Volvió pronto al hospital y ya parecía al visitarla que ése era su sitio. Había empeorado, y su corazón estaba más débil que nunca, pero su cara, tan sin color contra el blanco sanitario de las almohadas, adquirió una expresión de serenidad o de claudicación, y ya dejó de preguntar cuándo le darían el alta. De noche deliraba de sed o de fiebre, o por el efecto insano de los tranquilizantes y de las inyecciones que le ponían para apaciguar su trastornado corazón, y se imaginaba o soñaba que estaba inclinada sobre el agua rápida y transparente del río, que hundía en ella las dos manos ahuecadas como para sostener una vasija y las levantaba luego chorreando de agua brillante en el trasluz de los árboles. Pero apenas el agua le rozaba los labios ya se le había escapado entre los dedos, y seguía muriéndose de sed, y una parte de ella no tragada por la inconsciencia comprendía con desolada lucidez y gradual aceptación que nunca más volvería a ver las casas escalonadas en la ladera y el valle de frutales y huertos donde se escuchaba siempre el agua en las acequias y la brisa en las copas de los árboles, entre las ramas flexibles de las mimbreras y de los sauces. Se agitaba en la cama, en las ligaduras de tubos y correas, gemía entre dormida y despierta y entonces tú te incorporabas con un sobresalto en tu sillón de piel sintética, con un acceso de angustia y de remordimiento por haberte quedado dormida, arriesgándote a que necesitara algo y tú no la escucharas pedírtelo o, peor aún, a que se muriera a tu lado, a que se fuera del todo sin que tú llegaras a saberlo.
Verás exactamente, en un punto preciso de la distancia, lo mismo que veías de niña, al llegar cada año para las vacaciones de verano, y lo que antes de que tú nacieras veía ella, cuando sus ojos empezaban a asomarse al mundo, ojos iguales a los tuyos, preservados en tu cara después de su muerte, como una parte de su código genético está preservada y cifrada en cada célula de tu cuerpo. Aunque la olvidaras esa parte de ella seguiría existiendo. Aunque lleva muerta veinte años sigue mirando a través de tus ojos lo que descubrirás con un golpe de felicidad y de dolor cuando el coche salga de la última curva y se despliegue ante ti el paisaje que fue un paraíso no sólo cuando lo habías perdido, sino en el tiempo presente en el que lo disfrutabas con una rara clarividencia infantil, sin pensar entonces que se repetían en ti las sensaciones de la niñez de tu madre, igual que se repetían en tu cara la forma y el color de sus ojos o la insinuación de dulzura y melancolía de su sonrisa. El valle verde y fértil del río, denso de huertas, de granados, de higueras, cruzado de senderos de tierra porosa bajo la umbría cóncava de los árboles, chopos, álamos, hayas, sauces, mimbreras, una vegetación ahíta de agua, nutrida por una tierra tan grávida de fertilidad que recibía con una delicadeza única la pisada de las plantas humanas, cediendo un poco bajo el peso del cuerpo, como recibiéndolo con una bienvenida tan hospitalaria como la de la brisa del río y el rumor del agua y de las hojas de los árboles.
Quiero que me entierren allí, no quiero quedarme sola cuando esté muerta, rodeada de desconocidos en un cementerio tan grande como una ciudad, recordarás que te decía. No me importa estar muerta, pero no quiero que me entierren aquí, donde voy a morirme y nadie me conoce, en un cementerio donde sólo habrá nombres de extraños, como si viviera otra vez en uno de esos bloques de pisos en los que he sido una forastera para todo el mundo como en cualquiera de los lugares donde he vivido y en los que también podía haberme muerto, una forastera, encerrada en mi casa, esperando a que vuelvan los hijos a lo largo de la tarde y a que vuelva el marido ya entrada la noche, reservado o charlatán, envaneciéndose de su trabajo o hablando mal de la gente de su oficina, superiores o subordinados, nombres que escucho y a los que me acostumbro y luego dejo de escuchar y olvido igual que me acostumbro a las ciudades nuevas donde nos lleva su trabajo y en las que nunca tengo tiempo de instalarme del todo, nunca tengo lo que más quisiera, cosas mías, muebles elegidos por mí, hábitos, es lo que más echo de menos, lo que más añoraba cuando aún no me sentía excluida del mundo de los vivos, acomodarme dulcemente en el paso del tiempo, habituarme a una casa y a una ciudad en las que yo sintiera que me encontraba asentada, ocupando un sitio seguro en el mundo, como cuando era niña o muchacha y vivía en el pueblo, y aunque siempre tuve la cabeza fantástica y me imaginaba viajes y aventuras, sin embargo disfrutaba la seguridad de mi casa, de mis hermanos, de la presencia de mi padre, la felicidad de asomarme a la ventana de mi cuarto y ver el valle con las huertas y las laderas donde florecen almendros y manzanos, y sobre ellas las cimas peladas de los montes, con ese color de tierra que es el mismo de las casas que hay en el camino hacia el cementerio donde yo quiero que me entierren.
Me daba pena irme de la vida tan pronto y no ver a mis hijos hacerse mayores, ni sentarme una vez más con mi hermana a contar y recordar cosas en la gran cocina que da al jardín y al valle de los manzanos y a las laderas de las huertas. Dan pena esas cosas, y es más tristeza que miedo lo que siento, pero hay también algo más, con lo que no contaba, un deseo muy grande de descansar de malas noches angustiosas, medicinas, crisis súbitas, viajes en ambulancia, habitaciones de hospital, tubos y aparatos rodeándome. Antes imaginaba que todo eso terminaría alguna vez y que podría curarme, pero ya sé que no, aunque todos me digan que voy a ponerme mejor, que han descubierto una nueva medicación, ya sé que el tiempo que me quede va a ser exactamente como ahora, o quizás peor, mucho peor, según el corazón vaya debilitándose. Lo que antes era la esperanza de curarme es ahora un deseo muy poderoso de descanso y de alivio, como cuando tenía mucho sueño atrasado de joven y me metía en la cama y me tapaba la cabeza con la colcha y apretaba los párpados para dormirme antes. Me cubría la cabeza y me tapaba la boca para contener la risa que estallaba de pronto igual que el agua de la fuente pública cuando se apretaba con fuerza hacia abajo el mando de cobre o de bronce y el agua resonaba en el interior del cántaro, fresco y hondo como boca de pozo, hace tantos años, cuando aún no había agua corriente en las casas y las mujeres íbamos a buscarla con nuestros cántaros a aquella fuente en lo alto de la cuesta que estaba siempre rodeada de avispas. Mi hermana se quejaba de que como ella no tenía caderas el cántaro lleno se le escurría del costado. El agua del verano, ojalá me humedeciera ahora mismo los labios, secos y cortados, el agua rezumando en la panza fresca del cántaro, quién pudiera tener esa frescura contra las mejillas, entrar en el zaguán de mi casa y percibir en la sombra la humedad y la respiración de los poros del barro. Eso es lo que quiero, lo único que deseo ahora, quedarme dormida, irme perdiendo en el sueño como cuando me dan un tranquilizante, mejor aún, cuando me lo inyectan y casi percibo su avance en la corriente de la sangre, su efecto apaciguador a lo largo de todo mi cuerpo. Las cosas se borran, las caras que se inclinan sobre mí, se deshacen las voces queridas, se pierden muy lejos, y la verdad es que me hace falta un esfuerzo cada vez mayor de la voluntad para no dejarme ir yo también, tan suavemente como bajan mis párpados sobre el globo ocular cuando me estoy durmiendo. Las voces de mis dos hijas, sus caras, tan parecidas y tan distintas, las caras y las voces confundiéndose en la misma sensación de ternura y de despedida, las manos que aprietan las mías, que buscan disimuladamente mi pulso cuando me quedo tan inmóvil como si ya me hubiera muerto, me hubiera ido. De mi hija mayor puedo saber cómo será su vida, igual que sé que su cara de ahora es la misma que seguirá teniendo hasta la madurez, cuando haya cumplido los años que yo tengo, la cifra que ya no va a cambiar, cuando piense, qué raro, ya tengo la misma edad a la que murió mi madre, y se pregunte cómo habría sido yo en ese tiempo futuro. Mi hija mayor terminará la carrera que ya quería estudiar cuando apenas empezaba el bachillerato, se hará profesora, se casará con su novio, continuará el camino que ya parecía que se hubiera trazado a sí misma cuando era niña, y del que no se ha apartado nunca. Pero qué va a ser de la pequeña, si sólo tiene dieciséis años y está todavía como asombrada y agradecida ante la variedad del mundo, ante la riqueza y la confusión de sus imaginaciones y sus deseos, y unos días parece que quiere ser una cosa y otros la contraria, y lo mira todo y se detiene en algo que de pronto le gusta y ya no se interesa por nada más, y no tiene prisa ni urgencia de nada, ni de hacerse mayor ni de estudiar una carrera, ni de tener novio y casarse. Vive como flotando todavía, tan sin peso que cualquier influjo la lleva, como vivía yo cuando tenía sus años, flotando entre sueños de películas y de las novelas que leía a escondidas de mi padre, cada día imaginándome una vida futura distinta para mí, ciudades y países por los que viajaría, pero no amargada en el encierro del pueblo, sino disfrutando a la vez de la casa tan querida que ya no veré más, de las veredas del campo y el agua en las acequias, de la alegría de mis amigas en las tardes de domingo, en las noches de baile del verano, protegida por la bondad de mi padre y por el cariño de mi hermana, que al menos vivirá más que yo, que seguirá cuidando de mis hijas cuando yo me haya muerto, ella que nunca tuvo marido y ni siquiera novio, que tenía las caderas tan escurridas que no podía apoyar en ellas la panza del cántaro cuando volvíamos de la fuente.
Intentarás en vano recordar el metal de su voz, que hace años dejó de visitarte en sueños; volverás a tener la sensación de que adivinas las palabras que ella habría pensado, que sigue diciéndote en el interior de tu conciencia las cosas que hubiera querido que supieras y no tuvo tiempo de contarte, las advertencias que tanto te habrían servido, que te habrían ayudado quizás a no cometer algunos errores. O quizás te siguió protegiendo y guiando sin que tú lo advirtieras, presente e invisible en tu vida, como las ánimas a las que tu tía les encendía las mariposas de luz que flotaban en tazones de aceite sobre los aparadores y las mesas de noche, dando un temblor de presencias fantasmas a las sombras.
Quizás volvió a ti en sueños que no recordabas al despertar y te dijo cosas que te salvaron de las peores posibilidades de tu vida, en las que se perdieron tantos de tu generación, vecinos del barrio y camaradas de la adolescencia que acabaron como muertos vivientes y se quedaron helados con una aguja en un brazo y los ojos abiertos, envejecidos y aniquilados por la muerte en los que deberían haber sido los años mejores de la juventud. Podrías haber tenido un destino como el de tu prima, que también te ha visitado después de muerta en algunos sueños, que compartió contigo los veraneos infantiles en el pueblo y era casi idéntica a ti cuando murió tu madre, las dos abrazadas en su entierro, pero ella era siempre más gamberra, más temeraria en todo, igual en los juegos de niños que en las tentativas sexuales con los primeros novios, en la excitación de la velocidad en una moto y en el mareo de un porro de hachis, y más tarde en cosas de mayor atrevimiento y peligro, en las que tú también podías haber caído, aunque te daban tanto pánico, cuando advertías su desasosiego sin motivo aparente y el brillo de ansia que empezó a haber siempre en sus ojos.
Verás la llanura con su verdor de oasis, y sobre ella las laderas donde cuelgan las casas en calles empinadas, sostenidas por contrafuertes verticales o rocas a las que se adhieren hiedras y zarzas y de las que sobresalen higueras locas. Por ahí trepabas con tu prima, siempre detrás de ella, asustada y a la vez picada por su valentía, y acababais las dos sudorosas y jadeando, con las rodillas tan desolladas como las de los chicos. Escucharás antes de llegar el ruido del agua que baja escondida por las acequias y buscarás enseguida con tu mirada ansiosa la hilera de cipreses que señala el camino hacia la cima pelada del cerro y termina ante las tapias pardas del cementerio, que tienen el mismo color áspero de esa tierra desnuda, desértica de pronto, a tan poca distancia del agua y el verdor del valle: desierto y oasis, las cumbres agrietadas por torrenteras secas, teñidas de un rojo de óxido, las casas más altas ya contagiadas por esa misma sequedad, todas abandonadas desde hace mucho tiempo, con sus ventanas sin postigos ni cristales y sus techumbres caídas, con los muros de un color de greda, como ruinas de adobe en un desierto que van volviendo a su origen primitivo de tierra o arena. Allá arriba, en lo más alto, por encima de los últimos almendros y de las casas en ruinas, al final del camino sinuoso que marcan los cipreses, y en el que de noche se encienden unas pocas luces, allí es donde yo quiero que me entierren, con la gente de mi familia y con mis vecinos de toda la vida, entre los mismos nombres que escuché desde niña, en el cementerio tan pequeño que nos conocemos todos, y desde el cual se dominan las laderas y el valle y las casas colgadas del pueblo con una amplitud tan despejada que da vértigo.
