A las doce en punto de la noche se atenuaban las luces y el rumor de las conversaciones en el Metropolitano y un resplandor rojo y azul circundaba el espacio donde iban a tocar los músicos. Con un aire tranquilo de veteranía y eficacia, como gángsters que se disponen a ejecutar un crimen a la hora acordada, los miembros del Giacomo Dolphin Trio, acodados en una esquina de la barra a la que sólo la camarera rubia o yo nos acercábamos, apuraban sus copas y sus cigarrillos e intercambiaban contraseñas. El contrabajista se movía con la solemnidad de una doncella negra. Sonriendo con lentitud y desgana se acomodaba en un taburete y apoyaba en su hombro izquierdo el mástil del contrabajo, examinando a los espectadores como si no conociera otra virtud que la condescendencia. Buby, el baterista, se instalaba ante los tambores con pericia y sigilo de luchador sonámbulo, rozándolos circularmente con las escobillas, sin golpearlos aún, como si fingiera que tocaba. Nunca bebía alcohol: al alcance de su mano había siempre un refresco de naranja. «Buby es un puritano», me había dicho Biralbo, «sólo toma heroína». En cuanto a él, Biralbo, era el último en abandonar la barra y el vaso de whisky. Con el pelo crespo, con las gafas oscuras, con los hombros caídos y las manos agitándose a los costados como las de un pistolero, andaba despacio hacia el piano sin mirar a nadie y con un gesto brusco abarcaba el teclado extendiendo los dedos al mismo tiempo que se sentaba ante él. Se hacía el silencio: yo lo oía chasquear rítmicamente los dedos y golpear el suelo con el pie y sin previo aviso comenzaba la música, como si en realidad llevara mucho tiempo sonando y sólo entonces nos fuera permitido escucharla, sin preludio, sin énfasis, sin principio ni fin, igual que se escucha súbitamente la lluvia al salir a la calle o abrir la ventana una noche de invierno.

Me hipnotizaba sobre todo la inmovilidad de sus miradas y la rapidez de sus manos, de cada parte de sus cuerpos donde pudiera manifestarse visiblemente el ritmo: las cabezas, los hombros, los talones, todo en ellos tres se movía con el instinto de simultaneidad con que se mueven latiendo las branquias y las aletas de los peces en el espacio cerrado de un acuario. Parecía que no ejecutaban la música, que eran dócilmente poseídos y traspasados por ella, que la impulsaban hacia nuestros oídos y nuestros corazones en las ondas de aire con el sereno desdén de una sabiduría que ni siquiera ellos dominaban, que latía incesante y objetiva en la música como la vida en el pulso o el miedo y el deseo en la oscuridad. Sobre el piano, junto a la copa de whisky, Biralbo tenía un papel cualquiera en el que había apuntado a última hora los títulos de las canciones que debían tocar. Con el tiempo yo aprendí a reconocerlas, a esperar la tranquila furia con que desbarataban su melodía para volver luego a ella como un río a su cauce después de una inundación, y a medida que las escuchaba iba logrando de cada una de ellas la explicación de mi vida y hasta de mi memoria, de lo que había deseado en vano desde que nací, de todas las cosas que no iba a tener y que reconocía en la música tan exactamente como los rasgos de mi cara en un espejo.

Al tocar levantaban resplandecientes arquitecturas translúcidas que caían derribadas luego como polvo de vidrio o establecían largos espacios de serenidad que lindaban con el puro silencio y se encrespaban inadvertidamente hasta herir el oído y envolverlo en un calculado laberinto de crueldad y disonancia. Sonriendo, con los ojos entornados, como si fingieran inocencia, regresaban luego a una quietud como de palabras murmuradas. Siempre había un instante de estupor y silencio antes de que comenzaran los aplausos.

Mirando a Biralbo, inescrutable y solo, cínico, feliz tras las gafas oscuras, observando desde la barra del Metropolitano la elegancia inmutable y apátrida de sus gestos, yo me preguntaba si aquellas canciones seguirían aludiendo a Lucrecia, Burma: Fly me to the moon, Just one of those things, Alabama song, Lisboa. Creía que me bastaba repetir sus nombres para entenderlo todo. Por eso he tardado tanto en comprender lo que una noche él me dijo: que la autobiografía es la perversión más sucia que puede cometer un músico mientras está tocando. De modo que me hacía falta recordar que él ya no se llamaba Santiago Biralbo, sino Giacomo Dolphin, entre otras cosas porque me había advertido que siempre lo llamara así ante los demás. No, no era sólo una argucia para eludir quién sabe qué indagaciones de la policía: desde hacía más de un año ése era su único y verdadero nombre, la señal de que había roto con temeraria disciplina el maleficio del pasado.

Entre San Sebastián y Madrid su biografía era un espacio en blanco cruzado por el nombre de una sola ciudad, Lisboa, por las fechas y los lugares de grabación de algunos discos. Sin despedirse de Floro Bloom ni de mí -no me dijo que se iba la última noche que bebimos juntos en el Lady Bird- había desaparecido de San Sebastián con la resolución y la cautela de quien se marcha para siempre. Durante casi un año vivió en Copenhague. Su primer disco con Billy Swann fue grabado allí: en él no estaban Burma ni Lisboa. Después de viajar esporádicamente por Alemania y Suecia, el cuarteto de Billy Swann, incluyendo a quien aún no se llamaba Giacomo Dolphin, tocó en varios locales de Nueva York hacia mediados de 1984. Por los anuncios de una revista que encontré entre los papeles de Biralbo supe que durante el verano de aquel año, el trío de Giacomo Dolphin -pero ese nombre todavía no figuraba en su pasaporte- estuvo tocando regularmente en varios clubes de Quebec. (Al leer eso me acordé de Floro Bloom y de las ardillas que acudían a comer de su mano y me ganó un duradero sentimiento de gratitud y destierro.) En septiembre de 1984 Billy Swann no acudió a cierto festival de Italia porque lo habían ingresado en una clínica francesa. Dos meses después, otra revista desmentía que hubiera muerto, aduciendo como prueba su inmediata participación en un concierto organizado en Lisboa. No estaba previsto que Santiago Biralbo tocara con él. No lo hizo: el pianista que acompañó a Billy Swann la noche del 12 de diciembre, en un teatro de Lisboa, era, según los periódicos, un músico de origen irlandés o italiano que se llamaba Giacomo Dolphin.

A principios de aquel mes de diciembre él estaba en París, sin hacer nada, sin caminar siquiera por la ciudad, que lo aburría, leyendo novelas policíacas en la habitación de un hotel, bebiendo hasta muy tarde en clubes llenos de humo y sin hablar con nadie, porque el francés siempre le había dado pereza, me dijo que se cansaba en seguida de hablarlo, como de beber ciertos licores muy dulces. Estaba en París como podía estar en cualquier otra parte, solo, esperando vagamente un contrato que no acababa de llegarle, pero tampoco eso le importaba mucho, incluso prefería que tardaran unas semanas en llamarlo, de modo que cuando sonó el teléfono fue como oír un despertador indeseado. Era uno de los músicos de Billy Swann, Oscar, el contrabajista, el mismo que luego tocaría con él en el Metropolitano. Llamaba desde Lisboa, y su voz sonaba lejanísima, Biralbo tardó en entender lo que le decía, que Billy Swann estaba muy enfermo, que los médicos temían que se muriera. Había vuelto a beber en los últimos tiempos, dijo Oscar, bebía hasta perder el conocimiento y seguía bebiendo cuando se despertaba de una borrachera. Un día se desplomó junto a la barra de un bar y tuvieron que llevarlo en una ambulancia a una de esas clínicas para locos y borrachos, un sanatorio antiguo, fuera de Lisboa, un lugar que parecía un castillo colgado en la ladera de una colina boscosa. Sin recobrar del todo el conocimiento llamaba a Biralbo o le hablaba como si estuviera sentado junto a su cama, preguntaba por él, pedía que le avisaran, que no le dijesen nada, que viniera cuanto antes para tocar con él. «Pero es probable que ya no toque nunca más», dijo Oscar. Biralbo anotó la dirección del sanatorio, colgó el teléfono, guardó en una bolsa la ropa limpia, el pasaporte, las novelas policíacas, su equipaje de apátrida. Iba a viajar a Lisboa, pero aún no asociaba el nombre de esa ciudad donde tal vez Billy Swann iba a morir con el título de una canción que él mismo había compuesto y ni siquiera con un lugar largamente clausurado de su memoria. Sólo unas horas más tarde, en el vestíbulo del aeropuerto, cuando vio Lisboa escrito con letras luminosas en el panel donde se anunciaban los vuelos, recordó lo que esa palabra había significado para él, tanto tiempo atrás, en otra vida, y supo que todas las ciudades donde había vivido desde que se marchó de San Sebastián eran los dilatados episodios de un viaje que tal vez ahora iba a concluir: tanto tiempo esperando y huyendo y al cabo de dos horas llegaría a Lisboa.

Capítulo XII

Había imaginado una ciudad tan brumosa como San Sebastián o París. Lo sorprendió la transparencia del aire, la exactitud del rosa y del ocre en las fachadas de las casas, el unánime color rojizo de los tejados, la estática luz dorada que perduraba en las colinas de la ciudad con un esplendor como de lluvia reciente. Desde la ventana de su habitación, en un hotel de pasillos sombríos donde todo el mundo hablaba en voz baja, veía una plaza de balcones iguales y el perfil de la estatua de un rey a caballo que enfáticamente señalaba hacia el sur. Comprobó que si le hablaban rápido el portugués era tan indescifrable como el sueco. También que a los demás les resultaba muy fácil entenderlo a él: le dijeron que el lugar a donde quería ir estaba muy cerca de Lisboa. En una estación vasta y antigua subió a un tren que en seguida se internó en un túnel muy largo: cuando salió de él ya estaba anocheciendo. Vio barrios de altos edificios en los que empezaban a encenderse las luces y estaciones casi desiertas donde hombres de piel oscura miraban el tren como si llevaran mucho tiempo esperándolo y luego no subían a él. A veces pasaba junto a su ventanilla la ráfaga de luz de otros trenes que iban hacia Lisboa. Exaltado por la soledad y el silencio miraba rostros desconocidos y lugares extraños como si contemplara esos fogonazos amarillos que aparecen en la oscuridad cuando se cierran los ojos. Si cerraba los suyos él no estaba en Lisboa: viajaba en Metro por el subsuelo de París o en uno de esos trenes que cruzan bosques de abedules oscuros por el norte de Europa.

Después de cada parada el tren iba quedándose un poco más vacío. Cuando estuvo solo en el vagón Biralbo temió haberse extraviado. Sentía el mismo desaliento y recelo de quien viaja en Metro a última hora de la noche y no escucha ni ve a nadie y teme que ese tren no vaya a donde estaba anunciado o que esté vacía la cabina del conductor. Al fin bajó en una sucia estación con muros de azulejos. Una mujer que caminaba por el andén haciendo oscilar una linterna de señales -Biralbo pensó que se parecía a esas grandes linternas submarinas que llevaban hace un siglo los buzos- le indicó el modo de llegar al sanatorio. Era una noche húmeda y sin luna, y al salir de la estación Biralbo notó el poderoso olor de la tierra mojada y de las cortezas de los pinos. Exactamente así olía en San Sebastián ciertas noches de invierno, en la espesura del monte Urgull.

Avanzaba por la carretera mal iluminada y tras el miedo a que Billy Swann estuviera ya muerto había una inconfesada sensación de peligro y de memoria estremecida que convertía en símbolos las luces de las casas aisladas, el olor a bosque de la noche, el ruido del agua que goteaba y corría en alguna parte, muy cerca, entre los árboles. Dejó de ver la estación y le pareció que la carretera y la noche se iban cerrando a sus espaldas, no estaba seguro de haber entendido lo que le dijo la mujer de la linterna. Entonces dobló una curva y vio la alta sombra de una montaña punteada de luces y una aldea cuyos edificios se agrupaban en torno a un palacio o castillo de altas columnas y arcos y extrañas torres o chimeneas cónicas alumbradas desde abajo, exageradas por una luz como de antorchas.

Era igual que perderse en el paisaje de un sueño avanzando hacia esa única luz que tiembla en la oscuridad: a la izquierda de la carretera encontró el camino del que le había hablado la mujer y el indicador del sanatorio. El camino ascendía sinuosamente entre los árboles, mal alumbrado por bajas farolas amarillas ocultas en la maleza. Recordó algo que le había dicho alguna vez Lucrecia: que llegar a Lisboa sería como llegar al fin del mundo. Recordó que la noche anterior había soñado con ella: un sueño corto y cruzado de rencor en el que vio su cara tal como era muchos años atrás, cuando se conocieron, con tanta exactitud que sólo al despertarse la reconoció. Pensó que era el olor del bosque lo que le hacía acordarse de ella: rompiendo el firme hábito del olvido regresaba a San Sebastián, luego a otro lugar más lejano, desconocido todavía, como a una estación cuyo nombre aún no hubiera podido leer desde la ventanilla del tren. Era, me explicó en Madrid, como si desde que llegó a Lisboa se hubieran ido desvaneciendo los límites del tiempo, su voluntaria afiliación al presente y al olvido, fruto exclusivo de la disciplina y de la voluntad, como su sabiduría en la música: era como si en el camino que cruzaba aquel bosque estuviera invisiblemente trazada la frontera entre dos países enemigos y él en alguna parte la hubiera cruzado. Eso entendió y temió al llegar a la entrada del sanatorio, cuando vio las luces del vestíbulo y los automóviles alineados frente a él: no había estado recordando una caminata por San Sebastián junto a las laderas del monte Urgull, no era ése el olor ni la sensación de niebla y humedad que le devolvían la pesadumbre de haber perdido a Lucrecia en otra edad de su vida y del mundo. Era otro lugar y otra noche lo que estaba recordando, las luces de un hotel, el brillo de un automóvil escondido entre los pinos y los altos helechos, un viaje interrumpido a Lisboa, la última vez que estuvo con Lucrecia.

Una monja con un tocado que se desplegaba como alas blancas en torno a su cabeza le dijo que ya no era hora de visitas. Explicó que había venido de muy lejos únicamente para ver a Billy Swann, que temía encontrarlo muerto si se retrasaba una hora o un día. Con la cabeza baja la monja por primera vez le sonrió. Era joven y tenía los ojos azules y hablaba apaciblemente en inglés. «Mister Swann no morirá. No por ahora.» Moviendo ante él su rígido tocado blanco, caminando sobre las baldosas frías de los corredores como si separase muy poco los pies, condujo a Biralbo hacia la habitación de Billy Swann. De las altas arcadas colgaban globos de luz sucios de polvo, como en los cines antiguos, y en cada recodo de los pasillos y en los rellanos de las escalinatas dormitaban ujieres de uniforme gris sobre mesas que parecían rescatadas de viejas oficinas. Sentado en un banco, frente a una puerta cerrada, estaba Oscar, el contrabajista, con los poderosos brazos cruzados y la cabeza caída sobre el pecho, como si acabara de dormirse.

–No se ha movido de aquí desde que trajeron a mister Swann.

La monja habló en un susurro, pero Oscar se incorporó, frotándose los ojos, sonriendo a Biralbo con fatigada gratitud y sorpresa.

–Se ha recuperado -dijo-. Hoy está mucho mejor. Temía que se hubiera pasado el día del concierto.

–¿Cuándo ibais a tocar?

–La semana que viene. Él está convencido de que lo haremos.

–Mister Swann se ha vuelto loco. – La monja movió la cabeza y las alas de su tocado agitaron el aire.

–Tocaréis -dijo Biralbo-. Billy Swann es inmortal.

–Difícil. – Oscar aún se frotaba los ojos con sus grandes dedos de yemas

blancas-. El pianista y el batería se marcharon.

–Yo tocaré con vosotros.

–El viejo estaba dolido porque no quisiste venir a Lisboa -dijo Oscar-. Al principio, cuando lo trajimos aquí, no quería que te avisara. Pero cuando deliraba decía tu nombre.

–Pueden entrar -dijo la monja desde la puerta entornada-. Mister Swann está despierto.

Desde antes de verlo, desde que notó en el aire el olor de la enfermedad y de las medicinas, Biralbo se sintió poseído por un impulso insondable de lealtad y de ternura, también de culpa y de piedad, de alivio, porque no había querido ir con Billy Swann a Lisboa y en castigo había estado a punto de no volver a verlo. Qué sucia traición, lo oí decir una vez, que incluso cuando uno ya no está enamorado es capaz de preferir el amor a sus amigos: entró en la habitación y todavía no pudo ver a Billy Swann, estaba muy oscuro, había un ventanal y un sofá tapizado de plástico, y sobre él estaba el estuche negro de la trompeta, y luego, a la derecha, una cama alta y blanca y una lámpara que alumbraba oblicuamente los duros rasgos de simio, el cuerpo liviano bajo las mantas y la colcha, casi inexistente, el absurdo pijama a rayas de Billy Swann. Con los brazos rectos junto a los costados y la cabeza reclinada sobre los almohadones Billy Swann yacía tan inmóvil como si posara para una estatua funeral. Al oír voces revivió y tanteó en la mesa de noche en busca de sus gafas.

–Hijo de perra -dijo, señalando a Oscar con la uña larga y amarilla de su dedo índice-. Te había prohibido que lo llamaras. Te dije que no quería verlo en Lisboa. Pensabas que iba a morirme, ¿no es cierto? Invitabas a los viejos amigos al entierro de Billy Swann…

Le temblaban ligeramente las manos, más descarnadas que nunca, modeladas por la pura forma de los huesos, igual que sus pómulos y sus sienes y sus tensas quijadas de cadáver, de osamenta transfigurada en parodia del hombre vivo a quien sostuvo. Sólo nervaduras y piel cruzada por venas de alcohólico: parecía que la armadura negra de las gafas formara parte de sus huesos, de lo que quedaría de él cuando llevara muerto mucho tiempo. Pero en sus ojos incrustados como en una ingrata máscara de cartón y en la línea agria de su boca permanecían intactos el orgullo y la burla, la potestad sagrada para la blasfemia y la reprobación, más legítima ahora que nunca, porque miraba la muerte con el mismo desdén con que en otro tiempo había mirado el fracaso.

–De modo que has venido -le dijo a Biralbo, y al abrazarlo se apoyó en él como un boxeador tramposo-. No quisiste tocar conmigo en Lisboa, pero has venido para verme morir.

–Vengo a pedirte trabajo, Billy -dijo Biralbo-. Me ha dicho Oscar que no tienes pianista.

–Lengua de Judas. – Sin quitarse las gafas Billy Swann hundió de nuevo la cabeza entre los almohadones-. Ni batería ni pianista. Nadie quiere tocar con un muerto. ¿Qué hacías en París?

–Leer novelas en la cama. Tú no estás muerto, Billy. Estás más vivo que nosotros.

–Explícale eso a Oscar y a la monja y al médico. Cuando entran aquí se empinan un poco para mirarme, como si ya me vieran en el ataúd.

–Tocaremos juntos el día doce, Billy. Como en Copenhague, como en los viejos tiempos.

–Qué sabes tú de los viejos tiempos, muchacho. Ocurrieron mucho antes de que tú nacieras. Otros murieron en el momento justo y llevan treinta años tocando en el Infierno o dondequiera que mande Dios a la gente como nosotros. Mírame, yo soy una sombra, yo soy un desterrado. No de mi país, sino de aquel tiempo. Los que quedamos fingimos que no hemos muerto, pero es mentira, somos impostores.

–Tú nunca mientes cuando tocas.

–Pero tampoco digo la verdad…

Cuando Billy Swann se echó a reír su cara se contrajo como en un espasmo de dolor. Biralbo recordó las fotografías de sus primeros discos, su perfil de pistolero o de héroe canalla con un mechón reluciente de brillantina entre los ojos. Eso era lo que el tiempo había hecho con su rostro: lo había contraído, hundiéndole la frente sobre la que todavía quedaba un resto de aquel mechón temerario, uniendo en una sola mueca como de cabeza reducida la nariz y la boca y el hendido mentón que casi desaparecía cuando Billy Swann tocaba la trompeta. Pensó que tal vez estaba muerto, pero que nadie lo había doblegado, nadie ni nada, nunca, ni siquiera el alcohol o el olvido.

Llamaron a la puerta. Oscar, que había permanecido junto a ella como un silencioso guardián, la abrió un poco para mirar quién era: en el resquicio apareció la cabeza móvil y alada de la monja, que examinó la habitación como si buscara whisky clandestino. Dijo que era muy tarde, que ya iba siendo hora de que dejasen dormir a mister Swann.

–Yo no duermo nunca, hermana -dijo Billy Swann-. Tráigame un frasco de vino consagrado o pídale al Dios de los católicos que me cure el insomnio.

–Vendré mañana a verte. – Biralbo, que guardaba el miedo infantil a las tocas blancas de las monjas, acató en seguida la obligación de marcharse-. Llámame si necesitas algo. A la hora que sea. Oscar tiene el teléfono de mi hotel.

–No quiero que vengas mañana. – Los ojos de Billy Swann parecían más grandes tras los cristales de las gafas-. Vete de Lisboa, mañana mismo, esta noche. No quiero que te quedes a esperar que me muera. Que se vaya Oscar contigo.

–Tocaremos juntos, Billy. El día doce.

–No querías venir a Lisboa, ¿te acuerdas? – Billy Swann se incorporó, apoyándose en Oscar, sin mirar a Biralbo, como un ciego-. Yo sé que te daba miedo y que por eso me contaste esa mentira de que ibas a tocar en París. No te arrepientas ahora. Sigues teniendo miedo. Hazme caso y márchate y no vuelvas la cabeza.

