“Madrid es tan
novelesco que su novela más perfecta es la de lo
insucedido”.
Ramón Gómez de la Serna,
Nostalgias de Madrid
Una cita enigmática
Comprobó que llevaba consigo su diminuto cassette Sanyo, en el bolsillo superior de su cazadora de ante, junto a la libreta de las interviews y el bolígrafo Bic, de capuchón metálico, que alguna vez serán reliquias legendarias de la pequeña historia de nuestro periodismo local. Dieron las once en la torre del Salvador y él aún no se había movido: lo perdía la falta de empuje, de esa audacia que ha sido siempre patrimonio de los grandes reporters internacionales. El viento frío de la noche de marzo traía desde lejos los redobles de tambores de las bandas que ensayaban para la Semana Santa. Casi temblando, empujó la puerta. Un hombre alto, de cabello ondulado y gris y breve barba blanca, vestido con un batín de seda, le dijo buenas noches separando apenas los labios.
Dos horas antes, ese hombre, don Sebastián Guadalimar, lo había llamado por teléfono a su casa. Para quien no conozca nuestra ciudad, el hecho en sí carecía de importancia. Para Lorencito Quesada, para cualquiera de nosotros, una llamada telefónica de don Sebastián Guadalimar, conde consorte de la Cueva, casado con la última descendiente directa de aquel don Francisco de los Cobos que fue secretario del emperador Carlos V, constituiría un honor tan improbable que habría en él algo de prodigio, o de equivocación. Porque don Sebastián no es sólo (o eso dicen) multimillonario, y aristócrata, y compañero de cacerías del monarca reinante, así como de diversos magnates de la política y de las finanzas: también preside, por privilegio consuetudinario, la cofradía más antigua de nuestra Semana Santa, la del Santo Cristo de la Greña, cuyas trompetas y tambores conmueven desde hace cuatro siglos las madrugadas de los jueves de Pasión, cuando con la primera luz del día el trono procesional aparece majestuosamente junto a la fachada renacentista de la iglesia del Salvador, que fue fundada por don Francisco de los Cobos y aún pertenece a su familia.
Cuando sonó el teléfono en el comedor de su casa, Lorencito Quesada se reponía de una agotadora jornada de trabajo en los almacenes El Sistema Métrico con un huevo pasado por agua y una copa de quina San Clemente, bebida ésta que por sus cualidades nutritivas ha gozado siempre de su preferencia. Su madre, prácticamente sorda, no había dejado de mirar el drama venezolano o boliviano de la televisión, y Lorencito, que ya se había puesto las zapatillas de paño y empezaba a notar en los pies el calor del brasero, tuvo que levantarse para contestar la llamada.
–¿Don Lorenzo Quesada, por favor?
–Al aparato, – dijo Lorencito, tragando con dificultad un suculento bocado de huevo y miga de pan empapado en vino dulce: le gustó que lo trataran de don, y que eludieran el enojoso diminutivo que aún sigue padeciendo a pesar de sus años.
–Le habla don Sebastián Guadalimar, – al oír ese nombre a Lorencito Quesada se le atragantó lo que él llama con propiedad el bolo alimenticio. Llevaba años queriendo entrevistar para Singladura al respetado prócer, sin lograrlo nunca: ahora, inopinadamente, el prócer lo llamaba por teléfono, a su misma casa, como se llama a un amigo, sin reparar en lo tardío de la hora, ni tampoco en las abismales diferencias de posición social. Quiso balbucear un cumplido, y la densa mezcla de huevo, pan y vino quinado se lo impidió. En cualquier caso, no hubiera tenido tiempo de decir nada: la voz untuosa, aunque autoritaria, de don Sebastián Guadalimar pronunció unas palabras que contenían una orden inapelable y luego la comunicación se interrumpió. No era un hombre, contaría luego Lorencito, acostumbrado a que no se le obedeciera, o a que se discutieran sus palabras. Le dijo: “Venga a verme a las once a la sacristía de nuestra capilla”, y en seguida colgó. También había dicho algo sobre la discreción absoluta que esperaba de él.
Ya no pudo cenar. Ni siquiera terminó su copa de quina San Clemente ni los residuos del huevo pasado por agua, que habitualmente buscaba hasta el fondo del vaso con la ayuda de una cucharilla en la que estaban inscritas sus iniciales. El dolor de los pies, la expectativa de una cena suculenta, la somnolencia dulce, la fatiga de haber pasado tantas horas en pie detrás de un mostrador midiendo varas de tejido y frotándose las manos mientras una mujer gorda e indecisa dudaba si comprar o no el género, habían desaparecido como por arte de magia, pensó después que escribiría cuando se decidiera a contarlo todo. Por fortuna, su madre, adormilada o absorta en la telenovela, no le preguntó quién había llamado, y él estaba tan excitado que ni reparó en la necesidad de inventar un pretexto para salir tan tarde a la calle. Se encerró en su dormitorio, aturdido, nervioso, preguntándose ansiosamente cuál sería el motivo de la llamada, imaginando que don Sebastián iba a acceder por fin a concederle una entrevista, o que lo invitaría a formar parte de algunas de las múltiples iniciativas culturales dirigidas por él, la revista Sentir cofradiero, por ejemplo, o incluso el jurado de autoridades y notables que cada año, por Semana Santa, otorga el premio a la mejor procesión…
A las diez menos cuarto ya estaba tan pertrechado como un explorador, como un reportero a punto de emprender viaje hacia un conflicto bélico: descartó el abrigo oscuro en beneficio de la cazadora de ante, por parecerle que esta prenda se correspondía más con el dinamismo periodístico, no se atrevió a ponerse una audaz corbata de cuero que su madre reprobaba, comprobó que el Sanyo tenía pilas nuevas y que se encendía el pilotito rojo de la grabación, dijo “probando, sí, probando” y rebobinó la cinta para asegurarse de que la voz de don Sebastián quedaría registrada, notando de paso que la suya tenía peligrosos agudos, por culpa de los nervios, guardó el bloc y el bolígrafo en uno de los dos bolsillos superiores y luego, cuando se disponía a salir (había resuelto decirle a su madre que se ausentaba para una convivencia de la Adoración Nocturna), se palpó todos los bolsillos y descubrió con horror que ya olvidaba el cassette sobre la mesa de noche, y que además era inútil que se atosigara con la urgencia, porque aún no habían dado las diez y le faltaba una hora de duración intolerable para acudir a aquella cita que él ya había calificado de enigmática, imaginando de antemano el modo en que la contaría en un reportaje a doble página de Singladura o quién sabe si en unas Memorias que sólo en su vejez se decidiría a escribir y en las que revelaría algunos de los secretos más antiguos y mejor guardados de la ciudad.
Pero ahora se encontraba delante de don Sebastián Guadalimar y no se atrevía a hablarle por miedo a que le temblara la voz. La sacristía, esa joya de nuestra arquitectura del Renacimiento, permanecía en penumbra, alumbrada tan sólo no por los candelabros que habría preferido Lorencito, de cara a la ambientación de su reportaje futuro, sino por un flexo situado sobre el aparador de las vestiduras litúrgicas. Don Sebastián Guadalimar estaba muy pálido, con sus ojos de águila enrojecidos en los lagrimales, sin aquel pañuelo de seda natural que llevaba siempre al cuello: Lorencito advirtió, además, que entre los olores eclesiásticos propios del lugar flotaba como un residuo de aliento alcohólico. Pensó: “Este hombre es víctima de circunstancias dolorosas, y recurre a mí en petición de ayuda”. Por una vez, la realidad pareció obedecer a sus imaginaciones.
–Querido amigo, – dijo don Sebastián-, me he permitido abusar de usted porque no creo que haya en la ciudad nadie más que pueda ayudarme.
A Lorencito Quesada lo embargó la emoción: ya no le importaba la ansiada entrevista, y ni siquiera la gloria periodística o la consideración social, sino las tribulaciones de aquel hombre noble y magnánimo que recurría a él en su desesperación.
–Pídame lo que quiera, don Sebastián, que si está en mi mano yo sabré ayudarle, en la medida de mis pobres fuerzas, con mi modesta pluma…
Don Sebastián, con los ojos brillantes, se acercó a él en la penumbra y le apretó ferozmente el brazo con sus dedos de garra.
–Nos han robado, amigo mío, – dijo, con la voz sorda y rota, como de no haber dormido en muchas noches-. Nos han robado la imagen del Santo Cristo de la Greña.
El peluquín comprometedor
El noble trono dorado, con su basamento de ángeles y de alegorías de los misterios teológicos, estaba vacío. Los cirios de la capilla, y los dos focos recientemente añadidos a la misma, que lo iluminan gracias a un ingenioso mecanismo que se activa con una moneda de veinticinco pesetas, mostraban ahora una oquedad desierta, una pared de piedra desnuda que resaltaba la ausencia de la imagen: el rostro moreno, atormentado, evocó Lorencito, con los hilos de sangre sobre la frente, enmarcado por la negra y caudalosa melena de pelo natural que le cae sobre los hombros agobiados por la cruz y que es una de las reliquias más valiosas de nuestro patrimonio eclesiástico, pues perteneció, como las uñas, a un valiente presbítero de nuestra ciudad (miembro colateral de la familia de la Cueva) que participó en la conquista y evangelización de la Florida, y que padeció martirio a manos de los feroces indios seminolas por no abjurar de su fe. Los indios le arrancaron la cabellera, larga y undosa, a la manera de la época, y también las uñas, que para ser uñas de misionero eran largas y cuidadas, y que ahora relucen en los extremos de los dedos del Santo Cristo de la Greña, asiendo el madero más corto de la cruz. Hace algo más de un siglo, el mártir fue beatificado por su Santidad Pío Nono, y se rumorea que está próxima su canonización…
–Una tragedia, amigo mío, una dèbâcle -don Sebastián permanecía inmóvil delante de la capilla, mirando hacia el trono, todavía del brazo de Lorencito Quesada, como desfallecido-. Algo peor: un escándalo. Calcule en qué lugar quedará la honra de mi casa si se descubre que la imagen ha sido robada. Faltan menos de tres semanas para Domingo de Ramos. Imagine que llega el Jueves Santo y que nuestra procesión no puede salir con la primera luz del día, según es costumbre secular, ab urbe condita, por citar al excelso Tito Livio, al que usted, sin duda, igual que yo, venerará en el altar de sus preferencias. Por supuesto, nadie más que usted está al tanto de esta terrible desgracia. Ni siquiera con mi mujer, la condesa, me he atrevido a sincerarme. Usted la conoce: una noticia así la mataría. La imagen fue robada anoche. Los ladrones forzaron la puerta sur, que tenía los cerrojos podridos de herrumbre. Afortunadamente, la iglesia, por privilegio papal, como usted sabe, no se abre al culto regular. He pensado publicar una nota en Singladura -con su inestimable mediación, desde luego- anunciando que la imagen se retira temporalmente al objeto de restaurarla de cara a las solemnidades de Semana Santa. Pero lo cierto, mi joven amigo, – permítame que me atreva a llamarlo así, que me reclame de su amistad en estas horas de aflicción-, es que estoy desesperado, al filo del abismo, qué sé yo, de cometer una locura.
A Lorencito Quesada se le empañaron los ojos de lágrimas: don Sebastián era un amigo, lo elegía como su único confidente, le suponía una envidiable familiaridad con las costumbres y el carácter de la condesa y, con la lengua latina, le agradecía de antemano sus buenos oficios ante la dirección de Singladura, rogándole, – con magistral delicadeza, todo había que decirlo-, que mediara en el nada fácil asunto de la publicación de una nota.
–Pídame lo que quiera, don Sebastián, – se volvió hacia él y se atrevió a ponerle una mano en el hombro, en la seda tibia y bordada de su batín. Pensó que parecía, tan afilado y pálido, una figura del Greco, ese pintor que hacía los santos alargados por culpa de un defecto de la vista-. Yo haré lo que sea, por usted, por su casa y por Mágina -(había observado con admiración que don Sebastián Guadalimar decía algunas palabras como si las pronunciara con mayúsculas)-. ¿Sospecha usted de alguien? ¿Ha encontrado alguna huella de los ladrones? Piense que con los adelantos actuales de la criminología cualquier detalle, un solo cabello, puede significar una pista.
–Un solo cabello, no, – suspiró don Sebastián, y se inclinó para recoger algo que estaba oculto bajo el faldón de terciopelo del trono. Lo sacudió con asco, echó hacia atrás la cabeza y se lo mostró a Lorencito, que se acordó al verlo de la cabellera del evangelizador martirizado-. Un peluquín entero. Estaba aquí mismo, al pie del trono. Uno de los ladrones lo debió de perder mientras desmontaba la imagen.
–¡No lo toque! – Lorencito, que ha enviado algunos reportajes a El Caso, si bien hasta el presente no le han publicado ninguno, está muy familiarizado con los procedimientos forenses-. Una pequeña distracción puede destruir una prueba. Le aconsejo que lo ponga cuanto antes en manos de la Policía.
–Ni pensarlo, – don Sebastián alzó la barbilla, con ese gesto nobiliario que se ha hecho célebre en nuestra ciudad, y apartó el peluquín del alcance de Lorencito, como temiendo que fuera a arrebatárselo-. No me es posible acudir a la Policía. Sería el escándalo, la ruina. ¿Por qué cree que he recurrido a usted?
–Eso. ¿Por qué? – Lorencito se arrepintió en seguida de haber dicho esas palabras: imaginó, con razón, que había puesto cara de tonto.
