra blanca tallada, la ciudad había sobrevivido a los asedios del Imperio Oscuro y su aspecto actual recordaba al que tenía antes de que Granbretán iniciara sus conquistas. La nieve brillaba sobre cada superficie y, como los tres héroes llegaron en una noche de luna llena, daba la impresión de que llamas blancas consumían Pesht.

Se detuvieron ante las puertas pasada la medianoche y les costó bastante despertar al guardia, que les dejó pasar con gran aparato de gruñidos y preguntas sobre sus intenciones. Cabalgaron por anchas y vacías avenidas, en busca del palacio del príncipe Karl de Pesht. En otros tiempos, el príncipe Karl había cortejado a Katinka van Bak y solicitado su mano. Habían sido amantes durante tres años, pero ella nunca aceptó casarse con él. Ahora, estaba casado con una princesa de Zagredia y era feliz. Katinka y él continuaban siendo amigos. El príncipe la había acogido bajo su techo cuando huyó de Ukrainia. Le sorprendería verla.

El príncipe Karl de Pesht se quedó sorprendido. Llegó a su adornado salón con un bata de brocado, los ojos anegados en sueño, pero ver a Katinka van Bak le alegró.

—¡Katinka! ¡Pensaba que ibas a pasar el invierno en la Camarga!

—Ése era mi plan.

La mujer avanzó, cogió al príncipe por los hombros y le besó en ambas mejillas al estilo militar; dio la impresión de que, en lugar de saludar a un antiguo amante, se presentaba como soldado.

—El duque Dorian me convenció de que le acompañara a las Montañas Búlgaras.

—¿Dorian? El duque de Colonia. He oído hablar mucho de vos, joven. Es un honor acogeros bajo mi techo. —El príncipe Karl sonrió mientras estrechaba la mano de Hawkmoon—. ¿Y este caballero?

—Un compañero de camino. Su nombre es un poco raro: Jhary-a-Conel.

Jhary se quitó el sombrero y ejecutó una complicada reverencia.

—Es un honor conocer al príncipe de Pesht —dijo.

El príncipe Karl rió.

—Y un privilegio recibir a un compañero del gran héroe de Londra. Esto es maravilloso. ¿Vais a quedaros mucho tiempo?

—Temo que sólo esta noche —dijo Hawkmoon—. Los asuntos que nos aguardan en las Montañas Búlgaras son urgentes.

—¿Hay algo allí que valga la pena? Hasta los legendarios gigantes de la montaña han muerto, según creo.

—¿No habéis hablado al príncipe de los invasores? —preguntó Hawkmoon, sorprendido, y se volvió hacia Katinka van Bak—. Pensaba…

—No quería alarmarle.

—¡Pero esta ciudad no se encuentra lejos de las Montañas Búlgaras, y corre peligro de ser atacada! —protestó Hawkmoon.

—¿Atacada? ¿Qué ocurre? ¿Un enemigo procedente de las montañas?

La expresión del príncipe Karl cambió.

—Bandidos —dijo Katinka van Bak, lanzando una significativa mirada a Hawkmoon—. Una ciudad del tamaño de Pesht no ha de temer nada. Un país tan bien defendido como el vuestro no se encuentra amenazado.

—Pero…

Hawkmoon se contuvo. Katinka van Bak debía tener buenos motivos para ocultar al príncipe lo que sabía. ¿Cuáles podían ser esas razones? ¿Acaso sospechaba que el príncipe Karl se había confabulado con sus enemigos? En tal caso, tendría que haberle advertido antes. Además, era inconcebible que este amable anciano se aliara con semejante chusma. Había luchado bien y valientemente contra el Imperio Oscuro que le capturó, aunque no había padecido las indignidades que el Imperio Oscuro reservaba a los aristócratas prisioneros.

—Estaréis cansados del viaje —dijo el príncipe Karl con diplomacia. Ya había ordenado a los criados que prepararan habitaciones para los invitados—. Querréis acostaros. El placer de veros de nuevo, Katinka y de conocer a este héroe, me ha impulsado a reteneros más de la cuenta. —Sonrió y rodeó con el brazo la espalda de Hawkmoon—. Quizá podamos charlar un poco durante el desayuno, antes de que partáis.