Pero era Billy Swann quien tenía miedo aquella noche, me dijo Biralbo, miedo a morir o a que alguien viera cómo se moría o a no estar solo en las horas finales de la consumación: miedo no sólo por sí mismo, sino también por Biralbo, quién sabe si únicamente por él, que no debía ver algo que Billy Swann ya había vislumbrado en la habitación de aquel sanatorio en el confín del mundo. Como para salvarlo de un naufragio o de la contaminación de la muerte le exigió que se fuera, y luego cayó sobre la almohada y la monja le subió el embozo y apagó la luz.

Cuando Biralbo llegó a la estación le sorprendió descubrir que sólo eran las nueve de la noche. Pensó que aquellos lugares, el sanatorio, el bosque, la aldea, el castillo de torres cónicas y muros ocultos por la hiedra, eran exclusivamente nocturnos, que nunca llegaba a ellos el amanecer o que se desvanecían como la niebla con la luz del sol. En la cantina bebió un aguardiente de color de ópalo y fumó un cigarrillo mientras esperaba la salida del tren. Con un poco de felicidad y de espanto se sintió perdido y extranjero, más que en Estocolmo o en París, porque los nombres de esas ciudades al menos existen en los mapas. Con la temible soberanía de quien está solo en un país extraño apuró otra copa de aguardiente y subió al tren, sabiendo el estado justo de consciencia que le otorgarían el alcohol, la soledad y el viaje. Dijo Lisboa cuando vio acercarse las luces de la ciudad como se dice el nombre de una mujer a la que uno está besando y que no le conmueve. En una estación que parecía abandonada el tren se detuvo junto a otro que avanzaba en dirección contraria. Sonó el silbato y los dos comenzaron a moverse muy lentamente, con un ruido de metales que chocaban sin ritmo. Biralbo, empujado hacia delante, miró las ventanillas del otro tren, rostros precisos y lejanos que no volvería a ver nunca, que lo miraban a él con una especie de simétrica melancolía. Sola en el último vagón, antes de las luces rojas y de la regresada oscuridad, una mujer fumaba con la cabeza baja, tan absorta en sí misma que ni siquiera había alzado los ojos para mirar hacia afuera cuando su tren se puso en marcha. Llevaba un chaquetón azul oscuro con las solapas levantadas y tenía el pelo muy corto. «Fue por el pelo», me dijo luego Biralbo, «por eso al principio no la reconocí». Inútilmente se puso en pie e hizo señales con la mano al vacío, porque su tren había ingresado vertiginosamente en un túnel cuando se dio cuenta de que durante un segundo había visto a Lucrecia.

Capítulo XIII

No recordaba cuánto tiempo, cuántas horas o días anduvo como un sonámbulo por las calles y escalinatas de Lisboa, por los callejones sucios y los altos miradores y las plazas con columnas y estatuas de reyes a caballo, entre los grandes almacenes sombríos y los vertederos del puerto, más allá, al otro lado de un puente ilimitado y rojo que cruzaba un río semejante al mar, en arrabales de bloques de edificios que se levantaban como faros o islas en medio de los descampados, en fantasmales estaciones próximas a la ciudad cuyos nombres leía sin lograr acordarse de aquella en la que había visto a Lucrecia. Quería rendir al azar para que se repitiera lo imposible: miraba uno por uno los rostros de todas las mujeres, las que se le cruzaban por la calle, las que pasaban inmóviles tras las ventanillas de los tranvías o de los autobuses, las que iban al fondo de los taxis o se asomaban a una ventana en una calle desierta. Rostros viejos, impasibles, banales, procaces, infinitos gestos y miradas y chaquetones azules que nunca pertenecían a Lucrecia, tan iguales entre sí como las encrucijadas, los zaguanes oscuros, los tejados rojizos y el dédalo de las peores calles de Lisboa. Una fatigada tenacidad a la que en otro tiempo habría llamado desesperación lo impulsaba como el mar a quien ya no tiene fuerzas para seguir nadando, y aun cuando se concedía una tregua y entraba en un café elegía una mesa desde la que pudiera ver la calle, y desde el taxi que a medianoche lo devolvía a su hotel miraba las aceras desiertas de las avenidas y las esquinas alumbradas por rótulos de neón donde se apostaban mujeres solas con los brazos cruzados. Cuando apagaba la luz y se tendía fumando en la cama seguía viendo en la penumbra rostros y calles y multitudes que pasaban ante sus ojos entornados con una silenciosa velocidad como de proyecciones de linterna mágica, y el cansancio no lo dejaba dormir, como si su mirada, ávida de seguir buscando, abandonara el cuerpo inmóvil y vencido sobre la cama y saliera a la ciudad para volver a perderse en ella hasta el final de la noche.

Pero ya no estaba seguro de haber visto a Lucrecia ni de que fuera el amor quien lo obligaba a buscarla. Sumido en ese estado hipnótico de quien camina solo por una ciudad desconocida ni siquiera sabía si la estaba buscando: sólo que noche y día era inmune al sosiego, que en cada uno de los callejones que trepaban por las colinas de Lisboa o se hundían tan abruptamente como desfiladeros había una llamada inflexible y secreta que el no podía desobedecer, que tal vez debió y pudo marcharse cuando Billy Swann se lo ordenó, pero ya era demasiado tarde, como si hubiera perdido el último tren para salir de una ciudad sitiada.

Por las mañanas iba al sanatorio. En vano vigilaba supersticiosamente las ventanillas de los trenes que se cruzaban con el suyo y leía los nombres de las estaciones hasta aprenderlos de memoria. Envuelto en una bata demasiado grande para él y con una manta sobre las rodillas Billy Swann pasaba los días mirando el bosque y la aldea desde la ventana de su habitación y casi nunca hablaba. Sin volverse alzaba la mano para pedir un cigarrillo y luego lo dejaba arder sin llevárselo más de una o dos veces a los labios. Biralbo lo veía de espaldas contra la claridad gris de la ventana, inerte y solo como una estatua en una plaza vacía. De la mano larga y curvada que sostenía el cigarrillo se alzaba verticalmente el humo. La movía un poco para desprender la ceniza que caía a su lado sin que él pareciera darse cuenta, pero si uno se acercaba advertía en los dedos un temblor muy leve que nunca cesaba. Una niebla templada y húmeda de llovizna anegaba el paisaje y hacía que los lugares y las cosas parecieran remotos. Biralbo no recordaba haber visto nunca a Billy Swann tan sereno o tan dócil, tan desasido de todo, incluso de la música y del alcohol. De vez en cuando cantaba algo en voz muy baja, con ensimismada dulzura, versos de antiguas letanías de negros o de canciones de amor, siempre de espaldas, frente a la ventana, con un quebrado hilo de voz, uniendo luego los labios para imitar perezosamente el sonido de una trompeta. La primera mañana, cuando entró a verlo, Biralbo oyó que inventaba extrañas variaciones sobre una melodía que le era al mismo tiempo desconocida y familiar, Lisboa. Se quedó junto a la puerta entornada, porque Billy Swann no parecía haber notado su presencia y murmuraba la música como si estuviera solo, señalando quedamente su ritmo con el pie.

–Así que no te has marchado -dijo, sin volverse hacia él, fijo en el cristal de la ventana como en un espejo donde pudiera ver a Biralbo.

–Vi anoche a Lucrecia.

–¿A quién? – Ahora Billy Swann se volvió. Se había afeitado y el pelo escaso y todavía negro relucía de brillantina. Las gafas y la bata le daban un aire de jubilado apacible. Pero esa apariencia era muy pronto desmentida por el fulgor de los ojos y la peculiar tensión de los huesos bajo la piel de los pómulos: Biralbo pensó que así debían brillar las quijadas de un muerto recién afeitado.

–A Lucrecia. No quieras hacerme creer que no te acuerdas de ella.

–La chica de Berlín -dijo Billy Swann en un tono como de pesadumbre o de burla-. ¿Estás seguro de que no viste a un fantasma? Siempre pensé que lo era.

–La vi en un tren que venía hacia aquí.

–¿Me estás preguntando si ha venido a verme?

–Era una posibilidad.

–A nadie más que a ti o a Oscar se le ocurre venir a un sitio como éste. Huele a muerto en los pasillos. ¿No lo has notado? Huele a alcohol, a cloroformo y a flores como en las funerarias de Nueva York. Se oyen gritos por la noche. Tipos atados con correas a las camas que ven cucarachas subiéndoles por las piernas.

–No duró ni un segundo. – Ahora Biralbo estaba de pie junto a Billy Swann y miraba el bosque verde oscuro entre la niebla, las quintas dispersas en el valle, coronadas por columnas de humo, los cobertizos lejanos de la estación. Un tren llegaba a ella, parecía avanzar en silencio-. Tardé un poco en darme cuenta de que la había visto. Se ha cortado el pelo.

–Fue tu imaginación, muchacho. Éste es un país muy raro. Aquí las cosas ocurren de otra manera, como si estuvieran pasando hace años y uno se acordara de ellas.

–Iba en ese tren, Billy, estoy seguro.

–Y eso qué puede importarte. – Billy Swann se quitó lentamente las gafas: lo hacía siempre que deseaba mostrar a alguien toda la intensidad de su desdén-. Te habías curado, ¿no? Hicimos un trato. ¿Te acuerdas? Yo dejaría de beber y tú de lamerte las heridas como un perro.

–Tú no dejaste de beber.

–Lo he hecho ahora. Billy Swann se irá a la tumba más sobrio que un mormón.

–¿Has visto a Lucrecia?

Billy Swann volvió a ponerse las gafas y no lo miró. Miraba atentamente las torres o chimeneas del palacio oscurecidas por la lluvia cuando volvió a hablarle, con una entonación estudiada y neutra, como se habla a un criado, a alguien que uno no ve.

–Si no me crees pregúntale a Oscar. Él no te mentirá. Pregúntale si me ha visitado algún fantasma.

«Pero el único fantasma no era Lucrecia, sino yo», me dijo Biralbo más de un año después, la última noche que nos vimos, recostado en la cama de su hotel de Madrid, impúdica y serenamente ebrio de whisky, tan lúcido y ajeno a todo como si hablara ante un espejo: él era quien casi no existía, quien se iba borrando en el curso de sus caminatas por Lisboa como el recuerdo de una cara que hemos visto una sola vez. También Oscar negó que una mujer hubiera visitado a Billy Swann: seguro, le dijo, él no había faltado nunca de allí, la habría visto, por qué iba a mentirle. De nuevo bajó solo por el sendero del bosque y bebió en la estación mientras esperaba el tren de regreso a Lisboa, mirando la cal rosada de los muros y las arcadas blancas del sanatorio, pensando en la extraña quietud de Billy Swann, que permanecería inmóvil tras uno de aquellos ventanales, casi sintiendo su vigilancia y su reprobación igual que recordaba el modo en que su voz había murmurado las notas de la canción escrita por Biralbo mucho antes de llegar a Lisboa.

Volvió a la ciudad para perderse en ella como en una de esas noches de música y bourbon que no parecía que fueran a terminar nunca. Pero ahora el invierno había ensombrecido las calles y las gaviotas volaban sobre los tejados y las estatuas a caballo como buscando refugio contra los temporales del mar. Cada temprano anochecer había un instante en que la ciudad parecía definitivamente ganada por el invierno. Desde la orilla del río circundaba la niebla borrando el horizonte y los edificios más altos de las colinas, y la armadura roja del puente alzado sobre las aguas grises se prolongaba en el vacío. Pero entonces comenzaban a encenderse las luces, las alineadas farolas de las avenidas, los tenues anuncios luminosos que se extinguían y parpadeaban formando nombres o dibujos, líneas fugaces de neón tiñendo rítmicamente de rosa y rojo y azul el cielo bajo de Lisboa.

Él caminaba siempre, insomne tras las solapas de su abrigo, reconociendo lugares por donde había pasado muchas veces o perdiéndose cuando más seguro estaba de haber aprendido la trama de la ciudad. Era, me dijo, como beber lentamente una de esas perfumadas ginebras que tienen la transparencia del vidrio y de las mañanas frías de diciembre, como inocularse una sustancia envenenada y dulce que dilatara la conciencia más allá de los límites de la razón y del miedo. Percibía todas las cosas con una helada exactitud tras la que vislumbraba algunas veces la naturalidad con que es posible deslizarse hacia la locura. Aprendió que para quien pasa mucho tiempo solo en una ciudad extranjera no hay nada que no pueda convertirse en el primer indicio de una alucinación: que el rostro del camarero que le servía un café o el del recepcionista a quien entregaba la llave de su habitación eran tan irreales como la presencia súbitamente encontrada y perdida de Lucrecia, como su propia cara en el espejo de un lavabo.

Nunca dejaba de buscarla y casi nunca pensaba en ella. Del mismo modo que a Lisboa la niebla y las aguas del Tajo la aislaban del mundo, convirtiéndola no en un lugar, sino en un paisaje del tiempo, él percibía por primera vez en su vida la absoluta insularidad de sus actos: se iba volviendo tan ajeno a su propio pasado y a su porvenir como a los objetos que lo rodeaban de noche en la habitación del hotel. Tal vez fue en Lisboa donde conoció esa temeraria y hermética felicidad que yo descubrí en él la primera noche que lo vi tocar en el Metropolitano. Recuerdo algo que me dijo una vez: que Lisboa era la patria de su alma, la única patria posible de quienes nacen extranjeros.

También de quienes eligen vivir y morir como renegados: uno de los axiomas de Billy Swann era que todo hombre con decencia termina por detestar el país donde nació y huye de él para siempre sacudiéndose el polvo de las sandalias.

Una tarde, Biralbo se encontró fatigado y perdido en un arrabal del que no podría volver caminando antes de que se hiciera de noche. Abandonados hangares de ladrillo rojizo se alineaban junto al río. En las orillas sucias como muladares había tiradas entre la maleza viejas maquinarias que parecían osamentas de animales extinguidos. Biralbo oyó un ruido familiar y lejano como de metales arrastrándose. Un tranvía se acercaba despacio, alto y amarillo, oscilando sobre los raíles, entre los muros ennegrecidos y los desmontes de escoria. Subió a él: no entendió lo que le explicaba el conductor, pero le daba igual a dónde fuera. Lejos, sobre la ciudad, resplandecía brumosamente el sol del invierno, pero el paisaje que cruzaba Biralbo tenía una grisura de atardecer lluvioso. Al cabo de un viaje que le pareció larguísimo el tranvía se detuvo en una plaza abierta al estuario del río. Tenía hondos atrios coronados de estatuas y frontones de mármol y una escalinata que se hundía en el agua. Sobre su pedestal con elefantes blancos y ángeles que levantaban trompetas de bronce, un rey cuyo nombre nunca llegó a saber Biralbo sostenía las bridas de su caballo irguiéndose con la serenidad de un héroe contra el viento del mar, que olía a puerto y a lluvia.

Aún era de día, pero las luces empezaban a encenderse en la alta penumbra húmeda de los soportales. Biralbo cruzó bajo un arco con alegorías y escudos y en seguida se perdió por calles que no estaba seguro de haber visitado antes. Pero eso le ocurría siempre en Lisboa: no acertaba a distinguir entre el desconocimiento y el recuerdo. Eran calles más estrechas y oscuras, pobladas de hondos almacenes y densos olores portuarios. Caminó por una plaza grande y helada como un sarcófago de mármol en la que brillaban sobre el pavimento los raíles curvados de los tranvías, por una calle en la que no había ni una sola puerta, sólo un largo muro ocre con ventanas enrejadas. Entró en un callejón como un túnel que olía a sótano y a sacos de café y caminó más aprisa al oír a su espalda los pasos de otro hombre.

Volvió a torcer, poseído por el miedo a que lo estuvieran siguiendo. Dio una moneda a un mendigo sentado en un escalón que tenía junto a sí una pierna ortopédica, perfectamente digna, de color naranja, con un calcetín a cuadros, con correas y hebillas y un zapato solo, muy limpio, casi melancólico. Vio sucias tabernas de marineros y portales de pensiones o indudables prostíbulos. Como si descendiera por un pozo, notaba que el aire se iba haciendo más espeso: veía más bares y más rostros, máscaras oscuras, ojos rasgados, de pupilas frías, facciones pálidas e inmóviles en zaguanes de bombillas rojas, párpados azules, sonrisas como de labios cortados que sostenían cigarrillos, que se curvaban para llamarlo desde las esquinas, desde los umbrales de clubes con puertas acolchadas y cortinas de terciopelo púrpura, bajo los letreros luminosos que se encendían y apagaban aunque todavía no era de noche, apeteciendo su llegada, anunciándola.

Nombres de ciudades o de países, de puertos, de regiones lejanas, de películas, nombres que fosforecían desconocidos e incitantes como las luces de una ciudad contemplada desde un avión nocturno, agrupadas como en floraciones de coral o cristales de hielo. Texas, leyó, Hamburgo, palabras rojas y azules, amarillas, violeta lívido, delgados trazos de neón, Asia, Jacarta, Mogambo, Goa, cada uno de los bares y de las mujeres se le ofrecía bajo una advocación corrompida y sagrada, y él caminaba como recorriendo con el dedo índice los mapamundis de su imaginación y su memoria, del antiguo instinto de miedo y perdición que siempre había reconocido en esos nombres. Un negro de gafas oscuras y gabardina muy ceñida se acercó a él y le habló mostrándole algo en la palma blanca de su mano. Biralbo negó con la cabeza y el otro enumeró cosas en inglés: oro, heroína, un revólver. Notaba el miedo, se complacía en él como en el vértigo de velocidad de quien conduce un automóvil de noche. Se acordó de Billy Swann, que siempre que llegaba a una ciudad desconocida buscaba solo las calles más temibles. Vio entonces aquella palabra iluminada, en la última esquina, la luz azul temblando como si fuera a apagarse, alta en la oscuridad como un faro, como las luces sobre el último puente de San Sebastián. Por un instante no la vio, luego hubo rápidos fogonazos azules, por fin se fueron iluminando una a una las letras suspendidas sobre la calle, formando un nombre, una llamada, Burma.

Entró como quien cierra los ojos y se lanza al vacío. Mujeres rubias de anchos muslos y severa fealdad bebían en la barra. Había hombres borrosos, de pie, sentados en divanes esperando algo, contando monedas disimuladamente parados ante cabinas con bombillas rojas que a veces se apagaban. Entonces alguien salía de cualquiera de ellas con la cabeza baja y otro hombre entraba y se oía que cerraba la puerta desde dentro. Una mujer se acercó a Biralbo «Sólo cuatro monedas de veinticinco escudos», le dijo. Él preguntó en vacilante portugués por qué aquel lugar se llamaba Burma. La mujer sonrió sin entender nada y le mostró el pasadizo donde se alineaban las cabinas. Biralbo entró en una de ellas. Era tan angosta como el lavabo de un tren y tenía en el centro una opaca ventana circular Una a una deslizó las cuatro monedas en la ranura vertical. Se apagó la luz de la cabina y una claridad rojiza iluminó aquella ventana semejante a un ojo de buey. «No soy yo», pensó Biralbo, «no estoy en Lisboa, este lugar no se llama Burma». Al otro lado del cristal una mujer pálida y casi desnuda se retorcía o bailaba sobre una tarima giratoria. Movía las manos extendidas, fingiendo que se acariciaba, se arrodillaba o se tendía con disciplina y desdén agitándose, mirando a veces sin expresión la hilera de ventanas circulares.

La de Biralbo se apagó como si la cubriera la escarcha. Tenía frío al salir, y equivocó el camino. El túnel de cabinas iguales no lo llevó al bar, sino a una habitación desnuda con una sola bombilla y una puerta metálica que estaba entornada. En las paredes había manchas de humedad y dibujos obscenos. Biralbo oyó pasos de gente subiendo una escalera con peldaños de hierro, pero no le dio tiempo a obedecer la tentación de esconderse. Una mujer y un hombre abrazados por la cintura aparecieron en la puerta. El hombre estaba despeinado y rehuyó la mirada de Biralbo. Siguió avanzando cuando ya no podían verlo. La escalera bajaba hasta un garaje o almacén muy tenuemente iluminado. Entre armazones de hierro la gran esfera de un reloj brillaba como azufre sobre un espacio tan vacío como una pista de baile abandonada.

Igual que en ciertas estaciones de ferrocarril con bóvedas góticas y altas vidrieras ennegrecidas por el humo, había en aquel lugar una sensación de distancias infinitas exagerada por la penumbra, por las bombillas rojas encendidas sobre las puertas, por la música obsesiva y violenta que retumbaba en el vacío, en las aristas metálicas de las escaleras. Tras una barra larga y desierta un pálido camarero con smoking preparaba una bandeja de bebidas. Tal vez por efecto de la luz a Biralbo le pareció que una leve capa de polvos rosados le cubría los pómulos. Sonó un timbre. La luz roja se encendió sobre una puerta metálica. Sosteniendo la bandeja con una sola mano el camarero cruzó todo el salón y llamó con los nudillos. En el instante en que la abría se apagó la luz: Biralbo creyó oír un estrépito de carcajadas y de copas mezclado con la música.

De otra puerta, más al fondo, salió un hombre ciñéndose el pantalón con una cierta petulancia, como quien abandona un urinario. Había otra barra allí, remota, iluminada como las capillas más hondas de las catedrales Otro camarero de smoking y un cliente solitario se distinguían con una precisión de siluetas recortadas en cartulina negra. El hombre que se había abrochado el pantalón se puso un sombrero terciado sobre los ojos y encendió un cigarrillo. Una mujer salió tras él, ahuecándose con los dedos la melena rubia, guardando en el bolso una polvera o un espejo mientras fruncía los labios. Desde la barra más próxima a la escalera de salida Biralbo los vio pasar junto a él conversando en voz baja con un rumor de eses y oscuras vocales portuguesas. Cuando los tacones de la mujer resonaron en los peldaños metálicos aún siguió oliendo un perfume muy intenso y vulgar.

