3.000 ptas.: me masturbo con

vibrador

Le faltaba el aire, le sudaban las palmas de las manos, humedeciendo el puñado de monedas, escalofríos y picores le sacudían el cuerpo. Pensó que si no se marchaba inmediatamente de allí era por no sufrir las burlas con que lo escarnecería Pepín Godino. La mujer seguía sentada frente a él, al otro lado del cristal, con la misma expresión de aburrimiento que la cajera de una tienda sin público. Se impacientaba, acercaba mucho la cara al cristal haciéndose pantalla con las dos manos para distinguir a Lorencito y él retrocedía buscando el amparo de la oscuridad. La mujer estaba diciéndole algo, pero el cristal era muy grueso y apenas se la oía, y además hablaba muy poco español.

Avergonzado, ridículo, intimado por ella, Lorencito fue a depositar más monedas en el marcador, pero se le cayeron al suelo y tuvo que arrodillarse con dificultad y tantear en la moqueta para encontrarlas, y cuando por fin introdujo dos o tres en la ranura y la mujer pareció que revivía del tedio y se desperezaba y desplegaba lentamente sus miembros Lorencito quedó sumido en un estado muy próximo a la hipnosis, comparándola en su imaginación con una diosa griega, con una estatua de Rubens. Tan absorto estaba mirando lo que no había visto nunca en su vida que no se dio cuenta de que tenía la cara pegada al cristal ni de que la puerta de la cabina se abría sigilosamente tras él.

Sólo se volvió cuando ya era casi demasiado tarde, al oír el ruido de un pestillo, y entonces se olvidó de la mujer que ahora tenía las piernas separadas y había empezado a manejar, con los ojos cerrados, con un aire indiferente de rutina y fastidio, como una peluquera cansada, un extraño artefacto que sin duda funcionaba a pilas: detrás de Lorencito, con la cara débilmente iluminada de azul, el mismo oriental que le llevó el sobre a la pensión, el que lo persiguió por las Vistillas con una cámara de vídeo, alzaba ahora muy despacio un pérfido cris malayo.

Sin volverse del todo, como en un sueño lento y silencioso, Lorencito vio la sonrisa y los ojos rasgados del sicario japonés y el brillo del puñal. Pensó que iba a morir y que la punta tardaría mucho tiempo en clavársele, levantó la mano derecha y asió con sus dedos gruesos y blandos la muñeca nervuda que sostenía el puñal, recibió un rodillazo en el estómago, cayó al suelo doblándose y derribando el taburete y vio que al otro lado del cristal la mujer aún manejaba aquel artefacto a pilas y se relamía los labios y la barbilla húmeda, alzó la cabeza, abrió la boca queriendo respirar y notó en la garganta la presión de unos dedos que se lo impedían. Estaba sentado en el suelo, contra la pared, con un brazo retorcido a la espalda, y el japonés le tenía las piernas apresadas, le sujetaba el cuello con una mano hundiéndole en la papada las yemas de los dedos y con la otra le acercaba el puñal, murmurando cosas en su idioma, seguramente injurias o maldiciones orientales: “Va a degollarme”, pensó Lorencito, y cerró los ojos con más resignación que terror. Entonces tocó algo, lo empuñó instintivamente, en una décima de segundo comprendió que era el frasco de aerosol desinfectante. Golpeó con él la hoja del puñal que ya le estaba rozando el cuello y luego disparó un chorro de spray contra los ojos del japonés, le bañó toda la cara, se puso en pie y le dio un golpe en la nuca tan fuerte como pudo, y ya enfurecido, poseído por el instinto de supervivencia de la especie, él, que es incapaz de hacer daño a una mosca, levantó con las dos manos el taburete y lo descargó sobre la cabeza del japonés, que ya empezaba a incorporarse, y que al recibir el tercer golpe tuvo un estremecimiento como de toro apuntillado.

Pero lo más raro era que no había transcurrido ni un minuto y que apenas se había roto el silencio. En el marcador electrónico aún quedaban monedas, y la mujer, tras el cristal, pataleaba suavemente sobre el taburete, con los muslos juntos y los pies extendidos, como si nadara hacia atrás en aquella luz líquida. El japonés no se movía ni respiraba: por miedo a haberlo matado, y también a que siguiera vivo y lo atacara de nuevo, Lorencito no se inclinó a examinarlo, pero le tuvo que apartar las piernas para abrir la puerta de la cabina, y entonces le pareció que oía como un gorgoteo o un gemido.

Cuando salió al corredor la intensidad de la luz le hizo daño en los ojos. Eran más de las cuatro, pero aún merodeaban por el establecimiento unos pocos noctámbulos, y venía música del llamado sexy-bar. Ni rastro de Pepín Godino, por supuesto. Consumada la traición huido, pero era posible que apareciera algún otro secuaz del japonés. Lorencito contenía a duras penas la tentación de escapar corriendo. Dos guardas jurados de tamaño hercúleo, gafas de sol y revólver al cinto se interponían entre él y la puerta de salida y lo miraban acercarse, con los brazos en jarras. En ese mismo momento, mientras a él le faltaban menos de diez pasos para llegar a la calle, el hombre de la limpieza podía estar entrando en la cabina donde yacía el japonés. Se oiría un grito, habría una confusión de luces rojas y alarmas, uno de los guardas jurados le pondría pesadamente una mano en el hombro…

Pasó entre ellos sin mirarlos, tieso, con el estómago encogido, con la camisa de felpa empapada en sudor, con los ojos fijos en las puertas de cristales y en los discos azules con flechas blancas de dirección obligatoria que había en cada una. Le pareció un milagro que nadie le impidiera empujarlas y que resultara tan fácil llegar a la calle. Era preciso alejarse cuanto antes de allí, pero Lorencito no sabía hacia dónde. La pensión estaba relativamente cerca: ¿no sería, sin embargo, una temeridad volver a ella, no era lo más probable que sus enemigos estuvieran esperándolo para tenderle una nueva trampa? A Lorencito le flaqueaba el ánimo y le daban ganas de renunciar a todo y de sentarse a llorar en un escalón.

Bajaba por la calle Atocha cruzándose con sombras lentas y de hombros hundidos que arrastraban los pies y llevaban con dificultad viejas bolsas de plástico. En los portales de algunas tiendas dormían hombres o mujeres tirados entre cartones y harapos. Para eludir a un grupo de amenazadores melenudos que venían directamente hacia él torció a la izquierda por una calle que se llamaba de Fúcar. Medio dormido, muriéndose de tristeza y de hambre, la siguió hasta el final, donde le llamó la atención la fachada de piedra de una iglesia: su único consuelo en aquella noche amarga fue descubrir que había llegado a la basílica de Jesús de Medinaceli. Leyó en un cartel que la primera misa era a las siete y media. Se sentó en el escalón, arrebujándose en su chaqueta, dispuesto a esperar a que se abrieran las puertas y a distraer el tiempo rezando un rosario, que buena falta le hacía. Antes del segundo misterio ya estaba dormido.

Capítulo XV

El bálsamo del arrepentimiento

Soñaba que una cuadrilla de malhechores compuesta por miembros de todas las razas humanas lo perseguían por los corredores con espejos y mujeres desnudas de El Sistema Métrico. Intentaba escapar, pero tenía los pies y las manos helados, y ni siquiera podía desprenderse de los dedos con uñas largas y curvas que le recorrían la ropa como veloces parásitos. Las voces que sonaban en el sueño acabaron de despertarlo: «¡Sinvergüenza!» «Ehjraciao, que nos quitas el pan!» «¡Azvenedizo!» «¡Ehjirol!» Lo primero que vio al abrir los ojos fue una mano mugrienta que se le deslizaba hacia el interior de la chaqueta. La golpeó como si se sacudiera un insecto y otras dos manos más rápidas y más sucias le estaban desatando los cordones de los zapatos. “Cuidado, que ya vuelve”, dijo una voz, y agregó otra: “Pues parecía que estaba de cuerpo presente”.

Al recobrar del todo el conocimiento Lorencito Quesada se encontró rodeado por un grupo de mendigos hostiles, y no tardó mucho en darse cuenta del motivo de su animadversión: al sentarse en el quicio de la puerta de Jesús de Medinaceli había usurpado inadvertidamente el puesto de mayor jerarquía y más provecho para la mendicidad, y ahora los veteranos en el escalafón de pedigüeños se disponían no sólo a robarle hasta las pestañas, sino también ahuyentarlo de allí con drásticas medidas que incluían cortes de navaja en la cara y estacazos propinados con las muletas de un tullido, el cual se cubría malamente con los restos de un hábito morado y debía de ostentar la máxima autoridad entre aquellos indigentes, porque era el que hablaba más alto y mantenía a raya, a muletazos, a los que intentaban despojar a Lorencito, sin duda con la idea de reservarse lo mejor del botín.

–Aquí se asciende por antigüedad, – le dijo-, lo mismo que en los Ministerios.

Los primeros rayos de sol ya desentumecían las piernas de Lorencito, que procuraba irse deslizando hacia el interior de la iglesia, en busca de refugio, pero un individuo con las dos piernas cortadas y un cartel sobre el pecho con una fotocopia del libro de familia le cortó el paso por detrás, esgrimiendo un tubo de plomo, y el supuesto tullido, que se movía tan ágilmente como si hubiera obtenido una curación milagrosa, le hundió en el pecho la punta de su muleta.

–Procedamos en orden, – declaró con suficiencia técnica el tullido, extendiendo una mano abierta hacia Lorencito-. Lo primero: el peluco.

Lorencito, para fortuna suya, no llegó a comprender el significado de esa palabra, perteneciente sin duda a lo más bajo del argot delictivo, porque cuando más perdido se creía los mendigos se apartaron de él y fueron a distribuirse rápidamente por las escalinas de la iglesia, como escolares díscolos en un aula donde acaba de entrar el maestro. El tullido torció el pie derecho y todo su cuerpo quedó pendiendo de las muletas, el de las piernas cortadas guardó el tubo de plomo y sacó un rosario que empezó a desgranar piadosamente, el que había intentado robar la cartera y los zapatos de Lorencito se puso unas gafas de ciego y prorrumpió en jaculatorias: frente a la iglesia se había detenido un largo automóvil negro con cristales ahumados, y poco después un chófer con gorra de plato y traje azul marino le abría la portezuela de atrás a un caballero muy alto, de figura imponente, barbilla cuadrada, pelo blanco y expresión decidida y severa. El caballero se santiguó, se abotonó la chaqueta, se estiró los puños de la camisa, donde refulgían unos gemelos dorados, miró con altivez a la populosa concurrencia de piltrafas humanas y le hizo una seña al chófer antes de subir con un par de saltos vigorosos la escalinata de la iglesia y desaparecer en su interior, acompañado por cuatro hombres de espaldas fornidas, gafas de sol, bigotes negros y pequeños sonotones en las orejas que habían salido al mismo tiempo que él de otro coche estacionado tras el suyo. El chófer esparció a voleo varios puñados de monedas y Lorencito aprovechó para huir de la contienda subsiguiente entre los mendigos, que se revolcaban por las losas los unos sobre los otros, mordiéndose, pisoteándose, profiriendo espantosas blasfemias.

Con recogimiento ejemplar entró en la basílica. La penumbra, el murmullo de los rezos, la belleza de las imágenes que ornan sus capillas, la devoción de los fieles que avanzaban arrodillados por la nave lateral en dirección al camarín de Jesús de Medinaceli, actuaron como un bálsamo para su espíritu tan necesitado de edificación y consuelo. Al fondo, muy alta sobre el ábside, como gravitando por encima de las pasiones y las miserias humanas, iluminada por varias hileras superpuestas de cirios, estaba la venerada imagen, que se parece un poco al nuestro Cristo de la Greña, sobre todo porque también tiene una espesa mata de pelo natural. La visión sobrecogió a Lorencito: tan lejos y tan alto, con su tez tan oscura bajo la sombra del pelo, a la luz de los cirios, Jesús de Medinaceli parecía mirarlo precisamente a él, con reprobación y tristeza, por sus recientes y culpables desvíos.

Temía no ser digno de subir al camarín y de besar el pie bruñido y gastado por los labios de generaciones de devotos. Se acordó del centurión del Evangelio: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. Por la nave lateral, junto a las capillas y los confesonarios, avanzaban oscilando fieles de rodillas. A Lorencito lo admiró comprobar que eran de todas las edades, de todas las clases sociales. Jóvenes con zapatillas, cazadoras y vaqueros, humildes amas de casa, damas de la alta sociedad. Madrid, pensó, no sólo era la Babilonia, la Sodoma y Gomorra en las que él se había extraviado durante todo un día y una noche. La juventud no sólo se entregaba a la droga y a la promiscuidad: hay una mayoría sana de jóvenes creyentes, pero ésos, decidió escribir en cuanto volviera a Mágina, no son noticia ni salen en la prensa.

El caballero de pelo blanco y los cuatro hombres con bigotes negros y gafas de sol iban de rodillas delante de él, formando un grupo compacto. Adelantaban por la izquierda a los fieles más lentos, colisionando con algunos, y el caballero miraba de vez en cuando un reloj de pulsera dorado. A Lorencito su cara, a pesar de las gafas, le resultó conocida. ¿La había visto en algún periódico, en la televisión? El chófer también iba de rodillas junto a su patrón, aunque se le veía menos costumbre de ejercitar aquella penitencia. Cuando llegaron al principio de la escalera que sube al camarín los seis hombres se pusieron al mismo tiempo en pie y el chófer sacó un pequeño cepillo de lomo plateado, hizo una reverencia y le limpió las rodilleras del pantalón a su jefe. Lorencito ya no los siguió: se detuvo a poner una vela en una capilla, pero descubrió que ese anticuado procedimiento de culto ya no se usa en las iglesias de Madrid; ahora, en vez de encender una vela, se oprime un botón después de introducir la limosna en el cepillo, y entonces se ilumina un piloto rojo en un moderno panel, lo cual es sin duda más práctico, porque aparte de suprimir todo peligro de incendio evita la posibilidad de que se enciendan velas sin previa aportación de óbolo.

Cabizbajo, contrito, subió al camarín, y se puso en la cola de los que iban a besar el pie de Jesús. Muy por delante de él distinguió el pelo blanco del caballero penitente, rodeado por las cuatro espaldas montañosas de sus acompañantes. Algunos fieles se daban golpes metódicos en el pecho, otros pasaban cuentas de rosario o murmuraban oraciones con los ojos entornados. Lorencito no se atrevía a levantar los ojos hacia la cara sombría y afable de Jesús. A la izquierda de la imagen estaba sentada una señora rubia que le limpiaba el pie con un paño blanco después de cada beso. Lorencito echó una moneda en el cepillo y cuando se encendió el piloto rojo le vino un recuerdo impío que se apresuró a rechazar…

Pero el hábito morado de la imagen también le trajo otro recuerdo, e inmediatamente después una intuición y una certeza: la tela que envolvía la reliquia del Santo Cristo de la Greña en aquel sobre que recibió en la pensión era tela de hábito; las últimas palabras que le dijo Matías Antequera a la bailaora rubia fueron «El universo de los hábitos». ¿Cómo no lo había comprendido antes? ¡Sin más remedio el sobre procedía de una tienda de hábitos que llevaba ese nombre, y en ella tendrían oculta la imagen del Santo Cristo de la Greña! Bajó del camarín trastornado, sin fijarse dónde ponía los pies, y como los peldaños eran tan estrechos le faltó poco para caer rodando y descalabrarse. Chocó con alguien y al pedir perdón vio que era el caballero peliblanco. Los cuatro acompañantes y el chófer se volvieron simultáneamente hacia Lorencito, rodeándolo con sus torsos hercúleos, y uno de ellos se llevó la mano hacia el costado izquierdo de su chaqueta, que parecía singularmente abultado. El caballero agitó el dedo índice y los cinco hombres se apartaron. Antes de salir de la basílica, Lorencito vio que el caballero estaba arrodillado junto a un confesionario, y que sus acompañantes, incluido el chófer, formaban un semicírculo a su alrededor, con los brazos cruzados y las piernas abiertas, esperando turno sin duda para acercarse a la confesión. En cuanto a él, Lorencito, también le urgía el sacramento, pero lo primero de todo era encontrar sin pérdida de tiempo esa misteriosa tienda llamada El Universo de los Hábitos.

Capítulo XVI

Un hallazgo crucial

Justo enfrente de Jesús de Medinaceli había una tienda pequeña, pero muy bien surtida, de artículos religiosos, y en ella pidió razón Lorencito Quesada de El Universo de los Hábitos. Tan mala cara debieron de verle que nada más entrar un provecto mancebo de guardapolvo gris le dio un duro de limosna, y a continuación un guarda jurado, – parece que Madrid está lleno de ellos, dice Lorencito, y que son todavía más idénticos entre sí que los turistas y los sicarios orientales-, lo echó a empujones del establecimiento, notificándole de paso que si volvía a entrar le saltaría los dientes, y que las tiendas de hábitos, lo mismo en género que en confección, suelen estar en la calle de Postas.

Los mendigos de la puerta de la basílica andaban ahora tan ocupados por la creciente afluencia de fieles, pregonando desgracias, jaculatorias y peticiones de caridad, que ni siquiera repararon en él. No obstante, se alejó lo más rápido que pudo y con la cara vuelta hacia la pared, por si las moscas. En el cristal de un escaparate se vio tan desmejorado, en un estado tan lamentable de higiene y presentación, que apenas pudo reconocerse. ¡Él, que se caracterizó siempre entre los empleados de El Sistema Métrico, incluso los de categorías superiores, por su extrema, su casi legendaria pulcritud! Se imponía, si no una ducha y una muda de ropa, ya que aún recelaba de volver a la pensión, sí al menos un afeitado y una revisión general de su indumentaria.

