Para Andrés Soria Olmedo
y Guadalupe Ruiz

«Existe un momento en las separaciones en
el que la persona amada ya no está con nosotros.»
Flaubert: La educación sentimental

Capítulo primero

Habían pasado casi dos años desde la última vez que vi a Santiago Biralbo, pero cuando volví a encontrarme con él, a medianoche, en la barra del Metropolitano, hubo en nuestro mutuo saludo la misma falta de énfasis que si hubiéramos estado bebiendo juntos la noche anterior, no en Madrid, sino en San Sebastián, en el bar de Floro Bloom, donde él había estado tocando durante una larga temporada.

Ahora tocaba en el Metropolitano, junto a un bajista negro y un batería francés muy nervioso y muy joven que parecía nórdico y al que llamaban Buby. El grupo se llamaba Giacomo Dolphin Trio: entonces yo ignoraba que Biralbo se había cambiado de nombre, y que Giacomo Dolphin no era un seudónimo sonoro para su oficio de pianista, sino el nombre que ahora había en su pasaporte. Antes de verlo, yo casi lo reconocí por su modo de tocar el piano. Lo hacía como si pusiera en la música la menor cantidad posible de esfuerzo, como si lo que estaba tocando no tuviera mucho que ver con él. Yo estaba sentado en la barra, de espaldas a los músicos, y cuando oí que el piano insinuaba muy lejanamente las notas de una canción cuyo título no supe recordar, tuve un brusco presentimiento de algo, tal vez esa abstracta sensación de pasado que algunas veces he percibido en la música, y cuando me volví aún no sabía que lo que estaba reconociendo era una noche perdida en el Lady Bird, en San Sebastián, a donde hace tanto que no vuelvo. El piano casi dejó de oírse, retirándose tras el sonido del bajo y de la batería, y entonces, al recorrer sin propósito las caras de los bebedores y los músicos, tan vagas entre el humo, vi el perfil de Biralbo, que tocaba con los ojos entornados y un cigarrillo en los labios.

Lo reconocí en seguida, pero no puedo decir que no hubiera cambiado. Tal vez lo había hecho, sólo que en una dirección del todo previsible. Llevaba una camisa oscura y una corbata negra, y el tiempo había añadido a su rostro una sumaria dignidad vertical. Más tarde me di cuenta de que yo siempre había notado en él esa cualidad inmutable de quienes viven, aunque no lo sepan, con arreglo a un destino que probablemente les fue fijado en la adolescencia. Después de los treinta años, cuando todo el mundo claudica hacia una decadencia más innoble que la vejez, ellos se afianzan en una extraña juventud a la vez enconada y serena, en una especie de tranquilo y receloso coraje. La mirada fue el cambio más indudable que noté aquella noche en Biralbo, pero aquella firme mirada de indiferencia o ironía era la de un adolescente fortalecido por el conocimiento. Aprendí que por eso era tan difícil sostenerla.

Durante algo más de media hora bebí cerveza oscura y helada y lo estuve observando. Tocaba sin inclinarse sobre el teclado, más bien alzando la cabeza, para que el humo del cigarrillo no le diera en los ojos. Tocaba mirando al público y haciendo rápidas contraseñas a los otros músicos, y sus manos se movían a una velocidad que parecía excluir la premeditación o la técnica, como si obedecieran únicamente a un azar que un segundo más tarde, en el aire donde sonaban las notas, se organizase por sí mismo en una melodía, igual que el humo de un cigarrillo adquiere formas de volutas azules.

En cualquier caso, era como si nada de eso concerniera al pensamiento o a la atención de Biralbo. Observé que miraba mucho a una camarera uniformada y rubia que servía las mesas y que en algún momento intercambió con ella una sonrisa. Le hizo una señal: poco después, la camarera dejó un whisky sobre la tapa del piano. También su forma de tocar había cambiado con el tiempo. No entiendo mucho de música, y casi nunca me interesé demasiado por ella, pero oyendo a Biralbo en el Lady Bird yo había notado con algún alivio que la música puede no ser indescifrable y contener historias. Esa noche, mientras lo escuchaba en el Metropolitano, yo advertía de una manera muy vaga que Biralbo tocaba mejor que dos años atrás, pero a los pocos minutos de estar mirándolo dejé de oír el piano para interesarme en los cambios que habían sucedido en sus gestos menores: en que tocaba erguido, por ejemplo, y no volcándose sobre el teclado como en otro tiempo, en que algunas veces tocaba sólo con la mano izquierda para tomar con la otra su copa o dejar el cigarrillo en el cenicero. Vi también su sonrisa, no la misma que cruzaba de vez en cuando con la camarera rubia. Le sonreía al contrabajista o a sí mismo con una brusca felicidad que ignoraba el mundo, como puede sonreír un ciego, seguro de que nadie va a averiguar o a compartir la causa de su regocijo. Mirando al contrabajista pensé que esa manera de sonreír es más frecuente en los negros, y que está llena de desafío y orgullo. El abuso de la soledad y de la cerveza helada me conducía a iluminaciones arbitrarias: pensé también que el baterista nórdico, tan ensimismado y a su aire, pertenecía a otro linaje, y que entre Biralbo y el contrabajista había una especie de complicidad racial.

Cuando terminaron de tocar no se detuvieron a agradecer los aplausos. El baterista se quedó inmóvil y un poco extraviado, como quien entra en un lugar con demasiada luz, pero Biralbo y el contrabajista abandonaron rápidamente la tarima conversando en inglés, riendo entre ellos con evidente alivio, igual que si al sonar una sirena dejasen un trabajo prolongado y liviano. Saludando fugazmente a algunos conocidos, Biralbo vino hacia mí, aunque en ningún momento había dado señales de verme mientras tocaba. Tal vez desde antes de que yo lo viera él había sabido que yo estaba en el bar, y supongo que me había examinado tan largamente como yo a él, fijándose en mis gestos, calculando con exactitud más adivinadora que la mía lo que el tiempo había hecho conmigo. Recordé que en San Sebastián -muchas veces yo lo había visto andando solo por las calles- Biralbo se movía siempre de una manera elusiva, como huyendo de alguien. Algo de eso se traslucía entonces en su forma de tocar el piano. Ahora, mientras lo veía venir hacia mí entre los bebedores del Metropolitano, pensé que se había vuelto más lento o más sagaz, como si ocupara un lugar duradero en el espacio. Nos saludamos sin efusión: así había sucedido siempre. La nuestra había sido una amistad discontinua y nocturna, fundada más en la similitud de preferencias alcohólicas -la cerveza, el vino blanco, la ginebra inglesa, el bourbon- que en cualquier clase de impudor confidencial, en el que nunca o casi nunca incurrimos. Bebedores solventes, ambos desconfiábamos de las exageraciones del entusiasmo y la amistad que traen consigo la bebida y la noche: sólo una vez, casi de madrugada, bajo el influjo de cuatro imprudentes dry martinis, Biralbo me había hablado de su amor por una muchacha a quien yo conocía muy superficialmente -Lucrecia- y de un viaje con ella del que acababa de volver. Ambos bebimos demasiado aquella noche. Al día siguiente, cuando me levanté, comprobé que no tenía resaca, sino que todavía estaba borracho, y que había olvidado todo lo que Biralbo me contó. Me acordaba únicamente de la ciudad donde debiera haber terminado aquel viaje tan rápidamente iniciado y concluido: Lisboa.

Al principio no hicimos demasiadas preguntas ni explicamos gran cosa sobre nuestras vidas en Madrid. La camarera rubia se acercó a nosotros. Su uniforme blanco y negro olía levemente a almidón, y su pelo a champú. Siempre agradezco en las mujeres esos olores planos. Biralbo bromeó con ella y le acarició la mano mientras le pedía un whisky, yo insistí en la cerveza. Al cabo de un rato hablamos de San Sebastián, y el pasado, impertinente como un huésped, se instaló entre nosotros.

–¿Te acuerdas de Floro Bloom? – dijo Biralbo-. Tuvo que cerrar el Lady Bird. Volvió a su pueblo, recobró una novia que había tenido a los quince años, heredó la tierra de su padre. Hace poco recibí una carta suya. Ahora tiene un hijo y es agricultor. Los sábados por la noche se emborracha en la taberna de un cuñado suyo.

Sin que en ello intervenga su lejanía en el tiempo, hay recuerdos fáciles y recuerdos difíciles, y a mí el del Lady Bird casi se me escapaba. Comparado con las luces blancas, con los espejos, con los veladores de mármol y las paredes lisas del Metropolitano, que imitaba, supongo, el comedor de un hotel de provincias, el Lady Bird, aquel sótano de arcos de ladrillo y rosada penumbra, me pareció en el recuerdo un exagerado anacronismo, un lugar donde era improbable que yo hubiese estado alguna vez. Estaba cerca del mar, y al salir de él se borraba la música y uno oía el estrépito de las olas contra el Peine de los Vientos. Entonces me acordé: vino a mí la sensación de la espuma brillando en la oscuridad y de la brisa salada y supe que aquella noche de penitencia y dry martinis había terminado en el Lady Bird y había sido la última vez que yo estuve con Santiago Biralbo.

–Pero un músico sabe que el pasado no existe -dijo de pronto, como si refutara un pensamiento no enunciado por mí-. Esos que pintan o escriben no hacen más que acumular pasado sobre sus hombros, palabras o cuadros. Un músico está siempre en el vacío. Su música deja de existir justo en el instante en que ha terminado de tocarla. Es el puro presente.

–Pero quedan los discos. – Yo no estaba muy seguro de entenderlo, y menos aún de lo que yo mismo decía, pero la cerveza me animaba a disentir. Él me miró con curiosidad y dijo, sonriendo:

–He grabado algunos con Billy Swann. Los discos no son nada. Si son algo, cuando no están muertos, y casi todos lo están, es presente salvado. Ocurre igual con las fotografías. Con el tiempo no hay ninguna que no sea la de un desconocido. Por eso no me gusta guardarlas.

Meses más tarde supe que sí guardaba algunas, pero entendí que ese hallazgo no desmentía su reprobación del pasado. La confirmaba más bien, de una manera oblicua y acaso vengativa, como confirman el infortunio o el dolor la voluntad de estar vivo, como confirma el silencio, habría dicho él, la verdad de la música.

Algo parecido le oí decir una vez en San Sebastián, pero ahora ya no era tan proclive a esas afirmaciones enfáticas. Entonces, cuando tocaba en el Lady Bird, su trato con la música se parecía al de un enamorado que se entrega a una pasión superior a él: a una mujer que a veces lo solicita y a veces lo desdeña sin que él pueda explicarse nunca por qué le es ofrecida o negada la felicidad. Con alguna frecuencia había notado yo entonces en Biralbo, en su mirada o en sus gestos, en su manera de andar, una involuntaria propensión a lo patético, más intensa porque ahora, en el Metropolitano, se me revelaba ausente, excluida de su música, ya invisible en sus actos. Ahora miraba siempre a los ojos, y había perdido el hábito de vigilar de soslayo las puertas que se abrían. Supongo que enrojecí cuando la camarera rubia se dio cuenta de que yo la estaba mirando. Pensé: Biralbo se acuesta con ella, y me acordé de Lucrecia, de una vez que la vi sola en el paseo Marítimo y me preguntó por él. Lloviznaba, Lucrecia tenía el pelo recogido y mojado y me pidió un cigarrillo. Su aspecto era el de alguien que muy a su pesar abdica temporalmente de un orgullo excesivo. Cruzamos unas palabras, me dijo adiós y tiró el cigarrillo.

