Cerbère

La carta de la embajada alemana debió de llegar cuando llevábamos menos de un año en la casa nueva. Me fijé en el matasellos y tenía fecha de varios meses atrás, y la dirección que ponía en el sobre era la antigua, la de aquella corrala del barrio de las Ventas en la que yo había nacido justo cuando estalló la guerra, y donde vi por última vez a mi padre, justo el día antes de que los nacionales entraran en Madrid, aunque yo era demasiado pequeña para que me quede ningún recuerdo. La carta había estado mucho tiempo yendo de un sitio a otro, y el cartero que me la dio me dijo que le había costado mucho encontrarnos, porque entonces en el barrio todo era nuevo y muchas calles aún no tenían nombre, y a veces ni siquiera había calles, nada más que descampados que se volvían barrizales en cuanto llovía un poco. Ahora vas al barrio y parece mentira, todo tan ordenado, tan acabado, y los árboles tan altos, como si los hubieran plantado hace mucho más tiempo, pero entonces, cuando nosotros llegamos, los árboles eran tan raros como las farolas, y los primeros bloques de viviendas estaban muy lejos los unos de los otros, separados por terraplenes y solares vacíos, y el campo estaba a un paso. Había trigales y huertas y pasaban rebaños de ovejas, y al fondo se veía Madrid, que me parecía ahora más bonito que nunca, con aquellos edificios altos y blancos, como una capital extranjera de las que salían en el cine. La gente decía, burlándose, os habéis ido a vivir a las afueras, pero a mí eso no me importaba, hasta lo prefería, me gustaba asomarme a la terraza de mi piso nuevo y ver Madrid a lo lejos, y llegar a Madrid en la Vespa nueva de mi marido, abrazándome a su cintura, como si viajara a otra ciudad. Por primera vez teníamos habitaciones ventiladas y cuarto de baño, y agua fría y caliente, y en cuanto me quedé embarazada mi marido trajo a casa una lavadora, y al poco tiempo se sacó el carnet de conducir, que a mí entonces me parecía casi más que si hubiera sacado una carrera. Una mañana escuché una bocina, me asomé a la terraza y delante de la casa había un coche nuevo, un Dauphine azul claro, y era mi marido el que lo conducía. Había pagado la entrada y ya se lo habían dado, igual que nos dieron el piso y la lavadora nada más pagar la entrada, y a mí esa palabra, la entrada, me daba miedo y también me gustaba mucho, y todavía me parece una palabra muy bonita si me paro a pensarlo, porque la sensación que teníamos era de estar entrando en una vida nueva, igual que habíamos entrado en el piso nuevo y olía a yeso fresco, y cuando entré en el coche por primera vez también olía a algo parecido, a una cosa nueva y limpia, y nosotros veníamos de donde todo olía a viejo, las casas, los tranvías, la ropa, los pasillos, los retretes en los rellanos, los armarios, los cajones de las cómodas, a viejo y a sucio, a usado, a rancio. Todo había sido tan difícil, durante tantos años, todo tan escaso, y de pronto parecía que bastaba desear una cosa para tenerla, porque te la entregaban con sólo dar la entrada, igual que nos habían entregado las llaves del piso aunque faltaban más de veinte años para que termináramos de pagarlo. En nuestro patio de vecindad en las Ventas, cerca de la plaza de toros, todo era siempre estrecho, y pequeño, y siempre había gente cerca, las vecinas de la puerta de al lado que te escuchaban aunque no hablaras alto y que con cualquier pretexto se metían a fisgar en tu casa, algunas con muy mala idea, así que cuando yo entré por primera vez en mi piso nuevo de Moratalaz me pareció inmenso, sobre todo cuando abrí la ventana del salón que daba a toda la anchura del campo, y al fondo Madrid, como en una película panorámica y a todo color. Todo nuevo, mi cocina que no tenía que compartir con nadie, mi lavadero que no apestaba a cañería ni a mugre de otros, mi cuarto de baño, con los azulejos blancos, con los sanitarios tan blancos que resplandecía la luz fluorescente en ellos, una luz tan buena, tan clara, no la de aquellas bombillas tísicas con las que nos alumbrábamos cuando yo era niña. Mi madre se quejaba, porque toda su vida la había pasado en Ventas y no lograba acostumbrarse a no estar cerca de sus vecinas y de sus tiendas de siempre, y en el barrio nuevo se perdía nada más salir, y decía que estaba como una inválida, a expensas de quien quisiera traerla y llevarla, porque entonces ni el metro ni el autobús llegaban todavía al barrio, si ni siquiera estaba en los planos de Madrid. A mi madre no quise enseñarle la carta. Como era tan desconfiada, salió enseguida de su cuarto para preguntar quién había llamado, y cuando le dije, tonta de mí, que había sido el cartero, quiso saber quién nos había escrito, pero yo le dije que había sido una equivocación y me encerré en mi dormitorio para abrir a solas la carta. Me palpitaba el corazón, de miedo, porque entonces el hambre ya se nos había quitado, pero el miedo nos duraba todavía, el miedo a todo, a que nos cayera otra vez la desgracia, a que se llevaran de nuevo a mi madre, como cuando se la llevaban después de la guerra y tardaba días en volver y mi abuela iba por las comisarías y las cárceles de mujeres preguntando por ella. Mi padre se lo había dicho, si no te vienes conmigo lo vas a pasar tan mal que mejor te ahorcas o te tiras por el balcón, pero ella no quiso moverse, no quiso irse de España, aunque sabía perfectamente lo que le esperaba, no por haber hecho algo, porque a ella no le importaba nada la política y ni siquiera sabía leer ni escribir, sino tan sólo por estar casada con él. Yo tenía tres años cuando acabó la guerra, cuando mi padre se presentó una madrugada en la corrala de Ventas para llevarnos con él, y no me acuerdo de nada, pero me imagino la escena perfectamente, conociendo a mi madre, con lo cabezona que era, que se quedaba muy seria sentada en un rincón y bajaba la cabeza y no había quien la moviera, me imagino a mi padre hablando y hablando y diciéndole que teníamos que irnos todos a Rusia, queriendo convencerla, prometiéndole cosas, argumentándole igual que en sus reuniones políticas, en las que parece que se salía siempre con la suya, por eso había llegado tan alto. Era un pico de oro, me contaba mi abuela, pero a la única a la que no convencía era a su mujer, a la que no pudo llevar nunca a ninguna manifestación, que no se interesó nunca por sus mítines y sus políticas, y que no se creía nada de lo que él le prometía, ni lo admiraba por los puestos cada vez más altos que iba teniendo durante la guerra ni por las estrellas que traía en la gorra y en la bocamanga. Él se marchaba, se iba por la mañana y podía volver esa noche o al cabo de una semana o de un mes, volvía de la cárcel o del frente, disfrazado para que la policía no lo encontrara o vestido con uniforme militar, y ella no le preguntaba dónde había estado y escuchaba callando sus explicaciones, que se creía o no, y que seguramente no entendía. Eso sí, le tenía siempre la casa limpia y el puchero en el fuego, y algunas veces hasta le curó las heridas que trajo o le preparó a deshoras tazones de caldo o de café caliente para aliviarle el hambre que traía, y cuando se le acababa el poco dinero que él le había dado se echaba a la calle a buscarse la vida, a fregar suelos o a vender agua en la plaza de toros con un botijo de barro y un vasito de estaño, y si hacía falta iba a la parroquia a pedir ropa para nosotros, aunque eso sí que se lo ocultaba a mi padre, que no podía permitir que los curas le ayudaran. La última vez que yo lo vi debió de ser esa noche en que vino a buscarnos, medio escondiéndose ya, porque si la guerra no había terminado estaba a punto de terminar, y le dijo a mi madre que había un coche en marcha esperando en la puerta, que nos iba a llevar esa misma noche no sé si a Valencia, donde tomaríamos un barco, o a un aeródromo, y que enseguida llegaríamos a Rusia, y que allí no tendríamos ya hambre nunca más y disfrutaríamos de todas las comodidades. Yo no sé cuántas cosas le diría, cuánto tiempo estaría hablándole, y mientras tanto el coche con el chofer en la puerta, y las tropas de Franco a punto de entrar en Madrid, y mi madre como si oyera llover, que me la imagino perfectamente, negando con la cabeza, mirando al suelo, que no y que no, que él podía hacer lo que le diera la gana, como había hecho siempre, pero que a ella y a sus hijos no se los llevaba, y menos a Rusia, tan lejos, que irse a lo mejor era fácil, pero desde tan lejos a ver quién volvía. Y él dando vueltas por la habitación, no tengo ningún recuerdo de él pero me parece que lo veo, alto, muy guapo, con el uniforme, como en una de esas fotos que me dieron en la embajada, y que luego mi madre rompió en pedazos muy chicos y quemó en un montón con todos los papeles, las cartas y los dibujos, los documentos, con lo que a mi me gustaría tener ahora alguna foto, algún recuerdo de mi padre. Pues yo me lavo las manos de lo que te pase, y de lo que les pase a los niños, le diría, y ella saltaría como una fiera, como si no te las hubieras lavado siempre, con tus políticas y tus aventuras y tus revoluciones, que si hubiera sido por ti ahora tus hijos estarían pidiendo por la calle. O estarían en Rusia, bien alimentados y bien cuidados, sin haber pasado las penalidades que han tenido que pasar aquí por culpa de tu encabezonamiento, porque ya otra vez, cuando yo tenía dos años, mi padre había querido que mis hermanos mayores se fueran en una de aquellas expediciones de niños españoles que iban a Rusia, y mi madre también se había negado. Me contó mi madre que yo estaba durmiendo en la habitación de al lado y que me desperté con las voces y salí llorando, y que al ver a mi padre al principio no lo conocí, y me refugié en las faldas de ella cuando él quiso abrazarme. Pero había otra mujer en la habitación, te lo cuento y es como si me acordara, de tan claro como lo veo, una mujer alta, morena, recia, guapa, vestida de negro, como si llevara luto, que había sido vecina nuestra y que tenía una hija que algunas veces me había cuidado y había jugado conmigo, una hija todavía más guapa que ella y también un hijo mocetón que ya llevaban dos o tres años en Rusia. La mujer me cogió en brazos, me sentó en sus rodillas, me contaba mi madre, y le decía a ella, por favor, aunque no sea por ti, al menos hazlo por esta criatura, que no tiene culpa de nada. También me contó mi madre que esa mujer me acunaba para que me durmiera y me cantaba una nana en voz baja mientras mi padre seguía dando vueltas por la habitación y discutiendo con mi madre, y mientras se oían lejos los cañones, pero ya muy espaciados, porque la guerra estaba en las últimas horas, y todo estaba ya perdido. Y sabes quién era esa mujer, me decía mi madre, bajando la voz, cuando me contaba las cosas de aquella noche, era la Pasionaria, que andaba en las mismas políticas que tu padre, y me contaba que sus hijos ya hablaban ruso y se encontraban estupendamente en la Unión Soviética, como nos encontraríamos nosotros si nos marchábamos esa noche. Mi madre no decía nada, bajaba la cabeza y se quedaba mirando el suelo, y mi padre perdía los nervios, hablarte a ti es como querer hablarle a una pared. Tú serás responsable de lo que pase, le gritaba, y volvía a decirle que él se lavaba las manos, mejor te tiras a un pozo, porque ésos van a entrar ya mismo y no van a tener compasión. Y fue verdad, porque a mi madre le raparon la cabeza y le dieron palizas terribles, nada más que por ser la mujer de un rojo destacado, y a mis tíos, sus hermanos, los metieron a todos en la cárcel, y fusilaron a dos de ellos. Por las noches se oían desde nuestra casa las descargas de los fusiles en el cementerio del Este, y en cuanto paraban los tiros mi madre y mi abuela se echaban los mantones a la cabeza y se iban con otras mujeres a buscar entre los cadáveres a ver si encontraban el de alguien de nuestra familia. De eso ya sí me acuerdo, porque era un poco mayor, de las dos mujeres con los mantones negros sobre la cabeza, yéndose por la calle, y de no dormirme hasta que volvían, cuando ya había salido el sol, y lo que no vi parece que también lo recuerdo, que las veo a las dos a la luz del amanecer moviéndose muy despacio entre los muertos, volviendo a alguno que había caído boca abajo para verle la cara. Mi madre nos llevó al pueblo, creyendo que allí comeríamos mejor y se fijarían menos en ella, pero nada más llegar la detuvieron y le raparon la cabeza, y la castigaron a fregar y barrer todas las madrugadas el suelo de la iglesia durante dos años, y pasó tanto frío fregando arrodillada sobre aquellas losas que el resto de su vida estuvo enferma de los huesos.