En una barbería gratamente anticuada y económica, en cuya fachada un letrero de azulejos anunciaba la novedad del masaje eléctrico, le dejaron las mejillas tan suaves y frescas como la piel de un niño y lograron devolverle a su tupé la ondulación adecuada, que muy pocos peluqueros de hoy en día consiguen. En los lavabos de una céntrica cafetería, dotados admirablemente de jabón Palmolive, toallas de papel y secador automático, se lavó a conciencia la cara y las manos, se enjuagó la boca con un pequeño frasco de Oraldine que por precaución lleva siempre consigo y corrigió lo mejor que pudo el desorden de su ropa. Reanimado, porque la limpieza personal lo vivifica, se concedió un opíparo desayuno a base de leche con Cola-Cao (él lo prefiere al café, que le daña los nervios) y de esos sustanciosos churros a los que en Madrid llaman porras, juzgándolos no inferiores a los que daban hace años en el tristemente desaparecido café Royal de Mágina.

Preguntando, suele decir él, se llega a Roma. En la cafetería, que estaba en la bella plaza de Santa Ana, a un costado del Teatro Español, le explicaron que la calle Postas no quedaba lejos, de modo que decidió ir andando, en parte por ahorrarse el importe de un taxi, y también por aclarar sus ideas durante la caminata. Era una mañana fresca, de una luz rubia y húmeda con tornasoles azulados, una mañana tranquila y solitaria de sábado, y Lorencito no tardó mucho en encontrarse en la plaza Mayor, que viene a ser, según cuenta, el corazón del viejo Madrid. Lo admiró su amplitud y la regularidad al mismo tiempo majestuosa y castiza de sus edificios y soportales, y al compararla mentalmente con nuestra plaza del General Orduña, o de Andalucía, esta última (a despecho de su acendrado patriotismo local, del que hay constancia fidedigna en casi treinta años de artículos para Singladura) le pareció pequeña y algo mezquina, una plaza de pueblo. Constató, sin embargo, con mirada de experto, que los establecimientos comerciales de Madrid, al menos los de aquella zona, eran mucho más rancios que los de Mágina, lo cual no dejó de sorprenderlo, devolviéndole una parte de su maltrecho orgullo: ¡tiendas con mostradores de madera y columnas de hierro, escaparates con postigos de cuarterones, letreros no de neón, como los de El Sistema Métrico, sino pintados sobre el cristal con caligrafía decimonónica, maniquíes de hace cuarenta años, rústicos comercios de boinas, de alpargatas, de efectos militares, incluso cordelerías lóbregas! Mágina, pensó, será una ciudad provinciana, de acuerdo, pero su comercio es más moderno y dinámico que el de Madrid, no en vano se ha convertido en los últimos años en la capital económica de la comarca, incluso de toda la provincia… El cartel de una anacrónica sombrerería llamada Casa Yustas lo indignó: “Exportación de gorras a provincias”. ¿Se imaginaba esta gente que en los pueblos aún llevamos boinas caladas hasta las cejas, que andamos en burro y nos alimentamos de ajos y torreznos?

Pero ya estaba en la calle de Postas, que partía de uno de los arcos de la plaza Mayor. En la acera de la izquierda, a continuación de una tienda de lanas, vio, no sin estremecerse, los escaparates de El Universo de los Hábitos, casi tan amplios como los de El Sistema Métrico. Sin duda se trataba de un comercio importante, de un verdadero emporio en el ramo de la sastrería eclesiástica y los objetos de liturgia y de culto, que surtía por igual las demandas más tradicionales y las más recientes tendencias en la imaginería, el vestuario y la decoración religiosa. Había un maniquí de cuerpo entero con hábito de dominico y otro vestido audazmente de clergyman. Se superponían cortes de tela para las túnicas de innumerables cofradías, cada uno con una primorosa etiqueta escrita a mano, y en las vitrinas de cristal se mostraban objetos de culto de los más diversos y variopintos estilos, desde copones y sagrarios ricamente labrados a báculos de forma aerodinámica y crucifijos fluorescentes. En cuanto a las imágenes, Lorencito no había visto semejante abundancia y variedad de artículos ni en los departamentos mejor abastecidos de los almacenes Simago, que tuvo ocasión de visitar una vez en la capital de nuestra provincia. Cristos y Vírgenes de todas las formas y tamaños, Niños Jesús de todas las razas, apropiados para la introducción del culto en los países más remotos, santos que gozan actualmente de popularidad, como San Pancracio, Santa Gema y Santa Rita, y otros de veneración minoritaria o que casi ya no se encuentran en las iglesias ni en las hornacinas de las casas particulares, como Santa Clara, protectora de la televisión, San Francisco de Sales, de quien Lorencito es muy devoto por ser patrono de los periodistas católicos, Santa María Magdalena, abogada de las mujeres perdidas, San Doroteo de Capadocia, cuya oración alivia el dolor de hemorroides con una eficacia superior a la de los más avanzados analgésicos…

“Pero pasemos a la acción”, se dijo Lorencito, para darse ánimos, porque no las tenía todas consigo. ¿Qué nuevos sobresaltos lo aguardaban tras el umbral de El Universo de los Hábitos? En el interior se oía una suave melodía de corte moderno: voces juveniles cantaban la nueva letra del Padrenuestro con la música de Los sonidos del silencio, detalle que a Lorencito le agradó. En ese momento un empleado le mostraba a una mujer con aire inequívoco de monja el funcionamiento de una maqueta luminosa de la basílica de Compostela: se oprimía un botón, brillaban luces intermitentes, sonaba una música de órgano, se abrían las puertas y aparecía en ellas la imagen del Apóstol. En un rapto de audacia, aprovechando que ni el empleado ni la monja habían reparado en su presencia, Lorencito se deslizó en dirección a la trastienda, entre anaqueles atestados de racimos de rosarios y figuras de santos. Un sexto sentido, quizá su olfato periodístico, contó después, le decía algo.

Una cortina daba paso a un caótico almacén muy poco iluminado. Tras una puerta entornada una voz hablaba por teléfono en tono iracundo. “Lo tenemos, vaya que si lo tenemos”, decía la voz, “pero sin la guita por delante no hay entrega inmediata del consumao…” La voz se detuvo, luego sonó un puñetazo sobre una mesa y una interjección nada propia de un establecimiento religioso: “…Y lo de San Pantaleón que ni lo piense. O se dobla la tarifa o no hay trato. A ver si se figura que las medidas de seguridad son como las de una iglesia de pueblo…”

Lorencito no pudo seguir escuchando: en alguna parte, muy cerca, gimieron los goznes de una puerta, y unos pasos empezaban a aproximarse a él. Distinguió dos voces que hablaban con acento andaluz. Quiso huir hacia la salida, pero alguien descorrió en ese mismo instante la cortina que daba a la tienda, y Lorencito, sintiéndose atrapado, se ocultó tras una hilera de sotanas y vestiduras litúrgicas. Contenía la respiración y sudaba de miedo entre los espesos paños sacerdotales, que eran, por cierto, de una excelente calidad.

Pero las voces ya se alejaban, y alguien había apagado la luz del almacén. Abandonó a tientas su refugio, previendo con terror que se iba a quedar encerrado en la tienda todo el fin de semana. Tropezó con algo, cayó al suelo, palpó un aro metálico que parecía una argolla. Tiró de ella, levantando una pesada trampilla, reconoció a tientas unos peldaños metálicos. Providencialmente, llevaba una caja de fósforos, propaganda gratuita de la cafetería donde tomó el desayuno: encendió uno y alumbrándose con él bajó la escalera. Cuando el segundo fósforo ya le quemaba los dedos vio que había llegado a un sótano con el aire enrarecido y húmedo y el techo muy bajo. A la luz del tercero descubrió con un calambrazo de pavor que no estaba solo: erguido frente a él un hombre de pelo largo y túnica penitencial lo miraba, con los brazos inmóviles en una extraña postura. Pero no era un hombre vivo: era la imagen del Santo Cristo de la Greña.

Capítulo XVII

Una calumnia y un cadáver

El fósforo se apagó entre los dedos de Lorencito Quesada al mismo tiempo que sobre su cabeza se cerraba la trampilla. Quedó cercado por la oscuridad absoluta, por un silencio que él mismo calificó de sepulcral. La presencia, a su lado, del Santo Cristo de la Greña, más que confortarlo lo desasosegaba, porque aún no se le había pasado el susto de encontrarse de golpe frente a su cara lívida y melenuda. Subió a tientas los peldaños de hierro e intentó vanamente levantar la trampilla, primero con las manos, luego empujando con los hombros: estaba tan atrapado como bajo la losa de una tumba.

Lorencito propende a la claustrofobia. Las palmas carnosas de las manos empezaron a sudarle, y el temblorcillo en la punta del labio superior se volvió incontenible. No se movía, no se atrevió ni a encender otro fósforo. De un momento a otro los malhechores que utilizaban para la impunidad de sus insidias la tapadera de un comercio intachable alzarían la trampilla y muy probablemente acabarían con él igual que se remata a una liebre cogida en un cepo. Sabía demasiado, pensó: luego, recapacitando, llegó a la conclusión de que no sabía casi nada, tan sólo que en Madrid nada ni nadie es lo que parece ser, y que hay en ella más trampas y añagazas que en una película de chinos, nunca mejor dicho. ¿Lo matarían para vengar la muerte del sicario oriental, si es que estaba muerto, lo entregarían a las autoridades para sumirlo en la vergüenza y en la cárcel?

Lo raro era que tardaban mucho en llegar: sabiéndolo sin escapatoria, se complacían en la tortura psicológica. Como el devoto que enciende un cirio en una capilla para solicitar la intercesión divina Lorencito encendió un fósforo y miró muy de cerca la imagen serena y afligida del Cristo de la Greña, que más o menos era de su altura. No llevaba al hombro la cruz, y le faltaban todas las uñas de la mano derecha, una de las cuales, la del pulgar, tenía él aún guardada en su bote de lentillas. Intentó murmurar el Señor mío Jesucristo, pero de tan nervioso que estaba se le iban de la memoria las consoladoras palabras. Cuando ya sólo le quedaban tres o cuatro fósforos buscó algún interruptor por las paredes y los rincones del sótano, tropezando con muebles viejos y fardos, pero no había ninguno, aunque sí una bombilla empotrada en el techo, muy sucia y protegida por una malla de alambre. De vez en cuando se volvía descorazonado hacia el Santo Cristo de la Greña y le parecía que éste lo miraba con tristeza y resignación, como invitándolo a seguir su ejemplo de inmovilidad y no resistirse al cautiverio.

Escuchar pasos y ruido de cerrojos fue casi un alivio. Pensó, mirando la imagen venerada a la luz de su último fósforo, la corona de espinas que rodeaba su melena y le hería la frente: “Ya vienen los sayones”, pero ni siquiera este pensamiento lo fortaleció. Al encenderse la luz eléctrica se cubrió la cara con las manos para protegerse los ojos doloridos. Volvió a abrirlos y ya estaban frente a él, apuntándolo con sendas pistolas, los dos flamencos alevosos, los llamados Bocarrape y Bimbollo, que ahora, en vez de fajas al cinto, botines con elástico y camisas bordadas, vestían trajes oscuros, con anchos brazaletes de luto, lo cual les daba un aire todavía más siniestro, y hacía que el Bimbollo pareciera aún más grande y Bocarrape más pequeño.

–Este señor nos estaba ya mamoneando más de la cuenta, – dijo Bimbollo, con su lóbrega voz como de bodega gaditana.

–Otro listo, – asintió Bocarrape, guiñando un ojo, tal vez el sano, porque el otro lo tenía enrojecido y húmedo-. Como el pobre Matías, que en paz descanse.

No zemo naide -creyó entender Lorencito que decía Bimbollo, hundiendo en el pecho la roja papada, como en un gesto de aflicción: él y Bocarrape se persignaron.

–¿Ha muerto Matías Antequera? – dijo, conmocionado-. ¿Lo han matado ustedes?

–Muerto y matao, – aclaró Bocarrape, como quien confirma tristemente un diagnóstico fatal.

–Por chota y por julai, – dijo Bimbollo, pero la cara de ignorancia que puso Lorencito debió de sugerirle la necesidad de una explicación-. Ozéaze: por maricona y por chivato.

–No le faltes al difunto, Bimbollo, – Bocarrape torció toda la cara al guiñar el otro ojo-. Que todavía lo tenemos en la capilla ardiente.

Algo en el gesto y en el tono de voz de Bocarrape indujo a Lorencito a volverse hacia la pared: en el suelo vio un fardo con el que había tropezado cuando buscaba el interruptor, y recordó que al caer sobre él había notado una sensación de blandura y un olor especial que sólo ahora identificaba: la colonia de nardos que solía usar Matías Antequera. Y el fardo era un saco de dormir con cierre relámpago, atado con varias vueltas de una cuerda de hábito…

Lorencito miró las pistolas de Bocarrape y del Bimbollo, temiendo que si se movía escupieran plomo contra él. Bocarrape alzó la suya, como autorizándolo a examinar el cadáver. Bajó unos centímetros la cremallera, y él, que después de escribir tantas crónicas de sucesos no ha visto nunca de cerca la cara de un muerto, se quedó casi tan pálido y tan rígido como el difunto Matías Antequera al reconocer sin la menor duda sus facciones, desfiguradas por la muerte, pero sobre todo por la ausencia del peluquín y del caracolillo. Su cráneo pelado tenía forma de calabaza, sus ojos abiertos estaban fijos en el techo, y aún conservaba el rímel en las pestañas y la larga línea de las cejas falsas un poco más arriba de las verdaderas, completamente depiladas.

–Sensible pérdida para la canción española, – dijo una tercera voz-. Y más todavía para nuestra Mágina querida…

–Pepín, – murmuró Lorencito con más desengaño que animadversión. Se había persignado antes de subir del todo la cremallera. Se acordó de que Julio César decía unas palabras en latín cuando lo iban a matar, pero no acertó a repetirlas. Pepín Godino estaba al pie de la escalera de hierro, entre Bimbollo y Bocarrape, sonriente, desarmado, hurgándose el interior de la oreja izquierda con la uña del meñique.

–Y dale con Pepín, – se limpió discretamente el cerumen en un pañuelo con sus iniciales enlazadas que guardó después, doblándolo con mimo, en el bolsillo superior de su chaqueta-. Me estoy cansando de decirte que me llames Jota Jota. Al malogrado Matías le pasaba lo mismo que a ti. Lástima que no podamos leer en Singladura el estupendo artículo necrológico que tú escribirías sobre él: Desde estas páginas expresamos nuestro más sentido pésame a la afligida madre del artista, y nos unimos al dolor de Mágina y de la gran familia de la canción española… No es por asustarte, entrañable Quesada, pero el tema supervivencia lo tienes crudo.

–Vosotros lo habéis matado, – dijo con valentía Lorencito-. No quiso ser cómplice del robo sacrílego y acabasteis con él. Parece mentira, Pepín, que tú, siendo de Mágina…

–¡Que no me llames Pepín, hostia! – a Pepín Godino le salió un rajado acento barriobajero y madrileño, y por unos segundos su cara fue la de un criminal. Pero rápidamente se tranquilizó, y ya parecía el Pepín bromista y dicharachero de siempre-. El tema, perdona que te lo diga, es un poco distinto. A Matías Antequera te lo has cargado tú…

La calumnia enardeció a Lorencito Quesada. Sacando fuerzas de flaqueza se arrojó como un tigre sobre el falsario Godino, pero Bocarrape, guiñando sucesivamente los dos ojos, le hincó la pistola en las mollas del costado, y Bimbollo se puso tras él y le retorció un brazo contra la espalda, inmovilizándolo.

–Como te iba diciendo, insigne Lorencito, ése es el tema, o el quin de la cuestión, – Pepín Godino se limpió de la manga una mota de polvo-. En este mundo traidor, como yo digo, nada es verdad ni es mentira, pero mañana saldrá en los periódicos, incluso Singladura, que no se entera de nada, una noticia luctuosa. Un cantante tronado y maricón y un dependiente de ínfima categoría (estarás de acuerdo conmigo, Quesada, en que no te ascienden en El Sistema Métrico desde que celebró el Caudillo los 25 Años de Paz) organizaron el robo y posterior venta en Madrid de la imagen más importante y valiosa de la Semana Santa de su pueblo, imagen no sólo de gran valor artístico, sino religioso, porque la adornan ciertas reliquias de un beato y mártir que, según se rumorea, no tardará mucho en ser canonizado, aprovechando la ocasión del Quinto Centenario del Descubrimiento de América, donde él realizó su tarea evangelizadora… ¿Me sigues, celebérrimo? Pero los dos cómplices, movidos por el importantísimo tema de la codicia, quiere decirse, por el reparto del botín, tienen una refriega. El dependiente, que es un crápula, que frecuentaba los antros más inmorales de Madrid, que no se detiene ante nada para satisfacer sus instintos (y aquí viene la prueba de la cinta de vídeo y de las huellas digitales en el cadáver de un inocente turista japonés), mata a traición a su cómplice, y luego, desesperado, acorralado, se tira desde el Viaducto, no sin dejar una confesión firmada de sus crímenes. Tema cerrado.

Sonriente, satisfecho de su discurso, Pepín Godino extrajo una cuartilla mecanografiada y una pluma Inoxcrom del interior de su chaqueta. Bocarrape guiñó un ojo y apoyó el cañón de la pistola en la sien de Lorencito.