–Me he librado del chantaje de la felicidad -dijo Biralbo tras un breve silencio, mirando a la camarera, que nos daba la espalda. Desde que empezamos a beber en la barra del Metropolitano yo había estado esperando que nombrara a Lucrecia. Supe que ahora, sin decir su nombre, estaba hablándome de ella. Continuó-: De la felicidad y de la perfección. Son supersticiones católicas. Le vienen a uno del catecismo y de las canciones de la radio.

Dije que no lo entendía: lo vi mirarme y sonreír en el largo espejo del otro lado de la barra, entre las filas de relucientes botellas que atenuaba el humo, la somnolencia del alcohol.

–Sí me entiendes. Seguro que te has despertado una mañana y te has dado cuenta de que ya no necesitabas la felicidad ni el amor para estar razonablemente vivo. Es un alivio, es tan fácil como alargar la mano y desconectar la radio.

–Supongo que uno se resigna -me alarmé, ya no seguí bebiendo. Temía que si continuaba iba a empezar a hablarle de mi vida a Biralbo.

–Uno no se resigna -dijo, en voz tan baja que casi no se notaba en ella la ira-. Ésa es otra superstición católica. Uno aprende y desdeña.

Eso era lo que le había ocurrido, lo que lo había cambiado hasta afilar sus pupilas con el brillo del coraje y del conocimiento, de una frialdad semejante a la de esos lugares vacíos donde se advierte poderosamente una presencia oculta. En aquellos dos años él había aprendido algo, tal vez una sola cosa verdadera y temible que contenía enteras su vida y su música, había aprendido al mismo tiempo a desdeñar y a elegir y a tocar el piano con la soltura y la ironía de un negro. Por eso yo ya no lo conocía: nadie, ni Lucrecia, lo habría reconocido, no era necesario que se hubiera cambiado el nombre y viviera en un hotel.

Serían las dos de la madrugada cuando salimos a la calle, silenciosos y ateridos, oscilando con una cierta indignidad de bebedores tardíos. Mientras lo acompañaba a su hotel -estaba en la Gran Vía, no muy lejos del Metropolitano- fue explicándome que al fin había logrado vivir únicamente de la música. Se ganaba la vida de una manera irregular y un poco errante, tocando casi siempre en los clubs de Madrid, y algunas veces en los de Barcelona, viajando de tarde en tarde a Copenhague o a Berlín, no con tanta frecuencia como cuando vivía Billy Swann. «Pero uno no puede ser sublime sin interrupción y vivir sólo de su música», dijo Biralbo, usando una cita que procedía de los viejos tiempos: también tocaba algunas veces en sesiones de estudio, en discos imperdonables en los que por fortuna no constaba su nombre. «Pagan bien», me dijo, «y cuando uno sale de allí se olvida de lo que ha tocado». Si yo oía un piano en una de esas canciones de la radio era probable que fuese él quien lo tocaba: al decir eso sonrió como si se disculpara ante sí mismo. Pero no era cierto, pensé, él ya nunca iba a disculparse de nada, ante nadie. En la Gran Vía, junto al resplandor helado de los ventanales de la Telefónica, se apartó un poco de mí para comprar tabaco en un puesto callejero. Cuando lo vi volver, alto y oscilante, las manos hundidas en los bolsillos de su gran abrigo abierto y con las solapas levantadas, entendí que había en él esa intensa sugestión de carácter que tienen siempre los portadores de una historia, como los portadores de un revólver. Pero no estoy haciendo una vana comparación literaria: él tenía una historia y guardaba un revólver.

Capítulo II

Uno de aquellos días compré un disco de Billy Swann en el que tocaba Biralbo. He dicho que soy más bien impermeable a la música. Pero en aquellas canciones había algo que me importaba mucho y que yo casi llegaba a apresar cada vez que las oía, y se me escapaba siempre. He leído un libro -lo encontré en el hotel de Biralbo, entre sus papeles y sus fotografías- donde se dice que Billy Swann fue uno de los mayores trompetistas de este siglo. En aquel disco parecía que fuera el único, que nunca hubiera tocado nadie más una trompeta en el mundo, que estaba solo con su voz y su música en medio de un desierto o de una ciudad abandonada. De vez en cuando, en un par de canciones, se escuchaba su voz, y era la voz de un aparecido o de un muerto. Tras él sonaba muy sigilosamente el piano de Biralbo, G. Dolphin en las explicaciones de la funda. Dos de las canciones eran suyas, nombres de lugares que me parecieron al mismo tiempo nombres de mujeres: Burma, Lisboa. Con esa lucidez que da el alcohol bebido a solas me pregunté cómo sería amar a una mujer que se llamara Burma, cómo brillarían su pelo y sus ojos en la oscuridad. Interrumpí la música, cogí el impermeable y el paraguas y fui a buscar a Biralbo.

La recepción de su hotel era como el vestíbulo de uno de esos cines antiguos que parecen templos desertados. Pregunté por Biralbo y me dijeron que nadie con ese nombre estaba registrado allí. Lo describí, dije el número de su habitación, trescientos siete, aseguré que la ocupaba desde hacía alrededor de un mes. El recepcionista, que lucía un tenue cerco de grasa en torno al cuello del uniforme con galones, me hizo un gesto de recelo o de complicidad y dijo: «Pero usted me habla del señor Dolphin.» Casi culpablemente asentí, llamaron a su habitación y no estaba. Un botones que muy pronto cumpliría cuarenta años me dijo que lo había visto en el salón social. Añadió con reverencia que el señor Dolphin siempre se hacía servir allí el café y los licores.

Encontré a Biralbo recostado en un sofá de cuero dudoso y notorios costurones, mirando un programa de televisión. Ante él humeaban un cigarrillo y una taza de café. Llevaba puesto el abrigo: parecía que estuviera esperando la llegada de un tren. Los ventanales de aquel lugar desierto daban a un patio interior, y las cortinas levemente sucias exageraban la penumbra. El atardecer de diciembre se apresuraba en ellas, era como si la noche se atribuyera allí, en la oquedad sombría, reconquistas parciales. Nada de eso parecía concernir a Biralbo, que me recibió con la sonrisa de hospitalidad que otros usan únicamente en el comedor de su casa. Había en las paredes torpes cuadros de caza, y al fondo, bajo uno de esos murales abstractos que uno tiende a tomar por ofensas personales, distinguí un piano vertical. Supe luego que como huésped fiel Biralbo había obtenido el modesto privilegio de ensayar en él por las mañanas. Cundía entre el servicio la estimulante sospecha de que el señor Dolphin era un músico célebre.

Me dijo que le gustaba vivir en los hoteles de categoría intermedia. Amaba, con perverso e inalterable amor de hombre solo, la moqueta beige de los corredores, las puertas cerradas, la sucesiva exageración de los números de las habitaciones, los ascensores casi nunca compartidos con nadie en los que sin embargo hallaba señales de huéspedes tan desconocidos y solos como él, quemaduras de cigarrillos en el suelo, arañazos o iniciales en el aluminio de la puerta automática, ese olor del aire fatigado por la respiración de gente invisible. Solía regresar del trabajo y de las copas nocturnas cuando ya estaba muy próximo el amanecer, incluso en pleno día, si la noche, como a veces sucede, se prolongaba irrazonablemente más allá de sí misma: me dijo que le gustaba sobre todo esa hora extraña de la mañana en que le parecía ser el único habitante de los corredores y del hotel entero, el rumor de las aspiradoras tras las puertas entornadas, la soledad, siempre, la sensación como de propietario despojado que lo enaltecía cuando a las nueve de la mañana caminaba hacia su habitación volteando la pesada llave, palpando su lastre en el bolsillo como una culata de revólver. En un hotel, me dijo, nadie lo engaña a uno, ni siquiera uno mismo tiene coartada alguna para engañarse acerca de su vida.

–Pero Lucrecia no aprobaría que yo viviera en un hotel como éste -me dijo, no sé si aquella tarde; acaso fue la primera vez que pronunció ante mí el nombre de Lucrecia-. Ella creía en los lugares. Creía en las casas antiguas con aparadores y cuadros y en los cafés con espejos. Supongo que la entusiasmaría el Metropolitano. ¿Te acuerdas del Viena, en San Sebastián? Era la clase de sitio donde a ella le gustaba citarse con sus amigos. Creía que hay lugares poéticos de antemano y otros que no lo son.

Habló de Lucrecia con ironía y distancia, de esa manera que algunas veces uno elige para hablar de sí mismo, para labrarse un pasado. Le pregunté por ella: dijo que no sabía dónde estaba, y llamó al camarero para pedirle otro café. El camarero vino y se marchó con el sigilo de esos seres que sobrellevan con melancolía el don de la invisibilidad. En el televisor sucedía en blanco y negro un concurso de algo. Biralbo lo miraba de vez en cuando como quien empieza a familiarizarse con las ventajas de una tolerancia infinita. No estaba más gordo: era más grande o más alto y el abrigo y la inmovilidad lo agrandaban.

Lo visité muchas tardes en aquel salón, y mi memoria tiende a resumirlas en una sola, demorada y opaca. No sé si fue la primera cuando me dijo que subiera con él a su habitación. Quería darme algo, y que yo lo guardara.

Cuando entramos encendió la luz, aunque todavía no era de noche, y yo descorrí las cortinas del balcón. Abajo, al otro lado de la calle, en la esquina de la Telefónica, empezaban a congregarse hombres de piel oscura y anoraks abrochados hasta el cuello y mujeres solas y pintadas que paseaban despacio o se detenían como esperando a alguien que ya debiera haber llegado, gentes lívidas que nunca avanzaban y nunca dejaban de moverse. Biralbo examinó un momento la calle y cerró las cortinas. En la habitación había una luz insuficiente y hosca. Del armario donde oscilaban perchas vacías sacó una maleta grande y la puso encima de la cama. Tras las cortinas se oían rumorosamente los automóviles y la lluvia, que empezó a redoblar con violencia muy cerca de nosotros, sobre la marquesina donde aún no estaba encendido el rótulo del hotel. Yo olía el invierno y la humedad de la noche anunciada y me acordé sin nostalgia de San Sebastián, pero la nostalgia no es el peor chantaje de la lejanía. En una noche así, ya muy tarde, casi de madrugada, Biralbo y yo, exaltados o absueltos por la ginebra, habíamos caminado sin dignidad y sin paraguas bajo una lluvia tranquila y como tocada de misericordia, con olor de algas y de sal, asidua como una caricia, como las conocidas calles de la ciudad que pisábamos. Él se detuvo alzando la cara hacia la lluvia, bajo las ramas horizontales y desnudas de los tamarindos, y me dijo: «Yo debiera ser negro, tocar el piano como Thelonius Monk, haber nacido en Memphis, Tennessee, estar besando ahora mismo a Lucrecia, estar muerto.»