–¿Está solo, señor? – El camarero había vuelto con la bandeja vacía y lo miraba sin sonreír tras la barra de mármol. Tenía la cara muy larga y el pelo aplastado sobre la frente-. No hay por qué estarlo en el Burma.

–Gracias -dijo Biralbo-. Espero a alguien.

El camarero le sonrió con sus labios excesivamente rojos. No lo creía, desde luego, tal vez aspiraba a darle ánimos. Biralbo pidió una ginebra y se quedó mirando la barra simétrica del fondo. El mismo camarero, el mismo smoking con una hechura como de 1940, el mismo bebedor con los hombros caídos y las manos inmóviles junto a la copa. Casi lo alivió descubrir que no miraba un espejo porque el otro no estaba fumando.

–¿Espera a una mujer? – El camarero hablaba un español eficaz y arbitrario-. Cuando llegue pueden pasar al veinticinco. Usted toca el timbre y yo le llevo las copas.

–Me gusta este lugar. Y su nombre -dijo Biralbo, sonriendo como un borracho solitario y leal. Lo inquietó pensar que el otro bebedor estaría diciéndole lo mismo al otro camarero. Pero el mayor mérito de la ginebra cruda y helada es que lo derriba a uno en seguida-. Burma. ¿Por qué se llama así?

–¿El señor es periodista? – El camarero desconfiaba. Tenía una sonrisa de vidrio.

–Estoy escribiendo un libro. – Biralbo sintió con felicidad que al mentir no ocultaba su vida, que la iba inventando-. «La Lisboa nocturna.»

–No hace falta que lo cuente todo. A mis jefes no les gustaría.

–No pensaba hacerlo. Sólo pistas, ya sabe… Hay quien llega a una ciudad y no encuentra lo que busca.

–¿El señor beberá otra ginebra?

–Me ha adivinado el pensamiento. – Después de tantos días sin hablar con nadie Biralbo notaba un impúdico deseo de conversación y de mentira-. Burma. ¿Hace mucho que está abierto?

–Casi un año. Antes era un almacén de café.

–Los dueños quebraron, supongo. ¿Entonces ya se llamaba así?

–No tenía nombre, señor. Ocurrió algo. Parece que el café no era el verdadero negocio. Vino la policía y rodeó el barrio entero. Se los llevaron esposados. El juicio salió en los periódicos.

–¿Eran contrabandistas?

–Conspiraban. – El camarero se acodó frente a Biralbo y se acercó mucho a su cara, hablándole en voz baja, con sigilo teatral-. Algo de política. Burma era una sociedad secreta. Había armas aquí…

Sonó un timbre y el camarero cruzó el salón caminando como en contenidos pasos de baile hacia una puerta donde se había encendido la luz roja. El otro bebedor se descolgó lentamente de la barra del fondo y avanzó hacia la salida siguiendo una sospechosa línea recta. Sobre su cara se sucedían como fogonazos los tonos de la luz y de la penumbra. Era muy alto y sin duda estaba borracho, llevaba las manos hundidas en los bolsillos de un chaquetón de aire militar. No era portugués, tampoco español, ni siquiera parecía europeo. Tenía los dientes grandes y una barba recortada y rojiza, y la cara un poco aplastada y la peculiar curvatura de la frente le hacían parecerse de manera lejana a un saurio. Se paró ante Biralbo, meciéndose sobre sus grandes botas con hebillas, sonriéndole con aletargado estupor, con júbilo lento de borracho. Frente a la mirada de aquellos ojos azules la memoria de Biralbo retrocedió a los mejores días del Lady Bird, a los más antiguos, a la felicidad cándida y casi adolescente de ser amado por Lucrecia. «¿No te acuerdas de mí?», le dijo el otro, y él reconoció su risa, su acento perezoso y nasal. «¿Ya no te acuerdas del viejo Bruce Malcolm?»

Capítulo XIV

–Allí estábamos -dijo Biralbo-, el uno frente al otro, mirándonos con recelo, con simpatía, como dos conocidos que no llegaron a intimar y que tardan menos de cinco minutos en no saber qué decirse. Pero me era simpático. Tantos años odiándolo y al final resultaba que me complacía estar con él hablando de los viejos tiempos. A lo mejor la ginebra tuvo la culpa de todo. El caso es que cuando lo vi me dio un vuelco el corazón. Se acordaba de San Sebastián, de Floro Bloom, de todo. Pensé que nada une más a dos hombres que haber amado a la misma mujer. Y haberla perdido. Él también había perdido a Lucrecia…

–¿Hablasteis de ella?

–Creo que sí. Al cabo de tres o cuatro ginebras. Miró el local y dijo: «Seguro que le gustaría a Lucrecia.»

Pero tardaron en decir ese nombre, lo rozaban siempre, se detenían cuando estaban a punto de pronunciarlo, como ante un círculo vacío que fingieran no ver, que se ocultaban mutuamente con alcohol y palabras, con preguntas y mentiras sobre los últimos tiempos e invocaciones a un pasado cuyos días cenitales eran indivisibles, porque el espacio vacío que tanto tardaron en atreverse a nombrar los aliaba como una antigua conjura. Pedían más ginebra, la penúltima siempre, decía Malcolm, que aún recordaba algunas bromas españolas, se remontaban a sucesos cada vez más lejanos, disputándose pormenores salvados del olvido, vanas exactitudes, la primera vez que se encontraron, el primer concierto de Billy Swann en el Lady Bird, los dry martinis de Floro Bloom, pura alquimia, dijo Malcolm, los cafés con nata del Viena, aquella vida sosegada de San Sebastián, parecía mentira que sólo hubieran pasado cuatro años, qué habían hecho desde entonces: nada, decadencia, sórdida madurez, astucia para eludir el infortunio, para ganar un poco más de dinero vendiendo cuadros o sobrevivir tocando el piano en clubes de ciudades demasiado frías, soledad, dijo Malcolm, con los ojos turbios, loneliness, apretando la copa entre sus dedos sombreados de vello rojizo como si quisiera romperla. Entonces Biralbo sintió miedo y frío y un desconsuelo como de vaticinio de resaca y pensó que tal vez Malcolm guardaba una pistola, aquella que Lucrecia había visto, la que se hincó una vez en el pecho de un hombre que estaba siendo estrangulado con un hilo de nilón… Pero no, quién creería esa historia, quién puede imaginar que los asesinos existan fuera de las novelas o de los noticiarios y que se sienten con uno a beber ginebra y le pregunten por amigos comunes en un sótano de Lisboa: estaban igual de solos y casi igual de ebrios, apresados por la misma cobardía y nostalgia, la única diferencia perceptible era que Malcolm no fumaba, y hasta eso los volvía cómplices, porque los dos recordaron los caramelos medicinales que en aquella época llevaba siempre Malcolm consigo, los regalaba a todo el mundo, también a Biralbo, que una noche había tirado y pisoteado uno en la puerta del Lady Bird, envenenado de rencor y de celos. De pronto Malcolm se quedó en silencio ante su copa vacía y miró a Biralbo sin levantar la cabeza, alzando sólo las pupilas.

–Pero yo siempre te envidié -dijo, en otro tono de voz, como si hasta entonces hubiera fingido que estaba borracho-. Me moría de envidia cuando tocabas el piano. Terminabas de tocar, te aplaudíamos, venías a nuestra mesa sonriendo, con tu copa en la mano, con aquella mirada de desprecio, sin fijarte en nadie.

–No era más que miedo. Todo me asustaba, tocar el piano, hasta mirar a la gente. Temía que se burlaran de mí.

–…envidiaba el modo en que te miraban las mujeres. – Malcolm seguía hablando sin oírlo-. No te importaban, tú ni siquiera las veías.

–Nunca creí que ellas me vieran -dijo Biralbo: sospechó que Malcolm le mentía, que le hablaba de otro.

–Incluso Lucrecia. Sí, también ella. – Se detuvo como a punto de revelar un enigma, bebió un trago de ginebra, limpiándose la boca con la mano-. Tú no te dabas cuenta, pero no he olvidado cómo te miraba. Subías a la tarima, tocabas unas notas y ya no existía para ella nada más que tu música. Recuerdo que pensé una vez: «Exactamente así es como desea un hombre que lo mire la mujer que ama.» Me dejó, ya sabes. Toda una vida juntos y me dejó tirado en Berlín.

Miente, pensó Biralbo, queriendo defenderse de una trampa invisible, del desvarío del alcohol, finge que nunca supo nada para averiguar algo que no sé lo que es y que debo ocultarle, siempre ha mentido porque no sabe no mentir, es mentira la nostalgia, la amistad, el dolor, hasta el brillo de esos ojos demasiado azules que no expresan más que su pura frialdad, aunque sea cierto que está solo y perdido en Lisboa, igual que yo, solo y perdido y recordando a Lucrecia y conversando conmigo por la simple razón de que yo también la conocí. De modo que debía mantenerse en guardia y no seguir bebiendo, decirle que se iba, huir cuanto antes, ahora mismo. Pero le pesaba la cabeza, lo aturdían la música y las mutaciones de las luces, esperaría unos minutos más, el tiempo de otra copa…

–Hay una pregunta que siempre he querido hacerte -dijo Malcolm, estaba tan serio que parecía sobrio, dotado acaso de esa gravedad de quien está a punto de caer al suelo-. Una pregunta personal. – Biralbo se puso rígido, se arrepintió de haber bebido tanto y de continuar allí-. No me contestes si no quieres. Pero si lo haces prométeme que me dirás la verdad.

–Prometido -dijo Biralbo. Para defenderse pensó: «Ahora va a decirlo. Ahora va a preguntarme si me acosté con su mujer.»

–¿Estabas enamorado de Lucrecia?

–Eso no importa ahora. Hace mucho tiempo, Malcolm.

–Me has prometido la verdad.

–Pero tú antes dijiste que yo no me fijaba en las mujeres, ni siquiera en ella.

–En Lucrecia sí. Íbamos al Viena a desayunar y nos encontrábamos contigo. Y en el Lady Bird, ¿te acuerdas? Terminabas de tocar y te sentabas con nosotros. Hablabais mucho, lo hacíais para poder miraros a los ojos, conocíais todos los libros y habíais visto todas las películas y sabíais los nombres de todos los actores y de todos los músicos, ¿te acuerdas? Yo os escuchaba y me parecía siempre que estabais hablando en un idioma que no podía entender. Por eso me dejó. Por las películas y los libros y las canciones. No lo niegues, tú estabas enamorado de ella. ¿Sabes por qué me la llevé de San Sebastián? Te lo diré. Tienes razón, ya no importa. Me la llevé para que no se enamorara de ti. Aunque no os conocierais, aunque no os hubierais visto nunca yo habría tenido celos. Te diré algo más: todavía los tengo.

Biralbo advertía vagamente que no estaban solos en el gran sótano del Burma. Mujeres rubias y hombres embozados en el gesto de fumar cigarrillos subían o bajaban por las escaleras metálicas y las luces rojas seguían encendiéndose sobre puertas cerradas. Sintiendo que atravesaba un desierto cruzó toda la lejanía del salón para llegar a los lavabos. Con la cara muy cerca de los azulejos helados de la pared pensó que había pasado mucho tiempo desde que se separó de Malcolm, que tardaría mucho más en volver. Iba a salir y no acertó a abrir la puerta, lo confundía el silencio y la repetición de las formas de porcelana blanca, multiplicadas por el brillo de los tubos fluorescentes. Se inclinó para echarse agua fría en la cara sobre un lavabo tan grande como una pila bautismal. Había alguien más en el espejo cuando abrió los ojos. De pronto todos los rostros de su memoria regresaban, como si los hubieran convocado la ginebra o Lisboa, todos los rostros olvidados para siempre y los perdidos sin remedio y los que nunca creyó que volviera a ver más. De qué sirve huir de las ciudades si lo persiguen a uno hasta el fin del mundo. Estaba en Lisboa, en los lavabos irreales del Burma Club, pero la cara que tenía ante sí, a su espalda, porque al ver la pistola tardó un poco en volverse, también pertenecía al pasado y al Lady Bird: sonriendo con inextinguible felicidad Toussaints Morton le apuntaba a la nuca. Seguía hablando como un negro de película o como un mal actor que imita en el teatro el acento francés. Tenía el pelo más gris y estaba más gordo, pero aún usaba las mismas camisas y pulseras doradas y una tranquila cortesía de ofidio.

–Amigo mío -dijo-. Vuélvase muy despacio, pero no levante las manos, por favor, es una vulgaridad, no la soporto ni en el cine. Bastará que las mantenga separadas del cuerpo. Así. Permítame que le registre los bolsillos. ¿Nota frío en la nuca? Es mi pistola. Nada en la chaqueta. Perfecto. Ahora sólo queda el pantalón. Lo entiendo, no me mire así, para mí es tan desagradable como para usted. ¿Imagina que alguien entrase ahora? Pensaría lo peor al verme tan pegado a usted, en un lavabo. Pero no se preocupe, el amigo Malcolm vigila la puerta. Desde luego que no merece nuestra confianza, no, tampoco la de usted, pero debo confesarle que no me he arriesgado a dejarlo solo. Basta que lo haga para que nos ocurra una desgracia. Así que la dulce Daphne está con él. Daphne, ¿no se acuerda?, mi secretaria. Tenía ganas de volver a verle. Nada en el pantalón. ¿Los calcetines? Hay quien guarda ahí un cuchillo. No usted. Daphne me lo decía: «Toussaints, Santiago Biralbo es un joven excelente. No me extraña que Lucrecia dejara por él a ese animal de Malcolm.» Ahora saldremos. No se le ocurra gritar. Ni correr, como la última vez que nos vimos. ¿Me creerá si le digo que todavía me duele aquel golpe? Daphne tiene razón. Caí en una mala postura. Usted piensa que si pide socorro el camarero llamará a la policía. Error, amigo mío. Nadie oirá nada. ¿Ha notado cuántas tiendas de aparatos para sordos hay en esta ciudad? Abra la puerta. Usted primero, por favor. Así, las manos separadas, mirando al frente, sonría. Se ha despeinado usted. Está pálido. ¿Le hizo daño la ginebra? Quién le manda ir por los bares con Malcolm. Sonríale a Daphne. Ella le aprecia más de lo que usted imagina. En línea recta, por favor. ¿Ve aquella luz del fondo?

No tenía miedo, sólo una náusea detenida en su estómago, la contrición de haber bebido tanto, un obstinado sentimiento de que aquellas cosas no ocurrían de verdad. A su espalda Toussaints Morton conversaba jovialmente con Malcolm y Daphne, la mano derecha en el bolsillo de su cazadora marrón, el brazo ligeramente flexionado, como si imitara el gesto ceñido de un tanguista. Cuando pasaron bajo el gran reloj suspendido del techo sus caras y sus manos se tiñeron pálidamente de verde. Biralbo levantó los ojos y vio en torno a la esfera una leyenda circular: Um Oriente ao oriente do Oriente.

Toussaints Morton le dijo con suavidad que se detuviera frente a una de las puertas cerradas. Todas eran metálicas y estaban pintadas de negro o de un azul muy oscuro, igual que las paredes y el piso de madera. Malcolm abrió y se hizo a un lado para que los otros pasaran, muy dócil, con la cabeza baja, como el botones de un hotel.

La habitación era pequeña y estrecha y olía a jabón vulgar y a sudor enfriado. Un diván, una lámpara, una enredadera de plástico y un bidet la ocupaban. La luz tenía tonos rosados en los que parecía diluirse una vana música ambiental de guitarras y órgano. «Tal vez van a matarme aquí», pensó Biralbo con indiferencia y desengaño, mirando el papel de las paredes, la tapicería color salmón del diván, que tenía manchas alargadas y quemaduras de cigarrillos. Apenas podían moverse los cuatro en un espacio tan breve, era casi como viajar en un vagón de Metro sintiendo en la espina dorsal aquella cosa dura y helada, notando en la nuca la pesada respiración de Toussaints Morton. Daphne examinó severamente el diván y se sentó casi al filo con las rodillas muy juntas. Con un vaivén se apartó de la cara la melena platino y luego quedó inmóvil, de perfil ante Biralbo, mirando la porcelana rosa del bidet.

–Siéntate tú también -le ordenó Malcolm. Ahora era él quien sostenía la pistola.

–Amigo mío -dijo Toussaints Morton-, será preciso que disculpe usted la rudeza de Malcolm, ha bebido en exceso. No es por completo culpa suya. Lo vio a usted, me llamó, le pedí que lo entretuviera un poco, no hasta ese punto, desde luego. ¿Me permitirá decirle que también a usted le huele el aliento a ginebra?

–Es tarde -dijo Malcolm-. No tenemos toda la noche.

–Detesto esa música. – Toussaints Morton miraba los rincones de la habitación buscando los altavoces invisibles donde había empezado blandamente a sonar una fuga barroca-. Daphne, apágala.

Todo fue más extraño cuando se hizo el silencio. La música del exterior no llegaba a través de las paredes acolchadas. Del bolsillo superior de su cazadora Toussaints Morton sacó un transistor y desplegó su antena larguísima hasta rozar con ella el techo. Sonaron entre pitidos voces portuguesas, italianas, españolas, Toussaints Morton escuchaba y maldecía manejando el transistor con sus dedos de hércules. Se detuvo y sonrió cuando logró captar algo que parecía una obertura de ópera. «Ahora va a golpearme», pensó Biralbo, incurablemente adicto al cine, «pondrá la música muy alta para que nadie oiga mis gritos».

–Adoro a Rossini -dijo Toussaints Morton-. Antídoto perfecto contra tanto Verdi y tanto Wagner.

Depositó el transistor junto a los grifos del bidet y se sentó en el borde, repitiendo la melodía con la boca cerrada. Incómodo, tal vez un poco culpable o abatido por el efecto del alcohol, Malcolm se apoyaba sobre un pie y luego sobre otro y apuntaba a Biralbo procurando no mirarlo a los ojos.

–Mi querido amigo. Mi muy querido amigo. – La cara de Toussaints Morton se ensanchó en una sonrisa paternal-. Todo esto es muy desagradable. Créame, también para nosotros. De modo que será mejor que lo que tenemos que hacer lo hagamos cuanto antes. Yo le hago tres preguntas, usted me contesta a cualquiera de ellas y todos nosotros olvidamos el pasado. Número uno: dónde está la bella Lucrecia. Número dos, dónde está el cuadro. Número tres, si ya no hay cuadro, dónde está el dinero. Por favor, no me mire así, no diga lo que ha estado a punto de decirme. Usted es un caballero, lo supe desde la primera vez que lo vi, usted supone que debe mentirnos, creyendo que protegerá a Lucrecia, desde luego, que no es propio de un caballero divulgar por ahí los secretos de una dama. Permítame sugerirle que ya conocemos ese juego. Lo jugamos hace tiempo, en San Sebastián, ¿se acuerda?

–Hace años que no sé nada de Lucrecia. – Biralbo comenzaba a sentir el tedio de quien responde a un cuestionario oficial.

–Curioso entonces que cierta noche saliera usted de su casa de San Sebastián, con muy malos modos, desde luego. – Toussaints Morton se tocó el hombro izquierdo haciendo como si se le reavivara un antiguo dolor-. Que al día siguiente emprendieran juntos un largo viaje…

–¿Es eso verdad? – Como si despertara bruscamente, Malcolm levantó la pistola y por primera vez desde que entraron en la habitación miró a Biralbo a los ojos. Los de Daphne, muy abiertos y fijos, se movían de un lado a otro con ligeros espasmos, como las pupilas de un pájaro.

–Malcolm -dijo Toussaints Morton-, preferiría que después de tantos años no eligieras este momento para comprender que has sido el último en enterarte. Tranquilízate. Oye a Rossini. La gazza ladra…

Malcolm dijo un insulto en inglés y acercó un poco más la pistola a la cara de Biralbo. Se miraban en silencio como si estuvieran solos en la habitación o no oyeran las palabras del otro. Pero en los ojos de Malcolm había menos odio que estupor o miedo y deseo de saber.

–Por eso me abandonó -dijo, pero no le hablaba de Biralbo, repetía en voz alta algo que nunca se había atrevido a pensar-. Para conseguir el cuadro y venderlo y gastar contigo todo ese dinero…

–Un millón y medio de dólares, tal vez un poco más, como sin duda usted sabe.

–También Toussaints Morton se acercaba a Biralbo, bajando el tono de la voz-. Pero hay un pequeño problema, amigo mío. Ese dinero es nuestro. Lo queremos, ¿entiende? Ahora.

–No sé de qué dinero ni de qué cuadro me hablan. – Biralbo se echó hacia atrás en el diván para que el aliento de Morton no le diera en la cara. Estaba tranquilo, un poco aletargado todavía por la ginebra, casi del todo ajeno a sí mismo, a aquel lugar, impaciente-. Lo que sí sé es que Lucrecia no tenía un céntimo. Nada. Le di mi dinero para que pudiera irse de San Sebastián.

–Para que pudiera venir a Lisboa, quiere usted decir. ¿Me equivoco? Dos antiguos amantes vuelven a encontrarse y comienzan juntos un largo viaje…

–No le pregunté a dónde iba.