Irás volviendo y desde mucho antes de que el nombre que te gustaba tanto desde niña aparezca en un indicador al costado de la carretera ya habrás sido trastornada por el regreso, hipnotizada por él, por la gran corriente del tiempo que te llevará hacia atrás a una velocidad aún mayor que la del coche en los tramos llanos y rectos de la autopista, todavía cerca de Madrid, de tu vida presente, a varias horas y cientos de kilómetros de la llegada, pero ya volcándote entera hacia ella, cambiando la expresión de tu cara sin que tú lo adviertas, pareciéndote a quien eras a los cuatro o cinco años, en la edad de tus primeros recuerdos de ese viaje, y también a quien fuiste cuando tenías diecisiete y tu madre murió. Te apretó la mano sobre la sábana estrujada y revuelta de su cama de hospital y te dijo algo que no entendiste y que en realidad apenas salió de sus labios, y la mano húmeda se desprendió suavemente de la tuya, con una especie de delicadeza, y ya no fue del todo la mano conocida y acariciada tantas veces de tu madre, apretada en tantas noches de agonía e insomnio, sino la mano abstracta de una muerta, que ya tenía un tacto neutro e inerte cuando apoyaste en ella tu cara estragada por el agotamiento y las lágrimas, llamándola por última vez, negándote a aceptar que se hubiera ido tan sin aviso, en unos segundos, como quien procura irse con sigilo para evitar a los que se quedan la congoja de una larga despedida.
Yo espío siempre, te observo. Conduzco y me vuelvo hacia ti un instante advirtiendo en tu cara la expresión nueva que va imponiéndole el viaje, y así descubro algo de cómo eras cuando aún me faltaba mucho para conocerte, me dedico a una secreta arqueología de tu cara y tu alma. Te pasé el teléfono, que había sonado a una hora incierta, casi a la medianoche, y mientras escuchabas lo que alguien te decía e ibas asintiendo, tu cara ya no era la misma que un minuto antes, que en cualquiera de los años que llevo viviendo contigo.
Tu vida anterior es un país del que me has contado muchas cosas, pero que nunca podré visitar. El pasado, las vidas anteriores, los lugares de donde te fuiste para no volver, las fotos de las vacaciones de verano. El timbre del teléfono ha roto el silencio, el sosiego intacto de la casa, y cuando tú has colgado después de escuchar y asentir y hacer preguntas en voz baja el tiempo antiguo ha irrumpido en tu vida de ahora, en la mía, nos ha envuelto a los dos, sin que yo lo sepa aún, en su niebla de dulzura y distancia, de pérdida y remordimiento. Te acuerdas, la hermana de mi madre, que nos cuidó tanto cuando ella murió, ahora está muriéndose de un cáncer, no le queda ni una semana, unos días, dice mi primo, el médico, el hermano de aquella prima mía que se murió tan joven.
Agradecerás el dolor porque te justifica en parte contra el remordimiento de haber pasado tanto tiempo sin ir a visitarla, acordándote apenas de ella. A ti te bastaba saber que la querías, que había sido la única presencia cálida y firme en tu vida durante muchos años, tu madre delgada o la sombra de tu madre, a quien se parecía mucho, aunque sin rastro de su atractivo, una versión anterior y más ruda de su hermana pequeña. No te hacía falta ir a verla y ni siquiera llamarla, porque iba contigo de una manera casi tan honda como el recuerdo de tu madre, pero no pensabas que ella no recibía señales visibles de ese amor que te vinculaba tanto a ella pero permanecía tan oculto como arraigado dentro de ti. Demasiado tarde advertirás que no hiciste nada por acompañarla en los últimos tiempos amargos de su vida solitaria, en la casa tan grande a la que ya no iba nadie a pasar los veranos. Siempre había otras cosas que hacer en la agitación de tu vida, acreedores más exigentes. Ella parecía que fuese a estar siempre en la misma actitud, igual que permanecía en la misma casa, tan invariable como ella, tan dispuesta siempre para recibirte con la misma lealtad, por mucho tiempo que pasara. Ella, la casa, el pueblo, pertenecían a un reino intangible, no afectado por el olvido ni por el paso del tiempo, ni siquiera por tus largas ausencias. Si te descuidabas un día, una hora, en las urgencias sobresaltadas del trabajo, alguna desgracia podía sobrevenirte; si dejabas de ver a un amigo durante una temporada tenías miedo de haberlo perdido; ni en el amor ni en el cuidado de ti misma abandonabas nada al azar ni te acomodabas en la costumbre, de modo que en casi todos tus actos, tus sentimientos y deseos, había un filo de ansiedad, que fácilmente derivaba hacia la angustia. Te habías quedado tan despojada de todo cuando tu madre murió y se rompió de un día para otro el orden de tu casa que ya no eras capaz de confiar en la permanencia de las cosas, y disfrutabas lo que tenías con un remordimiento de provisionalidad y de segura pérdida, y cuando lograbas algo, un trabajo, una amistad, una casa, no llegabas a creer que de verdad fuera tuyo, o que tuvieras derecho a una tranquila posesión. Por eso siempre te entregabas al deseo con la vehemencia de la primera y de la última vez, y si te gustaba adornar los lugares en los que vivías con objetos muy escogidos, también dejabas grandes espacios vacíos, de modo que allá donde tú estuvieras parecía que hubieras vivido siempre, por la presencia cuidada de las cosas y su intima relación contigo, y también que acabaras de llegar, o que en cualquier momento fueras a irte. En ti y en todo lo que tuviera que ver contigo se adivinaba la intención segura de lo muy cuidadosamente elegido y la consistencia frágil de lo que puede quebrarse o perderse, de lo que es fruto de las conjunciones del azar.
Sólo el pasado lejano permanecía siempre firme, el país extranjero y muy anterior a mi llegada del que me hablabas tanto y al que yo nunca habría podido viajar contigo, porque estaba, no en un punto accesible de los mapas, sino en una región vedada del tiempo, y las tres sílabas moriscas de su nombre no describían un lugar, sólo formulaban un conjuro que no podía resonar en mi memoria, aunque fuera la sustancia misma de la tuya: pero bastó el timbre de un teléfono a medianoche para que la prisa y la muerte y la culpa invadieran aquel reino estático, y ahora te das cuenta de que cada día, cada hora, cada minuto lo amenazan, y miras de soslayo el indicador de velocidad y el reloj del salpicadero, calculas los kilómetros que faltan, los días o las horas que le quedan de vida a tu tía, a la que no has visto en los últimos años, a la que imaginabas tan a salvo de la vejez y la muerte como en esa foto en blanco y negro de su juventud en la que está vestida de verano, del brazo de tu madre, las dos tan parecidas y sin embargo una de ellas gallarda y atractiva y la otra no, las dos riéndose, inocentes de un porvenir donde la enfermedad y la muerte no existen y en el que ni tú ni yo somos ni siquiera posibilidades.
Según progresa el viaje los nombres de la carretera invocan lugares de la infancia, y el espacio se trasmuta en tiempo, se proyecta en dos dimensiones simultáneas, el ahora mismo imperioso de llegar cuanto antes y el ayer recobrado y estático, contenido en los nombres de las señales kilométricas, en el recuerdo vivo y preciso de otros viajes.
Al mirar por la ventanilla y reconocer los paisajes que habías visto de niña tus ojos adquieren sin que te des cuenta la mirada de entonces. Es el comienzo de las vacaciones de verano, y la emoción y la impaciencia de llegar son mucho más poderosas que el cansancio de tantas horas en el coche, cada nombre al costado de la carretera y cada cifra son una promesa que se repite cada año y que sin embargo no pierde su contenido claro y absoluto de felicidad. No recuerdas la sucesión de los veranos, aunque habrías podido organizarlos según los episodios de tu niñez y tu adolescencia, concluidas de golpe un día irrespirable de julio en la habitación de un hospital, frente a la cara de cera de la mujer que acababa de morir y sin embargo ya estaba dejando de parecerse a tu madre. En tu memoria de las cosas lejanas todos los veranos se resumían en uno solo, ancho y sereno como el fluir de un gran río, y todos los viajes eran variaciones sobre una experiencia idéntica de aproximación al paraíso. Sentada delante, en los recuerdos más antiguos, en el regazo de tu madre, mirando la carretera y quedándote poco a poco dormida, mirando el perfil de tu padre que conducía y fumaba o volviéndote hacia tus hermanos, que se peleaban en los asientos de atrás y seguramente te guardaban algo de rencor porque eras la pequeña y porque ibas en brazos de tu madre, que todavía era muy joven y no estaba enferma, o aún no lo sabía o al menos no dejaba que tus hermanos y tú llegarais a saberlo. Pero quizás ya entonces, mientras te llevaba en brazos y se quedaba abstraída, estaba notando en el pecho los latidos difíciles de su corazón, estaba pensando que iba a morirse y que no te vería hacerte adulta, no llegaría a saber qué iba a ser de ti, o que ese viaje de verano al pueblo donde había nacido podía ser el último para ella. Cuando el coche saliera de la última curva, al mismo tiempo que tú descubrías el paraíso de las huertas en la vega y las casas escalonadas en la ladera, ella alzaría los ojos hacia la cima rojiza y desértica donde está el cementerio y pensaría, ahí es donde yo quiero que me entierren, con la gente que quiero y que me conoce, no en uno de esos cementerios de Madrid lleno de muertos anónimos.
Verás el nombre por fin, a la entrada del pueblo, alumbrado por los faros del coche, y notarás entonces todo el mareo y el cansancio del viaje, pero apenas un rescoldo de la felicidad antigua de llegar. Ahora es invierno y es noche cerrada, y aunque de lejos las luces te han dado la sensación de que todo permanecía intacto poco a poco vas viendo que las cosas ya no son exactamente familiares, que ahora es de cemento el suelo que recordabas empedrado, con tallos de hierba en los intersticios de los cantos redondos, que hay edificios desconocidos e invasores que desfiguran esquinas y tapan perspectivas, que está cerrada y decrépita la tienda a la que tu madre y tu tía te mandaban de niña a hacer los recados domésticos, en la que te comprabas bollos y pequeñas golosinas, refrescos de gaseosa y polos en verano. Mi prima era más gamberra que yo, y en cuanto podía le robaba a su madre unas monedas del mandil y me traía con ella a comprar helados y chocolatinas. Yo observo con mucha atención, miro las cosas que me indicas y la expresión de tu cara mientras nos acercamos por a la casa donde tía está agonizando, pero soy consciente de que no veo lo mismo que tú, los fantasmas que te han recibido nada más llegar y que ahora te escoltan o te acechan según subimos una cuesta pavimentada de cemento, por una calle con poca luz en la que hay muchas casas clausuradas.
Ya estamos llegando: la casa, al final de la cuesta, a la que llegabas jadeando de excitación, corriendo calle arriba para adelantarte a tus hermanos, empujando con tus dos manos infantiles la gran hoja de la puerta que sólo se cerraba de noche, a la hora de acostarse. Ahora también está entornada la puerta, y hay luces en todas las ventanas, luces que dan en medio de la oscuridad invernal una sugestión de noche en vela y alarma. Empujarás la puerta temiendo haber llegado tarde y por un momento te parecerá descubrir gestos de reprobación en las caras fatigadas que se vuelven para recibirte, tan envejecidas como si las hubiera devastado una misma enfermedad. Doy besos, estrecho manos, escucho nombres, intercambio palabras en voz baja, soy el desconocido al que ellos aceptan como uno de los suyos porque vengo contigo. Y al formar parte de tu vida también pertenezco a este lugar, a la fatigada pesadumbre de quienes llevan muchas noches velando a una enferma y a su luto anticipado por ella. Hay un niño de once o doce años, un hombre joven que debe de ser su padre y me estrecha la mano de bienvenida y amistad con un vigor muy cálido.
Es mi primo, el médico.
Haber venido aquí contigo me une a ti de una manera nueva, no sólo a la identidad aislada de la mujer adulta a quien conocí hace no tantos años sino a todo el tiempo de tu vida y a las caras y a los lugares de tu infancia, y también a tus muertos, para los que esta casa a la que acabamos de llegar es como un santuario: hay una foto grande de tu madre, y otra de tus abuelos maternos, remotos y solemnes como en un relieve funerario etrusco, y sobre el anticuado televisor que probablemente es el mismo en el que veías de niña los dibujos animados está la cara sonriente de tu prima en una foto en color.