Ahora lo veía inclinado sobre la cama, buscando algo entre las ropas dobladas y ordenadas de la maleta, y de pronto pensé -veía su cara absorta en el espejo del armario- que verdaderamente era otro hombre y que yo no estaba seguro de que fuera mejor. Eso duró sólo un instante. En seguida se volvió hacia mí mostrándome un paquete de cartas atado con una goma elástica. Eran sobres alargados, con los filos azules y rojos del correo aéreo, con sellos muy pequeños y exóticos y una inclinada escritura femenina que había trazado con una tinta violeta el nombre de Santiago Biralbo y su dirección en San Sebastián. En el ángulo superior izquierdo, una sola inicial: L. Calculé que habría veinte o veinticinco cartas. Luego me dijo Biralbo que aquella correspondencia había durado dos años y que se detuvo tan abruptamente como si Lucrecia hubiera muerto o nunca hubiera existido.

Pero era él quien había tenido en aquel tiempo la sensación de no existir. Era como si se fuese gastando, me dijo, como si lo gastara el roce del aire, el trato con la gente, la ausencia. Había entendido entonces la lentitud del tiempo en los lugares cerrados donde no entra nadie, la tenacidad del óxido que tarda siglos en desfigurar un cuadro o volver polvo una estatua de piedra. Pero estas cosas me las dijo uno o dos meses después de mi primera visita. También estábamos en su habitación, y él tenía el revólver al alcance de la mano y se levantaba cada pocos minutos para mirar la calle tras las cortinas en las que relumbraba la luz azul del rótulo encendido sobre la marquesina. Había llamado al Metropolitano para decir que estaba enfermo. Sentado en la cama, junto a la lámpara de la mesa de noche, había cargado y amartillado el revólver con gestos secos y fluidos, fumando mientras lo hacía, hablándome no del hombre inmóvil a quien esperaba ver al otro lado de la calle sino de la duración del tiempo cuando nada sucede, cuando uno gasta su vida en la espera de una carta, de una llamada de teléfono.

–Llévate esto -me dijo la primera noche, sin mirar el paquete mientras me lo tendía, mirándome a los ojos-. Guarda las cartas en algún sitio seguro, aunque es probable que yo no te las pida.

Se asomó a la calle, alto y tranquilo entre los faldones de su abrigo oscuro, apartando ligeramente las cortinas. El anochecer y el brillo húmedo de la lluvia sobre el pavimento y las carrocerías de los automóviles sumían a la ciudad en una luz de desamparo. Guardé las cartas en el bolsillo y dije que debía marcharme. Con aire de fatiga Biralbo se apartó del balcón y fue a sentarse en la cama, palpándose el abrigo, buscando algo en la mesa de noche, sus cigarrillos, que no encontró. Recuerdo que fumaba siempre cortos cigarrillos americanos sin filtro. Le ofrecí uno de los míos. Le cortó el filtro, punzándolo entre los pulgares y los índices, y se tendió en la cama. La habitación no era muy grande, y yo me encontraba incómodo, parado junto a la puerta, sin decidirme a repetir que me iba. Probablemente él no me había oído la primera vez. Ahora fumaba con los ojos entornados. Los abrió para señalarme con un gesto la única silla de la habitación. Me acordé de aquella canción suya, Lisboa: cuando la oía yo lo imaginaba a él exactamente así, tendido en la habitación de un hotel, fumando muy despacio en la penumbra translúcida. Le pregunté si por fin había estado en Lisboa. Se echó a reír, dobló la almohada bajo su cabeza.

–Desde luego -dijo-. En el momento adecuado. Uno llega a los sitios cuando ya no le importan.

–¿Viste a Lucrecia allí?

–¿Cómo lo sabes? – Se incorporó del todo, aplastó el cigarrillo en el cenicero. Yo me encogí de hombros, más asombrado que él de mi adivinación.

–He oído esa canción, Lisboa. Me hizo acordarme de aquel viaje que empezasteis juntos.

-Aquel viaje -repitió-. Fue entonces cuando la compuse.

–Pero tú me dijiste que no habíais llegado a Lisboa.

–Desde luego que no. Por eso hice esa canción. ¿Tú nunca sueñas que te pierdes por una ciudad donde no has estado nunca?

Quise preguntarle si Lucrecia había continuado sola el viaje, pero no me atreví, era indudable que él no deseaba seguir hablando de aquello. Miró el reloj y fingió sorprenderse de lo tarde que era, dijo que sus músicos estarían esperándolo en el Metropolitano.

No me invitó a ir con él. En la calle nos despedimos apresuradamente y él se dio la vuelta subiéndose las solapas del abrigo y a los pocos pasos ya parecía estar muy lejos. Al llegar a mi casa me serví una copa y puse el disco de Billy Swann. Cuando uno bebe solo se comporta como el ayuda de cámara de un fantasma. En silencio se dicta órdenes y las obedece con la vaga precisión de un criado sonámbulo: el vaso, los cubitos de hielo, la dosis justa de ginebra o de whisky, el prudente posavasos sobre la mesa de cristal, no sea que luego venga alguien y descubra la reprobable huella circular no borrada por la bayeta húmeda. Me tendí en el sofá, apoyando la ancha copa en el vientre, y escuché por cuarta o quinta vez aquella música. El fajo prieto de las cartas estaba sobre la mesa, entre el cenicero y la botella de ginebra. La primera canción, Burma, estaba llena de oscuridad y de una tensión muy semejante al miedo y sostenida hasta el límite. Burma, Burma, Burma, repetía como un augurio o un salmo la voz lóbrega de Billy Swann, y luego el sonido lento y agudo de su trompeta se prolongaba hasta quebrarse en crudas notas que desataban al mismo tiempo el terror y el desorden. Constantemente la música me acuciaba hacia la revelación de un recuerdo, calles abandonadas en la noche, un resplandor de focos al otro lado de las esquinas, sobre fachadas con columnas y terraplenes de derribos, hombres que huían y que se perseguían alargados por sus sombras, con revólveres y sombreros calados y grandes abrigos como el de Biralbo.

Pero ese recuerdo que agravaron la soledad y la música no pertenece a mi vida, estoy seguro, sino a una película que tal vez vi en la infancia y cuyo título nunca llegaré a saber. Vino de nuevo a mí porque en aquella música había persecución y había terror, y todas las cosas que yo vislumbraba en ella o en mí mismo estaban contenidas en esa sola palabra, Burma, y en la lentitud de augurio con que la pronunciaba Billy Swann: Burma o Birmania, no el país que uno mira en los mapas o en los diccionarios sino una dura sonoridad o un conjuro de algo: yo repetía sus dos sílabas y encontraba en ellas, bajo los golpes de tambor que las acentuaban en la música, otras palabras anteriores de un idioma rudamente confiado a las inscripciones en piedra y a las tablas de arcilla: palabras demasiado oscuras que no pudieran ser descifradas sin profanación.

La música había cesado. Cuando me levanté para poner de nuevo el disco advertí sin sorpresa que tenía un poco de vértigo y que estaba borracho. Sobre la mesa, junto a la botella de ginebra, el paquete de cartas tenía ese aire de paciencia inmóvil de los objetos olvidados. Deshice el nudo que lo ataba y cuando me arrepentí las cartas ya se me desordenaban en las manos. Sin abrirlas las estuve mirando, examiné las fechas de los matasellos, el nombre de la ciudad, Berlín, desde donde fueron enviadas, las variaciones en el color de la tinta y en la escritura de los sobres. Una de ellas, la última, no había sido enviada por correo. Tenía apresuradamente escrita la dirección de Biralbo y los sellos pegados, pero intactos. Era una carta mucho más delgada que cualquiera de las otras. Hacia la mitad de la siguiente ginebra eludí el escrúpulo de no mirar su interior. No había nada. La última carta de Lucrecia era un sobre vacío.

Capítulo III

No siempre nos encontrábamos en el Metropolitano o en su hotel. De hecho, cuando me entregó las cartas, pasó algún tiempo antes de que volviéramos a vernos. Era como si ambos nos diéramos cuenta de que aquel gesto suyo nos había hecho incurrir en un exceso de confianza mutua que sólo atenuaríamos dejando de vernos durante algunas semanas. Yo escuchaba el disco de Billy Swann y miraba a veces, uno por uno, los largos sobres rasgados por una impaciencia en la que sin duda Biralbo ya no se reconocía, y casi nunca tuve la tentación de leer las cartas, incluso hubo días en que las olvidé entre el desconcierto de los libros y de los diarios atrasados. Pero me bastaba con mirar la cuidadosa caligrafía y la desleída tinta violeta o azul de los sobres para acordarme de Lucrecia, tal vez no la mujer a quien Biralbo amó y esperó durante tres años, sino la otra, la que yo había visto algunas veces en San Sebastián, en el bar de Floro Bloom, en el paseo Marítimo o en el de los Tamarindos, con su aire de calculado extravío, con su atenta sonrisa que lo ignoraba a uno al tiempo que lo envolvía sin motivo en una certidumbre cálida de predilección, como si uno no le importara nada o fuera exactamente la persona que ella deseaba ver en aquel justo instante. Pensé que había una incierta semejanza entre Lucrecia y la ciudad donde Biralbo y yo la habíamos conocido, la misma serenidad extravagante e inútil, la misma voluntad de parecer al mismo tiempo hospitalarias y extranjeras, esa tramposa ternura de la sonrisa de Lucrecia, del rosa de los atardeceres en las espumas lentas de la bahía, en los racimos de los tamarindos.

La vi por primera vez en el bar de Floro Bloom, acaso la misma noche en que tocaron juntos Billy Swann y Biralbo. Yo entonces terminaba regularmente las noches en el Lady Bird, sostenido por la vaga convicción de que allí iban las improbables mujeres que accederían a acostarse conmigo cuando al apagarse las luces de los últimos bares llegase con el amanecer la premura del deseo. Pero aquella noche mi propósito era un poco más preciso. Estaba citado con Bruce Malcolm, a quien en ciertos lugares llamaban el Americano. Era corresponsal de un par de revistas de arte extranjeras, y se dedicaba, me dijeron, a la exportación ilegal de pinturas y de objetos antiguos. En aquella época yo andaba más bien justo de fondos. Tenía en casa unos pocos cuadros muy sombríos, de asunto religioso, y un amigo que había pasado antes por parecidas urgencias me dijo que aquel americano, Malcolm, podría comprármelos a buen precio y pagar en dólares. Lo llamé, vino a casa, examinó los cuadros con una lupa, limpió las zonas más oscuras con un algodón empapado en algo que olía a alcohol. Hablaba un español con inflexiones sudamericanas, y tenía una voz persuasiva y aguda. Hizo concienzudas fotos de los cuadros, situándolos frente a una ventana abierta, y al cabo de unos días me llamó para decirme que estaba dispuesto a pagar mil quinientos dólares por ellos, setecientos a la entrega, el resto cuando sus socios o jefes, que estaban en Berlín, los hubieran recibido.