–Porque con la ayuda de un hombre como usted, que tiene mundo y savoir faire, que sabe moverse, en razón de su oficio, por las más diversas esferas sociales, que sin duda dominará varios idiomas, que está acostumbrado a viajar, es posible que logre recuperar la imagen. Le digo más: porque no necesito a la Policía para saber quién me la ha robado.
–¿Lo sabe usted? – Lorencito procuró no quedarse con la boca abierta y los ojos fijos para no malograr la idea halagadora, aunque desconcertante, que don Sebastián Guadalimar tenía de él. Leía sus artículos, sin duda, estaba al tanto de su obra. Casi se olvidó él mismo de que no habla idiomas, salvo alguna rudimentaria noción de francés, y que no había salido de la ciudad más de tres veces en su vida.
–Cómo no voy a saberlo, – don Sebastián Guadalimar hizo un gesto como de desgana, dejando que le cayera un poco el labio inferior, y puso el peluquín ante la cara de Lorencito, que dio un leve repullo, porque un rizo le había cosquilleado la nariz. Era un peluquín de pelo negro, azulado, sintético, casi una peluca de mujer, recogido hacia adentro, con una especie de caracolillo en la parte que debía corresponder a la frente. La mano derecha de don Sebastián, enfundada en el peluquín, parecía una cara encogida y más bien repugnante. Don Sebastián, que pronuncia todas las eses, aunque ha pasado casi toda su vida en nuestra ciudad, hablaba en un murmullo eclesiástico, que se difundía por las oquedades de la iglesia en penumbra como un rumor de confesión-. Este peluquín sólo puede pertenecer a una persona. Alguien a quien usted conoce igual que yo. Un sinvergüenza (la voz de don Sebastián se volvía gradualmente más alta, aunque apenas separaba los dientes, que casi chirriaban), un sepulcro blanqueado, un falso cristiano, un enemigo visceral de nuestra cofradía, un…
Don Sebastián se interrumpió, vuelto hacia Lorencito, agitando delante de él el peluquín, con una expresión de ira que descomponía sus maduras y armoniosas facciones, ennoblecidas por la breve barba blanca, como preguntándole: “Pero hombre, ¿todavía no ha acertado usted a quién me refiero?”
–Perdone usted, don Sebastián, pero es que no caigo.
–Fíjese en ese ridículo caracolillo. Fíjese en la calidad lamentable del material, pelo sintético. Usted, que conoce a todo el mundo en esta ciudad, dígame si sabe de muchas personas capaces de llevar un peluquín así.
Lorencito Quesada, de repente, abrió mucho la boca y los ojos y estuvo a punto de pronunciar un nombre. Pero no era posible, no podía creerlo, aunque en estos tiempos, se decía a veces con desolación, puede creerse todo, hasta lo imposible. Él había visto ese peinado en la cabeza de alguien, había una frente célebre en la ciudad, y prácticamente en todo el mundo, sobre la que relucía aquel caracolillo. Él lo conocía, él se había honrado con su amistad y lo había entrevistado para Singladura… Afirmando tristemente con la cabeza bajó los ojos hacia el suelo, donde vio sus zapatones negros y algo polvorientos junto a las pantuflas exquisitas de don Sebastián Guadalimar.
–Matías Antequera, – dijo Lorencito, y agregó, como si recitara un eslogan-: El astro de la canción española.
Preparativos de viaje
–A las pruebas me remito, – dijo lúgubremente don Sebastián Guadalimar, esgrimiendo como un despojo el cardado peluquín de Matías Antequera, que al rozar de nuevo la nariz de Lorencito Quesada dejó en ella un aroma picante de alcanfor y colonia de nardos-. También a mí me pareció increíble cuando llegué a la conclusión de que ese hombre es el culpable.
Como para confirmar la rotundidad de sus palabras los focos que iluminaban la capilla se apagaron, y en el reloj de la torre del Salvador sonaron las campanadas de la medianoche. En menos de una hora, pensó luego Lorencito, no sólo se había derrumbado su confianza en la naturaleza humana, sino que además había descubierto que la melena de Matías Antequera era falsa, tan falsa como su nom de guerre, subrayó con desprecio don Sebastián Guadalimar, pues en realidad se llamaba Matías Morales Taravilla, y no actuaba en los mejores teatros de Madrid, por cierto, sino en tablaos de muy dudosa calaña, donde no era infrecuente el bochornoso espectáculo de los pervertidos taconeando con bata de cola, y donde los peores calaveras de la capital se entregaban sin freno a los excesos de la bebida y a las desviaciones de la lujuria…
–Sígame, por favor, – dijo el prócer, limpiándose las comisuras de la boca con la punta de un pañuelo bordado, y volvió a tomar del brazo a Lorencito para guiarlo hacia la sacristía. La piel de sus manos era tan suave y casi tan fría como la seda del batín: cuando llegaron a la luz y don Sebastián lo soltó Lorencito Quesada tuvo una franca sensación de alivio. Le pareció muy raro no haberse extrañado hasta ese momento de que don Sebastián anduviera por la iglesia en zapatillas y batín. Quería preguntarle por qué lo había llamado precisamente a él, tenía arranques de lealtad hacia Matías Antequera e imaginaba frases tan elaboradas como las del conde consorte para defenderlo, pero no se atrevía. Don Sebastián abrió un bargueño con una llave diminuta y dorada y Lorencito pensó absurdamente que se disponía a celebrar misa: algo en sus modales recordaba que en su juventud se había doctorado en Teología por la Universidad de Tubinga. Sacó una botella de cristal tallado y una copa de plata no mucho mayor que un dedal y se sirvió un whisky, paladeándolo con tal delectación que la punta rosada de su lengua alcanzó a rozarle los pelos del bigote.
Sin duda por culpa de sus preocupaciones, al prócer se le olvidó invitar a beber a Lorencito, privándolo así de la ocasión de manifestar su templanza con una virtuosa negativa. Se sirvió un poco más de licor, guardó la copa y la botella en el bargueño, tan ceremoniosamente como si cerrara un sagrario, y se volvió hacia él frotándose las puntas de los dedos, con los ojos y los labios brillantes. Comenzó a hablar con la cabeza ligeramente levantada, modulando la voz al mismo tiempo que movía sus pálidas manos. En el dedo índice de la mano derecha llevaba un anillo ovalado con el escudo de los De la Cueva.
–Amigo mío, alguien tiene que ayudarme a recuperar nuestra imagen, y ese alguien no puede ser más que usted. Usted conoce al dedillo todos los secretos de nuestra ciudad y de nuestra Semana Santa. Usted goza de la confianza de ese hombre y puede aproximarse a él de un modo que a mí me está vedado por mi posición social y por la evidente inquina que me profesa. Hable con él. Convénzalo, amenácelo, dígale que está desenmascarado, pero que todavía no ha perdido la ocasión de remediar su delito sin que se levante un escándalo. Faltan dieciocho días para el Domingo de Ramos. Piense, mi joven amigo, en la responsabilidad que caerá sobre nuestros hombros si por primera vez en cuatro siglos y medio (descontando los años luctuosos del dominio rojo) el Santo Cristo de la Greña no acude a su cita con los fieles de Mágina. Calculo que en la sucia mente de ese hombre se estará tramando la posibilidad de un chantage.
–Pero dónde quiere usted que lo busque, pobre de mí -a Lorencito Quesada le temblaba la voz-. Si yo no sé dónde está Matías Antequera, si no lo he visto desde el año pasado…
Con un gesto terminante don Sebastián Guadalimar le tendió un sobre lacrado que extrajo del bolsillo interior de su batín. Era un sobre grande, como de papel de barba, con las armas condales impresas en relieve.
–Me he informado, por supuesto. En el interior de ese sobre, que le ruego no abra hasta que no haya emprendido el viaje…
–¿Qué viaje? – preguntó Lorencito, pero don Sebastián Guadalimar no pareció escucharlo-
–… encontrará el dinero, los billetes de tren y las instrucciones pertinentes. Le adelanto que ese al que usted llama Matías Antequera actúa todas las noches en una especie de Café-concert en Madrid sito en la calle de Yeseros, no lejos de la basílica de San Francisco el Grande, en la que, como usted sabe, mi mujer celebró sus primeras nupcias con mi llorado predecesor en el título. El nombre del local lo dice todo, me temo: Corral de la Fandanga. He unido a la documentación un folleto con las señas exactas y un plano de la zona, que usted, desde luego, no necesitará, dado su conocimiento proverbial de Madrid.
–Pero, don Sebastián, – Lorencito vislumbró, en su tribulación, un rayo de esperanza-, si Matías Antequera actúa todas las noches en ese local, ¿cómo pudo robar anoche la imagen?
–Llamé esta mañana, con la repugnancia que usted puede suponer, a ese Corral de la Fandanga, – en los finos labios de don Sebastián Guadalimar se esbozó una sonrisa de triunfo-. Un audaz coup de tèlèphone. Casualmente, Matías Antequera no cantó anoche. Inflamación de la garganta…
–Tendrá que buscarse a otro, don Sebastián, – ahora a Lorencito Quesada también le temblaba el labio superior y, como él mismo escribiría más tarde, gotas de sudor le perlaban la frente-. Cómo voy a irme yo a Madrid, si tengo que trabajar en El Sistema Métrico, y mi madre no está para que la deje sola.
–No problem -don Sebastián se maneja fluidamente en varios idiomas-. Como usted sabe, el patrimonio de esta casa incluye un paquete de acciones de Sistema Métrico, donde, dicho sea de paso, su laboriosidad de usted aún no ha recibido la recompensa que merece… Bastará una pequeña feuille de mi puño y letra para justificar su ausencia.
–¿Y cómo le explico yo mañana a mi madre que me voy de viaje, si cuando tengo Adoración Nocturna no pega ojo hasta que vuelvo a casa?
–Mañana no, amigo mío, – don Sebastián le puso las dos manos en los hombros-. No tenemos tiempo que perder. Piense que no soy yo quien se lo pide, sino la ciudad que le vio nacer. Usted sale para Madrid esta misma noche, en el expreso de Algeciras.
La pensión del señor Rojo
Al bajarse del tren la ropa le olía como si se hubiera corrido una juerga. Por culpa del sueño, y de la falta de hábito, estuvo a punto de caerse en las escaleras mecánicas que suben desde los andenes hasta el vestíbulo principal, y allí se sintió aún más perdido que antes, entre tantas columnas de cemento, indicadores electrónicos en los que se sucedían velozmente las letras y ecos de altavoces. Apretaba muy fuerte su bolsa de plástico marrón y miraba de soslayo por miedo a los posibles malhechores, buscaba la salida y en lugar de encontrarla se internó en un pasillo que conducía al Metro y del que tardó media hora angustiosa en escapar, dando vueltas y revueltas, sin encontrar un letrero donde cerciorarse de que de verdad estaba en Madrid y en la estación de Atocha.
Sólo estuvo seguro cuando alcanzó la calle y vio delante de sí el edificio del Ministerio de Agricultura, y luego los anuncios luminosos del hotel Mediodía, de la casa Philips y de los colchones Flex, todavía encendidos, con tonos azulados y verdes que le gustaban mucho y que ahora sí le permitieron acordarse de su último viaje a Madrid, hace ya más de veinte años, cuando vino a la capital con motivo del II Festival de la Canción Salesiana, en el que el conjunto que representaba a Mágina obtuvo un accésit por su interpretación del Pange Lingua adaptado al castellano y cantado con la música de El cóndor pasa. En su calidad no sólo de corresponsal de Singladura, sino de miembro del ala más juvenil y con más inquietudes de nuestra Acción Católica, Lorencito se unió a la expedición de los hinchas locales y se quedó afónico de tanto animar los cánticos durante el viaje. Madrid lo entusiasmó: vieron el Scalextric, el Palacio Real, el estanque del Retiro, la Casa de Fieras, la fábrica de cervezas Mahou, visitaron el Escorial y el Valle de los Caídos y hasta aparecieron en un plano fugaz tomado por las cámaras de Televisión Española.
Y ahora estaba otra vez en Madrid, parado, como entonces, en la gran explanada de Atocha, pero no había ido como monitor oficioso de un grupo de jóvenes de ambos sexos con guitarras, bandurrias y flautas, sino completamente solo, cumpliendo una misión secreta en la que era posible que no arriesgase su vida, pero sí su palabra, el honor de su ciudad y el de un apellido varias veces centenario. Ese mismo día era preciso que encontrara a Matías Antequera y le trasmitiera el ultimátum. Miró el tamaño de los edificios y la distancia aterradora de las avenidas por las que bajaba el tráfico con escándalo como el de las cataratas del Niágara y pensó que le sería imposible encontrar a nadie en una ciudad tan grande. Por lo pronto, ni siquiera encontraba el Scalextric. ¿También habría sucumbido a la devastadora manía de no respetar los edificios del pasado? Dobló a la izquierda, guiándose por el anuncio de los colchones Flex, y buscando el paso subterráneo que lleva al Paseo de las Delicias y al de Santa María de la Cabeza. En este último, en el número doce, estaba la célebre pensión del señor Rojo, a la que han acudido sin falta durante medio siglo la mayor parte de los viajeros de nuestra ciudad cuando iban a ver la feria del Campo y el desfile de la Victoria.