–No le hacía falta. – Toussaints Morton dejó de sonreír. Parecía de pronto que no lo hubiera hecho nunca-. Sé que se marcharon juntos. Incluso que usted conducía el automóvil. ¿Quiere que le diga la fecha exacta? Daphne debe tenerla anotada en su agenda.

–Lucrecia huía de ustedes. – Desde hacía un rato Biralbo deseaba con urgencia fumar. Sacó despacio el tabaco y el mechero sosteniendo la mirada vigilante de Malcolm y encendió un cigarrillo-. También yo sé algunas cosas. Sé que temía que la mataran igual que a aquel hombre, el Portugués.

Toussaints Morton lo escuchaba imitando sin pudor el gesto de quien espera ávidamente el final de un chiste para empezar a reírse, esbozando ya una sonrisa, alzando un poco los hombros. Por fin soltó una carcajada y se golpeó los muslos con las anchas palmas de las manos.

–¿De verdad quiere que creamos eso? – Y miró gravemente a Biralbo y a Malcolm como si debiera repartir entre ellos toda su piedad-. ¿Me está diciendo que Lucrecia no le explicó nada sobre el plano que nos robó? ¿Que no sabía nada sobre Burma…?

–Está mintiendo -dijo Malcolm-. Déjamelo a mí. Yo haré que nos diga la verdad.

–Tranquilo, Malcolm. – Toussaints Morton lo hizo apartarse agitando sonoramente la mano donde brillaban las pulseras doradas-. Estoy temiendo que el amigo Biralbo no sea menos torpe que tú… Y dígame, señor. – Ahora hablaba como uno de esos policías cargados de paciencia y bondad, casi de misericordia-. Lucrecia tenía miedo de nosotros. De acuerdo. Lo deploro, pero puedo entenderlo. Tenía miedo y huyó porque nos había visto matar a un hombre. El género humano no perdió gran cosa aquella noche, pero usted me dirá, con razón, que no es éste el momento de estudiar esos detalles. También de acuerdo. Sólo quiero preguntarle una cosa: ¿por qué la bella Lucrecia, tan espantada por el crimen que no debió presenciar, no fue en seguida a la Policía? Era fácil, había escapado de nosotros, sabía el sitio exacto donde estaba el cadáver. Pero no lo hizo… ¿No imagina por qué?

Biralbo no dijo nada. Tenía sed y le escocían los ojos, había demasiado humo en el aire. Daphne lo miraba con un cierto interés, como se mira a quien viaja en el asiento de al lado. Él debía mantenerse firme, sin pestañear siquiera, fingir que lo sabía y lo ocultaba todo. Recordó una carta de Lucrecia, la última, un sobre que encontró vacío varios meses después de marcharse para siempre de San Sebastián. Burma, repetía en silencio, Burma, como diciendo un conjuro cuyo sentido ignorase, una palabra indescifrable y sagrada.

–Burma -dijo Toussaints Morton-. Es doloroso que nada sea ya respetable. Alguien alquila este local y usurpa ese nombre y lo convierte todo en un prostíbulo. Cuando vimos el letrero desde la calle se lo dije a Daphne: «¿Qué pensaría el difunto dom Bernardo Ulhman Ramires si levantara la cabeza?» Pero noto que usted ni siquiera sabe quién fue dom Bernardo. La juventud lo ignora todo y quiere saltar por encima de todo. El mismo dom Bernardo me lo dijo una vez, en Zurich, me parece que estoy viéndolo como lo veo a usted. «Morton», me dijo, «por lo que respecta a los hombres de mi generación y de mi clase, el fin del mundo ha llegado. No nos queda otro consuelo que coleccionar bellos cuadros y libros y recorrer los balnearios internacionales». Tenía usted que haber oído su voz, la majestad con que decía, por ejemplo, «Oswald Spengler», o «Asia», o «Civilización». Poseía en Angola selvas enteras y plantaciones de café más grandes que Portugal, y qué palacio, amigo mío, en una isla, en el centro de un lago, yo nunca lo vi, para mi desgracia, pero contaban que era todo de mármol como el Taj Mahal. Dom Bernardo Ulhman Ramires no era un terrateniente, era la cabeza de un reino magnífico levantado en la selva, supongo que ahora esos tipos lo habrán convertido todo en una comuna de harapientos comidos de malaria. Dom Bernardo amaba Oriente, amaba el gran Arte, quería que sus colecciones pudieran compararse a las mejores de Europa. «Morton», me decía, «cuando veo un cuadro que me gusta no me importa el dinero que deba pagar para tenerlo». Amaba sobre todo la pintura francesa y los mapas antiguos, era capaz de cruzar medio mundo para examinar un cuadro, y yo los buscaba para él, no sólo yo, tenía una docena de agentes recorriendo Europa en busca de cuadros y mapas. Dígame un gran maestro, cualquiera: dom Bernardo Ulhman Ramires tenía un cuadro o un dibujo suyo. También amaba el opio, a qué ocultarlo, eso no le quita grandeza. Durante la guerra había trabajado para los ingleses en el Sudeste de Asia y de allí trajo el gusto por el opio y una colección de pipas que nadie en el mundo igualará nunca. Recuerdo que me recitaba siempre un poema en portugués. Un verso decía así: «Um Oriente ao oriente do Oriente…» ¿Se aburre? Lo siento, yo soy un sentimental. Desprecio una civilización en la que no tienen sitio hombres como dom Bernardo Ulhman Ramires. Ya sé: usted no aprueba el imperialismo. También en eso se parece a Malcolm. Usted mira el color de mi piel y piensa: «Toussaints Morton debiera odiar los imperios coloniales.» Error, amigo mío. ¿Sabe dónde estaría yo si no fuera por el imperialismo, como dice Malcolm? No aquí, desde luego, cosa que a usted lo aliviaría. En lo alto de un cocotero, en África, saltando como un simio. Tocaría un tam tam, supongo, haría máscaras con cortezas de árboles… No sabría nada de Rossini ni de Cézanne. ¡Y no me hable du Bon Sauvage, se lo suplico!

–Que nos hable de Cézanne -dijo Malcolm-. Que nos diga lo que él y Lucrecia hicieron con el cuadro.

–Mi querido Malcolm -Toussaints Morton sonreía con sosiego papal-, alguna vez te perderá tu impaciencia. Tengo una idea: reclutemos al amigo Biralbo para nuestra alegre sociedad. Propongámosle un trato. Admitamos la posibilidad de que sus relaciones mercantiles con la bella Lucrecia no hayan sido tan satisfactorias como las sentimentales… Ésta es mi oferta, amigo mío, la mejor y la última: usted nos ayuda a recuperar lo que es nuestro y nosotros lo incluimos en el reparto de beneficios. ¿Te acuerdas, Daphne? La misma oferta le hicimos al Portugués…

–No hay trato -dijo Malcolm-. No mientras yo esté aquí. Cree que puede engañarnos, Toussaints, se sonreía mientras le hablabas. Dinos dónde está el cuadro, dónde está el dinero, Biralbo. Dilo o te mato. Ahora mismo.

Apretaba tan fuerte la culata de la pistola que tenía blancos los nudillos y le temblaba la mano. Daphne se apartó despacio de Biralbo, se puso en pie deslizando la espalda contra la pared. «Malcolm», decía en voz baja Toussaints Morton, «Malcolm», pero él no lo escuchaba ni lo veía, sólo miraba los ojos quietos de Biralbo como exigiéndole miedo o sumisión, afirmando en silencio, tan rígidamente como sostenía la pistola, la pervivencia de un antiguo rencor, la inútil, la casi compartida rabia de haber perdido el derecho a los recuerdos y a la dignidad del fracaso.

–Levántate -dijo, y cuando Biralbo estuvo en pie le puso la pistola en el centro del pecho. De cerca era tan grande y obscena como un trozo de hierro-. Habla ahora mismo o te mato.

Biralbo me contó luego que había hablado sin saber qué decía: que en aquel instante el terror lo volvió invulnerable. Dijo:

–Dispara, Malcolm. Me harías un favor.

–¿Dónde he oído yo eso antes? – dijo Toussaints Morton, pero a Biralbo le pareció que su voz sonaba en otra habitación, porque él sólo veía frente a sí las pupilas de Malcolm.

–En Casablanca -dijo Daphne, con indiferencia y precisión-. Bogart se lo dice a Ingrid Bergman.

Al oír eso una transfiguración sucedió en el rostro de Malcolm. Miró a Daphne, olvidó que tenía la pistola en la mano, la verdadera rabia y la verdadera crueldad contrajeron su boca e hicieron más pequeños sus ojos cuando volvió a fijarlos en Biralbo y se lanzó sobre él.

–Películas -dijo, pero era muy difícil entender sus palabras-. Eso es lo único que os importaba, ¿verdad? Despreciabais a quien no las conociera, hablabais de ellas y de vuestros libros y vuestras canciones pero yo sabía que estabais hablando de vosotros mismos, no os importaba nadie ni nada, la realidad era demasiado pobre para vosotros, ¿no es cierto…?

Biralbo vio que el cuerpo grande y alto de Malcolm se le aproximaba como si fuera a derribarse sobre él, vio sus ojos tan cerca que le parecieron irreales, al retroceder chocó contra el diván, y Malcolm seguía aproximándose como un alud, le dio una patada en el vientre, se hizo a un lado para eludir su caída y entonces tuvo ante sí la mano que aún apretaba la pistola, la golpeó o la mordió y la oscuridad se hizo sobre él y cuando volvió a abrir los ojos la pistola estaba en su mano derecha. Se puso de pie, empuñándola, pero Malcolm aún seguía encorvado sobre el vientre, de rodillas, la cara contra el diván, y Daphne y Toussaints Morton lo miraban y retrocedían, «tranquilo», murmuraba Morton, «tranquilo, amigo mío», pero no llegaba a sonreír, fijo en la pistola que ahora estaba apuntándole, y Biralbo dio unos pasos atrás y tanteó la puerta en busca del pestillo, pero no lo encontraba, Malcolm volvió la cara hacia él y comenzó a levantarse muy lentamente, al fin la puerta se abrió y Biralbo salió de espaldas, acordándose de que era así como salían los héroes de las películas, cerró de un portazo y echó a correr hacia las escaleras de hierro y sólo cuando cruzaba la penumbra rosada del bar donde bebían las mujeres rubias se dio cuenta de que aún llevaba la pistola en la mano y de que muchos pares de ojos sucesivos lo miraban con sorpresa y espanto.

Capítulo XV

Salió a la calle y al recibir bruscamente en la cara el aire húmedo de la noche supo por qué no tenía miedo: si había perdido a Lucrecia nada le importaba. Guardó la pesada pistola en un bolsillo de su abrigo y durante unos segundos no corrió, apaciguado por una extraña pereza semejante a la que algunas veces nos inmoviliza en los sueños. Sobre su cabeza se apagaba y encendía en breves intervalos el rótulo del Burma Club alumbrando un muro muy alto de balcones vacíos. Echó a andar de prisa, con las manos en los bolsillos, como si llegara tarde a alguna parte, no podía correr, porque una muchedumbre como de puerto asiático ocupaba la calle, rostros azules y verdes bajo los letreros de neón, esfinges de mujeres solas, grupos de negros que se movían como obedeciendo un ritmo que sólo ellos escucharan, cuadrillas de hombres de pómulos cobrizos y rasgos orientales que parecían congregados allí por una turbia nostalgia de las ciudades cuyos nombres resplandecían sobre la calle, Shangai, Hong Kong, Goa, Jakarta.

Notaba la serenidad letal de quien sabe que se está ahogando y se volvía para mirar el rótulo del Burma, tan cercano aún como si no se hubiera movido. Percibía cada instante como un minuto larguísimo y miraba los rostros innumerables buscando entre ellos el de Malcolm, el de Toussaints Morton, el de Daphne, incluso el de Lucrecia, sabiendo que era preciso correr y que no tenía voluntad para hacerlo, igual que cuando uno sabe que debe levantarse y se concede una tregua y cuando vuelve a abrir los ojos cree que ha dormido mucho tiempo y no ha pasado ni un minuto y otra vez decide que se va a levantar. Pesaba tanto la pistola, me dijo, había tantos rostros y cuerpos que abrirse paso entre ellos era como avanzar en la multiplicada espesura de una selva. Entonces se volvió y vio a Malcolm en el mismo instante en que sus ojos azules y lejanos lo descubrían a él, pero Malcolm se le aproximaba con igual lentitud, como si nadara contra una poderosa corriente entorpecida de malezas, más alto que los otros, fijo en Biralbo como en la orilla que anhelara alcanzar, y eso hacía que los dos avanzaran más lentamente aún, porque no dejaban de mirarse y chocaban contra cuerpos que no veían y que los anegaban a veces ocultando a cada uno de la vista del otro. Pero volvían a descubrirse y la calle no terminaba nunca, se iba volviendo más oscura, con menos rostros y luces de clubes, de pronto Biralbo vio a Malcolm quieto y solo en mitad de una calzada donde no había nadie, parado ante su propia sombra, con las piernas abiertas, y entonces sí corrió y los callejones se iban abriendo ante él como una carretera frente a los faros de un automóvil. Oía a su espalda el redoble de los pasos de Malcolm y hasta el jadeo de su respiración, muy lejana y muy próxima, como una amenaza o una queja en el silencio de plazas resplandecientes y vacías, grandes plazas con columnas, calles de ventanales sucesivos donde sus pisadas y las de Malcolm sonaban al unísono, y a medida que la fatiga lo asfixiaba se le iba disgregando la conciencia del espacio y del tiempo, estaba en Lisboa y en San Sebastián, huía de Malcolm como otra noche igual había huido de Toussaints Morton, no había cesado nunca esa persecución por una doble ciudad que conjuraba su trama para convertirse en laberinto y acoso.

También aquí las calles se volvían de pronto iguales y geométricas, parcialmente abandonadas a la noche, perspectivas desiertas de plazas más iluminadas desde donde venía un débil y preciso rumor de ciudad habitada. Corría hacia esas luces como hacia un espejismo que se sigue alejando. Oyó a su espalda el ruido lento de un tranvía que borró los pasos de Malcolm y lo vio pasar junto a él alto y amarillo y vacío como un buque a la deriva y detenerse un poco más allá, tal vez podría alcanzarlo, alguien bajó y el tranvía tardó un poco en moverse de nuevo, Biralbo estaba casi llegando a su altura cuando se puso en marcha muy despacio y osciló al alejarse. Como quien mira en una estación el tren que ya ha perdido Biralbo se quedó inmóvil, con la boca y los ojos muy abiertos, limpiándose el sudor de la cara y la saliva que le manchaba los labios, olvidado de Malcolm, de la obligación de huir, y aunque volver la cabeza le exigía un esfuerzo imposible giró lentamente y vio que Malcolm también estaba parado a unos metros de él, al filo de la otra acera, como en la cornisa de un edificio por la que fuera a desplomarse, jadeando y tosiendo, apartándose el pelo rojizo de la cara. Tocó en el bolsillo la culata de la pistola y una rápida alucinación le hizo verse apuntando hacia Malcolm y casi oír el disparo y la sorda caída del cuerpo sobre los raíles, sería tan infinitamente fácil como cerrar los ojos y no moverse nunca más y estar muerto, pero Malcolm ya caminaba hacia él como hundiéndose a cada paso en una calle de arena. Corrió de nuevo, pero ya no podía, vio a su izquierda una bocacalle más oscura, una escalinata, una torre delgada y más alta que los tejados de las casas, absurdamente sola y levantada entre ellas, con ventanas góticas y nervaduras de hierro, corrió hacia una luz y una puerta entornada donde había un hombre, un cobrador que llevaba a la cintura una cartera llena de monedas y le dio un billete. «Quince escudos», le dijo, lo empujó hacia el interior, cerró pausadamente una especie de verja herrumbrosa, hizo girar una manivela de cobre y aquel lugar que Biralbo aún no había mirado comenzó a estremecerse y a crujir como las maderas de un buque de vapor, a levantarse, había un rostro al otro lado de la verja, dos manos asidas a ella que la sacudían, Malcolm, que se fue hundiendo en el subsuelo, que desapareció del todo cuando Biralbo aún no había entendido del todo que estaba en un ascensor y que ya no era preciso que siguiera corriendo.

El cobrador, una mujer con un pañuelo a la cabeza y un hombre de patillas blancas y severa gabardina lo miraban con atenta reprobación. La mujer tenía la cara muy ancha y masticaba algo, examinando con lentitud metódica los zapatos sucios de barro, los faldones de la camisa, la cara congestionada y sudorosa de Biralbo, su mano derecha siempre escondida en el bolsillo del abrigo. Al otro lado de las ventanas góticas la ciudad se ensanchaba y alejaba a medida que el ascensor iba subiendo: plazas blancas como lagos de luz, tenues letreros luminosos sobre los tejados, contra la adivinada oscuridad de la desembocadura del río, edificios encabalgados sobre una colina que culminaba un castillo violentamente alumbrado por reflectores.

Preguntó dónde estaban cuando el ascensor se detuvo: en la ciudad alta, le dijo el cobrador. Salió a un pasadizo donde soplaba el viento, frío del mar como en la cubierta de un buque. Escalinatas y muros de casas abandonadas descendían verticalmente hacia las hondas calles por donde tal vez caminaba todavía Malcolm. Junto a la torre de una iglesia en ruinas había un taxi que le pareció tan extraño e inmóvil como esos insectos que uno sorprende al encender la luz. Pidió al taxista que lo llevara a la estación. Miraba por la ventanilla trasera buscando las luces de otro coche, vigilando los rostros de las esquinas en sombras. Luego la fatiga lo derribó contra el duro respaldo de plástico y deseó que el viaje en el taxi tardara mucho en terminar. Con los ojos entornados se sumergía en la ciudad como en un paisaje submarino, reconociendo lugares, estatuas, letreros de antiguas tiendas o almacenes, el vestíbulo de su hotel, de donde le parecía haber salido mucho tiempo atrás.

Toda Lisboa, me dijo, hasta las estaciones, es un dédalo de escalinatas que nunca acaban de llegar a los lugares más altos, siempre queda sobre quien asciende una cúpula o una torre o una hilera de casas amarillas que son inaccesibles. Por escaleras mecánicas y pasillos de urinarios sórdidos subió a los andenes de donde partía el tren que tomaba todas las mañanas para visitar a Billy Swann.

Un par de veces temió que todavía lo estuvieran siguiendo. Miraba hacia atrás y cualquier mirada era la de un secreto enemigo. En la cantina de la estación final esperó a que no quedara nadie en el andén y bebió un vaso de aguardiente. También temía las miradas de los revisores y de los camareros, adivinaba en ellas y en las palabras que escuchaba a su espalda y no podía entender los signos de una conspiración de la que tal vez no sabría salvarse. Lo miraban, acaso lo reconocían, sospechaban su condición de fugitivo y extranjero. En el espejo de un lavabo le dio miedo su rostro: estaba despeinado y muy pálido y la corbata desceñida le colgaba como un dogal del cuello, pero lo más temible era la extrañeza de esos ojos que ya no miraban como unas horas antes, que parecían al mismo tiempo apiadarse de él y vaticinarle la condenación. «Soy yo», dijo en voz alta, mirando los silenciosos labios que se movían en el espejo, «soy Santiago Biralbo».

Las cosas, sin embargo, los oscuros lugares, las torres cónicas del palacio circundadas por tejados con columnas de humo, el camino en el bosque, mantenían una misteriosa y quieta identidad confirmada por el sigilo de la noche. A la entrada del sanatorio un hombre cargaba bolsas y maletas en un gran automóvil, un taxi reluciente que no se parecía a los viejos taxis de Lisboa. «Oscar», dijo Biralbo: el hombre se volvió hacia él, porque en la oscuridad no lo había reconocido, apoyó delicadamente el contrabajo en el asiento trasero, cuando vio quién era le sonrió, limpiándose la frente con un pañuelo tan blanco en la penumbra como su sonrisa.

–Nos vamos -dijo-. Esta noche. Billy ha decidido que se encuentra mejor. Iba a llamarte a tu hotel. Ya lo conoces, quiere que empecemos a ensayar mañana mismo.

–¿Dónde está?

–Adentro. Despidiéndose de la monja. Temo que se empeñe en regalarle su última botella de whisky.

–¿Es verdad que ya no bebe?

–Zumos de naranja. Dice que está muerto. «Los muertos son abstemios, Oscar.» Eso me dice. Fuma mucho y bebe zumo de naranja.

Oscar le dio la espalda con una cierta brusquedad y siguió acomodando el contrabajo y las maletas en el interior del taxi. Cuando salió de él, Biralbo se apoyaba en la portezuela abierta, mirándolo.

–Oscar, tengo que hacerte una pregunta.

–Desde luego. Se te ha puesto cara de policía.

–¿Quién ha pagado la cuenta del sanatorio? Esta mañana vi una factura. Es carísimo.

–Pregúntaselo a él. – Sin mirar a Biralbo, Oscar se apartó de su cercanía excesiva secándose con el pañuelo el sudor de las manos-. Míralo. Ahí viene.

–Oscar. – Biralbo se puso ante él y lo obligó a detenerse-. Te ordenó que me mintieras, ¿verdad? Te prohibió decirme que Lucrecia había venido…

–¿Ocurre algo aquí? – Alto y frágil, enfundado en su abrigo, con el ala del sombrero justo a la altura de las gafas, con un cigarrillo en los labios y el estuche de la trompeta en la mano, Billy Swann caminaba hacia ellos a espaldas de la luz-. Oscar, ve a decirle al taxista que ya podemos irnos.

–Ahora mismo, Billy. – Oscar obedeció con el alivio de quien ha logrado eludir un castigo. Trataba a Billy Swann con un respeto sagrado que a veces no distinguía del temor.

