53

El tiempo pasaba y Kieran no regresaba.

En varias ocasiones, Angela mandó a Iolanda para ver si continuaba donde los Sinclair, y así era. Estaba desesperada por no poder aparecer por allí y saber de qué estaban hablando.

De madrugada, oyó a unos hombres que pasaban cerca de su tienda, hablando sobre la muerte de James O’Hara.

Al escucharlos se puso alerta. ¿Cómo se habían enterado?

Nerviosa por que Edwina no se enterara por otro que no fuera su hijo, decidió ir a buscarlo. Con paso seguro, se encaminó hacia donde estaba Kieran y suspiró aliviada al verlo venir hacia ella. Eso le evitaría tener que entrar en la tienda de los Sinclair.

Él la miró con gesto ceñudo y, cogiéndola del brazo, siseó:

—¿Se puede saber qué haces caminando sola de noche por el campamento?

Ella se soltó de su brazo y dijo:

—He oído a unos hombres hablar sobre la muerte de James.

Kieran asintió y Angela, al ver que no se sorprendía, lo miró y Kieran explicó:

—Se lo he dicho a mi madre.

—¿Se lo has dicho?

—Sí. Como has visto, la noticia se extiende rápidamente.

—¿Cómo se lo ha tomado Edwina?

Kieran se tocó el pelo y, bajando la vista, susurró:

—Se ha disgustado, pero por raro que parezca, está bien. Dice que ya lo intuía. Que, como madre, ya se lo imaginaba y se había hecho a la idea.

Angela asintió y Kieran continuó:

—Susan y su madre me han arropado para darle la noticia y…

—Yo creía que se lo diríamos tú y yo. Nunca pensé que Susan Sinclair sería quien te ayudaría en ese momento.

Con una fría mirada, Kieran asintió y replicó:

—Aprende a comportarte y, cuando lo hagas, quizá entonces cuente contigo para ciertas cosas.

Y dicho esto, prosiguió su camino, pero Angela no lo siguió.

Desolada llegó a su tienda, se sentó en el camastro y, llevándose las manos a la cara, lloró. ¿Por qué, por qué Kieran tenía que ser así con ella?

A la mañana siguiente, tras una noche en la que extrañamente pudo dormir, cuando Angela se despertó y salió fuera de la tienda, no se sorprendió al ver que Kieran no estaba. Patrick, que estaba hablando con Iolanda, al verla aparecer la informó:

—Mi señor se ha ido con los hombres a cazar.

Ella asintió y, convencida de que era mejor no moverse del campamento, se dirigió hacia el guerrero que preparaba la comida a su clan. Éste, al verla, le entregó un trozo de asado y Angela le sonrió, dándole las gracias.

Comía plácidamente, sentada debajo de un árbol, cuando vio a la madre de Kieran pasear. Se la veía seria y, sin dudarlo, se levantó para ir a darle el pésame.

—Señora —la llamó.

Edwina se volvió y, al verla, la saludó con tranquilidad.

—Buenos días, señora —contestó ella y, tras un tenso silencio, dijo—: Quería darle el pésame por la muerte de su hijo James. Es muy triste perder a un ser querido.

La mujer asintió y, con una apenada sonrisa, respondió:

—Gracias, Angela.

Ésta se dio la vuelta para regresar, pero incapaz de no decir nada más, se volvió de nuevo y, al ver que la mujer la seguía mirando, añadió acercándose:

—Comprendo el dolor que siente ante esta triste noticia, pero aunque llore a James, debe continuar viviendo, por usted y por Kieran. Su hijo la quiere mucho, la adora, y lo que más temía era el sufrimiento de usted cuando lo supiera y que enfermara de tristeza. Por ello, le pido que, por favor, por favor… por favor, se cuide y no permita que la desidia entre en su vida, como le pasó a mi padre ante la muerte de mi madre y mis hermanos y que continúe viviendo para que Kieran siga siendo feliz.