–Pero ahora que lo pienso, – Pepín Godino se guardó la pluma-. Será mejor que firmes con tu célebre Bic. Cuestión de detalle, como dice el anuncio…

Capítulo XVIII

Cautivo y desarmado

Un esparadrapo le sellaba la boca, un cíngulo de hábito le mantenía las manos atadas a la espalda y le martirizaba las muñecas, un capuchón de penitente le cubría la cabeza, dificultándole la respiración por la nariz, otra cuerda más áspera le ataba los tobillos, y todo él era como un rudo embalaje tirado en la parte trasera de una ruinosa furgoneta que vibraba con un estrépito ensordecedor de chapas y junturas y con una pestilencia de gasolina que lo mareaba más aún pero que al menos borraba un luctuoso aroma de colonia de nardos. La cabeza encapuchada de Lorencito rebotaba contra una superficie de metal estriado, y a cada acelerón, frenazo o curva violenta todo su cuerpo rodaba chocando no sólo contra las paredes, sino con otro fardo que componía junto a él mismo lo que Bocarrape había llamado irrespetuosamente el porte, y en cuyo interior estaba, tan empaquetado como Lorencito Quesada, el cadáver insepulto de Matías Antequera.

Había firmado el papel que le presentó Pepín Godino como firmaría un condenado a muerte la notificación de su sentencia, despidiéndose de la vida por tercera o cuarta vez en menos de 24 horas, notando que en la preparación para morir, como en tantas otras cosas, también se mejora con la práctica. Sintió en la nuca un dolor muy agudo que tomó por un balazo mortal y un reblandecimiento de sus miembros que tiraba hacia abajo de él como si el suelo lo chupara, pero cuál no sería mi sorpresa, dijo luego, al despertarse no en la ultratumba, ni convertido en ánima del Purgatorio o cuerpo astral, sino en el mismo sótano donde lo abatieron y tan de carne y hueso como entonces, no sabía cuándo, con un dolor espantoso en la nuca, con un moflete tumefacto y helado sobre el suelo de cemento y oyendo muy cerca las voces terrenales de Bocarrape y el Bimbollo, que conservaban con su característico gracejo andaluz.

–Yo pa mí a éste lo has dejao interfecto.

–Mira tú, pues una cosa que ya tenemos hecha.

–¿Y el rigor muerti ése, como dice Jota Jota? Si está tieso cuando lo tiremos esta noche del Viaducto se lo conocen en la autopsia, y no cuela lo del suicidio.

–Pues yo le oigo el vagío.

–Átalo tú, que a mí me da escrúpulo.

Lorencito no se movía y procuraba respirar en silencio: que lo supusieran desmayado le concedía tal vez una modesta ventaja, pero mientras le ataban las manos y los pies y lo amordazaban haciendo chistes macabros de sus cosas sobre su próximo suicidio y hablando de sus cosas con un desahogo de transportistas chapuceros le era muy difícil contener la tentación y el instinto de la resistencia. El Bimbollo tiraba rudamente de él por la escalera metálica y Bocarrape lo sostenía por los pies maniatados, como en ese trono del Descendimiento que es de los más reputados de nuestra Semana Santa, y que en la imaginación fúnebre de Lorencito se confundía ahora con el del Santo Entierro. Jadeando y maldiciendo lo arrastraron hacia lo que debía de ser un almacén o un garaje, donde lo dejaron caer como a un saco de barro. Si no es porque el esparadrapo le sellaba la boca Lorencito habría proferido un grito de dolor.

–¿Y el santo? – dijo Bocarrape-. ¿Habrán ido ya a entregarlo?

–Yo pa mí que lo guardan en el Rastro hasta que el tío gordo suelte la manteca.

–Como que está el mundo pa fiarse de naide.

–Y que lo digas, Bocarrape, – y Bimbollo rompió a cantar por fandangos:

Cada uno va a lo suyo,

ya no existe humanidad.

Nos tratamos con orgullo

sin pensar en la amistad.

–Pues el parque móvil a ver si lo renuevan, – dijo Bocarrape.

Las puertas de la furgoneta sonaban a latones viejos, y un poco después Lorencito tuvo ocasión de comprobar, a costa de sus quebrantados huesos, que el estado de la suspensión y de los frenos era tan achacoso como el de la carrocería. Todo temblaba y crujía en torno suyo. Rodaba de un lado a otro como un fardo mal estibado en la bodega de un buque al que sacude una tormenta. (Esta comparación marítima se le ocurrió algún tiempo después, y le gustó tanto que la anotó en seguida en su cuaderno, al objeto de usarla, Dios mediante, en la narración de su aventura). Tuvo algo de alivio cuando la furgoneta abandonó las calles desiguales y estrechas del casco viejo de Madrid y aumentó poco a poco la velocidad por lo que parecía una avenida muy larga, bien asfaltada, rugiente de motores y claxons. Oía el petardeo del tubo de escape y se ahogaba oliendo a gasolina mal quemada bajo el capuchón de penitente. Pateaba en el aire con los pies atados, caía boca abajo, lograba ponerse de rodillas y un frenazo o un acelerón lo aplastaban de nuevo contra la chapa vibrante, cuando no contra el cuerpo ya rígido de Matías Antequera.

Apocado como es, y extremadamente torpe para las dificultades manuales, ni siquiera intentaba desprenderse de sus ligaduras, suponiéndolas tan imposibles de deshacer como el famoso nudo gordiano de la mitología. De modo que fue obra de la casualidad, o de la Providencia, y no mérito ni destreza suya (él, paladinamente, así lo reconoce) que en uno de aquellos virulentos vaivenes, que lo dejó en posición de decúbito prono, se le soltara casi del todo la mano derecha, circunstancia salvadora en la que sin embargo tardó en reparar, ya que tenía el cuerpo entero abotargado y tundido y las manos tan insensibles como corcho. Los dedos apenas le respondían, pero no le costó mucho librarse del cíngulo porque se escurría fácilmente sobre la piel blanda y sudada. Respiró codiciosamente al quitarse la capucha, estuvo a punto de desmayarse otra vez cuando se arrancó de un tirón el esparadrapo, pero lo más laborioso de todo fue desatarse los pies, dado que no contaba con el auxilio de las uñas, pues tiene, y también lo reconoce, la fea costumbre de mordérselas, y sus chatos dedos, de almohadilladas falanges, carecen de la habilidad y de la fuerza precisas para desatar cualquier nudo que no sea el de los pequeños paquetes de tocinillos de cielo que compra puntualmente cada domingo, a la salida de misa, en la acreditada pastelería de don Lope.

Logró soltarse, sin embargo, maravillándose de las facultades que el riesgo de perder la vida despierta en un hombre. Y estaba empezando a pensar que incluso con las manos libres su situación no era menos desesperada cuando la furgoneta dio un brutal acelerón, seguido por un escándalo de cláxones, y antes de que se diera cuenta fue despedido contra las portezuelas posteriores por las inapelables leyes de la inercia, y su cuerpo nada liviano, actuando como un ariete, golpeó y rompió con la fuerza de un bólido las ya maltratadas cerraduradas. Durante menos de un segundo Lorencito Quesada sintió que volaba como empujado por un vendaval, después rodó sobre una áspera gravilla que le desollaba la cara y las palmas de las manos mientras pasaban vertiginosamente a su lado relámpagos de metal, silbidos de viento y bocinazos y motores de coches.

Había caído en el arcén de una autopista, y tan sólo por unos centímetros se había librado de que lo arrollaran las ruedas tremendas de un camión. Cuando abrió los ojos, a gatas sobre la gravilla que le laceraba las palmas de las manos, ya no pudo ver la furgoneta de sus raptores. Al pasar junto a él a una velocidad de catástrofe los camiones soltaban pitidos tan poderosos como sirenas de barcos que le retumbaban en el estómago, y el viento que los seguía casi lo tiraba de espaldas hacia la cuneta. Apenas podía sostenerse en pie, y tenía el cuerpo entero tan magullado que el menor movimiento, hasta el de la respiración, le costaba suspiros quejumbrosos. Un náufrago que vuelve en sí en una playa desierta y batida por las olas no habría estado más perdido que él: se vio en medio de un paraje de vertederos y desmontes que parecía prolongarse indefinidamente a ambos lados de la autopista, sin una casa ni un árbol, un páramo estéril y como aplastado bajo la extensión luminosa del cielo. Junto a él había un puente inmenso de hormigón sobre el que discurría otra autopista, y de cuya baranda colgaba un letrero azul con indicaciones y flechas que a Lorencito le resultaron incomprensibles: M-40 Sur.

En Madrid lo desconsolaba sentirse tan lejos de Mágina: en aquel arcén, junto a los pilares del puente y la marea del tráfico, rodeado por terraplenes y zanjas de tierra ocre en los que aún se veían las huellas colosales de las excavadoras, se sintió no ya lejos de su añorada Mágina, sino a una distancia insalvable de cualquier otro lugar habitado del mundo. Sin la menor idea de hacia dónde iba echó a andar, apartándose de la autopista, por una ladera de tierra suelta y polvorienta en la que se hundían los pies. En su cima pelada había un gran cartel publicitario con una sola frase: Bienvenidos a Madrid, capital europea de la cultura. El viento silbaba entre las armazones metálicas que lo sostenían, como en los pueblos fantasmas que aparecen con tanta frecuencia en las películas hispanoitalianas del Oeste. Desde lo alto del cerro vio muy lejos el perfil azulado de los edificios de Madrid, borroso por las columnas del humo pestilente que venían de un muladar tan vasto como una cordillera. Demasiado tarde advirtió Lorencito que aquél no era un desierto inhabitado: a sus pies se extendía una miserable población de chabolas, y sin que él se hubiera dado cuenta unas figuras tan lentas y pálidas como muertos en vida lo estaban rodeando.

Capítulo XIX

El arrabal de los muertos vivientes

Le faltaban las fuerzas para intentar otra huida, las fuerzas y las ganas, y además estaba prácticamente cojo, y mareado, y desorientado, y hambriento, y su aspecto general no debía de ser mucho menos lastimoso que el de aquellas siluetas de hombres o de mujeres que erraban entre los montones de tierra, de escombros, de basuras humeantes, siluetas flacas y extenuadas como las que veía la noche anterior por las calles del centro de Madrid, más desarboladas ahora, a la luz cruenta del día, menos amenazantes, con pantalones vaqueros, con viejas zapatillas de deporte, con los brazos huesudos y pálidos, con las habituales bolsas de plástico llenas de desperdicios en las manos, con las cabezas bajas, arrastrando los pies, pasando a su lado sin verlo, con los ojos fijos y vidriosos, como en aquella película de los muertos vivientes, vestidos con sucios harapos, como los leprosos en el lazareto de Ben-Hur: de lejos no se distinguían los hombres de las mujeres, y cuando se acercaban no podía saberse si eran viejos o jóvenes, porque caminaban tan encorvados como ancianos, pero algunos llevaban cabellos largos, cazadoras de cuero, camisetas con dibujos psicodélicos. Se recostaban contra alguna pared en ruinas, se sentaban en círculos junto a un arroyo de aguas sucias, entre papeles de periódicos y desechos de plásticos, y Lorencito observó que prendían mecheros y calentaban con la llama exangüe una sustancia marrón sobre trozos arrugados de papel de plata, y que luego se ataban al codo una goma o una cuerda que mantenían tensa mordiéndola por un extremo y se administraban inyecciones con mano temblorosa, no sólo en los brazos, sino también en las venas descarnadas del cuello, en los muslos, junto a los tobillos.

El humo hediondo de las basuras quemadas le irritaba los ojos, y conforme se iba acercando a las chabolas oía una confusión de gritos infantiles, músicas emitidas por enormes radiocassettes y sintonías de programas y anuncios de la televisión. Sobre los tejados de cartones y de chapas brillaba al sol un bosque metálico de antenas, algunas de ellas parabólicas, y por las calles desiguales y polvorientas, trazadas al azar o al antojo de sus pobladores cimarrones, corrían niños desnudos, de piel oscura y barriga hinchada, como en los documentales misioneros sobre el África negra. En las puertas de las chabolas permanecían sentadas, con la costura o el rosario en el regazo, gitanas viejas con refajos de luto y pañolones negros a la cabeza, algunos de ellos ceñidos por los auriculares de un walkman, y del interior venían gritos destemplados de mujeres y atronadoras voces y melodías de los mismos seriales sudamericanos a los que tan aficionada es la madre de Lorencito.

Se acordó de los arrabales de Mágina de hace treinta años, de las casuchas insalubres que había en la calle Cotrina y en la Redonda de Miradores: más de una vez, él mismo los había visitado en su juventud, cuando militaba en Caritas, en los grupos parroquiales de apostolado social a domicilio: pero entonces no había en las barriadas humildes electrodomésticos tan grandes como aparadores, ni antenas de televisión, ni relucientes automóviles de lujo aparcados inexplicablemente en las puertas de las chabolas, mezclados con los montones de desperdicios, con las carrocerías de coches abandonados o quemados, sin cristales, sin neumáticos, con las tapicerías reventadas, habitados a veces por despojos humanos que yacían entre la chatarra con los ojos turbios y los brazos amarillentos y manchados de sangre.

El miedo se le había olvidado: lo sustituía la sensación de haberse vuelto invisible. Los muertos y las muertas vivientes que surgían de los desmontes como si brotaran de la tierra se rozaban con él sin que sus ojos alucinados y brillantes lo vieran y entraban encorvándose en el interior de las chabolas, apretando billetes sudados de mil pesetas en las manos, y salían un minuto después con un paso más vivo y un aire de furtiva avidez. Lo seguían niños desnudos y perros famélicos: los perros le ladraban, los niños le gritaban insultos nada propios de sus voces infantiles o se arracimaban en torno suyo jugando a que lo asaltaban con un trozo herrumbroso de tubería o pidiéndole limosna. Luego, inopinadamente, se volvían atrás para tirarle desde lejos terrones secos o bolas de excrementos.

Había llegado al final de las chabolas: más allá, al otro lado de la autopista, se veía una línea de árboles escuálidos y una colonia en construcción de chalets adosados. Milagrosamente, su reloj digital continuaba funcionando, lo cual constituía una prueba nada desdeñable de la perfección de la industria relojera japonesa: eran las dieciocho treinta y tres, el sol empezaba a volverse rojizo en la llanura del oeste, sobre los chalets de ladrillo y los cerros estériles. Bocarrape y Bimbollo ya habrían descubierto su fuga, Pepín Godino ya estaría tramando otra manera de involucrarlo en el asesinato de Matías Antequera, con la ayuda inestimable de la confesión que tan cobardemente él había firmado. Incluso era posible que la policía lo estuviera buscando como sospechoso de la muerte del sicario oriental…

Le entró de golpe toda la pena que solía afligirlo los sábados por la tarde, arreciada por la desolación del lugar donde estaba y por el espectáculo, desconocido hasta entonces, de una miseria degradada y febril. Pensó que el Domund, en cuyas cuestaciones había participado tantas veces cuando era más joven, venciendo su timidez para apostarse en la plaza del General Orduña con una hucha de porcelana en forma de cabeza de negro o de chinito, debía celebrarse no en beneficio de las tribus paganas de África ni para remediar el hambre crónica en la India, sino con la imperiosa finalidad de darles una vida digna a nuestros compatriotas más necesitados. Imaginó el titular de un valiente artículo de denuncia que escribía para Singladura en cuanto regresara a Mágina, si es que regresaba vivo: El Tercer Mundo, entre nosotros. Y como cada vez que le viene el gusanillo de la vocación periodística se abstrae de lo que tiene alrededor, y ya no piensa sino en la emoción de ver su nombre y sus palabras en una página impresa, – es el mezquino reproche que suele hacerle el jefe de personal de El Sistema Métrico-, no oyó las sirenas que se acercaban ni vio los coches y furgones de la Policía que abandonaban la autopista con espectaculares chirridos de neumáticos y subían hacia las chabolas dando saltos sobre las zanjas y los montones de basura como lanchas motoras en un mar embravecido.

“Vienen por mí”, pensó al verlos: sobre los coches blancos y azules y los furgones celulares que rodearon instantáneamente el poblado centelleaban luces giratorias, y de las portezuelas abiertas con violencia salían policías de paisano con gafas de sol, cazadoras y revólveres que echaban a correr hacia los muertos vivientes, y también guardias de uniforme, con gorras de visera, chalecos antibalas y largos fusiles terminados en botes de humo o en dispositivos para el lanzamiento de pelotas de goma.

Las apacibles ancianas enlutadas perdieron su inmovilidad y se desgañitaban gritando: “¡Agua! ¡Agua!” Los perros sarnosos ladraban con furia unánime y los niños lanzaban sus proyectiles pestilentes contra los policías, que avanzaban en un frente curvo hacia las chabolas y se protegían levantando escudos de plástico transparente sobre sus cabezas. Los ladridos, los gritos, los disparos, el estampido de las pelotas de goma y de los botes de humo se confundían con las rumbas flamencas y con las canciones de la televisión en una algarabía que Lorencito definió después como ensordecedora, y cuya única víctima tangible parecía ser él, pues fue acertado, sucesivamente, por una boñiga, que le dio en la cara, por una pelota de goma que lo golpeó exactamente en la boca del estómago, por el zurriago negro de un guardia, por una lata machacada de cerveza cuyo contenido, caliente como orines, le bañó la nariz y los ojos.

Un policía con la visera del casco levantada sobre la cara como un morrión lo perseguía esgrimiendo sobre su cabeza una pértiga de caucho, y le habría medido las espaldas de no ser porque en su ceguera tropezó con una muchacha de pelo tieso y sienes rapadas que gateaba sobre un charco de cieno llevando hincada todavía una aguja hipodérmica en el antebrazo: mientras Lorencito escapaba, el policía reparó en ella, prorrumpió en maldiciones y no cesó de golpearla hasta que un compañero suyo, de paisano, le gritó: “¡Cuidado, idiota, que viene el juez y te va a empapelar por malos tratos!” Mujeres gordas y greñudas chillaban en las puertas de las chabolas y tiraban certeramente contra los policías los más variopintos proyectiles: macetas, santos de escayolas, platos de macarrones con tomate, guijarros que se cruzaban silbando con las pelotas de goma, ladrillos rotos, botellas de cerveza. Los muertos vivientes deambulaban impávidos entre los disparos y las humaredas, caían al suelo como muñecos de trapo cuando los golpeaban, ascendían con lentitud de quelonios por las laderas agrietadas de tierra sin abandonar nunca sus miserables bolsas de plástico.