Me citó para pagarme en el Lady Bird. En una mesa apartada me dio setecientos dólares en billetes usados después de contarlos con una lentitud como de cajero Victoriano. Los otros ochocientos no llegué a verlos nunca. Probablemente me habría engañado aunque hubiera cumplido su promesa, pero hace años que eso dejó de importarme. Importa más que aquella noche no llegó solo al Lady Bird. Venía con él una muchacha alta y muy delgada, que se inclinaba ligeramente al andar y mostraba cuando sonreía unos dientes muy blancos y un poco separados. Tenía el pelo liso, cortado justo a la altura de los hombros, los pómulos anchos y más bien infantiles, la nariz definida por una línea irregular. No sé si la estoy recordando como la vi aquella noche o si lo que veo mientras la describo es una de las fotos que hallé entre los papeles de Biralbo. Estaban de pie, parados ante mí, de espaldas al escenario donde aún no habían aparecido los músicos, y Malcolm, el Americano, la tomó del brazo con un resuelto ademán de propiedad y de orgullo y me dijo: «Quiero presentarte a mi mujer. Lucrecia.»

Cuando el americano terminó de contar el dinero bebimos por algo que él llamó con felicidad sospechosa el éxito de nuestro negocio. Yo tenía la doble y molesta sensación de haber sido estafado y de estar actuando en una película para la que me hubieran dado insuficientes instrucciones, pero eso me ocurre con frecuencia cuando bebo entre extraños. Malcolm hablaba y bebía mucho, reprobaba mis cigarrillos, me ofrecía consejos para adquirir cuadros y dejar el tabaco, la clave era el equilibrio personal, me dijo, sonriendo mucho, apartándose el humo de la cara, escribiéndome en una servilleta la marca de ciertos caramelos medicinales que suplían la nicotina. La copa de Lucrecia permanecía intacta y vertical ante ella. Me pareció capaz de mantenerse invulnerable e idéntica a sí misma en cualquier lugar donde estuviera, pero corregí ese juicio cuando empezó a sonar el piano de Biralbo. Tocaban solos él y Billy Swann: la ausencia del contrabajo y de la batería daba a su música, a su soledad en el angosto escenario del Lady Bird, una cualidad despojada y abstracta, como la de un dibujo cubista resuelto sólo con el lápiz. En realidad, ahora me acuerdo -pero han pasado cinco años- no advertí que había comenzado la música hasta que Lucrecia nos dio la espalda para volverse hacia el fondo del local, donde los dos hombres tocaban entre la penumbra y los tornasoles del humo. Fue un solo gesto, un fulgor clandestino y tan breve como la luz de un relámpago, como esa mirada que uno sorprende en un espejo. Animado por el whisky, por el recuerdo de los setecientos dólares en mi bolsillo -en aquel tiempo cualquier cantidad considerable de dinero me parecía infinita, me imponía taxis arbitrarios y licores de lujo- yo intentaba emprender una conversación con Lucrecia ante la sonrisa ebria y benévola del americano, pero en el instante en que sonó la música ella se volvió como si Malcolm y yo no existiéramos, apretó los labios, unió sus largas manos entre las rodillas, se apartó el pelo de la cara. Dijo Malcolm: «A mi mujer le gusta mucho la música», y volcó la botella en mi copa sin hielo. Es probable que esto no sea del todo cierto, que cuando oímos a Biralbo Lucrecia no dejara de mirarme, pero sé que entonces sucedió en ella una mutación que yo noté al mismo tiempo que Malcolm. Algo estaba ocurriendo, no en el escenario donde Biralbo extendía sus manos ante el teclado y Billy Swann, todavía en silencio, alzaba su trompeta con lentitud de ceremonia, sino entre ellos, entre Lucrecia y Malcolm, en el espacio de la mesa donde ahora permanecían olvidadas las copas, en el silencio que yo intentaba ignorar como un conocido bruscamente importuno.

Había mucha gente en el Lady Bird y todos aplaudían, y un par de fotógrafos arrodillados asediaban con sus flashes a Billy Swann. Floro Bloom apoyaba en la barra su vasta envergadura de leñador escandinavo -era gordo, rubio, feliz, tenía los ojos muy pequeños y azules-, y nosotros, Lucrecia, Malcolm, yo mismo, nos interesábamos sin demasiado éxito en la música: sólo nosotros no aplaudíamos. Billy Swann se limpió la frente con un pañuelo y dijo algo en inglés, terminando con una carcajada obscena que renovó muy tímidamente los aplausos. Con la boca muy cerca del micrófono y la voz fatigada, Biralbo tradujo las palabras del otro y anunció la próxima canción. También yo lo miré entonces. Malcolm releía meditativamente el recibo que yo acababa de entregarle y desde la lejanía del humo me encontraron los ojos de Biralbo, pero no era a mí a quien buscaban. Estaban fijos en Lucrecia, como si en el Lady Bird no hubiera nadie más que ella, como si estuvieran solos entre una multitud unánime que espiara sus gestos, Mirándola dijo Biralbo en inglés y luego en español el título de la canción que iban a tocar. Mucho tiempo después, en Madrid, me estremeció reconocerla: estaba en aquel mismo disco de Billy Swann, y yo la escuché solo, inmóvil frente a un puñado de cartas que habían atravesado toda la anchura de Europa y la indiferencia del tiempo para llegar a mis manos de extraño. Todas las cosas que tú eres, dijo Biralbo, y entre esas palabras y las primeras notas de la canción hubo un corto silencio y nadie se atrevió a aplaudir. No sólo Malcolm, también yo advertí la sonrisa que iluminó las pupilas de Lucrecia sin llegar a sus labios.

He observado que los extranjeros no tienen el menor escrúpulo en cancelar sin previo aviso su amistad o su copiosa cortesía. Bajo la mirada de Biralbo -pero también, desde la barra, Floro Bloom nos estaba vigilando-, Malcolm dijo que él y Lucrecia debían marcharse, y me tendió la mano. Muy seria, sin levantarse aún, ella le contestó algo en inglés, unas palabras rápidas, muy educadas y frías. Lo vi coger su copa y depositarla otra vez en la mesa abarcándola entera con sus duros dedos sucios de pintura, como si considerara la posibilidad de romperla. No hizo nada: mientras Lucrecia le hablaba observé que Malcolm tenía la cabeza ligeramente aplastada, como un saurio. Ella no estaba irritada: no parecía que pudiera estarlo nunca. Miraba a Malcolm como si el sentido común bastara para desarmarlo, y el cuidado que ponía en pronunciar cada una de sus palabras acentuaba la suavidad de su voz casi ocultando la ironía. Cuando Malcolm volvió a hablar lo hizo en un español detestable. La ira le perjudicaba la pronunciación, lo devolvía a su naturaleza de extranjero en un país y en un idioma de confabulados hostiles. Dijo sin mirarme, sin mirar a nadie más que a Lucrecia: «Tú sabes por qué has querido que viniéramos aquí.» A ninguno de los dos le importaba mi presencia.

Decidí interesarme en el tabaco y en la música. Malcolm admitió una tregua. Sacando del bolsillo trasero de su pantalón un fajo de billetes se acercó a la barra, y estuvo un rato conversando con Floro Bloom, agitando el dinero con un poco de petulancia o de rabia en su mano derecha. Miraba de soslayo a Lucrecia, que no se había levantado, a Biralbo, ausente al otro lado del piano, muy lejos de nosotros. A veces levantaba los ojos: entonces Lucrecia se erguía imperceptiblemente, como si lo mirase por encima de un muro. Malcolm dejó el dinero dando un golpe seco en la madera de la barra y se alejó hacia la oscuridad del fondo. Entonces Lucrecia se puso de pie, descartó mi presencia, borrándome con una sonrisa, como se aparta el humo, y fue a decirle algo a Floro Bloom. La trompeta de Billy Swann cortaba el aire igual que una sostenida navaja. Lucrecia movía las manos ante la cara soñolienta de Floro, en un instante tuvo entre ellas un papel y un bolígrafo. Mientras escribía velozmente vigilaba el escenario y el corredor iluminado de rojo por donde había desaparecido Malcolm. Dobló el papel, alargó el cuerpo para esconderlo al otro lado de la barra, le devolvió a Floro el bolígrafo. Cuando Malcolm volvió, apenas un minuto más tarde, Lucrecia me estaba explicando el modo de llegar a su casa y me invitaba a comer con ellos cualquier día. Mentía con serenidad y vehemencia, casi con ternura.

Ninguno de los dos me dio la mano cuando se marcharon. Cayó tras ellos la cortina del Lady Bird y fue como si el aplauso que resonó entonces les hubiera sido dedicado. Nunca volví a verlos juntos. Nunca cobré los ochocientos dólares de mis cuadros ni volví a ver a Malcolm. En cierto modo, tampoco he visto más a aquella Lucrecia: la que vi después era otra, con el pelo mucho más largo, menos serena y más pálida, con la voluntad maltratada o perdida, con esa grave y recta expresión de quien ha visto la verdadera oscuridad y no ha permanecido limpio ni impune. Quince días después de aquel encuentro en el Lady Bird, ella y Malcolm se marcharon en un buque de carga que los llevó a Hamburgo. La dueña de su casa me dijo que habían dejado sin pagar tres meses de alquiler. Sólo Santiago Biralbo supo que se iban, pero no vio alejarse el barco de pescadores donde subieron clandestinamente a medianoche. Lucrecia le había dicho que el carguero los esperaba en alta mar, y no quiso que él se acercara al puerto para despedirla desde lejos. Dijo que le escribiría, le dio un papel con una dirección de Berlín. Biralbo lo guardó en un bolsillo y tal vez, mientras caminaba de prisa hacia el Lady Bird, porque se le había hecho muy tarde, recordó otro papel y otro mensaje que lo estaba esperando una noche de dos semanas atrás, cuando terminó de tocar con Billy Swann y fue a la barra para pedirle a Floro una copa de ginebra o de bourbon.

Capítulo IV

Los domingos yo me levantaba muy tarde y desayunaba cerveza, porque me avergonzaba un poco pedir café con leche a mediodía en un bar. En las mañanas de los domingos invernales hay en ciertos lugares de Madrid una apacible y fría luz que depura como en el vacío la transparencia del aire, una claridad que hace más agudas las aristas blancas de los edificios y en la que los pasos y las voces resuenan como en una ciudad desierta. Me gustaba levantarme tarde y leer el periódico en un bar limpio y vacío, bebiendo justo la cantidad de cerveza que me permitiera llegar a la comida en ese estado de halagüeña indolencia que le hace a uno mirar todas las cosas como si observara, dotado de un cuaderno de notas, el interior de un panal con las paredes de vidrio. Hacia las dos y media doblaba cuidadosamente el periódico y lo tiraba en una papelera, y eso me daba una sensación de ligereza que hacía muy plácido el camino hacia el restaurante, una casa de comidas aseada y antigua, con mostrador de zinc y frascos cúbicos de vino, donde los camareros ya me conocían, pero no hasta el punto de atribuirse una molesta confianza que me había hecho huir otras veces de lugares semejantes.