Conmovida por esas palabras, Edwina sonrió y, asintiendo, dijo:

—He llorado tanto por mi hijo James, que ahora ya no tengo lágrimas. James siempre fue más revoltoso que Kieran, y aunque su padre lo castigaba por sus travesuras, yo siempre se las disculpaba. Kieran nunca se quejó. Siempre observaba, sonreía y callaba. Cuando ambos crecieron, James tomó un mal camino y se alejó de mí. Me olvidó. Y Kieran, aunque nunca dijo nada, nunca se lo perdonó y siempre estuvo junto a mí.

»Amo a mis dos hijos, pero ahora he de pensar en Kieran. Él nunca me ha abandonado y se merece tener la madre que siempre ha querido, cuidado y respetado. Gracias por tu preocupación y por tus palabras, Angela.

Con una sonrisa, ésta asintió y, dándose la vuelta, regresó a su tienda sin percatarse de cómo Edwina la miraba y sonreía levemente.

El resto de la mañana pasó sin pena ni gloria. Cuando Kieran regresó, la saludó al pasar por su lado, pero la frialdad que vio en él la martirizó. Poco después, una vez se aseó, se acercó a ella y le informó que irían a comer con los Sinclair.

—¿Por qué me haces esto, Kieran?

Sin querer entenderla, él la miró y respondió:

—Son nuestros vecinos en Kildrummy. Debes comenzar a tratar con ellos, y lo primero que harás será pedirle disculpas a Susan delante de todos y…

—¿Te has vuelto loco?

—No, Angela.

—¿Pretendes avergonzarme entonces?

Al escucharla, sonrió con frialdad y musitó:

—Te recuerdo que ayer me avergonzaste tú a mí.

Ella no contestó. Se mordió la lengua, segura de que Susan tenía que ver algo en aquello.

—Angela, soy juicioso y pienso en mi gente y en mi clan —continuó él—. Las relaciones con los Sinclair siempre han sido buenas y quiero que sigan siéndolo, ¿lo entiendes? —No entenderlo sería de idiotas y, tras ella asentir, Kieran la instó—: Cuando lleguemos, discúlpate por las acusaciones de ayer y tengamos la fiesta en paz.

Ella no se movió y él, mirándola, le ordenó:

—Vamos, acompáñame.

Sin poder negarse, Angela lo acompañó cabizbaja. Aquello a Kieran le dolió, pero Aldo Sinclair los había invitado a comer y no pudo decirle que no. Al llegar a la tienda de los Sinclair, éstos estaban sentados a una bonita mesa, junto a su madre Edwina. Aldo, al verlos llegar, se levantó y los invitó rápidamente:

—Sentaos y comed.

Pero cuando fueron a hacerlo, Susan se levantó y, enrabietada, siseó ante todos:

—Si ella se sienta a esta mesa, yo me voy.

—Susan, ¡basta ya! —la reconvino su padre.

—No pienso compartir mesa con una mujer que me acusa de algo tan terrible como haber hecho que atacaran a Kieran. ¡A Kieran nada menos! —replicó ella.

Ante aquella reacción, Angela vio su oportunidad de alejarse de allí cuanto antes y, sin moverse de su sitio, dijo:

—Te pido disculpas, Susan, no debí acusarte ayer delante de todo el mundo.

Augusta, sentada junto a Edwina, contestó con voz molesta, tras mirar a su hija:

—Aceptamos tus disculpas, pero procura refrenar tus acusaciones y tu lengua de aquí en adelante.

Edwina miró a su hijo y, al ver el gesto serio de éste, afirmó, mirando a la joven:

—Tu gesto te honra, Angela.

Ella asintió. Pensó en marcharse de allí inmediatamente y casi hizo ademán de hacerlo, pero se refrenó. Debía comportarse ante ellos y, volviéndose hacia Kieran, lo miró y preguntó con voz pausada:

—¿Te importa si regreso a la tienda? No tengo apetito.

Él, mirándola con intensidad, lo pensó un momento. Sin duda, era mentira que no tuviese apetito, pero entendía que no quisiera seguir allí. Odiaba lo que acababa de hacerle, pero aquel tipo de disculpas eran necesarias para las buenas relaciones con sus vecinos. Por ello, con delicadeza, se inclinó, la besó en los labios con dulzura y dijo:

—Ve y descansa.

Sin mirar atrás, Angela echó a andar hacia su tienda. Una vez llegó, se metió dentro y no salió en todo el día. No deseaba ver a nadie.