—Sería un gran placer, sire —dijo Hawkmoon.

Y cuando Hawkmoon se tendió en la enorme cama de una confortable habitación, que un agradable fuego calentaba, contempló las sombras que jugueteaban sobre los bellos tapices que decoraban las paredes y meditó durante unos minutos en los posibles motivos de Katinka van Bak para guardar silencio, antes de sumirse en un sueño profundo, que ninguna pesadilla atormentó.

En el gran trineo cabían hasta doce soldados con armadura y habría podido venderse por una fortuna, pues estaba incrustado de oro, platino, marfil y ébano, amén de piedras preciosas. Sólo un maestro había podido cincelar la madera del armazón. Hawkmoon y Katinka van Bak se resistieron a aceptar el obsequio del príncipe Karl, pero el hombre insistió.

—Es lo más adecuado para este tiempo. Vuestros caballos os seguirán y estarán frescos cuando los necesitéis.

Ocho caballos castrados tiraban del trineo, atados a un arnés de piel negra y plata. Se habían fijado campanas al arnés, aunque estaban bien envueltas para ahogar el ruido.

Nevaba con intensidad y la carretera que conducía a Pesht estaba resbaladiza. Era lógico utilizar el trineo en tales circunstancias. El trineo iba cargado de provisiones y pieles, y contaba con una capota que podía alzarse rápidamente si el tiempo empeoraba. Tenían artefactos antiguos, primos lejanos de las lanzas flamígeras, para preparar la comida, variada y suficiente para alimentar a un pequeño ejercito. El príncipe Karl no había dicho que estaba encantado de recibirles por mera cortesía.

Jhary-a-Conel aceptó sin ambages el trineo. Rió de placer cuando subió y se sentó entre una profusión de pieles carísimas.

—Recordad cuando erais Urlik —dijo a Hawkmoon—. Urlik Skarsol, príncipe del Hielo Austral. ¡Tiraban osos de vuestro carruaje!

—No recuerdo esa experiencia —replicó Hawkmoon—. Me gustaría saber por qué os empeñáis en proseguir esta farsa.

—Bueno, quizá lo entenderéis más tarde —repuso filosóficamente Jhary.

El príncipe Karl de Pesht se despidió de ellos en persona, y agitó la mano desde las impresionantes murallas de la ciudad hasta que se perdieron de vista.

El enorme trineo se desplazaba a gran velocidad y Hawkmoon se preguntó por qué experimentaba una mezcla de júbilo y recelo al viajar a tal velocidad. Una vez más, Jhary había mencionado algo que despertaba un eco en su memoria. Sin embargo, estaba seguro de que nunca había sido ese tal «Urlik»; a lo sumo, habría soñado alguna vez ese nombre.

El ritmo del viaje se mantuvo constante, porque las condiciones climatológicas jugaban a su favor. Los ocho caballos negros parecían incansables, y les acercaban cada vez más a las Montañas Búlgaras.

Pese a todo, una aterradora sensación de familiaridad embargaba a Hawkmoon. La imagen de un carruaje de plata, cuyas cuatro ruedas iban fijadas a esquíes, que atravesaba implacablemente una gran llanura de hielo. Otra imagen, esta vez de un barco…, pero un barco que surcaba otra llanura de hielo. Y no ocurría en los mismos mundos; de eso estaba seguro. Ninguno era este mundo, su mundo. Intentó apartar tales pensamientos de su mente, pero eran persistentes.

Quizá debería plantear sus dudas a Katinka van Bak y a Jhary-a-Conel, pero no se decidía. Pensaba que las respuestas tal vez no le agradarían.

Continuaron el viaje bajo la nieve remolineante, el terreno se hizo bastante empinado y la velocidad disminuyó un poco, aunque no demasiado.

A juzgar por lo que veía del paisaje circundante, no había señales de ataques recientes. Hawkmoon, que sujetaba las riendas de los ocho caballos, expresó su opinión a Katinka van Bak.

Su respuesta fue sucinta.

—No tiene por qué haberlos. Os dije que sólo asolaban el otro lado de las montañas.