En el paso subterráneo echó a nadar por la izquierda y casi todas las personas que se apresuraban en dirección contraria chocaban con él. Pensó, ya con un brote de nostalgia: “En las capitales la gente circula igual que los coches”. Ocupaban las paredes marañas de pintadas, esvásticas, hoces y martillos, palabras obscenas que él procuraba no mirar. Sin darse cuenta pisó un puñado de revistas extendidas en el suelo y un hombre sin dientes que se cubría la cabeza con un gorro de pana lo increpó: “Pasmao, que me esbaratas el expositor”. Lorencito Quesada enrojeció y quiso formular una disculpa: al bajar los ojos hacia las revistas que había pisado vio que todas tenían en la portada fotos de mujeres desnudas, y entonces volvió a enrojecer y se apartó de allí a toda prisa, chocando ahora con un joven de melena muy larga que casi medía dos metros y llevaba una camiseta negra con una calavera dibujada en el pecho. Se sintió perdido entre una multitud de descuideros y de carteristas, de desalmados que lo engañaban a uno con el tocomocho y el timo de la estampita.
Era urgente salir del paso subterráneo y llegar a la pensión. En la escalera de salida había un hombre que dormía encogido y arrimado a la pared, con un cartón de Viña-Lesa blanco entre las rodillas. Lorencito se acordó de que ésa era la marca de vino que usaba su madre para cocinar. “El alcoholismo”, pensó, “es una lacra social, una droga como otra cualquiera”. Al llegar a la calle agradeció el aire frío de la mañana y se dio cuenta con espanto de que había salido a la acera de los números impares y no había semáforo ni paso de peatones que le permitieran cruzar sin peligro al otro lado. Con los faros todavía encendidos los coches venían a una velocidad de fórmula uno. “Mira que si me pilla un coche y me mata y no se entera nadie”. Los coches surgían como manadas de búfalos en lo más alto de la explanada de Atocha y se arrojaban por el Paseo de Santa María de la Cabeza igual que una riada amazónica.
Cuando por fin llegó a la otra acera, tras escapar de la muerte por una fracción de segundo, a Lorencito Quesada le temblaba más que nunca el labio superior (lo tiene muy hendido y muy levantado hacia la nariz) y le picaba toda la piel bajo su camiseta de felpa. Buscaba algún sitio donde reponerse del susto y entrar en calor con un bollo suizo y una leche manchada, pero sólo veía restaurantes chinos. Pensó que la raza amarilla está empezando a dominar el mundo. Temía que la pensión del señor Rojo tampoco existiera ya: vio con alivio junto al portal del número doce las iniciales azules de Casa de Huéspedes, y llamó decididamente al portero automático. Le contestó una voz confusa que parecía extranjera. No había ascensor y llegó sin aliento al tercer piso, notando picores interminables por culpa del recio paño de la camiseta. Al hombre que le abrió la puerta, que parecía árabe, le dijo con afán de intimar que era un antiguo cliente de la casa y le preguntó por el señor Rojo: no sabía quién era, ni le sonaba el nombre, dijo, no sin desprecio, el posible árabe, en un desastroso español. A Lorencito Quesada, que ya llevaba preparado su carnet de identidad y su tarjeta de colaborador de Singladura, le extrañó que aquel hombre no le pidiera la documentación: en las capitales, con la prisa, con el ritmo de vida, la burocracia se abrevia.
Juzgó que su habitación era acogedora, incluso íntima, y desde luego muy tranquila, lo cual es una ventaja en una ciudad tan ruidosa como Madrid. Al descorrer las cortinas para mirar por la ventana comprobó que no había ventana, si bien disponía de un lavabo espacioso y de un teléfono. Se sentó en la cama y decidió concederse una o dos horas de sueño. Apenas había cerrado los ojos cuando el timbre del teléfono lo sobresaltó. Dijo varias veces “Aló”, como parece que es costumbre en Madrid, pero no obtuvo respuesta: alguien respiraba en silencio al otro lado del hilo telefónico. Creyó oír una voz que murmuraba algo, y luego la comunicación se interrumpió, y Lorencito Quesada se quedó un rato oyendo en el auricular un pitido intermitente.
El mensajero asiático
Le dio cien pesetas al cabo de un rato buscando en sus bolsillos. El oriental miró la moneda en la palma de su mano todavía abierta y luego miró a Lorencito con un gesto de desprecio absoluto. Volvió a cerrar: abrió suavemente de nuevo y el oriental había desaparecido. Desde el fondo del pasillo venía una música como de tambores africanos y una pestilencia de guisos exóticos. Veinte años antes, pensó, en la pensión del señor Rojo se escuchaban romanzas de zarzuela y olía dulcemente a cocido madrileño. Sólo al sentarse en la cama (porque en la habitación no había ninguna silla) recordó el sobre, que no tenía nada escrito.
Antes de abrirlo lo palpó: las llamadas de teléfono y la torva cara del mensajero oriental lo habían sumido en un principio de temor. En Madrid no es infrecuente el envío de cartas bomba. Miró el sobre al trasluz, pero la claridad que daba la bombilla era muy poca. Al tacto no parecía que contuviera nada peligroso. Con sus dedos hábiles y un poco más gruesos de lo que a él le gustaría, diestros por el manejo inveterado de las telas, fue cortando uno de los filos, procurando no rasgar lo que había dentro. Pero no era una carta, sino una hoja doblada de papel de envoltorio, recio y brillante, de color morado. Lo extrajo tan cuidadosamente como desprendería un artificiero la espoleta de una bomba. Crujía al tocarlo, y exhalaba un olor muy tenue como a incienso o a cera. Al desdoblarlo, Lorencito Quesada encontró un trozo rectangular de tela gruesa, también doblado en dos, con una pericia en la que sus ojos avezados reconocieron la mano de un auténtico profesional del comercio de tejidos. Abrió el sobre en hueco y miró y palpó meticulosamente su interior sin encontrar nada. Estaba claro que era víctima de una broma pesada. Por mucho mundo que uno tenga, en Madrid le toman el pelo sin misericordia a poco que se descuide. Alisó de nuevo el sobre, lamentando haber dejado en él sus huellas dactilares, pero carecía de unas pinzas y no había tenido la precaución de traerse sus guantes de lana. Sacudió el trozo de tela tocándolo sólo con las uñas, y cuando iba a envolverlo en el papel para guardarlo otra vez en el sobre (consideró que era vital no destruir ninguna prueba, ni las que parecieran menos importantes, pues con frecuencia son éstas las que sirven para averiguar la clave de un enigma), oyó un ruido levísimo como de algo que caía y vio una cosa pequeña y ovalada en el suelo. La recogió con la misma cautela que habría empleado para atrapar a un insecto: era una uña larga, curvada, perfecta, una uña dura y puntiaguda, tan fuerte como la de un ave rapaz. Casi la soltó al comprender a quién pertenecía. ¡Era una de las uñas del misionero mártir de Mágina, la de uno de sus pulgares, para ser exactos, una reliquia arrancada de la mano del Santo Cristo de la Greña!
A modo de relicario provisional usó, no sin reverencia, el bote de sus lentillas. ¿Era posible que Matías Antequera hubiese llegado tan lejos en su abyección como para repetir con la venerada imagen la cruel amputación inflingida hace cuatro siglos (o infringida, o inflingida: con esas dos palabras Lorencito Quesada padece siempre dudas lacerantes) al antepasado mártir de los actuales condes de la Cueva? Pero en el fondo de su conciencia él no terminaba de aceptar la culpabilidad de Antequera: él lo había visto postrado de rodillas ante el trono de los Siete Dolores. El día en que se le impuso a la Virgen el nuevo manto sufragado únicamente a su costa, él había estado en el camerino de Matías Antequera, la noche de su última actuación en la feria de Mágina, y había observado el número de estampas piadosas que rodeaban el espejo frente al que se maquillaba, y podía jurar que entre ellas, y en posición preferente, estaba la del Santo Cristo de la Greña, por el que Antequera, como todo el mundo en la ciudad, sin distinción de ideologías ni de clases, siente una fervorosa devoción.
“Si es culpable lo desenmascararé”, pensó como si hablara en voz alta, “pero si es inocente no descansaré hasta demostrarlo”. Dobló el trozo de tela y el papel y los guardó en el sobre de modo que éste quedase igual que lo había recibido. Por miedo a que alguien se lo arrebatara, lo puso en el bolsillo derecho de su cazadora de ante y se aseguró de que la cremallera quedaba bien cerrada. Con un sobresalto se dio cuenta de que no sabía la hora que era, ni si era de día o de noche. Miró su reloj digital, regalo de un viajante de libros al que le había comprado la Gran Enciclopedia de las Ciencias Ocultas, de la que suele extraer la documentación exhaustiva que enriquece sus artículos sobre ufología en Singladura: eran las trece veintisiete, de modo que había estado durmiendo cinco horas, sin confort, desde luego, sin el cálido pijama tobillero que lo abriga en los inviernos de Mágina, tendido sobre la colcha, con toda la ropa puesta, como un bohemio, en una cama extraña.
No sólo tenía sueño atrasado: también tenía hambre. Pensó con repugnancia en los olores a frituras paganas que infectaban el aire en el pasillo de la pensión. Afortunadamente, había traído en su bolsa una fiambrera de plástico, con cierre hermético, tipo tupperware, en la que a pesar de las prisas y el aturdimiento de la partida había tenido tiempo de guardar su cena de la noche anterior, que era carne con tomate. Desconfiando de la calidad del pan que suele venderse en las grandes ciudades, donde la gente, obsesionada con guardar la línea, apenas come otra cosa que pan Bimbo, Lorencito Quesada había agregado a su equipaje una sólida mollaza de corteza rubia y miga suculenta, envuelta en un cernadero a cuadros azules, para que no cogiera pelusa de la ropa. Dispuso el cernadero sobre la mesa de noche, abrió la fiambrera y la boca se le hizo agua al ver el rojo intenso del tomate frito y las protuberancias de las tajadas de lomo, aunque le daba un poco de asco el notorio olor a calcetines que reinaba en la habitación. Pensó que un hombre desnutrido mal puede enfrentarse a los peligros de una ciudad como Madrid.
Estaba deglutiendo con dificultad la primera sopa untada en tomate cuando el teléfono volvió a sonar. Que no lo dejen comer a gusto o que le priven de nueve horas de sueño son las dos únicas razones que pueden alterar el carácter sosegado de Lorencito Quesada. “Pues el que sea se va a fastidiar”, dijo, indignado, con la boca llena. Terminó de tragar y el teléfono seguía sonando. Al cogerlo tenía los dedos manchados de tomate y aceite y el auricular se le escurría. Observó con dolor que le había caído una mancha en la solapa de la cazadora.
–Al aparato, – dijo desganadamente, imaginando que otra vez sólo escucharía el silencio.
–¿Quesada? – dijo una voz ansiosa, que inmediatamente le pareció conocida-. ¿Lorencito Quesada?
–El mismo, – respondió: al bajar los ojos vio que acababa de limpiarse los dedos en el pantalón.
–Lorencito, niño, ¿no te acuerdas de mí? – era la voz de Matías Antequera, con su característico seseo, fruto de sus largas giras por Hispanoamérica. A Lorencito Quesada, más que extrañarle la llamada, lo consoló escuchar tan lejos de Mágina la voz de un paisano.
–Matías, – dijo, tan nervioso que volvió a imprimir en el pantalón la mancha de sus dedos-, dígame dónde está. Necesito verlo urgentemente.
–No creas nada, – suplicó la voz-, no permitas que manchen mi nombre…
En ese momento se escuchó algo que pareció un estampido, luego una confusión de pasos y de voces y por fin un grito muy agudo. Lorencito Quesada llamó a Matías Antequera y oprimió varias veces la horquilla del teléfono, como había visto que hacen en las películas. Pero la comunicación se había interrumpido.
Los flamencos alevosos
Encontró al fin de la puerta de salida, se lanzó escaleras abajo, estuvo a punto de caerse encima de un joven que parecía dormitar en el primer rellano, y que debía de ser un practicante, ya que sostenía entre los dedos una aguja hipodérmica, y al llegar a la calle levantó la mano con un gesto enérgico, porque había visto venir un taxi libre. Tomar taxis a toda velocidad le había parecido siempre un hábito admirable de los reporteros más audaces.
–Rápido, – dijo, al desplomarse en el asiento trasero-. Al Corral de la Fandanga. Calle de Yeseros.
Había pensado añadir, con autoridad y misterio: “Dése prisa, por favor. Está en peligro la vida de un hombre”, pero se sentía enjaulado tras la mampara de cristal antibalas, consecuencia, sin duda, de la tremenda inseguridad ciudadana que se vive en Madrid. ¿Cómo no iba a estar llena de peligros una ciudad poblada de moros, negros y chinos? Al menos el taxista pertenecía a la minoritaria raza blanca. Como suele predicar a Mágina el párroco de la Trinidad, que está enfrente de El Sistema Métrico, el hombre blanco se extingue por culpa de la píldora, de la sodomía y del aborto. Lorencito Quesada, cuando subió en el taxi, había imaginado una vertiginosa carrera con semáforos en rojo pasados a cien kilómetros por hora y chirridos de neumáticos en las curvas. ¡En ese mismo momento Matías Antequera podía encontrarse en peligro de muerte! Pero el taxi se había empantanado en un atasco de tráfico y el conductor, mascando uno de esos cigarrillos falsos con que se alivian los ex fumadores, murmuraba en voz baja venenosos juramentos contra las autoridades o prorrumpía en carcajadas al oír los chistes que alguien contaba en la radio con acento gallego.