Me gusta ser aquí únicamente tu sombra, quien ha venido contigo: mi marido, dices, presentándome, y yo cobro conciencia del valor de esa palabra que es mi salvoconducto en esta casa, entre esas personas que te conocieron y te dieron su afecto mucho antes de que yo te encontrara, y al ver el modo en que ellas te tratan, la familiaridad que establecen enseguida contigo a pesar del tiempo que ha pasado desde la última vez que viniste, mi amor por ti se ensancha para abarcar esa amplitud de tu experiencia, de tus vínculos de ternura y recuerdo, conexiones capilares que también me aluden y nutren a mí, me agregan ese pasado tuyo que hasta ahora no me pertenecía, a esas fotos de muertos desconocidos que estaban esperándote con la misma lealtad que los muebles rancios y las paredes encaladas de las habitaciones. Qué viejo está todo, pensarás con dolor, de nuevo con una punzada de remordimiento por haber tardado tanto, por vivir en una casa mucho más cómoda que en la que tu tía ha pasado los últimos años de vida, con un televisor que es el mismo que había cuando a ti te gustaba tumbarte en el sofá a ver dibujos animados, con un brasero eléctrico bajo las faldillas de la mesa y un radiador suplementario que no llegan del todo a disipar la sensación inmediata del frío que sube de las baldosas como rezumando de ellas, las mismas baldosas de entonces, sólo que más gastadas, alguna ya suelta, resonando bajo las pisadas de alguien: todo muy viejo, no antiguo, despojado de pronto de la belleza embustera con que lo bruñía el recuerdo, las sillas tapizadas de plástico que fueron una innovación cuando tú eras niña, el sofá marrón imitando cuero, la Inmaculada Concepción de escayola, con la cara fina y pálida y la capa azul claro. Qué será de todo a partir de mañana, después del entierro, cuando se cierre la casa en la que ya no va a vivir nadie, demasiado incómoda para ser habitada y demasiado cara de rehabilitar. Habría que tirarla entera, dice alguien a mi lado, uno de tus parientes, en ese tono en que se habla de cosas triviales para distraer el tedio de un velatorio, se quedará cerrada y se irá cayendo poco a poco, como tantas casas deshabitadas del pueblo.
Hay un aire insomne y fatigado de espera en la casa, la espera de la llegada lenta de la muerte que está aproximándose al otro lado de una puerta entornada, la que separa la sala de estar del dormitorio de la mujer que agoniza, ahora dormida, nos dice el hombre de pelo blanco y expresión bondadosa y abismada que es otro de los hermanos de tu madre y tu tía, el padre del médico, y también de tu prima muerta, cuya foto se queda a veces mirando en la monotonía de la espera, una chica joven y muy atractiva de ojos verdes y pelo ensortijado, reluciente, castaño, con algo tuyo en sus rasgos, tal vez en la barbilla fuerte y en la gran sonrisa, en el tono canela de la piel. La sala de estar es una sala de espera de la muerte, y yo soy un espía en ella, espía de lo que tú haces y miras y dices y lo que tal vez sientes, cercana a mí, estrechándome una mano en el sofá, y a la vez lejana, casi desconocida, perdiéndote en las invocaciones de este lugar, de cada cosa que yo veo por primera vez y que para ti es una reliquia de la infancia, conversando en voz baja con esas personas que te han conocido desde que naciste, y en las que percibes de verdad y en toda su crudeza el paso del tiempo, el de sus vidas y el de la tuya.
A los que fueron adultos jóvenes cuando nosotros éramos niños no llegamos a verlos del todo tal como son, superponemos a sus canas y arrugas de ahora el resplandor lejano que tenían para nuestros ojos infantiles. En el hombre viejo que me ha abrazado al saludarme como si me conociera desde siempre tú sigues viendo, detrás de los agravios de la edad, la cara joven y enérgica de tu tío, que se parecía tanto a sus hermanas, tu madre y tu tía moribunda, el hermano menor que ahora será único superviviente, y al que tal vez la muerte de su hija le encaneció el pelo antes de tiempo y le dio esa pesadumbre de luto con la que ahora aguarda la nueva llegada de la muerte, sentado muy cerca de la puerta del dormitorio, queriendo escuchar si su hermana se despierta de su sueño de morfina, al menos el tiempo suficiente para saber que has llegado, para verte por última vez. Ha estado todo el día preguntándome por ti, si habías llamado, si de verdad estabas en camino.
Ahora el médico, que estaba con ella, aparece en el umbral, con un gesto te indica que entres. Se inclina un poco para decirte en voz baja que se ha despertado y acaba de preguntar por ti. Me quedo un poco rezagado, inseguro, amedrentado cobardemente por la agonía que voy a presenciar si cruzo esa puerta, pero me llevas contigo apretándome muy fuerte una mano y tu tío me alienta a seguirte poniéndome en el hombro su mano grande y afable. Con el mismo estremecimiento no de dolor sino de inaceptable extrañeza con que hace veinte años apartaste la cortina de plástico de la cama donde tu madre acababa de morir entrarás en el dormitorio en penumbra, que huele densamente a vejez, a enfermedad, a medicinas, pero también al frío de los inviernos antiguos, y a una cosa ácida e insana que debe de ser la transpiración de la muerte, las últimas secreciones y bocanadas de aire de ese cuerpo que yace en la cama, marcando apenas su volumen bajo las mantas, encogido en una rígida actitud fetal, asombrosamente reducido de tamaño. Tu tío se inclina sobre ella y le aparta el pelo de la cara y le acaricia los pómulos con un gesto de ternura que es mucho más joven que él mismo: tal vez acariciaba así la cara de su hija en la cuna. Mira quién ha venido de Madrid, le susurra, para que luego digas que te queríamos engañar.
Apenas se alzan los párpados sin pestañas, pero hay un brillo de pupilas en la penumbra y un rictus casi de sonrisa en la boca abultada, en la que los dientes postizos se han ido haciendo más grandes a medida que la cara se consumía. Una mano se levanta muy despacio hacia ti, huesos y venas azules y piel lívida, encuentra tu mano, sigue buscando y alcanza tu cara, que se llena de lágrimas, la reconoce palpándola como la mano de un ciego. Murmura tu nombre usando un diminutivo que yo no he escuchado nunca y que es sin duda el que tu madre y ella te daban cuando eras muy pequeña, y tú te sientas al filo de la cama, te abrazas a ella, sumergiéndote en el olor de la enfermedad, le besas la cara irreconocible, duros huesos de muerta bajo la piel translúcida, la llamas en voz baja, como queriendo despertarla del todo, despabilarla del sueño letal de la agonía y la morfina. Recordarás que en esa misma cama te abrazabas a ella muchas veces en busca de calor en las terribles noches invernales de la infancia: que con diecisiete años volviste a hacer lo que no habías hecho desde niña y buscaste ese mismo abrigo la noche del día en que enterraron a tu madre.
Por unos momentos yo he desaparecido, me he vuelto invisible confundiéndome con el rincón de sombra en el que permanezco en pie, ni huésped ni espía, una presencia muda de otro mundo y de otro tiempo. Pero ella, la mujer desconocida a la que sólo he llegado a ver en su agonía, aunque parecía tener los ojos casi cerrados, me ha visto, señala con un gesto inseguro de su mano de cadáver, la mano que fue tan cálida y segura para ti como las de tu madre, y que tú reconoces en su contorno antiguo debajo del espectro de mano en el que se ha convertido. Sonríes mirándome cuando te dice algo que no llego a oír, en una voz áspera y murmurada que casi no se distingue del jadeo de su respiración, dice que te acerques, que quiere ver si eres tan buen mozo como yo le había contado.
Me acerco con respeto, con un principio de incertidumbre y torpeza, como se mueve alguien en el santuario de una religión suya. Las rayas como recosidas de los párpados se entreabren un poco más. Me asomo al inclinarme a una vida y a unos ojos que están apagándose, y rozo con mis labios una piel lisa y seca que dentro de unas horas o de unos minutos se quedará helada. La cara tan cercana a la mía es la de una mujer desconocida que ya se extravía en las proximidades oscuras de la muerte, y la voz ronca que casi no escucho es sobre todo un estertor, una tentativa angustiosa de respiración en la que se deshacen las palabras apenas formuladas por los labios incoloros y secos. Pero en la mano que aprieta largamente la mía siento como si me llegara a través del tiempo y desde el otro lado de la muerte la presión afectuosa de la mano de tu madre, como si ella también hubiera alcanzado a verme con la ultima mirada de tu tía, y al verte a ti conmigo tantos años después lograra disipar una parte de su incertidumbre dolorosa sobre tu porvenir en esta vida en la que ella no iba a estar a tu lado. En las estelas funerarias griegas que hemos visto juntos en el Museo Metropolitano de Nueva York los muertos estrechan serenamente las manos de los vivos. La mano que aprieta la mía está un poco sudorosa, y su fuerza desfallece enseguida, al mismo tiempo que los párpados se cierran del todo. Tengo pánico, de pronto, nunca he visto morir a nadie, me aparto un poco y los ojos vuelven a entreabrirse, tan débilmente como se escucha un hilo de voz y se forma un principio de sonrisa en los labios de la mujer agonizante, que tienen el mismo color de su cara amarillenta. La mano se desprende del todo de la mía, el ronquido de la voz se va convirtiendo en una larga queja, y el médico me aparta suavemente a un lado, sosteniendo una jeringa hipodérmica. Tengo que ponerle más morfina antes de que vuelva más fuerte el dolor. Pero ella mueve la cabeza de un lado a otro, el pelo ralo y entrecano pegado a las sienes, con remolinos y desorden de haber pasado mucho tiempo contra las almohadas: dice que no, no quiere regresar a un sueño del que tal vez ya no se despierte, y murmura algo, el médico se inclina sobre su cara para descifrar lo que está repitiendo. Prima, te llama a ti, dice que vengas con ella. Te llama diciendo el nombre infantil con el que nadie te ha llamado desde que eras una niña, y cuando te tiene cerca abre del todo los ojos como para asegurarse de que de verdad eres tú y te pasa una mano por la cara, humedeciéndose los dedos con tus lágrimas, y con la otra quiere abarcar las dos tuyas, acariciándote y reteniéndote, rozándote el dorso con sus uñas rotas, como intentando levantarse hacia ti para decirte algo al oído o para besarte. La mano no suelta las tuyas, pero tras un estremecimiento muy leve ya no intenta apretarlas, y los ojos abiertos ya no te miran. Se te ha ido sin que te dieras cuenta, igual que se te fue tu madre, aunque esta vez no te hayas quedado dormida, se te ha ido tan furtivamente que ahora sólo sientes el estupor de que la muerte pueda suceder de una manera tan sigilosa, tan instantánea, como una tenue ondulación en el agua de un lago.
Quién podrá dormir esa noche en la que ya ha comenzado el ajetreo sigiloso que preludia el entierro, dirigido por mujeres expertas en los rituales prácticos del luto, en vestir a la muerta antes de que se empiece a quedar rígida, en encargar el ataúd y el catafalco sobre el que se posará y los cirios y el gran crucifijo que darán a la casa durante unas horas un aire sombrío de santuario, de lugar de culto del tiempo pasado y de la muerte. Escucho tu respiración suave en la oscuridad y sé que no estás dormida, aunque llevas mucho rato callada y no te mueves para no molestarme. Extraño la cama con las sábanas tan frías y la habitación que huele ligeramente a humedad y a cerrado, pero aún más las extrañarás tú, que no has vuelto a acostarte aquí desde el final de tu adolescencia, la primera cama y la primera habitación donde dormiste sola cuando te sacaron de la cuna y del dormitorio de tus padres, donde conociste el pánico y el insomnio en las noches de tormenta, cuando el retumbar de los truenos hacía vibrar los cristales de la ventana y te cegaba un relámpago con su claridad blanca y súbita, donde temías dormirte y soñar con la película de miedo que habíais visto tu prima y tú en el cine de verano, las dos arrebujadas en las sábanas, conversando noches enteras, explorando las confidencias de una secreta y desvergonzada intimidad física, la llegada de la primera regla y de los primeros novios, los bailes agarrados con otros hijos de veraneantes en la verbena de las fiestas del pueblo, en la penumbra pecadora y rojiza de las primeras discotecas en las que os aventurabais, tú siempre a la zaga de ella, que te hizo conocer por primera vez el mareo de la cerveza y el de los cigarrillos y que no parecía conocer ninguno de los limites en los que tú te detenías, ni el del pudor ni el del peligro. Quién iba a decir entonces que vuestros dos destinos serían tan distintos, que ella, tan parecida a ti, nacida al mismo tiempo que tú, iba a perderse poco a poco en laberintos de oscuridad e infortunio de los que ya no regresó y en los que también a ti te habría sido muy fácil caer, no de golpe, sino dejándote llevar despacio, derivando, igual que ella, que un año ya no volvió al pueblo a veranear con sus padres y su hermano, el que luego se hizo médico, tan serio y dócil desde niño que siempre fue el contrapunto exacto de ella.