No hay límite a las historias insospechadas que se pueden escuchar con sólo permanecer un poco atento, a las novelas que se descubren de golpe en la vida de cualquiera. Ha llegado la señora hacia las seis de la tarde, a la hora antigua de las visitas, y ha traído con ella un aire indefinido de visita de otro tiempo, de formalidad afectuosa, visible en el cuidado que ha puesto en arreglarse y también en el paquete de dulces que ha debido de comprar en una pastelería como las de su juventud. Es una mujer de sesenta y tantos años, con una presencia de clase media acomodada, aunque no opulenta, con un rastro de vitalidad popular que se manifiesta sobre todo en la viveza de su mirada y en la desenvoltura de sus muestras de cariño. Ya no vive en su barrio de siempre, donde se fue a vivir al casarse y donde crecieron sus hijos, sino en otro más lejano, casi una urbanización de las afueras, y aunque se advierte que la adversidad no la vence fácilmente también se ve que hubiera preferido no mudarse, y que el cambio de domicilio se ha agregado a un cierto número de claudicaciones melancólicas, de ajustes amargos sobrevenidos en los últimos años, la jubilación y la vejez de su marido, la merma de sus ganancias, que en otro tiempo fueron muy considerables y les permitieron disfrutar buenos coches, colegios caros para los hijos, viajes al extranjero. Pero es fuerte, se le ve enseguida, es una mujer grande y sólida, de mirada franca, de manos enérgicas, de disposición animosa hacia el mundo, hacia las novedades que aún le ofrece la vida, a diferencia de su marido, dice, que se apagó al jubilarse, que no supo adaptarse al declive de los buenos tiempos, y que a ella la saca de quicio, porque parece que quisiera envolverla en su propio apocamiento, que le gustaría tenerla siempre a su lado en el piso pequeño de ahora y en la misma actitud de pesadumbre en la que se ha instalado él, pesadumbre y desengaño, desconfianza hacia el mundo, desgana no ya de viajar, sino hasta de pisar la calle, nostalgia de las cosas perdidas, el dinero y los años, la prosperidad que parecía que fuera a durar siempre y que se le fue de las manos, sin darse mucha cuenta, sin que en realidad ocurriera ningún desastre grave: las cosas simplemente se gastan, cambian los tiempos y los buenos negocios se van apagando poco a poco, y de pronto uno es un jubilado y tiene que vivir de una pensión, y sus ahorros se han encogido casi del mismo modo que su presencia física, el dinero se ha ido igual que se ha ido el tiempo de la vida, y no se sabe adónde.

Allí se ha quedado, dice ella, sentado en el sofá, eso sí, con su termo de café, que se lo he dejado listo para la hora de la merienda, y cuando le he dicho adónde iba se ha animado un poco y yo creo que casi ha estado a punto de venir conmigo, pero le ha vencido la pereza, con el frío que hace ya por las tardes cualquiera se fía de salir a la calle, me dice, ni que tuviera ochenta años, y ya se ha quejado también de lo lejos que vivimos y de lo que tardan en llegar los autobuses, no como antes, que en quince minutos te ponías en el centro. Siempre está hablando de antes, acordándose de antes, pero yo es que ya lo dejo con la palabra en la boca, ahí te quedas, y me vuelve a preguntar que adónde voy, como asustado de que sea muy lejos y vaya a tardar mucho. Y ya estará preocupado, mirando el reloj, dando vueltas por la casa, con su batín y sus zapatillas, que pareces un enfermo, le digo, pero le da igual, ni siquiera se enfada, hasta el carácter lo ha perdido, con tanto como tuvo.

Mira el reloj, su reloj pequeño de oro, coquetería de otros tiempos, igual que las pulseras, que el anillo con una piedra preciosa en su mano que ya no es joven pero que todavía conserva una fortaleza de trabajo físico. Tendría que irme, dice, o que llamarlo por teléfono, porque ya estará nervioso, pero también me da rabia vivir tan pendiente de él, que si me quedo en casa me asfixio, y si salgo no disfruto, qué castigo de hombre. Además no puedo desahogarme quejándome de él, porque jamás me ha dado motivo, en cuarenta años de matrimonio, ha sido siempre tan bueno que casi me da rabia, tan bueno que si me enfado o me impaciento con él enseguida me siento culpable.

Pero no quiere irse, se la ve que disfruta de la ocasión de la visita, con una mezcla de efusión de cariño y modesta satisfacción social, y aunque se ve que no tiene mucha costumbre de tomar té da muestras de paladear con gusto cada sorbo, y se esmera en sostener bien la taza y en celebrar todo lo que descubre a su alrededor, lo que aprecian sus ojos claros y radiantes, acostumbrados a juzgar el precio y las calidades de las cosas, la porcelana del servicio de té, el tejido de las cortinas, las rosas rojas en el centro de la mesa. Quizás compara esta casa con la suya, pero si es así lo hace sin resentimiento, más bien con un impulso de celebración. Igual que hay personas opacas a lo que les rodea, presencias como agujeros negros que absorben cualquier luz que tengan cerca y la apagan sin beneficiarse de ella, hay otras que reflejan en sí mismas cualquier claridad próxima, irradiándola como si fuera suya. Ay hija mía, cómo le gustaría esta casa a tu madre, si pudiera verla, si no se te hubiera muerto cuando era tan joven. Esta mujer de sesenta y tantos años que vivió tiempos mejores se recrea en la juventud que tiene cerca, en el espacio de la casa mucho más grande que la suya, en la porcelana y en las rosas que ella ahora no podría pagar, y si mira un cuadro que la desconcierta y que ella no habría colgado en su casa o prueba un té japonés que le resulta raro y amargo, el aliciente de la curiosidad es más poderoso que el instinto natural de rechazo. Apenas fue a la escuela de niña, pero había como una mujer sensata y cultivada, y si pasó en los años sesenta una juventud de encierro doméstico al servicio del marido y los hijos posee la gallardía y el aplomo de quien podría desenvolverse a solas en la vida. Lee libros, le gusta mucho el cine, pasó años asistiendo a la escuela nocturna. Me acuerdo de tu madre, la rabia que le daba que estuviéramos tan sujetas a nuestros maridos, el empeño que ponía en que tu hermana y tú estudiarais. Era muy lista, y se daba cuenta de que los tiempos iban a cambiar, y por eso sentía aún más pena al comprender que iba a morirse, y que ya no os vería a tu hermana y a ti hechas dos mujeres adultas, independientes, no atadas como nosotras, como habíamos vivido siempre ella y yo.