En el taxímetro digital una cifra alarmante. ¿Estaría trucado, a fin de jugar con la inexperiencia y la buena fe de los usuarios de provincias? Hacía un calor excesivo para el mes de marzo, y a Lorencito Quesada lo agobiaban la ropa interior de felpa, la camisa de franela y la cazadora. En las aceras y en los pasos de cebra se veían mujeres con las piernas desnudas y las faldas muy cortas, con zapatillas blancas, como de verano, con blusas y vaqueros ceñidos que resaltaban lo que un poeta de Mágina ha llamado sus formas turbadoras. Cuando el taxi frenó a la altura de un quiosco, en la glorieta de Embajadores, Lorencito Quesada aguzó la vista automáticamente para distinguir las portadas de las revistas eróticas, que eran casi todas, y pensó, con reprobación hacia sí mismo, que se distraía de su tarea y ponía en peligro la salud de su alma por culpa de aquella feraz proliferación de anatomías femeninas. ¿Iba a volver a las andadas, a aquella época bochornosa y secreta de su vida en que empezaron a proyectarse en Mágina películas clasificadas S, cuando en las noches de invierno, al salir de El Sistema Métrico, se deslizaba como un reptil hasta las últimas butacas del Ideal Cinema para ver por sexta o séptima vez Emanuelle Negra II o Soy ninfómana, mi cuerpo es mi tormento?
El taxi frenó de pronto en una calle estrecha y en cuesta y Lorencito Quesada se dio un golpe en la frente contra el cristal de la mampara. Más despiadado que un salteador de caminos, el taxista se rió de él mordiendo la boquilla de plástico con sus dientes de hiena y le cobró mil doscientas pesetas, no sin injuriarlo previamente por haberle pagado con un billete de cinco mil. Le consoló algo, sin embargo, encontrarse en una calle adoquinada, silenciosa, con un letrero de cerámica en la esquina. Siempre sensible, incluso en la adversidad, se dijo que la calle poseía todo el encanto del viejo Madrid. Una señorita a la que calificó de escultural se cruzó con él taconeando por la acera, y Lorencito no supo contener la tentación de volverse: la señorita también se había vuelto y lo miraba. Lorencito se puso colorado y fingió un interés turístico por los balcones de la vecindad, pero tuvo tiempo de verla desaparecer en un portal: así fue cómo descubrió, sobresaltándose, el anuncio del Corral de la Fandanga.
Era de hierro forjado y tenía forma como de pergamino artístico, y sobre las letras destacaba una pequeña escultura representando a una bailadora. A lo largo de la fachada colgaban faroles con cristales blancos en los que había dibujadas pintorescas escenas de flamenco y de toros. La puerta parecía más bien el arco de entrada a una bodega. Junto a ella había un cartel impreso en varios idiomas, incluidos el ruso y el japonés, donde se anunciaban las atracciones de la casa. Encima del nombre que estaba escrito con caracteres más grandes alguien había pegado una franja de papel adhesivo: fácilmente se traslucía que ese nombre era el de Matías Antequera.
Tragando saliva, ajustándose el elástico de la cazadora juvenil al perímetro más bien opulento de su cintura, Lorencito Quesada golpeó la puerta con un pesado aldabón. Se preguntó si en caso de necesidad sería capaz de derribarla. Volvió a llamar y al oír una voz y unos pasos notó una molesta presión en la vejiga y se dio cuenta de que el labio superior le temblaba. La puerta se abrió unos centímetros con gran ruido de goznes y cerrojos y en el hueco apareció una cara amarillenta, con arrugas y chirlos, con un copete de pelo negro y aceitoso entre los ojos guiñados.
–Abrimos a las diez de la noche, – dijo aquel individuo, con un habla cazallera y cerrada de la bahía de Cádiz-. Domingos y festivos último pase madrugada a las dos. Bonificación especial para grupos de más de diez personas previa reserva telefónica. Plazas limitadas.
El hombre terminó de recitar con un aire de abatimiento absoluto y cuando iba a cerrar la puerta Lorencito Quesada se lo impidió con terminante energía.
–Busco a Matías Antequera, – había sacado su tarjeta de visita y se la puso al otro delante de la cara. Estaba claro que era tuerto, pero no se sabía de cuál de los dos ojos-. Soy amigo y paisano suyo. Periodista.
–¡Bocarrape! – una voz gritó dentro-. ¿Quién es?
–Nadie, Bimboyo, – dijo el tuerto, torciendo el cuello para volverse, como si estuviera a punto de escupir-. Uno que busca razón de no sé quién.
Otra vez iba a cerrar: Lorencito Quesada introdujo el pie derecho entre el escalón y la puerta, obteniendo un crujido de huesos y un dolor alarmante.
–Matías Antequera, – repitió, entre dientes, conteniendo la respiración mientras oía al tuerto reírse de su desgracia-. No me negará usted que actúa aquí todas las noches.
–Actuaba, – dijo con una entonación siniestra la voz que había sonado antes. Pero ahora Lorencito Quesada pudo ver de quién era: un hombre enorme, con la cara hinchada y roja, con una papada tan rotunda como la panza que ceñía una faja negra con borlas laterales. El llamado Bocarrape apenas le llegaba a la pechera abierta de la camisa, de la que brotaba una pelambre ensortijada y selvática, cruzada por una cadena de oro. Con los brazos en jarras el grandullón se encaró a Lorencito Quesada, que ya descartaba a duras penas la vergonzosa tentación de sugerir un malentendido, o de retirarse pidiendo disculpas…
–Matías Antequera no está -dijo el Bimbollo: tenía un acento aún más exagerado que el otro, y miraba de arriba abajo a Lorencito, como miraría a un insecto-. Ha salido de gira con la compañía de Lucero Tena.
–¿Y se ha ido muy lejos? – Lorencito Quesada se oyó una voz ignominiosa.
–Ahí mismito, – Bocarrape guiñó el que en ese momento parecía su ojo sano-. Al Japón.
El japonés inquisitivo
Echó a andar, cojeando, la cabeza caída sobre el pecho y las manos a la espalda, sin saber dónde estaba ni a dónde lo llevaban sus pasos. Un turista japonés filmaba con una cámara de vídeo la persiana metálica de un restaurante clausurado que se llamaba la Fonda de la Torería. Movía acompasadamente la cabeza y la cámara, como si ésta formara parte de su organismo. Se inclinaba mucho para filmar con detalle la mugre que cubría la persiana metálica, se echaba hacia atrás, se acercaba de nuevo casi tocando la pared con el objeto, cuyo regulador automático producía un zumbido persistente, como de chicharra. Cuando Lorencito Quesada pasó junto a él, la cabeza y la cámara del turista giraron para filmarlo, y un indicador rojo se encendió junto a la lente. Tuvo la impresión de que la cámara no tapaba el rostro oriental, sino que surgía directamente del cuello, como una cabeza ortopédica de plástico negro y con un solo ojo de cristal.
La calle Yeseros terminaba frente a una ladera por la que descendían las terrazas y los árboles de un parque público con escalinatas. No se veía a nadie y casi no se escuchaba el ruido del tráfico. Lejos, sobre las grandes copas de los árboles, se distinguía un paisaje ondulado y boscoso, la línea azul de una sierra. A su espalda, sin volverse aún, Lorencito Quesada oyó un zumbido familiar y estuvo seguro de que lo vigilaba alguien. Dio unos pasos y el zumbido se desplazó tras él, perfectamente audible entre los trinos de los pájaros y el rumor del viento en las hojas de los árboles. Miró hacia atrás, primero de soslayo, y luego abiertamente, con una expresión que imaginó retadora. A menos de dos metros, el japonés lo seguía filmando con su cámara de vídeo. Llevaba pantalón corto, gorra de béisbol y una camiseta en la que ponía: Soberano. Osborne.
Lorencito se movió hacia un lado: la cámara lo siguió, y el japonés dio un saltito, como para cortarle el paso. Con la mano libre le hacía señas, igual que un fotógrafo, y le decía en un lenguaje de cortos gorjeos. Ahora Lorencito tenía el objetivo tan cerca de la cara que podía vérsela en él como en un espejo diminuto y convexo. Pensó que la afición del pueblo japonés por el vídeo alcanzaba extremos irritantes. Sintiéndose acosado y ridículo dio un salto hacia la izquierda: más rápido, el japonés lo atajó, hipnotizándolo con el zumbido y con el brillo del pilotito rojo. A Lorencito Quesada volvía a temblarle el labio superior, y le picaban las axilas. Entonces el japonés se apartó la cámara de vídeo de la cara y se lo quedó mirando, los ojos como dos rayas convergentes tras los cristales de las gafas. ¿No era el mismo oriental que le había entregado unas horas antes el sobre con la uña del Santo Cristo de la Greña? Imposible saberlo, dado el parecido casi exacto entre los miembros de la raza amarilla.
Pero la sonrisa del japonés se desvaneció mientras levantaba otra vez muy despacio la cámara y volvía a apuntarla como un revólver hacia Lorencito, lanzando una especie de chillido que a nuestro corresponsal le heló la sangre en las venas. Retrocedió unos pasos, y la cámara y el zumbido lo seguían, dio un traspiés, se apoyó en el tronco de un árbol, empezó a caminar colina abajo, por la escalinata, y el japonés descendía a un paso idéntico, echó a correr oyendo que el otro lo llamaba con una voz muy aguda, corrió luego entre matorrales, perdió pie y rodó por una pendiente de tierra húmeda que olía a hierba y a bosque, escuchando ahora, cada vez más cerca, motores y claxons, dejó súbitamente de caer y de recibir golpes, se quedó a gatas, entre unos arbustos, palpándose la ropa, limpiándose de tierra los ojos y la cara.
Aún no se levantó: primero quiso asegurarse de que la cámara y el japonés ya no lo seguían. Cautelosamente miró a su alrededor, alzando apenas los ojos sobre los arbustos, con el sentimiento de haberse sumergido en una selva tropical. Su cazadora, sus zapatos nuevos, su pantalón de los domingos, el que se ponía para ir a misa, el único que había considerado digno de llevar a Madrid, se hallaban en un estado lamentable. Pero no estaba en una selva, descubrió en seguida: la pendiente por la que había rodado terminaba unos pocos pasos más abajo, en una carretera donde bramaba el tráfico más velozmente aún que en la calle de Santa María de la Cabeza. Decidió que Madrid era una ciudad incomprensible. Sobre él vio ahora unos inmensos arcos de cemento, más abrumadores que los de una catedral. Agotado, perdido, subió por una escalinata que no terminaba nunca, recelando siempre de que el japonés volviera a sorprenderlo. Subía junto a los pilares y los arcos de cemento, bajo tremendas bóvedas que le recordaban las arquitecturas de aquella película en la que Sansón derribaba el templo de los filisteos. Emergió a una calle muy despejada y muy ancha que parecía un puente extendido sobre el vacío: comprendió entonces que se encontraba en el célebre Viaducto. Vio frente a él la Casa de Campo y la sierra de Guadarrama, que le gustó mucho menos que la de Mágina, y al otro lado, a su derecha, los edificios escalonados de la calle Segovia, los tejados del caserío antiguo de Madrid, las cúpulas de pizarra y las veletas de las iglesias.
Le daba miedo asomarse a la barandilla y ver pasar los coches y la gente a una distancia de acantilado o de abismo. Había leído que aquel era el lugar que preferían los suicidas de Madrid. Una pareja bien vestida y de edad madura que pasaba se lo quedó mirando, y el hombre se inclinó para decirle algo en voz baja a la mujer, que volvió la cabeza y lo examinó de arriba abajo con aire de disgusto. ¿Tan mal aspecto tenía que lo tomaban por pordiosero sospechoso, por un posible suicida? Buscó el peine, se humedeció el pelo con saliva y se peinó a tientas, como pudo. Padecía el mismo desconsuelo que si llevara años en Madrid. El día anterior, a esa misma hora, a las tres cero siete, él estaba confortablemente en su casa, sentado junto a su madre en la mesa camilla, viendo el Telediario mientras degustaba uno de sus potajes preferidos, habichuelas con chorizo y arroz. Después de comer, mientras llegaba la hora de regresar a El Sistema Métrico, solía adormecerse dulcemente en el sofá durante cuarenta minutos, arrullado por el calor del brasero y de la digestión, oyendo las voces cansinas de la telenovela que veía su madre. Su madre no se enteraba nunca de los argumentos, en parte porque era algo sorda, y en parte también por la extrema dificultad de aquéllos, de modo que lo sacudía con frecuencia para preguntarle quién era hijo o padre o amante de quién. Lorencito entreabría los ojos, miraba el televisor, decía, por ejemplo, “de Juan Gustavo”, y en menos de un segundo volvía a dormirse, pero eso sí, despertaba como un reloj a las cuatro y veinte, y a las cinco menos diez ya estaba peinado e impoluto en la acera de la calle Trinidad, frente a la iglesia, esperando que abrieran El Sistema Métrico, a donde no había llegado tarde ni una sola vez en treinta y un años.