Los ojos verdes, en la foto que su padre se quedaba mirando en silencio, como haciéndole una pregunta cuya respuesta él seguirá esperando siempre aunque sabe que ya no la obtendrá, el pelo ensortijado, la piel tostada, rubia de un sol de piscinas y veranos, los pómulos todavía carnosos de adolescencia, la sonrisa como un gesto de complacencia y desafío, la barbilla que se parece tanto a la tuya. Estaba muy flaca la última vez que la vi, pero todavía guapísima, tan alta, con el pelo rizado sobre la cara y ese brillo en los ojos verdes y misma risa loca que cuando hacíamos juntas alguna gamberrada. Pero se había quedado muy pálida, y hablaba con un deje lento que yo no le había conocido antes, y aunque estaba casada y ya tenía un hijo seguía contándome las mismas locuras que cuando empezábamos a salir con chicos en el pueblo. Me contó que había conocido a un tío en un tren y que a los pocos minutos se había encerrado con él a echar un polvo en el lavabo. Estábamos en una cafetería, y ella fumaba mucho, miraba siempre de soslayo, muy agitada, conteniéndose con mucho esfuerzo, porque se le veía que disfrutaba conmigo pero también que tenía mucha urgencia por irse, por conseguir algo que le hacía mucha falta y que le hacía morderse las uñas y encender un cigarro apenas había apagado otro, y también se nos notaba a las dos que a pesar del cariño y de los recuerdos ya no nos parecíamos, ya nos faltaban temas de conversación, referencias comunes, y nos quedábamos calladas, y ella volvía a mirar hacia la calle o apagaba el cigarro recién encendido en el cenicero, no lo apagaba, lo aplastaba torciéndolo. Quedamos que al siguiente verano vendríamos juntas al pueblo, pero yo no pude venir, porque tenía mucho trabajo, y ella tampoco apareció, y ya no la vi más. Hasta sus padres acabaron perdiéndole el rastro.
Cuando mi primo se enteró donde estaba ya no tenía remedio. Una ambulancia del hospital la había recogido en la calle. Me dijo que estaba tan desfigurada que sólo la reconoció de verdad por sus ojos. Te abrazas a mí, estrechándome fuerte, como cuando estás dormida y tienes un mal sueño, enredando tus pies helados a los míos, transida de un frío idéntico al que sentías de niña, un frío antiguo, de inviernos muy largos y casas sin calefacción, preservado en las habitaciones de esta casa igual que las fotos de los muertos y que las sensaciones más vívidas de una memoria anterior a la razón, pero ya rozada por la melancolía, por la intuición gradual de una pérdida irremediable y futura: el miedo súbito del niño a crecer, la intuición cruenta y venida de ninguna parte de que sus padres no serán siempre jóvenes, que envejecerán y morirán. Y también el miedo que te atenazaba en las noches siguientes a la muerte de tu madre, cuando no te atrevías a salir de tu dormitorio al cuarto de baño porque temías verla ante ti, en el pasillo en sombras, despeinada y con su camisón de enferma, como cuando volvió a casa y solo estuvo en ella unos días antes de que la ingresaran otra vez. Cerrabas los ojos y temías que al abrirlos ella estuviera parada delante de ti, a los pies de la cama, pidiéndote algo en silencio, y si sentías que durmiéndote tenías más miedo aún a que apareciera en tu sueño, y te despertabas con un sobresalto de angustia, creías escuchar ruidos de puertas abriéndose o de pasos, y sentías de nuevo el dolor crudo por su muerte y la espantosa ausencia en la que ahora habitabas y te avergonzabas de tener tanto miedo a su regreso, a verla ahora convertida el fantasma.
Hasta la habitación llegan desde abajo rumores de conversaciones y ruidos de pasos, el motor de un coche, el timbre de un teléfono, voces masculinas que dan instrucciones, objetos voluminosos que son desplazados o depositados en el suelo. Apartan muebles para hacer sitio al ataúd. Pero no quieres abandonarte a ese pensamiento, te resistes a imaginar la cara de tu tía muerta, estragada, no sólo por el cáncer, sino también por una vejez que no alcanzó a tu madre, y a la que ahora permanece tan invulnerable en los recuerdos como en las fotografías, una mujer delicada y joven para siempre, porque casi se te han borrado las imágenes de ella en el tiempo de la enfermedad, igual que por un raro azar no conservas fotos de sus últimos años, de modo que ahora la ves en la invariable juventud que le atribuías cuando eras niña e ignorabas aún que las personas cambian y envejecen, y finalmente mueren. Y así es como la veo yo también, espía atento e indagador de tu memoria que quisiera tan mía como tu vida presente. No puedo imaginarme a la mujer que sería ahora tu madre si no hubiera muerto, una señora de sesenta y tantos años, corpulenta, probablemente con pelo teñido. La veo como la ves tú, como sueñas a veces con ella, una madre joven que todavía conserva una sonrisa grácil de muchacha, cuya sombra intuyo a veces en tus labios, igual que puedo imaginar que su mirada se trasluce en la tuya, y que de ella proceden, ondulaciones en la superficie del tiempo, tu inclinación a la melancolía y a la provisionalidad y tu manera de ilusionarte por lo nuevo, el cuidado con que dispones en torno suyo las cosas, tu devoción por esta casa en la que ella y ti fuisteis niñas, por este paisaje de oasis con un fondo de cerros de desierto en el que ella quiso descansar, para estar siempre en la compañía de los suyos, los que se han ido poco a poco reuniendo con ella en el pequeño cementerio con las tapias color tierra, primero su sobrina, que murió todavía más joven y permanece a salvo del tiempo en la foto sobre el televisor ahora su hermana, esta noche, otro nombre añadido a la lápida del panteón de la familia, que tú mirarás mañana durante el entierro pensando tal vez por primera vez, sin que yo lo sepa, sin que quieras decírmelo, cuando yo me muera también quiero que me entierren con ellas.
Lo más firme se esfuma, lo peor y lo mejor, lo más trivial y lo que era necesario y decisivo, los anos que alguien pasa trabajando tristemente en una oficina o remordido de indiferencia y lejanía en un matrimonio, el recuerdo del viaje a una ciudad donde se vivió o a la que se prometió volver al final de una visita única y memorable, el amor y el sufrimiento, hasta algunos de los mayores infiernos sobre la Tierra quedan borrados al cabo de una o dos generaciones, y llega un día en que no queda ni un solo testigo vivo que pueda recordar.
Decía el señor Salama, en Tánger, que fue a visitar el campo de Polonia donde las cámaras de gas se habían tragado a su madre y a sus dos hermanas, y que sólo había un gran claro en un bosque y un cartel con un nombre en una estación de ferrocarril abandonada, y que el horror del que no quedaban ya huellas visibles estaba sin embargo contenido en ese nombre, en ese cartel de hierro oxidado que oscilaba sobre un andén más allá del cual no había nada, sólo la anchura del claro y los pinos gigantes contra un cielo bajo y gris del que manaba una lluvia silenciosa, desleída en la niebla, que goteaba en el alero del único cobertizo de la estación. Tan sólo un gran claro circular en un bosque, que podía ser el resultado de un antiguo trastorno geológico, de la caída de un meteorito. Era un campo tan poco importante que casi nadie conocía su nombre, dijo el señor Salama, y pronunció una palabra confusa que debía de ser polaca: pero tampoco el nombre de Auschwitz significaba nada para Primo Levi la primera vez que lo vio escrito en el letrero de una estación. En un lugar así, lejos de los campos principales, era más fácil que se perdiera a los deportados, que desparecieran sus nombres de aquellos registros minuciosos que llevaban siempre los alemanes, con el mismo celo administrativo y fanático con que organizaban sus planes colosales de transporte por ferrocarril de cientos de miles de cautivos en medio de los bombardeos Aliados y de los desastres militares de los últimos meses de la guerra.
Había raíles apenas visibles bajo la hierba húmeda, raíles oxidados y traviesas podridas, y una muleta del señor Salama tropezó o quedó enganchada en una de ellas y él estuvo a punto de caerse, gordo y torpe y humillado sobre la misma tierra en la que perecieron su madre y sus dos hermanas, por la que caminaron al llegar al campo, al bajarse del tren donde las habían llevado como a animales destinados al matadero, tres caras y tres nombres familiares en medio de una muchedumbre abstracta de víctimas desconocidas. Lo sujetó el guía, el superviviente que le había llevado en un coche viejo hasta allí, el que le señaló las formas ya apenas visibles de los muros, los rectángulos de cemento sobre los que habían estado los barracones, una especie de bardal bajo de ladrillo en el que nadie que no conociera muy bien el lugar habría reparado, y que era el único resto del pabellón donde habían estado los hornos crematorios, de los cuales sí que no quedaba nada, porque los alemanes los habían volado en el último momento, cuando hacía ya semanas que el cielo estaba rojo cada noche en el horizonte del este y la tierra temblaba por los cañonazos cada vez menos lejanos de la artillería rusa. Decenas de miles de seres humanos hacinados allí durante cuatro
Desaparecen, se quedan muy atrás en el tiempo, y la distancia va falsificando poco a poco el recuerdo, tan gradualmente como la lluvia, los años, el abandono, la fragilidad de los materiales, deshacen las ruinas de un campo de exterminio alemán perdido en los bosques fronterizos entre Polonia y Lituania, meticulosamente incendiado y destruido por sus guardianes en vísperas de la llegada del Ejército Rojo, que sólo encontró pavesas, escombros y zanjas mal tapadas en las que había yacimientos populosos de cuerpos humanos conservados intactos por el frío, arracimados, mezclados, desnudos, esqueléticos, adheridos los unos a los otros, decenas de millares de cuerpos sin nombre entre los que estaban, sin embargo, la mayor parte de los tíos y los primos y los cuatro abuelos del señor Isaac Salama, y también su madre y sus dos hermanas, que no pudieron salvarse como se salvaron él y su padre, porque ya era demasiado tarde para ellas cuando a finales del verano de 1944 les llegó uno de los pasaportes emitidos por la legación española en Hungría reconociendo la nacionalidad de las familias sefardíes que vivían en Budapest.
A nuestros vecinos, a mis amigos de la escuela, a los colegas de mi padre, a todos se los llevaban, dijo el señor Salama. Nosotros no salíamos de casa por miedo a que nos apresaran por la calle antes de que nos llegaran los papeles que nos había prometido aquel diplomático español. Oíamos en la radio que los Aliados iban a tomar París, y por el este los rusos ya habían cruzado las fronteras de Hungría, pero a los alemanes parecía que no les importaba nada más que exterminarnos a todos nosotros. Imagínese el esfuerzo que hacía falta para trasladar en tren por media Europa a cientos de miles de personas en medio de una guerra que ya estaban a punto de perder. Preferían usar los trenes para mandarnos a nosotros a los campos antes que para llevar a sus tropas al frente. Entraron en Hungría en marzo, el 14 de marzo, me acordaré siempre, aunque estuve muchos años sin acordarme de esa fecha, sin acordarme de nada. Llegaron en marzo y para el verano, puede que ya hubieran deportado a medio millón de personas, pero como temían que los rusos llegaran demasiado pronto y no les dejaran tiempo para enviar ordenadamente a todos los judíos húngaros a Auschwitz, a muchos los mataban de un tiro en la cabeza en medio de la calle, y tiraban los cuerpos al Danubio, los alemanes y sus amigos húngaros, los Cruces Flechadas, les llamaban, con los uniformes negros como los de las SS, y todavía más sanguinarios que ellos, todavía más rudos y mucho menos sistemáticos.