—Pues tiene que haber una explicación a eso, y si descubrimos la explicación encontraremos su punto débil.

Por fin, las carreteras se hicieron demasiado empinadas y los cascos de los caballos patinaron en el hielo. La nieve había remitido y estaba anocheciendo. Hawkmoon señaló un prado que se extendía bajo ellos.

—Los caballos pueden pastar allí. La hierba es aceptable. Y hay una cueva donde podrán guarecerse. Es lo máximo que podemos hacer por ellos, me temo.

—Muy bien —dijo Katinka van Bak.

Consiguieron desviar de su camino a los caballos, no sin grandes esfuerzos, y bajaron por el sendero hasta llegar al prado cubierto de nieve. Hawkmoon apartó la nieve con la bota para indicar la hierba que crecía debajo, pero los caballos no necesitaron su ayuda. Estaban acostumbrados a tales avatares y emplearon sus cascos para quitar la nieve. Como casi había anochecido, los tres decidieron pasar la noche en la cueva con los caballos, antes de continuar hacia las montañas.

—El tiempo juega a nuestro favor —indicó Hawkmoon—, porque nuestros enemigos tienen menos posibilidades de vernos.

—Muy cierto —aprobó Katinka van Bak.

—Por otra parte, hemos de ser cautelosos —continuó Hawkmoon—, porque tampoco los veremos hasta que los tengamos encima. ¿Conocéis esta zona, Katinka van Bak?

—Bastante bien.

La mujer estaba encendiendo un fuego en el interior de la caverna, pues los hornillos que les había proporcionado el príncipe para cocinar no servían para calentar la cueva.

—Esto es ideal —comentó Jhary-a-Conel—. No me importaría pasar el resto del invierno aquí. Reemprenderíamos el viaje cuando llegara la primavera.

Katinka le dirigió una mirada de desdén. Jhary sonrió y guardó silencio durante un rato.

Cabalgaban bajo un cielo inexorable. No crecía nada en aquellas montañas, salvo un poco de musgo agostado y algunos raquíticos abedules grises y pardos. Aves de rapiña trazaban círculos entre los picos dentados. Sólo se oía el ruido de su respiración, el repiqueteo de los cascos de los caballos sobre las rocas, su lento avance. El paisaje que se divisaba desde aquellos senderos montañosos era hermosísimo, pero también mortífero, frío, cruel. Muchos viajeros debían morir en aquellos parajes durante el invierno.

Hawkmoon se había puesto un espeso pellejo sobre sus ropas de piel. Aunque sudaba, no quería quitarse ninguna prenda por temor a quedarse congelado. Los demás también iban bien arropados: capuchas, guantes, botas y abrigos. Los senderos descendían en muy pocas ocasiones, pero volvían a ascender en la siguiente revuelta.

El aspecto de las montañas, pese a su belleza mortífera, era apacible. Una inmensa sensación de paz reinaba en los valles, y Hawkmoon apenas podía creer que un ejército de bandidos se ocultara en ellas. Nada indicaba que las montañas hubieran sido invadidas. A veces, tenía la sensación de ser el primer hombre que seguía aquella senda. Aunque la progresión era lenta y fatigosa, no se había sentido tan relajado desde que era niño, cuando su padre gobernaba Colonia. Su única responsabilidad era sencilla: seguir con vida.

Y por fin llegaron a una senda algo más amplia, donde Hawkmoon pudo moverse a sus anchas, tal como deseaba. La senda desembocaba de repente en la entrada de una enorme cueva oscura.

—¿Qué es esto? —preguntó Hawkmoon a Katinka—. Parece un callejón sin salida. ¿Es un túnel?

—Sí —contestó la mujer—. Es un túnel.

—¿Cuánto nos quedará de viaje cuando lleguemos al otro extremo del túnel?

Hawkmoon se apoyó contra la pared rocosa, junto a la entrada del túnel.

—Eso depende —fue la misteriosa contestación de Katinka van Bak, que no añadió nada más.