Toma con precaución unos sorbos de té, prueba las pastas que ella misma ha traído, no sin remordimiento, porque teme engordar, conversa jovialmente sobre películas o sobre chismes sociales, mira el reloj y dice que ya va siendo hora de irse, tantas cosas como tendréis que hacer vosotros y yo quitándoos una tarde entera, y además su marido ya estará muy nervioso, tan impaciente que no será capaz ni de quedarse quieto en el sofá, no porque esté preocupado por mí, dice ella riéndose, sino por miedo a que no llegue a tiempo de hacerle la cena, y él tiene que estar cenando a las nueve en punto, ni un minuto antes ni un minuto después, dice que es por su estómago, porque cualquier irregularidad le empeora la úlcera. Esa manía de la puntualidad la ha tenido siempre. Mi madre me decía, cuando lo conoció, hija mía, ni que lo hubieses escogido a propósito, a tu padre le pasaba exactamente lo mismo, le gobernaban la vida las campanadas del reloj. A mi padre yo lo vi por última vez cuando tenía tres años. Algunas veces creo que me acuerdo de él, pero de lo que me acuerdo es de una foto en la que me tiene en brazos.

Entonces, al nombrar casi por casualidad al padre, ocurre algo, una ligera modificación en la mirada, que se vuelve hacia adentro, al mismo tiempo que la sonrisa desaparece un instante. Bastará una pregunta casual para que la señora no parezca del todo la misma y para que el presente retroceda en la sala de estar donde sin embargo no ha cambiado nada, tal vez sólo el tono de las voces, la disposición de quien escucha, la calidad nueva del silencio, como un papel en blanco sobre el que se irán imprimiendo las palabras, que originan sin premeditación la copiosa novela de una vida común, saltando en pocos minutos de una época a otra, de una corrala cerca del cementerio del Este en el Madrid cruel de la primera posguerra a una barriada recién construida de los años sesenta, atravesando la guerra civil y las peripecias de un hombre que desaparece una noche para subir a un automóvil que le ha esperado en marcha y ya no vuelve nunca, del que se sabe que ha estado en Rusia, que después viajó clandestinamente a Francia, que luchó en la Resistencia contra los alemanes y fue detenido por ellos y encerrado en un campo de prisioneros desde el que enviaba cartas muy breves y dibujos a sus hijos, porque tenía un talento muy grande para el dibujo: pero se escapó del campo, volvió a unirse a la Resistencia, volvieron a atraparlo y una vez más se escapó, y ya parecía que su rastro se había perdido para siempre: un día, más de veinte años después del final de la guerra en Europa, su hija que no lo recordaba recibe una notificación de la embajada alemana. Le da miedo abrir la carta, con su membrete oficial, porque las cartas oficiales, desde que era niña, sólo le han anunciado desgracias, y también teme enseñársela a su marido, que nunca ha querido saber nada de política, y hace muy bien, que trabaja con una energía sin descanso para pagar las letras del piso y las del coche y la lavadora, para llevarla a ella y a sus hijos pequeños a la playa en las vacaciones de verano, para inscribirlos en el mejor colegio de pago en cuanto estén en edad. No quiere saber nada de historias viejas, no le ha hecho preguntas sobre ese padre que desapareció hace tantos años, pero también es verdad que se enamoró de ella sin que le importara que viviese en una corrala tan pobre ni que fuera hija y sobrina de rojos.

Si hubiera estado tu madre seguro que le habría hablado a ella de la carta, pero vosotros aún no habíais llegado al barrio, y aunque yo tenía ya amistad con algunas vecinas no me habría gustado que supieran el pasado de mi familia, no porque me avergonzara de él, cuidado, sino por precaución, porque ya te digo que entonces todavía nos duraba el miedo. Tu madre, tan distinguida, tan joven, me acuerdo siempre así de ella, no como era al final, aunque ni siquiera con la enfermedad perdió aquella elegancia que tenía, sino mucho antes, las primeras veces que la vi, cuando llegasteis al barrio, tú tan pequeña que aún te llevaban en brazos o en el cochecito. Me acuerdo de cuando llegasteis: me asomé a la terraza al escuchar el ruido de un motor y vi el coche negro y grande que tenía entonces tu padre, el mil quinientos, y al veros salir de él me dio mucha alegría, porque erais tantos, y el bloque y el barrio estaban muy despoblados aún. Empezaron a salir niños del coche, y bultos del maletero, y luego salió tu madre con un vestido claro y se quedó parada en la acera, quizás un poco mareada del viaje, y no me dio la impresión de que le gustara mucho lo que veía, los descampados con zanjas y grúas y Madrid tan lejos, las calles tan anchas, los árboles tan poco vistosos como las farolas. Te tomó en brazos, miró hacia arriba, hacia donde yo estaba, y yo enseguida la saludé, y me dio mucha alegría que fuera tan guapa y tan joven, y que hubiera venido a mudarse al piso que estaba justo encima del mí. Todavía no estaba enferma, o por lo menos no lo sabía, o no le daba importancia a las primeras molestias, pero yo la recuerdo un poco pálida, más frágil que las otras vecinas de nuestra edad o que yo misma, aunque ella trabajaba en su casa y bregaba con vosotros igual que cualquiera, y ponía la misma sonrisa de disfrutar de la vida que tienes tú ahora mismo. Muchas veces, por el patio de luces, la oía cantar mientras estaba en la cocina o reírse a carcajadas de algo que tu padre estaba diciéndole en voz baja. A ella sí le conté cómo había sido mi vida y la de mi madre cuando acabó la guerra, y hasta que la Pasionaria me había acunado en su regazo y me había cantado una nana, y el miedo que pasé aquella vez que nos llegó la carta de la embajada de Alemania, con varios meses de retraso, después de dar vueltas por todo Madrid. Temía que mi marido se enfadara si se la enseñaba, y tu madre se reía cuando se lo conté, al cabo de varios años: pero mujer, cómo iba a enfadarse, con el carácter tan bueno que tiene. No me atrevía a hacerme la ilusión de que en la carta pusiera que mi padre estaba vivo. En cuanto mi marido llegó del trabajo esa tarde me encerré con él en el dormitorio y le enseñé la carta, y él me tranquilizó enseguida, no podía ser nada malo viniendo de un gobierno extranjero, porque al gobierno al que había que temerle era al nuestro, pero mejor no se lo decimos todavía a tu madre, hasta que no sepamos con seguridad de qué se trata.

