3

En un cierto momento, el padre de Enzo se levantó.

—Bueno, ahora tengo que marcharme. Volveré mañana por la tarde con los demás. ¿De acuerdo?

También tío Mario se levantó.

—¿Los demás ya saben que aquí no hay luz, ni agua...?

—Lo saben todo —y acto seguido, Giovanni apretó el brazo de su tío, murmurando—: Pero está el lobo y lo cogeremos. Claro que si tú nos ayudases...

—No, no, yo ya soy demasiado viejo. Eso es cosa vuestra.

—Tú lo has visto, ¿verdad? Tú sabes dónde está, ¿no?

Tío Mario hizo una mueca, se encogió de hombros y dio un leve golpe a la mano que le apretaba el brazo, igual que el que le hubiera dado a una mosca. Giovanni apartó la mano, negó con la cabeza y salió de la casa diciendo:

—Entendido. Bueno, Enzo, ayúdame, vamos a meter las cosas.

Había llegado el momento que Enzo esperaba. Ayudando a su padre a descargar del todoterreno las armas y el equipaje, murmuró fervorosamente:

—Papá, por favor, escúchame, no me dejes aquí. Llévame al pueblo, yo aquí no me puedo quedar.

—¿Por qué?

—¡Porque no, papá! De verdad, llévame al pueblo, allá habrá un hotel, cualquier sitio...

—No, no, Enzo.

—¿Qué diferencia hay? ¡No me quiero quedar aquí!

—No puede ser. El tío se ofendería, ya has visto cómo es.

—¡Pues yo no me quiero quedar aquí! Piensa, papá, ¡una noche y casi dos días!

—No, no, no puedo hacer una cosa así.

—¿Y qué nos importa lo que piense el tío? —se quejó Enzo—. ¿Qué hago yo en esta casa?

—Bueno, pocas historias, niño. No compliques las cosas —le cortó su padre.

Llevaron dentro de la casa todo lo que había en el coche: las armas, los sacos de dormir y gran cantidad de comida. Giovanni dijo algo a su tío y se marchó. Las cuatro ruedas del todoterreno levantaron una gran polvareda.

Enzo se sintió completamente abandonado a su suerte.

Se giró hacia la casa. La puerta estaba cerrada y no había rastro de su tío. ¿Qué tenía que hacer? ¿Entrar?

No. Ya tenía suficiente de aquel olor a cebollas y a cosas viejas y mugrientas. Se volvió a mirar a su alrededor.

El bosque comenzaba muy cerca de las pocas casas de Fonterossa. Cubría cada ángulo de la montaña, desde el límite lejano y lleno de sol, hasta el fondo que no se distinguía y en el cual ya se espesaba la húmeda sombra del atardecer. Montañas por todas partes, todas escarpadas y llenas de árboles. Aquí y allá, entre el intenso verdor, destacaba el gris claro de algunas rocas. Más allá de los montes, más montes. Un escenario igual y salvaje. Ni una señal de la presencia del hombre. Salían de aquellas montañas un gran silencio y una profunda melancolía. Al desánimo de Enzo se añadió una hasta ahora nunca sentida inquietud. ¿Aún quedaban lugares como aquél? Su casa estaba a menos de tres horas en coche, y parecía que se encontraba lejísimos; la autopista, con su constante movimiento de coches, estaba muy cerca, a pocos kilómetros, y parecía casi otro mundo. ¿Qué hacía allí? ¿Cómo iba a pasar las horas que tenía por delante?

¿Cuántas eran? Intentó calcularlas y no lo logró. Sabía solamente que serían las horas más largas de su vida. Tenía ganas de llorar y rebelarse pero, naturalmente, no podía llorar. ¿Y contra quién iba a rebelarse?

¿Qué podía hacer entonces?

El sol se iba despacio hacia occidente, el aire era ligero y perfumado, olía a flores y también a algo amargo. De vez en cuando soplaba un golpe de aire y la hierba nacida entre las casas se movía un poco. Aquél era un lugar para los muertos.

—¡Eh, tú!

Se sobresaltó ante aquella llamada y se volvió; su tío Mario venía andando hacia él, con paso lento, y decía:

—Yo me voy, puedes venir o... —señaló la casa con el dedo y pasó por su lado.

«No le importa nada lo que yo quiera hacer... —pensó el muchacho con desdén—. Que me quede aquí o que vaya con él, no le importa nada...»

Respondió con sequedad:

—No, voy con usted.

Al oír estas palabras, su tío se paró de golpe. Se volvió, miró al chico y dijo:

—¿Tienes otros zapatos? No sé, ¿botas o algo así?

—Sí.

—Muy bien, pues póntelas. Te espero.