“¡El gordo de la corbata, que se naja!”, oyó gritar Lorencito a su espalda: había escalado afanosamente un terraplén, y un par de guardias, desde abajo, apuntaban contra él sus fusiles. Los botes de humo y las pelotas de goma lo rozaron cuando echó cuerpo a tierra, y bajó rodando hasta el arcén de la autopista, donde había una parada de autobús. Las siluetas armadas y los cascos relucientes de los guardias aparecieron en lo alto del cerro al mismo tiempo que el autobús frenaba junto a él. Lorencito subió sacudiéndose la ropa, intentando en vano sonreírle con dignidad al conductor.

Capítulo XX

Asesinato en la Gran Vía

“No le dará vergüenza, a su edad”, masculló despectivamente el conductor del autobús tras la mampara blindada que lo protegía, entregándole el billete y el cambio a Lorencito a través de una ventanilla con refuerzos metálicos, como las de los bancos, sobre la que había un pequeño cartel: ¡Atención! ¡El conductor no tiene llave de la caja! Y la verdad era, pensó con aprensión nuestro afligido héroe, que cualquiera de los usuarios que ocupaban en ese momento el autobús podía ser un atracador en potencia, si no un taimado carterista, o un vándalo incendiario: eran, casi todos, muy jóvenes; largas melenas sucias les caían por los hombros y les tapaban las caras, de modo que resultaba difícil distinguirlos por el sexo, teniendo en cuenta además la uniformidad de sus indumentarias y el aterrador salvajismo de sus modales. Vestían ceñidas camisetas negras con dibujos espantosos de calaveras, monstruos y cuerpos despedazados y vísceras sangrientas, vaqueros ajustados a los tobillos y botas de baloncesto, y bramaban repitiendo una música de estridencias metálicas y gritos de agonía o de terror que brotaba de varios radiocassettes hiriendo los tímpanos con la contundencia de una aserradora y haciendo temblar los cristales del autobús.

Por prudencia, Lorencito ocupó un asiento vacío absteniéndose de mirar a sus indeseables compañeros de viaje y procuró fijar su atención en la carretera y en los arrabales de Madrid que se deslizaban al atardecer tras la ventanilla. Palpaba sigilosamente su cartera, se preguntaba de cuánto dinero disponía aún, cuándo fue la última vez que había comido: hacía una eternidad, esa misma mañana, antes de que se desencadenaran los acontecimientos que habían estado a punto de acabar no ya con su búsqueda del Santo Cristo de la Greña, sino su zarandeada vida… A su espalda, muy cerca de él, en el asiento posterior, oyó un ruido espantoso, seguido por una vaharada de hedor a cerveza que le humedeció el cogote. No quiso volverse: uno de aquellos bárbaros le había lanzado un eructo tan resonante como un trueno, y los demás rompieron a reír y debieron de animarse con el ejemplo, porque al eructo, como al primer estallido de una tormenta, le sucedieron otros, cada vez más brutales, así como un trompeteo de ventosidades y regurgitaciones que casi amortiguaban el estrépito de los radiocassettes. Lorencito ha sido siempre partidario de la espontaneidad de los jóvenes, que no tiene que estar reñida con la buena educación, pero las libertades que aquéllos se tomaban ya estaban empezando a parecerle excesivas: observó, de soslayo, que el autobús se había dividido en dos bandos, y que después de la competición de los eructos, en la que participaban por igual los jóvenes de ambos sexos, se estableció otra de escupitajos a chorro de cerveza, bebida por la que todos manifestaban una preferencia unánime, pues la ingerían con entusiasmo en botellas de litro que una vez agotadas rompían contra los asientos, sin que el conductor del autobús, encastillado tras su blindaje, pareciera darse cuenta de nada.

Ante el peligro, también Lorencito, como el avestruz, escondía la cabeza debajo del ala. ¿Aquellos bárbaros, hastiados de los eructos y las ventosidades, ahora habían emprendido un concurso, por llamarlo de algún modo, de expectoraciones, para el que no debía de faltarles materia prima, porque fumaban como carreteros, a pesar de los carteles de prohibido fumar que había por todas partes, aunque también es cierto que a causa de la densidad del humo apenas resultaban visibles! “No hay autoridad!”, pensó sombríamente, acordándose de la caída del Imperio romano, de la que tenía noticia por una película de Sofía Loren, en la que bárbaros desaseados y greñudos se embriagaban de cerveza y adoraban a divinidades monstruosas, “se han perdido la educación, el respeto”. Los vaticinios lúgubres que expresaban sus cofrades más ancianos en las reuniones de la Adoración Nocturna, que solían terminar en añoranzas melancólicas de la paz de Franco y de la liturgia en latín, ahora le parecían exactos, incluso menos apocalípticos que la realidad.

Una expectoración (o, para decirlo en términos que él jamás osará escribir: un lapo) había pasado velozmente junto a su nariz, estampándose, amarillenta y cremosa, en el cristal de su ventanilla. Consideró que aquella era la gota que colmaba el vaso de su paciencia: sin preguntarle al conductor dónde estaban, decidió bajarse en la próxima parada, y al abandonar su asiento, con la mirada en el suelo, que era un charco de cerveza derramada, colillas y orines, no dejó de observar que una pareja, de sexo indefinible por la longitud de sus melenas, se abrazaban con espasmos de cópula al otro lado del pasillo, emitiendo jadeos que los demás bárbaros coreaban con palmadas de simios y ruidos de deglución.

Limpiándose de la solapa un certero chorro de saliva Lorencito bajó del autobús. Le pareció mentira encontrarse otra vez relativamente sano y salvo en el centro mismo de Madrid, en la famosa plaza de Callao, que reconoció en seguida por la silueta admirable del Palacio de la Prensa y de las delgadas torres de ladrillo de Galerías Preciados. Andaba hecho una lástima, cojeando, con todo el cuerpo dolorido y la ropa sucia y en desorden, con sus sólidos zapatos de suela de tocino manchados de excrementos y de barro, pero ya contaba con la seguridad de que en Madrid nadie se vuelve para mirarlo a uno por muy desastroso o extravagante que vaya, y si se comparaba con no pocos transeúntes de los que pedían limosna o cosechaban desperdicios su aspecto aún seguía siendo casi respetable. Recién llegada la noche del sábado, Madrid resplandecía como un ascua luminosa en la oscuridad: brillaban los escaparates de las tiendas y de las modernas cafeterías con terrazas, los anuncios azules y rojos sobre los edificios, las marquesinas de los cines con vestíbulos de espejos y carteles de películas que alcanzaban una altura de varios pisos. Alrededor de la fachada de una sala de fiestas se encendían y se apagaban como bengalas hileras de bombillas, y la imponente silueta de cartón de una mulata vestida con sucintos atavíos tropicales se erguía soberbiamente contra el cielo azul oscuro y liso.

Las carrocerías de los coches reflejaban como espejos curvos los destellos de los semáforos y de los anuncios luminosos. Una multitud endomingada y jovial hormigueaba por las aceras espesándose junto a las taquillas de los cines e inundando las terrazas y los grandes salones de las cafeterías. Alucinado por el cansancio, el hambre y la soledad, por el espectáculo inagotable de las caras y las voces de la gente, sobre todo de las mujeres, que llevaban trajes ceñidos, medias oscuras y melenas al viento, Lorencito se dejaba derivar Gran Vía abajo como si un río lo empujara. Su propia identidad, su modesta persona, su vida, le parecían ahora tan irrelevantes como las de un insecto, y por momentos se sentía como si hubiera perdido para siempre el norte de su viaje a Madrid y hasta sus recuerdos de Mágina.

Pero en el autobús se había trazado un plan y estaba dispuesto a seguirlo, aprovechando la casualidad de haber llegado a la Gran Vía, donde estaba la oficina de management del fementido y desleal Pepín Godino: aun con grave riesgo de su vida, Lorencito iría a visitarlo y le cantaría las cuarenta, exigiéndole, – con amenazas si era preciso, ya nada iba a detenerlo, tampoco él tendría escrúpulos-, la devolución inmediata de la imagen del Santo Cristo de la Greña, abochornándolo, en los más duros términos, por su traición, pues de eso se trataba, de una vergonzosa traición no ya a él, Lorencito, que siempre lo distinguió con su amistad, y ni siquiera a la Semana Santa y a la fe católica, sino a la misma Mágina, a la ciudad, pequeña, pero heroica, según declaran su escudo y su himno, en la que los dos se habían criado.

La oficina de Pepín Godino, constató Lorencito en su tarjeta, estaba en el número 64 de la Gran Vía, en un edificio como de catorce pisos terminado por dos torreones con graciosas cúpulas de estilo morisco: mirar hacia lo alto lo mareó más aún que cuando mira desde muy cerca el reloj de la plaza del General Orduña y le parece que la torre se está inclinando hacia él. Pero era el hambre y no el vértigo lo que más lo mareaba. Por fortuna, en las inmediaciones había un bar de tamaño catedralicio y escaparates grandiosos que se llamaba El Museo del Jamón, y cuyos techos y paredes, decorados con admirables hileras de jamones, brillantes de grasa bajo la luz eléctrica, hacían cumplidamente honor a su nombre. El olor y la visión de las lonchas rojas y de las jarras de cerveza chorreantes de espuma embriagaron a Lorencito: se dijo una vez más que sin el estómago lleno un hombre no vale para nada. Y vigilando la calle desde la esquina de la barra, por si veía entrar o salir a Godino, se permitió un hartazgo de bocadillos de jamón y de cerveza, culminado por media ración de chorizo picante en aceite que ya entraba de lleno en el vicio de la gula y lo dejó soñoliento, algo beodo, y sudoroso, pero dispuesto animosamente a afrontar, se dijo, cualquier contingencia que se le presentara.

El despacho de Pepín Godino estaba en el piso décimo: subió en un lento ascensor con celosías y filigranas de hierro, y como iba solo no se avergonzó demasiado de emitir una disculpable flatulencia. Salió a un corredor con el suelo de mármol y puertas numeradas de cristal escarchado. Había, al fondo, una sola luz encendida. J. J. Godino, infraestructura de espectáculos, leyó en un cartel chapuceramente escrito a mano. Giró el pomo y la puerta se abrió: frente a él, tendido en un sofá de plástico verde, Pepín Godino respiraba con los ojos cerrados y la boca húmeda y abierta, con la camisa empapada de sangre.

Capítulo XXI

La confesión de un réprobo

Para describir el estado de aquella diminuta oficina Lorencito Quesada vaciló después entre los adjetivos dantesco y kafkiano, que ni siquiera unidos expresarían a su juicio la virulencia del desastre en medio del cual agonizaba lentamente Pepín Godino, desangrándose por una herida de arma blanca que le interesaba el paquete intestinal, según pudo colegir Lorencito por la manera en que nuestro paisano se sujetaba el bajo vientre emitiendo ayes lastimeros y palabras febriles. Una mesa metálica de color gris, tipo Roneo, estaba volcada en el suelo, y el cristal que antes la cubría era una catástrofe de esquirlas mezcladas con el contenido caótico de los cajones, en el que abundaban hojas de archivador desgarradas, fichas de cartón con fotografías de artistas, rotuladores pisoteados y revistas eróticas gastadas del uso. El papel de las paredes también había sido arrancado como por garras furibundas de fieras. Sólo quedaba la mitad de un cartel promocional de Matías Antequera, en el que Lorencito leyó el celebrado eslogan del artista -Soy de Mágina- y otro, casi entero, aunque manchado de sangre, que anunciaba el espectáculo musical Sin bragas y a lo loco, que hizo época en el Ideal Cinema de nuestra ciudad una o dos temporadas después de la muerte de Franco, con gran escándalo de las autoridades eclesiásticas.

Hasta el linóleo del suelo había sido levantado, y una navaja tan aguda como la que hirió a Godino había destripado el sofá donde éste yacía, esparciendo alrededor del moribundo un amasijo de gomaespuma amarilla y empapada de sangre. El mendaz secretario del Hogar de Mágina en Madrid boqueaba delirante, y aunque al oír que alguien se acercaba había abierto de par en par los ojos, Lorencito no estaba seguro de que lo hubiera reconocido.

–Viva Mágina, – decía-. Viva Mágina y su Patrona. Viva la Virgen del Gavellar. Viva la quinta del sesenta y cuatro…

–Pepín, – Lorencito le levantó de la cabeza, que ya le colgaba al filo del sofá, y se la acomodó en el respaldo-. Soy yo, Quesada, el de El Sistema Métrico, el de la calle Lagarto.

Godino negaba con ademanes aterrorizados y violentos, como si sufriera una pesadilla. Sus dos manos ensangrentadas apresaron los mofletes de Lorencito. Había empezado a cantar con una voz muy ronca, interrumpida por ahogos y borbotones de babas y de sangre:

–Mágina, noble ciudad

te puedes llamar hermosa

por tu bonita estación

y tu explanada espaciosa.

–¡El de Singladura! – insistió Lorencito, desesperando ya de que Godino lo reconociera antes de morir-. ¡El vicesecretario de la Adoración Nocturna!

–Viva la muy noble, la muy heroica y leal ciudad de Mágina… Viva la Semana Santa… Viva Mágina católica…

–¡Viva! – Lorencito no pudo menos que secundarlo en sus exclamaciones desmayadas, por un reflejo involuntario de patriotismo. En un rincón de la oficina había un pequeño lavabo: mojó en agua fría su pañuelo y se lo pasó a Godino por la cara, limpiándole la sangre. La boca ávida del agonizante agradeció las gotas de lo que Lorencito suele llamar, cuando le hace falta un sinónimo de agua, el preciado líquido: Godino pareció revivir, incluso recuperó la lucidez durante unos segundos.

–Quesada entrañable, – y atrajo por el cuello a Lorencito, hasta humillarle la cara sobre su pecho palpitante-. Me muero, me muero sin confesión, sin recibir los sacramentos ni la bendición de su Santidad… Confiésame tú, que seguro que puedes.

–¡Pecador de mí! – exclamó Lorencito-. Si no vas a morirte, Pepín, si todavía has de ver muchos jueves santos.

Pepín Godino se irguió en el sofá, miró a Lorencito con pupilas de loco, soltó una carcajada demoníaca antes de desplomarse de nuevo:

–Tres jueves hay en el año

que relucen más que el sol:

Jueves Santo, Corpus Christi

y el día de la Ascensión.

–Dime quién te ha atacado, Pepín, – Lorencito lo sacudía queriendo reanimarlo, porque la mirada se le iba y entre la raya de los párpados sólo se le veía el blanco de los ojos.

–¡No me llames Pepín! – con furia súbita Godino abrió los ojos-. Me han matado, me han engañado, pero no han conseguido que se lo diga…

–Bueno, Jota Jota, – Lorencito le habló suavemente, inclinado sobre él, sin preocuparse ya de que la ropa se le manchara de sangre: tampoco Cristo tuvo miedo de tocar al leproso-. Yo no soy quién para prometerte el perdón divino, pero al menos podrás salvar tu honra… ¿Y si voy a buscar a un sacerdote, o a un médico?

Miró el teléfono, negro y anticuado, que estaba en el suelo: habían arrancado el cable. Godino se abrazó a él tiritando, por miedo a que se fuera. La uña del meñique se le hincaba a Lorencito en el cuello.

–No les he dicho nada, – le murmuró al oído-. Acuérdate de Santo Domingo Savio… ¿A que tú eres también antiguo alumno salesiano? – Y de nuevo cantaba un himno que emocionó a Lorencito, quien efectivamente guarda un recuerdo imborrable de los padres salesianos-: ¡Antes morir mil veces que pecar…! El tío sátrapa de la Torre Picasso cree que puede conseguirlo todo y engañar a todo el mundo, pero lo que es con Jota Jota Godino ha pinchado en hueso… Bien claro se lo dije a sus matones: sin toda la guita por delante Jota Jota no suelta el consumao… Pero ya ni guita ni nada, ni sangre de San Pantaleón, y si es la llave, en el fondo del mar, como dice la copla…

–¿Qué llave? – Lorencito no entendía nada-. ¿Qué es eso del consumao, y del sátrapa?