Fueron a la mañana siguiente, en el coche nuevo, que tenía un olor tan fuerte a nuevo todavía, un olor delicioso a plástico y metal, a gasolina, llegaron a Madrid como dos turistas y durante todo el camino ella apretaba en el regazo el bolso donde guardaba la carta. Quizás van a decirme que mi padre está vivo, que perdió la memoria por culpa de una herida en la cabeza y por eso no vino nunca a buscarnos, pensaba, porque había visto historias así en las películas, pero también temía que fueran a certificarle la muerte de su padre, uno más entre tantos millones de cadáveres sin nombre tirados por las cunetas y las fosas comunes de Europa, en el tiempo en que se había perdido su rastro, cuando llegó su última carta desde el campo alemán, unas pocas líneas y en el reverso el dibujo a lápiz de un pueblo alpino con campanarios bulbosos y tejados en punta. Yo solía ir siempre bien agarrada del brazo de mi marido, pero esa vez era él quien me llevaba, quien dio mi nombre en la portería de la embajada y enseñó la carta y mi carnet de identidad, y yo tan asustada de encontrarme en aquel sitio, entre aquellas personas muy educadas y rubias y con ojos azules que me hablaban con un acento raro, muy amables, no como los funcionarios españoles de entonces, que ladraban más que hablaban y siempre estaban de mal humor. Por fin nos recibió un señor, en una habitación que tenía en el centro una mesa muy grande, un hombre que me hablaba como tranquilizándome, igual que un médico, y yo me atreví a preguntarle si mi padre vivía o estaba muerto, y él me contestó, eso quisiéramos nosotros saber, porque llevamos años buscándolo para devolverle sus pertenencias. Y entonces levantó del suelo y puso encima de la mesa, en medio, una caja grande de cartón, que también debía de haber dado muchas vueltas, una caja atada con unas cintas rojas y sellada con un lacre. Mi marido y yo la miramos sin saber qué hacer, y el hombre nos dijo, es suya, pueden llevársela, en esa caja están las cosas que tenía su padre la segunda vez que se escapó de un campo de prisioneros en Alemania. Era una caja de cartón recio, con muchos sellos, como de haber pasado por muchos sitios, y tenía los cantos muy estropeados. Yo la miraba sin atreverme a tocarla, miraba a mi marido, que se encogía de hombros, nervioso también, aunque luego no quisiera reconocerlo. Presenté mi carnet, me hicieron firmar unos papeles. Tomé la caja pensando que pesaría mucho y me sorprendió que fuese tan ligera. Salimos a la calle y bajamos por la Castellana buscando el sitio donde habíamos dejado el coche. Yo llevaba la caja entre las manos como si contuviera algo muy frágil, y mi marido iba a mi lado, me decía que se la dejara a él. Era uno de esos días de mucho frío y mucho sol de Madrid. Yo no tenía paciencia para llegar a mi casa con la caja cerrada y no quería que la viera mi madre sin saber yo antes lo que había en ella. Pesaba tan poco, y había cosas que se movían dentro. Nos paramos en un banco y mi marido la abrió. A mí me temblaron las piernas, me senté en el banco y me eché a llorar mientras él iba sacando las cosas, lo que había tenido mi padre en aquel campo de concentración. Estaban todas las cartas que le había mandado mi madre, que se las dictaba a una vecina, y las que le había escrito mi hermano en el papel rayado de la escuela, y las que le había escrito yo cuando era muy pequeña, cuando estaba empezando a aprender a escribir, y los dibujos que mi hermano y yo le hacíamos, y las fotos nuestras que le mandaba mi madre, algunas con nuestros nombres escritos por detrás, con mi letra tan torpe de cuatro o cinco años. Qué caras de pobres teníamos, de hambre y de miedo, y cómo se me había olvidado todo, en tan pocos años. Había una foto de mi padre vestido de uniforme, con una niña en brazos, tan pequeña que no estaba segura de ser yo, y otra de su cara tan sólo en la que estaba muy flaco y con la cabeza pelada y las orejas muy grandes, y con un número debajo, y había también papeles en francés y en alemán, todos amarillos, tan gastados en los dobleces que se rompían cuando intentábamos abrirlos, y muchos dibujos, hechos sobre cualquier cosa, sobre un trozo de cartón o en el revés de un impreso alemán, dibujos de pueblos con torres de iglesias y trenes y montañas al fondo, y retratos de gente, de hombres con uniformes a rayas y cabezas peladas, y un dibujo muy bonito de la plaza Roja de Moscú, muy grande, coloreado, que parecía una foto, en una hoja cuadriculada de bloc. Cerramos la caja otra vez, la guardamos en el maletero del coche, y todo el camino de vuelta a casa fui llorando como hacía años que no lloraba, como una tonta, viéndolo todo borroso, y mi marido, aunque todavía no era un conductor muy experto, soltaba una mano del volante para acariciarme la mano, y me decía, venga, mujer, tranquilízate, a ver qué explicación vas a darle a tu madre cuando se dé cuenta de que has llorado, pensará que es por culpa mía.

Se aseguró de que su madre no los veía entrar con la caja y la escondió en lo más hondo de su armario. Se desvelaba por las noches queriendo imaginar qué habría sido de su padre después del día de su segunda fuga del campo alemán, en noviembre de 1944, le había dicho, traduciendo un papel, el empleado tan amable de la embajada. Quizás una explosión le desfiguró la cara y su cuerpo se corrompió sin que nadie pudiera identificarlo, quizás encontró la muerte ahogado en un río, intentando cruzarlo, aplastado bajo las ruedas de un tren, bajo la oruga de un carro de combate. Se desvelaba por las noches imaginando agonías minuciosas y sucesivas para su padre, huidas por espectrales paisajes de guerra, disparos de metralla, ladridos de perros. Una mañana volvió a casa de la compra y le extrañó no encontrar a su madre. Antes de entrar en el dormitorio y ver abiertas de par en par las puertas del armario ya había tenido una corazonada de alarma. Recorrió el piso entero buscando a su madre, llamándola, se asomó a la terraza y vio su silueta negra en el descampado que había frente a la casa, en el que ya habían empezado las excavadoras a abrir grandes zanjas para los cimientos de un nuevo bloque. Al verla de lejos, encorvada, de luto, se acordó de cuando la veía salir al amanecer camino del cementerio del Este. Su madre estaba junto a una hoguera a la que iba arrojando cosas. Se volvió al escuchar la llamada de su hija, pero sólo un momento, y siguió mirando la hoguera, en la que había más humo que llamas: era una mañana nublada y húmeda, y cuando cruzó el descampado para ir en busca de su madre los tacones se le hundían en el barro. Al verla de muy cerca se dio cuenta de lo vieja que estaba. Con los cartones de la caja había encendido una hoguera, a la que iba arrojando los papeles, las fotos, los dibujos, con una ensimismada deliberación que no se interrumpió por la llegada de su hija.

No me mires así, como si estuviera robándote lo que te queda de tu padre. La voz era clara y seca, sin entonación, quizás la misma que un cuarto de siglo antes había negado sordamente mientras el hombre de bigote y uniforme y la mujer alta y enlutada intentaban persuadir, enunciaban inminentes desgracias. Tu padre está vivo, y no quiere saber nada de ti ni de ninguno de nosotros. Cuando terminó la guerra el gobierno francés le dio una condecoración y una buena paga, pero nunca se molestó en mandarnos ni un céntimo. La última vez que me escribió fue para decirme con toda tranquilidad que había empezado una nueva vida, y que por lo tanto rompía todo trato con nosotros. Esa carta no quise que la vieras. Entonces eras todavía una niña y estabas siempre fantaseando sobre él. Vive en Francia, tiene otra familia, hasta se cambió el nombre. Ahora es un hombre de negocios francés. Por eso los alemanes no lo encontraban. Si me he pasado la vida esperando cartas cómo no iba a ver la que llegó el otro día. No había querido volver nunca a España, me dijo mi madre, pero procuraba vivir siempre lo más cerca que pudiera. Si quieres ver al que era tu padre toma un tren y bájate en un pueblo de la frontera francesa que se llama Cerbére.

Doquiera que el hombre va

La casa nueva, recién ocupada, con unos pocos muebles, todavía resonando de ecos en los espacios vacíos, con la pintura todavía fresca en las paredes y la tarima del suelo oliendo poderosamente a madera y barniz, sin rastros de quienes vivieron en ella hasta unos meses antes, presencias de largos años abolidas de un día para otro como esos rectángulos más claros donde hubo cuadros colgados y que borraron los pintores. Un solo rasgo define la utilidad austera de cada habitación, ahora que todavía no hay nada accesorio: en el dormitorio no hay nada más que la gran cama de hierro, y una mesa desnuda y una silla en el cuarto de trabajo. Las cosas, los espacios, tienen una presencia tan nítida como los pasos y las voces.

La casa nueva, la vida nueva, recién comenzada a vivir, en otra ciudad, lejos de la provincia melancólica, en un barrio hasta ahora desconocido de Madrid, o más bien en una ciudad pequeña situada en el corazón de Madrid, que en estas calles se volvía menestral y recóndita, desastrada, popular, confusa de gentes raras y diversas, de tres o cuatro sexos, tonos de piel y rasgos faciales llegados de muy lejos, idiomas escuchados al pasar que traen un sonido de suburbios asiáticos, de alcazabas musulmanas y mercados tropicales de África, de aldeas andinas.

Salir cada mañana a la calle era un viaje de descubrimiento, y las tareas literales y necesarias acababan siempre difuminándose en caminatas sin propósito, en la simple inercia de caminar y mirar, de escuchar muchas voces, lenguas indescifrables habladas en las cabinas de teléfonos de Augusto Figueroa, palabras en el vocabulario circular y siniestro de la heroína, voces inmemoriales y rotundas de vecinas gritonas, de señoras que salían a la compra forradas en sus batas de casa y miraban con asombro resignado a su alrededor o elegían no ver el modo en que su barrio de siempre había cambiado en los últimos años, voces impostadas de hombres parcialmente transformados en mujeres, aunque no por completo y no con mucho éxito, porque a veces una barba hombruna negreaba bajo unos pómulos hinchados de silicona, o un principio de calvicie del todo masculina se insinuaba en una melena rubia, cardada tempestuosamente, o unos pies demasiado anchos y nervudos deformaban sin remedio unos tacones altos de charol.

Se veía de espaldas, encuadrada en la concavidad de una cabina de teléfono, una figura alta de mujer, pero la voz que se oía era una oscura voz de hombre: por un momento parecía que en la cabina hubiera simultáneamente dos personas, hombre y mujer, y que una de ellas fuese invisible.

En las esquinas esperaban inmóviles los muertos en vida, y ellos si que llegaban a ser casi del todo invisibles, tan pálidos que se les transparentaban las venas tortuosas de los antebrazos, tan habituales y quietos en su espera que enseguida se aprendía a no mirarlos, a pasar junto a ellos como si no existieran, como si ya estuvieran en el otro mundo, al que pertenecían más que a éste, el mundo diario y real de los vivos. Miraban al vacío o tenían los ojos fijos de vigilancia y espera en las esquinas más próximas, en las que aparecería más tarde o más temprano un camello o un coche de la policía. Empezaban a moverse entonces, siempre despacio, con una arrastrada lentitud de saurios, procuraban sin éxito y sin verdadera convicción disimular ante los guardias que les pedían los documentos, como si no conocieran de sobra la identidad de cada uno de ellos, sus caras de muertos y sus nombres, que comunicaban por el transmisor del coche patrulla, dejándolos marchar luego o llevándose a alguno esposado, siempre con la desgana de una mala función teatral repetida muchas veces.