—Pero éstos son comodísimos...

—Te espero —repitió su tío, volviéndose para mirar al bosque.

«Entonces, ¡vete solo!», tuvo el impulso de responder Enzo, pero no lo hizo. Entró en la casa y sacó de la bolsa las botas que se había traído. Se las calzó, atándoselas con rabia; se dio cuenta de que tenía las manos sudadas y todavía se enfadó más. ¡Qué idea! ¡A ver dónde pensaba ir aquel viejo! Bueno, al fin y al cabo, era mejor irse fuera que estar dentro de aquella casa maloliente. Cuando estuvo listo, miró la hora. Eran solamente las cinco, ¡qué horror!

Su tío echó una ojeada a sus zapatos, hizo señal de que sí con la cabeza, y empezó a andar. Enzo le siguió sin decir nada. Recorrieron un camino lleno de cascotes rodeados de malas hierbas y pasaron junto a una casa derruida, en cuyo piso superior se distinguía aún lo que quedaba de un dormitorio, con una pequeña cómoda y algún cuadro colgado de las paredes azules. Había ladrillos esparcidos por todas partes. Cosas así Enzo las había visto en la televisión, cuando informaban de la guerra de este o aquel país.

Se dirigieron hacia el bosque, tras pasar una zona de prados y casi sin árboles. Empezó a oírse rumor de agua, clara y cantarina; después encontraron la fuente. El agua salía de un tubo de hierro, caía sobre una piedra horadada, saltaba y corría perdiéndose en la hierba. Su tío se paró.

—¿Quieres beber? —preguntó, añadiendo seguidamente—: Es buena, es fresca.

Enzo contestó:

—No tengo sed, de verdad.

Tío Mario se puso a caminar de nuevo hacia el bosque, siguiendo un sendero.

«Ya veremos dónde me lleva», pensó Enzo. Continuaron un rato bajo grandes ramas cargadas de hojas. El silencio era aún más profundo; el perfume, más intenso. El camino subía. Silencio absoluto; el tío no se volvió ni una vez. Al cabo de un cuarto de hora, Enzo notó que sus piernas protestaban, pero no dijo nada. Moriría antes de pedirle a aquel viejo que se parara.

Su tío se detuvo un poco más allá de un árbol gigantesco cuyas ramas bajaban hasta tocar el suelo; golpeó la tierra con los pies y, señalando con el dedo índice, dijo:

—Mira, ¿te gustan?

«Si me gusta ¿qué?», habría querido decir Enzo, pero se calló. ¿Qué era lo que tenía que gustarle? Él no quería nada. Su tío comprendió, dibujó en los labios una especie de sonrisa y explicó:

—Mira aquí, son fresas. Este año han venido antes, ¿te gustan?

Las vio, rojas y pequeñas entre la hierba. Encogiéndose de hombros, respondió:

—No, no mucho.

No se agachó a recogerlas, contrariamente a lo que hizo su tío, que se puso algunas en la boca y, luego, tendió su mano abierta para ofrecerle unas cuantas al muchacho sin decir nada. Ante aquella mano vieja, callosa y morena, Enzo tuvo un vago sentimiento de desagrado. Apenas miró las fresas y murmuró:

—No, de verdad.

—Anda, como éstas en la ciudad no las comerás. Seguro.

«Sí, ya —hubiera querido responder—, con la diferencia de que en la ciudad las venden diez veces más grandes».

Cogió reacio una fresa, se la puso en la boca y se la tragó como si fuera una pastilla, pero a pesar de eso notó un perfume dulcísimo que le llenó la boca.

Su tío, que había empezado a caminar de nuevo, murmuró levantando la cabeza:

—Aquel árbol de allí tendrá unos trescientos años, ¿lo sabes?

«¿Y a mí qué me importa?», pensó Enzo. Pero dijo:

—Ah...

—¿Ves que tiene el tronco como marcado de arriba abajo? Fue un rayo. Hace cien años. Un rayo —repitió su tío— de cien años atrás.

—Cien años... —recalcó Enzo por decir algo, y miró su reloj. Las cinco y media. No había manera de que pasara el tiempo.

Las seis. El tío Mario se había parado un par de veces, inclinándose a examinar el terreno.

—Mira, jabalíes, ¿ves? —le había dicho a Enzo, y después—: Zorros, mira las huellas... —y oliendo el aire, añadió—: ¿Notas el olor, notas lo fuerte que es? —pero Enzo no veía nada ni notaba ningún olor.

Ahora caminaban sobre un tapete de hojas secas entre las que sobresalía la hierba. Su tío se paró delante de un espeso matorral, lentamente apartó las ramas y murmuró:

—Mira.