Uno habita todos los días de su vida en la misma casa en la que ha nacido y en la que el cobijo cálido de sus padres y sus dos hermanas mayores le parece que ha existido siempre y que va a durar siempre inmutable, igual que las fotografías y los cuadros en las paredes y los juguetes y los libros de su dormitorio, y de golpe un día, en unas horas, todo eso ha desaparecido para siempre y no deja rastro, porque uno salió a cumplir una de sus tareas usuales y cuando volvió una hora o dos horas más tarde ya le impedía el regreso un foso insalvable de tiempo. Mi padre y yo habíamos ido a buscar algo de comida, dijo el señor Salama, y cuando volvíamos a casa el marido de la portera que tenía buen corazón, salió para advertirnos que nos alejáramos, porque los milicianos que se habían llevado a nuestra familia aún podían volver. Mi padre tenía un paquete en la mano, como aquellos paquetitos de dulces que llevaba a casa todos los domingos, y se le cayó al suelo, delante de los pies. De eso me acuerdo. Yo recogí el paquete y tomé la mano de mi padre, que estaba de pronto muy fría. «Váyanse lejos de aquí», nos había dicho el marido de la portera, y se había marchado muy rápido, mirando a un lado y a otro, por miedo a que alguien lo viera hablando tan amigablemente con dos judíos. Estuvimos andando mucho tiempo sin hablar nada, yo cogido de la mano de mi padre, que ya no calentaba la mía, y que no tenía fuerzas para guiarme. Era yo quien lo llevaba a él, quien vigilaba por si aparecía una patrulla de alemanes o de nazis húngaros. Entramos en aquel café, cerca de la legación española, y mi padre llamó por teléfono. No encontraba monedas en los bolsillos, se le enredaban en las manos el pañuelo, la cartera, el reloj, también me acuerdo de eso. Yo tuve que darle la moneda para comprar la ficha. Vino el hombre a quien mi padre había visitado otras veces y le dijo a mi padre que todo estaba arreglado, pero mi padre no decía nada, no contestaba, como si no oyera, y el hombre le preguntó que si estaba enfermo, y mi padre siguió sin contestar, con la barbilla hundida en el pecho, los ojos perdidos, el gesto que se le quedó ya para siempre. Yo le dije al hombre que se habían llevado a toda nuestra familia, quería llorar pero no me salían las lágrimas ni se me aliviaba la congestión en el pecho, como si fuera a ahogarme. Estallé de pronto y me parece que la gente que había en las mesas cercanas se me quedó mirando, pero no me importaba, me eché sobre el abrigo del hombre, que tenía las solapas muy grandes, y le pedí que ayudara a mi familia, pero él quizás no me entendía, porque yo había hablado en húngaro, y él hablaba con mi padre en francés. En un coche negro muy grande con un banderín de la legación diplomática nos llevaron a una casa en la que había más gente. Recuerdo habitaciones pequeñas y maletas, hombres con abrigos y sombreros, mujeres con pañuelos, gente hablando bajo y durmiendo en los pasillos, en el suelo, usando líos de ropa como almohadas, y mi padre siempre despierto, fumando, intentando llamar por teléfono, importunando a los empleados de la legación española que nos llevaban comida de vez en cuando. Estaban buscando en las listas de deportados a mi madre y a mis hermanas, pero no aparecían en ninguna. Luego nos enteramos, se enteró mi padre años más tarde, de que no las habían llevado a los mismos campos que a casi todo el mundo, a Auschwitz o Berger—Belsen. Incluso de allí pudo rescatar a algunos judíos aquel diplomático español que nos salvó la vida a tantos, jugándose la suya, actuando a espaldas de sus superiores en el Ministerio, yendo de un lado a otro de Budapest a cualquier hora del día o de la noche, en aquel mismo coche negro de la embajada en el que nos llevaron a nosotros, recogiendo a personas escondidas o a las que acababan de detener, aunque no tuvieran de verdad origen sefardí, inventándose identidades y papeles, hasta parentescos o negocios en España. Sáez Briz, se llamaba. Encontró a mucha gente, logró que a algunos los devolvieran de los campos, los sacó del infierno, pero de mis hermanas y de mi madre no había ni rastro, porque las habían llevado a ese campo del que no había oído hablar casi nadie, y del que no quedó nada, sólo ese cobertizo y ese cartel que yo vi hace cinco años. Por mí no habría ido nunca. Nunca podré pisar esa parte de Europa, no soporto la idea de quedarme mirando a alguien de cierta edad en un café o en una calle de Alemania o de Polonia o de Hungría y preguntarme qué hizo en aquellos años, qué vio o con quién estuvo. Pero un poco antes de morirse mi padre me pidió que visitara el campo y le prometí que lo haría. ¿Y sabe lo que hay allí? Nada, un claro en un bosque. El cobertizo de una estación y un letrero oxidado.
Qué habrá sido de él, el señor Salama, que hacia la mitad de los años ochenta dirigía el Ateneo Español en Tánger, en un despacho diminuto decorado con carteles turísticos a todo color ya ajados y desvaídos por el tiempo, con viejos muebles de falso estilo castellano, y que administraba con desgana, en el bulevar Louis Pasteur, una tienda de tejidos fundada por su padre y llamada Galerías Duna, en recuerdo del río de la otra patria de la que pudieron escaparse en el último momento, a diferencia de casi todos sus conocidos, de las hermanas y la madre de las que ni siquiera guardaban una sola fotografía, un asidero para la memoria, una prueba material que hubiera atenuado o retrasado la erosión del olvido.
Duna es el nombre en húngaro del río Danubio. El señor Salama, con su verbo rico y su raro acento salpicado de tonalidades lejanas, como un rescoldo de la música del español judío que escuchó hablar en su infancia, y en el que aún recordaba canciones de cuna; el señor Salama, con su andar afanoso de tullido sobre las dos muletas y sus ojos tan fácilmente humedecidos, el pelo cano y escaso, la frente siempre con un brillo de sudor que el pañuelo blanco con sus iniciales bordadas no acababa nunca de enjugar, la respiración agitada por el esfuerzo de mover un cuerpo grande y torpe al que las piernas no le sirven, muy flacas bajo la tela del pantalón, como dos apéndices oscilando bajo la gravitación del vientre hinchado y el torso fornido. Pero se empeñaba en hacerlo todo él solo, sin la ayuda de nadie, moviéndose con brusquedad y destreza y respirando agitadamente, abría puertas y encendía luces y mostraba pequeños tesoros y recuerdos del Ateneo Español, fotos enmarcadas de un visitante célebre de muchos años atrás, o de representaciones de obras teatrales de Benavente, de Casona y hasta de Lorca, un diploma expedido por el Ministerio de Información y Turismo, un libro dedicado a la Biblioteca del centro por un escritor cuya celebridad se ha ido perdiendo con los años, de modo que hasta su nombre ya no resulta familiar, aunque hay que disimularlo delante del señor Salama, hay que decirle que se ha leído el libro y que esa primera edición dedicada debe ya de tener un valor muy considerable. Torpe, experto, caótico, incansable a pesar de la respiración difícil y de las muletas, el señor Salama mostraba carteles viejos que anunciaban conferencias y funciones teatrales en el pequeño escenario del Ateneo e incluso en el gran Teatro Cervantes, que ahora, dice, es una ruina vergonzosa, comido por las ratas, invadido por los delincuentes, una joya de la arquitectura española a la que el gobierno español no hace ningún caso. No quieren saber nada de lo poco y bueno que todavía queda de España en Tánger, ni siquiera contestan las cartas que el señor Salama escribe a los ministerios, al de Cultura, al de Educación, al de Asuntos Exteriores: deja a un lado los carteles, ahora busca entre los papeles de su mesa y elige una carpeta llena de fotocopias de escritos, de copias en papel carbón selladas en la oficina de Correos, prueba fehaciente de que se enviaron, aunque nunca hayan tenido respuesta. Señala fechas, pasa rápidamente de unos papeles a otros, de una solicitud a la de varios años antes, todas escritas en una máquina de escribir mecánica, a la manera antigua, como antes de los tiempos de las fotocopiadoras, con varias copias en papel carbón. El cuadro escénico del Ateneo Español llegó a ser la primera compañía teatral de Tánger, aunque no había en ella más que aficionados que no cobraban nada, incluido yo, que no podía actuar, como puede imaginarse, pero que muchas veces dirigí las funciones. Por las paredes de un corredor va indicando fotos en blanco y negro muy pobremente enmarcadas, en las que los actores tienen enfáticas actitudes teatrales, de aficionados entusiastas y rancios, declamando delante de decorados modestos, la hostería de Don Juan Tenorio, la escalera de una casa de vecinos de Madrid, las paredes de un pueblo andaluz. Hacíamos a Benavente y a Casona, y cada primero de noviembre el Tenorio, pero no nos califique demasiado deprisa, porque también hicimos La casa de Bernarda Alba muchos años antes de que se estrenara en la Península, cuando sólo la había representado Margarita Xirgu en Montevideo.
Melancolía y penuria de los lugares españoles lejos de España. Tejadillos falsos, ficticias paredes encaladas, imitaciones de rejas andaluzas, mugre taurina y regional, fallera y asturiana, paellas grasientas y grandes sombreros mexicanos, decorados decrépitos que vienen de las litografías románticas y de las películas de ambiente andaluz que se rodaban en Berlín durante la guerra española. El tejadillo, el farol y la reja de aquel sitio de Copenhague que se llamaba Pepe’s Bar; la imitación de las cuevas del Sacromonte en un cruce de carreteras cerca de Frankfurt, donde daban sangría en diciembre y había sartenes de cobre y sombreros cordobeses y sombreros mexicanos colgados en las paredes; el tejadillo y la pared inevitable de cortijo en la Casa de España de Nueva York, a principios de los años noventa; el café Madrid, que aparecía inesperadamente en una esquina del barrio de Adam’s Morgan, en Washington D.C., entre restaurantes salvadoreños y tiendas de ropas baratas y maletas de las que venía música merengue, en parajes que de pronto se volvían de absoluta desolación, como barrios devastados, con filas enteras de casas quemadas o derruidas, con aparcamientos cerrados por alambradas, junto al solar de una casa incendiada había una tienda para novias etíopes, y más allá un salón funerario católico. De pronto se veía aquel letrero rotundo, café Madrid, junto a una Santo Domingo Bakery y a una casa de comidas cubana que se llamaba La Chinita Linda. Hacía una mañana helada en Washington, y la luz fría del sol invernal reverberaba en el mármol de los monumentos y los edificios públicos. Se subía por una escalera estrecha y en el primer piso estaba la puerta batiente del café Madrid, y se respiraba un aire cálido con olores aproximadamente familiares, tan inusitados como el crepitar del aceite hirviendo en el que se freía la masa blanca de los churros, o como la cara redonda y aceitosa de la mujer que servía las mesas, que tenía el aire rotundo de una churrera en un barrio popular de Madrid, pero que ya hablaba muy poco español, pues decía, con un deje contaminado de cadencias mexicanas, que sus papás la habían llevado a América cuando chamaquita. Carteles viejos de toros en las paredes, una montera sobre dos banderillas cruzadas, en una disposición como de panoplia de trofeos militares, el papel de las banderillas manchado de una cosa ocre que pasaría por sangre, y la montera llena de polvo, como apelmazada por años de humo de frituras. Carteles en color de paisajes españoles, propaganda de Iberia o del antiguo Ministerio de Información y Turismo: en el despacho del señor Salama había un paisaje manchego, una loma árida coronada de molinos de viento, todo con la luz plana y excesiva de las fotos y de las películas en color de los años sesenta. Había un cartel de la Sinagoga del Tránsito, en Toledo, y junto a él, idéntico en la preferencia y casi la devoción del señor Salama, otro del monumento a Cervantes en la plaza de España de Madrid: tenía esa misma luz limpia de invierno, de mañana fría de sol, y el señor Salama se acordaba de sus paseos juveniles por esa plaza que le gustaba tanto, aunque ya le parecía raro, hasta imposible, que él hubiera sido ese hombre joven y delgado que no llevaba muletas, que caminaba sobre dos piernas eficaces y ágiles, sin pensar nunca en el milagro de que lo sostuvieran y lo llevaran de un lado a otro como si su cuerpo no tuviera peso, imaginando que todo lo que tenía y disfrutaba iba a ser perenne, la agilidad, la salud, los veinte años, la felicidad de estar en Madrid sin vínculos con nadie, sin ser nada ni nadie más que él mismo, tan libre de la fuerza de gravedad del pasado como de la de la tierra, libre, provisionalmente, de su vida anterior y tal vez también de la vida futura que otros habían calculado para él, libre de su padre, de su melancolía, de su negocio de tejidos, de su lealtad a los muertos, a los que no pudieron salvarse, aquellos cuyo lugar ocuparon o usurparon ellos, padre e hijo, que sólo por casualidad no habían acabado en aquel campo relativamente menor donde perecieron sin dejar rastro tantos de su familia, de su ciudad y su linaje. Las tres hermanas de Franz Kafka desaparecieron en los campos de exterminio. En Madrid, hacia la mitad de los años cincuenta, el señor Isaac Salama estudiaba Económicas y Derecho y planeaba no volver a Tánger cuando terminara ese plazo de libertad que se le había concedido, y por primera vez en su vida estaba plenamente solo y sentía que su identidad empezaba y terminaba en él mismo, libre ahora de sombras y de linajes, libre de la presencia y la rememoración obsesiva de los muertos. Él no tenía la culpa de haber sobrevivido ni debía guardar luto perpetuo no ya por su madre y sus hermanas, sino por todos sus parientes, por los vecinos de su barrio y los colegas de su padre y los niños con los que jugaba en los parques públicos de Budapest, por todos los judíos aniquilados por Hitler. Si uno miraba a su alrededor, en una taberna de Madrid, en un aula de la universidad, si caminaba por la Gran Vía y entraba en un cine un domingo por la tarde, no encontraba por ninguna parte rastros de que todo aquello hubiera sucedido, podía dejarse llevar hacia una existencia más o menos idéntica a la de los demás, sus compatriotas, sus compañeros de curso, los amigos que no le preguntaban a uno por su origen, que no sabían apenas nada de la guerra europea ni de los campos alemanes.