Uno de ellos, hombre o mujer, caminaba detrás de un individuo con gafas oscuras y barba rala, muy erguido, con las manos en los bolsillos de atrás de los vaqueros, apresurando el paso adrede para que el otro, el casi muerto, quedara rezagado y tuviera que esforzarse en seguirle, encorvado y abyecto como un mendigo antiguo, extendiendo hacia él la mano en la que había un puñado sucio e insuficiente de dinero, que el camello tiró al suelo de un manotazo, sin volverse siquiera hacia el otro, que ahora se arrodillaba para recoger monedas y billetes caídos entre los coches, en la mugre de la acera, y que enseguida lograba ponerse en pie, las fuerzas recobradas por la urgencia de lograr una dosis que el otro no quería darle, o cuya entrega retrasaba por el gusto de verlo humillarse y sufrir.

Al principio eran desconocidos inquietantes, figuras amenazadoras que aparecían a la vuelta de la esquina o al final de la acera, encogidos entre dos coches, defecando o pinchándose, cobijados en el escalón de una casa o en el interior de un portal. Pero muy pronto se volvían presencias familiares, también ellos, figuras tan usuales del barrio como los hombres mujeres y las señoras con bata de felpa y los oblicuos y afilados camellos que también aguardaban, aunque de otra manera, con una instantaneidad de animales de presa en sus movimientos o en la manera en que se quedaban quietos. Se alejaban con una cierta oscilación de los hombros, mirando de lado, las manos en los bolsillos traseros del pantalón, desaparecían en un portal o se inclinaban detrás de un seto en la plaza de Chueca, en el pobre jardín que había junto a la boca del metro. Volvían con algo que no llegaba a verse, decían palabras que apenas se escuchaban, sucedía algo en el contacto de las manos, algo tan rápido y sinuoso como el chispazo entre dos neuronas, una bolsa pequeña en la palma de una mano y un puñado de billetes sucios en la otra, y se iban rápido, se inclinaban sobre la ventanilla abierta de un coche parado con el motor en marcha, los codos apoyados con cierta desgana y la mirada rápida y ajena.

Tantas voces y vidas, tantos mundos yuxtapuestos los unos a los otros en el espacio angosto de las calles, y todo enseguida habitual, hasta lo más raro y lo más siniestro, todo apelmazado y enredado, y a la vez sin mezclarse, cada presencia girando en la gravitación de su propio mundo parcialmente invisible para los habitantes de los otros, cada uno llevando consigo su novela: el hombre joven que deambulaba buscando heroína cruzándose en la acera muy estrecha y asediada de coches con la vecina que ha bajado en zapatillas y bata a comprar el pan y que ha aprendido a no mirarlo como él no la mira a ella; los hombres parcialmente convertidos en mujeres que parlotean con mucho juego de gritos agudos y gesticulación de manos y los ciegos que se abren paso entre ellos tanteando el suelo y las paredes con sus bastones blancos; los chinos que se cobijan hacinados en pisos oscuros y sótanos sin ventilación; las indias diminutas que a las tres o las cuatro de la madrugada se congregan junto a las cabinas de teléfonos y mantienen luego conferencias en aimará

o guaraní o quechua quién sabe con qué parientes que se quedaron en el Altiplano o en la selva; el hombre en pijama que cada tarde se sentaba en un balcón, en una silla de anea, junto a una bombona de butano, y miraba inmóvil y sufría golpes cavernosos de tos que le obligaban a doblarse, a apoyar la frente húmeda en el hierro del balcón.
Desapareció durante un tiempo, y cuando volvió a asomarse, con el mismo pijama, sentado en la misma silla de anea, junto a la bombona de butano, tenía una especie de mordaza blanca en la boca, y un tubo fino de plástico le salía de uno de los agujeros de la nariz. Ahora no tosía, pero seguía mirando hacia abajo, hacia la calle, no movía la cabeza pero seguía con la vista a la gente que pasaba, las vecinas, los travestidos sin afeitar y con los pómulos hinchados y flojos, los chinos innumerables que entraban y salían de uno en uno y a intervalos regulares de uno de los portales de la vecindad, las indias andinas con sus bebés fajados a la espalda, los ciegos que tanteaban con los bastones como si tuvieran extremidades articuladas y sensitivas de insectos, la pareja nueva con un niño y un perro que acababa de instalarse en el piso que había justo enfrente del suyo, al otro lado de la calle. Algunas veces el hombre enfermo se asomaba después de medianoche para ver a la vieja arreglada y pintada que sólo salía a la calle cuando el barrio estaba más desierto. Llevaba siempre una silla que parecía recogida en un vertedero, y una bolsa de plástico atada con un nudo. Escogía un cubo de basura de los que se alineaban en la acera, y plantaba la silla ante él y a continuación, seria y pulcra, lunática, deshacía el nudo de su bolsa de plástico y extraía de ella primero un mantel a cuadros, y después restos de comida, mendrugos, un vaso de plástico, un cuchillo y un tenedor, por fin una servilleta grande y sucia que se ataba bajo la barbilla. Entonces se sentaba a la mesa, hacía gestos como de hablar con algún comensal en alguna cena distinguida, bebía agua como si paladeara un vino sabroso, se limpiaba con educada pulcritud las comisuras de la boca, extendiéndose por la barbilla churretes de carmín y de grasa, y cuando había terminado de cenar lo recogía todo, lo guardaba en la bolsa de plástico, latas vacías de sardinas y envoltorios de pastelillos y vasos y platos y cubiertos, se quitaba la servilleta, doblaba el mantel con el que había tapado el cubo de basura para convertirlo en mesa de comedor, y se iba por donde había venido, con su bolsa y su silla, y ya no volvía a vérsela por las calles hasta la siguiente medianoche.

Quién eres en la conciencia de quien te ve como un desconocido, y para quien te vas volviendo poco a poco familiar, aunque no hayáis cruzado nunca una palabra, tan sólo una mirada de balcón a balcón, o en el instante en que casi os rozáis en las aceras tan estrechas del barrio: el hombre, la mujer, el niño, el perro, los operarios que vaciaron del todo la casa de enfrente, borrando cualquier rastro de quienes habían vivido en ella durante muchos años, el contenedor de escombros en la acera, y luego las paredes recién pintadas, entrevistas por el balcón abierto, pintadas de colores luminosos y suaves, como para eliminar con más eficacia las huellas de los vecinos anteriores, como se pinta de blanco por razones higiénicas el pabellón de un hospital.

Eres no tu conciencia ni tu memoria sino lo que ve un desconocido. Qué recordaba, qué veía, quién era el borracho del barrio, cuyo nombre no sabía nadie, aunque estábamos viéndolo siempre y ya no nos daba miedo como las primeras veces, cuando aparecía de noche a la vuelta de una esquina con sus greñas sucias en desorden y su pesada envergadura de oso envuelta en harapos hediondos, porque se meaba y vomitaba encima y apenas se molestaba luego en limpiarse la boca con la mano. A veces miraba con atención, con unos ojos pequeños, húmedos y azules, pero nunca hablaba con nadie, ni pedía limosna, y caminaba por el barrio como ese Robinson peludo y envuelto en pieles y harapos de los grabados antiguos, solo en las calles como en una isla donde no viviera nadie más, alimentándose del vino que muchas veces vomitaba nada más ingerirlo, vomitando igual que meaba, sin cambiar el gesto, sin molestarse en evitar la riada de orines o de vómito, tan liquido como la meada y con el mismo olor.

Se hacía con cartones, periódicos y bolsas de plástico sus cabañas de náufrago en la oquedad de algún portal, o dormía tirado en mitad de la acera, como un indigente de Calcuta, su territorio marcado por la intensidad del hedor que despedía. Cómo son los episodios de la vida de uno vistos a través de los ojos de un testigo indiferente y asiduo: el hombre del pijama sentado en el balcón veía cada tarde llegar al niño nuevo con la mochila de la escuela, y salir unos minutos más tarde comiéndose un bocadillo y llevando al perro, tirando de él o queriendo frenarlo, pero sin controlarlo nunca, el cachorro estrambótico que debería de ser tan nuevo para sus dueños como la casa recién pintada y habitada y el color de las paredes, como el nuevo barrio y la nueva vida y la escuela a la que el niño iría por primera vez.

Las cosas se repiten a diario y parece que llevan sucediendo desde siempre. El niño con la mochila, los ladridos agudos del perro en la casa que siempre tiene abiertos los balcones, el niño tirando de la correa del perro y comiéndose el bocadillo, llevándolo sin duda a la plaza de Vázquez de Mella, que es el único espacio abierto del barrio, una extensión fea y grande de hormigón, nada más que una gran plataforma alzada sobre un aparcamiento, en la que los vecinos pasean a sus perros mientras los niños del vecindario juegan a la pelota y las niñas saltan a la comba y a la rayuela y los yonquis se pinchan o fuman heroína y ni los unos ni los otros parecen verse, aunque no es posible no ver las jeringuillas tiradas, con restos de sangre, los trozos de limón muy exprimidos, las láminas quemadas de papel de plata. De noche, sobre los tejados de los edificios que rodean la plaza, ocupados por vecinos muy viejos que no han podido irse y por hostales dudosos, sobresale el alto pináculo de la Telefónica, su vasto volumen como de rascacielos soviético, coronado por la esfera amarilla y las agujas escarlata del reloj, que la niebla húmeda de las noches de invierno difumina en una fosforescencia dorada y rojiza.