–Billy -dijo Biralbo, y notó que la voz le temblaba igual que cuando había bebido mucho o después de una noche entera sin dormir-, dime dónde está.

–Tienes mala cara, muchacho. – Billy Swann estaba muy cerca de él, pero Biralbo no veía sus ojos, sólo el brillo de los cristales de las gafas-. Tienes más cara de muerto que yo. ¿No te alegras de verme? El viejo Swann está de vuelta en el reino de los vivos.

–Te estoy preguntando por Lucrecia, Billy. Dime dónde puedo encontrarla. Está en peligro.

Billy Swann quiso apartarlo para entrar en el taxi, pero Biralbo no se movió. Estaba tan oscuro que no podía ver la expresión de su rostro, y eso la hacía más hermética, una pálida oquedad de penumbra bajo el ala del sombrero. Billy Swann sí lo veía a él: las luces del vestíbulo le alumbraban la cara. Dejó en el suelo el estuche de la trompeta, tiró el cigarrillo tras una corta chupada que hizo visible la dura línea de sus labios, se quitó muy despacio los guantes, flexionando los dedos, como si los tuviera entumecidos.

–Debieras ver ahora mismo tu cara, muchacho. Eres tú quien está en peligro.

–No tengo toda la noche, Billy. Debo encontrarla antes que ellos. Quieren matarla. Han estado a punto de matarme a mí.

Oyó una puerta cerrándose y luego voces y pasos sobre la grava del camino. Oscar y el taxista venían hacia ellos.

–Ven con nosotros -dijo Billy Swann-. Te llevaremos a tu hotel.

–Sabes que no voy a ir, Billy. – El taxista ya había arrancado el motor, pero Biralbo no se separaba de la puerta delantera. Tenía frío y un poco de fiebre, una sensación de urgencia y de vértigo-. Dime dónde está Lucrecia.

–Cuando quieras, Billy. – Oscar había asomado su cabeza grande y rizada por la ventanilla y miraba con desconfianza a Biralbo.

–Esa mujer no es buena para ti, muchacho -dijo Billy Swann, haciéndolo a un lado con un gesto terminante. Abrió la portezuela y dejó el estuche en el asiento delantero, ordenando secamente al taxista que no tuviera tanta prisa. Lo hizo en inglés, pero el motor se detuvo-. Tal vez no por culpa suya. Tal vez por algo que hay en ti y que no tiene nada que ver con ella y que te lleva a la destrucción. Algo parecido al whisky o a la heroína. Sé de qué te hablo y tú sabes que lo sé. Me basta con mirar ahora mismo tus ojos. Se parecen a los míos cuando llevo una semana encerrado con una caja de botellas. Sube al taxi. Enciérrate en tu hotel. Tocaremos el día doce y nos iremos de aquí. En cuanto subas al avión será como si nunca hubieras estado en Lisboa.

–No entiendes, Billy, no es por mí. Es por ella. Van a matarla si la encuentran.

Sin quitarse el sombrero Billy Swann se acomodó en el interior del taxi, poniendo sobre sus rodillas el estuche negro de la trompeta. Todavía no cerró. Como para darse tiempo encendió un cigarrillo y expulsó el humo hacia Biralbo.

–Piensas que eres tú quien la ha estado buscando, que el otro día la viste por casualidad en aquel tren. Pero ella te ha buscado otras veces y yo nunca quise que supieras nada. Le prohibí que te viera. Me obedeció porque me tiene miedo, igual que Oscar. ¿Te acuerdas de aquel teatro de Estocolmo donde estuvimos tocando antes de ir a América? Ella estaba allí, entre el público, había viajado desde Lisboa para vernos. Para verte a ti, quiero decir. Y un poco después, en Hamburgo, ella salió de mi camerino cinco minutos antes de que llegaras tú. Fue ella quien me trajo aquí y pagó por adelantado a los médicos. Ahora tiene mucho dinero. Vive sola. Supongo que ahora mismo estará esperándote. Me explicó el modo de llegar a su casa. De esa estación de ahí abajo sale un tren hacia la costa cada veinte minutos. Bájate en la penúltima parada, cuando veas un faro. Debes dejarlo atrás y caminar como media milla, teniendo siempre el mar a tu izquierda. Me dijo que la casa tiene una torre y un jardín rodeado por un muro. Junto a la verja hay un nombre en portugués.

No me lo preguntes porque no sé recordar ni una palabra en ese idioma. Casa de los lobos o algo así.

-Quinta dos Lobos -dijo Oscar en la oscuridad-. Yo sí me acuerdo.

Billy Swann cerró la puerta del taxi y siguió mirando impasiblemente a Biralbo mientras subía el cristal de la ventanilla. Por un momento, cuando el conductor maniobraba para enfilar el sendero entre los árboles, le dio plenamente en la cara la luz de una farola. Era una cara flaca y rígida y tan desconocida como si el hombre cuyas facciones no había visto Biralbo mientras lo escuchaba fuera un impostor.

Capítulo XVI

Lo recuerdo hablándome muchas horas seguidas en su habitación del hotel, la última noche, intoxicado de tabaco y palabras, deteniéndose para encender cigarrillos, para beber cortos sorbos de un vaso en el que apenas quedaba un poco de hielo, poseído sin remedio, ya muy tarde, a las tres o a las cuatro de la madrugada, por los lugares y los nombres que tan fríamente había comenzado a invocar, resuelto a seguir hablando hasta que terminara la noche, no sólo esta noche futura de Madrid que ahora compartíamos, sino también la otra, aquella que había regresado en sus palabras para adueñarse de él y de mí como un enemigo embozado. No me contaba una historia, había sido traidoramente atrapado por ella como algunas veces lo atrapaba la música, sin darle aliento ni ocasión de callar o decidir. Pero nada de eso se traslucía en su lenta y serena voz ni en sus ojos, que habían dejado de mirarme, que se mantenían fijos mientras hablaba en la brasa del cigarrillo o en el hielo del vaso o en las cortinas cerradas del balcón que yo de vez en cuando entreabría para comprobar sin alivio que nadie estaba espiándonos desde la otra acera de la calle. Hablaba como refiriéndose a la vida de otro, en el tono neutro y minucioso de quien hace una declaración: tal vez si quiso no detenerse hasta el final fue porque ya sabía que nunca más íbamos a vernos.

–Y entonces -me dijo-, cuando supe dónde estaba Lucrecia, cuando el taxi de Billy Swann se marchó y me quedé solo en el camino del bosque, todo fue igual que siempre, que cuando estaba en San Sebastián y tenía una cita con ella y me parecía que las horas o los minutos que me faltaban para verla iban a ser más largos que mi vida y que el bar o el hotel donde ella me esperaba estaban al otro lado del mundo. Y el mismo miedo también a que se hubiera ido y yo no pudiera encontrarla. Al principio, en San Sebastián, cuando iba en busca suya, miraba todos los taxis que se cruzaban con el mío temiendo que Lucrecia fuera en uno de ellos…

Entendió que era mentira el olvido y que la única verdad, desalojada por él mismo de su conciencia desde que abandonó San Sebastián, se había refugiado en los sueños, donde la voluntad y el rencor no podían alcanzarla, en sueños que le presentaban el antiguo rostro y la invulnerable ternura de Lucrecia tal como los había conocido cinco o seis años atrás, cuando ninguno de los dos había perdido aún el coraje ni el derecho al deseo y a la inocencia. En Estocolmo, en Nueva York, en París, en hoteles extraños donde despertaba, al cabo de semanas enteras sin acordarse de Lucrecia, exaltado o complacido por la presencia de otras mujeres fugaces, había recordado y perdido sueños en los que un tibio dolor iluminaba la felicidad intacta de los mejores días que vivió con ella y los desvanecidos colores que sólo entonces tuvo el mundo. Como en aquellos sueños, ahora él la buscaba y la presentía sin verla en un paisaje de árboles y colinas nocturnas que velozmente lo llevaba hacia el mar. Miraba todas las luces temiendo no ver la del faro a tiempo de bajar del tren. Era más de medianoche y no había ningún viajero en el vagón de Biralbo. El revisor le dijo que faltaban diez minutos para la penúltima estación. Por una ventanilla ovalada veía moverse muy al fondo las barras metálicas del vagón contiguo, donde tampoco parecía viajar nadie. Miró su reloj y no supo calcular cuántos minutos habían pasado desde que habló con el revisor. Iba a ponerse el abrigo cuando vio el rostro de Malcolm en la ventana ovalada del fondo, mirándolo, adherido al cristal.

Se levantó y tenía los músculos entumecidos y le dolían las rodillas. El tren iba tan de prisa que casi no podía mantenerse en pie, tampoco Malcolm, que para guardar el equilibrio permanecía inmóvil separando las piernas mientras la puerta del vagón oscilaba y golpeaba ante él empujada por un viento súbito y frío que llegó hasta Biralbo trayendo el ruido monocorde de las ruedas del tren sobre los raíles y un crujido de madera y articulaciones metálicas que parecían desquiciarse en las curvas. Huyó por el pasillo, asiéndose con las dos manos al filo de los respaldos, quiso abrir la otra puerta del vagón y era imposible y Malcolm se le había acercado tanto que ya podía distinguir el brillo azul de sus ojos. Absurdamente se obstinaba en sacudir la puerta hacia dentro y por eso no lograba abrirla, un frenazo lo impulsó contra ella y se encontró suspendido por el espanto y el vértigo en una plataforma que se movía como abriéndose bajo sus pies, en el vacío, en el espacio entre dos vagones, sobre una oscuridad donde centelleaban y desaparecían los raíles y soplaba un viento que lo traspasaba cortándole la respiración, lanzándolo contra una barandilla que apenas le llegaba a la cintura y en la que alcanzó a sujetarse cuando ya sentía como en un aviso de vómito que iba a ser arrojado sobre los raíles.

Se volvió, Malcolm estaba a un paso, al otro lado de la puerta, en el relámpago de un solo gesto debía soltarse de la barandilla y alcanzar el vagón contiguo, sin mirar hacia abajo, sin ver cómo se movían las planchas metálicas sobre el vertiginoso y curvo sendero de guijarros que la oscuridad engullía como un pozo. Dio un salto con los ojos cerrados y la puerta se abrió y volvió a cerrarse tras él con un solo golpe hermético. Corrió por el vagón vacío hacia otra puerta y otra ventana oval: era posible que la sucesión de filas de asientos sin nadie y luces amarillas y abismos de sombra segada por el viento no terminara nunca, como si el tren viajara únicamente para que él fuera en busca de Lucrecia perseguido por Malcolm, a quien ya no veía, acaso él tampoco acertaba a salir del otro vagón. Oyó golpes, vio aparecer en el óvalo de cristal la cara de Malcolm, que daba patadas a la puerta, que ya había logrado abrirla y venía hacia él con el pelo desordenado por el viento, salió de nuevo a la oscuridad sujetándose con las dos manos a las barras heladas de la barandilla, pero más allá no había ninguna puerta, sólo un muro gris de metal, había llegado al enganche de la locomotora y Malcolm seguía lentamente acercándose a él, inclinado hacia delante, como si caminara contra el viento.

Recordó la pistola: al buscarla se dio cuenta de que la había dejado en el abrigo. Si el tren aminoraba la marcha tal vez se atrevería a saltar. Pero el tren corría como arrojado a una pendiente y Malcolm ya estaba abriendo la única puerta que lo separaba de él. Apoyó la espalda en el metal ondulado y lo vio acercarse como si no fuera a llegar nunca, como si la velocidad del tren los separara. En las manos abiertas de Malcolm no estaba la pistola. Movía los labios, tal vez gritaba algo, pero el viento y el ruido de la locomotora desvanecían sus palabras, el coraje inútil de la ira. Con las piernas muy separadas y las manos abiertas se lanzó sobre Biralbo o fue empujado contra él. No peleaban, era como si se estuvieran abrazando o se apoyaran torpemente el uno en el otro para no caer. Resbalaban sobre la plataforma y caían de rodillas y se levantaban enredándose para caer de nuevo o ser impulsados al mismo tiempo hacia el vacío. Biralbo escuchaba una respiración que no sabía si era suya o de Malcolm, sucias palabras en inglés que tal vez pronunciaba él mismo. Notaba manos y uñas y golpes y el peso de un cuerpo y la lejana sensación de que su cabeza era sacudida contra aristas metálicas. Se puso en pie, vio luces, algo cálido y húmedo que resbalaba por su frente lo cegó: se limpió los ojos con la mano y vio a Malcolm incorporarse junto a él tan despacio como si emergiera de un lago de cieno, sujetándose con las dos manos a la tela de su pantalón, al bolsillo desgarrado de su chaqueta. Más alto y borroso que nunca Malcolm osciló sobre él y extendió hacia su cuello las grandes manos estáticas, y por un momento, cuando Biralbo se hizo a un lado, pareció que se inclinaba sobre la barandilla como para examinar la hondura del terraplén o de la noche. Biralbo vio agitarse las manos como alas de pájaros, vio una mirada de estupor y de súplica cuando el tren saltó como si fuera a volcarse y él cayó derribado contra las planchas metálicas: oyó un grito tan agudo y tan largo como el chirrido de los frenos y cerró los ojos como si la voluntaria oscuridad lo salvara de seguir escuchándolo.

Permaneció aplastado contra el suelo, porque temblaba tanto que no habría sabido mantenerse de pie. Había casas aisladas entre los árboles, vallas de pasos a nivel tras las que esperaban automóviles. Ahora el tren avanzaba un poco más despacio: Biralbo se puso de rodillas, volvió a limpiarse la sucia humedad de la cara, temblando todavía, buscando a tientas un asidero para levantarse. Cuando el tren ya casi se había detenido vio detrás de los árboles una alta luz que desaparecía y regresaba a un ritmo tan demorado y exacto como las oscilaciones de un péndulo. Igual que si volviera de un sueño o de una amnesia absoluta se sorprendió al recordar dónde había llegado y por qué estaba allí.

Saltó a las vías para que nadie lo viera y se alejó de las luces de la estación caminando entre vagones abandonados, tropezando en raíles ocultos bajo la maleza. Cruzó una cerca de tablas podridas, resbaló y cayó al subir un terraplén y ya no veía la estación ni la luz del faro. Muerto de frío siguió avanzando sobre una tierra empapada y grumosa, entre árboles dispersos, rehuyendo luces de quintas donde ladraban los perros y tapias de jardines que le cerraban el paso. Al rodear interminablemente una de ellas temió haberse perdido: estaba en una calle limpia y vulgar, con verjas cerradas y farolas en las esquinas y papeleras de plástico. Pensó: «Tengo la ropa desgarrada, tengo la cara sucia de sangre, si alguien me ve llamará a la policía.» Pero no tenía inteligencia ni voluntad sino para seguir la línea recta de la calle, buscando el sonido o el olor del mar, la luz del faro entre los eucaliptos.

Sin duda la calle era tan recta y tan larga porque discurría junto a la carretera de la costa: a veces Biralbo escuchaba muy cerca motores de automóviles y percibía débilmente en la cara el aire del mar. Las tapias iguales de las quintas concluyeron al fin en un descampado cenagoso donde se levantaban contra la rasa oscuridad del cielo los andamios de un edificio en construcción. A un lado estaba la carretera, y luego el faro y los precipicios del mar. Para eludir las luces de los automóviles se alejó del arcén y caminó casi al filo del acantilado. Muy al fondo se alzaba y fosforecía la espuma contra los rompientes: no quiso seguir mirándola porque le daba miedo el influjo de aquella hondura que lo inmovilizaba y parecía llamarlo. El faro lo alumbraba con una claridad semejante a la de la gran luna amarilla del verano, una luz giratoria y poliédrica que multiplicaba su sombra y lo confundía al extinguirse. Con la cabeza baja y con las manos en los bolsillos caminaba con la obstinación de los vagabundos circulares de las calles, sin más cobijo contra el viento frío del mar que las solapas levantadas de su chaqueta. Estaba ya muy lejos del faro cuando vio sobre las copas de los pinos la casa que Billy Swann le había anunciado. Una tapia muy larga que no podía descubrirse desde la carretera, luego una verja entornada y un nombre: Quinta dos Lobos.

Entró temiendo escuchar ladridos de perros. La verja se abrió silenciosamente al empuje de su mano y únicamente oyó mientras cruzaba un vago jardín el ruido de sus pasos sobre la grava. Vio una torre, un breve porche con columnas, una ventana iluminada. Se detuvo ante la puerta con la misma sensación de vacío y de límite que había tenido en la plataforma del tren y al filo del acantilado. Pulsó el timbre y no ocurrió nada. Volvió a hacerlo: esta vez sí lo oyó, muy lejos, al fondo de la casa. Luego el silencio, el viento entre los árboles, la certeza de haber oído unos pasos y de que había alguien cautelosamente inmóvil tras la puerta. «Lucrecia», dijo, como si le hablara al oído para despertarla, «Lucrecia».

Pero yo no sé imaginar cómo era el rostro que Biralbo vio entonces ni el modo en que sucedió entre ellos el reconocimiento o la ternura, nunca los vi ni supe imaginarlos juntos: lo que los unía, lo que tal vez ahora sigue uniéndolos, era un vínculo que en sí mismo contenía la cualidad del secreto. Nunca hubo testigos, ni siquiera cuando ya no los acuciaba la obligación de esconderse: si alguien a quien yo no conozco estuvo con ellos o los sorprendió alguna vez en cualquiera de aquellos bares y hoteles clandestinos donde se citaban en San Sebastián, estoy seguro de que no pudo advertir nada de lo que verdaderamente poseían: una trama de palabras y gestos, de pudor y codicia, porque nunca creyeron merecerse y nunca desearon ni tuvieron nada que no estuviera únicamente en ellos mismos, un mutuo reino invisible que casi nunca habitaron, pero del que tampoco podían renegar, porque sus fronteras los circundaban tan irremediablemente como la piel o el olor a la forma de un cuerpo. Al mirarse se pertenecían, igual que uno sabe quién es cuando se mira en un espejo.

Se quedaron un instante cada uno a un lado del umbral, sin abrazarse, sin decir nada, como si los dos se encontraran frente a alguien que no era quien esperaban ver. Más hermosa o más alta, casi desconocida, con el pelo muy corto, con una blusa de seda, Lucrecia abrió del todo la puerta para mirarlo a plena luz y le dijo que entrara. Tal vez se hablaron al principio con una distancia no entibiada por la memoria común, sino por aquella cobarde y ávida cortesía que tantas veces los volvió extraños cuando una sola palabra o caricia les habrían bastado para reconocerse.

–¿Qué te ha pasado? – dijo Lucrecia-. ¿Qué te han hecho en la cara?

–Tienes que irte de aquí. – Al tocarse la frente Biralbo rozó la mano de ella, que le apartaba el pelo para mirarle la herida-. Esa gente te busca. Te encontrarán si no huyes.

–Tienes partido un labio. – Lucrecia le tocaba la cara y él no sentía las yemas de sus dedos. Olía su pelo, veía tan cerca el color exacto de sus ojos, todo le llegaba como desde la lejanía del desvanecimiento: si se movía, si daba un paso iba a caerse-. Estás temblando. Ven, apóyate en mí.

–Dame una copa de algo. Y un cigarrillo. Me muero de ganas de fumar. Dejé el tabaco en el abrigo. Como la pistola. A quién se le ocurre.

–¿Qué pistola? Pero no hables. Apóyate en mí.

–La de Malcolm. Iba a matarme con ella y se la quité. De la manera más tonta.

Notaba las cosas de un modo intermitente, en rápidas alternancias de lucidez y letargo. Si cerraba los ojos estaba de nuevo en el tren y temía que lo derribara el vértigo. Mientras caminaba abrazado a Lucrecia se vio en un espejo y tuvo miedo de su cara manchada de sangre y del cerco rojizo que había en torno a sus pupilas. Ella le ayudó a recostarse en un sofá, en una habitación desnuda donde ardía el fuego. Abrió los ojos y Lucrecia ya no estaba. La vio volver con una botella y dos vasos. Arrodillada junto a él, le limpió la cara con una toalla húmeda y luego le puso un cigarrillo en los labios.

–¿Malcolm te hizo eso?

–Me caí contra algo. Una cosa metálica. O tal vez me empujó él. Todo estaba muy oscuro. Cualquiera sabe. Yo me caía y me levantaba y él siempre queriendo golpearme. Pobre Malcolm. Me tenía rabia. Estaba loco por ti.

–¿Dónde está ahora?

–En el otro mundo, supongo. Entre los raíles, si queda algo. Lo oí gritar. Todavía lo oigo.

–¿Lo has matado tú?

–Pues no lo sé. Creo que le di un empujón, pero no estoy seguro. A lo mejor ya lo han encontrado. Tienes que irte de aquí.

–¿Te ha seguido alguien?

–Toussaints Morton te encontrará si no te marchas. En cuanto lea mañana el periódico sabrá dónde buscarte. Tardará una semana o un mes, pero te encontrará. Vete de aquí, Lucrecia.

–Cómo voy a irme ahora que has venido tú.

–Cualquiera puede entrar. Ni siquiera tenías cerrada la verja.

–La dejé abierta para ti.