En Madrid se le desvanecía el recuerdo de Tánger, como un lastre que había dejado caer al marcharse, y ya apenas sentía remordimiento por haber abandonado a su padre y estar viviendo gracias al dinero de un negocio al que no tenía la menor intención de dedicarse. De la vida anterior, Budapest y el pánico, la estrella amarilla en la solapa del abrigo, las noches en vela junto al receptor de radio, la desaparición de su madre y sus hermanas, el viaje con su padre, a través de Europa, con pasaporte español, asombrosamente le quedaban muy pocas imágenes, tan sólo algunas sensaciones físicas que tenían la irrealidad de los primeros recuerdos de la infancia. Vi en la televisión una entrevista con un hombre que se había quedado ciego a los veintitantos años: ahora tenía cerca de cincuenta, y decía que poco a poco todas las imágenes se le habían ido olvidando, se le habían borrado de la memoria, de manera que ya no sabía recordar cómo era el color azul, o cómo era una cara, y ya ni siquiera soñaba con percepciones visuales. Le quedaban residuos, que sin embargo se iban perdiendo, decía, la mancha blanca de un almendro en flor que había en el jardín de sus padres, el rojo de un balón de goma que tuvo de niño, y que era una bola del mundo. Pero se daba cuenta de que en cuanto pasaran unos pocos años más habría perdido hasta el significado de la verdad. En Madrid, durante los años de la universidad, yo me olvidé de la ciudad de mi infancia y de las caras de mi madre y de mis hermanas, de las que ni siquiera habíamos podido guardar mi padre y yo ni una sola foto, habiendo tantas en nuestra casa de Budapest, álbumes de instantáneas que tomaba mi padre con su pequeña Leica, porque la fotografía era una de sus aficiones, como la música y el cine, una de tantas cosas que desaparecieron de su vida cuando llegamos a Tánger y ya no tuvo tiempo ni ánimos para nada que no fuera el trabajo, el trabajo y el luto, la religión, la lectura de los libros sagrados que no había mirado jamás en su juventud, visitas a las sinagogas, que yo no había pisado desde que vinimos aquí, y a las que al principio no me importaba acompañarle. Pero no lo acompañaba, ahora que lo pienso, tenía la sensación de llevarlo yo de la mano, de guiarlo, como aquella mañana en Budapest, cuando nos enteramos de que habían detenido a mi madre y a mis hermanas. No sé ha dado cuenta de que los niños algunas veces si tenemos una responsabilidad agobiante hacia sus padres.
Después de muerto, el padre del señor Salama recobraba la presencia que había tenido muchos años atrás en la vida de su hijo, y recibía de la misma devoción que cuando lo llevaba de la mano por la calle, en Budapest o en Tánger, un niño apacible, obediente, gordito, que sonreía en una foto perdida, confusamente recordada, en la que llevaba una gorra de portero de fútbol y un pantalón bombacho de entreguerras, hijo orgulloso que alza los ojos hacia su padre, los dos con una estrella amarilla en la solapa. Un día de junio su padre compró un periódico y mirando de soslayo a un lado y a otro le señaló la primera página, en la que venía la noticia del desembarco de los Aliados en Normandía, y dobló enseguida el periódico y se lo guardó en un bolsillo, y le apretó fuerte la mano, transmitiendo en secreto su brusca y vigorosa alegría, urgiéndole a que no diera muestras de celebrar la invasión, en medio de una calle poblada de seguros enemigos. Cuando yo me muera dirás por mí el kaddish durante once meses y un día como un buen primogénito y viajarás al nordeste de Polonia para visitar el campo en el que perecieron tu madre y tus hermanas, a las que yo no pude salvar, y por las que no he dejado de guardar luto ni uno solo de los días de mi vida.
Ahora, el señor Isaac Salama, que no tenía un hijo que dijera el kaddish por él después de su muerte, se culpaba melancólicamente de haber sido un hijo pródigo y de que la ternura que volvía a sentir ya no pudiera consolar ni compensar a su padre muerto, y lo añoraba tan sin esperanza de reparación como él debió de añorar a su mujer y a sus hijas. Lo había querido tanto, dice, y se le humedecen los ojos, habían estado siempre tan unidos, no sólo cuando se quedaron solos, sino ya mucho antes, desde que él era muy pequeño, desde que tenía memoria, cuando cada tarde le iluminaba la vida la inminencia de la llegada de su padre, se había cobijado en él, lo había admirado como a un héroe de novela o de cine, lo había visto desmoronarse en medio de una calle y había sentido el peso aterrador de la responsabilidad y también el orgullo secreto de imaginar que la mano de su padre que se apoyaba en su hombro no lo protegía, sino que se sustentaba en él, su hijo primogénito.
Y de pronto, cuando tuvo dieciséis o diecisiete años, ya no quería vivir con él, ya le ahogaban casi todas las cosas que habían compartido desde que se quedaron los dos solos y llegaron a Tánger, sobre todo el luto, el dolor perpetuo, la rememoración de los muertos, la mujer y las hijas que su padre no había sabido salvar, sintiendo desde entonces que usurpaba indignamente sus vidas. Con el paso de los años, el luto de su padre en lugar de atenuarse se iba ensombreciendo de remordimiento, de rechazo huraño y ofendido de un mundo para el que los muertos no contaban, en el que nadie, incluyendo a muchos judíos, quería saber, ni recordar. Atendía su negocio con la misma energía y convicción con que se había dedicado a él cuando vivían en Budapest. En pocos años y como de la nada había logrado levantar una tienda que era una de las más modernas de Tánger y cuyo letrero luminoso, Galerías Duna, iluminaba al caer la tarde aquella zona burguesa y comercial bulevar Pasteur. Pero él, su hijo, se daba cuenta de que su actividad incesante y sagaz era pura apariencia, una imitación en el fondo malograda del hombre que el padre había sido antes de la catástrofe del mismo modo que la tienda era una imitación de la que había poseído y administrado en Hungría. Se iba volviendo cada vez más religioso, más obsesivamente cumplidor de los rituales, los rezos, las festividades, que en su juventud le habían parecido residuos de un mundo cerrado y antiguo del que él se sentía satisfecho de haber escapado. Tal vez en su gradual manía religiosa participaba un sentimiento de expiación, y ahora rezaba dócilmente al mismo Dios del que había renegado en sus días y noches insomnes de desesperación por permitir el exterminio de tantos inocentes. Y su hijo, que a los trece o a los catorce años lo acompañaba a la sinagoga con la misma solicitud con que le preparaba de noche la cena, o se aseguraba cada mañana de que hubiera tinta y papel en su escritorio, ahora encontraba cada vez más irritante aquel fervor religioso, y en todos los lugares en los que habitaba su padre empezaba a sentir una falta agobiante de aire, un olor a cerrado y a rancio que era el de las ropas de los judíos ortodoxos y el de las velas y la penumbra de la sinagoga, y también el olor polvoriento de las telas en el almacén donde ya no quería trabajar y del que no sabía cómo y con qué pretexto escaparse cuanto antes.
Pero cuando por fin se atrevió a manifestar su deseo de irse descubrió con sorpresa, y sobre todo con remordimiento, que su padre no se oponía a la partida, incluso lo alentaba a marcharse a estudiar a la Península, creyendo o fingiendo que creía que la aspiración de su hijo era hacerse cargo de la tienda cuando terminara la carrera, y que los conocimientos que adquiriese en ella les serían útiles a los dos en la renovación y el progreso del negocio.
Oía la sirena del barco que salía hacia Algeciras y contaba los días que me faltaban para hacer yo mismo ese viaje. Desde la terraza de mi casa podía ver de noche las luces de la costa española. Mi vida entera era el deseo de irme, de escaparme de todo lo que me apresaba y me agobiaba, como esas camisetas, camisas, jerseys, abrigos y bufandas que me ponía mi madre cuando era niño para ir a la escuela. Quería irme de la estrechura de Tánger, y del agobio de la tienda de mi padre, y de mi padre y su tristeza y sus recuerdos, y su remordimiento por no haber salvado a su mujer y a sus hijas, por haberse salvado él en su lugar. El día que por fin iba a irme amaneció con mucha niebla y avisos de marejada y yo temía que el barco de la Península no llegara, que no pudiera salir del puerto cuando yo hubiera subido a él con mis maletas y con mi billete anticipado para el tren de Algeciras a Madrid. El nerviosismo hacía que me irritara fácilmente con mi padre, que me sintiera importunado por su solicitud conmigo, por su manía de comprobarlo una y otra vez todo hasta el último momento, no fuera a olvidárseme algo, el pasaje del barco, el billete del tren, mis documentos de ciudadanía españoles, la dirección y el teléfono de la pensión en Madrid, el resguardo de mi matrícula en la universidad, la ropa de abrigo que me haría falta en cuanto llegara el invierno. Desde que salimos de Budapest yo creo que no nos habíamos separado nunca, y él debía de sentirse al mismo tiempo mi padre y mi madre, la madre que yo no tenía porque él no había sido capaz de salvarla. Habría dado cualquier cosa por evitar que me acompañara al puerto, pero no me atreví ni a sugerírselo indirectamente, por miedo a que se sintiera ofendido, y cuando vino conmigo y lo vi entre la gente que iba a despedir a otros viajeros me sentí hasta avergonzado, y la vergüenza me daba remordimiento y aumentaba mi irritación, mi impaciencia porque el barco se pusiera en marcha y yo no tuviera que seguir viendo a mi padre, avergonzándome de él, de su pinta de judío viejo de caricatura, porque en los últimos años, a la vez que se volvía más religioso, había envejecido mucho y se había encorvado, empezaba a parecerse en sus gestos y en su manera de vestir a los judíos pobres y ortodoxos de Budapest, los judíos del Este que nuestros parientes sefardíes miraban por encima del hombro, y que él, cuando era joven, había considerado con lástima y con un poco de soberbia como gente atrasada, incapaz de incorporarse a la vida moderna, enferma de preceptos religiosos y de falta de higiene. Sentía remordimiento por avergonzarme de él y por dejarlo, y también le tenía lástima, pero en realidad ni una cosa ni la otra me estropearon la alegría de irme, y me desprendí de mi padre y de Tánger y de mi vergüenza nada más salir el barco, nada más notar que se apartaba poco a poco del muelle. Aún estaba a unos metros de él, que me seguía diciendo adiós con la mano allí abajo, entre la gente, tan distinto a todos que no me gustaba que me asociaran a él. Yo también le decía adiós y le sonreía, pero ya me había ido, sin dejar de verlo ni alejarme unos metros del muelle de Tánger ya estaba lejísimos, por primera vez en mí vida, descargado de todo, no se puede imaginar de qué peso tan grande, de mi padre y de su tienda y de su luto y su culpa y de todo el dolor por nuestra familia y por todos los judíos aniquilados por Hitler, por todas las listas de nombres que había en la sinagoga, y en las publicaciones judías a las que estaba suscrito mi padre, y en los anuncios por palabras de los periódicos israelíes, donde se solicitaban rastros sobre los desaparecidos. Ya estaba solo. Ya empezaba y terminaba en mí mismo. Ya no era nadie más que yo. Me acuerdo de que alguien cerca de mí, en la cubierta, estaba escuchando un transistor, una de esas canciones americanas que se pusieron de moda por entonces. Parecía que la canción estaba llena de la misma clase de promesas que el viaje que yo tenía por delante. Nunca he tenido una sensación física de felicidad más intensa que al notar que el barco empezaba a moverse, que al ver Tánger a lo lejos, desde el mar, como lo había visto el día que llegamos mi padre y yo, escapados de Europa.
Cómo será de verdad Tánger, desfigurada en la memoria por el paso de los años, por la insolvencia del recuerdo, que nunca es tan preciso como lo finge la literatura. Quién puede recordar de verdad una ciudad, o una cara, sin el auxilio de las fotografías, que quedaron en los álbumes perdidos de una vida anterior, una vida que pareció invariable, sofocante, eterna, y sin embargo se disolvió sin dejar huellas, sin dejar apenas recuerdos, imágenes que se van perdiendo como los residuos de un campo en ruinas o como los colores que olvidan poco a poco quienes se han quedado ciegos, la ciudad en la que vivió hasta los doce años el señor Isaac Salama, las caras de sus hermanas y de su madre, la ciudad donde alguien se siente atado y apresado y de la que piensa que nunca va a poder marcharse, y sin embargo se va y un día ya no vuelve a ella, la mesa de oficina tras la que no se sentará de nuevo, y en uno de cuyos cajones, entre papeles oficiales ya inútiles, queda un paquete de cartas olvidadas que alguien tirará en la próxima limpieza, las cartas de Milena Jesenska que Kafka no guardó.