Uno de aquellos domingos, cuando yo esperaba la comida en una mesa del fondo, llegaron Biralbo y una mujer muy atractiva en quien tardé un poco en reconocer a la camarera rubia del Metropolitano. Tenían el aire demorado y risueño de quienes acaban de levantarse juntos. Se agregaron al grupo que esperaba turno cerca de la barra, y yo los estuve observando un rato antes de decidirme a llamarlos. Pensé que no me importaba que la melena rubia de la camarera fuese teñida. Se había peinado sin detenerse mucho ante el espejo, llevaba una falda corta y medias de color humo, y Biralbo, mientras conversaban sosteniendo cigarrillos y vasos de cerveza, le acariciaba livianamente la espalda o la cintura. Ella no había terminado de peinarse, pero se había pintado los labios de un rosa casi malva. Imaginé colillas manchadas de ese color en un cenicero, sobre una mesa de noche, pensé con melancolía y rencor que a mí nunca me había sido concedida una mujer como aquélla. Entonces me levanté para llamar a Biralbo.

La camarera rubia -se llamaba Mónica- comió muy aprisa y se marchó en seguida, dijo que tenía turno de tarde en el Metropolitano. Al decirme adiós me hizo prometerle que volveríamos a vernos y me besó muy cerca de los labios. Nos quedamos solos Biralbo y yo, mirándonos con desconfianza y pudor sobre el humo de los cafés y de los cigarrillos, sabiendo cada uno lo que el otro pensaba, descartando palabras que nos devolverían al único punto de partida, al recuerdo de tantas noches repetidas y absurdas que se resumían en una sola noche o en dos. Cuando estábamos solos, aunque no habláramos, era como si en nuestras dos vidas no hubiera existido más que el Lady Bird y las lejanas noches de San Sebastián, y la conciencia de esa similitud, de esa mutua obstinación en un tiempo desdeñado o perdido, nos condenaba a oblicuas conversaciones, a la cautela del silencio.

Quedaba muy poca gente en el comedor y ya habían bajado a medias la cortina metálica. Inopinadamente yo hablé de Malcolm, pero eso era una forma de nombrar a Lucrecia, un preludio que nos permitía no recordarla aún en voz alta. Con acotaciones de ironía le conté a Biralbo la historia de los cuadros y de los ochocientos dólares que nunca vi. Miró en torno suyo como para cerciorarse de que Mónica no estaba con nosotros y se echó a reír.

–De modo que también a ti te engañó el viejo Malcolm.

–No me engañó. Te juro que aquella noche yo supe que no iba a pagarme.

–Pero no te importaba. En el fondo te daba igual que no te pagara. A él no. Seguro que con tu dinero se pagó el viaje a Berlín. Querían marcharse y no podían. De pronto Malcolm llegó diciendo que había sobornado al capitán de aquel carguero para que los embarcara en la bodega. Tú pagaste ese viaje.

–¿Te lo dijo Lucrecia?

Biralbo volvió a reírse como si él mismo fuera el objeto de la burla y bebió un trago de café. No, Lucrecia no le había dicho nada, no se lo dijo hasta el final, hasta el último día. Nunca hablaban de las cosas reales, como si el silencio sobre lo que ocurría en sus vidas cuando no estaban juntos los defendiera mejor que las mentiras que ella urdía para ir a buscarlo o que las puertas cerradas de los hoteles a donde acudían para encontrarse durante media hora, porque a ella no siempre le daba tiempo a llegar al apartamento de Biralbo, y los minutos futuros se disolvían en nada tras el primer abrazo. Ella miraba su reloj, se vestía, disimulaba las señales rosadas que le habían quedado en el cuello con unos polvos faciales que Biralbo compró una vez por indicación suya en una tienda donde lo miraron con recelo. Sin resignarse a despedirla en el ascensor bajaba con Lucrecia a la calle y la veía decirle adiós desde la ventanilla trasera de un taxi.

Pensaba en Malcolm, que estaría solo, esperando, dispuesto a buscar en la ropa o en el pelo de ella el olor de otro cuerpo. Volvía a su casa o a la habitación del hotel y se tendía en la cama muerto de celos y de soledad. Deambulaba entre las cosas empeñado en la tarea imposible de acuciar al tiempo, de remediar el vacío de cada una de las horas y acaso de los días enteros que le faltaban para ver de nuevo a Lucrecia. Ante sus ojos sólo veía los relojes inmóviles y una cosa oscura y honda como un tumor, una sombra que ninguna luz ni ninguna tregua aliviaba, la vida que ella estaría viviendo en esos mismos instantes, la vida con Malcolm, en la casa de Malcolm, donde él, Biralbo, entró clandestinamente una vez para obtener imágenes no de la breve y cobarde ternura que logró allí de Lucrecia -tenían miedo de que Malcolm volviera, aunque estaba fuera de la ciudad, y cada ruido que oían era el de su llave en la cerradura-, sino de su otra vida, instalada desde entonces en la conciencia de Biralbo con la precisión como de instrumentos de clínica de las cosas reales. Una casa sólo imaginada, no visitada nunca, tal vez no habría alimentado tan eficazmente su dolor como el recuerdo exacto que ahora poseía de ella. La brocha y la cuchilla de afeitar de Malcolm en una repisa de cristal, bajo el espejo del cuarto de baño, la bata de Malcolm, de un tejido muy poroso y azul, colgada tras la puerta del dormitorio, sus zapatillas de fieltro bajo la cama, su fotografía en la mesa de noche, junto al despertador que él oiría cada mañana al mismo tiempo que Lucrecia… El olor de la colonia de Malcolm disperso por las habitaciones, indudable en sus toallas, la leve miseria de intimidad masculina que repelía a Biralbo como a un usurpador. El estudio de Malcolm, muy sucio, con botes llenos de pinceles y frascos de aguarrás, con reproducciones de cuadros clavadas en la pared hacía mucho tiempo. De pronto Biralbo, que había estado hablándome retrepado en su silla, sonriendo mientras dejaba la ceniza de su cigarrillo en la taza de café, se irguió y me miró muy fijo, porque acababa de encontrar en su memoria algo no recordado hasta entonces, como esos objetos que algunas veces hallamos donde no debieran estar y que hacen que miremos verdaderamente lo que ya no veíamos.

–Yo vi esos cuadros que tú le vendiste -me dijo; también ahora los veía su asombro, y tenía miedo de perder la precisión del recuerdo-. En uno de ellos había una especie de dama alegórica, una mujer con los ojos vendados que sostenía algo en la mano…

–Una copa. Una copa con una cruz. – …Tenía el pelo negro y largo, y la cara redonda, muy blanca, con colorete en los pómulos.

Hubiera querido preguntarle si sabía algo más sobre el destino de aquellos cuadros, pero a él ya no le importaba mucho lo que yo dijera. Estaba viendo algo con una claridad que su memoria le había negado hasta entonces, un yacimiento del tiempo en estado puro, pues la visión de un cuadro que nunca se había esforzado en recordar le devolvía tal vez unas horas intactas de su pasado con Lucrecia, y gradualmente, en décimas de segundo, como una luz que ha enfocado un solo rostro se extiende hasta alumbrar una habitación entera, sus ojos descubrían las cosas que aquella tarde vio alrededor del cuadro, la cercanía de Lucrecia, el peligro de que regresara Malcolm, la opresiva luz de finales de septiembre que había entonces en todas las habitaciones donde se encontraban sin saber que estaban apurando las vísperas de una ausencia de tres años.

–Malcolm nos espiaba -dijo Biralbo-. Me espiaba a mí. Alguna vez lo vi rondar el portal de mi casa, como un policía torpe, ya sabes, parado con un periódico en la esquina, tomando una copa en el bar de enfrente. Esos extranjeros creen mucho en las películas. Algunas noches iba solo al Lady Bird y se quedaba mirándome mientras yo tocaba, sentado al fondo de la barra, haciendo como que le interesaba mucho la música o la conversación de Floro Bloom. A mí me daba igual, incluso me reía un poco, pero una noche Floro me miró muy serio y me dijo, ten cuidado, ese tipo lleva una pistola.

–¿Te amenazó?

–Amenazó a Lucrecia, de una manera ambigua. A veces corría ciertos riesgos en los negocios. Supongo que no se habrían marchado tan aprisa si Malcolm no tuviera miedo de algo. Tenía tratos con gente peligrosa, y no era tan valiente como parecía. Poco después de comprarte los cuadros hizo un viaje a París. Fue entonces cuando yo estuve en su casa. Al volver le dijo a Lucrecia que había mucha gente que deseaba engañarlo, y sacó la pistola, la dejó encima de la mesa, mientras estaban cenando, luego hizo como que la limpiaba. Dijo que tenía preparado un cargador entero para quien quisiera engañarlo.

–Bravatas -dije yo-. Bravatas de cornudo.

–Juraría que no hizo aquel viaje a París. Le había dicho a Lucrecia que iba a ver no sé qué cuadros en un museo, unos cuadros de Cézanne, me acuerdo de eso. Le mintió para espiarnos. Estoy seguro de que nos vio entrar en su casa y se quedó esperando muy cerca de allí. A lo mejor tuvo la tentación de subir y sorprendernos y no llegó a atreverse.

Cuando Biralbo me dijo aquello noté un escalofrío. Estábamos terminando de tomar el café y los camareros habían ordenado ya las mesas para la cena y nos miraban sin ocultar su impaciencia, eran las cinco de la tarde y en la radio alguien hablaba fervorosamente de un partido de fútbol, pero de pronto yo había visto, desde arriba, como se ve en las películas, una calle vulgar de San Sebastián en la que un hombre, parado en la acera, levantaba los ojos hacia una ventana, con las manos en los bolsillos, con una pistola, con un periódico bajo el brazo, pisando con energía el pavimento mojado para desentumecerse los pies. Luego me di cuenta de que era algo así lo que temía ver Biralbo cuando se asomaba a la ventana de su hotel en Madrid. Un hombre que espera y disimula, no demasiado, lo justo para que quien debe verlo sepa que está ahí y que no va a marcharse.

Nos levantamos, Biralbo pagó la cuenta, al rechazar mi dinero dijo que ya no era un músico pobre. Salimos a la calle y aunque todavía daba el sol en los pisos más altos de los edificios, en los ventanales y en esa torre semejante a un faro del hotel Victoria, había una opacidad de cobre al final de las calles y un frío nocturno en los zaguanes de las casas. Sentí la vieja angustia invernal de los domingos por la tarde y agradecí que Biralbo sugiriera en seguida un lugar preciso para la próxima copa, no el Metropolitano, uno de esos bares neutros y vacíos con la barra acolchada. En tardes así no hay compañía que mitigue el desconsuelo, ese brillo de focos en el asfalto, de anuncios luminosos en la alta negrura del anochecer, que todavía tiene en la lejanía límites rojizos, pero yo prefería que hubiera alguien conmigo y que esa presencia me excusara de la obligación de elegir el regreso, de volver a mi casa caminando solo por las vastas aceras de Madrid.