Casi borradas por el ruido del tráfico las campanadas de las tres sonaron en una torre próxima, y Lorencito Quesada, deshecho de cansancio y nostalgia, se acordó del reloj de la plaza del General Orduña. Qué pintaba él en Madrid, cómo iba a dar con el paradero de Matías Antequera o de la imagen del Cristo de la Greña si no conocía a nadie, si cualquiera podía engañarlo, si no se atrevía ni a cruzar un semáforo en verde por miedo a que se pusiera rojo cuando él estuviera indefenso en mitad de la calzada. Apoyado aún en la barandilla del Viaducto, consideró que podría describir su estado de ánimo diciendo que lo asaltaban sombríos presagios. Y entonces ya no tuvo tiempo de pensar nada más: una mano le tapó los ojos, otra le torció férreamente el brazo derecho contra la espalda, una rodilla se le hincó en la columna vertebral, la ruidosa respiración de una boca abierta le humedeció el cogote mientras él trataba en vano de soltarse y sólo lograba que le crujieran las articulaciones del brazo apresado. Sus pies se levantaban del suelo, su cuerpo se inclinaba en el vacío sobre la barandilla, la mano que le tapaba los ojos estaba sudada y se escurrió y cuando pudo abrirlos los volvió a cerrar apretando los párpados para no ver el precipicio que parecía subir hacia él y atraparlo en el vértigo de una caída vertical.
Un encuentro inesperado
–¡Insigne Quesada! – dijo Pepín Godino, abriendo mucho los brazos, pero en vez de abrazarlo lo que hizo fue repetir una de sus típicas bromas, propinándole un uppercut en el hígado con los dedos índice y corazón de la mano derecha, e inmediatamente después, cuando Lorencito Quesada ya empezaba a doblarse como un boxeador derrotado, lo estrechó cariñosamente y le redobló en la espalda con las palmas de las manos abiertas, y luego lo echó hacia atrás, y lo sostuvo por los hombros mientras Lorencito se tambaleaba, aturdido por tanta simpatía-. ¡Glorioso Lorencito, inconmensurable estrella de nuestro periodismo! ¡Pillín redomado! ¿Vienes de incógnito a Madrid a la caza y captura de alguna exclusiva? ¿O has venido para echar una canita al aire? ¡Pero no te pongas colorado, Quesada, que, como yo digo, nada humano me es ajeno!
Pepín Godino era pelirrojo, relleno, de una gran elegancia, adquirida sin duda al cabo de muchos años de vivir en Madrid, donde se dedicaba a la representación, – también llamada management- de artistas, especialmente del ramo de las variedades arrevistadas y el espectáculo cómico taurino. En la solapa de su chaqueta llevaba siempre un escudo de nuestra cuidad adornado con diminutos brillantes, y en el alfiler dorado de su corbata destacaba una perla tan grande que debía de ser valiosísima. Solía envolverlo un delicado aroma a colonia Varón Dandy y a tabaco rubio mentolado, y en el dedo meñique de su mano derecha resaltaban por igual una sortija de plata con la imagen de nuestra Patrona y una uña limpísima de unos cuatro centímetros.
–Así que te escabulles, sagaz Quesada, y no quieres decirme a qué has venido a la metrópoli…
–Para un reportaje, – balbuceó Lorencito-. Un reportaje sobre Jesús de Medinaceli…
–¡Ah perillán, repórter Tribulete! – Pepín Godino le dio otro golpe cariñoso en la espalda y luego lo sostuvo del brazo para que no se cayera-. El viejo truco del reportaje en Madrid… ¡Viaje en litera, dietas, hoteles de una y dos estrellas, gastos a justificar! ¿Y estamos aquí parados, en medio del Viaducto, en seco, como yo digo? ¿A qué esperamos para refrescarnos la garganta? ¡A estas horas el tema cañas es fundamental!
–¿Qué te parece si la tomamos aquí? – Lorencito Quesada señaló una taberna de aspecto antiguo, llamada El Anciano Rey de los Vinos, imaginando que sería económica. Pero Godino se negó a entrar allí y siguió arrastrándolo del brazo.
–¡Nada de antiguallas, Quesada! Eso es un sitio para pobres. Te voy a llevar al Gran Café de Oriente, que está aquí al lado, en el marco incomparable del Palacio Real. Como yo digo, un día es un día. Pero cuéntame algo, que te veo muy callado. ¿Cómo sigue nuestra Mágina inmarcesible, nuestra Salamanca chica, nuestra perla del Renacimiento? Ardo de impaciencia porque llegue la Semana Santa y ese amanecer en que veremos salir al Santo Cristo de la Greña… Aquí en Madrid se vive muy bien, y todo lo que quieras, pero en cuanto se acerca el Domingo de Ramos ya me parece que oigo las bandas de tambores y trompetas y que huelo a incienso y a cera, y te lo juro, Quesada, se me pone un nudo en la garganta, y ya ni Madrid ni nada.
–Es que como el pueblo de uno… -dijo Lorencito.
–¡Ése es el tema, Quesada, celebérrimo! – Pepín Godino se detuvo cuando llegaron frente a la primera esquina del Palacio Real. Con un ademán grandioso señaló el edificio, los jardines, los arbolados lejanos sobre los que surgían los rascacielos blancos de la plaza España-. Pero tampoco me negarás que, como yo digo, Madrid es mucho Madrid. ¡Mira qué rascacielos, qué circulación automovilística, qué Palacio Real! De aquí a la torre de Madrid cabe Mágina entera… ¿Y qué me dices del mujerío, y del tema cultural, que al fin y al cabo es a lo que tú y yo nos dedicamos?
–¿Pero es que ya has dejado lo de las compañías de revista y el Bombero Torero?
–¡Dinamismo, Quesada, evolución! – Pepín Godino sacó una cartera opulenta y extrajo de ella una tarjeta de visita: J. J. Godino. Asesor Técnico Cultural. Infraestructura de espectáculos. Gran Vía, 64-. ¡Hoy en día el tema palpitante es la cultura, y Madrid es, como yo digo, la capital cultural de Europa! ¡Por no hablarte de Expo 92 y de las Olimpíadas de Barcelona…! ¡Los tiempos entrañables del teatro chino Manolita Chen y las revistas de Colsada se acabaron, Lorencito! ¡Ahora me dedico a la vídeo-danza, a las performances, al tema de la expresión corporal, que es el último grito en los municipios periféricos! ¿Sabes qué pelotazo estoy preparando para el Hogar de Mágina en Madrid? ¡Una exposición de esculturas abstractas hechas de cerámica y de esparto! A condición, claro, de que nuestro ayuntamiento se retrate en el tema subvención…
Por una avenida con estatuas de los reyes godos llegaron al Café de Oriente. Con su característica caballerosidad, Pepín Godino sostuvo la puerta de cristales mientras pasaba Lorencito. El Café de Oriente lo impresionó: columnas con capiteles dorados, espejos, veladores de mármol, paredes forradas de terciopelo, camareros a la antigua, con pajarita y mandil blanco hasta los pies. Algo amedrentado, Lorencito se dejó guiar hasta un cómodo diván del fondo por Pepín Godino, observando que saludaba a los camareros por sus nombres, si bien ellos, muy atareados, no tenían tiempo de responderle.
–¡Y ahora pasamos al importante tema alimenticio! – dijo Godino, arrellanado en el diván y manejando la carta, después de apurar velozmente una jarra de cerveza-. ¿Qué te apetece, excelentísimo plumilla? ¡Pero alto, que ya te veo venir! ¡En Madrid hay que olvidarse de esos ricos potajes que son, como yo digo, la salsa de nuestro acervo culinario! Se impone el tema sándwich, el tema canapé! Comida rápida y nutritiva para soportar el stress. Aquí dan un caviar y un salmón de primera, por no hablarte de los vinos…
Un camarero se acercó y tras una profunda reverencia estuvo tomando nota de todas las cosas que pedía Pepín Godino. Lorencito Quesada envidió un poco melancólicamente sus conocimientos gastronómicos, sus cavilaciones a la hora de elegir un cierto tipo de caviar o una marca de vino. Era, pensó, el clásico don vivant. Sin parar de comer, sin duda por el frenesí que impone a todo el mundo la vida madrileña, Pepín Godino lo puso al tanto de sus múltiples tareas como asesor técnico-cultural, así como de sus proyectos de cara a la promoción de la Semana Santa de Mágina en el mundo, de cara al 92: se encontraban muy avanzadas las negociaciones con la Renfe para transportar a Madrid todos los tronos procesionales de nuestra ciudad, en una de esas plataformas que habitualmente se usan para el transporte de coches… ¡Las procesiones de Mágina desfilarían por la Castellana, y el director general de Televisión, íntimo amigo, al parecer, de Pepín Godino, había prometido su transmisión en directo!
–¿Y qué me dices del tema periodismo? – dijo Pepín Godino, casi al final del banquete, que a Lorencito Quesada, porque extrañaba todos aquellos alimentos, no había hecho sino agudizarle el desconsuelo del estómago-. ¿Piensas pasarte toda la vida de corresponsal de Singladura? Ya que estás aquí, yo puedo presentarte a personas muy influyentes… ¡Tico Medina, Yale, Emilio Romero, Alfonso Sánchez…!
“Pues yo creía que Alfonso Sánchez había muerto”, estuvo a punto de insinuar Lorencito, pero su habitual timidez se lo impedía. Pepín Godino engulló una gran cucharada de caviar y luego se limpió los dientes con la uña del meñique, haciéndose pantalla, por delicadeza, con la otra mano.
–La otra noche, sin ir más lejos, tomé con él una copa en Chicote… ¿Y conoces tú a uno que está pegando ahora mucho en televisión, Arturo Pérez Reverte? Pues nos vemos día sí día no, cuando no anda en las guerras ésas del Congo. ¡Contactos, Quesada, agenda, public relations! ¿Cuándo os vais a enterar en provincias? Oye, por cierto, – Pepín Godino encendió un rubio mentolado y reclamó al camarero con sonoras palmadas-, ¿cómo te va en la entrañable pensión del señor Rojo?
Lorencito Quesada no tuvo tiempo de contestar. Vino el camarero con la cuenta, Godino la examinó, volvió a dejarla en el plato, emitió un saludable eructo tapándose la boca con la servilleta, y en décimas de segundo se despidió de Lorencito, le regaló una tarjeta, consultó su reloj, dijo que tenía una cita importante en el Ministerio y salió corriendo hacia la calle, tan agitado, que Lorencito, aun admirándolo por su dinamismo, sintió algo de lástima por él. Era cierto, pensó, sólo en Madrid se triunfa, ¿pero vale la pena el precio que se paga? Sólo cuando ya era demasiado tarde advirtió dos cosas: que Pepín Godino, urgido por la prisa, no se había acordado de abonar la cuenta; que él en ningún momento le había dicho que paraba en la pensión del señor Rojo.
Asechanzas carnales
Temió que se le estuviera hinchando el pie dolorido por el portazo en el Corral de la Fandanga. Ni siquiera lo animaba encontrarse en la Puerta del Sol, frente al reloj de Gobernación, que tradicionalmente marca con sus campanadas la ceremonia de las doce uvas cada Nochevieja. Fue a sentarse en el brocal de una de las fuentes que adornaban la plaza, pero observó que estaba erizado de pinchos, sin duda con la finalidad encomiable de que los muchos maleantes de diversas razas y temibles cataduras que merodeaban por allí no encontrasen acomodo para sus tareas ilícitas. Cada poco tiempo Lorencito Quesada se llevaba la mano al corazón para auscultarse la cartera: estaba en el centro de Madrid, en el kilómetro cero, en el corazón mismo de España, y sólo veía a su alrededor mendigos, tullidos, negros, marroquíes, indios de América del Sur que tocaban bombos y flautas, gente patibularia que trapicheaba en las esquinas, asesinos y salteadores en potencia. Al dependiente de un quiosco le preguntó por dónde se iba a la calle de Santa María de la Cabeza. El quiosquero lo miró primero con desconfianza, y luego con lástima y tal vez algo de burla, y le dijo que el camino más corto era subiendo por Carretas hasta Jacinto Benavente y luego torciendo a la izquierda por Atocha.
No quería mirar, pero el desconsuelo y el cansancio debilitaban sus defensas morales, y los ojos se le iban hacia las portadas de las revistas. ¡Hombres con mujeres, hombres con hombres, mujeres con mujeres, incluso mujeres desnudas que acariciaban lúbricamente a cabras o a burros! Y si apartaba la vista de las fotografías del quiosco era peor, porque en la tarde calurosa de primavera había como una densidad de perfumes femeninos que dejaban al pasar las mujeres de carne y hueso, un sobresalto despiadado y continuo de anatomías opulentas, de escotes, de faldas apretadas a los glúteos, de labios rojos de carmín, tacones altos, sujetadores de encaje, corseletes ceñidos que dejaban al descubierto ombligos y cinturas, caras de todas las edades, desde jovencitas ya señaladas por los estigmas del vicio que fumaban y mascaban chicle con la boca abierta hasta señoras de bandera que movían con majestad sus grandes culos cincuentones.
Recordó lo que decía varios años atrás un sacerdote que dio en Mágina un cursillo titulado “Los seglares y la vida sexual”: que en el Padrenuestro no se pide a Dios que nos evite la tentación, sino que no nos deje caer en ella. Para darse ánimos y edificar su espíritu se esforzó en acordarse de la imagen del Santo Cristo de la Greña, que tantas veces lo había consolado en la tribulación, y que ahora, preso de otros sayones, estaría arrumbado quién sabía en qué sótano o zahúrda de Madrid, sin que él, Lorencito, hubiese hecho nada aún para rescatarlo de su cautiverio. Sacó escrupulosamente el bote de sus lentillas donde había guardado la uña venerable, y cuando estaba mirándola al trasluz un individuo de raza blanca, aunque de tez negruzca y rictus amenazador, se aproximó a él y le puso en el costado una navaja de muelles.