–Que les diera la llave, – Godino respiraba ahora con una tos seca que por momentos se parecía a la risa de un tísico-. Que les dijera dónde lo había escondido y les entregara la llave. Hasta en verso se lo dije: “Jota Jota no se derrota”. ¿No sois tan listos? Pues venga, id buscando. Que si quieres arroz, Catalina… ¿No te acuerdas, Quesada? ¿No te acuerdas de cuando el Mágina subió a Tercera Regional, grupo B? Tú lo escribiste en el periódico: las gradas se caían de aplausos…

Otra vez Pepín Godino deliraba, volvía a dar vivas languidecientes a la Virgen del Gavellar, al Mágina C.F., a la sección de la Guardia Civil que escolta cada Viernes Santo, con los fusiles invertidos, al Cristo de la Expiración, se le dilataban las aletas de la nariz como si olfateara el incienso de los pebeteros del trono. Y mientras tanto no paraba de agitar ante la cara de Lorencito el dedo meñique de su mano derecha, y de felicitarse con lúgubre alegría porque sus innominados enemigos no habían encontrado cierta llave de la que seguía sin explicar nada. En uno de aquellos sobresaltos la uña prodigiosa estuvo a punto de clavársele a Lorencito en un ojo, y fue entonces cuando éste observó que la cubría una funda de plástico…

–Te has dado cuenta, ¿verdad? – exclamó Pepín Godino-. Paisano mío tenías que ser. Quítame la funda, Quesada insigne, coge el llavín, vete mañana mismo a las Galerías Piquer y llévate a Mágina el Santo Cristo de la Greña… Pero no confíes en nadie, deposítalo tú mismo en el Salvador, y rézale por mí, que voy a condenarme…

No sin escrúpulo Lorencito desprendió del meñique de Godino la uña postiza, y extrajo de ella una llave tan pequeña que apenas podía sujetarla entre los dedos. “Último piso”, murmuraba Godino, “almacén cuatro dos uno”. Pero ya le faltaba el aire, se le estaban quedando los ojos en blanco, su cara adquiría una palidez marfileña, la hemorragia encharcaba la gomaespuma del sofá. Le pedía ansiosamente perdón a Lorencito Quesada, le decía que se salvara, que se fuera cuanto antes a Mágina, le entraba el miedo a morir solo y se aferraba a las solapas de su chaqueta, le rogaba que encendiera la luz, porque no veía nada.

–No te rindas, Pepín, que no vas a morirte, – dijo Lorencito, pero acto seguido comenzó una oración.

–Por lo que más quieras, no me llames Pepín…

Pepín Godino cayó pesadamente hacia atrás, y sus dos manos siguieron asidas como garfios a las solapas de Lorencito: había muerto en paz, con los ojos cerrados.

De pie ante él, Lorencito concluyó la oración, santiguándose varias veces. Apagó la luz, cerró con cuidado la puerta de la oficina, se alejó por el pasillo guiándose por la luz del ascensor. Al llegar a la acera la animación de la Gran Vía le pareció sacrílega, indiferente a su dolor. Abrumado, sin fuerzas, se dejó caer en un banco, junto a una mujer que hablaba sola con aspavientos de epiléptica, y se tapó la cara con las manos, apoyando los codos en las rodillas desfallecidas. Una voz familiar le hizo abrir los ojos.

–Venga conmigo, – le decía la bailaora rubia, pero no estaba seguro de que no fuera un sueño-. Está muy cansado. No puede quedarse aquí. Venga conmigo.

Capítulo XXII

Un cálido refugio

De la cocina venía un olor suave y penetrante a infusión. En el tocadiscos sonaba una música de piano tenue, monótona, acariciadora, como la de una de esas películas en las que dos enamorados caminan de la mano por una playa a la hora del crepúsculo. Tímidamente, Lorencito Quesada salió del cuarto de baño, – muy coqueto, pero de dimensiones tan reducidas como las de una alacena-, teniendo cuidado de que al moverse no se le abriera más de lo debido el espeso y cálido albornoz que lo cubría. Sólo ahora, ya duchado y repuesto, recién afeitado, oliendo a gel y a polvos de talco, pues es muy propenso a las escoceduras en las ingles y nada más que la higiene permanente y el talco lo alivian, se detuvo a mirar la habitación donde estaba: tenía el techo inclinado, y una ventana que daba a un paisaje nocturno de tejados y campanarios. Una escalera portátil subía hacia un altillo donde debía de estar el dormitorio, tapado por una cortina, y en las paredes había fotos enmarcadas de hombres y mujeres de raza negra, así como un cartel de tela en el que estaba impresa una poesía de un tal Benedetti. Sus pies, calzados con unas dulces pantuflas, pisaban sin ruido una alfombra blanca como de sogas entretejidas. Frente a la estufa de hierro había un sofá cubierto por una manta alpujarreña: faltaban los copos de nieve en la ventana para que el lugar se pareciese extraordinariamente al decorado de la zarzuela Bohemios.

Lorencito dudaba si sería correcto sentarse en el sofá, teniendo en cuenta la incertidumbre de si los faldones del albornoz lo taparían decorosamente una vez sentado. Prefirió quedarse de pie, escuchando el rumor de platos y cucharillas que procedía, como la música, del otro lado de una cortina de cuentas, tras la que vio, no sin una mezcla de arrobo y temor, la silueta de la bailaora rubia, atareada en la cocina con una bandeja y un servicio de té. Al menos ya sabía su nombre: Olga. Se lo dijo mientras lo traía a su casa conduciendo temerariamente un todoterreno de color rojo en el que, según le contó, llevaba todo el día dando vueltas por Madrid en busca suya. Temía por su vida: había ido a la pensión y le negaron que él se hospedara allí. A última hora se acordó del antiguo manager de Matías Antequera, y como le constaba que también era de Mágina supuso que Lorencito había podido dirigirse a él. “No creo en las corazonadas”, le dijo, con una sonrisa embriagadora, “pero desde las bases de la psicología más empírica no puede descartarse por completo la teletransmisión no verbal”.

Lorencito se mostró apasionadamente de acuerdo, envidiando en secreto la riqueza de vocabulario que manifestaba la muchacha, fruto indudable de sus estudios superiores. Le confesó, todavía en el coche, que él era un autodidacta, palabra que le gusta mucho, por sonarle a latín. Ella lo miró con ojos brillantes de dulzura tras sus gafas redondas: “No se fatigue hablando”, le dijo, “ahora lo primero es descansar. Después tendrá tiempo de contármelo todo”. Dejaron el coche en un aparcamiento subterráneo situado en una plaza grande, fea y sombría que se llamaba Vázquez de Mella. Olga vivía cerca, en un quinto piso sin ascensor de la calle Pelayo. “Es lo mejor de Madrid”, le explicó, “aquí todavía puede hacerse vida de barrio”. La llegada al quinto piso fue tan extenuadora para Lorencito como si hubiera recorrido una por una las estaciones del Calvario. Enérgicamente, mientras Lorencito se duchaba, Olga le recogió toda la ropa y la puso en la lavadora sin reparar en las manchas de sangre: él aún no le había dicho nada sobre los asesinatos de Matías Antequera y de Pepín Godino.

Se lo contó todo después, sentado junto a ella en el sofá de la manta alpujarreña, que era algo rasposa, frente a una mesa baja, con típicas taraceas moriscas, donde humeaba una tetera de plata. El té con hierbabuena, tan caliente y tan dulce, le gustó mucho a Lorencito, que no lo había probado nunca. Los pastelillos artesanales de almendra y de sésamo que ella lo animaba a comer le resultaron deliciosos, y de vez en cuando tenía que interrumpir su narración y beber un sorbo de té para que no se le apelmazaran en el cielo de la boca. Hablaba como envarado, muy derecho en el sofá, con las rodillas juntas, sin mirar casi nunca los ojos tan atentos de la muchacha, avergonzándose de sus carnosas pantorrillas blancas, sujetando en el regazo los filos del albornoz. Le costó sudores contar con la debida delicadeza su visita al sex-shop, aunque omitió toda referencia a la mujer que se introducía entre los muslos aquel aparato a pilas. Pero lo más difícil de todo fue atreverse a confesarle a Olga que Matías Antequera, por el que ella manifestaba tanta admiración como cariño, había sido asesinado.

–No es posible, – dijo ella, consternada-. No me lo puedo creer.

–He visto su cadáver con mis propios ojos.

Olga ocultó la cara entre las manos y rompió a llorar amargamente. Sollozos espasmódicos le agitaban el pecho, según pudo apreciar desde una turbadora cercanía Lorencito mientras inclianaba la mirada, con expresión de pesar, hacia el pico del escote. Olga se echó sobre él, abatiendo la cabeza rubia justo en su regazo. Lorencito, a quien el llanto se le contagia en seguida, tenía un nudo en la garganta, y notaba que a él también las lágrimas empezaban a humedecerle los ojos. Pudorosamente depositó una mano en los hombros de Olga, diciendo a duras penas algunas palabras de consuelo, y como el llanto de la muchacha arreciaba se atrevió a pasarle las yemas de los dedos por la melena lisa, dorada y reluciente en la luz de la lámpara con pantalla de mimbre que había en un rincón, dando a la escena ese ambiente íntimo que él compararía luego, con inconsolable nostalgia, al de los anuncios televisivos de una conocida marca de café instantáneo.

El calor de la ducha se sumaba en su organismo apaciguado al de las tazas de té y a la temperatura palpitante del cuerpo femenino cobijado en el suyo. A despecho de su sincera aflicción, o alimentado por ella, Lorencito sentía una envolvente dulzura que era aún más poderosa porque no recordaba haberla conocido nunca. Sin darse cuenta las caricias en el pelo rubio y sedoso que le rozaba los muslos y se los desbordaba iban extendiéndose hacia la frente y el cuello de Olga, y los ancestrales apetitos de la especie, que ignoran, cuando se desatan, los frenos de la moralidad y de la conveniencia, reanimaban en él ciertas particularidades fisiológicas largo tiempo dormidas sobre las que en ese momento habría preferido correr, pensaba angustiosamente, un tupido velo: más tupido, en cualquier caso, o más holgado, que los faldones del albornoz, ya de por sí escaso para cubrir en circunstancias normales las amplitudes de su anatomía. Entonces Olga se incorporó bruscamente, y él temió, no sin motivo, que le recriminara su lujuria.

–Lo vengaremos, – dijo ella, con gran alivio de Lorencito Quesada-. Usted y yo juntos. La cárcel es poco castigo para esa gentuza…

–Pero yo no puedo ir a la Policía, – Lorencito aprovechó para subirse tanto como pudo los faldones, sujetándolos con las dos manos, cuyas palmas ya empezaban a sudarle-. Aquí donde me ve soy sospechoso de dos asesinatos, incluso de tres, si encuentran en el cadáver de Pepín Godino mis huellas digitales.

–No hablo de la policía, – Olga se había quitado las gafas y sus ojos bellos y miopes miraban a Lorencito con una fijeza nada tranquilizadora-. En Madrid es muy fácil conseguir una pistola. Ahora mismo, ahí abajo, en la plaza de Chueca… Ojo por ojo.

–Venga, mujer, serénese, – Lorencito volvió a pasarle una mano por el hombro-. Tan pecado es la venganza como el asesinato. Tengo la llave del almacén, y usted sabrá decirme dónde están esas Galerías Piquer donde guardó Pepín Godino la imagen. La mejor venganza será devolver a Mágina el Santo Cristo de la Greña y restituirle su buen nombre a Matías Antequera.

Tiempo después aún repetía Lorencito palabra por palabra aquella exhortación, asombrándose de su propia elocuencia. Se recuerda de pie, digno y sobrio a pesar del albornoz y las pantuflas, recibiendo noblemente en sus brazos a la muchacha, que era un poco más alta que él y le apoyaba la cabeza en el hombro al estrecharlo, mojándole otra vez la cara con sus lágrimas, introduciendo uno de sus muslos, con disculpable aturdimiento, entre los faldones del albornoz, mientras el cinturón, ya flojo, amenazaba con soltarse.

–Eso está en el Rastro, – Olga irguió la cabeza, se apartó el pelo de la cara, se limpió las lágrimas, mirando tan cerca a Lorencito que él veía su propia cara en las pupilas dilatadas-. En la Ribera de Curtidores. Vámonos ahora mismo.

–Mañana, – dijo él, reteniéndola-. Ahora los dos estamos muy cansados, y ya sé por experiencia lo peligroso que es salir de noche en Madrid.

–Pero no irá a dejarme sola, ¿verdad? – la voz de Olga tenía un quiebro suplicante.

–No se preocupe, – Lorencito, para sorpresa suya, se crecía-. Váyase tranquilamente a dormir. Yo velaré toda la noche en el sofá.

–Pero está muy cansado, – susurró ella, pasando sus largos dedos por la solapa del albornoz-. Debería verse las ojeras…

–No importa, – Lorencito retrocedía hacia una distancia prudencial, pero ella volvía a atraerlo suavemente-. Tengo costumbre de velar. Ya sabe, por la Adoración Nocturna…

–Venga conmigo, – Olga caminaba hacia atrás, en dirección a la escalera del dormitorio, sin desprenderse de él-. Si duermo sola esta noche me moriré de miedo.

Pero quien ya estaba muriéndose de miedo era Lorencito Quesada.

Capítulo XXIII

De nuevo acorralado

Es inútil rogarle que cuente con detalle lo que sucedió después: su caballerosa discreción, acrisolada en el ejercicio del secreto profesional, que es el primer mandamiento del periodismo, en este punto se vuelve inconmovible. En su cara llena, habitualmente muy seria, sobre todo desde que volvió de Madrid, se le dibuja una sonrisa, y su mirada, a un tiempo risueña y melancólica, se pierde en el infinito, o en el fondo de la copa de vino quinado que sigue tomando con puntualidad cada noche a las nueve. Desde entonces, las canciones más tontas que escucha en la radio le ponen en el pecho una congoja de felicidad, como la de un muchacho de dieciséis años. Sólo cuenta que se durmió muy tarde, que Olga no quería apagar la luz, a causa del miedo, que al cabo de un rato de compartir el angosto dormitorio en el altillo ya se tuteaban, que ella empezó a llamarle Lauren, que durmió como un tronco, – aunque esa comparación le parecía vulgar-, más de ocho horas, y que al despertarse recordaba haber tenido vívidos sueños en color y sentía en los miembros una paz balsámica y una ligereza como de recobrada juventud, así como un orgullo muy semejante a la vanidad que al parecer se iba cimentando en el repaso maravillado de algunas evidencias numéricas.

Al despertar, la cama grande y baja, el suelo de madera, el techo tan inclinado sobre él, le dieron la confortadora sensación de encontrarse en el escenario de un cuento. Observó que aquella había sido la primera noche de su vida que dormía sin pijama, y eso le hizo acordarse de su madre y de que llevaba casi dos días sin hablar con ella por teléfono. Pensar en llamarla delante de Olga lo avergonzó: pero Olga, advirtió entonces, con tardanza excesiva, porque sólo en ese momento despertó del todo, no estaba en la cama. Quedaba en las sábanas su olor y la huella caliente de su cuerpo, pero su ropa había desaparecido del suelo, igual que su reloj, sus gafas y sus pulseras de la mesa de noche, que era un cesto de mimbre.

Pensó, para no alarmarse: “Estará abajo, haciendo el desayuno”. ¿No había en el aire un perceptible olor a café? Al sentarse en la cama se dio un golpe contra el techo inclinado. Ya se imaginaba bajando la escalera envuelto en su albornoz, silbando algo camino de la ducha, mientras en la cocina ella preparaba unas ricas tostadas, de la parte de arriba del pan, que son las más sabrosas, y batía para él una taza de Cola-Cao bien espeso, con la leche caliente, como a él le gusta, tan caliente que le dan sudores cuando empieza a beberla. Se puso el albornoz, que estaba tirado en un rincón, se calzó las pantuflas. Pensó llamarla en voz alta y decidida, pero a pesar de toda la confianza íntima atesorada a lo largo de la noche no se atrevía. Una molesta inquietud lo sobresaltaba, como el miedo que tiene uno a despertarse en medio de un sueño demasiado feliz: que Olga se hubiera ido, que lo hubiera engañado. Al fin y al cabo, ¿de qué se conocían? ¿No tenía constancia él, gracias a la lectura de algunos libros, de la amargura y el vacío que son secuelas de los amores superficiales de una noche?

Olga no estaba en la habitación del sofá. De la mesa morisca habían desaparecido el servicio de té y la bandeja de dulces, y el cenicero, obra de la alfarería portuguesa, estaba limpio de colillas. Lorencito apartó con mano trémula la cortina de cuentas y detrás de ella tampoco estaba Olga. La cocina, tan estrecha como el cuarto de baño, empotrada en un rincón de la pared, había sido recogida muy poco tiempo antes, pues aún olía a detergente y los platos goteaban en el escurridor. En aquella segunda habitación se terminaba la buhardilla: había muebles antiguos, una alfombra rústica, cientos de libros y objetos de cerámica en las estanterías. Comparar aquella biblioteca con la suya, tan escuálida a pesar de la Gran Enciclopedia de las Ciencias Ocultas, le produjo a Lorencito un vivo complejo de inferioridad cultural que acentuó su abatimiento. Miró con tristeza la mañana nublada por un balcón desde el que se veía el campanario y el jardín de un monasterio. Ideas lúgubres se apoderaban de él sin que el recuerdo de la dicha, – y del acto, según dice con pudoroso tecnicismo-, bastase para reanimarlo. Un traje y una camisa de hombre, perfectamente planchados y doblados sobre el respaldo de una silla, llamaron su atención. Fue entonces como si hubiese estado ciego y recobrara por milagro la vista: el traje y la camisa eran los suyos, y también la camiseta y los calzoncillos de felpa que estaban al lado, y los calcetines limpios, y los zapatones negros que relucían de betún, y la nota que había sobre la mesa, junto al termo de café con leche y el plato de pastelillos, estaba dirigida a él:

Querido, apoteósico, salvaje Lauren: he tenido que salir, pero no tardaré. ¿Serás capaz de esperarme? Te dejo preparada tu ropa. En el cuarto de baño tienes espuma y cuchillas de afeitar. No te vayas, please. O.

Postdata: Mmmmmmm…

Lorencito desayunó opíparamente: ni siquiera el café le provocaba palpitaciones esa mañana memorable. Llamó a su madre por teléfono y se las ingenió para cortar en seguida la comunicación, diciéndole que estaba en la sala de prensa del Congreso Eucarístico y que justo en ese instante pasaba por allí el Nuncio de Su Santidad, al que iba a solicitarle unas palabras. Su higiene personal y el cuidado de su ropa y de los detalles de su presentación alcanzaron perfecciones de dandismo: más de media hora dedicó a esculpirse la onda del tupé y a conseguir que la línea de sus patillas corriera exactamente a la altura de los lóbulos. En cuanto al estado de su traje, lo conceptuó sin vacilación de impecable: la doble raja de la chaqueta, tan difícil de planchar, tenía una lisura tan perfecta como la raya del pantalón, y la camisa, los calzoncillos y la camiseta parecía que hubieran sido almidonados por una experta oficiala. Se dijo que Olga, joven moderna, como de capital, desenvuelta, independiente, sensual, espontánea, era al mismo tiempo muy mujer de su casa, y que eso desmentía la opinión pesimista que impera en los círculos tradicionales de Mágina sobre las nuevas generaciones, y muy en especial sobre sus componentes de sexo femenino.