–Se marcharon tan aprisa como si los persiguiera alguien -dijo Biralbo al cabo de un par de bares y de ginebras inútiles; lo dijo como si su pensamiento se hubiera detenido cuando terminamos de comer y él no siguió hablándome de Lucrecia y de Malcolm-. Porque hasta entonces habían pensado instalarse de un modo definitivo en San Sebastián. Malcolm quería poner una galería de arte, incluso estuvo a punto de alquilar un local. Pero volvió de París o de dondequiera que estuviese aquellos dos días y le dijo a Lucrecia que tenían que irse a Berlín.

–Lo que quería era alejarla de ti -dije; el alcohol me daba una rápida lucidez para adivinar las vidas de los otros.

Biralbo sonreía mirando muy atentamente la altura de la ginebra en su copa. Antes de contestarme la hizo disminuir casi un centímetro.

–Hubo un tiempo en que me halagaba pensar eso, pero ya no estoy tan seguro. Yo creo que a Malcolm, en el fondo, no le importaba que Lucrecia se acostara de vez en cuando conmigo.

–Tú no sabes cómo te miraba aquella noche en el Lady Bird. Tenía los ojos azules y redondos, ¿te acuerdas?

–…No le importaba porque sabía que Lucrecia era suya o no era de nadie. Podía haberse quedado conmigo, pero se fue con él.

–Le tenía miedo. Yo lo vi aquella noche. Tú me has dicho que la amenazó con una pistola.

–Un nueve largo. Pero ella quería marcharse. Simplemente aprovechó la ocasión que le ofrecía Malcolm. Una barca de pescadores o de contrabandistas, un carguero con matrícula de Hamburgo, que a lo mejor tenía nombre de mujer, Berta o Lotte o algo así. Lucrecia había leído demasiados libros.

–Estaba enamorada de ti. También yo vi eso. Lo habría notado cualquiera que la mirase aquella noche, hasta Floro Bloom. Te dejó una nota, ¿no? Yo la vi escribirla.

Absurdamente me empeñaba en demostrarle a Biralbo que Lucrecia había estado enamorada de él. Con indiferencia, con lejana gratitud, él seguía bebiendo y me dejaba hablar. Expulsaba el humo sin quitarse el cigarrillo de los labios, tapándose la barbilla y la boca con la mano que lo sostenía, y yo ignoraba siempre lo que había tras el brillo atento de sus ojos. Acaso seguía viendo no el dolor ni las firmes palabras, sino las cosas banales que habían trenzado, sin que él se diera cuenta, su vida, aquella nota, por ejemplo, que contenía la hora y el lugar de una cita, y que él siguió guardando mucho tiempo después, cuando ya le parecía un residuo de la vida de otro, igual que las cartas que me confió y que yo no he leído ni leeré nunca. Hacía breves gestos de impaciencia, miraba el reloj, dijo que faltaba muy poco para que tuviera que irse al Metropolitano. Me acordé de las delgadas piernas, de la sonrisa y del perfume de la camarera rubia. Era únicamente yo quien se obstinaba en seguir preguntando. Veía la mirada de Malcolm en el Lady Bird y la asignaba al hombre que espera algo y camina despacio bajo una ventana, inmóvil a veces entre la leve lluvia de San Sebastián.

Mientras, Biralbo estaba en la casa, era allí donde lo había citado Lucrecia, tal vez fue ella misma quien le sugirió a Malcolm dos días antes que su encuentro conmigo tuviera lugar en el Lady Bird… Si él la vigilaba siempre, ¿de qué otro modo habría podido Lucrecia dejarle aquella nota a Biralbo? Me di cuenta de que razonaba en el vacío: si Malcolm desconfiaba tanto, si percibía la más leve variación en la mirada de Lucrecia y estaba seguro de que en cuanto su vigilancia cesara ella iría a reunirse con Biralbo, ¿por qué no la llevó consigo cuando se fue a París?

El jueves a las siete en mi casa llama antes por teléfono no hables hasta que no oigas mi voz. Eso decía la nota, y la firma, como en las cartas, era una sola inicial: L La había escrito tan rápido que olvidó las comas, me dijo Biralbo, pero su letra era tan impecable como la de un cuaderno de caligrafía. Una letra inclinada, minuciosa, casi solícita, como un gesto de buena educación, igual que la sonrisa que me dedicó Lucrecia cuando nos presentó Malcolm. Tal vez le sonrió así cuando fue con él a la estación y le dijo adiós desde el andén. Luego se dio la vuelta, subió a un taxi y llegó a su casa justo a tiempo de recibir a Biralbo. Con la misma sonrisa, pensé, y me arrepentí en seguida: era a Biralbo y no a mí a quien debía ocurrírsele ese pensamiento.

–¿Ella lo vio marcharse? – pregunté-. ¿Estás seguro de que esperó hasta que el tren se puso en marcha?

–Y cómo quieres que me acuerde. Supongo que sí, que él se asomó a la ventanilla para decirle adiós y todo eso. Pero pudo bajarse en la estación siguiente, en la frontera de Irún.

–¿Cuándo volvió?

–No lo sé. Debió tardar dos o tres días. Pero yo estuve casi dos semanas sin saber nada de Lucrecia. Le pedía a Floro Bloom que llamara a su casa y no contestaba nadie, ya no volvió a dejarme recados en el Lady Bird. Una noche yo me atreví a llamar y alguien, no sé si Malcolm o ella misma, cogió el teléfono y luego colgó sin decir nada. Yo daba vueltas por su calle y vigilaba su portal desde el café de enfrente, pero nunca los veía salir, y ni siquiera de noche podía saber si estaban en casa, porque tenían cerrados los postigos.

–También yo llamé a Malcolm para pedirle mis ochocientos dólares.

–¿Y hablaste con él?

–Nunca, desde luego. ¿Se escondían?

–Supongo que Malcolm preparaba la huida.

–¿No te explicó nada Lucrecia?

–Sólo me dijo que se iban. No tuvo tiempo de decirme mucho más. Yo estaba en el Lady Bird, ya era de noche, pero Floro no había abierto aún. Yo ensayaba algo en el piano y él estaba ordenando las mesas, y entonces sonó el teléfono. Dejé de tocar, a cada timbrazo se me paraba el corazón. Estaba seguro de que esa vez sí era Lucrecia y temía que el teléfono no siguiera sonando. Floro tardó una eternidad en ir a cogerlo, ya sabes lo despacio que andaba. Cuando lo cogió yo estaba parado en medio del bar, ni me atrevía a acercarme. Floro dijo algo, me miró, moviendo mucho la cabeza, dijo que sí varias veces y colgó. Le pregunté quién había llamado. Quién iba a ser, me contestó, Lucrecia. Te espera dentro de quince minutos en los soportales de la Constitución.

Era una noche de las primeras de octubre, una de esas noches prematuras que lo sorprenden a uno al salir a la calle como el despertar en un tren que nos ha llevado a un país extranjero donde ya es invierno. Era temprano aún, Biralbo había llegado al Lady Bird cuando quedaba todavía en el aire una tibia luz amarilla, pero cuando salió ya era de noche y la lluvia arreciaba con la misma saña del mar contra los acantilados. Echó a correr mientras buscaba un taxi, porque el Lady Bird estaba lejos del centro, casi en el límite de la bahía, y cuando al fin uno se detuvo él estaba empapado y no acertó a decir el lugar a donde iba. Miraba en la oscuridad el reloj iluminado del salpicadero, pero como no sabía a qué hora salió del Lady Bird se hallaba extraviado en el tiempo y no creía que fuera a llegar nunca a la plaza de la Constitución. Y si llegaba, si el taxi encontraba el camino en el desorden de las calles y de los automóviles, al otro lado de la cortina de lluvia que volvía a cerrarse apenas la borraban las varillas del limpiaparabrisas, probablemente Lucrecia ya se habría marchado, cinco minutos o cinco horas antes, porque él ya no sabía calcular la dirección del tiempo.

No la vio cuando bajó del taxi. Las farolas de las esquinas no alcanzaban a alumbrar el interior sombrío y húmedo de los soportales. Oyó que el taxi se alejaba y se quedó inmóvil mientras el estupor desvanecía en nada su premura. Por un instante fue como si no recordara por qué había ido a aquella plaza tan oscura y desierta.

–Entonces la vi -dijo Biralbo-. Sin sorpresa ninguna, igual que si ahora cierro los ojos y los abro y te veo a ti. Estaba apoyada en la pared, junto a los escalones de la biblioteca; casi en la oscuridad, pero desde lejos se veía su camisa blanca. Era una camisa de verano, pero sobre ella llevaba un chaquetón azul oscuro. Por el modo en que me sonrió me di cuenta de que no íbamos a besarnos. Me dijo: «¿Has visto cómo llueve?» Yo le contesté que así llueve siempre en las películas cuando la gente va a despedirse.

–¿Así hablabais? – dije, pero Biralbo no parecía entender mi extrañeza-. ¿Después de dos semanas sin veros eso era todo lo que os teníais que decir?

–También ella tenía el pelo mojado, pero esa vez no le brillaban los ojos. Llevaba una bolsa grande de plástico, porque le había dicho a Malcolm que debía recoger un vestido, de modo que apenas le quedaban unos pocos minutos para estar conmigo. Me preguntó por qué sabía yo que aquel encuentro era el último. «Pues por las películas», le dije, «cuando llueve tanto es que alguien se va a ir para siempre».

Lucrecia miró su reloj -ése era el gesto de ella que más había temido Biralbo desde que se conocieron- y dijo que le quedaban diez minutos para tomar un café. Entraron en el único bar que estaba abierto en los soportales, un lugar sucio y con olor a pescado que a Biralbo le pareció una injuria más irreparable que la velocidad del tiempo o la extrañeza de Lucrecia. Hay ocasiones en las que uno tarda una fracción de segundo en aceptar la brusca ausencia de todo lo que le ha pertenecido: igual que la luz es más veloz que el sonido, la conciencia es más rápida que el dolor, y nos deslumbra como un relámpago que sucede en silencio. Por eso aquella noche Biralbo no sentía nada contemplando a Lucrecia ni comprendía del todo lo que significaban sus palabras ni la expresión de su rostro. El verdadero dolor llegó varias horas más tarde, y fue entonces cuando quiso recordar una por una las palabras que los dos habían dicho y no pudo lograrlo. Supo que la ausencia era esa neutra sensación de vacío.

–¿Pero no te dijo por qué se iban así? ¿Por qué en un carguero de contrabandistas y no en avión; o en tren?

Biralbo se encogió de hombros: no, no se le había ocurrido hacerle esas preguntas. Sabiendo lo que Lucrecia iba a contestar le pidió que se quedara, lo pidió sin súplica, una sola vez. «Malcolm me mataría», dijo Lucrecia, «ya sabes cómo es. Ayer volvió a enseñarme esa pistola alemana que tiene». Pero lo decía de un modo en el que nadie hubiera discernido el miedo, como si la posibilidad de que Malcolm la matara no fuera más temible que la de llegar tarde a una cita. Lucrecia era así, dijo Biralbo, con la serenidad de quien al fin ha entendido: de pronto se extinguía en ella toda señal de fervor y miraba como si no le importara perder todo lo que había tenido o deseado. Biralbo precisó: como si no le hubiera importado nunca.