–O te abresh o te rajo, – declaró, con un acento incomprensible que a Lorencito le recordaba no obstante el del clásico chulapón de zarzuela, pinchando no su piel, sino la de su cazadora, en la que produjo un notable desgarrón-. En ejte seztor no parte el bacalao nadie más que el chache, oshea: menda. Rigurosha ejlusiva.
Lorencito Quesada no entendió ni una sola palabra, pero tuvo que juntar las piernas para no orinarse y se alejó tan rápidamente como pudo, sin volverse hacia atrás, por miedo a ver de nuevo la cara del delincuente y el brillo de su navaja. Por fortuna, se dijo, no sin modesto orgullo, había sabido dominar la situación: también había cruzado por primera vez en su vida un paso de peatones sin tomar la precaución de mirar a un lado y a otro, y ahora estaba a la entrada de la calle Carretas, todavía nervioso, desconfiado, alerta, diciéndose que no iba a permitir que le tomaran más el pelo y que Madrid era una ciudad deshumanizada, una selva en la que o comes o te comen. Calle arriba, meditabundo, cabizbajo, pasó junto al vestíbulo de un cine, del que salía una mezcla de olor a desinfectante y a pies que le recordó los gallineros de los cines de su juventud. En éste observó que no había letrero luminoso, ni cartelones exteriores que anunciaran las películas. Una emoción incómoda lo embargó: ¿no sería uno de esos cines en los que se proyectan no ya películas S, sino X, y que él sólo conocía de oídas, dado que en Mágina no hay ninguno?
En el vestíbulo no había nadie. Nada más que de pensar en lo que podría ver si entraba, a Lorencito Quesada le latía más rápido el corazón y la saliva le faltaba en la boca. Un caballero mayor, con traje oscuro y corbata, con una pequeña insignia patriótica o religiosa en el ojal, se acercó a él y le preguntó educadamente la hora. Lorencito, a quien nada más que la presencia de aquel hombre irreprochable ya lo había disuadido de entrar en el cine, consultó su reloj, y cuando miró otra vez al caballero le pareció que en un segundo había cambiado de cara, porque ahora le guiñaba pícaramente un ojo y se acercaba tanto a él que le rozaba la bragueta con un muslo, diciéndole en voz baja algunas palabras que Lorencito no tuvo esta vez la menor dificultad en comprender: aquel señor tan educado, que le había inspirado tanta confianza, le estaba proponiendo lo que él mismo, valientemente, sin tapujos, llamó después un acto sexual contra natura…
Se alejó de allí, contaría luego, como alma a la que lleva el diablo. ¿No le sería ahorrada en Madrid ni una sola lacra de la condición humana? Frente a él, en la otra acera de la calle, un grupo de turistas japoneses filmaba en vídeo la fachada del cine, coreando a carcajadas que sonaban como trinos de pájaros las explicaciones del guía. Estaba seguro de haber visto en el grupo a una camiseta negra con el letrero Soberano. Osborne. Hasta el final, en la aciaga calle Carretas no había más que escaparates de bazares médico-ortopédicos, con una tal variedad y abundancia de artículos que Lorencito, al fin y al cabo hombre del comercio, no dejó de admirarse: fajas lumbosacras, cojines de silicona, collarines de viaje, sillas de bañera, sondas esofágicas, peras de irrigación, bragas para la incontinencia, cuñas de evacuación y micción, bragueros, coches de inválidos, brazos y piernas articulados, zapatos con plataforma para cojos, muletas, suspensores, audífonos de color carne adheridos a orejas de goma, postizos para operados de laringe… En la plaza de Benavente pensó que si el inmortal autor de Los intereses creados se levantara de la tumba volvería a toda prisa a ella para no ver el espectáculo que sucedía bajo los letreros que llevaban su nombre. Señoras gordas con bolsos de la compra que parecían esperar el autobús se alternaban en las aceras con mujeres de cuerpos jóvenes y flacos y caras como máscaras que llevaban faldas obscenamente cortas y fumaban con los brazos cruzados, en los que no faltaban los tatuajes ni las marcas como de picaduras de insectos. Lorencito Quesada no tardó ni un minuto en comprender que aquellas desgraciadas practicaban el oficio más viejo del mundo… Al objeto de escapar cuanto antes de allí, porque si se quedaba no respondía de su fortaleza moral, cruzó en línea recta la plaza por unos jardinillos decrépitos, oliendo no a vegetación, sino a gasolina y a respiradero del Metro, procurando no pisar a los desechos humanos que bebían a morro botellas de cerveza sentados en el suelo.
Mientras esperaba a que se pusiera en verde el semáforo de la calle Atocha vio al otro lado un letrero que le llamó la atención: Creacines Dilaila. La boutique del cabello. En el escaparate se exhibían pelucas y peluquines que iban del rubio platino al naranja eléctrico y fotos de hombres antes y después de someterse a tratamiento capilar: en las primeras eran calvos y tenían aire de tristeza y vejez; en las segundas sonreían con una juvenil mata de pelo sobre la frente. Pero lo que hizo detenerse en seco a Lorencito Quesada fue descubrir que en la foto más grande, la que presidía el escaparate, en el interior de un marco dorado, estaba la cara morena y varonil de Matías Antequera, con el caracolillo azabache en la frente y el lunar en la mejilla…
El dependiente atribulado
–Muy buenas tardes tenga usted, caballero, ¿en qué podemos servirle?
–Muy buenas, – Lorencito, amedrentado y solitario, dudaba: bien conocía él ese chasco que se lleva uno cuando un posible comprador sólo se acerca para preguntar por una calle-. Pues nada, que pasaba por el escaparate y he visto…
–¡No me diga más! – el dependiente lo empujó hacia un sofá tapizado en piel sintética de cebra, lo hizo sentarse, encendió sobre él una lámpara halógena-. Ha visto usted las maravillas en pelo natural que suministra esta casa y se ha dicho: ¿por qué resignarme a la calvicie prematura, si estos señores me pueden devolver, en plazo breve, con plena satisfacción y total garantía ese aspecto juvenil que sólo da, digan lo que digan, una cabellera abundante? Muchos hombres se lo preguntaron antes que usted, y también muchas mujeres, y ahora van por la vida sin complejos, sin usar esas artimañas ridículas que no engañan a nadie y son la mofa de los malevolentes. ¿Ha visto usted en televisión, por ejemplo, a ese diputado que se hace la raya encima de la oreja, para cubrirse el cráneo con un mechón lamentable?
–Hombre, yo tampoco me veo tan mal, – dijo Lorencito, tocándose instintivamente el pelo, que ya le escasea en la coronilla, y que se le transparenta más de lo que él quisiera cuando se ondula su célebre tupé.
–¡Piense en el día de mañana, señor mío! – el dependiente sentado junto a él, le presionaba con los dedos el cuero cabelludo, envolviéndolo en un intenso olor a azufre Very, producto de dudosa eficacia que también usaba Lorencito-. Le diré más: piense en la comodidad de un bisoñé. Grandiosas civilizaciones, como la egipcia, lo impusieron por higiene y elegancia a todos sus súbditos. Desde el faraón al más humilde escriba, pasando por las más bellas mujeres, como usted bien sabrá si ha leído Sinuhé el egipcio, todos se afeitaban la cabeza y llevaban peluca. Grandes figuras de la Historia siguieron usándola a todo lo largo de los siglos, muchas más de las que usted puede imaginar. Julio César, Napoleón, Leonardo de Vinci, Isabel de Inglaterra, Hitler, Charlot, Frank Sinatra, el Papa León X… Por no hablar de más de un galán de la actualidad del que usted jamás sospecharía…
–No me diga más, – lo interrumpió Lorencito-: Matías Antequera.
Al oír ese nombre el dependiente se quedó rígido, y cuando volvió a sonreír ya se había apartado de Lorencito y no se atrevía a sostenerle la mirada, fingiendo, para ocultar su nerviosismo, que ordenaba los bucles de una peluca femenina.
–Es paisano mío, – Lorencito, incorporándose, se aproximó al dependiente, que se echó temerosamente hacia atrás al ver que él se llevaba la mano al bolsillo interior de su cazadora, para buscar una tarjeta-. De Mágina. ¿No conoce usted el pasodoble que le dedicó a nuestro pueblo? Ahora lo toca la banda municipal en todas las solemnidades, después del Himno Nacional y el de Andalucía.
–Si que me suena algo, – el dependiente ahora fingía dudar-. ¿Pero está usted seguro de que es cliente nuestro? Servimos a tantos artistas de los más diversos géneros…
–Pues ya le tiene que sonar, – Lorencito, contra su costumbre, se sentía envalentonado, casi jactancioso: no en vano se había prometido a sí mismo que nadie más volvería a engañarlo en Madrid-, porque tiene usted una foto suya bien grande en el escaparate.
El dependiente pasó a su lado como con miedo de rozarlo, sonriendo, estrujándose las manos, puso el cartel de cerrado en la puerta, echó la llave y bajó la persiana verde pálido, y aun entonces siguió mirando de soslayo hacia la calle, y luego hacia Lorencito Quesada, que experimentaba por primera vez en su vida, con incredulidad y desconcierto, incluso con un poco de halago, la sensación de atemorizar a alguien.
–Es por los drogadictos, sabe usted, – el dependiente aludió con un gesto a la puerta cerrada-. Se me cuelan aquí a punta de navaja o de jeringuilla y me roban el género. Y las autoridades qué hacen, se preguntará usted, que parece que viene de provincias. Pues nada, se cruzan de brazos. O los encierran y los sueltan al día siguiente. Entran por una puerta y salen por otra…
Hablaba muy rápido y sonreía como a espasmos, con el lado izquierdo de la boca, donde relucía el colmillo de oro, pero sus ojos asustados seguían fijos no en la cara de Lorencito Quesada, sino en los bolsillos de su pantalón o en sus manos.
–Le juro que no le he contado nada a nadie, – continuó el dependiente-. Lo mismo les dije a esos señores que vinieron el otro día, y yo seré como sea, pero sólo tengo una palabra. Yo voy a lo mío, y allá cada cual con su vida… Tengo mujer e hijos, señor, una familia que depende de mí.
–Pero, hombre, – Lorencito, que es muy sensible, empezaba a sentir lástima, hasta se imaginaba malvado por alguna razón, responsable del miedo poco a poco convertido en pavor que sacudía al dependiente-. Si yo sólo le he preguntado por Matías Antequera, no se me ponga así, por Dios, no coja ese berrinche, que me va a dar un mal rato. Ande, tranquilícese, fúmese un cigarrito.
Las manos del dependiente tiritaban mientras encendía un sofisticado mechero Flaminaire y no acertaba a aproximar la llama al cigarrillo, tan agitado entre sus labios como si estuviera a punto de soltar un puchero. Se tranquilizó algo al expulsar el humo. Se dejó caer desfallecidamente en el sofá y la lámpara halógena acentuó la palidez cérea de sus facciones.
–Vinieron hace tres días, – dijo, como confesándole, chupando tan rápidamente el cigarrillo que apenas inhalaba humo-. Querían un peluquín como el que habían visto en la foto grande del escaparate. Les dije que la casa Dilaila está especializada en crear modelos exclusivos, y que ése en concreto sólo podía usarlo el cliente que nos lo había encargado. Uno de ellos me amenazó entonces con una pistola. Subió conmigo al almacén sin quitármela de detrás de la oreja y me hizo entregarle uno de los peluquines de Matías Antequera. Se los hacemos a medida, y no es por nada, pero los considero personalmente mis obras maestras. No se puede imaginar las caras que tenían. Y esto se lo digo yo, que menudo muestrario tengo nada más que asomándome a la calle. Cuando ya parecía que se iban, el que llevaba la pistola me puso el cañón en la frente y me hizo jurar de rodillas que no le diría nada a Matías Antequera, ni a nadie…
–Venga, hombre, no se sofoque, – Lorencito Quesada fue a ponerle al dependiente una mano consoladora en el hombro, pero el otro retrocedió como si hubiera notado una corriente eléctrica-. Dígame, ¿cuántos eran? ¿Sería capaz de describírmelos?
–Tres, creo. El de la pistola era el más gordo.
–¿Uno de ellos era chino, o japonés?
–¿Y usted cómo lo sabe? – el dependiente casi dio un salto en el sofá y volvió a mirar con terror a Lorencito-. Manejaba un cuchillo muy raro que parecía un berbiquí.
–Un cris malayo, – dijo Lorencito, que no había visto nunca dicha arma, pero tenía noticias exactas sobre ella gracias a las novelas de Emilio Salgari.
–Pero el otro era el que ponía más cara de asesino, – continuó el dependiente, absorto en su rememoración-. El tercero. El que llevaba esa uña tan larga. Para asustarme me la acercaba a los ojos…
Una inmersión en el folklore
Influido tal vez por la lectura de aquella novela, Lorencito Quesada cruzó por fin la calle Bailén y bajó hacia las Vistillas pensando que escribía un reportaje futuro o que le contaba a alguien lo que hacía en ese momento. Conforme se aproximaba a la calle Yeseros la noche se iba volviendo más despoblada y oscura, y de vez en cuando volvía la cabeza por miedo a que estuvieran siguiéndolo. Pero había cenado opíparamente en su cuarto de la pensión, apurando hasta el último residuo de lomo con tomate y dando fin a la mollaza, se había dado una ducha (por la que tuvo que pagar un suplemento adelantado de doscientas pesetas) y había dormido, con su pijama tobillero, como Dios manda, dos horas que le sentaron de maravilla, de modo que cuando a eso de las once se vistió para salir, recién afeitado, con toda la ropa limpia, se encontraba en un estado sereno y animoso, dispuesto a enfrentarse de una vez por todas con los flamencos desaprensivos del Corral de la Fandanga y a rescatar a Matías Antequera, quien sin duda lo llevaría hacia la imagen del Santo Cristo de la Greña.
