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Cuando caía la tarde en Casa Serena, cuando las criadas retiraban los platos de las mesas y pasaban la fregona, los huéspedes, los viejos, hombres y mujeres, se iban todos a la sala de la televisión, se sentaban en las sillas bien alineadas, y con las manos sobre las rodillas se quedaban atentos a la pantalla. De vez en cuando, uno se reía. Muchos no entendían nada. Alguno se dormía y tenían que despertarlo para que no se cayera de la silla...
... Mario pensaba en su casa de Fonterossa. La había dejado tal cual, con los platos y la sopera encima de la mesa de la cocina. Apenas tuvo tiempo de hacer la maleta. Giovanni, su sobrino, el hijo de su hermano, vino puntual a buscarlo. Aparcó el todoterreno frente a la casa, entró y dijo en voz alta:
—¿Permiso? Tío, ¿puedo pasar? —le dio un fuerte abrazo y añadió—: ¿Cuánto hace que no te veo, tío?
—Son ya casi tres años, ¿verdad? —murmuró Mario.
—¡Tres años! ¡Demasiado, demasiado! Pero qué quieres, tío, el trabajo es el trabajo y hay muy poco tiempo libre. Sin embargo, ahora que vas a Vallunga, mira, no pasarán quince días sin que nos veamos... Me refiero a mí y también a Luisa y Enzo. Tú no los conoces, ni a mi mujer ni a mi hijo, pero...
—Sí, sí —protestó Mario—. Mira, tengo vuestra fotografía ahí —y señaló una fotografía enmarcada y colgada de la pared.
Una mirada y Giovanni dijo, moviendo la cabeza:
—¡Oh, si vieses a Enzo ahora! Ya no es ningún niño... Bueno, tío —preguntó enseguida—, ¿estás preparado?
—Oye, Giovanni...
—¿Estás a punto? Porque ciertas cosas cuanto antes se hacen, mejor. Lo lamento. Mira, comprendo lo que sientes, tío. Es como sacarse una muela: una vez pasado el mal trago, pasa el dolor. Yo te llevo la maleta. Vamos.
No se movió. Entonces, Giovanni fue a su lado y le puso la mano en el hombro.
—Tío —murmuró procurando que su tono fuera suave—, si te pido que vengas con nosotros es porque te queremos bien. Ahora tienes derecho a reposar. A tu edad se debe descansar.
—Si es por eso, descanso incluso demasiado. No hago casi nada; un poco de trabajo en el huerto...
—Aquí no puedes quedarte. Si te pasa algo, si por desgracia te rompes una pierna, ¿qué haces? No hay ni teléfono, ¿qué haces?
—¿Y por qué no voy a estar bien? ¿Por qué voy a romperme una pierna? No me la he roto nunca en mi vida, ¿por qué...?
—Bueno, tío —Giovanni alzó la voz—. Aquí tú no te estás más, ¿está claro? Ahora, coge tus cosas y ven conmigo, ¿de acuerdo?
Mario no tuvo más fuerzas para contestar. No quiso dar más problemas. Cogió la maleta, cerró la puerta con llave, colgó la llave de un clavo de la pared y subió al automóvil del sobrino, sin decir ni una palabra y sin mirar ni a derecha ni a izquierda.
Así fue. Tal vez le gustara aquel sitio en Vallunga. ¿Por qué no?
No. No le gustaba. La primera noche no pudo cerrar ojo. Desde su cama —ah, por cierto, limpia, todo en orden, con las sábanas recién lavadas y una bonita mesilla de noche— estuvo escuchando las respiraciones, los golpes de tos y los lamentos de tres viejos que dormían en la misma habitación. Desde los tiempos de la guerra que no dormía con otra gente, pero se dijo: «Valor, Mario, es como entonces...».