No probó su café. Se levantaron al mismo tiempo los dos y permanecieron inmóviles, separados por la mesa, por el ruido del bar, alojados ya en el lugar futuro donde a cada uno lo confinaría la distancia. Lucrecia miró su reloj y sonrió antes de decir que iba a marcharse. Por un instante su sonrisa se pareció a la de quince días atrás, cuando se despidieron antes del amanecer junto a una puerta donde estaba escrito con letras doradas el nombre de Malcolm. Biralbo aún seguía en pie, pero Lucrecia ya había desaparecido en la zona de sombra de los soportales. En el reverso de una tarjeta de Malcolm había escrito a lápiz una dirección de Berlín.

Capítulo V

Esa canción, Lisboa. Yo la oía y estaba de nuevo en San Sebastián de esa manera en que uno vuelve a las ciudades en sueños. Una ciudad se olvida más rápido que un rostro: queda remordimiento o vacío donde antes estuvo la memoria, y, lo mismo que un rostro, la ciudad sólo permanece intacta allí donde la conciencia no ha podido gastarla. Uno la sueña, pero no siempre merece el recuerdo de lo que ha visto mientras dormía, y en cualquier caso lo pierde al cabo de unas horas, peor aún, en unos pocos minutos, al inclinarse sobre el agua fría del lavabo o probar el café. A esa dolencia del olvido imperfecto parecía inmune Santiago Biralbo. Decía que no se acordaba nunca de San Sebastián: que aspiraba a ser como esos héroes de las películas cuya biografía comienza al mismo tiempo que la acción y no tienen pasado, sino imperiosos atributos. Aquella noche de domingo en que me contó la partida de Lucrecia y de Malcolm

–habíamos vuelto a beber en exceso y él llegó tarde y nada sobrio al Metropolitano- me dijo cuando nos despedíamos: «Imagínate que nos vimos por primera vez aquí. No viste a alguien a quien conocías, sólo a un hombre que tocaba el piano.» Señalando el cartel donde se anunciaba la actuación de su grupo añadió: «No lo olvides. Ahora soy Giacomo Dolphin.»

Pero era mentira esa afirmación suya de que la música está limpia de pasado, porque su canción, Lisboa, no era más que la pura sensación del tiempo, intocado y transparente, como guardado en un hermético frasco de cristal. Era Lisboa y también San Sebastián del mismo modo que un rostro contemplado en un sueño contiene sin extrañeza la identidad de dos hombres. Al principio se oía como el rumor de una aguja girando en el intervalo de silencio de un disco, y luego ese sonido era el de las escobillas que rozaban circularmente los platos metálicos de la batería y un latido semejante al de un corazón cercano. Sólo más tarde perfilaba la trompeta una cautelosa melodía. Billy Swann tocaba como si temiera despertar a alguien, y al cabo de un minuto comenzaba a sonar el piano de Biralbo, que señalaba dudosamente un camino y parecía perderlo en la oscuridad, que volvía luego, en la plenitud de la música, para revelar la forma entera de la melodía, como si después de que uno se extraviara en la niebla lo alzara hasta la cima de una colina desde donde pudiera verse una ciudad dilatada por la luz.

Nunca he estado en Lisboa, y hace años que no voy a San Sebastián. Tengo un recuerdo de ocres fachadas con balcones de piedra oscurecidas por la lluvia, de un paseo marítimo ceñido a una ladera boscosa, de una avenida que imita un bulevar de París y tiene una doble fila de tamarindos, desnudos en invierno, coronados en mayo por extraños racimos de flores de un rosa pálido muy semejante al de la espuma de las olas en los atardeceres de verano. Recuerdo las quintas abandonadas frente al mar, la isla y el faro en mitad de la bahía y las luces declinantes que la circundan de noche y se reflejan en el agua con un parpadeo como de estrellas submarinas. Lejos, al fondo, estaba el rótulo azul y rosa del Lady Bird, con su caligrafía de neón, los veleros anclados que tenían en la proa nombres de mujeres o de países, los barcos de pesca que despedían un intenso olor a madera empapada y a gasolina y a algas.

A uno de ellos subieron Malcolm y Lucrecia, temiendo acaso perder el equilibrio mientras llevaban sus maletas sobre el crujido y la oscilación de la pasarela. Maletas muy pesadas, llenas de cuadros viejos, de libros, de todas las cosas que uno no se resuelve a dejar atrás cuando ha decidido irse para siempre. Mientras el barco se adentraba en la oscuridad oirían con alivio el lento estrépito del motor en el agua. Debieron de volverse para mirar desde lejos el faro de la isla, el perfil último de la ciudad iluminada, sumergida despacio al otro lado del mar. Supongo que a esa misma hora Biralbo bebía crudo bourbon sin hielo en la barra del Lady Bird, aceptando la melancólica solidaridad masculina de Floro Bloom. Me pregunté si Lucrecia había acertado a distinguir en la lejanía las luces del Lady Bird, si lo había intentado.

Sin duda las buscó cuando volvió a la ciudad al cabo de tres años y agradeció que aún estuvieran encendidas, pero ya no quiso entrar allí, no le gustaba visitar los lugares donde había vivido ni ver a los antiguos amigos, ni siquiera a Floro, tranquilo cómplice en otro tiempo de sus coartadas o sus citas, mensajero inmóvil.

Biralbo ya no creía que ella fuera a regresar nunca. Cambió su vida en aquellos tres años. Se hartó de la ignominia de tocar el órgano eléctrico en el café-piano del Viena y en las fiestas soeces de las barriadas. Obtuvo un contrato de profesor de música en un colegio femenino y católico, pero siguió tocando algunas noches en el Lady Bird, a pesar de que Floro Bloom, mansamente resignado a la quiebra por la deslealtad de los bebedores nocturnos, apenas podía pagarle ya ni sus copas de bourbon. Se levantaba a las ocho, explicaba solfeo, hablaba de Liszt y de Chopin y de la sonata Claro de luna en vagas aulas pobladas de adolescentes con uniforme azul y vivía solo en un bloque de apartamentos, a la orilla del río, muy lejos del mar. Viajaba al centro en un tren de cercanías al que llaman El Topo y esperaba cartas de Lucrecia. Por aquella época yo casi nunca lo veía. Oí que había dejado la música, que iba a marcharse de San Sebastián, que se había vuelto abstemio, que ya era alcohólico, que Billy Swann lo había llamado para que tocara con él en varios clubs de Copenhague. Alguna vez me lo crucé cuando iba a su trabajo: el pelo húmedo y peinado muy apresuradamente, un aire de docilidad o de ausencia, perceptible en su modo de llevar la corbata o la sobria cartera donde guardaba los exámenes que tal vez no corregía. Tenía un aspecto de desertor reciente de mala vida y caminaba siempre con los ojos fijos en el suelo, muy aprisa, como si llegara tarde, como si huyera sin convicción de un despertar mediocre. Una noche me encontré con él en un bar de la Parte Vieja, en la plaza de la Constitución. Estaba algo bebido, me invitó a una copa, me dijo que estaba celebrando sus treinta y un años, y que a partir de cierta edad los cumpleaños hay que celebrarlos a solas. A eso de la medianoche pagó y se fue sin demasiada ceremonia, tenía que madrugar, me explicó, encogiendo la cabeza entre las solapas del abrigo mientras hundía las manos en los bolsillos y aseguraba la cartera bajo el brazo. Tenía entonces una manera irrevocable y extraña de irse: al decir adiós ingresaba bruscamente en la soledad.

Escribía cartas y las esperaba. Se fue edificando una vida perfectamente clandestina en la que no intervenían ni el paso del tiempo ni la realidad. Todas las tardes, a las cinco, cuando terminaba sus clases, subía al Topo y regresaba a su casa, con la corbata oscura ceñida al cuello y su cartera como de cobrador de algo bajo el brazo, leía el periódico durante el breve viaje o miraba los altos bloques de pisos y los caseríos dispersos entre las colinas. Luego se encerraba con llave y ponía discos. Había comprado a plazos un piano vertical, pero lo tocaba muy poco. Prefería tenderse y fumar oyendo música. Nunca en su vida volvería a escuchar tantos discos y a escribir tantas cartas. Sacaba la llave del portal, y antes de hacerlo, desde la calle, ya miraba el buzón que tal vez contendría una carta y se estremecía al abrirlo. En los primeros dos años las cartas de Lucrecia solían llegarle cada dos o tres semanas, pero no había tarde en que él no esperara encontrar una cuando abría el buzón, y desde que se despertaba vivía para alcanzar ese instante: habitualmente cosechaba cartas de banco, citaciones del colegio, hojas de propaganda que tiraba con odio, con un poco de rencor. Automáticamente cualquier sobre que tuviera los bordes listados del correo aéreo lo sumía en la felicidad.

Pero el silencio definitivo tardó dos años en llegar, y él no podría decir que no lo hubiera esperado. Al cabo de seis meses en los que no pasó un solo día sin que él no la esperara, llegó la última carta de Lucrecia. No vino por correo: Billy Swann se la trajo a Biralbo varios meses después de que fuera escrita.

No he olvidado aquel regreso de Billy Swann a la ciudad. Supongo que hay ciudades a las que se vuelve siempre igual que hay otras en las que todo termina, y que San Sebastián es de las primeras, a pesar de que cuando uno ve la desembocadura del río desde el último puente, en las noches de invierno, cuando mira las aguas que retroceden y el brío de las olas blancas que avanzan como crines desde la oscuridad, tiene la sensación de hallarse en el fin del mundo. En los dos extremos de ese puente, que llaman de Kursaal, como si estuviera en un acantilado de Sudáfrica, hay dos altos fanales de luz amarilla que parecen los faros de una costa imposible, anunciadores de naufragios. Pero yo sé que a esa ciudad se vuelve y que lo comprobaré algún día, que cualquier otro sitio, Madrid, es un lugar de tránsito.

Billy Swann volvió de América, parece que justo a tiempo de eludir una condena por narcóticos, acaso huyendo sobre todo de la lenta declinación de su fama, pues había ingresado casi al mismo tiempo en la mitología y en el olvido: muy pocos de quienes escuchaban sus discos antiguos, me contó Biralbo, imaginaban que siguiera vivo. En la persistente soledad y penumbra del Lady Bird dio un largo abrazo a Floro Bloom y le preguntó por Biralbo. Tardó un poco en darse cuenta de que Floro no comprendía sus exclamaciones en inglés. Había llegado sin más equipaje que una maleta maltratada y el estuche de cuero negro y doble fondo donde guardaba su trompeta. Caminó a grandes zancadas entre las mesas vacías del Lady Bird, pisó enérgicamente la tarima donde estaba el piano y le quitó la funda. Con una delicadeza muy semejante al pudor tocó el preludio de un blues. Acababa de salir de un hospital de Nueva York. En un español que exigía de quien lo oyera menos atención que cualidades adivinatorias le pidió a Floro Bloom que telefoneara a Biralbo. Desde que salió del hospital vivía en un estado de permanente urgencia: tenía prisa por comprobar que no estaba muerto, por eso había regresado tan rápidamente a Europa. «Aquí un músico todavía es alguien», le dijo a Biralbo, «pero en América es menos que un perro. En los dos meses que he pasado en Nueva York sólo la Oficina de Narcóticos se interesó por mí».