Una tarde el niño vuelve corriendo y no lleva al perro, y aun desde su balcón del segundo piso el hombre enfermo del pijama ha podido ver que tiene la cara llena de lágrimas cuando pulsa el portero automático. Se abre el portal pero el niño no entra, bajan el hombre y la mujer, el niño se abraza llorando a ella como si fuera mucho más pequeño y apenas le llegara a la cintura, señala hacia la esquina, se limpia los mocos con el pañuelo que le ha dado su madre.

La vida entera es mirar y esperar, vigilar la propia respiración, con miedo a la asfixia, a la negrura de un colapso, permanecer inmóvil en un balcón, en zapatillas de paño y pijama, uniforme reglamentario de enfermo final, tal vez ya excluido del reino de los vivos, como las sombras pálidas que cruzan por la calle, siempre dobladas, con un perpetuo dolor de riñones, habitando un mundo que no es visible a los otros, siempre ansiosas por algo, apresurándose detrás de un traficante que no vuelve la cabeza, que camina erguido y rápido, seguro, despreciando.

El hombre, la mujer y el niño han desaparecido de la vista, al final de la esquina de la calle San Marcos, que es el límite del campo de visión. Al cabo de unos minutos aparece de nuevo el hombre, ahora solo, gritando un nombre que debe de ser el del perro, intentando silbar de manera inexperta. Siendo tan pequeño lo más probable es que el cachorro se haya perdido para siempre o que lo haya aplastado un coche. Pero no se rinden, van y vienen a lo largo de la tarde, pasan bajo el balcón, y sólo entran en la casa cuando ya está anocheciendo, cuando en el otro extremo del campo de visión, en la esquina de Augusto Figueroa, se ha encendido el letrero rosa del bar Santander, que es un rosa tan suave como el azul del cielo sobre los tejados, como el rosa del crepúsculo reflejado en los cristales de los pisos más altos, cuando ya es casi plena noche en la hondura de la calle.

Hace frío para quedarse en el balcón pero el hombre de la mascarilla sigue observando detrás de los cristales, de espaldas a una habitación de la que sólo se ve desde el otro lado una lámpara de claridad turbia y a veces un parpadeo azulado de televisión, de pie junto a unos visillos que tienen el mismo aire fatigado y ligeramente sucio que la tela de su pijama o el cuello de su camiseta. Cómo será entrar en esa casa, qué olores viejos habrá, aparte del olor a enfermedad crónica y a medicinas. Medio emboscado tras los visillos, de espaldas a la habitación y a las otras presencias de su casa, indiferente a las voces del televisor, el hombre respira tras su mascarilla y espía los balcones diáfanamente iluminados de la casa de enfrente, todavía sin cortinas, y la acera ya casi a oscuras en la que se cruzan con indiferencia los habitantes del reino de los vivos y los del reino prematuro de los muertos, cada uno viendo lo que los otros no ven, espiando signos de su propio idioma secreto. Hay alguien abajo, parado en medio de la calle, pero el hombre no llega a ver bien quién es, aunque escucha unos ladridos secos y agudos de cachorro, de modo que aparta del todo los visillos y pega la cara al cristal para dominar desde arriba un espacio más ancho de la calzada.

Es el borracho el que está abajo, grande e inmóvil, la cara vuelta hacia el balcón de los nuevos vecinos, oscilando un poco, aunque no tanto como cuando ha bebido de verdad y parece que el alcohol se le derrama en el brillo de los ojos y en el morado enfermo y tumefacto de la piel, y tiene en brazos al cachorro blanco y negro, que sigue ladrando hasta enronquecer y pugna por escaparse del sofocante cobijo de sus harapos y sus manos. Pero no se acerca al portal ni al timbre del portero automático, permanece quieto, aguardando a que suceda algo, con una paciencia opaca de animal, como si no tuviera voz ni conociera la existencia o la utilidad de ese panel con botones y números que hay a un lado de la puerta frente a la que se ha detenido con el perro en brazos, bien abrigado entre el lío de harapos del que emerge su hocico y su ladrido ya ronco.

Paciencia de esperar sabiendo lo que va a suceder, como dictando el orden de los hechos, observando cada día en la calle, hora tras hora, la repetición infinitesimal de todo: oculto a medias tras los visillos sucios el hombre enfermo sabe que va a abrirse uno de esos balcones que aún no tienen cortinas y que revelan un interior recién pintado de amarillo muy claro, va a asomarse el niño, que será el primero que tenga la ansiedad y la agudeza necesaria para escuchar y reconocer los ladridos, va a encenderse la luz del portal.

Bajaron el padre y el niño, y la mujer joven se asomó al balcón, tan atenta a la calle que no miró ni un instante hacia la casa de enfrente. Pero el niño contuvo en el último instante su impulso ansioso de ir hacia el perro y no se separó de la mano de su padre, y el borracho no se acercó a ellos, no dio un solo paso. Se inclinó hacia el suelo, lento y voluminoso, y dejó en él al cachorro, lo depositó con mucha delicadeza, sin decir nada, sin aproximarse al niño que ya abrazaba al animal ni al hombre que le decía algo y le ofrecía algo con la mano extendida. Tenía los ojos muy claros, de una transparencia tan incolora como la de ciertos ojos eslavos, y la cara roja y morada, con hematomas, con hinchazones de abscesos, y aunque estaba a menos de un metro de distancia miraba desde mucho más lejos. Pero no miraba de verdad, o no llegaba a enfocar del todo los ojos en nadie, quizás porque había perdido el hábito de sostener una mirada en la cercanía normal del trato humano y la conversación, como esos náufragos que se pasaban años en una costa deshabitada y olvidaban el uso del lenguaje y acababan perdiendo la razón. Pensaba que en cuanto su hijo tuviera unos años más le ayudaría a leer las novelas de naufragios y de islas desiertas que a él le habían alimentado en los mejores tiempos de su infancia.

Llegaban a las esquinas del barrio y poco a poco se volvían habituales en ellas, sus caras tan familiares como la de la mujer de la panadería o la droguería o como la del hombre parcialmente transformado en mujer del kiosco de periódicos, sus movimientos furtivos y sus lentas horas de inmovilidad y ansiosa vigilancia tan rutinarios ya como las rondas y las redadas de la policía, que de vez en cuando obligaba a uno de los muertos en vida a ponerse contra la pared y lo cacheaba, que pedía desganadamente la documentación a los camellos marroquíes y se llevaba a alguien en el coche patrulla, alguien que al poco tiempo, días a veces, ya estaba otra vez en el barrio, o que desaparecía y ya no regresaba nunca, encarcelado o muerto, fugitivo en otro barrio lejano, muerto en vida deambulando por las proximidades de uno de esos poblados de chatarra de las afueras de Madrid.

Algunos de los recién llegados conservaban una cierta dignidad, restos de la vida antigua que aún no habían abandonado del todo, conversos recientes a la dulzura del infierno en el que transitaban desde que llegaban al barrio. Chicos muy jóvenes, con ropa nueva y zapatillas de marca, que de lejos parecían indemnes, pero en los que ya se descubrían a una distancia intermedia los primeros signos del ansia y el deterioro, y que al cabo de unos pocos meses habían sucumbido a un voraz envejecimiento, a un vampirismo en el que cada uno de ellos era el vampiro y era la víctima, los brazos y el cuello marcados por picotazos, por las mordeduras diminutas de las jeringuillas que crujían a veces bajo las pisadas en el parque y que podían aparecer incluso en la oquedad de un portal. Al niño había que decirle que no las tocara nunca, que jamás se inclinara a recoger nada del suelo.

Llegaban al principio con un exceso de vitalidad y energía que contrastaba con la lentitud de los más veteranos, con un aire de exploración o aventura que iba a desaparecer mucho antes que la ropa limpia y las zapatillas de marca. De dónde venían, de qué lugares y qué vidas, qué había en esos ojos al mismo tiempo fijos y vacíos. Apareció una mujer joven con todo el aspecto de una secretaria, con traje de chaqueta, con un bolso de cuero y un archivador entre los brazos, con medias oscuras y tacones. Podía tomársela por una empleada de cualquiera de las oficinas próximas, quizás la administrativa de una gestoría que había quedado con alguien justo en aquella esquina y miraba de vez en cuando el reloj. Más bien llena, aunque no gorda, colorada de cara, arreglada con discreción, ajena a la espera de los otros, los habituales que apenas se sostenían en pie y se apoyaban en la pared y se quedaban dormidos o en un trance de desmayo y se iban deslizando poco a poco hacia el suelo. Pero a los pocos días, o al mirarla desde más cerca o con mas atención, se descubrían signos inadvertidos: que los tacones empezaban a torcérsele de tanto esperar de pie, o que tenía una carrera en la media, o un agujero en el talón, que el peinado se le iba deshaciendo, que se le veían las raíces blancas en la raya del pelo, que el color de su cara no era de salud, sino de apresurado maquillaje, que ya no tenía un reloj de pulsera en el que consultar la hora como si estuviese esperando una cita profesional.