Biralbo apuró de un trago su vaso de bourbon y se apoyó en los hombros de Lucrecia para levantarse. Advirtió que ella había creído que la iba a abrazar y que por eso sonrió de aquel modo al inclinarse hacia él. El bourbon le quemaba las heridas de los labios y lo revivía con una cálida y apetecida lentitud. Pensó que habían pasado muchos años desde la última vez que Lucrecia lo miró como ahora estaba mirándolo: muy fija, atenta a cada uno de los pormenores de su presencia, casi sobrecogida por la intensidad de su propia mirada, por el miedo a que un gesto cualquiera fuese la señal de que él iba a irse. Pero no estaba recordando: se estremeció al darse cuenta de que veía por primera vez en los ojos de Lucrecia una expresión cuyo único testigo había sido Malcolm. Lo que su memoria nunca supo guardar le era restituido por los celos de un muerto.

Se lavó la cara con agua fría en un cuarto de baño muy grande al que el brillo de la porcelana y de los grifos daba un aire de quirófano antiguo. Tenía hinchado el labio inferior y una herida en la frente. Cuidadosamente se peinó y se ajustó la corbata como si debiera acudir a una cita con Lucrecia. Mientras volvía al salón donde ella lo esperaba examinó por primera vez la casa: en cada estancia los objetos parecían ordenados para enaltecer el vacío, la forma pura del espacio y de la soledad. Guiado por una música muy tenue pudo volver junto a Lucrecia sin perderse por los corredores.

–¿Quién toca eso? – le preguntó: la música le ofrecía un consuelo tan tibio como el aire de una noche de mayo, como el recuerdo de un sueño.

–Tú -dijo Lucrecia-. Billy Swann y tú. Lisboa. ¿No te reconoces? Siempre me he preguntado cómo pudiste hacer esa canción sin haber estado en Lisboa.

–Precisamente por eso. Ahora es cuando no podría escribirla.

Estaba sentado en una esquina del sofá, frente al fuego, en medio de la habitación vacía. Sólo un estante con discos y libros, una mesa baja sobre la que había una lámpara y una máquina de escribir, un equipo de música, al fondo, con pequeñas luces rojas y verdes tras cristales oscuros. No importan las cosas que posean o guarden, pensó, los verdaderos solitarios establecen el vacío en los lugares que habitan y en las calles que cruzan. Al otro extremo del sofá Lucrecia fumaba escuchando la música con los ojos entornados, abriéndolos a veces del todo para mirar a Biralbo con inmóvil ternura.

–Tengo una historia que contarte -le dijo.

–No quiero saberla. He oído muchas esta noche.

–Es preciso que la sepas. Esta vez te diré toda la verdad.

–Ya la supongo.

–Te hablaron del cuadro, ¿no? Del plano que les quité.

–No entiendes, Lucrecia. No he venido para que me cuentes nada. No quiero saber por qué te buscan ni por qué me mandaste aquel plano de Lisboa. He venido a avisarte de que debes huir. Me marcharé cuando termine esta copa.

–No quiero que te vayas.

–Mañana tengo ensayo con Billy Swann. Tocamos el día doce.

Lucrecia se acercó más a él. El hábito del coraje y de la soledad le había agrandado los ojos. El pelo tan corto devolvía a sus rasgos la nitidez y la verdad que tal vez sólo tuvieron en la adolescencia. Iba a decir algo, pero apretó los labios con aquel gesto suyo de inutilidad o renuncia y se puso de pie. Biralbo la vio alejarse hacia el estante de los libros. Volvió con uno en las manos y lo abrió ante él. Era un volumen de grandes hojas satinadas con reproducciones de cuadros. Lucrecia le señaló una de ellas, apoyando el libro abierto sobre el teclado de la máquina de escribir. Biralbo me dijo que mirar aquel cuadro era como oír una música muy cercana al silencio, como ser muy lentamente poseído por la melancolía y la felicidad. Comprendió en un instante que era así como él debería tocar el piano, igual que había pintado aquel hombre: con gratitud y pudor, con sabiduría e inocencia, como sabiéndolo todo e ignorándolo todo, con la delicadeza y el miedo con que uno se atreve por primera vez a una caricia, a una necesaria palabra. Los colores, diluidos en el agua o en la lejanía, dibujaban sobre el espacio blanco una montaña violeta, una llanura de ligeras manchas verdes que parecían árboles o sombras de árboles en la umbría de una tarde de verano, un camino perdiéndose hacia las laderas, una casa baja y sola con una ventana esbozada, una avenida de árboles que casi la ocultaban, como si alguien hubiera elegido vivir allí para esconderse, para mirar sólo la cima de la montaña violeta. Paul Cézanne, leyó al pie, La montaigne Saint Victoire, 1906, Col. B. U. Ramires.

–Yo tuve ese cuadro -dijo Lucrecia, y cerró el libro de un golpe-. Mirando la fotografía no puedes saber cómo era. Lo tuve y lo vendí. Nunca me resignaré a no verlo más.

Capítulo XVII

Avivó el fuego, trajo cigarrillos, llenó las copas con la serena lentitud de quien cumple una ceremonia íntima. Afuera el viento golpeaba los cristales y se oían muy cerca los estampidos del mar contra los acantilados. Biralbo tomó el libro y lo dejó abierto sobre sus rodillas para seguir mirando el cuadro mientras Lucrecia hablaba. Bruscamente la contemplación de aquel paisaje lo había transfigurado todo: la noche, la huida, el miedo a morir, a no encontrar a Lucrecia. Como algunas veces el amor y casi siempre la música, aquella pintura le hacía entender la posibilidad moral de una extraña e inflexible justicia, de un orden casi siempre secreto que modelaba el azar y volvía habitable el mundo y no era de este mundo. Algo sagrado y hermético y a la vez cotidiano y diluido en el aire, como la música de Billy Swann cuando tocaba la trompeta en un tono tan bajo que su sonido se perdía en el silencio, como la luz ocre y rosada y gris de los atardeceres de Lisboa: la sensación no de descifrar el sentido de la música o de las manchas de color o del misterio inmóvil de la luz, sino de ser entendido y aceptado por ellos. Pero años atrás él ya había sabido y olvidado esas cosas. Las recobraba ahora como las tuvo entonces, con más sabiduría y menos fervor, vinculadas sin remedio a Lucrecia, a su tranquila voz de siempre y al modo en que sonreía sin separar los labios, a ese perfume de los antiguos días que de nuevo era como el olor del aire de una patria perdida.

Por eso le importaba tan poco la historia que ella estaba contándole: le importaba su voz, no sus palabras, su presencia y no el motivo de haberla encontrado allí, agradecía como dones cada una de las cosas que le habían ocurrido desde que llegó a Lisboa. Apartó los ojos del libro para mirar a Lucrecia y pensó que tal vez ya no la quería, que ni siquiera la deseaba. Pero esa frialdad sin recelo, que lo limpiaba del pasado y de la usura del dolor, era también el espacio en que volvía a verla igual que la vio unos días o unas horas antes de enamorarse de ella, en el Lady Bird o en el Viena, en alguna calle olvidada de San Sebastián: tan propicia y futura, tan iluminada como esas ciudades a donde estamos a punto de llegar por primera vez.

Oía de nuevo las palabras, los nombres que durante tanto tiempo lo habían perseguido y cuya oscuridad permaneció intacta aun después de aquella noche, porque seguía siendo más poderosa que la verdad o la mentira que guardaba: Lisboa, Burma, Ulhman, Morton, Cézanne, nombres que se disgregaban en la voz de Lucrecia para agruparse de nuevo en una trama desconocida que modificaba y corregía parcialmente los recuerdos y las adivinaciones de Biralbo. Otra vez oyó la palabra Berlín reconociendo en su sonido las sucesivas capas de lejanía y sordidez y dolor que le había agregado el tiempo desde la edad remota en que le escribía cartas a Lucrecia y no esperaba verla más: cuando había acatado la mediocridad y la decencia y daba clases en un colegio de monjas y se acostaba temprano mientras ella veía cómo estrangulaban a un hombre con un hilo de nilón y escapaba luego sobre la nieve sucia de las calles en busca de un buzón o de alguien a quien pudiera confiar su última carta a Biralbo, aquel plano de Lisboa, antes de que Malcolm y Toussaints Morton y Daphne la atraparan…

–Te mentí -dijo Lucrecia-. Tenías derecho a saber la verdad pero no te la dije. O no del todo. Porque si te la hubiera dicho te habría vinculado a mí y yo quería estar sola y llegar sola a Lisboa, llevaba años atada a Malcolm y también a ti, a tus recuerdos y a tus cartas, y se me había extraviado la vida y estaba segura de que únicamente iba a recobrarla si me quedaba sola, por eso te mentí y te dije que te marcharas cuando estábamos en aquel hotel, por eso tuve valor para quitarle a Malcolm el plano y el revólver y escaparme de él, me daba igual que le hubiera ayudado a Toussaints a matar a aquel borracho, eso no hacía que le tuviera más desprecio o más asco, no era más sucio estrangular a un hombre que tenderse sobre mí sin mirarme nunca a los ojos y huir luego al cuarto de baño con la cabeza baja… Quería que tuviéramos un hijo. Desde que apareció el Portugués no hacía más que hablarme de eso, iba a ganar mucho dinero, podríamos retirarnos y tener un hijo y no trabajar el resto de nuestras vidas, me daba náuseas pensarlo, una casa con un jardín y un niño de Malcolm y Toussaints y Daphne viniendo a comer con nosotros todos los domingos. Me acuerdo de la noche que trajeron al Portugués, sosteniéndolo entre los dos para que no se cayera, tan grande como un árbol, rubio, rojo, con los ojos tan turbios y hundidos en la cara como los de un cerdo, ahíto de cerveza, con aquellos tatuajes en los brazos, lo soltaron en el sofá y se quedó respirando muy fuerte y diciendo cosas con la lengua trabada. Toussaints trajo de su coche una caja de latas de cerveza y se la puso al lado, y el Portugués las destapaba y las bebía una a una, como un autómata, y luego las aplastaba con la mano como si fueran de papel y las tiraba al suelo. Yo lo oía repetir una palabra, Burma, que unas veces parecía un lugar y otras el nombre de un ejército o de una conspiración. Toussaints y Daphne no se apartaban de él, le tenían siempre preparada una lata de cerveza, y Daphne lo escuchaba y tomaba notas, con su carpeta sobre las rodillas, «dónde está Burma», le preguntaba Toussaints al Portugués, «en qué parte de Lisboa», y una de aquellas veces el Portugués se irguió como si de pronto se hubiera quedado sobrio y dijo: «No hablaré, no romperé la promesa que le hice a dom Bernardo Ulhman Ramires cuando se iba a morir.» Abrió mucho los ojos y nos miró a todos, intentó levantarse, pero volvió a caer en el sofá y se quedó durmiendo como un buey.

«Estáis viendo al último soldado de un ejército vencido», dijo Toussaints Morton con la solemnidad de quien pronuncia una oración fúnebre. Lucrecia recordaba que hablándoles de dom Bernardo Ulhman Ramires y de su imperio fenecido se limpió ruidosamente la nariz con su gran pañuelo a cuadros y se le saltaron las lágrimas: lágrimas de verdad, dijo Lucrecia, lagrimones brillantes que se le deslizaban por la cara como gotas de mercurio. Mientras el Portugués dormía, vigilado por Daphne, Toussaints Morton les explicó qué era Burma y por qué ellos tenían la ocasión de hacerse ricos para siempre con sólo usar un poco de inteligencia y de astucia, «nada de fuerza bruta, Malcolm», advirtió, bastaría que tuvieran paciencia y que nunca dejaran solo al Portugués y que no faltaran en el frigorífico latas de cerveza, «toda la cerveza del mundo», dijo, extendiendo las manos, «qué pensaría el pobre dom Bernardo Ulhman Ramires si viera en lo que se ha convertido quien fue el mejor de sus soldados».

–Un ejército secreto -dijo Lucrecia-. Aquel tipo había perdido sus plantaciones de café y su palacio en el centro de un lago y casi todos sus cuadros y tuvo que huir de Angola tras la independencia. Volvió clandestinamente a Portugal y compró el almacén más grande de Lisboa para establecer allí la sede de su conspiración. Eso fue lo que el Portugués le había contado a Morton: que dom Bernardo vendió los pocos cuadros que le quedaban para comprar armas y contratar mercenarios, y que después de su muerte Burma se había ido disgregando, ya no quedaba casi nada más que el almacén, por eso él se había marchado de Lisboa, no porque tuviera miedo de la policía. Pero dijo algo más: que en el despacho de dom Bernardo había un calendario viejo y un cuadro muy pequeño que no debía valer nada cuando no fue vendido.

–Amigos míos. – Toussaints Morton se aseguró de que el Portugués seguía durmiendo en la habitación contigua-. ¿Creéis que un amateur del talento de dom Bernardo Ulhman Ramires colgaría en su despacho un cuadro sin valor? Yo, que lo conocí bien, lo niego. «Es un paisaje», dice ese animal, «se ve una montaña y un camino». ¡He temblado al oírlo! Con mucha discreción le he preguntado si se ve también una casa entre árboles, abajo, a la derecha. Yo ya sabía que iba a contestar que sí… Yo conozco ese cuadro, hace quince años, en Zurich, dom Bernardo me lo enseñó. Y ahora está colgado junto a un calendario, cogiendo polvo en ese almacén de Lisboa donde nadie lo mira. Lo pintó Paul Cézanne en mil novecientos seis. ¡Cézanne, Malcolm! ¿Te dice algo ese nombre? Pero es inútil, no sois capaces de imaginar cuánto dinero nos darán por él si lo encontramos…

–Pero no sabían dónde estaba Burma -dijo Lucrecia-. Sólo que era un almacén de café y de especias y que para bajar a los sótanos había que decir la palabra Burma, emborrachaban al Portugués y no se atrevían casi nunca a preguntarle directamente por miedo a que desconfiara, pero debieron impacientarse, supongo que Malcolm dijo algo que lo hizo sospechar, porque aquel día, en la cabaña, cuando se encerraron con él, yo oí que gritaba y lo vi salir guardándose algo en el bolsillo, un papel arrugado, pero iba cayéndose, entró al cuarto de baño y se quedó dentro mucho rato, al orinar hacía tanto ruido como un caballo… Toussaints lo llamó, muy nervioso, yo creo que temía que el Portugués hubiera tirado el plano al retrete. «Sal de ahí», le decía, «te daremos la mitad, tú solo no sabrías dónde venderlo». Entonces lo vi guardarse en el bolsillo aquel hilo de nilón, me miró y me dijo: «Lucrecia, querida, todos estamos muy hambrientos, ¿le ayudarás a Daphne a preparar el almuerzo?»

Biralbo se levantó para atizar el fuego. El libro seguía inclinado y abierto sobre la máquina de escribir. Pensó que aquel paisaje tenía la misma delicadeza inmutable que la mirada y la voz de Lucrecia: lo imaginó oculto en la penumbra, invisible para quienes pasaban junto a él y no lo veían, esperando inmóvil, con la lealtad de las estatuas, tan ajeno al tiempo como a la codicia y al crimen. Una palabra había bastado para conseguirlo: pero sólo pudo decirla quien lo merecía.

–Fue tan fácil… -dijo Lucrecia-. Fue como cruzar una calle o subir a un autobús. Llegué al almacén y estaba casi vacío, había hombres cargando muebles viejos y sacos de café en un camión. Entré y nadie me dijo nada, era como si no me vieran… Al fondo había uno de esos escritorios antiguos y un hombre con el pelo blanco que escribía en un libro de registro muy grande, como anotando las cosas que los otros se llevaban. Me quedé parada delante de él, me palpitaba el corazón y no sabía qué decirle. Se quitó las gafas para mirarme bien, las dejó sobre el libro y puso la pluma en el tintero, con mucho cuidado, para no manchar lo que había escrito. Llevaba un guardapolvo gris. Me preguntó qué quería, muy educadamente, como esos camareros viejos de los cafés, sonriéndome. Yo dije: «Burma», creí que no me había entendido, porque sonreía como si no pudiera verme bien. Pero movió la cabeza y me dijo, bajando mucho la voz: «Burma ya no existe. Dejó de existir mucho antes de que la policía llegara»… Volvió a ponerse las gafas, tomó la pluma y continuó escribiendo, aquellos hombres subían del sótano cargando sacos de café y cajas llenas de cosas extrañas, faroles de barco, cuerdas, objetos de cobre, como aparatos de navegación. Seguí a uno de ellos por un corredor y luego por unas escaleras metálicas. El cuadro estaba abajo, en un despacho muy pequeño. Había libros y papeles tirados por el suelo. Cerré la puerta y lo desclavé del marco. Lo guardé en una bolsa de plástico. Salí de allí como si no pisara el suelo. El hombre del pelo blanco ya no estaba en el escritorio. Vi la pluma, el libro abierto, las gafas. Uno de los que cargaban el camión me dijo algo, y los otros se echaron a reír, pero yo no los miré. Estuve dos días encerrada en la habitación de un hotel, mirando el cuadro, tocándolo con las yemas de los dedos, igual que se acaricia. No quería dejar de mirarlo nunca.

–¿Lo vendiste en Lisboa?

–En Ginebra. Allí sabía adonde ir. Me lo compró uno de esos americanos de Texas que no hacen preguntas. Supongo que lo guardaría inmediatamente después en una caja fuerte. Pobre Cézanne.

–Pero yo podía haber perdido aquella carta -dijo Biralbo después de un largo silencio-. O haberla tirado cuando la leí.

–Tú sabes que entonces eso era imposible. Yo también lo sabía.

–Cogiste el plano aquella noche, en el hotel de la carretera, ¿verdad? Cuando yo salí a esconder el coche de Floro.

–Era un motel. ¿Recuerdas cómo se llamaba?

–Estaba muy perdido. Creo que no tenía ni nombre.

–Pero no saliste para esconder el coche. – Lucrecia se complacía en asediar la memoria de Biralbo-. Dijiste que ibas a comprar bocadillos.

–Oímos un motor. ¿No te acuerdas? Te pusiste pálida de miedo. Creías que Toussaints Morton nos había encontrado.

–Eras tú quien tenía miedo, y no de que nos encontrara Toussaints. Miedo de mí. En cuanto nos quedamos solos en la habitación me dijiste que bajáramos a tomar una copa. Pero había un frigorífico lleno de bebidas. Entonces se te ocurrió ir a buscar bocadillos. Estabas muerto de miedo. Se te notaba en los ojos, en los gestos que hacías.

–No era miedo. No era más que deseo.

–Te temblaban las manos cuando te tendiste a mi lado. Las manos y los labios. Habías apagado la luz.

–Pero si fuiste tú quien la apagó. Desde luego que temblaba. ¿No has sentido nunca que se te cortaba la respiración de desear tanto a alguien?

–Sí.

–No me digas a quién.

–A ti.

–Pero eso fue al principio. La primera noche que te fuiste conmigo. Entonces temblábamos los dos. Ni en la oscuridad nos atrevíamos a tocarnos. Pero no era por miedo. Era porque no creíamos merecer lo que nos estaba ocurriendo.

–Y no lo merecíamos. – Lucrecia afirmó sus palabras con el ademán de encender un cigarrillo. Pero no lo hizo: con él ya en los labios, le ofreció el mechero a Biralbo en la palma de su mano, para que él lo tomara y lo encendiera: ese único gesto negaba la nostalgia y enaltecía el presente-. No éramos mejores que ahora. Éramos demasiado jóvenes. Y demasiado viles. Lo que estábamos haciendo nos parecía ilícito. Creíamos que nos disculpaba el azar. Acuérdate de aquellas citas en los hoteles, del miedo a que nos descubriera Malcolm o a que nos vieran juntos tus amigos.

Biralbo negó: no quería acordarse del miedo ni de las horas sórdidas, dijo, al cabo de los años había borrado de su conciencia todo lo que pudiera difamar o desmentir las dos o tres noches cenitales de su vida, porque no le importaba recordar, sino elegir lo que ya le pertenecía para siempre: la noche indeleble en que salió del Lady Bird con Lucrecia y con Floro y detuvo un taxi y subió a él enconado por los celos y la cobardía y Lucrecia abrió la puerta y se sentó a su lado y le dijo: «Malcolm está en París. Me voy contigo.» Desde la acera, Floro Bloom, gordo y sonriente, cobijado del frío por su chaquetón de arponero, les decía adiós con la mano.

–Tú también llevabas un chaquetón con las solapas muy grandes -dijo Biralbo-. Negro, de una piel muy suave. Casi te tapaba la cara.

–Lo dejé en Berlín. – Ahora Lucrecia estaba tan cerca como en el interior de aquel taxi-. No era piel de verdad. Me lo había regalado Malcolm.

–Pobre Malcolm. – Biralbo recordó fugazmente las dos manos abiertas que buscaban en el aire un asidero imposible-. ¿También falsificaba abrigos?

–Quería ser pintor. Amaba la pintura tanto como tú puedes amar la música. Pero la pintura no lo amaba a él.

–Hacía mucho frío aquella noche. Tenías las manos heladas.

–Pero no era de frío. – También ahora Lucrecia buscó sus manos mientras lo miraba: notó en ellas el mismo frío que sentía en las suyas cuando salía a tocar y las posaba por primera vez sobre el teclado-. Me daba miedo tocarte. Tu cuerpo entero y el mío los tocaba en tus manos. ¿Sabes cuándo me acordé de ese momento? Cuando salí de aquel almacén con el cuadro de Cézanne en una bolsa de plástico. Todo era al mismo tiempo imposible e infinitamente fácil. Como levantarme de la cama y quitarle a Malcolm el plano y el revólver y marcharme para siempre…

–Por eso no éramos viles -dijo Biralbo: ahora el vértigo no mitigado de la velocidad del tren se confundía con el de aquel taxi que los había conducido hacia el final de la noche por las remotas calles de San Sebastián-, Porque sólo buscábamos cosas imposibles. Nos daba asco la mediocridad y la felicidad de los otros. Desde la primera vez que nos vimos te notaba en los ojos que te morías de ganas de besarme.