Se ajustaba la corbata silbando ante el espejo. Sólo echaba de menos su refrescante colonia Varón Dandy. En cuanto Olga volviese irían juntos a buscar la imagen del Santo Cristo de la Greña, y luego… Pero no quería pensar en el día de mañana, que además, recordó con un acceso de tristeza, era lunes, un lunes rutinario y tenebroso de Mágina en el que se levantaría a las ocho en punto para estar a las nueve a las puertas de El Sistema Métrico, esperando que abrieran, oyendo las campanadas del reloj en la plaza del General Orduña, frotándose las manos en un penoso silencio mientras sus compañeros, a los que llevaba viendo día tras día durante los últimos treinta y tantos años, comentaban los resultados del fútbol o se gastaban bromas soeces sobre los respectivos débitos conyugales del fin de semana, sin que faltase alguno que ponderando con fingida envidia la soltería de Lorencito le atribuyera costumbres de promiscuidad.

Para distraerse de la melancolía que otra vez lo estaba venciendo se puso a ordenar metódicamente en los bolsillos cada una de sus pertenencias, que la noche anterior había depositado en una repisa del cuarto de baño: el pequeño frasco de Oraldine, la cartera, en la que revisó cada uno de sus documentos y su ya menguada provisión de dinero, el bolígrafo Bic, el cuaderno de notas, el admirable cassette Sanyo, no más voluminoso que un mazo de naipes, el sobre con el retal de hábito, el bote de lentillas donde guardaba la uña del Santo Cristo… Pero también, ahora se acordaba, había guardado allí la llave que perteneció a Pepín Godino, la del almacén donde éste tenía escondida la imagen venerable.

La llave no estaba. Y si no estaba donde él la puso y de donde él en ningún momento la sacó era porque alguien se la había quitado. Y de nadie podía sospechar más que de Olga. Pero sospecha no era la palabra exacta. Las palabras justas, una vez más, como desde el principio de su estancia en Madrid, eran engaño y traición. Y esa joven, a la que un minuto antes había idolatrado, conjeturando con insensata candidez la posibilidad de proponerle un noviazgo formal, ahora se le presentaba como una mujer fría y calculadora, una loba con piel de cordero, una Eva que le había ofrecido sin que él se resistiera la fruta prohibida, aunque suculenta, de la perdición y la mentira, seduciéndolo como una aventurera sin escrúpulos.

Todo el cuerpo le temblaba en sacudidas de blandura y despecho mientras bajaba atropelladamente los cinco pisos de escaleras. Tal vez aún estaba a tiempo de evitar que la viciosa bailaora le arrebatara con sus malas artes el Santo Cristo de la Greña. “Ésa a mí no me conoce”, pensaba con rencor, “ésa no sabe todavía quién soy yo”. En la calle, frente al portal, dos hombres fornidos, con trajes oscuros, con gafas de sol y bigotes negros, con auriculares para sordos, lo miraron por encima de sus periódicos abiertos y sin ningún disimulo echaron a andar tras él, cada uno por una acera. Un coche los seguía despacio, los adelantaba, se iba aproximando a Lorencito, ya le pisaba los talones. Pero en el semáforo de una calle transversal estaba detenido un taxi y Lorencito, con premura y arrojo, abrió la puerta trasera y se lanzó a su interior diciendo en voz clara y terminante:

–Rápido. A la Ribera de Curtidores. A las Galerías Piquer.

Capítulo XXIV

Emboscada en El Rastro

Seguido a corta distancia por el coche donde iban los hombres de los sonotones y los bigotes negros el taxi bajó raudamente por el Paseo de Recoletos, pasó en ámbar los semáforos de la explanada de Atocha, donde brillaban al sol como palacios orientales las cúpulas de cobre de la antigua estación, giró hacia las despejadas rondas de Valencia y Toledo y se detuvo por fin, con gran estrépito de frenos y levantando una polvareda, en el costado de una plaza que parecía ocupada por un campamento de tiendas beduinas o zíngaras. Después de golpearse la frente, como de costumbre, contra la mampara de plástico blindado, Lorencito le pagó rápidamente al taxista, un joven de cabeza rapada que mascaba chicle con la boca abierta y conducía como si manejara el volante no de un coche, sino de un videojuego, y sin detenerse a recoger el cambio, que era cuantioso, bajó del taxi y procuró perderse entre la pintoresca multitud de buhoneros y mirones que inundaba las calles adyacentes a la Ribera de Curtidores, arteria principal del populoso Rastro de Madrid, que tiene principio en la castiza plazuela de Cascorro y desciende con anchuras y turbiones de gran río tropical hasta su desembocadura en la Ronda de Toledo, arrastrando en sus rápidos todas las variedades posibles de artículos, compraventas y trueques, como una inundación que se lo llevara todo por delante, lo más opulento y lo más ínfimo, los aparadores de caoba, las bibliotecas ingentes, las grandiosas lámparas de araña y los retratos al óleo de las familias tronadas, los uniformes militares, las condecoraciones heroicas, los nobles aperos de labranza de los cortijos saqueados o subastados, los trajes de comunión de niños que murieron tísicos a principios de siglo, las planchas de hierro que usaron en su juventud nuestras madres, sus recordatorios de boda, los sillones de mimbre y metal pintado de blanco que había antes en las barberías, las brochas, incluso las hojas de afeitar herrumbrosas, las primeras maquinillas eléctricas, los discos de pizarra, las vírgenes de yeso, de celuloide o de plástico, los cassettes piratas de Plácido Domingo o de Matías Antequera, los palilleros de dientes, con y sin palillos, los prospectos de jarabes, las cajas de herramientas, las camisetas estampadas con la efigie del beato Escrivá de Balaguer, las rejas y los portones de casas solariegas, los somieres, las aguamaniles, los orinales de loza con un ojo pintado en el fondo, las máscaras antigás de la guerra del Golfo, los escapularios milagrosos de los requetés, los vídeos pornográficos, los ejemplares atrasados de El adalid seráfico y El querubín misionero, revistas en las que alguna vez ha colaborado Lorencito Quesada, las bocinas en forma de loto de los gramófonos, los primeros pick-ups, los radiocassettes recién robados, los almanaques de la Unión Española de Explosivos, los de Café-Bar El Rábano, comidas económicas, y los Transportes Marcelino, las máquinas con manubrio para embutir chorizos, las latas de especias marca Carmelita, los aislantes cerámicos, los conmutadores de pera, las cucharillas descabaladas de una cubertería con las iniciales JM, los cromos sueltos, en color, de Ben-Hur, de Molokai, de Mazinger-Z

Todo lo miraba Lorencito, mareado y atónito por aquella desatada abundancia, por aquella pululación de cosas y de gente, de tenderetes sucesivos que le cerraban el paso como los callejones de un zoco musulmán y gritos de vendedores y discordias de músicas que atronaban el aire desde poderosos altavoces, y a los que de vez en cuando se unían el ritmo machacón de un órgano eléctrico y el de la trompeta de un gitano que tocaba pasodobles mientras una cabra famélica trepaba una escalera. Todo se le quedó grabado, como él dice, en su retina, en su memoria fotográfica, pero aunque se pasara horas queriendo recordarlo jamás agotaría la formidable enumeración de aquella babel de razas, de desperdicios y tesoros en medio de la cual navegaba corriente arriba por la Ribera de Curtidores, sabiéndose al mismo tiempo perseguidor y perseguido, en una mañana desapacible de finales de marzo en la que el viento agitaba los toldos y los géneros multicolores de los puestos de ropa y el sol aparecía y desaparecía entre las ramas umbrosas de los castaños de Indias, sobre una muchedumbre que estrujaba y entorpecía a Lorencito como las lianas de una selva, en un desbarajuste comparable al del pueblo de Israel cuando se reúne en Los diez mandamientos para abandonar Egipto a las órdenes de Charlton Heston.

Pero al menos había logrado burlar a sus perseguidores y estaba acercándose al edificio de las Galerías Piquer: era, según le había indicado el taxista, esa torre tan alta, con ventanas geométricas, que terminaba en un tejado de pizarra muy semejante a los del Ministerio de Marina, que Lorencito conoce bien, por haberlo visitado en su primer viaje a Madrid, cuando lo declararon exento del servicio militar, que le tocaba en la Armada, por ser hijo de madre viuda, lo cual le ahorró una segunda alegación por pies planos. Desprendiéndose de la multitud tan trabajosamente como si trepara por una orilla cenagosa alcanzó el arco de entrada de las Galerías Piquer, que daba a un patio con corredores de tiendas de anticuarios. Se le sobresaltó el corazón, pero no a causa del miedo, ni de la posibilidad de hallar al Santo Cristo de la Greña, sino porque estaba seguro de que iba a encontrarse cara a cara con Olga. De golpe le vino un recuerdo exacto de la última noche, en el que participaba con igual intensidad cada uno de sus cinco sentidos, incluso algún otro del que hasta entonces no había tenido noticia, y tuvo que pararse a recobrar el aliento en mitad de la escalera que subía hacia los almacenes de la torre y a reñirse con severidad a sí mismo por haber permitido una punzada de ternura y perdón. “Se va a enterar de quién soy yo”, dijo en voz alta, aunque algo debilitada por el nerviosismo y el agotamiento.

El almacén 421 estaba en el cuarto piso, en un corredor donde soplaba el viento por las ventanas sin postigos, con las baldosas sueltas, con las paredes desconchadas. Había vuelto a ocultarse el sol y la mañana tenía una luz de invierno que Lorencito comparó después con el eclipse de sus ilusiones fugaces. La puerta del almacén era estrecha y baja, y estaba entornada. Al acercarse a ella se acordó de la puerta del lavabo de señoras desde donde Olga lo había llamado en el Café Central. “Ni dos días”, pensó, “y ya parecen años”. Olga estaba de pie, en el almacén vacío, que era más bien un trastero, junto a una ventana pequeña y redonda, sin cristal, por la que llegaba el ruido de la calle. Iba sin gafas, con un traje de chaqueta, el mismo que llevaba cuando Lorencito se cruzó con ella la primera vez, en la acera del Corral de la Fandanga. Era como si cambiara de vida cada vez que se cambiaba de ropa. El bolso hacía juego con sus zapatos de tacón. En la mano derecha tenía una pistola.

–Lauren, – dijo, con una sonrisa que a él le pareció de temor-. Estaba esperándote.

–No quieras engañarme otra vez, – repuso con frialdad Lorencito-. En la nota decías que te esperara en tu casa.

–He preferido que no nos vieran juntos, – Olga guardó la pistola en el bolso e hizo ademán de acercarse a él: si daba un paso más, si llegaba a olerla, estaría perdido.

–Todo era mentira, una… absurda mentira, – dijo, dándose cuenta con retraso de que el adjetivo que buscaba era burda-. Y yo soy tan tonto que me lo creí.

Pero le miraba los labios y casi sentía su sabor en la boca, y al oír su voz no atendía a sus palabras, porque se acordaba de la noche anterior, de ciertos gemidos que al principio había tomado por quejas, y que ahora se resistía a considerar tan falsos como los de las actrices de las películas S.

–Lauren, – Olga dio un paso más hacia él-. Puedo explicártelo todo.

–No te acerques. No tienes que explicarme nada.

–Lauren, – repitió; ya estaba a su lado, ya podía olerla: sus dedos rozaron el tembloroso labio superior de Lorencito-. Tengo la imagen. No pensaba robártela.

–¿Dónde? – preguntó él ansiosamente, no tanto por su interés hacia la imagen como por la necesidad de recobrar su fe en la muchacha.

–Bien guardada, – se inclinó hacia él y lo besó con suavidad, pasándole la punta de la lengua por la hendidura del labio superior, que constituía, según su autorizado dictamen, una de las zonas erógenas de Lorencito, casi la única, le había explicado la noche antes, en un intermedio de conversación, no entumecida por algo que ella misma llamó sus corazas caracterológicas.

Sin esperar a que Olga le disipara las dudas que todavía albergaba, Lorencito se rindió a sus encantos: al abrazarla, con renovado ímpetu, se alzó un poco sobre las puntas de los pies, dado que los tacones de ella incrementaban considerablemente su estatura. Pero entonces la puerta metálica del almacén se abrió del todo con un estruendo de patadas, y Lorencito y Olga, sin desprenderse aún de su abrazo, se vieron rodeados por cinco hombres hercúleos que apuntaban hacia ellos grandes revólveres, sujetándolos con las dos manos, con las piernas abiertas y las rodillas flexionadas, con trajes oscuros, con gafas de sol, con bigotes negros, con sonotones en las orejas…

–No hacía falta tanto, – dijo Olga, sonriente, desconocida, tranquila, mirando a Lorencito con frialdad y desdén-. Yo ya lo tenía bien cogido.

Él bajó los ojos y vio que Olga le clavaba en el costado el cañón de su pistola. La había sacado del bolso mientras lo abrazaba.

Capítulo XXV

En la Torre Picasso

El coche negro subía como una exhalación por el Paseo de la Castellana. En el asiento posterior, entre dos de aquellos hombres como armarios cuyos pétreos volúmenes lo mantenían encajonado y preso, Lorencito Quesada miraba desplegarse a toda velocidad las arboledas, los pasos elevados y los rascacielos de cristal de la imponente avenida, más larga y dilatada aún porque en la mañana del domingo estaba casi limpia de tráfico. No lo habían atado, pero iba tan sujeto como si lo oprimieran dos bloques de granito, y la única parte de su cuerpo que disponía de un poco de movilidad era el cuello: al volverlo veía el otro coche, también negro y como acorazado, marca Volvo, en el que viajaban Olga y dos guardaespaldas. Distinguía de lejos su melena rubia y se mordía los labios con amargura y rencor, reservando para sí mismo las peores injurias, y considerando que cualquier desgracia que en adelante le ocurriera la tenía bien merecida, por tonto, por incauto, por lascivo, por tropezar dos veces en la misma piedra, como dice la canción de Julio Iglesias: y venía a pelo la comparación, diría luego, porque se había quedado de una piedra cuando Olga, como un Iscariote femenino, lo entregó a aquellos cinco guardaespaldas graníticos, tan poco humanos que ni hablaban ni parecían respirar ni mirar tras sus gafas de sol.

El coche giró a la altura de un vasto edificio horizontal: Estadio Santiago Bernabeu, tuvo tiempo de leer Lorencito. Bajó unos minutos en dirección contraria y se detuvo: los guardaespaldas lo empujaron sin miramientos, con secos gruñidos de antropoides. Al salir a la acera hincharon los pechos como si estuvieran a punto de golpeárselos rítmicamente con los puños, mostrando las encías. El otro coche frenó tras ellos unos segundos después. Lorencito volvió la cabeza para no mirar la sonrisa que le dedicaba Olga. Le dio vértigo mirar hacia arriba: los rascacielos, en esa parte de Madrid, eran mucho más altos que en la Gran Vía o en la plaza España. Había salido el sol y sus fachadas brillaban como acantilados de cristal. ¡Y en Mágina la gente admira embobada el edificio La Chopera, porque tiene diez pisos!

Lorencito caminaba impelido por los empujones de los guardaespaldas. Lo hicieron atravesar pasajes subterráneos, corredores de paredes de vidrio, siniestros túneles vacíos en los que se multiplicaba la resonancia de los pasos. Madrid parecía ahora una ciudad del futuro abandonada tras la explosión de una de esas bombas nucleares de las que dicen que sólo matan a la gente y dejan intactos los edificios. Salieron a una explanada tan desierta y tan amplia como una rampa de lanzamiento de cohetes. Solo se oían las pisadas numerosas del grupo en el que Lorencito era arrastrado: no había nadie más, ni en plazas de granito y cemento, ni en ninguna de las miles de ventanas iguales que se levantaban hacia el cielo. Abajo, en la explanada, al final de la escalinata por la que ahora descendían, estaba la puerta en forma de arco de un rascacielos tan blanco como una nave espacial, el más alto de todos, con anchas estrías como de columna sobrehumana, cúbito, más inabarcable para la mirada a medida que iban acercándose a él.

Lorencito se acordó de algo que había dicho Pepín Godino en sus delirios agónicos: aquella debía de ser la Torre Picasso. Las puertas, tan grandes como las de una catedral, eran de vidrio, y se abrieron automáticamente. En el vestíbulo, todo de mármoles blancos, había guardias de uniforme. También el ascensor estaba forrado de mármol. Lorencito se obstinaba sin demasiado éxito en que los ojos claros y afables de Olga no se encontraran con los suyos. Cuando el ascensor se puso en marcha tuvo la sensación angustiosa de que el estómago se le saldría por la boca: ¡en décimas de segundos el indicador electrónico señalaba el piso cuarenta!