Pero seguía apretando entre los brazos el archivador o la carpeta de tapas negras, como el último residuo de una vida o de una dignidad anteriores o como un irrisorio camuflaje laboral de cara a sus conocidos o a los policías que patrullaban el barrio, o simplemente por vergüenza ante la gente común que se cruzaba con ella, ante las mujeres a las que hasta muy poco tiempo antes se había parecido, secretarias de negocios menores, empleadas de droguerías o peluquerías.

Según iba empalideciendo, llevaba más pintados los ojos y los labios y se echaba un colorete más chiflón en los pómulos. Ahora cojeaba al sostenerse sobre los tacones torcidos y los botones de su camisa se abrían en un escote buchón contra el que seguía apretando el archivador de siempre (ahora con el plástico desgarrado en los márgenes, mostrando su armadura de cartón), del que sobresalían hojas como formularios o memorándums recogidos del suelo al azar y guardados de cualquier manera.

A veces iba con ella un hombre que al principio tampoco pareció que fuera a acabar habitando en el reino de los muertos en vida: alto, de treinta y tantos años, más distinguido que ella, como su jefe inexperto y benévolo, con gabardina y pantalones de lona, con zapatos de piel, el pelo en desorden y una estudiada sombra de barba de tres días, con un aire muy definido de periodista o arquitecto. Desaparecieron los dos y al cabo de semanas o meses sólo volvió ella, el pelo tan mal teñido que tenía chorreones negros sobre las raíces blancas de la raya, las pestañas más pintadas, la mirada más ansiosa en los ojos redondos y saltones, los labios torpemente contorneados de un rojo obsceno. Aún llevaba los mismos tacones y parecía que las mismas medias de siempre, y seguía apretando el archivador de tapas negras.

La siguiente vez, la última, ya no estaba en el barrio: tal vez un año después, al bajar por la calle de la Montera, la vi apoyada en una esquina y tardé en reconocerla: la identifiqué por la cara de secretaria pánfila y las raíces blancas en la raya del pelo, pero ya era igual a las otras mujeres de faldas muy cortas y muslos anchos y tacones altos y torcidos que rondan por esas aceras de Madrid, fumando en las esquinas, vigiladas por chulos casi tan moribundos como ellas, entre los sex shops y salones de juegos, junto a las embocaduras de calles estrechas de las que llega un olor de cañería.

Cada figura olvidada mucho tiempo vuelve a surgir con un estremecimiento de memoria, presencias de aquella vida nueva que ahora se ha vuelto recordada y lejana, como aquella casa que ahora habitan otros, aunque fue entonces tan indeleblemente nuestra como los rasgos de nuestras caras, siete años más jóvenes. Pasé hace poco junto a nuestro portal y llegué a ver desde abajo, sobre los barrotes del balcón, el techo y la parte superior de una de las paredes que nosotros hicimos pintar de amarillo claro. Era una de esas tardes largas de mayo, con un presentimiento tibio de verano y polen en el aire, y en el balcón de enfrente estaba acodado el enfermo viejo de las zapatillas y el pijama, con su mascarilla en la boca y los tubos de plástico en la nariz, mirando hacia la calle, donde tal vez me ha visto y me ha recordado o no ha llegado a reconocerme, después de estos años en los que apenas pasaba por nuestra calle de entonces.

Había otro testigo permanente de todo, ahora me acuerdo, un viejo grande, de sonrisa ancha y mofletes colorados, uno de esos viejos gallardos a los que parece que la edad vuelve más compactos y fornidos. Paseaba siempre por las calles del barrio, entre la plaza de Chueca y la de Vázquez de Mella, despacio, desde por la mañana, agrandado por un abrigo de corte rancio y opulento, con la cabeza singularmente pequeña cubierta por un sombrero tirolés, pluma verde incluida. Me fijaba en su sombrero y en sus zapatos de gigante, pero sobre todo en la perfecta complacencia de su actitud hacia el mundo, en el modo en que parecía recrearse con ecuánime objetividad en todo lo que veía a su alrededor, quedándose parado a veces para disfrutar el primer rayo de sol que alcanzaba un rincón de la plaza de Chueca en las mañanas de invierno o para contemplar con interés y aprobación las maniobras de una furgoneta de carga y descarga en medio del colapso del tráfico, o la llegada de un coche de la policía o de la ambulancia que venía a recoger a uno de los espectros que se había desplomado rígido a la entrada de un portal. Él lo observaba todo, se paraba un momento y luego continuaba el paseo, como si la riqueza y la complejidad de todo lo que le quedaba por observar todavía a lo largo de la jornada le impidiera detenerse tanto como le hubiera gustado, complacido y ausente, llevándose la mano al sombrero para saludar a Sandra en su puesto de periódicos, ayudándole a un ciego a pasar entre los coches mal aparcados en la acera, admirando las bolsas de naranjas colgadas sobre el mostrador de la frutería, hasta dedicando alguna mirada vagamente compasiva a los fantasmas de las esquinas, un gesto de idéntica consideración hacia los cacheos de la policía y las transacciones rápidas y furtivas de los camellos, que para la curiosidad aprobadora y magnánima del hombre del sombrerito tirolés parecía que formaran parte de la menuda pululación comercial del barrio. Qué raro, cruzarse con él a diario e ir reparando muy poco a poco en su asidua presencia, concederle una precisa individualidad, muy intensa y sin embargo limitada a esas apariciones en la calle, en los márgenes de la vida de uno, y de pronto no verlo y no reparar en su ausencia, o haberse ido uno mismo y olvidado los hábitos y las figuras de aquella pequeña ciudad de provincia incrustada en el corazón de Madrid, y recordar al cabo de los años, sin motivo y sin necesidad, o asistir más bien a una cadena de regresos en los que la voluntad no participa, en los que la memoria se deja llevar como por el impulso de una corriente subterránea, lugares lejanos y caras sin nombre, fragmentos de historias sin comienzo ni final, de las novelas que cada uno llevaba consigo y no contaba a nadie, y se perdieron con ellos. Cómo sería la vida de la vieja que cada medianoche ponía el mantel de su cena sobre la tapa de un cubo de basura o la del hombre y la mujer todavía jóvenes pero ya muy deteriorados que iban al barrio a buscar heroína empujando un cochecito de niño tan averiado como ellos, tan cercano al puro desguace físico, como recogido en un vertedero, el padre o la madre empujándolo por las aceras en sus paseos sonámbulos y el niño dormido a pesar del traqueteo, con el chupete a un lado de la boca entreabierta y los ojos plácidamente entornados, el niño rojo y encanado de llanto y el padre o la madre agitando el cochecito con movimientos tan bruscos que parecía que iba a acabar de deshacerse, o indiferentes al llanto, como si no escucharan, los dos fijos las esquinas por las que de un momento a otro tendría que aparecer la sombra tranquila y furtiva que aguardaban. Estarán en alguna parte ahora mismo si viven todavía, si vive cualquiera de los dos, y el niño, que entonces no tendría ni dos años, habrá cumplido ya ocho o nueve, y quizás esté envenenado por el mismo virus que sin duda llevaban entonces sus padres en la sangre, y que puede haberlo matado, como habrá matado a tantos de los espectros del barrio.

Nadie podría restablecer ahora sus rastros: los muertos en vida han desaparecido de las esquinas de Augusto Figueroa. Casi todos ellos habrán ingresado del todo en el reino de los muertos, y algunos aún sobrevivirán en hospitales o en cárceles, o se arrastrarán como zombis por las veredas entre los desmontes que llevan a los poblados de latones y chatarras de las últimas afueras de Madrid, adonde la policía los fue empujando cuando vino la consigna de limpiar de drogadictos las calles del centro. Hay una tienda de flores en el zaguán donde estuvo el kiosco de Sandra, que vendía los periódicos en chanclas y en chándal, o con una bata de felpa y una toquilla de punto en los días de invierno, y que algunas mañanas no se había afeitado, aunque sí perfilado cuidadosamente los rabos de los ojos, a la manera de Sara Montiel, su ídolo.

Otras figuras vuelven del olvido, no mucho más fantasmales que cuando se cruzaban con nosotros por las aceras del barrio. Me he acordado del borracho náufrago que nos devolvió al cachorro al que ya suponíamos muerto o perdido y entonces me ha venido a la imaginación aquella mujer muy alta y muy delgada que anduvo algún tiempo con él y desapareció enseguida, al cabo de unos meses, el tiempo máximo que sus vidas duraban cerca de las nuestras.