–No tanto como ahora.

–Me estás mintiendo. Nunca habrá nada que sea mejor que lo tuvimos entonces.

–Lo será porque es imposible.

–Quiero que me mientas -dijo Biralbo-. Que no me digas nunca la

verdad. – Pero al decir esto ya estaba rozando los labios de Lucrecia.

Capítulo XVIII

Al abrir los ojos creyó que sólo había dormido unos minutos. Recordaba el abstracto azul de la ventana, las frías claridades grises que iban atenuando la luz de la lámpara y devolviendo lentamente su forma a las cosas, pero no los colores, igualados o disueltos en el azul pálido de la penumbra, en la blancura de las sábanas, en el brillo fatigado y tibio de la piel de Lucrecia. Había tenido o soñado la sensación de que sus dos cuerpos crecían y ocupaban avariciosamente la integridad del espacio y removían al estremecerse las sombras adheridas a ellos: en el límite del apetecido y mutuo desvanecimiento los revivía una tranquila gratitud de cómplices. Tal vez nada les fue devuelto aquella noche: tal vez en aquella extraña luz que no parecía venida de ninguna parte obtuvieron al verse algo que ignoraban, que ni siquiera habían sabido desear hasta entonces, el fulgor con que les era posible descubrirse en el tiempo tras la absolución de la memoria.

Pero no había dormido unos pocos minutos: la claridad del sol relumbraba en las cortinas translúcidas. Tampoco estaba recordando un sueño, porque era Lucrecia quien dormía tan apaciblemente a su lado, desnuda bajo la sábana que apresaban sus muslos, despeinada, con la boca entreabierta, casi sonriendo, su agudo perfil contra la almohada, tan cerca de Biralbo como si se hubiera dormido cuando iba a besarlo.

Sin moverse aún, por miedo a despertarla, miró la habitación reconociendo vagamente las cosas, adquiriendo en cada una de ellas pormenores dispersos de lo que no recordaba: su pantalón, tirado en el suelo, su camisa, manchada de pequeñas gotas oscuras, los altos tacones de Lucrecia, los billetes del tren, sobre la mesa de noche, junto al cenicero, indicios de una noche bruscamente lejana, sólo irreal, no temible o propicia. Con lentitud y cautela comenzó a incorporarse: Lucrecia respiró más hondo y dijo algo en sueños mientras le abrazaba la cintura. Pensó que era muy tarde, que Billy Swann ya estaría llamándolo a su hotel. Perentoriamente imaginó el modo de levantarse sin que ella lo notara. Se dio la vuelta muy despacio: la mano de Lucrecia le rozó tenuemente las ingles mientras se apartaba y luego se quedó casi inmóvil, tanteando a ciegas en las sábanas. Ovillada en sí misma sonrió como si todavía estuviera abrazándolo y hundió la cara en la almohada, huyendo del despertar y de la luz.

Biralbo entornó los postigos. Tardó en darse cuenta de que la sensación de liviandad que volvía tan sigilosos sus movimientos no debía agradecerla a las horas de sueño, sino a la pura ausencia del pasado. Por primera vez en muchos años no despertaba urgido por la sospecha de una pesadumbre o de un rostro que le fuera preciso recobrar. No se pidió cuentas de la noche anterior en el espejo del cuarto de baño. Seguía teniendo hinchado el labio inferior y una delgada cicatriz le cruzaba la frente, pero ni siquiera el aire torvo de sus mejillas sin afeitar le pareció del todo reprobable. Por la ventana veía el mar: el sol brillaba en las tenues crestas de las olas con reflejos metálicos. Sólo una cosa banal lo conmovió: en la percha de las toallas estaba la bata roja de Lucrecia, que olía ligeramente a su piel y a sales de baño.

En otro tiempo habría buscado con celoso rencor señales de una presencia masculina: ahora, cuando salió de la ducha, lo contrariaba la posibilidad de no hallar con qué afeitarse. Se complacía examinando los botes de cosméticos, oliendo estuches de polvos rosados, pastillas de jabón, perfumes. Se afeitó difícilmente con una pequeña y afilada cuchilla que le recordó la vileza de un revólver de tahúr. El agua caliente casi desvaneció las manchas de sangre de su camisa. Se puso la corbata: al ajustarla notó un intenso dolor en el cuello y se acordó fugazmente de Malcolm: sin contrición, con el persistente deseo de olvidar y de huir de quien recuerda al despertarse que bebió demasiado la noche anterior.

En el salón, sobre la máquina de escribir, todavía estaba abierto el libro de Cézanne, junto a dos copas con un poco de agua y una botella vacía. Miró el camino, la montaña violeta, la casa entre los árboles, le parecieron inmunes al leve descrédito que lo contaminaba todo, hasta la luz brumosa del mar. Era como si hubiese tardado demasiado tiempo en volver a la patria a donde pertenecía: contra su voluntad lo iba ganando una apacible sensación de extrañeza y mentira, de libertad, de alivio.

Buscando la cocina, porque le apetecía prepararse café, llegó a una habitación que tenía tres ventanales sobre los acantilados. Había una mesa llena de libros y hojas manuscritas y otra máquina de escribir con una cuartilla en blanco. Ceniceros, más libros en el suelo, paquetes de tabaco vacíos, un pasaje de avión de hacía varios meses: Lisboa-Estocolmo-Lisboa. Las hojas, escritas con tinta verde, estaban llenas de tachaduras. En la pared vio la foto de un desconocido: él mismo, tres o cuatro años atrás, los ojos muy fijos en algo que no estaba en aquella habitación ni en ninguna otra parte, las manos extendidas sobre el teclado de un piano que era el del Lady Bird. La sombra ocultaba la mitad de aquel rostro; en la otra, en la mirada y en el gesto de los labios, había miedo y ternura y un despojado instinto de adivinación. Se preguntó qué habría pensado y sentido Lucrecia mirando todas las noches esas pupilas que parecían al mismo tiempo sonreír a quien tenían delante y renegar de él, y no verlo.

La casa no era tan grande como le había parecido al llegar: la dilataban el espacio vacío y el horizonte del mar desde los ventanales. Inútilmente buscaba en ella indicios de la vida de Lucrecia: el silencio, las paredes blancas, los libros, eran la única respuesta a su interrogación. Al fondo de un pasillo encontró la cocina, tan limpia y anacrónica como si hiciera muchos años que nadie la usara. Al otro lado de la ventana, sobre los árboles, vio la torre cónica del faro. Que estuviera tan cerca lo sorprendió como descubrir la desmentida amplitud de un lugar de la infancia. Hizo café: agradeció su olor como una lealtad recobrada. Cuando volvió al salón para buscar un cigarrillo Lucrecia estaba mirándolo. Sin duda había escuchado sus pasos en el corredor y se había detenido esperando a que él apareciera en el umbral. Al verlo desconectó la radio: lo miraba como si al despertarse hubiera temido no encontrarlo. A la luz del día no era tan imperiosa su figura, sí más hospitalaria o más frágil, grave de pronto, dócil a la sospecha del peligro, erguida contra ella.

–Han encontrado el cuerpo de Malcolm -dijo-. Te buscan. Acabo de oírlo en la radio.

–¿Han dicho mi nombre?

–Tu nombre y tus apellidos y el hotel donde estabas. Un revisor ha declarado que os vio peleando en la plataforma del tren.

–Habrán encontrado mi abrigo -dijo Biralbo-. Iba a ponérmelo cuando Malcolm apareció.

–¿Dejaste en él tu pasaporte?

Biralbo se buscó en los bolsillos: el pasaporte estaba en su chaqueta. Entonces recordó.

–El resguardo del hotel -dijo-. Lo llevaba en el abrigo, por eso saben mi nombre.

–Al menos no tienen tu fotografía.

–¿Han dicho que yo lo maté?

–Sólo que te están buscando. El revisor se acordaba muy bien de Malcolm y de ti. Parece que no iba nadie más en el tren.

–¿A él también lo han identificado?

–Han dicho hasta el oficio que ponía en su pasaporte. 'Restaurador de cuadros.

–Hay que irse de aquí hoy mismo, Lucrecia. Toussaints Morton ya sabe dónde buscarte.

–Nadie podrá encontrarnos si no salimos de esta casa.

–Sabe el nombre de la estación. Hará preguntas. No tardará ni dos días en llegar aquí.

–Pero darán tu nombre a la policía del aeropuerto. No puedes volver a tu hotel ni salir de Portugal.

–Me iré en tren.

–También hay policía en los trenes.

–Me esconderé unos días en el hotel de Billy Swann.

–Espera. Conozco a alguien que puede ayudarnos. Un español que tiene un club cerca del Burma. Él te buscará un pasaporte falso. Me ayudó a falsificar la documentación del cuadro.

–Dime dónde vive y me iré a verlo.

–Él vendrá aquí. Lo llamaré por teléfono.

–No hay tiempo, Lucrecia. Tienes que irte de aquí.

–Nos iremos juntos.

–Llama a ese tipo y dile que voy a ir a verlo. Yo solo.

–No conoces a nadie en Lisboa. No tienes dinero. En unos pocos días nos podremos marchar sin ningún peligro.

Pero él casi no tenía sensación de amenaza: todo, hasta la sospecha de que los automóviles de la policía estuvieran rondando las calles umbrosas de las quintas, le parecía lejano, no vinculado a él, tan indiferente a su vida como el paisaje del mar y el jardín abandonado que circundaban la casa, como la casa misma y el distante fervor de la noche pasada, limpio de toda ceniza, como un fuego de diamantes. Ya no quería, como otras veces, apresar el tiempo para que no le fuera arrebatada la cercanía de Lucrecia, apurar hasta el último minuto no sólo la delicia, sino también el dolor, igual que cuando estaba tocando y eludía las notas finales por miedo a que el silencio aboliera para siempre en su imaginación y en sus manos la potestad de la música. Tal vez lo que le había sido dado bajo la luz inmóvil del amanecer no admitía duración ni conmemoración ni regreso: sería suyo siempre si se negaba a volver los ojos.

Sin que dijeran nada Lucrecia supo lo que estaba pensando y entendió la ilimitada ternura de su despedida en silencio. Lo besó levemente en los labios, se dio la vuelta y fue hacia el dormitorio. Biralbo oyó que marcaba un número de teléfono. Mientras ella preguntaba por alguien en portugués le trajo una taza de café y un cigarrillo. Con una especie de clarividencia futura supo que en estos gestos estaba la felicidad. Con la cara vuelta hacia un lado para sostener el teléfono sobre su hombro desnudo, Lucrecia decía palabras muy veloces que él no logró entender y anotaba algo en una libreta apoyada en sus rodillas. Sólo llevaba una camisa grande y un poco masculina que no se había terminado de abrochar. Tenía el pelo mojado y algunas gotas de agua le brillaban todavía en los muslos. Colgó el teléfono, dejó la libreta y el lápiz sobre la mesa de noche, bebió despacio el café, mirando tras el humo a Biralbo.

–Te espera esta tarde, a las cuatro -dijo, pero su mirada era del todo ajena a sus palabras-. En esa dirección.

–Llama ahora al aeropuerto. – Biralbo le puso el cigarrillo en los labios. Se había sentado junto a ella-. Reserva un billete para el primer avión que salga de Portugal.

Lucrecia dobló la almohada y se recostó en ella, expulsando el humo con los labios muy poco separados, en lentos hilos grises y azules, listados como la penumbra y la luz. Dobló las rodillas y apoyó los pies unidos y descalzos en el borde de la cama.

–¿Estás seguro de que no quieres venir conmigo?

Biralbo le acariciaba los tobillos: pero no era tanto una caricia como un delicado reconocimiento. Le apartó un poco la camisa, sintiendo todavía en los dedos la humedad de la piel. Volvieron a mirarse: parecía que lo que hicieran sus manos o dijeran sus voces rodeaba la intensidad de sus pupilas tan vanamente como el humo de los cigarrillos.

–Piensa en Morton, Lucrecia. A él y no a la policía es a quien debemos temerle.

–¿Ésa es la única razón? – Lucrecia le quitó el cigarrillo y lo atrajo hacia ella, tocándole con las yemas de los dedos los labios y la herida de la frente.

–Hay otra.

–Ya lo sabía. Dímela.

–Billy Swann. El día doce tengo que tocar con él.

–Pero será muy peligroso. Alguien puede reconocerte.

–No si uso otro nombre. Procuraré que las luces no me den en la cara.

–No toques en Lisboa. – Lucrecia lo había empujado muy despacio hasta tenderlo junto a ella y le tomó la cara entre sus manos para que no pudiera mirarla-. Billy Swann lo entenderá. Éste no va a ser su último concierto.

–Puede que sí -dijo Biralbo. Cerró los ojos, le besó las comisuras de los labios, los pómulos, el inicio del pelo, en una oscuridad más deseada que la música y más dulce que el olvido.

Capítulo XIX

–¿No has vuelto a verla desde entonces? – le dije-. ¿Ni siquiera la has buscado?

–Cómo iba a buscarla. – Biralbo me miró, casi retándome a que le contestara-. Dónde.

–En Lisboa, supongo, al cabo de unos meses. La casa era suya, ¿no? Volvería a ella.

–Llamé una vez por teléfono. Nadie contestó.

–Haberle escrito. ¿Sabe que vives en Madrid?

–Le mandé una postal a los pocos días de encontrarme contigo en el Metropolitano y me la devolvieron. «Dirección insuficiente.»

–Seguro que estará buscándote.

–No a mí, sino a Santiago Biralbo. – Buscó su pasaporte en la mesa de noche y me lo tendió, abierto por la primera página-. No a Giacomo Dolphin.

El pelo crespo y muy corto, las gafas oscuras, una dispersa sombra de varios días sin afeitar en las mejillas, alargándole la cara vertical y muy pálida que ya era de otro hombre, él mismo, el que pasó varios días oculto en un lugar que no era exactamente un hotel esperando a que le creciera la barba para ser igual que el hombre de la fotografía, porque aquel español, Maraña, antes de hacérsela, le había sombreado con un lápiz de maquillar y una pequeña brocha untada de polvos grises el mentón y los pómulos, rozándole la cara con sus dedos húmedos, frente al espejo, como a un actor inhábil, y le había levantado el pelo, mojándoselo con fijador, diciéndole luego, satisfecho de su obra, atento a corregir detalles menores mientras preparaba la cámara, «ni tu madre te reconoce; ni Lucrecia».

Durante tres días, encerrado en aquella habitación con una sola ventana desde la que veía una cúpula blanca y tejados rojizos y una palmera, esperando siempre que volviera Maraña con el pasaporte falso, se fue convirtiendo en el otro con la lentitud de una metamorfosis invisible, tan lentamente como la barba le crecía y le ensuciaba la cara, fumando frente a la bombilla del techo, frente a la cúpula donde la luz era primero amarilla y luego blanca y terminaba siendo gris y azul, mirándose en el espejo del lavabo donde goteaba un grifo con la regularidad de un reloj, trayéndole cuando lo abría del todo un hálito de sumidero. Se pasaba las manos por las mejillas ásperas como buscando indicios de una transfiguración que todavía no era visible y contaba las horas y el goteo del agua y murmuraba canciones imitando el sonido de la trompeta y del contrabajo mientras desde la calle le venían voces de muchachas chinas que llamaban a los hombres y se reían como pájaros y olores de carne asada en brasas de carbón y guisos con especias. Una de las jóvenes chinas, diminuta y pintada, dotada de una obscena cortesía infantil, le subía con puntualidad de enfermera café y platos de arroz con pescado y vino verde y té y aguardiente y cigarrillos americanos de contrabando, porque el señor Maraña se lo había ordenado así antes de irse, y hasta una vez se tendió a su lado y empezó a besarlo como un pájaro que picotea el agua, riéndose luego con los ojos bajos cuando Biralbo le hizo entender suavemente que prefería estar solo. El español, Maraña, volvió al tercer día con el pasaporte enfundado en una bolsa de plástico que estaba húmeda cuando Biralbo la tocó, porque a Maraña le sudaban mucho las manos y el cuello y subía las escaleras desde la calle resoplando como un cetáceo, con su traje como de lino colonial y sus gafas de cristales verdes que ocultaban unos ojos de albino y su pesada hospitalidad de sátrapa. Pidió café y aguardiente, ahuyentó con palmadas a las muchachas chinas, no se quitó las gafas para hablar con Biralbo: sólo levantó un poco los cristales y se limpió los ojos con la punta de un pañuelo.

–Giacomo Dolphin -dijo, manejando el pasaporte como para que Biralbo advirtiera el mérito de su flexibilidad-. Nacido en Oran, en mil novecientos cincuenta y uno, de padre brasileño, aunque nacido en Irlanda, y de madre italiana. Desde hoy ése eres tú, compañero. ¿Has visto los periódicos? Ya no hablan de ese yanqui al que liquidaste el otro día. Trabajo limpio, lástima que te dejaras el abrigo en el tren. Lucrecia me lo explicó todo. Un empujón y a la vía, ¿no?

–No me acuerdo. En realidad no sé si se cayó él solo.

–Tranquilo, hombre. ¿Somos compatriotas o no? – Maraña bebió un trago de aguardiente y el sudor le cubrió la cara-. Yo me siento como un cónsul de los españoles en Lisboa. O van a la embajada o vienen a mí. En cuanto a ese mulato de la Martinica que andaba buscándote, ya se lo dije a Lucrecia: tranquilidad. Me ocuparé personalmente de ti hasta que te vayas de Lisboa. Te llevaré a ese teatro donde vas a tocar. En mi propio coche. ¿Anda armado el mulato?

–Creo que sí.

–Yo también. – Maraña, jadeando, extrajo de su hinchada cintura el revólver más largo que Biralbo había visto nunca, incluso en las películas-. Trescientos cincuenta y siete. Que se me ponga delante.

–Suele ponerse detrás. Con un hilo de nilón.

–Pues que no me deje darme la vuelta. – Maraña se puso en pie y guardó el revólver-. Tengo que irme. ¿Te llevo a alguna parte?

–Al teatro, si puedes. Debo ensayar.

–A tu disposición. Por Lucrecia soy capaz de hacerme falsificador, guardaespaldas y taxista. Así son los negocios: hoy por ti, mañana por mí. Ah, si necesitas dinero, me lo pides. Suerte la tuya, compañero. Eso es vivir de las mujeres…

Todas las noches iba Maraña a buscarlo, enquistado en un coche inverosímil que trepaba por los callejones como una cucaracha, uno de esos Morris que fueron rabiosamente deportivos hace veinte años y en el que Biralbo siempre se preguntó cómo podía entrar y moverse Maraña. Mientras conducía como aplastado por el techo bufaba bajo un bigote de animal marino que le tapaba la boca y manoteaba el volante con bruscos giros arbitrarios: a veces era un exiliado político de los viejos tiempos y otras el fugitivo de una injusta acusación de desfalco. No le quedaba nostalgia de España, esa tierra de ingratitud y de envidia que condenaba al destierro a quienes se rebelaran contra la mediocridad: ¿no era también él, Biralbo, un desterrado, no había tenido que irse al extranjero para triunfar en la música? Durante los ensayos, sentado en la primera fila de butacas como un Buda de sebo, Maraña sonreía y se quedaba durmiendo sosegadamente, y cuando un redoble de la batería o la irrupción del silencio lo despertaban, hacía el rápido ademán de buscar su revólver y examinaba la penumbra del teatro vacío, las cortinas rojas entornadas. Biralbo nunca se atrevió a preguntarle cuánto le había pagado Lucrecia ni qué deuda estaba saldando al protegerlo a él. «En el exilio, los españoles debemos ayudarnos unos a otros», decía Maraña, «mira el pueblo judío…».

Pero la tarde del concierto Biralbo no esperó a oír el claxon de su coche ni el ruido de catástrofe con que rodaba sobre los adoquines y se detenía en la puerta de la casa, junto a la ventana donde se acodaban a veces las muchachas chinas. Se levantó de la cama como un enfermo impulsado por la obligación del coraje, bebió un trago de aguardiente, se miró en el espejo, las pupilas excesivamente dilatadas y la barba de ocho días le daban un aire de mala vida y noches sin dormir, guardó el pasaporte como quien esconde un arma, se puso las gafas oscuras y bajó por una escalera muy estrecha que tenía los peldaños forrados de hule sucio y terminaba en el callejón. Una de las muchachas le dijo adiós desde la ventana. Oyó a su espalda breves risas agudas y no quiso volverse. De una taberna próxima salía un humo denso de olores de grasa y de resina y de comidas asiáticas. Tras los cristales de las gafas el mundo tenía una opacidad de anochecer o de eclipse. Al descender camino de la ciudad baja sentía la misma ligereza casi involuntaria que cuando perdía el miedo a la música, hacia la mitad de un concierto, en ese instante en que sus manos dejaban de sudar y obedecían a un instinto de velocidad y de orgullo tan ajeno a la conciencia como los latidos de su corazón. Al doblar una calle vio la ciudad entera y la bahía, los lejanos buques y las grúas del puerto, el puente rojo y borrado sobre las aguas por una bruma de ópalo. Sólo el instinto de la música lo guiaba y le impedía perderse, llevándolo a reconocer lugares que había visto cuando buscaba a Lucrecia, empujándolo por pasadizos húmedos y callejones tapiados hacia las vastas plazas de Lisboa y las columnas con estatuas, hacia aquel teatro un poco sórdido donde resplandecieron las luces y sombras sincopadas de las primeras películas al final de otro siglo del que sólo en Lisboa era posible descubrir señales: me dijo que el lugar del concierto tenía sobre la fachada un rótulo con alegorías y ninfas y letras sinuosas que trazaban una extraña palabra, Animatógrafo, y que antes de llegar a las calles rectas e iguales de la ciudad baja empezó a ver los carteles donde su nuevo nombre estaba escrito bajo el de Billy Swann con grandes caracteres rojos, Giacomo Dolphin, piano.