Enzo vio una especie de lío de hojas secas y le interrogó con la mirada. Como si tuviera miedo de despertar a alguien, su tío dijo en voz baja:

—Mira —Enzo vio algo redondo y colorado entre aquellas hojas: pequeños huevos.

Tío Mario le explicó, dejando que las ramas lo taparan de nuevo:

—Es un huevo de cuco.

—Ah...

—El cuco no hace nido, va a los nidos de los demás y allí mete sus huevos.

—Ah...

—¿Has oído alguna vez cantar al cuco?

—No.

Las seis y media. Habían subido todavía más. Se empezaba a ver una gran luz entre los árboles, cada vez más escasos. Su tío dio algunos pasos, se paró y dijo solemnemente:

—Aquí lo tienes.

Enzo se puso a su lado y vio un valle allá abajo. Estaban al borde de una pendiente verde y escarpada, que bajaba hasta perderse en el bosque que había debajo: frente a ellos, hasta donde alcanzaba la vista, cimas y cumbres iguales y solemnes, como si todo el resto del mundo fuera montaña. La indiferencia que Enzo sentía, y que se había impuesto sentir, se rompió levemente.

«Éste es un espectáculo —pensó— que nadie ha visto; y que yo no imaginaba que iba a ver alguna vez».

Del fondo del valle llegaba hasta ellos como un murmullo continuo y suave, ante el cual el muchacho tuvo un ligero desconcierto. Preguntó:

—¿Qué es?

Respondió su tío:

—El torrente.

No hablaron más. Su tío se sentó e hizo señal a Enzo de que hiciera lo mismo. La hierba era suave. Enzo notó en las piernas un dolor, que se transformó casi enseguida en una sensación agradable, grata. Respiró a pleno pulmón y pensó: «¡Ah, si estuviera aquí Melania!».

«¿Por qué iba a estar aquí? —se preguntó asombrado—. Bueno —se respondió—, este espectáculo me gustaría más si ella estuviera aquí... ¿Por qué?»

No quiso buscar respuesta. Empezaba a estar cansado. Quizá había llegado el momento de pedir a su tío que volvieran a casa; era fea y maloliente, sí, pero...

—Ellos hablan del lobo —murmuró de repente su tío—. Cuando aquí había gente, había ovejas y cabras; entonces sí, estaba bien cazar al lobo. Pero ahora, ¿a quién molesta? ¡Matar un lobo! —se volvió hacia Enzo—. ¿Por qué?

El muchacho apretó los labios, como para decir que él no sabía nada. Su tío miró de nuevo hacia el valle.

—... Y una vez lo hayan matado... —no continuó.

Pasaron unos minutos.

Enzo miraba de reojo a su tío, que movía lentamente los labios, diciéndose quién sabe qué. El sol se iba escondiendo despacio, ya era hora de empezar el camino de vuelta, ¿no? El muchacho se dio ánimos, se lo diría. Empezó:

—Tío...

Casi se asustó al oír su propia voz y no habló más, sorprendido y quizá preocupado.

Su tío no le oyó. Estaba tenso, escuchando y mirando hacia abajo, hacia el valle. Enzo sintió una especie de escalofrío. ¿Qué pasaba? ¿Por qué estaba inmóvil, por qué estaba como petrificado y parecía no respirar? ¿Pasaba algo, había algún peligro? Se dio coraje y repitió con voz más bien baja:

—¿Qué pasa, tío?

El viejo levantó brusco la mano imponiéndole silencio y siguió mirando hacia el valle. Enzo miró también en aquella dirección y, entonces, vio que desde el fondo se levantaban blancos vapores, como velos, que, fluctuando, subían lentamente. Preguntó:

—¿Qué es eso, tío?

Tío Mario se volvió con los ojos atónitos y tan abiertos que a Enzo le entró miedo y tragó saliva. Debía pasar algo para que su tío tuviera aquella expresión, aquella mirada...

—Tío...

La vieja boca se entreabrió. El tío, mirando a Enzo, susurró:

—La niebla a las cumbres... —esperó algo y, luego, repitió—: La niebla a las cumbres... —parecía buscar una respuesta que no llegaba. Entonces, Enzo dijo:

—¿La niebla a las altas cumbres?

Se acordaba de aquella poesía; la había aprendido de memoria en cuarto. ¿Pero a qué venía ahora?

Se hizo una luz en los ojos de tío Mario, que murmuró:

—¿Qué viene después?

Sin pensarlo, Enzo siguió:

—... lloviznando sube, y, abajo, el viento mistral ruge y pone crestas blancas en la mar... Pero —siguió como asustado— en las calles del pueblo, en las cubas fermenta el vino...

Calló desconcertado. Su tío tenía lágrimas en los ojos.