Viéndola de lejos se vislumbraba en ella lo que habría sido hasta no mucho tiempo atrás. Era tan alta como una modelo, y tenía igual que ellas los pómulos asiáticos, la boca grande y carnal, las piernas largas y elásticas cuando caminaba. De espaldas, o de lejos, se veía su alta figura y su melena rizada. Sólo al tenerla cerca se advertía su palidez de muerta en vida y el brillo turbio de sus grandes ojos claros, los moretones en las hermosas piernas que ya iban quedándose muy flacas, el hueco negro de los dientes que había perdido. Iba de un lado a otro por el barrio como un gran pájaro trastornado que se golpea contra las paredes y no sabe dónde está ni acierta a encontrar una salida, cabalgando sobre sus tacones y sus enérgicas piernas de modelo, recta todavía, como con un residuo de la disciplina de las pasarelas, más alta que cualquiera en el barrio, su cabeza rizada y su largo cuello manierista sobresaliendo sobre las figuras encorvadas en los conciliábulos del trapicheo

o en torno a la llama de un mechero que en la penumbra de un portal calienta una lámina de papel de plata sobre la que se vuelve líquida y humea una dosis de heroína. Caminaba desarbolada y demente como si llevara mucha prisa, o se quedaba inmóvil, su figura perfilada contra una esquina, los ojos acuosos brillando tras los rizos del pelo desordenado y sucio, una sonrisa ebria o idiota en la boca en ruinas, de la que brotaba el humo de un cigarrillo que ella sostenía entre los dedos muy largos con la calculada distinción de una pose fotográfica.
Empezó a dormir en los zaguanes de tiendas o bares clausurados, donde solían instalar los indigentes sus madrigueras de harapos y cajas de cartón. Había empezado el invierno y ahora llevaba sobre la camiseta y la minifalda livianas de siempre un desastrado chaquetón de piel sintética. En las mañanas de frío la piel blanca de su cara tenía una tonalidad violácea. El pelo se le estaba volviendo más ralo y sus ojos grandes y claros habían perdido casi todo rastro de color. Le pedía un cigarrillo a cualquiera y se quedaba con él en la mano, llevándoselo muy despacio a la boca, esperando a que le dieran también fuego.

Una vez le pidió tabaco o fuego al borracho del barrio, a quien nadie interpelaba nunca, sabiendo que no respondía o que no parecía entender y ni siquiera escuchar lo que se estaba diciendo. Él se encogió de hombros, gruñó algo y siguió su camino, pero esa noche, cuando la mujer tiritaba bajo su abrigo en el hueco de un portal de la calle San Marcos, vio confusamente una sombra parada delante de ella y era el borracho que le ofrecía un cigarrillo, sujetándolo entre los dedos anchos y sucios con delicadeza, como si fuera el tallo de una flor. La mujer se apartó el pelo de la cara y se puso el cigarrillo entre los labios morados de frío, y el borracho, al que nadie había visto fumar, le dio fuego alumbrando su cara de muerta en vida con la llama breve de un mechero.

Todo se sabía enseguida en el barrio: había comprado el tabaco y el mechero en la misma tienda diminuta donde se abastecía de cartones de vino blanco, y donde al día siguiente, contra toda costumbre, compró natillas y donuts rellenos de chocolate. De esa clase de porquería muy azucarada se alimentaban los yonquis: junto a las láminas quemadas de papel de plata y las jeringuillas siempre aparecían envoltorios de bollos de chocolate y envases muy apurados de natillas.

Empezó a llevarle cosas cada noche al hueco del portal tapiado donde ella se refugiaba, a veces sin despertarla, sin que ella notara su presencia entre la tiritera y el delirio. La envolvía en su chaquetón, mucho más recio que el que ella traía, y una noche se le vio arrastrando por la calle Pelayo un edredón desgarrado y mugriento que debía de haber encontrado en algún contenedor de desechos. Se movía con más diligencia, ensimismado y primitivo, como el náufrago Robinson preparando en su isla una choza o una cueva en la que pasar el invierno. De día no andaba nunca demasiado lejos de ella, aunque no se acercaba ni se hacía muy visible, permanecía atento junto a una esquina tras la que fácilmente podría ocultarse, indiferente a quienes pasaban junto a él y se apartaban por miedo o por escapar a su hedor, atento sólo a la alta figura que a esa distancia era la de una mujer muy joven y muy esbelta, que caminaba a largas zancadas entre los coches y la gente, con su extravío de gran pájaro desbaratado, que desaparecía como si se hubiera ido para siempre y volvía luego al cabo de unas horas, hasta de unos días, más ¡da y pálida que la última vez, más encogida en los zaguanes o las oquedades en las que se refugiaba cuando ya era muy de noche y no quedaba nadie en las calles oscuras, nadie salvo los muertos en vida más contumaces, los que a las tres o a las cuatro de la madrugada continuaban esperando algo, dormitando torcidos contra las esquinas.

Probablemente fue ella quien le dirigió la palabra, pidiéndole aturdida e imperiosa que le trajera otra vez cigarrillos, o yogures o dónuts de la tienda donde él entraba cuando no había nadie más y depositaba sin decir nada el importe de los cartones de vino blanco que pudiera costearse. Pagaba siempre, y nunca se le había visto pedir. La dueña de la tienda contaba que era el primogénito de una familia muy rica del norte, y especulaba sobre los abusos de un padre tiránico que lo había expulsado o desheredado y sin embargo se ocupaba de que no le faltara al hijo náufrago en la sinrazón y el alcohol un mínimo de dinero para su subsistencia y de ropa de abrigo para que no se muriera de frío en las calles.

Pero su historia verdadera no llegó a saberla nadie, igual que no se sabía su nombre, a no ser que se la contara a la mujer con la que poco a poco empezó a compartir las acampadas nocturnas en los rincones menos desabrigados del barrio. Nunca se les vio caminar juntos, pero sí se cobijaban el uno al otro en las noches heladas de aquel invierno, o más bien era él quien la cobijaba y la protegía a ella, quien permanecía despierto y atento a que no se destapara, quien le preparaba con mano experta su lecho de cartones y hojas de periódicos y la forraba luego en chaquetones, en edredones rescatados de la basura, en cualquiera de las prendas que ahora recogía por el barrio como un buhonero. Había un resplandor movedizo en la ancha oscuridad de la plaza Vázquez de Mella y era que el borracho había encendido una hoguera junto a la que se calentaba como una esfinge la mujer flaca y alta, fumando los cigarrillos que él le había traído y que él encendía con un ademán rápido cada vez que ella se llevaba uno a los labios, comiendo los yogures o las natillas que él había comprado al mismo tiempo que sus cartones de vino.

Ahora sí mendigaba. Sin decir nada, sólo tendiendo la mano y mirando a los ojos, o haciendo el gesto de llevarse un cigarrillo a la boca. Pedía dinero y pedía tabaco, y aunque no llegara a intercambiar unas palabras con nadie parecía que por primera vez era consciente de la existencia de otras personas en el mundo, de otras presencias que reclamaban su atención o de las que debía esperar algo en lo que había sido hasta entonces la soledad de su isla desierta. No compartía con la mujer el tabaco ni la heroína, ni daba la impresión de que hubiera llegado a existir un vínculo sexual entre ellos, pero sí se pasaban los litros de vino blanco, que a ella se le derramaba de la boca ancha y carnal, dejándole un brillo húmedo en los labios y en los ojos.

Se les veía en la sombra como dos animales al fondo de una madriguera, confabulados y solos en la lejanía de otra especie, como retrocedidos al salvajismo o a la inocencia de su irreparable perdición, de la fatalidad del desastre y la muerte, intocables, tan ajenos a quienes pasábamos junto a ellos, protegidos por nuestros abrigos y nuestra normalidad, camino de nuestra casa nueva y nuestra vida cálida y estable, como si de verdad habitaran en otro mundo, en el otro mundo, en una de esas cuevas u oquedades de rocas en las que se cobijarían los hombres primitivos o los náufragos.

Al cabo de algún tiempo, semanas o meses, la mujer desapareció, y nos habríamos olvidado con mayor facilidad de su existencia pasajera de no ser porque el borracho continuaba en el barrio, manso y sedentario, recluido de nuevo en un ensimismamiento sin fisuras, en el que hubiéramos querido advertir, por una rutina novelesca, un cierto desamparo sentimental, un aire más alerta, como si buscara en las esquinas de los muertos en vida la figura tan alta de la mujer que de lejos parecía una modelo. Pero tampoco a él le hacíamos ya mucho caso, porque nos íbamos acostumbrando a su presencia, en la medida en que nosotros mismos nos volvíamos presencias habituales del barrio y no prestábamos mucha atención a lo que sucedía cotidianamente en las calles, el hombre, la mujer y el niño que ya iba solo a la escuela, que salía cada tarde con su bocadillo y tirando de la correa del perro díscolo que ya estaba dejando de ser un cachorro.

También ellos se marcharon, habituales un día y al otro desparecidos para siempre, y el hombre del balcón volvió a ver que el piso de enfrente se quedaba vacío y presenció la llegada de otros inquilinos, meses o años después, no hubiera podido decirlo, porque para él el tiempo de su vida de enfermo era una lenta duración sin modificaciones reales. Meses o años después nos encontramos con un vecino antiguo que seguía viviendo en el barrio. Hablamos de los tiempos que de pronto se habían vuelto lejanos, la nueva vida intacta desdibujándose en la dulzura del pasado, y el vecino nos preguntó si nos acordábamos del borracho que andaba siempre por las calles. Nos contó que había aparecido muerto una mañana de gran helada en la plaza de Vázquez de Mella, morado de frío y con la barba y las pestañas blancas de escarcha, rígido y forrado de harapos, como esos exploradores polares que se extraviaban y enloquecían en los desiertos de hielo.