Salieron a un pasillo donde el suelo y las paredes también eran de mármol: todas las puertas se abrían silenciosamente delante de ellos. Mármol, acero, aluminio, cristal: era como si todos los demás materiales hubiesen desaparecido del mundo. Cruzaron oficinas con paneles blancos y mesas blancas sobre las que parpadeaban pantallas de ordenadores. Pilotos rojos y verdes se encendían a medida que las puertas de cristal iban abriéndose y cuando se cerraban tras ellos con un roce sedoso. Artefactos vagamente parecidos a máquinas de escribir imprimían columnas de números en hojas interminables de papel sin que los manejara nadie. Lorencito fue empujado hacia el interior de una habitación donde una gran pantalla de vídeo iluminaba la oscuridad. Una mano tibia buscó la suya: era la de Olga. Los habían dejado solos. Lorencito la rechazó. En la pantalla se veía en primer plano una cara enorme, una mano aún más grande que intentaba cubrirla: era él mismo, Lorencito, que abría la boca y negaba en silencio. Era la película que le había tomado el falso turista japonés junto al Corral de la Fandanga.

La pantalla se apagó: la luz del sol fluía a rayas por una persiana que se estaba levantando automáticamente. El zumbido del motor se detuvo: la claridad aún era escasa, pero Lorencito pudo ver que la habitación era muy grande, que la pantalla estaba en el centro y que junto a ella había un hombre sentado en un sillón giratorio. Una línea de sol le iluminaba el pelo blanco y brillaba en los cristales de sus gafas. Tenía las piernas cruzadas, zapatos negros, calcetines altos: esa clase de calcetines que nunca muestran la pantorrilla por mucho que se alce el pantalón, y cuyo secreto, ha pensado siempre Lorencito, pertenece en exclusiva a los ricos. Ahora supo dónde había visto esa cara antes de cruzarse con ella en la basílica de Jesús de Medinaceli: en los noticiarios de la televisión, en las primeras páginas de los diarios financieros, en las páginas satinadas de las revistas del corazón, donde se publican continuos reportajes en color sobre su yate de veinte metros de eslora, sobre su palacete recién construido en una exclusiva urbanización de Puerta de Hierro, sobre la polémica anulación de su primer matrimonio por el tribunal de la Rota y las consiguientes nupcias con una de las modelos más cotizadas de la alta costura, una despampanante pelirroja treinta años más joven que él… ¿Hará falta estampar aquí su nombre, cuando sólo sus iniciales, JD, por las que suele aludírsele en los mentideros de la prensa, ya se han vuelto legendarias, tan universalmente conocidas como las de los automóviles Seat, como AMDG de la Compañía de Jesús, y sin duda mucho más influyentes, no sólo en el mundo de las altas finanzas, sino en el de la política, el coleccionismo de arte, el patrocinio deportivo, los medios de comunicación?

–Ya iba siendo hora de que usted y yo nos encontráramos despacio, – dijo JD, con una voz extraordinariamente suave, con las dos manos juntas y las yemas de los dedos sobre la barbilla. Hablaba con frases muy cortas, y al final de cada una guardaba un reflexivo silencio-. En la intimidad, sin prisas. En las distancias cortas se conoce a los hombres. Al menos a los hombres como usted. Singulares. Decididos. Sabiendo lo que quieren. Y cómo conseguirlo. Admítame un elogio: no hay muchos. No somos muchos. Nos reconocemos en seguida. Pero los demás no nos conocen. Nos juzgan: equivocadamente. A usted, discúlpeme, lo conceptuaban de idiota. Fácil de engañar. De eliminar. “Se le tira por el Viaducto y santas pascuas”. Decía ese cretino. Dios lo tenga a él en su Gloria. Incompetentes: problemas de encargar trabajos delicados a terceros. Como las contratas y las subcontratas. Nos entendemos. A que sí. Segunda fase: Nikimura. Antiguo operador de vídeo. El Killer de más reputación en todo el Sudeste asiático. Supernumerario en la Yakuza de Tokio. Desarmado, usted lo elimina. Limpiamente, sin ruido, sin huellas. Más difícil todavía: se desamordaza, como Houdini, salta en marcha de una furgoneta en la M-40. Contratiempos: a su paisano le pica la codicia. Eliminación, no con la misma profesionalidad que usted emplea, pero bueno. El peligro sigue siendo usted: dispuesto a todo y libre por Madrid, atando cabos. La fuerza bruta, las armas, ¿qué valen sin la inteligencia? Última, casi desesperado recurso: cherchez la femme, como diría un amigo común. Amablemente, Olga coopera. Incluso los hombres como nosotros tienen un talón de Aquiles. Veo cómo ella le mira: también ahí hizo usted un trabajo perfecto. En estos tiempos, ellas añoran a un hombre verdadero. No los encuentran en las nuevas generaciones. Silencio: no quiera hablar todavía. Faltan detalles, flecos. Punto uno: la santa imagen, que usted me entregará, dado que financié la operación y soy su legítimo dueño. Punto dos: trabajará para mí. Me han contado que se hace pasar por periodista. Tapadera perfecta. Lo quiero desde ya en mi equipo de adquisiciones. Nada de contratas, nunca más. Su primera misión, en el extranjero: la sangre de San Gennaro. A los otros les parecía imposible: para usted nada lo es. Y una idea que me da vueltas: ¿se acuerda de los quince centímetros de colon que le extirparon hace poco a Su Santidad el Papa? Se rumorea que ya andan en el mercado negro, y que obran prodigios. Pero antes de que me responda quiero que vea algo…

JD oprimió un mando a distancia: la persiana, que ocupaba toda una pared, siguió levantándose, y el sol iluminó poco a poco la habitación entera, al tiempo que en los altavoces del hilo musical sonaba muy bajo el Adeste fideles. Lorencito no daba crédito a sus ojos: la otra mitad de la habitación no era o no parecía un despacho, sino la capilla más rica, la más abarrotada de imágenes de santos, crucifijos y relicarios que él había visto nunca. JD, orgulloso de su golpe de efecto, miraba con satisfacción a Lorencito y a Olga, los animaba a aproximarse. Eligió un relicario labrado en plata y lo sostuvo reverencialmente ante ellos con las dos manos, diciéndoles:

–¿No se habían preguntando alguna vez dónde fue a parar el brazo incorrupto de Santa Teresa después de la muerte del Caudillo?

Capítulo XXVI

El millonario idólatra

Aquel hombre que poseía, y posee, una fortuna valorada por el Financial Times en dos mil millones de dólares; que cotiza las acciones de sus empresas en los mercados financieros de Wall Street, de la City de Londres, de la despiadada Bolsa de Tokio; que compra y vende solares y manzanas enteras de rascacielos como si jugara al Monopoly; que fue recibido en audiencia privada por el Papa a los pocos días de su segunda boda, en compañía de su joven esposa, vestida para la ocasión con un ondulante traje negro y una clásica mantilla española, entregándole de paso el Sumo Pontífice un mensaje secreto de nuestro monarca; que ejerce una influencia al parecer terminante en varios gobiernos sudamericanos y africanos; que es confidente, amigo y asesor de las más altas jerarquías de la nación: aquel plutócrata, supo Lorencito, con asombro, incluso con terror, porque se veía claro que tras su voz tan suave y sus maneras delicadas se ocultaba una ambición sin límites, era también un ferviente y desatado católico, un buscador y coleccionista implacable de cuantas imágenes y reliquias milagrosas podía comprar o robar, sin importarle el precio o los medios necesarios para lograr sus fines. En las cátedras de Economía y en las revistas financieras se analizan sus operaciones inmobiliarias o especulativas con la misma admiración con que puede estudiarse en una Facultad de Arquitectura el Partenón de Atenas o la basílica del Valle de los Caídos: él, con una mezcla de soberbia y piedad, atribuyó ante Lorencito Quesada todos sus éxitos a la intercesión divina y de los santos, así como al efecto multiplicado y prodigioso de su colección de reliquias.

Uno por uno les fue mostrando a Lorencito y a Olga sus tesoros, entre los cuales el brazo incorrupto de Santa Teresa ocupaba un lugar secundario. Para tocarlos se puso unos guantes blancos de seda: vieron la pluma del arcángel San Gabriel y el fragmento de la roca donde se sentó la Virgen María durante la huida hacia Egipto que se veneraron en la Capilla Real de Granada hasta que desaparecieron tras un robo nunca esclarecido; se les permitió rozar con las puntas de los dedos las tres piedras que expulsó del riñón San Alfonso María Ligorio después de un cólico nefrítico; vieron las últimas gafas graduadas del Papa Pío XII, un trozo de siete centímetros del Lignum crucis, la cuchara con la que Santa Lucía se sacó los ojos, un alzacuellos usado de San Juan Bosco, una de las treinta monedas que recibió Judas, que era un denario con la efigie del emperador Augusto, la caña de una escoba de San Martín de Porres, la reja de hierro con la que fueron torturados los mártires San Bonoso y San Maximiano, así como una urna con los huesos de ambos, un peine de carey, con algunos cabellos, del beato José María Escrivá de Balaguer, una bolsita con serrín de la carpintería de San José, un paño de la Santa Faz que al parecer es el verdadero, a diferencia del que se venera en la catedral de Jaén, una cosa seca y negruzca que a la luz de las más modernas técnicas de investigación resultaba ser el auténtico Santo Prepucio, el único, entre los muchos que se disputan la adoración de la Cristiandad, que resistía satisfactoriamente la prueba incontrovertible del carbono 14…

–A los hombres de empresa se nos acusa siempre de materialismo -dijo JD, aún con los guantes blancos, uniendo las dos manos junto a la barbilla, bajo el labio inferior-. Yo le puedo decir, humildemente, que todo se lo debo a mi fe. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo si pierde su alma? A la hora de tomar una decisión, el índice Dow Jones, las tablas input-output, sin la ayuda sobrenatural, son vanidad de vanidades. La descristianización, el paganismo, avanzan. Presidentes de gobiernos y hasta testas coronadas no dan un paso sin recurrir a las supersticiones de la quiromancia y el tarot. Si yo le contara… ¡Pero nada hay más eficaz que las reliquias certificadas por los rigurosos doctores de nuestra Iglesia Católica!

Lorencito no decía nada: lo miraba todo con los ojos y la boca muy abiertos, sin acordarse de que se había prometido a sí mismo no repetir más esa expresión. La mirada de Olga buscaba la suya: también se le había olvidado su voluntad de despreciarla. JD, tan ensimismado que parecía no verlos, circulaba entre sus tesoros frotándose suavemente las manos. Ahora había elegido una pequeña ampolla de cristal que tenía en su interior un líquido oscuro. La alzó ante los ojos de Lorencito y la luz del sol dio al líquido una tonalidad rojiza.

–Le concederé un privilegio, – declaró-. Mire atentamente esta sangre. Como todos los años por estas fechas, desde hace exactamente seiscientos dieciséis, se ha licuado. Pero ya no está en la capilla de Santa Cunegunda, mártir, donde recibía hasta hace poco la iletrada y bárbara adoración de multitudes ignorantes. Ahora me pertenece únicamente a mí… En todo el orbe de la cristiandad, como usted sabe, sólo hay otras dos reliquias que obren regularmente el mismo milagro. Pero la sangre de San Pantaleón y la de San Gennaro no tardarán mucho en reunirse aquí con la de Santa Cunegunda de Antioquía…

El piadoso multimillonario puso devotamente la ampolla sobre un paño blanco. Luego invitó a Lorencito y a Olga a sentarse en un mullido sofá, debajo de un cuadro con fondo de oro que según les dijo era el retrato de la Virgen María pintado del natural por San Lucas, la vera icon de la que han derivado a lo largo de dos mil años las únicas representaciones legítimas de la Reina de los Cielos. Rigurosos estudios de espectrografía, dendrología y parapsicología así lo demostraban, explicó. A continuación dio una palmada, y un sigiloso camarero filipino, que llevaba un escapulario sobre la chaquetilla blanca, les trajo en una bandeja de plata tres botellines de agua fresca de Lourdes. Lorencito, al beber, tan callado como si hubiera perdido el uso del habla, miraba de soslayo las piernas de Olga, que las tenía cruzadas, y que al cambiar de postura rozó las suyas, apartándolas en seguida, como temiendo herirlo en su recobrada castidad.

–De modo que así están las cosas, – con la cabeza inclinada y las manos junto a la barbilla, otra vez sin los guantes, JD dedicó a Lorencito una mirada escrutadora, aunque no tan fija que no se desviara hacia las rodillas de Olga-. Claras: como a mí me gusta. Como a nosotros nos gustan. La entrega de la imagen, con sus correspondientes reliquias, será el principio de nuestro acuerdo. El primer paso. Hay otra posibilidad. No le oculto que es más dolorosa. En mi equipo de seguridad cuento con un capitán de navío retirado. Argentino. Exiliado en la madre patria. Cultiva una especialidad muy valorada allí hasta hace poco tiempo. Picana. Un hilo de cobre se introduce en el glande, con perdón. Corriente eléctrica. Doloroso: también inútil. Preferible hablar antes. Consúltelo con la chica. Siempre más práctica, la mentalidad femenina.

–Usted no es un buen cristiano, – ni Lorencito se creía que quien hablaba de repente era él-. Usted es un ladrón y un sacrílego. Antes prefiero la muerte que el baldón.

Esta última frase pertenece al himno de los Luises de Mágina. Lorencito se había puesto en pie, sin que la mano de Olga pudiera retenerlo. JD permanecía inmutable, aunque las puntas de sus dedos habían subido hasta la nariz. Hizo un gesto leve con la mano, como quien saca un pañuelo. Las puertas de aluminio se abrieron y cuatro guardaespaldas entraron en silencio en la habitación. Uno de ellos, que era rubio y de piel sonrosada, se dirigió a Lorencito.

–Vení conmigo, pibe, – le dijo-, que recién te preparé el electrodo. Vas a tostarte doradito como asado criollo. Le garanto al patrón que con jarabe de voltio vos lo tumbás cantando al gordo Pavarotti.

Ni la cara afable ni el típico acento porteño del guardaespaldas tranquilizaron a nuestro corresponsal, para quien sus palabras fueron tan incomprensibles como las letras de los tangos, aunque no por eso menos amenazadoras. Cuatro sicarios berroqueños se le aproximaban en círculo, ajustándose, con sincronizados ademanes, aros metálicos en los nudillos, mientras el impasible plutócrata, balanceándose con las piernas cruzadas en su sillón giratorio, se olía pensativamente las puntas de los dedos y bisbiseaba un Padrenuestro, que a Lorencito le sonó como un responso anticipado. Notaba, sin embargo, la novedad sorprendente de que no le sudaban las palmas de las manos ni le temblaba el labio superior: iba a ser torturado, tal vez asesinado, y no tenía miedo. Se volvió hacia Olga y no la vio en el sofá: pensó melancólicamente que en aquellos momentos finales de su vida le perdonaba todo el mal que le había hecho. El capitán de navío argentino lo tomó del brazo, diciéndole, “venga, che, apurate”, y él sintió que sus pies se afirmaban obstinadamente sobre el suelo: para moverlo tendrían que arrastrarlo. Entonces la voz de Olga sonó a sus espaldas.

–Suéltelo, – dijo-. Apártense todos de la puerta. Él y yo saldremos ahora y ninguno de ustedes va a detenernos.

Todos se volvieron, incluso el implacable multimillonario, cuya serenidad se descompuso con un gesto de estupor y de alarma. En la mano izquierda Olga esgrimía su pistola. En la derecha, entre el pulgar y el índice, agitaba como una ampolla medicinal la reliquia de Santa Cunegunda mártir.

–Déme eso inmediatamente, – el magnate extendía hacia ella una mano temblorosa-. Démelo. Ahora. Es muy frágil. Extremadamente.

–No se acerque, – tampoco Olga levantó la voz, pero sí el cañón de la pistola-. Sería muy fácil que se me cayera. Imagínese, se rompería en este suelo de mármol, y adiós sangre licuada de Santa Cunegunda. Lauren, ponte a mi lado. Estos señores tan amables van a dejarnos salir hasta la calle, sin un mal modo ni una mala palabra, no vaya a caérseme este frasco de cristal tan delicado.

Capítulo XXVII

Una revelación sorprendente

Olga manejaba la pistola con la misma desenvoltura y elegancia que un lápiz de labios. Que Lorencito no comprendiera los móviles de su voluble comportamiento no era un obstáculo, sino más bien, como él asegura, un acicate, para que el ya enfebrecido amor de nuestro paisano se convirtiera en idolatría. ¿Por qué lo salvaba ahora, si un poco antes lo había entregado alevosamente a sus enemigos? Cuando Lorencito estuvo junto a ella, Olga reclamó al estupefacto JD, más pálido que la mascarilla mortuoria del padre Damián, apóstol de los leprosos, que formaba parte de su colección.

–Y usted, tan caballero siempre, – dijo Olga-, seguro que tiene la fineza de acompañarnos a la calle, y de quedarse con nosotros hasta que paremos un taxi…

–Quietos todos, – ordenó JD a los guardaespaldas, que ya hacían amagos de atacar a Olga-. Obedecedla. Por lo que más quiera, señorita, no agite más la Santa Sangre…

Un mechón blanco le caía sobre la frente, y parecía haber envejecido varios años. Miraba la ampolla de cristal con ojos de fanatismo y de súplica. Olga le entregó la pistola a Lorencito, y él, que en su vida había tenido en sus manos un arma, se las arregló como pudo para encañonar al magnate, rogando con fervor al Santo Cristo de la Greña que no se le presentara el compromiso de hacer fuego.

–Les pagaré lo que sea, – murmuraba JD-. Lo que me pidan…

–Andando, – dijo Olga, con menos consideración que si empujara a un pordiosero-. Si todo va bien no tardará mucho en recuperar su reliquia.