Hawkmoon estaba demasiado débil para preguntar qué quería decir. Se internó en el túnel, guiando a su caballo por la brida, contento de que la nieve ya no dificultara su paso. Hacía calor en la cueva y olía a primavera. Sólo Hawkmoon se dio cuenta, y los otros dos se preguntaron si algún perfume se había adherido a su enorme capa de piel. El suelo de la caverna era llano y caminaron con mayor facilidad.

—Cuesta creer que este lugar sea obra de la naturaleza —dijo Hawkmoon—. Es una maravilla.

Tras una hora de caminata, sin que se viera el final del túnel, Hawkmoon empezó a ponerse nervioso.

—No puede ser natural —masculló.

Palpó las paredes, pero nada indicaba que hubieran sido creadas por herramientas. Se volvió hacia sus acompañantes y pensó, en la oscuridad, que distinguía expresiones extrañas en sus rostros.

—¿Cuál es vuestra opinión? Ya conocéis este lugar, Katinka van Bak. ¿Es mencionado en las leyendas o en los libros de historia?

—En algunos —admitió la mujer—. Sigue adelante, Hawkmoon. Pronto llegaremos al otro lado.

—¿A dónde conduce?

Se giró en redondo. La antorcha que sujetaba en la mano teñía su rostro de un rojo demoníaco.

—¿Al mismísimo campamento del Imperio Oscuro? ¿Trabajáis los dos para mis viejos enemigos? ¿Se trata de una celada? ¡Ninguno de los dos me habéis dicho la verdad!

—No estamos al servicio de vuestros enemigos —dijo Katinka van Bak—. Seguid, Hawkmoon, os lo ruego, ¿o preferís que vaya yo al frente?

Dio un paso adelante.

Hawkmoon se llevó la mano instintivamente al pomo de la espada, echando hacia atrás su capa de piel.

—No. Confío en vos, Katinka van Bak, aunque olfateo una trampa. ¿Por qué?

—¡Debéis seguir adelante, señor campeón! —dijo en voz baja Jhary-a-Conel, mientras acariciaba el pelaje de su gato blanco y negro, que asomaba la cabeza por su justillo—. Es vuestro deber.

—¿Campeón? ¿Campeón de qué? —La mano de Hawkmoon aún aferraba el pomo de su espada—. ¿De qué?

—Campeón Eterno —respondió Jhary-a-Conel, aún en voz baja—. Soldado del destino…

—¡No!

Aunque las palabras carecían de sentido, su sonido resultó insoportable a Hawkmoon.

—¡No!

Se llevó las manos enguantadas a los oídos.

Y fue en aquel momento cuando sus amigos se precipitaron sobre él.

No estaba tan fuerte como antes de sumirse en la locura. La subida le había agotado. Luchó contra ellos, hasta que el puñal de Katinka van Bak rozó su ojo y oyó que la mujer susurraba en sus oídos:

—Mataros es la mejor forma de lograr nuestros propósitos, Hawkmoon —dijo—, pero lo considero una grosería. Además, no me decido a separaros de este cuerpo, por si deseáis regresar a él. Por lo tanto, sólo os mataré si me ponéis las cosas muy difíciles. ¿Me entendéis?

—Olfateaba la traición —replicó Hawkmoon, sin dejar de debatirse—, cuando pensaba oler a primavera. Olía a traición, en realidad. Traición disfrazada de amistad.

Uno de los dos apagó la antorcha. La oscuridad descendió sobre ellos y Hawkmoon oyó el eco de sus palabras.

—¿Dónde estamos? —Notó que el puñal arañaba su ojo de nuevo—. ¿Qué me vais a hacer?

—Era la única forma —dijo Katinka van Bak—. Era la única manera, campeón.

Era la primera vez que le llamaba así, aunque Jhary había utilizado el término con frecuencia.

—¿Dónde estamos? —repitió—. ¿Dónde?

—Ojalá lo supiera —musitó Katinka van Bak, como entristecida.

A continuación, le golpeó en la nuca con su guantelete. Por un momento, Hawkmoon pensó que no iba a perder la conciencia, pero entonces se dio cuenta de que las rodillas le fallaban.

Después, tuvo la sensación de que su cuerpo se alejaba de él y se perdía en la oscuridad de la cueva.

Y por fin comprendió que el golpe había logrado lo que pretendía.