Sirenas de barcos y llamadas de almuédanos a la caída de la tarde, escuchadas desde la terraza de un hotel. Una confitería española que se parece a las de las ciudades de provincias de los años sesenta, un teatro español que está casi en ruinas y se llama Cervantes. Grandes cafés opacos de humo y rumorosos de conversaciones en árabe y francés en los que sólo hay hombres. Las teteras doradas, los estrechos vasos de cristal donde humea un té verde muy dulce. El laberinto de un zoco en el que huele a las especias y a los alimentos de la infancia. Un mendigo ciego con una chilaba desgarrada y marrón que parece hecha del mismo tejido que la capa del aguador de Sevilla de Velázquez; el mendigo esgrime un bastón y murmura una cantinela en árabe y de su cabeza encapuchada sólo se ve el mentón áspero de pelos blancos y ralos de barba, y la sombra que le cubre los ojos como un lóbrego antifaz. Hombres jóvenes permanecen indolentes y al acecho en las esquinas, cerca de los hoteles, y en cuanto distinguen al forastero lo asedian, le ofrecen su amistad, su ayuda como guías, intentan venderle hachis, o presentarle a una chica o a un chico, y si se les dice que no la negativa no les desalienta, y si no se les hace caso y se finge embarazosamente no verlos ellos no se rinden y siguen a la zaga de quien no sabe cómo eludirles y a la vez no quiere ser arrogante y ofensivo, con una mala conciencia de europeo privilegiado. El bulevar Pasteur, el único nombre de calle que permanece en el recuerdo, con sus edificios burgueses que podrían estar en cualquier ciudad de Europa, aunque de una Europa de otro tiempo, antes de la guerra, una ciudad con tranvías y fachadas barrocas, quizás la Budapest en la que el señor Salama nació y vivió hasta los diez años, y adonde nunca había vuelto, y de la que apenas le quedaban unas pocas imágenes sentimentales y lejanas, como postales coloreadas a mano. La ciudad más hermosa del mundo, se lo juro, el río más solemne, pura majestad, ni el Támesis ni el Tiber ni el Sena pueden comparársele, el Duna, tantos años después no me acostumbro a llamarlo Danubio. La ciudad más civilizada, creíamos, hasta que se despertaron aquellas bestias, no sólo los alemanes, los húngaros que eran peores que ellos y que no necesitaban sus órdenes para actuar con la máxima bestialidad, las Cruces Flechadas, los perros de presa de Himmler y Eichmann, húngaros que habían sido vecinos nuestros y que hablaban nuestra misma lengua, que a mí ya se me ha olvidado, o casi, en gran parte porque mi padre se empeñó en que no volviéramos a hablarla, ni siquiera entre nosotros, entre él y yo, los únicos que habíamos quedado de toda nuestra familia, los dos solos y perdidos aquí, en Tánger, con nuestro pasaporte español, con nuestra nueva identidad española que nos había salvado la vida, que nos había permitido escaparnos de Europa, adonde mi padre ya no quiso nunca volver, la Europa que él había amado sobre todas las cosas y de la que se había enorgullecido, Brahms y Schubert y Rilke y toda aquella gran basura de lujo que le tenía trastornada la cabeza y de la que luego renegó para querer convertirse en lo que tampoco era, un judío celoso de la Ley y aislado y huraño entre los gentiles, él, que de niños jamás nos llevó a la sinagoga ni a mis hermanas ni a mí ni celebró ninguna fiesta litúrgica, que hablaba francés, inglés, italiano y alemán pero apenas sabía unas palabras en hebreo, y una o dos canciones de cuna en judeoespañol, aunque de ese origen sí le gustaba enorgullecerse cuando vivíamos en Budapest. Sefarad era el nombre de nuestra patria verdadera aunque nos hubieran expulsado de ella hacía más de cuatro siglos. Me contaba que nuestra familia había guardado durante generaciones la llave de la casa que había sido nuestra en Toledo, y todos los viajes que habían hecho desde que salieron de España, como si me contara una sola vida que hubiera durado casi quinientos años. Hablaba siempre en primera persona del plural: habíamos emigrado al norte de África, y luego algunos de nosotros nos establecimos en Salónica, y otros en Estambul, donde llevamos las primeras imprentas, y en el siglo XIX llegamos a Bulgaria, y a principios del XX uno de mis abuelos, el padre de mi padre, que se dedicaba a comerciar en grano a lo largo de los puertos el Danubio, se asentó en Budapest y se casó con la hija de otra familia de su mismo rango, porque en esa época los sefardíes se consideraban por encima de los judíos orientales, los askenazis pobres de las aldeas judías de Polonia y de Ucrania, los que escapaban de los pogromos rusos. Nosotros éramos españoles, decía mi padre en su plural orgulloso. ¿Usted sabía que un decreto de 1924 nos devolvió los sefardíes la nacionalidad española?
El Ateneo Español, las Galerías Duna, las luces de la costa española brillando de noche, tan cerca como si no estuvieran al otro lado del mar, s¡ no en la otra orilla de un río caudaloso y muy ancho, el Danubio, el Duna que el señor Isaac Salama veía en su infancia, las aguas a las que en la primavera y el verano de 1944 los alemanes y sus lacayos arrojaban a los judíos asesinados de cualquier manera en medio de la calle, a la luz del día apresuradamente, porque se acercaba el Ejército Roo y era posible que las vías férreas quedaran cortadas y que ya no hubiese forma de seguir enviando convoyes de muertos en vida hacia Auschwitz o Belger—Belsen, o hacia esos campos menores de los que no queda ni la memoria de sus nombres. España está a un paso y a una hora y media en barco, son esas luces que se ven desde la terraza del hotel, pero en la conversación del señor Isaac Salama, en las galerías Duna o en el Ateneo Español, España se ve tan lejos como si estuviera a miles de kilómetros, al otro lado de océanos, como si uno la recordara en el Hogar Español de Moscú un mediodía mortecino de invierno o en el café Madrid de Washington D.C.: España es un sitio casi inexistente de tan remoto, un país inaccesible, desconocido, ingrato, llamado Sefarad, añorado con una melancolía sin fundamento ni disculpa, con una lealtad tan asidua como la que se fueron pasando de padres a hijos los antecesores del señor Isaac Salama, el único de todo su linaje que cumplió el sueño heredado del regreso para ser expulsado otra vez y ya definitivamente, por culpa de un infortunio que él, con los años, ya no consideraba obra injusta del azar, sino consecuencia y castigo de su propia soberbia, de la culpable desmesura que le había empujado a avergonzarse de su padre y a renegar de él en lo más hondo de su corazón.
Si no hubiera conducido tan temerariamente aquel coche, piensa día tras día, con el mismo luto obsesivo con que su padre pensaba en la mujer y en las hijas a las que no había podido salvar, si no hubiera tenido tanta prisa para volver cuanto antes a la Península, por subir hacia Madrid no en los lentos trenes nocturnos que cruzaban el país entero desde el sur hacia el norte como corrientes poderosas y oscuras de ríos, sino en el coche que su padre le había regalado como premio al terminar con tanta brillantez las dos carreras que había estudiado simultáneamente. Pero ya ninguno de los dos mantenía la ficción de que los títulos universitarios del señor Salama iban a servir para que prosperase aún más el negocio de los tejidos del bulevar Pasteur. Tánger, le dijo su padre, cuando él volvió al final del último curso, ya no seguiría siendo mucho más tiempo la ciudad internacional, agitada y abierta a la que habían llegado los dos en 1944. Ahora Tánger pertenecía al Reino de Marruecos, y poco a poco los extranjeros tendrían que marcharse, nosotros los primeros, dijo su padre con un brillo fugaz de la agudeza y el sarcasmo de otros tiempos. Sólo espero que nos echen con mejores modales que los húngaros, o que los españoles en 1492.
Dijo eso, los españoles, como si no se considerase ya uno de ellos, aunque tuviera la nacionalidad y durante una parte de su vida hubiera sentido tanto orgullo de pertenecer a un linaje sefardí. El señor Salama comprendió que su padre estaba calculando la posibilidad de vender el negocio y emigrar a Israel. Pero por nada del mundo quería él cambiar otra vez de país: tenía que haberle hecho caso a mi padre, dice ahora, en otro de los episodios e su arrepentimiento, porque España no quiere saber nada de las cosas españolas de Tánger ni de los españoles que todavía quedamos aquí. En Maruecos cada vez hay menos sitio para nosotros, pero en España tampoco nos quieren. Con la pensión que yo cobraré cuando cierre esa tienda que ya casi no me deja nada y me jubile, no tendré para vivir en la Península, así que me quedaré para morir en Tánger, donde cada vez somos menos los españoles y cada vez más viejos y más extranjeros. Podría irme a Israel, desde luego, pero qué hago yo en un país que no conozco de nada, a mi edad, en el que no tengo a nadie.
Si le hubiera hecho caso entonces a su padre, si hubiera tenido al menos un poco e paciencia, si no hubiera conducido a tanta velocidad por una de aquellas carreteras españolas de los años cincuenta, hinchado de soberbia, dice, torciendo despectivamente los labios carnosos, creyendo que lo podía todo, que era capaz de controlarlo todo.
Un poco antes del amanecer, a la salida de una curva muy cerrada, el coche se le fue al lado izquierdo de la carretera y vio de frente los faros amarillos de un camión. Tenía que haberme muerto entonces, dice el señor Salama, y se da cuenta de que está repitiendo las mismas palabras que le escuchó a su padre tantas veces, el mismo afán de corregir el pasado tan sólo en unos minutos, en segundos: si no las hubiéramos dejado solas en casa, si hubiéramos tardado un poco menos en volver, la vida entera imperceptible quebrada para siempre en una fracción de tiempo, en una eternidad de remordimiento y vergüenza, la vergüenza horrible que sentía el señor Salama al verse paralítico a los veintidós años, al caminar con muletas y arrastrando dos piernas inútiles, sabiendo que nunca más podría sostenerse en pie, que ya no tendría no la fuerza física, sino el coraje moral necesario para emprender la vida que había deseado tanto, que había creído estar tocando casi con los dedos.
No quería que me viera nadie, dice, quería quedarme escondido en la oscuridad, en un sótano, como esos monstruos de las películas. Tardó años en salir con algo de normalidad a la calle, en caminar por la tienda apoyándose en las muletas. Notaba que se iba deformando poco a poco, que tenía las piernas cada vez más flacas y el torso más hinchado, los hombros muy anchos y el cuello hundido. Se caía en la tienda delante de algunas parroquianas, en los tiempos en que aún había mucha clientela, y cuando los dependientes iban corriendo a levantarlo del suelo los odiaba más aún de lo que se odiaba a sí mismo, y cerraba los ojos como en el hospital y se quería morir de vergüenza.
Qué puede entender usted, y perdóneme que se lo diga, si tiene sus dos piernas y sus dos brazos. Eso sí que es una frontera, como tener una enfermedad muy grave o muy vergonzosa o llevar una estrella amarilla cosida a la solapa. Yo no quería ser judío cuando los otros niños me tiraban piedras en el parque de Budapest al que iba a jugar con mis hermanas, que eran más grandes y más valientes que yo y me defendían. Ser judío me daba entonces la misma vergüenza y la misma rabia que me dio después quedarme paralítico, tullido, cojo, nada de minusválido o discapacitado, como dicen esos imbéciles, como si cambiando la palabra borraran la afrenta, me devolvieran el uso de las piernas. Cuando tenía nueve o diez años, en Budapest, lo que yo quería no era que los judíos nos salváramos de los nazis. Se lo digo y me da vergüenza: lo que yo quería era no ser judío.