... Sí, pero en aquellos tiempos tenía veinte años y dormir con otros no le molestaba. Intentó abstraerse de los ruidos y escuchar la noche... No. No era como allá arriba, en Fonterossa. No se oía el viento en los bosques, el reclamo del búho, el rumor de la lluvia o aquel gran silencio. Aquí solamente se oía el sonido de los camiones y de los coches que pasaban continuamente. A la mañana siguiente bajó a desayunar al comedor, café con leche y bizcochos: muy buenos, sí. Pero, ¿y después?
Después, nada. ¿Leer los periódicos? Él no los leía nunca. ¿Ver la televisión? No entendía lo que decían, no le interesaba. ¿Salir al jardín? Eso sí: pero cuando lo hubo recorrido diez veces, ¿qué hacer?
Un compañero algo más joven que él le dijo: «Dentro de poco nos dejarán salir y podremos ir al pueblo: al bar, a jugar a las cartas...». Pero él no tenía costumbre de ir al bar y no le gustaba jugar a las cartas. Contestó: «Id vosotros, yo seguramente iré más tarde». Y el otro le respondió: «Pero ¿qué dices? Aquí no se puede salir solo, es necesario ser por lo menos tres para que te dejen ir al pueblo». No preguntó el porqué, lo entendía perfectamente, era un sistema que se aplicaba ya en el ejército: si eran tres, uno vigilaba a los otros. Esperó a que su sobrino fuera a verle con su mujer y su hijo, pero fue una espera vana. Seis, siete días de espera, de noches larguísimas, de pasos cada vez más cansados por el jardín. Después, se decidió y estudió la cosa.
Lo estudió a fondo, con todo detalle. Cautamente, durante la comida hizo algunas preguntas, así, sin llamar la atención, como hablando por casualidad. Alguno, le habían dicho, lo había probado, pero no hubo nada que hacer.
—El último fue uno de Génova, un hombre tranquilo, gordo a más no poder, y que bebía, ¡cómo bebía! Bueno, pues un día estaba en el bar con sus compañeros, era día de salida, y les dijo: «Esperadme aquí, que tengo que ir al lavabo, vuelvo enseguida». Los otros esperaron un poco y, como no le vieron volver, se preocuparon, fueron a llamar a la puerta del lavabo y nadie contestó. Entonces llamaron al dueño. En el lavabo no había nadie. Pensaron: «Ha vuelto a la casa, quizá no se encontraba bien». Volvieron también ellos. Pero el genovés no estaba. ¿Y qué hizo el director? Subió al automóvil y se fue, primero a la estación de autobuses y después a la del tren: el genovés estaba allí esperando el tren. Y lo trajeron aquí de nuevo.
—Pero si se quería marchar...
—Sí, ya, no llamaron a los carabineros, pero el director le convenció. Ya ha convencido a cinco o seis.
Eso contaron a Mario. En cuanto al genovés, pobre hombre, al cabo de un mes murió.
Mario reflexionó largamente sobre aquella historia. Después tomó una decisión. Sí. Intentaría no cometer errores: pero fuera como fuera, había tomado una decisión.
Pasaron once días. Llovía. Aún estaba en la cama, y con el ruido de la lluvia sintió que el cuerpo se le llenaba de alegría. Lluvia, un poco de frío, poca gente por la calle, se está bien en casa cuando llueve. Se levantó, dejó pasar las horas, esperó con paciencia el momento de salir, y se fue con dos compañeros al bar. Jugó durante una hora, quizá dos. Seguía lloviendo bastante. Dijo que se iba al mostrador a comprarse un bocadillo. Lo compró realmente y se lo metió en el bolsillo. Cogió el paraguas y salió a la calle. Nadie se fijó en él.
Tomó el camino adecuado y se marchó.
Pasado un rato, sus compañeros preguntarían por él y ocurriría lo de siempre: el director, seguro de poder convencerle para que se quedara, se iría corriendo, primero a la estación de autobuses y después a la del tren. Pero no lo encontraría.
Nunca podría imaginarse que él se había ido a pie.