Antes de salir de la pensión llamó a su madre, y le explicó a gritos que la jornada inaugural del Congreso Eucarístico había resultado emocionante, pero que no podría volver a Mágina al día siguiente, porque se esperaba de un momento a otro la llegada de Su Santidad el Papa. Su madre, que tenía, por la edad, algunos fallos de memoria, pensaba que el papa era aún Pío XII, y le pidió a Lorencito que si había ocasión le presentara sus respetos a Su Santidad.
Los faroles pintados del Corral de la Fandanga eran la única iluminación de la calle Yeseros. A Lorencito Quesada lo amedrentaba el recuerdo del llamado Bimbollo, pero se armó de valor y empujó decididamente la puerta, que estaba entornada, y de la que fluía una luz rojiza y una trepidación de taconeos y palmas. En el pequeño vestíbulo había fotos en color de artistas flamencos estrechando las manos de celebridades internacionales del espectáculo y la política, entre ellas los monarcas reinantes en la actualidad, el príncipe heredero del Japón y la enlutada ex emperatriz Farah Diba. Un portero vestido de corto, con sombrero cordobés, camisa de chorreras y zahones, le preguntó con simpatía y gracejo si deseaba una mesa, y Lorencito, manejando una desenvoltura que a él mismo no dejó de asombrarlo, solicitó una que estuviera cerca del escenario. Pensó que ya se le notaban los efectos beneficiosos de la estancia en Madrid: seguridad y decisión, eso era lo único que necesitaba.
El corral de la Fandanga registraba un lleno hasta la bandera: en la penumbra de la sala Lorencito advirtió que el público estaba compuesto en su inmensa mayoría por japoneses. Abundaban las monteras taurinas, los sombreros de ala ancha y las cámaras de vídeo y de fotografía, y los taconeos de la bailaora que en ese momento se retorcía sobre el escenario eran saludados con palmas arrítmicas y vibrantes olés. Ya en la mesa, cuando un camarero también vestido de flamenco le trajo la carta, descubrió con amargura que la consumición mínima era de tres mil pesetas, y que para mayor contratiempo la casa no disponía de quina San Clemente. Dispuesto a todo, decidió dar un paso hacia la modernidad y pidió un San Francisco, bebida ésta que según le habían contado era la más habitual en discoteca y guateques.
Vigas de madera sin desbastar y un techo de paja, muy parecido a los que cubrían antes las chozas de los melonares, enmarcaban artísticamente el escenario, donde un anciano algo achacoso, vestido de flamenco, pero con gafas de extrema miopía y zapatillas de paño, tocaba la guitarra, si bien no con mucho sentimiento, porque de vez en cuando se quedaba dormido y una de las mujeres del cuadro de baile lo despertaba a codazos. Eran seis las bailaoras, y se levantaban por turno de las sillas de anea para interpretar a solas y durante unos minutos alguna pieza del rico folklore andaluz, subiéndose hasta más arriba de las rodilla sus batas de cola y acompañadas por las voces de dos cantaores en quienes Lorencito reconoció a Bocarrape y el Bimbollo. Cinco de ellas eran morenas, con grandes ojos negros y moños que al estirarles la piel de las sienes acentuaban la típica belleza española de sus caras. La sexta era rubia y de ojos claros, llevaba el pelo suelto y desde que Lorencito entró en el local no había parado de mirarlo: era la mujer con la que se cruzó esa mañana en la calle Yeseros, la que parecía hacerle señas tras los visillos de un balcón… Batía palmas y cantaba a coro con las otras, y cuando salió a bailar sus taconazos retumbaron en el corazón y en el estómago de Lorencito Quesada, porque alzaba una pierna y se le veían fugazmente las bragas, se inclinaba hacia adelante y era como si los pechos fueran a salírsele del escote, le caía la melena sobre la cara y cuando se la iba apartando sus ojos claros se quedaban fijos únicamente en él.
¿Estaba cayendo, sin darse cuenta, bajo los efectos afrodisíacos o alucinatorios de aquella bebida de gusto dulce y color anaranjado? Lo cierto era que en todos los años de su vida, que ya no son pocos, Lorencito Quesada no recordaba que lo hubiera mirado así ninguna mujer, ni siquiera una de aquellas viudas fumadoras y teñidas que intercambiaban bromas equívocas con los vendedores más jóvenes de El Sistema Métrico. Cada vez que la bailaora rubia le dirigía una de aquellas miradas, que no sería impropio clasificar de ardientes, Lorencito notaba una oleada de flojera en las piernas y una presión en las sienes perladas de sudores fríos, y no había modo de evitar que los ojos se le fueran hacia las largas piernas y el generoso escote de la bailaora, que al aproximarse taconeando hacia donde él estaba lo envolvía en el vendaval del vuelo de su falda, en un aire cálido, pesado de perfumes, que lo sofocaba gradualmente y revivía en él los apetitos angustiosos de su lejana mocedad.
Pero lo peor de todo era que el ojo sano y guiñado de Bocarrape también lo había distinguido, y que el cantaor mendaz, al mismo tiempo que gritaba roncamente una copla flamenca, le estaba haciendo señas al Bimbollo, que en ese momento le doblaba las palmas. Mientras cantaban y palmoteaban en una esquina del tablao los dos hombres miraron a Lorencito con torvas sonrisas, y luego Bocarrape hizo un rápido gesto con la cabeza en dirección al fondo de la sala, donde el portero, que estaba de pie y con los brazos cruzados junto a la cortina de salida, pareció comprender y asentir y buscó algo con la mirada sobre los sombreros cordobeses y mejicanos y las monteras torcidas de la concurrencia.
Lorencito, sin que el miedo creciente le atenuara la lujuria, se dijo que debía escapar, pero el cuerpo convulso y los ojos claros de la bailaora rubia lo tenían como paralizado, y además no cabía duda de que el portero lo había identificado y estaba dispuesto a no permitirle una retirada digna. Las palmas, los taconazos y los olés y ayes sonaban cada vez más fuerte, las seis bailaoras habían salido simultáneamente a escena y los japoneses enardecidos saltaban sobre las mesas volcando las jarras de sangría y derrumbándose luego para levantarse unos segundos después sosteniendo sus cámaras. Las caras de los artistas chorreaban sudor bajo las luces tornasoladas de los focos y el suelo tenía una vibración de terremoto, pero en medio de aquella especie de orgía folklórica los ojos de Bocarrape y el Bimbollo continuaban vigilando fríamente a Lorencito Quesada, y la guitarra se iba deslizando hacia las rodillas del anciano tocaor, que ya dormía sin reparo con la boca abierta y la cabeza caída sobre su pechera bordada.
De pronto, cuando Lorencito ya empezaba a sentir ahogos y náuseas, asediado por el calor de la sala y el entusiasmo colectivo de los japoneses, cesó el escándalo y los artistas, cogidos de la mano, todavía jadeantes, se inclinaron para recibir una salva de aplausos. Uno a uno, en fila, empezaron a bajar por una escalerilla que estaba junto a la mesa de Lorencito. Cuando la bailaora rubia pasaba a su lado se le cayó un clavel del pelo y se inclinó para recogerlo, ofreciéndole a una distancia de pocos centímetros el espectáculo turbador de su pechera palpitante. Al levantarse, sin mirarlo, le dijo al oído: “Rápido, escape por esa puerta donde pone privado. Espéreme dentro de una hora en el Café Central”.
Fugitivo en la noche
Detuvo un taxi y le preguntó al conductor por el Café Central: consideró que el peligro cierto y la urgencia de llegar a la cita con la bailaora rubia justificaban el gasto de una nueva carrera. Como de costumbre, apuntaría escrupulosamente el importe en su libreta, a fin de rendirle cuenta exacta a don Sebastián Guadalimar en el momento oportuno. Pero la verdad era que se había descubierto una desmedida afición a viajar en taxi por Madrid: recostarse en el asiento trasero e ir mirando las calles y las luces eran placeres que subyugaban a Lorencito Quesada, a pesar del suplicio de ir vigilando de soslayo las cifras crecientes del taxímetro. Vio la plaza de España, sumida en la oscuridad, la resplandeciente Gran Vía, donde aún estaban iluminadas las marquesinas de los cines, la plaza del Callao, la calle de la Montera, con sus aceras pobladas de mujeres escuálidas y de africanos al acecho, volvió a pasar por la Puerta del Sol, la calle Carretas y la plaza de Jacinto Benavente, ya a un paso de la plaza del Ángel, donde le dijo el taxista que estaba el Café Central. Aquella veloz travesía nocturna de Madrid al mismo tiempo le daba miedo y lo excitaba: el sentimiento del peligro era tan intenso como el de una avidez colectiva que se le contagiaba nada más que respirando el aire frío de la noche y oyendo las carcajadas y la música que fluían de los bares abiertos.
El café Central no era menos ruidoso que el Corral de la Fandanga. También se daban en él actuaciones en vivo, pero no de cante y baile flamenco, sino de una extraña música moderna, interpretada por negros, que a Lorencito, adepto sobre todo a los conciertos dominicales de la banda de Mágina y a los coros de habaneras, no tardó en ponerle la cabeza como un bombo. Lo peor de aquella música no era que le aturdiese los oídos, como cuando en los días de feria tiene que ir a la caseta municipal para hacer la crónica de los conjuntos que actúan allí: lo peor de todo era que no acababa nunca. Logró acercarse a la barra, abriéndose paso entre jóvenes serios y barbudos y muchachas de caras lánguidas que miraban hacia el escenario con los ojos en blanco y moviendo la cabeza como si dijeran sí continuamente a algo, y pidió una copa de vino quinado, explicando al camarero, a gritos, pero en vano, que le daba igual San Clemente que Santa Catalina: de ninguna de esas dos acreditadas marcas existe la menor noticia en Madrid. El camarero llevaba cola de caballo y un zarcillo diminuto en la oreja izquierda, y también miraba al escenario y agitaba afirmativamente la cabeza, sin hacer ningún caso a Lorencito, que al final se decidió por un Bènèdictine, agregándole luego, por precaución, medio vaso de agua.
Bebía a tragos muy cortos, porque el licor, incluso aguado, se le sube rápidamente a la cabeza, y vigilaba la puerta, pero ni la muchacha rubia aparecía ni cesaba la música de aquellos negros frenéticos. Durante casi media hora uno de ellos estuvo golpeando a solas y sin descanso ni piedad los platillos y los tambores de una batería, y cuando dejó de tocar y le aplaudieron y ya parecía que todo iba a acabarse se adelantó otro que soplaba un saxofón con la cara encendida, pero Lorencito dejó muy pronto de escucharlo: en la puerta de cristales había aparecido la bailaora rubia, que avanzó entre la gente como sin rozarse con nadie, sola y alta, vestida de negro, buscándolo.
No dio muestras de haberlo visto cuando él agitó la mano desde lejos para llamarle la atención. Pasó junto a él, con un gesto le indicó que la siguiera. La vio desaparecer tras una cortina que conducía a los lavabos, y sólo entonces fue tras ella. Estaba claro que por razones poderosas prefería que no los vieran juntos… Debió emplear denodadamente las rodillas y los codos para abrirse camino entre la apelmazada multitud que seguía aguantando a pie firme los pitidos y los bocinazos del saxofón sin dar señales de fatiga. ¿No los asfixiaban los vapores del alcohol y el humo denso del tabaco, no enloquecían con el ruido? Al menos en las escaleras que subían a los lavabos el aire casi era respirable y se atenuaba la música. Había muchos peldaños, y a Lorencito le palpitaba el corazón. Le palpitó mucho más fuerte cuando llegó arriba y vio a la rubia asomada a la puerta del lavabo de señoras, al fondo de un salón con el techo muy bajo, iluminado por tubos fluorescentes.
–Vamos, entre, que lo van a ver, – dijo la rubia, asiéndolo del brazo.
–Me da no sé qué… -Lorencito dudaba: en aquel reducto femenino se moría de vergüenza. Pero la rubia tiró de él, miró un instante hacia afuera y luego cerró. No parecía la misma que en el Corral de la Fandanga: ahora iba sin maquillar y llevaba el pelo liso, un vestido flojo y largo, unas gafas redondas con montura de alambre, y en lugar de tacones unos zapatos negros, de suela gruesa y plana, todo lo cual le daba un severo aspecto como de apostolado seglar, muy parecido al de las chicas de Mágina que asisten a los retiros espirituales para jóvenes. Con la nuca apoyada en la puerta miró un instante al vacío mientras seguía la vibración débil de la música.
–Me fascina el jazz, – dijo-. Me fascina absolutamente. ¿A usted no? Me gustan sus ambientes oscuros y cargados de humo. ¿Sabe lo que más me gustaría en la vida? Ser negra, negra como Billie y como Ella. Cantar borracha en un club a las cinco de la madrugada…
–Pero usted también es artista, – apuntó Lorencito, queriendo tímidamente halagarla.