Vio sobre las colinas las encabalgadas casas amarillas, la frialdad de la luz de diciembre, la escalinata y la delgada torre de metal y el ascensor que una noche lejana lo había salvado transitoriamente de la persecución de Malcolm, vio los portales oscuros de los almacenes y las ventanas ya iluminadas de las oficinas, la multitud rumorosa e inmóvil y congregada al anochecer bajo los luminosos azules como esperando o presenciando algo, tal vez la invisibilidad o el secreto destino de ese hombre de gafas oscuras y ademanes furtivos que ya no se llamaba Santiago Biralbo, que había nacido de la nada en Lisboa.

Llegó al teatro y ya había gente en torno a la taquilla, me dijo que en Lisboa siempre hay gente en todas partes, hasta en los urinarios públicos y en las puertas de los cines indecentes, en los lugares más duramente condenados a la soledad, en las esquinas próximas a las estaciones, siempre hombres solos, vestidos de oscuro, hombres solos y mal afeitados, como recién salidos de un expreso nocturno, blancos de piel cobriza y de mirada oblicua, silenciosos negros o asiáticos que sobrellevan con infinita melancolía y destierro el porvenir que los trajo a esa ciudad del otro lado del mundo. Pero allí, a la puerta de aquel cine o teatro que se llamaba animatógrafo, vio las mismas caras pálidas que ya había conocido en el norte de Europa, los mismos gestos de culta paciencia y de astucia, y pensó que ni él ni Billy Swann habían tocado nunca para aquella gente, que se trataba de un error, porque a pesar de que estuvieran allí y hubieran comprado dócilmente sus entradas la música que iban a escuchar nunca podría conmoverlos.

Pero eso era algo que siempre había sabido Billy Swann, y que tal vez no le importaba, porque cuando salía a tocar era como si estuviera solo, defendido y aislado por los focos que sumían al público en la oscuridad y señalaban una frontera irrevocable en el límite del escenario. Billy Swann estaba en el camerino, indiferente a las luces del espejo y a la sucia humedad de las paredes, con un cigarrillo en los labios, con la trompeta sobre las rodillas, con una botella de zumo al alcance de la mano, ajeno y solo, dócil, como en la antesala de un médico. Parecía que ya no reconociera ni a Biralbo ni a nadie, ni siquiera a Oscar, que le traía dudosas cápsulas medicinales y vasos de agua y procuraba que nunca se rompiera en torno a él un círculo de soledad y silencio.

–Billy -dijo Biralbo-. Estoy aquí.

–Yo no. – Billy Swann se llevó el cigarrillo a los labios, de una manera extraña, con la mano rígida, como quien finge que fuma. Su voz era más lenta y oscura y más indescifrable que nunca-. ¿Qué ves con esas gafas?

–Casi nada. – Biralbo se las quitó. La luz de la bombilla desnuda le hirió los ojos y el camerino se hizo más pequeño-. Ese tipo me dijo que las llevara siempre.

–Yo lo veo todo en blanco y negro. – Billy Swann le hablaba a la pared-. Gris y gris. Más oscuro y más claro. No como en las películas. Como ven las cosas los insectos. Leí un libro sobre eso. No ven los colores. Cuando era joven yo sí los veía. Cuando fumaba hierba veía una luz verde alrededor de las cosas. Con el whisky era de otro modo: más amarillo y más rojo, más azul, como cuando se encienden esos focos.

–Les he dicho que no te los dirijan a la cara -dijo Oscar.

–¿Vendrá ella esta noche? – Billy Swann se volvió con lentitud y fatiga hacia Biralbo, igual que hablaba: en cada palabra que decía estaba contenida una historia.

–Se ha ido -dijo Biralbo.

–¿Adonde? – Billy Swann bebió un trago de zumo con aire de asco y de obediencia, casi de nostalgia.

–No lo sé -dijo Biralbo-. Yo quise que se fuera.

–Volverá. – Billy Swann le tendió la mano y Biralbo le ayudó a levantarse. Sintió que no pesaba.

–Las nueve -dijo Oscar-. Es hora de salir. – Muy cerca, tras el escenario, se oía el rumor de la gente. A Biralbo le daba tanto miedo como oír el mar en la oscuridad.

–Hace cuarenta años que me gano así la vida. – Billy Swann caminaba del brazo de Biralbo, asiendo la trompeta contra el pecho, como si tuviera miedo de perderla-. Pero todavía no entiendo por qué vienen a oírnos ni por qué tocamos para ellos.

–No tocamos para ellos, Billy -dijo Oscar. Estaban los cuatro, también el baterista rubio y francés, Buby, agrupados al final de un pasadizo de cortinas, las luces del escenario ya les iluminaban los rostros.

Biralbo tenía la boca seca y le sudaban las manos. Al otro lado de las cortinas escuchaba voces y silbidos dispersos. «En esos teatros es como salir al circo», me dijo una vez, «uno agradece que otro salga primero a que lo coman los leones». Salió primero Buby, el baterista, con la cabeza baja, sonriendo, moviéndose con el rápido sigilo de ciertos animales nocturnos, golpeándose rítmicamente los costados del pantalón vaquero. Un breve aplauso lo recibió: Oscar apareció tras él, gordo y oscilante, con un gesto de desprecio impasible. El contrabajo y la batería ya estaban sonando cuando Biralbo salió. Lo cegaron los focos, redondos fuegos amarillos tras los cristales de sus gafas, pero él sólo veía la listada blancura y la longitud del teclado: posar en él las dos manos fue como asirse a la única tabla de un naufragio. Con cobardía y torpeza inició una canción muy antigua, mirando sus manos tensas y blancas que se movían como huyendo. Buby hizo redoblar los tambores con una violencia de altos muros que se derrumban y luego rozó circularmente los platillos y estableció el silencio. Biralbo vio que Billy Swann pasaba junto a él y se detenía al filo del escenario levantando muy poco los pies de la tarima, como si avanzara a tientas o temiera despertar a alguien.

Alzó la trompeta y se puso la boquilla en los labios. Cerró los ojos: tenía roja y contraída la cara, todavía no comenzó a tocar. Parecía que se estuviera preparando para recibir un golpe. De espaldas a ellos les hizo una señal con la mano, como quien acaricia a un animal. A Biralbo lo estremeció una sagrada sensación de inminencia. Miró a Oscar, que tenía los ojos cerrados y estaba echado hacia delante, la mano izquierda abierta sobre el mástil del contrabajo, ávidamente esperando y sabiendo. Le pareció entonces que escuchaba el susurro de una voz imposible, que veía de nuevo el absorto paisaje de la montaña violeta y el camino y la casa oculta entre los árboles. Me dijo que aquella noche Billy Swann ni siquiera tocó para ellos, sus testigos o cómplices: tocó para sí mismo, para la oscuridad y el silencio, para las cabezas sombrías y sin rasgos que se agitaban casi inmóviles al otro lado del telón de las luces, ojos y oídos y rítmicos corazones de nadie, perfiles alineados de un sereno abismo donde únicamente Billy Swann, armado de su trompeta, ni aun de ella, porque la manejaba como si no existiera, se atrevía a asomarse. Él, Biralbo, quiso seguirlo conduciendo a los otros, avanzar hacia él, que estaba solo y muy lejos y les daba la espalda, envolviéndolo en una cálida y poderosa corriente que Billy Swann parecía por un momento acatar como si lo detuviera la fatiga y de la que luego huía como de la mentira o de la resignación, porque tal vez era mentira y cobardía lo que ellos tocaban: como un animal que sabe que quienes lo persiguen no podrán atraparlo cambiaba súbitamente la dirección de su huida o fingía que se quedaba rezagado y quieto, olfateando el aire, estableciendo con su música una línea inaudible que lo circundaba como una campana de cristal, un tiempo únicamente suyo en el interior del tiempo disciplinado por los otros.

Cuando Biralbo alzaba los ojos del piano veía su perfil rojizo y contraído y sus párpados apretados como una doble cicatriz. Ya no podían seguirlo y se dispersaban, cada uno de los tres afanosamente extraviado en su persecución, sólo Oscar pulsaba las cuerdas del contrabajo con una tenacidad ajena a cualquier ritmo, sin rendirse al silencio y a la lejanía de Billy Swann. Al cabo de unos minutos también las manos de Oscar dejaron de moverse. Entonces Billy Swann se quitó la trompeta de la boca y Biralbo pensó que habían pasado varias horas y que el concierto iba a terminarse, pero nadie aplaudió, no se oyó ni un rumor en la sobrecogida oscuridad donde la última nota aguda de la trompeta no se había extinguido aún. Billy Swann, tan cerca del micrófono que podía escucharse como una resonancia pesada su respiración, estaba cantando. Yo sé cómo cantaba, lo he escuchado en los discos, pero Biralbo me dijo que nunca podré imaginar el modo en que sonó su voz aquella noche: era un murmullo despojado de música, una lenta salmodia, una extraña oración de aspereza y dulzura, salvaje y honda y amortiguada como si para escucharla fuera preciso aplicar el oído a la tierra. Él levantó sus manos, acarició el teclado como buscando una fisura en el silencio, empezó a tocar, guiado por la voz como un ciego, aceptado por ella, imaginando de pronto que Lucrecia lo escuchaba desde la sombra y podía juzgarlo, pero ni siquiera eso le importaba, sólo la tenue hipnosis de la voz, que le mostraba al fin su destino y la serena y única justificación de su vida, la explicación de todo, de lo que no entendería nunca, la inutilidad del miedo y el derecho al orgullo, a la oscura certidumbre de algo que no era el sufrimiento ni la felicidad y que los contenía indescifrablemente, y también su antiguo amor por Lucrecia y su soledad de tres años y el mutuo reconocimiento al amanecer en la casa de los acantilados. Ahora lo veía todo bajo una impasible y exaltada luz como de mañana fría de invierno en una calle de Lisboa o de San Sebastián. Como si despertara se dio cuenta de que ya no oía la voz de Billy Swann: estaba tocando solo y Oscar y el baterista lo miraban. Junto al piano, frente a él, Billy Swann se limpiaba los cristales de las gafas, golpeando despacio el suelo con el pie y moviendo la cabeza, como si asintiera a algo que escuchaba desde muy lejos.

–¿Volvió a beber?

–Ni una gota. – Biralbo se levantó de la cama y fue a abrir el balcón: ya había un relumbre de sol en los tejados de los edificios, en las ventanas más altas de la Telefónica. Luego se volvió hacia mí mostrándome una botella vacía-. Porque no había renunciado al alcohol y a la música. Se le terminaron en Lisboa. Igual que esta botella. Por eso le daba lo mismo estar vivo que muerto.

Abrió del todo las cortinas y tiró la botella vacía a una papelera. Parecía como si a la luz de la mañana ya no nos conociéramos. Lo miré pensando que debía marcharme y sin saber qué decirle. Pero yo nunca he sabido decir adiós.

Capítulo XX

En los días siguientes hice un breve viaje a una ciudad no muy lejana de Madrid. Al volver pensé que ya era tiempo de escribirle a Floro Bloom, de quien nada sabía desde que me fui de San Sebastián. Ignoraba su dirección: decidí pedírsela a Biralbo. Llamé a su hotel y me dijeron que no estaba. Por un motivo que ahora no recuerdo tardé unos días en ir a buscarlo al Metropolitano. Volver a lugares donde estuve hace diez o veinte años no suele conmoverme, pero si voy a un bar que visité habitualmente al cabo de sólo dos semanas o un mes, siento una intolerable oquedad en el tiempo, que ha seguido pasando sobre las cosas en mi ausencia y las ha sometido sin mi conocimiento a cambios invisibles, como quien deja su casa una temporada a inquilinos desleales.

En la puerta del Metropolitano ya no estaba el cartel del Giacomo Dolphin Trio. Era temprano aún: un camarero a quien yo no conocía me dijo que Mónica comenzaba su turno a las ocho. No le pregunté por Biralbo y sus músicos: había recordado que ése era el día de la semana en que no iban a tocar. Pedí una cerveza y fui bebiéndola despacio en una mesa del fondo. Mónica llegó unos minutos antes de las ocho. No me vio al principio: miró hacia mí cuando le dijo algo el camarero de la barra. Venía despeinada y se había maquillado muy apresuradamente. Pero ella siempre parecía llegar a todas partes al final del último minuto. Sin quitarse el abrigo se sentó frente a mí: por su manera de mirarme supe que me preguntaría por Biralbo. En su voz no me sonaba extraño que se llamara Giacomo.

–Desapareció hace diez días. – Me dijo. Nunca habíamos hablado solos. Noté por primera vez que había tonos violeta en el color de sus ojos-. Sin decirme nada. Pero Buby y Oscar sí sabían que iba a marcharse. Se han ido ellos también.

–¿Se fue solo?

–Creí que tú lo sabrías. – Me miró fijamente y el color de sus pupilas se hizo más intenso. No se fiaba de mí.

–No me contaba sus planes.

–Parecía no tenerlos. – Mónica me sonrió de una manera rígida, como sonríe uno cuando está perdido-. Pero yo sabía que iba a marcharse. ¿Es verdad que estuvo enfermo?

Dije que sí: urdí mentiras parciales que ella fingió aceptar, inventé pormenores aproximadamente falsos, no del todo piadosos, tal vez inútiles, como los que se cuentan a un enfermo cuyo dolor no nos importa. Con recelo y desdén me preguntó al final si había otra mujer. Dije que no, procurando mirarla a los ojos, le aseguré que iba a seguir buscando, que volvería, anoté el teléfono de mi casa en una servilleta y ella lo guardó en su bolso. Al decirle adiós me di cuenta sin melancolía que no estaba viéndome.

Había empezado a lloviznar cuando salí del Metropolitano. Mirando los altos letreros luminosos quise imaginar cómo sería en ese mismo instante la noche de Lisboa: pensé que tal vez Biralbo había regresado allí. Fui caminando hacia su hotel. En la acera de enfrente, bajo los ventanales de la Telefónica, ya empezaban a congregarse las mujeres inmóviles, con cigarrillos en los labios, con cuantiosos abrigos de solapas subidas hasta la barbilla, porque venía un viento helado por las aceras oscuras. Distinguí sobre la marquesina, junto al rótulo vertical y todavía apagado, la ventana de la habitación de Biralbo: no había luz en ella. Crucé la calle y me detuve ante la entrada del hotel. Dos hombres muy parecidos entre sí, con cazadoras negras y gafas de sol y bigotes iguales, estaban hablando con el recepcionista. No di el paso que habría hecho que se abrieran las puertas automáticas del vestíbulo. El recepcionista me miró: seguía explicándoles algo a los hombres de las cazadoras negras, y su neutra mirada se apartó de mí, estudió con indiferencia las puertas de cristal, volvió a ellos. Les estaba mostrando el libro de registro, y al pasar cada página miraba de soslayo la placa que uno de los hombres había dejado abierta sobre el mostrador. Entré en el vestíbulo e hice como si consultara el cartel donde venían señalados los precios de las habitaciones. De espaldas, los dos hombres eran exactamente iguales: en medio de ellos la mirada del recepcionista volvió a posarse en mí, pero nadie más que yo habría podido advertirlo. Oí que uno de ellos decía, mientras guardaba la placa en un bolsillo posterior del pantalón vaquero, sobre el que brillaba el filo de unas esposas: «Avísenos si vuelve a aparecer ese hombre.»

El recepcionista cerró de un golpe las anchas páginas del libro. Los dos hombres de las cazadoras hicieron al mismo tiempo un excesivo ademán de estrecharle la mano. Luego salieron a la calle: el automóvil estacionado oblicuamente en la acera del hotel se puso en marcha antes de que ellos subieran. Yo estaba fumando y hacía como que esperaba un ascensor. El recepcionista me llamó por mi nombre, señalando hacia la puerta con un gesto de alivio: «Por fin se han ido», dijo, entregándome una llave que no tomó del casillero. Trescientos siete. Como disculpándose por una torpeza que nunca debió cometer me explicó que Toussaints Morton -«ese hombre de color»- y la mujer rubia que lo acompañaba habían registrado la habitación del señor Dolphin, y que cuando él llamó a la policía ya era demasiado tarde: pudieron escapar por la salida de incendios.

–Si llegan a subir diez minutos antes lo habrían encontrado -dijo-. Debieron cruzarse en los ascensores.

–¿Pero el señor Dolphin no se había marchado?

–No vino en toda la semana. – El recepcionista encontraba un cierto orgullo en manifestarme su complicidad con Biralbo-. Pero yo le guardé la habitación, ni siquiera se llevó su equipaje. Volvió esta tarde. Tenía mucha prisa. Me dijo antes de subir que le pidiera un taxi.

–¿No sabe adonde iba?

–No muy lejos. Sólo se llevó una bolsa de mano. Me encargó que si usted venía le diera la llave de su habitación.

–¿Le dijo algo más?

–Usted conoce al señor Dolphin. – El recepcionista sonrió, ligeramente erguido-. No es hombre de muchas palabras.

Subí a la habitación: que el recepcionista me hubiera entregado la llave era una señal de cortesía, porque la cerradura estaba rota. La cama estaba deshecha y los cajones del armario volcados en el suelo. Había en el aire un perfume como de leña húmeda quemada, un olor delicado y preciso que instantáneamente me hizo volver a la noche de San Sebastián en que vi a Daphne. Sobre la moqueta, entre las ropas y los papeles, la colilla de un cigarro aplastado había ardido dejando en torno suyo un círculo oscuro como una mancha. Encontré una foto en blanco y negro de Lucrecia, un libro en inglés que hablaba de Billy Swann, antiguas partituras con los bordes gastados, novelas baratas de misterio, una botella intacta de bourbon.

Abrí el balcón. La llovizna y el frío me golpearon bruscamente la cara. Cerré los postigos y las cortinas y encendí un cigarrillo. En la repisa del cuarto de baño encontré un vaso de plástico, tan opaco que parecía sucio. Procuré olvidar que tenía esa sordidez de los vasos donde se sumergen dentaduras postizas y lo llené de bourbon. Obedeciendo a una antigua superstición volvía a llenarlo antes de que estuviera vacío. Oía amortiguadamente el ruido de los automóviles, del ascensor, que a veces se detenía muy cerca, pasos y voces en los corredores del hotel. Bebí sin prisa, sin convicción, sin propósito, igual que se mira una calle de una ciudad desconocida. Sentado en la cama, sostenía el vaso entre las rodillas. El rojo bourbon relumbraba en la botella a la luz de la mesa de noche. Había bebido la mitad cuando sonaron unos cautelosos golpes en la puerta. No me moví: si alguien entraba me vería de espaldas, yo no iba a volverme. Llamaron otra vez: tres golpes, como una vaga contraseña. Entorpecido por el bourbon y la inmovilidad me levanté y fui a abrir sin darme cuenta de que llevaba la botella en la mano. Eso fue lo primero que Lucrecia miró al entrar, no mi cara, que tal vez no reconoció sino un poco más tarde, cuando dijo mi nombre.

El alcohol atenuaba la sorpresa de verla. Ya no era como yo la había conocido, ni siquiera como la imaginé tras las palabras de Biralbo. Tenía el aire de ávida soledad y de urgencia de quien acaba de bajarse de un tren. Llevaba una gabardina blanca y abierta y con los hombros mojados y traía con ella el frío y la humedad de la calle. Miró antes de entrar la habitación vacía, el desorden, la botella que yo sostenía en la mano. Le dije que pasara. Con un absurdo deseo de hospitalidad levanté un poco la botella y le ofrecí una copa. Pero no había donde sentarse. Parada en medio de la habitación, frente a mí, sin sacar las manos de los bolsillos de la gabardina, me preguntó por Biralbo. Como disculpándome a mí mismo por su ausencia le dije que se había marchado, que yo estaba allí para recoger sus cosas. Asintió, mirando los cajones abiertos, la turbia luz de la mesa de noche. Iluminada por ella, por el fervor vacío del bourbon, la cara de Lucrecia tenía esa cualidad de perfección y distancia que tienen las mujeres en los anuncios de las revistas de lujo. Parecía más alta y más sola que las mujeres de la realidad y no miraba como ellas.

–Tú también debes irte -le dije-. Toussaints Morton ha estado aquí.

–¿No sabes dónde ha ido Santiago?

Me pareció que ese nombre no aludía a Biralbo: nunca había oído a nadie que lo llamara así, ni siquiera a Floro Bloom.

–También se han ido sus músicos -dije. Sentí que una sola palabra bastaría para retener un instante a Lucrecia y que yo la ignoraba: era como estar moviendo en silencio los labios frente a ella. Sin decir nada más se dio la vuelta y yo oí el roce de su gabardina contra el aire, y luego el ruido lento del ascensor.

Cerré la puerta y volví a llenar el vaso de bourbon. Tras los cristales del balcón la vi aparecer en la acera, de espaldas, un poco inclinada, con la gabardina blanca extendida por el viento frío de diciembre, reluciente de lluvia bajo las luces azules del hotel. Reconocí su manera de andar mientras cruzaba la calle, ya convertida en una lejana mancha blanca entre la multitud, perdida en ella, invisible, súbitamente borrada tras los paraguas abiertos y los automóviles, como si nunca hubiera existido.

FIN

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01/06/2008

LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/