Por la ventana abierta del pequeño despacho del señor Salama entra un aire tibio, como de atardecer de mayo, aunque era diciembre en aquella visita, y llega con claridad el canto de un muecín, amplificado por uno de esos rudimentarios altavoces que cuelgan precariamente de algunos alminares, y el retumbar denso de la sirena de un barco que entra en puerto o sale de él. El señor Salama, con un gesto de desagrado, ha llamado a la tienda para preguntar si hay alguna novedad, y le ha dicho en francés a alguien que tardó mucho en contestar al teléfono que ya no podrá ir antes del cierre, porque a las ocho empieza el concierto de piano en el salón de actos del Ateneo. Ayer se inauguró la Semana Cultural Española, con la conferencia sobre literatura, que tuvo cierto público, pero hoy el señor Isaac Salama está preocupado, porque el pianista que actúa no es muy conocido, y él teme que tampoco sea demasiado bueno. Si lo fuera no vendría a Tánger a dar un concierto por tan poco dinero. Da miedo y melancolía, de antemano, imaginar el salón de actos con sólo unas pocas sillas ocupadas, el arco como de cortijo andaluz sobre el escenario, el pianista con un frac ya muy viajado, inclinándose hacia el público retraído y escaso con un ademán enfático, el flequillo de la melena romántica tapándole media cara cuando se vuelva a incorporar. No ha habido dinero para imprimir todos los carteles que hubieran hecho falta, para enviar a tiempo las invitaciones. Además es miércoles, quizás hay en la televisión un partido internacional. En los cafés grandes y sombríos de Tánger, en los que había al entrar un olor acre de sudor masculino y de tabaco negro, como en los bares españoles de hace treinta años, se veía a veces una multitud de caras oscuras y alzadas hacia la pantalla de un televisor, mejillas sin afeitar y ojos de mirada intensa: era que estaban viendo un partido de fútbol en la televisión española, o uno de esos concursos de azafatas en minifalda recostadas sobre coches flamantes. Ésa es la única cultura que deja aquí España, clamaba el señor Salama, la televisión y el fútbol, y el idioma perdiéndose, y nuestro Ateneo sin ayudas, comido por las trampas mientras en la Península se gastan miles de millones en esa Babilonia de la Expo de Sevilla. Mire los franceses, en cambio, compare nuestro Ateneo con la Alliance Française, el palacio opulento que tienen, los ciclos de cine que organizan, las exposiciones que traen, el dinero que se gastan en publicidad, que nos tapan todos los carteles, los pocos que podemos costearnos. ¿Se ha fijado en lo alta que ondea la bandera francesa? Voy allí, porque me invitan siempre, y me muero de envidia. Me invitan los franceses, pero a los españoles se les olvida a veces invitarme, no a mí, que no soy nadie, sino al Ateneo, nos dan de lado siempre que pueden, la gente de la embajada, los del consulado, como si no existiéramos. El señor Salama respira con agitación, los codos clavados sobre la mesa, el torso ancho volcado sobre los papeles, las manos buscando algo en medio del desorden, entre programas de conciertos, cartas, facturas sin pagar, tarjetas de invitación. Se hace tarde y no encuentra lo que busca, mira el reloj, comprueba que faltan ya pocos minutos para que empiece el concierto, recital de piano a cargo del acreditado virtuoso D. Gregor Andrescu, obras de F. Schubert y F. Liszt, entrada gratuita, se ruega puntualidad. Pánico a que no asista casi nadie, a estar sentado en primera fila y ver tan de cerca la cara de decepción y la sonrisa obligatoria del pianista, que según el señor Salama era una figura de primera magnitud en Rumania antes de escaparse al Oeste y de conseguir asilo político en España.
Pero el señor Salama ha encontrado lo que buscaba, una tarjeta de invitación redactada en francés, impresa en cartulina sólida y brillante, con el escudo de la República dorado, y al pie, sobre una línea de puntos, su nombre escrito con tinta china y con una caligrafía exquisita, M Isaac Salama, directeur de L Athénée Espagnol, la prueba indudable de que la Invitación está personalmente dirigida a él, de que otros, siendo extranjeros, le guardan una consideración que no le tienen sus compatriotas. Inolvidable esa exposición, dice, recobrando la tarjeta, que mira de nuevo como para comprobar que su nombre y su cargo siguen escritos a mano en ella, nosotros no podremos nunca traer nada comparable: manuscritos de Baudelaire, primeras ediciones de Les Fleurs du mal y Spleen de Paris, las páginas de pruebas con las tachaduras y correcciones que él mismo hizo. Qué raro, pensaba yo, dice, que estas cosas tan íntimas hayan durado tanto, que hayan llegado hasta aquí para que yo las vea. Y se le humedecen los ojos cuando se acuerda de la emoción de ver, copiado en limpio por la misma mano del poeta, el soneto a la bella desconocida à la passante, que es de todos los de Baudelaire que más le gusta al señor Salama, el que se sabe de memoria y repite en un francés admirable, aprendido de su madre en la infancia, deteniéndose con delectación y cierto melodramatismo en el último verso:
Ô toi que j’eusse aimé! Ô toi qui le savais!
Se queda como empantanado en un silencio trágico, en una actitud insondable de remordimiento y penitencia. Mira como a punto de decir algo, la mirada fija y húmeda, abre la boca, tomando aire para hablar, pero justo cuando empezaba a hacerlo llaman a la puerta del despacho. Entra una señora mayor, flaca, con gafas colgando de una cadenilla, la bibliotecaria y secretaria del Ateneo. Cuando ustedes quieran bajar, el maestro Andrescu dice que ya está preparado.
Desaparecen un día, muertos o no, se pierden y se van borrando del recuerdo como si nunca hubieran existido, o se van convirtiendo en otra cosa, en figuras o fantasmas de la imaginación, ajenos ya a las personas reales que fueron, a la existencia que tal vez sigan llevando. Pero a veces surgen de nuevo, saltan del pasado, llega por el teléfono una voz que no se escuchaba hace años o alguien dice con naturalidad un nombre que ya parecía del todo imaginario, el nombre de un muerto
Sin que uno lo sepa, otros usurpan historias o fragmentos de su vida, episodios que uno cree guardar en la cámara sellada de su memoria, los que son contados por gente a la que uno tal vez ni siquiera conoce, gente que los escuchó y que los repite deformándolos, adaptándolos a su capricho
El señor Isaac Salama sube a un tren con destino a Casablanca, adonde tiene que viajar por motivos de negocios. Cabe imaginar que tiene cuarenta, cuarenta y tantos años, que desde hace un cierto tiempo, desde la jubilación de su padre, se viene encargando de dirigir las Galerías Duna, que han caído ya en un cierto declive, como esas tiendas grandes de las capitales españolas de provincia que fueron muy modernas a finales de los cincuenta, en los primeros sesenta, y que después se quedaron como detenidas en el tiempo, inmóviles con una modernidad envejecida, poco a poco arqueológica. Cuando va a viajar en tren, el señor Isaac Salama tiene la costumbre de llegar muy pronto a la estación, ya que así puede ocupar su asiento antes que cualquier otro viajero, y evitar que lo vean moverse con torpeza y agobio sobre sus dos muletas. Las esconde bajo el asiento, o las deja bien simuladas sobre la redecilla de los equipajes, a ser posible detrás de su propia maleta, aunque también calculando los movimientos necesarios para recuperarlas sin dificultad, y dejando al alcance de las manos las cosas que necesitará durante el viaje. También procura llevar una gabardina ligera, para echársela por encima de las piernas. Es la época en que los trenes tienen todavía departamentos pequeños con los asientos enfrentados. Si alguien ocupa un asiento próximo al suyo, el señor Isaac Salama puede pasarse el viaje entero sin moverse, o esperando que el otro se baje antes que él, y sólo en caso extremo se levantará y recogerá las muletas para ir al lavabo, arriesgándose a que le vean por el pasillo, a que se aparten mirándolo con lástima o burla o incluso le ofrezcan ayuda, le sostengan una puerta o le tiendan una mano.
Es casi la hora de salida del tren y para la satisfacción del señor Salama nadie ha entrado en su departamento. Viajando en primera clase eso le ocurre con cierta frecuencia, justo cuando el tren ha empezado a moverse irrumpe una mujer, tal vez agitada por la prisa que ha debido darse para llegar en el último minuto. Se sienta frente al señor Salama, que encoge sus piernas tullidas bajo la gabardina. Él no se ha casado, apenas se ha atrevido a mirar a una mujer desde que se quedó inválido, tan avergonzado de su diferencia ultrajante como cuando de niño le obligaron a ponerse en la solapa del abrigo una estrella amarilla.
La mujer es joven, muy guapa, muy conversadora, cultivada, seguramente española. A pesar de la reticencia del señor Salama, al poco rato de empezar el viaje ya hablan como si se conocieran de siempre, sobre todo ella, que tiene el don de explicarse con claridad y fluidez, pero también el de prestar una atención golosa a lo que le cuentan, de pedir enseguida detalles sin ser entrometida. Sin darse cuenta se inclinan el uno hacia el otro, las manos puede que se rocen en algunos ademanes, las rodillas, desnudas las de la mujer, sin medias, las del señor Salama encogidas y ocultas bajo la tela de la gabardina. Conversan de perfil contra el paisaje que huye por la ventana hacia la que no se vuelve ninguno de los dos. El señor Salama siente un deseo sexual muy fuerte, pero también muy claro y estremecido de ternura, una promesa física de felicidad que le parece ver reflejada y correspondida en los ojos de la mujer.
A los dos les gustaría que durara siempre el viaje: el gozo de ir en tren, de acabar de conocerse y tener por delante tantas horas de conversación, de mutuas afinidades recién descubiertas, no compartidas hasta entonces con nadie. El señor Isaac Salama, a quien el accidente lo dejó paralizado para siempre en la timidez tortuosa de la adolescencia, encuentra ahora en sí mismo una ligereza de palabra que desconocía, un principio de seducción, una audacia que le devuelve después de tantos años parte del impulso de jovialidad de sus primeros tiempos en Madrid.
Ella le dice que va a Casablanca, donde vive con su familia. El señor Salama está a punto de decirle que él también va a esa ciudad, así que bajarán juntos del tren y podrán seguir viéndose los próximos días. Pero entonces se acuerda de lo que había dejado de tener presente durante las últimas horas o minutos, de su obsesión y su vergüenza, y no dice nada, o miente, dice que es una lástima que él tiene que seguir viaje hasta Rabat. Si se bajara en Casablanca tendría que recobrar las muletas; que ella no ha podido ver, del mismo modo que no ha visto sus piernas, aunque las haya rozado porque las cubre la gabardina.
Siguen conversando, pero empieza a haber trances de silencio, y los dos se dan cuenta, aunque ella intenta animosamente cubrirlos con palabras detrás de las cuales ya hay una zona de sombra, de extrañeza o recelo. Tal vez imagina que ha cometido algún error, que ha dicho algo que no debía. Mientras tanto el señor Isaac Salama mira por la ventanilla cada vez que el tren llega a una estación y calcula cuántas faltan todavía para Casablanca, para la despedida que le parece tan irrevocable como si ya hubiera sucedido. Se injuria con rabia secreta a sí mismo, se desafía, se pone plazos, límites, se concede treguas de minutos, mientras la mujer le habla aún y le sonríe, mientras lo roza con sus manos desenvueltas, las rodillas tan cerca que chocan cuando el tren frena, y entonces el señor Salama aprieta con disimulo la gabardina sobre los muslos, no vaya a deslizarse hacia el suelo. Le dirá que él también va a Casablanca, se erguirá en el asiento cuando el tren se haya detenido y alcanzará sus dos muletas, no le permitirá que intente ayudarle a llevar su equipaje, porque en tantos años ya ha adquirido una agilidad y una fuerza en los brazos y en el torso que al principio no pudo imaginar que lograría, y cuando le faltan manos es capaz de sujetar algo con los dientes, o de mantener el equilibrio apoyándose contra una pared.
Pero en el fondo sabe, y no ha dejado de saberlo ni un solo instante, que no se atreverá. Según el tren se va acercando a Casablanca la mujer le apunta su dirección y su teléfono, y le pide los suyos, que el señor Salama falsifica con desordenada caligrafía en un papel. El tren se ha detenido, y la mujer, de pie delante de él, se queda un poco confundida, extrañada de que él ni siquiera se levante para despedirse de ella, de que no le ayude a bajar su equipaje. No es probable que haya visto las muletas, bien disimuladas detrás de la bolsa del señor Salama, aunque también resulta tentador imaginar que si ha reparado en ellas, con perspicacia de mujer, y que ya había notado algo raro en las piernas demasiado juntas, tapadas por la gabardina. No se decide a inclinarse sobre el señor Salama para darle un beso, y le tiende la mano, le sonríe, encogiéndose de hombros, en un gesto de fatalidad o capitulación, le dice que la llame si se decide a parar en Casablanca en el viaje de vuelta, que ella lo llamará la próxima vez que vaya a Tánger. En el último instante el señor Salama tiene una tentación de incorporarse, o de no soltar la mano de ella y dejar que le alce con su apretón vigoroso. Tan fuerte es el impulso de no permitir que la mujer se vaya que casi le parece que vuelve a tener fuerzas en las piernas y que puede ponerse de pie sin la ayuda de nadie. Pero se queda quieto, y después de un instante de duda la mujer suelta su mano, toma la maleta, se vuelve por última vez hacia él y sale al pasillo, y él ya no llega a verla en el andén. Se echa hacia atrás en el asiento cuando el tren se pone en marcha, camino de una ciudad en la que no tiene nada que hacer, en la que deberá buscar un hotel para pasar la noche, un hotel cercano a la estación, porque deberá tomar a primera hora de la mañana un tren de vuelta a Casablanca. O tú a quien yo hubiera amado, recitó el señor Salama aquella tarde en su despacho del Ateneo Español, con la misma grave pesadumbre con que habría dicho los versículos del kaddish en memoria de su padre, mientras llegaba por la ventana abierta el sonido de la sirena de un barco y la salmodia de un muecín, oh tú que lo sabías.