–No llame arte a eso que yo hago por ganarme la vida, – la rubia suspiró, mirándolo a los ojos-. Es una mixtificación acultural, el típico discurso vacío, no una asunción válida de las propias raíces. Aunque le extrañe, soy licenciada en Psicología y Antropología.
Lorencito no entendía nada, pero la mirada de la chica, el color de sus ojos, las formas turgentes de su cuerpo bajo aquel vestido penitencial, su olor reciente a gel de baño, le producían un efecto como de ansiosa beatitud, acentuado por la proximidad en aquel espacio tan angosto. Que por edad la rubia pudiera ser su hija no lo amedrentaba menos que el descubrimiento de que tenía estudios superiores. Unos pasos muy cerca de la puerta los inmovilizaron a los dos: alguien intentaba abrir, veían girar el pomo y se miraban en silencio.
–No hay tiempo que perder, – dijo la rubia, cuando los pasos se alejaron-. Pueden habernos seguido. Pueden llegar en cualquier momento.
–¿Quienes? – Lorencito volvía a tener miedo-. ¿El Bocarrape y el Bimbollo?
–Los otros, – la rubia se mordió los labios sin pintar-. Los más peligrosos. Los que raptaron al pobre Matías Antequera.
–¿Uno gordo, un chino y uno que lleva una uña muy larga?
–Yo no los he visto nunca, – dijo la rubia-. Si los hubiera visto, si sospecharan de mí, no estaría viva…
–¿Cuando desapareció?
–Estaba muy raro los últimos días, – la rubia tragó saliva, buscó con nerviosismo en su bolso, encendió un cigarrillo. Lorencito consideró que fumaba de un modo adorable-. No hablaba con nadie, ni siquiera conmigo, se encerraba en su camerino y yo lo oía rezar. El miércoles no fue al trabajo, ni ayer. Esta mañana me llamó por teléfono. Ya estaba secuestrado, pero consiguió de algún modo ponerse en contacto conmigo. Me pidió que hiciera todo lo posible por hablar con usted.
–¿Le dijo a usted adónde lo han llevado?
–Le vendaron los ojos y lo metieron en un coche. “Dile a mi paisano por lo que más quieras que soy inocente”: no paraba de repetirme lo mismo. Se ve que tiene en usted mucha confianza.
–¿No le dijo nada más? – Lorencito la apremiaba como un detective-. Alguna pista, alguna palabra clave…
–El universo de los hábitos, – de pronto la rubia recordó-. Eso fue lo último que me pudo decir…
Pero se había olvidado de sujetar el pomo de la puerta: en el espejo del lavabo la vieron abrirse y una figura masculina apareció en ella. Entonces la rubia se echó instantáneamente en brazos de Lorencito Quesada, lo atrajo hacia sí con los ojos cerrados y le introdujo una lengua movediza y afanosa en la boca, apretándose muy fuerte contra él, muy fuerte y a la vez con una dulce blandura. Pero en menos de un segundo todo había terminado: la figura desapareció del espejo, la golosa lengua ya no estaba en su boca, la rubia había escapado corriendo del lavabo, una mujer detenida en la puerta soltaba una exclamación al ver a Lorencito Quesada. También él se vio en el espejo: estaba echado contra la pared, con el tupé deshecho y las piernas abiertas con los faldones de la camisa fuera del pantalón, como un degenerado.
El híper del pecado
–¡Lorencito insigne! ¡Como yo digo, el mundo es un pañuelo! ¡En un Madrid, y vernos dos veces el mismo día!
Entre las caras pálidas, intelectuales y devotas, entre las barbas y las gafas, las orejas masculinas con pendientes, las mujeres lánguidas y enigmáticas que fumaban con los finos labios apenas separados, había aparecido como una victoriosa irrupción de Mágina en medio del más sofisticado cosmopolitismo la cara ancha, colorada, saludable, nutrida inmemorialmente de torreznos, tortas de candelaria y potajes de garbanzos, la cara redonda como un pan de Pepín Godino. Un acceso de recelo contuvo y casi desbarató la franca alegría de Lorencito Quesada al reconocer a nuestro paisano y mirarle de soslayo, cuando se recuperaba de su certero uppercut, la uña impoluta del meñique.
–Hombre, Pepín, qué sorpresa.
–¡No me llames Pepín! En Madrid todo el mundo me llama Jota Jota. Veo que a ti también te ha dado por el tema del jazz…
Pepín Godino tomó a Lorencito del brazo y lo usó como ariete para abrirse camino hasta la salida. La tranquilidad y el aire fresco de la calle disiparon rápidamente los vapores del alcohol y el martirio de la música, pero no las sospechas de Lorencito ni el sabor de aquella lengua lúbrica que unos minutos antes se agitaba en su boca. Iban a dar las tres de la madrugada y en la calle había cada vez más coches y más gente. Pepín Godino, Jota Jota, lo guiaba del brazo por la angosta acera de una calle llamada de las Huertas y le hablaba a gritos para que su voz prevaleciera sobre el ruido de los motores, los cantos espirituosos de los noctámbulos y la música que salía de los bares, pero él, en vez de oírle, levitaba, acordándose de la blandura cálida del seno palpitante de la bailaora, de los muslos duros y largos que habían atenazado los suyos durante menos de un segundo en el lavabo de señoras del Café Central.
Decididamente, reflexionó, era un irresponsable: en circunstancias tan comprometedoras como las que lo envolvían esa noche en Madrid sólo pensaba que tenía sueño y que estaba caliente, más caliente que el rabo de un cazo, para decirlo en los términos soeces que emplean los mocetones rústicos de Mágina, esos de bozo sombrío y granos en la cara que no se acercan a la confesión para no declararse convictos del vicio solitario.
–¡Mira, mira, Quesada, qué mujerío, qué carnes!, fíjate en ésa, cómo mueve el culo, mira cómo se restriega con el tío que va con ella, y la otra, ésa, la que viene hacia aquí ¡vista a la derecha, que te la pierdes, Lorencito inconmensurable!, fíjate qué pantalón lleva, que se le nota todo, si es que van prácticamente desnudas. ¿Y sabes en qué van pensando todas? – Pepín Godino se detuvo, dándose varias palmadas en la frente con la mano derecha-. ¿Sabes lo que llevan aquí incustrado, como yo digo, en el cerebro? ¡El tema sexo…! Pero a ver, celebérrimo, con la mano en el corazón, francamente, de hombre a hombre, ¿cuánto hace que no mojas?… O dicho más finamente, ¿cuándo fue la última vez que echaste un coito?
–Hombre, Pepín, – Lorencito se puso colorado mientras intentaba bucear en las regiones más arcanas de su memoria-. Esas preguntas no se hacen.
–¡Basta de Pepín y Pepín! Tú a mi me llamas Jota Jota o no te llevo a donde pensaba llevarte…
El gentío los expulsaba de la acera: tenían que caminar entre los coches atascados, eludiendo deportivos con las ventanillas abiertas por las que salía un estruendo de música de baile y motos rugientes sobre las que cabalgaban parejas con cascos de astronauta y trajes de cuero. En todas las esquinas había negros o árabes vendiendo tabaco de contrabando y familias enteras de coreanos o vietnamitas abrigados con anoraks que ofrecían bocadillos y latas de Coca-Cola y de cerveza. Pepín Godino guiaba a Lorencito con soltura y decisión y le daba codazos y le guiñaba un ojo cada vez que distinguía a una mujer de bandera.
–¡No todo va a ser en la vida adoración nocturna y novenas del Santísimo! – continuó, moviendo la cabeza en todas las direcciones, alargando el cuello como un ave zancuda para seguir con la vista a las mujeres que pasaban-. Voy a llevarte a un sitio que no olvidarías nunca, Quesada, y no me lo preguntes porque no te pienso contestar… ¡Hay que espabilarse, hombre, no me pongas esa cara, que no estamos en un entierro!
“El universo de los hábitos”, pensaba Lorencito: en esas palabras de Matías Antequera estaba sin duda la clave del enigma de su cautiverio, pero por más vueltas que le daba no conseguía vislumbrar ni una raya de luz. ¿Sería un mensaje cifrado, una especie de contraseña, el nombre de algún sitio? La falta de sueño, los impulsos de la lujuria, el estrépito de la calle Huertas y la palabrería incesante de Pepín Godino no lo dejaban pensar. Vio que torcían a la derecha por una calle más despoblada y más sombría y temió estar siendo conducido a una trampa, o quién sabe si a uno de esos locales oscuros que llaman whiskerías, donde mujeres venales y desnudas sirven bebidas narcóticas a los incautos…
–¿Falta mucho para llegar? – le preguntó tímidamente a Godino.
–¡No te impacientes, Quesada, que ya te noto ávido de placeres carnales, como dice el párroco de la Trinidad! – Habían llegado a una calle transversal y más ancha, y Pepín Godino señaló con un ademán de descubridor hacia la acera de enfrente, donde refulgían grandes letreros de neón-. ¡Estás a punto de hollar con tus plantas piadosas el mayor sexy-shop de Europa, la catedral del vicio, la basílica de los doce pecados capitales!
–Son siete, – dijo Lorencito, mientras cruzaban la calle, que resultó ser la de Atocha.
–Eso será en provincias, que estáis más atrasados, – Pepín Godino ahora lo empujaba, abría delante de él una gran puerta de cristales que daba a lo que parecía el vestíbulo lujosamente iluminado y decorado de unos grandes almacenes. Le señaló una pared ocupada enteramente por estanterías como las de los videoclubs-. Mira qué películas, Quesada predilecto, las más fuertes del mercado en el tema porno. Pero no te pares, que se te van los ojos, y prepárate, que todo esto no es más que el aperitivo… Se impone una visual rápida al sexy-bar.
Hombres cabizbajos y de mediana edad y grupos de adolescentes de mirada turbia deambulaban por anchos corredores de paredes de mármol y suelo de linóleo, examinando las portadas de los vídeos (que Lorencito procuraba no mirar) o los extraños artículos ordenados sobre anaqueles de cristal que tenían algo de escaparates de ortopedia. Sonaba una música estridente entremezclada con jadeos febriles que se hizo más intensa cuando Pepín Godino levantó una pesada cortina negra. Lorencito lo siguió, y al principio, como iba algo atontado, sólo vio la barra de un bar ocupada únicamente por hombres que bebían y conversaban acodados en ella. Un cañón de luz roja y azul barría desde una esquina del techo la penumbra y una voz masculina gritaba en un micrófono con el mismo acento que los locutores de las tómbolas: entonces, como si lo aniquilara una aparición, Lorencito vio a una mujer que bailaba sobre la barra, sin más vestuario que unos tacones de charol y una cadena dorada alrededor del tobillo, revolviéndose el pelo negro al ritmo de la música, acariciándose las ingles con las dos manos abiertas. Los hombres bebían con las cabezas levantadas y las luces rojas y blancas del suelo proyectaban sombras de máscaras en sus rasgos inmóviles.
–Vámonos de aquí -dijo, casi rogó, con la voz temblorosa, notando que la sangre se le subía a las sienes, bajando la mirada. Pepín Godino miró su reloj de pulsera y se encogió de hombros, gozoso y exaltado, muy serio en fracciones de segundo, la cara roja y azul a la luz de los focos.
–Espera, que todavía no hemos terminado, – declaró: habían salido del sexy-bar y ahora lo llevaba por un pasillo de cabinas numeradas. En una de ellas, un hombre vestido con un mono de color naranja pasaba una fregona por el suelo y esparcía un aerosol desinfectante.
Cuando la cabina estuvo libre, Pepín Godino empujó hacia el interior a Lorencito, al mismo tiempo que le entregaba un puñado de monedas, diciéndole: “Entra ahí y me lo agradecerás eternamente”. Tardo siempre, débil de carácter, con el corazón sobresaltado, Lorencito Quesada se quedó encerrado en la cabina, frente a un espejo de cuerpo entero y a una especie de taxímetro que lo urgía en silencio con parpadeos electrónicos: Deposite monedas.
El puñal homicida
Todas las que Pepín Godino le había suministrado, en un rasgo sospechoso de generosidad, eran de quinientas. A ver qué pasaba, Lorencito introdujo dos en la ranura. Por un instante se apagó la luz y no vio nada más que los números rojos del marcador. Los latidos de su corazón le repercutían angustiosamente en el estómago, sentía miedo y vergüenza pero era incapaz de marcharse de allí. En el espejo surgió una fosforescencia azulada y acuática en la que se definió poco a poco la forma de otra cabina muy parecida a la que él ocupaba, con la misma moqueta y el mismo taburete, pero cerrada por un cortinaje negro. Una mano con las uñas pintadas de rojo lo entreabrió: tras ella vino, deslizándose en la claridad azul, la mujer más alta y más blanca que Lorencito Quesada había visto nunca, una mujer de rompe y rasca, exclamaría con vehemencia mucho después, cuando se atreviera a contarlo, escogiendo los términos más apasionados de su vocabulario: los labios gordezuelos, la nariz respingona, los senos turgentes, los pezones enhiestos, los muslos escultóricos, la piel como alabastro, los hombros anchos y fornidos. Llevaba unas bragas mínimas y casi transparentes de encaje y un collar con un pequeño crucifijo dorado. Se sentó en el taburete, cruzó las piernas y bostezó mirando directamente hacia Lorencito, con una expresión vacía en los ojos. “No puede verme”, pensó él con alivio, pero también con desconsuelo: si no fuera por el cristal se rozaría con ella. La mujer disimuló un segundo bostezo con la mano y tomó del suelo un cartel que puso ante los ojos de Lorencito.