Tres días tardó en regresar. Aquella misma noche, cuando estuvo ya bastante lejos de Vallunga, buscó un lugar para dormir y lo encontró en una torre ferroviaria abandonada. A la mañana siguiente. cogió el primer autobús que pasó y siguió adelante hasta ver sus lejanas montañas. Reemprendió el camino a pie, durmió en un pajar, anduvo casi todo el día siguiente, sin parar más que para comer algo en una pequeña tasca. Estaba contento y feliz, pero tenía un poco de miedo. Sin embargo, a cada paso que daba, el miedo iba desapareciendo y su alegría le provocaba ganas de reír y le daba fuerzas para seguir adelante. Ochenta y cuatro años. ¡Se la había jugado a los de Casa Serena! Andando por el camino que subía hacia el pueblo y su valle, notó que sus piernas se volvían rígidas y pesadas. Ya no llovía, pero tenía mucho frío... Intentó recordar los tiempos de soldado para poder continuar: adelante, cabeza alta, mirada fiera, un-dos, un-dos, así se marcha, ¡adelante, a cantar! Marchó con la cabeza alta. No cantó porque no tenía ni ganas ni fuerzas para hacerlo. Se esforzó en no pensar en nada...
Y a una tercera parte del camino, cuando la cabeza ya empezaba a pesarle demasiado y las piernas comenzaban a ceder y a doblarse, se le aproximó una furgoneta.
—¡Oh, Mario! —le dijo el conductor, un joven del pueblo—. ¿Qué haces aquí? —y sin esperar respuesta, abrió la puerta—: Venga sube, te llevo. Sube.
Una hora después, ya disfrutaba del gran silencio de Fonterossa. Descolgó la llave de la pared y abrió la puerta. Cuando entró en su casa, le pareció que la veía por primera vez. Temblaba de frío y fatiga, tenía hambre, tenía sed; sentía como si tuviera una piedra en el corazón y, al mismo tiempo, una inmensa alegría. Susurró:
—¿Pero qué haces, Mario? ¿Ahora te vas a poner a llorar?
Ochenta y cuatro años. Pero se puso a llorar como un niño.
Los dos días siguientes fueron los peores de su vida. En primer lugar porque aún le parecía imposible estar en su casa, y después porque tenía un miedo loco de que llegaran los carabineros. Cerró la puerta con llave y echó la cadena, cosa que no había hecho nunca. Cerró hasta las ventanas. Pasó aquellos dos días con ansia, sin hacer nada, espiando por las rendijas, sin preocuparse ni de comer. Seguía lloviendo y él todavía llevaba el mismo traje mojado con el que había llegado al asilo y con el que había huido después.
Al tercer día oyó el ruido del motor de un automóvil. Mario sintió que el corazón le saltaba en el pecho. Era el alcalde, era Giovanni, eran los carabineros, eran los de Casa Serena que venían a buscarlo: tenía que escapar, esconderse en el bosque, desaparecer...
—¡Mario! ¡Mario Calvi, caramba! ¡Soy yo! ¡Sé que estás ahí, abre la puerta! ¡Soy yo, el alcalde, y te digo que abras, cabeza dura!
Por tres veces el alcalde dijo más o menos las mismas palabras y, al final, Mario se asomó a la ventana.
—Yo a Vallunga —murmuró— no vuelvo. No vuelvo más.
El alcalde hizo un gesto con los brazos.
—Bueno, estate tranquilo, no vuelves más. Ha llegado tu sobrino, dice que está de acuerdo. No ha subido hasta aquí porque se ha enfadado, y tiene razón. Dice que no debías haberle gastado una broma así de pesada y que ya vendrá otro día.
Mario gimió, pero no dijo nada. El alcalde siguió:
—Yo te vengo a decir que esta noche cortamos el agua y la luz. Has querido hacer tu voluntad, y ahora ya te las arreglarás, querido. El ayuntamiento no tiene el dinero de los Arnaboldi. ¡Que te vaya bien!