–Elija cualquier otra, – habían entrado en el ascensor, y sus puertas se cerraron ante las caras impotentes y furiosas de los guardaespaldas-. El brazo de Santa Teresa. La piedra que descalabró al Santo Niño Tarsicio, que tiene una mancha de su sangre…

Lorencito volvió a morirse de vértigo mientras bajaba el ascensor. Las puertas se abrieron y no había nadie ante ellas. Salieron al vestíbulo y los guardias de uniforme, a una señal de JD, depusieron sus armas y se quedaron alineados y expectantes mientras ellos pasaban. En la acera de la Castellana aguardaron unos minutos hasta que apareció un taxi libre. JD hizo ademán de quitarle a Olga la ampolla de cristal: rápidamente ella fingió que la tiraba, y el magnate quedó paralizado como estatua de sal. Entró primero Lorencito en el taxi. Después Olga bajó la ventanilla y le enseñó por última vez la reliquia a su desesperado propietario.

–Será mejor que no nos siga nadie, – le dijo, con una sonrisa seductora-. Igual el taxi salta en un socavón o en una curva y se me rompe el frasquito.

Bajaron por la Castellana. Los modernos edificios de acero y de vidrio se alternaban con señoriales palacetes estucados en blanco. Olga guardó la ampolla y la pistola en su bolso, se echó hacia atrás en el asiento, tan tranquila que ni se volvió a vigilar por la ventanilla trasera, y todavía no le dijo nada al taxista. Sentado junto a ella, Lorencito la miraba en silencio, mudo de estupor. Reconoce ahora que un desolado pensamiento prevalecía sobre él: “Es mucha mujer para mí”. La estrecha falda se le había subido hasta lo más alto de sus bien tornados muslos, provocando en el pusilánime Lorencito el sobresalto de un recuerdo imborrable, y en sus dedos una codicia sensual que ya no se atrevería a satisfacer: Olga consultó su reloj, con ese ademán atareado que tienen las mujeres de negocios en los anuncios de la televisión.

–Llévenos al hotel Palace, por favor, – le dijo al taxista, y luego, para sí-: Las doce. Ya habrán llegado.

–¿Quiénes? – Lorencito reconoció en su voz el apocamiento de costumbre.

–Ya lo verás, – Olga sonrió: pero ahora lo miraba como si no lo viera, y la sonrisa de la noche anterior había desaparecido, tal vez, temía Lorencito, para siempre.

–¿Y el Santo Cristo de la Greña? ¿Dónde lo tienes guardado?

–En el mismo sitio donde estaba, – Olga se echó a reír, pasándose una mano por el pelo-. Lo único que cambié fue la chapa con el número del almacén. Confiésamelo, – hundiendo los dedos en una crencha rubia acercó su cara a Lorencito, y por un momento lo miró como antes-: ¿A que pensabas que te había traicionado? Hombre de poca fe… Los vi llegar y me di cuenta de que no teníamos escapatoria. Hasta ver qué pasaba fingí que me ponía de su parte.

Otra pregunta se le quedó para siempre a Lorencito en lo más íntimo de su conciencia: Y anoche, ¿también fingías? Pero no la hizo por timidez, por miedo a las respuestas. El taxi giró a la derecha en la plaza de Neptuno, que para Lorencito, después de la Cibeles, es la más monumental de Madrid. Buscaba su cartera, pero Olga pagó con una rapidez desconcertante. Lo traspasaba la emoción cuando al cruzar la Carrera de San Jerónimo ella lo tomó del brazo. Estaba de repente tan triste que ni siquiera se preguntó a dónde iban. Era la variedad más arraigada de su tristeza, la de los anocheceres de octubre en El Sistema Métrico, la primera tarde que se enciende la luz eléctrica a las seis.

Sin que se diera cuenta habían llegado a la escalinata del Palace, donde montaban guardia dos porteros de librea y chistera que intimidaron profundamente a Lorencito. Pensó, con su arraigado apocamiento, que a él no lo dejarían entrar. Olga cruzó junto a ellos sin mirarlos, así que no vio la reverencia que le dedicaron. El vestíbulo manifestaba un lujo que Lorencito conceptuó de asiático. Olga se separó de él, desgarrándole el alma durante unos segundos, y fue a preguntar algo en el mostrador de recepción. Para subir las escaleras ricamente alfombradas lo tomó de la mano, aunque sin darle a ese gesto demasiada importancia, lo cual sumió a Lorencito en un trance casi luctuoso de felicidad. En un ascensor con espejos subieron a la tercera planta. Hundir los pies en aquellas alfombras era como caminar por un trigal. Techos altos, divanes de cuero, mesitas con figuras de bronce, puertas de caoba con números dorados: hasta ese momento, la idea máxima del lujo que había poseído Lorencito era la del hotel Consuelo, de Mágina, que tiene agua caliente y bidet en la mayor parte de sus habitaciones.

Olga le soltó la mano para llamar con los nudillos a una puerta. La abrió un hombre envuelto en un batín de seda con bordados en oro: porque su capacidad de asombro ya estaba casi agotada Lorencito no se extrañó de ver a don Sebastián Guadalimar. Olía a whisky y a colonia y llevaba un cigarrillo justo entre las puntas de los dedos índice y corazón, como si le diera un poco de asco sostenerlo.

Avanti -dijo el prócer-. Amigo Quesada, siempre es un placer verlo, a pesar de la precipitación del rendez-vous. Espero que nuestro pequeño affaire haya concluido satisfactoriamente. Discúlpeme que lo reciba en robe de chambre. En cuanto a usted, desconocida señorita, su llamada de anoche nos pareció a la condesa y a mí, cómo diría, un tanto shocking… Pero ya ve, hemos venido, aunque ligeros de equipaje, casi desnudos, como los hijos de la mar, que diría el humanísimo don Antonio… Disculpen que hayamos instalado nuestros lares en la habitación principal, y que los recibamos en la salita de esta mediocre suite.

–¿Está su mujer? – preguntó Olga.

–Si se refiere a la contessa -don Sebastián se inclinó ligeramente-, en estos momentos concluye su toilette. Si me disculpan…

Iba a dejarlos solos, pero Lorencito le cortó el paso. El respeto que en otro tiempo le había inspirado don Sebastián estaba convirtiéndose en animadversión y en rencor. Aunque también reconoce que pagó con él su despecho hacia Olga.

–Un momento, señor conde, – dijo, no sin sorna-, que yo también tengo que decirle unas palabras, aunque no sean en francés.

Mon cher -don Sebastián Guadalimar palideció: de un empujón Lorencito lo había hecho sentarse-, dejemos para más tarde ciertos detalles enojosos…

–Ahora lo veo todo claro, – dijo Lorencito: el labio superior volvía a temblarle-. Usted estaba conchabado con los ladrones. Usted tuvo la idea de enredarnos al pobre Matías Antequera, que en paz descanse, y a mí, para que nos tomaran por culpables del robo. Si no, ¿por qué sabían que yo paraba en la pensión del señor Rojo?

–No se sulfure, mon ami -don Sebastián encendió otro cigarrillo-. Puedo explicárselo todo… Usted es víctima de un malentendu

–Ya da lo mismo, no se cansen, – intervino Olga-. Usted, señor conde, y su señora, engañaron a este pobre hombre, pero el caso es que la venta que proyectaban se ha frustrado, y que la imagen la tengo yo.

–¿Y a qué espera para devolvérnosla? – en la puerta de la salita había aparecido la condesa de la Cueva: no hay por qué describir su famoso pelo negro y ensortijado, su audaz y suculento escote, su espléndida madurez, su altivo porte de aristócrata.

–A que usted me reconozca como única heredera de su título y de su fortuna, – absorto en la belleza de Olga, Lorencito no podía creer lo que estaba escuchando-. A que usted acepte públicamente y por escrito que soy su hija…

–Pero, Concha, – exclamó, tan asombrado como Lorencito, don Sebastián Guadalimar-. Tú me juraste que tu primer marido también era impotente…

–Y no te mentí -la condesa, trémula, desfallecida, se apoyó en la pared-. El padre de esta chica es el difunto Matías Antequera.

–Pero yo creía, – articuló con dificultad Lorencito-, que Matías era… homosexual perdido…

–Y eso qué importa, – don Sebastián tenía hundida la cabeza y se mesaba los cabellos blancos-. Usted no conoce a esta mujer. Es capaz de tirarse al Doncel de Sigüenza.

Capítulo XXVIII

Algún tiempo después

Apuntaba el amanecer del Jueves Santo en la plaza Vázquez de Molina. Faltaban unos minutos para que sonaran en el reloj del Salvador las campanadas de las siete, pero las majestuosas puertas herradas ya empezaban a abrirse, y un devoto rumor de oraciones y emocionados suspiros sobrevolaba como una brisa matinal a la madrugadora multitud congregada en los balcones y en las aceras de la plaza, en medio de la cual se había formado la doble fila de los penitentes del Santo Cristo de la Greña, con sus túnicas violeta, sus pies descalzos y sus capirotes de raso negro, a los que en Mágina llamamos capiruchos. Muy pronto, justo cuando el trono empezara a salir y sonaran solemnemente las siete campanadas, el primer rayo de sol descendería sobre el bajo relieve renacentista de la Transfiguración que orna la portada de la iglesia. Pero las velas moradas aún ardían en el interior de las tulipas de los penitentes, otorgando a sus caras tapadas una claridad espectral, y el olor de la cera y del humo se confundía en el frío aire matinal con el que brotaba de los incensarios de plata.

Toda Mágina, sin distinción de ideologías, edades, de clases ni de credos, había madrugado, como cada Jueves Santo desde hace más de cuatro siglos, para presenciar la salida del Cristo de la Greña. Unos segundos antes de que dieran las siete se oyeron los golpes que avisaban a los costaleros de que debían prepararse para alzar el trono como un solo hombre y por toda la plaza se extendió como en oleadas un silencio tan puro que se habría podido escuchar el vuelo de una mosca, en el caso de que tan inoportunos insectos volaran en las madrugadas frías de principios de abril. Empezó a tintinear entre las filas de encapuchados una campanilla litúrgica, y los que aún conversaban o permanecían apoyados en sus varales guardaron silencio y se irguieron en respetuosa expectación. Un concejal de chaqué apagó rápidamente el cigarrillo. Los guardias civiles en uniforme de gala que debían escoltar el trono acentuaron su marcial gallardía, poniéndose firmes con un ruido veloz de taconazos, correajes y culatas. El director de la Banda Municipal levantó la mano que sostenía la batuta, alzando las cejas y poniéndose de puntillas, para que los músicos atacaran en el momento justo las notas vibrantes de la marcha de la cofradía, que iría seguida por el Himno Nacional cuando el trono ya hubiera abandonado la iglesia.

En un balcón cercano, adornado, como casi todos los de las calles que cubre la procesión, con la enseña rojigualda, el tantas veces laureado poeta Jacob Bustamante revisaba el papel, en forma de pergamino, donde llevaba escritos los versos vehementes que recitaría con ademanes de profeta arrebatado o de místico cuando el trono se detuviera frente a él. En el mismo balcón un foco cegador anunciaba la presencia de las cámaras de la televisión, que transmitirían en directo a todos los hogares andaluces el desfile procesional.

Dieron las siete. Las puertas del Salvador se abrieron del todo, empezaron a sonar los acentos elegíacos de la marcha sacra, el trono del Santo Cristo de la Greña surgió balanceándose levemente al paso de los costaleros, entre un resplandor de cirios encendidos que se reflejaban en las molduras barrocas de su basamento. Después de la marcha y del Himno Nacional vibró en el aire un trompeterío con ayes y quiebros de saeta. Hombres, mujeres y niños se persignaban con sincera unción al paso de la imagen. Algunos caían de rodillas dándose golpes en el pecho. Detrás del trono, entre las dos filas interminables de penitentes, avanzaba la comitiva de autoridades civiles y eclesiásticas, destacando en ella la corporación municipal bajo mazas, pues nuestros ediles, aunque socialistas, son de una religiosidad admirable, y no hay procesión ni novena en la que no se personen, ya corporativamente, ya a título individual.

Tras las dignidades eclesiásticas caminaban, también encapuchados, los directivos de la cofradía, portando los estandartes de la misma, salvo el presidente, que marchaba en el centro, llevando una gran cruz penitencial que sostenía en alto entre las dos manos, si bien, para aliviarse un poco el peso, apoyaba su base en un estribo de cuero atado a su cintura. No sólo iba descalzo: arrastraba con lúgubres sones una cadena ceñida con grilletes a sus pies. Aupándose con dificultad en la tercera o cuarta fila de la multitud, un hombre, Lorencito Quesada, lo reconoció por la majestuosa elegancia de sus andares: aquel encapuchado era don Sebastián Guadalimar, que ese año, según murmuraban con admiración los fieles de Mágina, había redoblado los rigores habituales de su sacrificio.

Desfilaba por último el trono de la Virgen, precedido y escoltado por sus camareras de mantilla. Las presidía, como todos los años, la condesa de la Cueva, pero en esta ocasión hubo una novedad de la que todo el mundo se hizo lenguas: junto a la condesa caminaba su hija, a la que contaban que había vuelto a encontrar después de buscarla con infructuosa desesperación durante veinticinco años, pues a poco de nacer unos desalmados la raptaron, en los tiempos en que la condesa y su primer marido aún vivían en la Riviera, donde nadie ignora cuán tristemente habituales son las tropelías de la Mafia. Era sin duda, no sólo la mujer más bella entre las camareras de mantilla, sino entre todas las de Mágina: pero su extraordinaria belleza, se comentaba luego en los corrillos donde suelen sacarse a sabrosa colación las menudas anécdotas de nuestra Semana Santa, no lo era en menoscabo del recogimiento y el recato ejemplares con que desfiló esa mañana, con la cabeza baja y el pelo rubio castamente recogido en un moño, llevando entre las manos un rosario y un libro de oraciones con las tapas de nácar.

Solitario, perdido entre la gente, ajeno a la procesión por vez primera en su vida, Lorencito miraba a Olga y procuraba acercarse lo más posible a ella, adelantando al trono para volver a encontrarla, atajando por los callejones desiertos para buscar una acera donde pudiese verla en primera fila. Sólo una vez los ojos de Olga lo miraron: se quedó inmóvil, palpitante, trastornado de amargura y amor. No la había visto desde que ella, su madre recobrada y su padre adoptivo lo despidieron sin mucha ceremonia en el Palace, después de que don Sebastián Guadalimar le exigiera un juramento de silencio y le prometiera un cuantioso cheque que hasta el presente no había recibido… Muy erguida y muy seria junto a su madre, Olga lo miró fijamente, y pareció que iba a sonreírle, pero en seguida apartó los ojos y Lorencito la vio alejarse de espaldas entre las mantillas blancas y los capuchones de los penitentes.

Ya era pleno día, y la procesión abandonaba la plaza del General Orduña enfilando la calle Mesones. Lorencito, que esa mañana ni siquiera llevaba su bloc de notas y su Sanyo, que saca todos los años, según dice, para captar el ambiente de la calle, cruzó los jardines que rodean la estatua y se dirigió, con la cabeza ladeada para no saludar, hacia los soportales, donde ese día estaba de guardia la farmacia de la licenciada Rosalía Mataró. Desengañado, como si se dispusiera a hacer testamento, había decidido llevar a la práctica una idea que le venía rondando desde que volvió de Madrid.

Empujó la puerta de cristales, que hizo sonar una campanilla. Y es en ese momento cuando tiene entrada en esta historia mi humilde persona. Trabajo de mancebo en la farmacia Mataró, pero mi verdadera vocación es la literatura, y dentro de ella, el periodismo. Ya sé que el mío es un sueño inalcanzable, pero cada vez que abro las páginas de Singladura y veo en ellas un artículo, una interviú o un reportaje firmados por Lorencito Quesada, cada vez que sintonizo Radio Mágina y escucho su bien timbrada voz, doy en imaginar que alguna vez yo podría ser como él, que las cosas que escribo robándole horas al sueño, se publicarán un día, en letras de molde, en la última página del periódico, tal vez con una pequeña foto mía en el encabezamiento, y llegarán a todos los rincones de la provincia. Otros literatos, como Jacob Bustamante, que ha ganado, todos los premios de poesía de la Diputación, son vanidosos y ególatras, desprecian al que está comenzando: Lorencito Quesada no. Desde que me atreví a llevarle, con temblorosa indecisión, mi primer manuscrito, la llaneza de su trato conmigo me ha sido tan valiosa y entrañable como sus acertados consejos. Como él mismo dice, no siempre están reñidos la sencillez y el talento. ra a su casa después de mi trabajo, porque tenía que contarme algo muy en secreto. Por llegar cuanto antes ni siquiera comí. Nos encerramos en su estudio, donde tantas veces y con tanta paciencia ha revisado él mis conatos de artículos. Puso encima de la mesa su pequeño cassette. “Lo que voy a contarle”, me dijo (a pesar de la confianza nos hablamos de usted), “será siempre un secreto entre nosotros, a no ser que a mí me ocurra algo. Es posible que mi vida esté en peligro. Sé demasiadas cosas, y aunque he jurado por mi fe de católico no divulgarlas, puede que algún día dejen de confiar en mí y decidan eliminarme… Por favor, no me interrumpa, mientras hablo. Usted guardará la grabación de mis palabras, y para mayor seguridad no estaría mal que las transcribiera en sus ratos libres. Sólo si yo desaparezco de repente, o si muero en extrañas circunstancias, estará usted autorizado a difundir el contenido de las cintas. Júremelo, o prométamelo”.

Juré, con un nudo en la garganta. Bastaba mirar los ojos de Lorencito Quesada para comprender que no bromeaba. Oprimió los botones de record y play en el cassette. Se aclaró la voz, dijo “probando, probando”, se aseguró de que el excelente aparato grababa, rebobinó la cinta. Me ofreció una copa de quina San Clemente, que yo agradecí sin aceptarla, porque no bebo nunca.

–Fue hace unas tres semanas, – comenzó, paladeando el primer sorbo de vino dulce-. Daban las once en el reloj de la plaza del General Orduña…

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25/05/2008

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