Había vuelto para instalarse definitivamente en Europa: tenía grandes y nebulosos planes en los que estaba incluido Biralbo. Le preguntó por su vida en los últimos tiempos, hacía más de dos años que no sabía nada de él. Cuando Biralbo le dijo que ya casi nunca tocaba, que ahora era profesor de música en un colegio de monjas, Billy Swann se indignó: ante una botella de whisky, firmes los codos en la barra del Lady Bird, renegó de él con esa ira sagrada que exalta a veces a los viejos alcohólicos y le hizo acordarse de los antiguos tiempos: cuando tenía veintitrés o veinticuatro años y él, Billy Swann, lo encontró tocando a cambio de bocadillos y cerveza en un club de Copenhague, cuando quería aprenderlo lodo y juraba que nunca sería sino un músico y que no le importaban el hambre y la mala vida si eran el precio para conseguirlo.

–Mírame -me contó Biralbo que le dijo-: Siempre he sido uno de los grandes, antes de que esos tipos listos que escriben libros lo supieran y también después de que hayan dejado de decirlo, y si me muero mañana no encontrarás en mis bolsillos dinero suficiente para pagar mi entierro. Pero soy Billy Swann, y cuando yo me muera no habrá nadie en el mundo que haga sonar esa trompeta como lo hago yo.

Cuando apoyaba los codos en la barra los puños de su camisa retrocedían mostrando unas muñecas muy delgadas y duras y surcadas de venas. Biralbo se fijó en lo sucios que estaban los bordes de los puños y anotó con alivio, casi con gratitud, que aún permanecían en ellos los enfáticos gemelos de oro que tantas veces, en otro tiempo, había visto brillar contra las luces de los escenarios cuando Billy Swann alzaba su trompeta. Pero ya no creía seguir mereciendo su predilección, sólo temía sus palabras, el brillo húmedo de sus ojos tras las gafas. Con un vago sentimiento de culpabilidad o de estafa advirtió de pronto hasta qué punto había cambiado y claudicado en los últimos años: como una piedra arrojada al fondo de un pozo la presencia de Billy Swann estremecía la inmovilidad del tiempo. Frente a ellos, al otro lado de la barra, Floro Bloom asentía apaciblemente sin entender una sola palabra y procuraba que las copas no quedaran vacías. Pero tal vez estaba comprendiéndolo todo, pensó Biralbo al advertir una mirada de sus ojos azules. Floro Bloom lo había sorprendido cuando miraba cobardemente su reloj y calculaba las pocas horas que le quedaban aún para llegar al trabajo. Absorto en algo, Billy Swann apuró su copa, chasqueó la lengua y se limpió la boca con un pañuelo más bien sucio.

–No tengo nada más que decirte -concluyó severamente-. Ahora mira otra vez el reloj y dime que debes irte a dormir y te partiré la boca de un puñetazo.

Biralbo no se fue: a las nueve de la mañana llamó al colegio para decir que estaba enfermo. Acompañados silenciosamente por Floro Bloom siguieron bebiendo durante dos días. Al tercero Billy Swann fue ingresado en una clínica y tardó una semana en recuperarse. Volvió a su hotel con la vacilante dignidad de quien ha pasado algunos días en la cárcel, con las manos más huesudas y la voz un poco más oscura. Cuando Biralbo entró en su habitación y lo vio tendido en la cama se asombró de no haber notado hasta entonces la cara de muerto que tenía.

–Mañana debo irme a Estocolmo -dijo Billy Swann-. Tengo allí un buen contrato. En un par de meses te llamaré. Tocarás conmigo y grabaremos juntos un disco.

Al oír eso Biralbo casi no sintió alegría, ni agradecimiento, sólo una sensación de irrealidad y de miedo. Pensó que si se marchaba a Estocolmo perdería su contrato en el colegio, que tal vez le llegaría en ese tiempo una carta de Lucrecia que iba a quedarse durante varios meses abandonada e inútil en el buzón. Puedo imaginar la expresión de su cara en aquellos días: la vi en una foto del periódico donde se daba noticia de la llegada de Billy Swann a la ciudad. Se veía en ella a un hombre alto y envejecido, con la cara angulosa medio tapada por el ala de uno de esos sombreros que usaban los actores secundarios en las películas antiguas. Junto a él, menos alto, desconcertado y muy joven, estaba Santiago Biralbo, pero su nombre no venía en la nota del periódico. Por ella supe yo que Billy Swann había vuelto. Tres años después, en Madrid, comprobé que Biralbo guardaba ese recorte ya amarillo y vago entre sus papeles, junto a una foto en la que Lucrecia no se parece nada a mis recuerdos: tiene el pelo muy corto y sonríe con los labios apretados.

–En enero estuve en Berlín -dijo Billy Swann-. Vi allí a tu chica.

Tardó un poco en continuar hablando: Biralbo no se atrevía a preguntarle nada. Vio de nuevo lo que el regreso de Billy Swann le había hecho revivir: una noche de hacía más de dos años, en el Lady Bird, cuando salió a tocar buscando el rostro de Lucrecia entre las cabezas oscuras de los bebedores y lo encontró al fondo, impreciso entre el humo y las luces rosadas, sereno y firme en aquella mesa donde también estaba Malcolm y otro hombre de aspecto familiar en quien al principio no me reconoció.

–Yo llevaba un par de noches tocando en el Satchmo, un sitio muy raro, parece un bar de putas -continuó Billy Swann-. Cuando entré en el camerino ella estaba esperándome. Sacó del bolso una carta y me pidió que te la mandara. Estaba muy nerviosa, se marchó en seguida.

Biralbo aún no dijo nada: que al cabo de tanto tiempo alguien le hablara de Lucrecia, que Billy Swann hubiera estado con ella en Berlín, provocaba en él un raro estado de estupor, casi de miedo, de incredulidad. No le preguntó a Billy Swann qué había sido de la carta: tampoco se le ocurrió indagar por qué Lucrecia no la había confiado al correo. Según sus noticias, Billy Swann se había marchado de Berlín hacía tres o cuatro meses, volvió a América, casi lo dieron por muerto en aquel hospital de Nueva York donde tardó semanas en recobrar la conciencia. No quería preguntarle nada porque temía que dijera: «Olvidé la carta en el hotel de Berlín, se me extravió en un aeropuerto la maleta donde la guardaba.» Deseaba tanto leerla que tal vez en aquel instante la habría preferido a una aparición súbita de Lucrecia.

–No la he perdido -dijo Billy Swann, y se incorporó para abrir el estuche de su trompeta, que estaba sobre la mesa de noche. Todavía le temblaban las manos, la trompeta cayó al suelo y Biralbo se inclinó para recogerla. Cuando se puso en pie, Billy Swann había abierto el doble fondo del estuche y le tendía la carta.

Miró los sellos, la dirección, su propio nombre escrito con aquella letra que nunca vulnerarían la soledad ni la desgracia. Por primera vez el remite no era una larga inicial, sino un nombre completo, Lucrecia. Palpó el sobre y le pareció delgadísimo, pero no llegó a abrirlo. Lo percibía liso y sensitivo bajo las yemas de los dedos como el marfil de un teclado que aún no se decidiera a pulsar. Billy Swann había vuelto a tenderse en la cama. Era una tarde de finales de mayo, pero él estaba tendido con su traje negro y sus zapatones de cadáver y se había tapado con la colcha hasta el cuello, porque le dio frío al levantarse. Su voz era más lenta y nasal que nunca. Hablaba como repitiendo circularmente los primeros versos de un blues.

–Vi a tu chica. Yo abrí la puerta y ella estaba sentada en mi camerino. Era muy pequeño y ella estaba fumando, lo había llenado todo de humo.

–Lucrecia no fuma -dijo Biralbo; fue una satisfacción menor afirmar ese detalle, tan preciso como la exactitud de un gesto: como si de verdad recordara de pronto el color de sus ojos o el modo en que ella sonreía.

–Estaba fumando cuando yo entré. – A Billy Swann le enojaba que alguien dudara de su memoria-. Antes de verla me dio el olor de los cigarrillos. Sé distinguirlo del de la marihuana.

–¿Recuerdas qué te dijo? – Ahora sí, ahora Biralbo se atrevía. Billy Swann se volvió muy despacio hacia él, con su cabeza de mono segada por la blancura de la colcha, y sus arrugas se agravaron cuando empezó a reír.

–No dijo casi nada. Le preocupaba que yo no me acordara de ella, como a esos tipos que me encuentro de vez en cuando y me dicen: «Billy, ¿no te acuerdas de mí? Tocamos juntos en Boston el cincuenta y cuatro.» Así me habló ella, pero yo me acordaba. Me acordé cuando le vi las piernas. Puedo reconocer a una mujer entre veinte mirándole sólo las piernas. En los teatros hay muy poca luz, y uno no ve las caras de las mujeres que hay sentadas en la primera fila, pero sí sus piernas. Me gusta mirarlas mientras toco. Las veo mover las rodillas y golpear el suelo con los tacones para llevar el ritmo.

–¿Por qué te dio la carta? Tiene puestos los sellos.

–Ella no llevaba tacones. Llevaba unas botas planas, manchadas de barro. Unas botas de pobre. Tenía mejor aspecto que cuando me la presentaste aquí.

–¿Por qué tenías que ser tú quien me diera la carta?

–Supongo que le mentí. Ella quería que tú la recibieras cuanto antes. Sacó del bolso el tabaco, el lápiz de labios, un pañuelo, todas esas cosas absurdas que llevan las mujeres. Lo dejó todo en la mesa del camerino y no encontraba la carta. Hasta un revólver tenía. Se arrepintió antes de sacarlo, pero yo lo vi.

–¿Tenía un revólver?

–Un treinta y ocho reluciente. No hay nada que una mujer no pueda llevar en el bolso. Por fin sacó la carta. Yo le mentí. Ella quería que lo hiciera. Le dije que iba a verte en un par de semanas. Pero luego me marché del club y vino todo aquello de Nueva York… Puede que no le mintiera entonces. Supongo que pensaba venir a verte y que me equivoqué de avión. Pero no perdí tu carta, muchacho. La guardé en el doble fondo, como en los viejos tiempos…

Al día siguiente Biralbo despidió a Billy Swann con una doble sospecha de orfandad y de alivio. En el vestíbulo de la estación, en la cantina, en el andén, intercambiaron promesas embusteras: que Billy Swann abandonaría provisionalmente el alcohol, que Biralbo escribiría una carta blasfema para despedirse de las monjas, que iban a verse en Estocolmo dos o tres semanas más tarde. Biralbo no escribiría más cartas a Berlín, porque contra el amor de las mujeres no cabía mejor remedio que el olvido. Pero cuando el tren se alejó Biralbo entró de nuevo en la cantina y leyó por sexta o séptima vez aquella carta de Lucrecia, eludiendo sin éxito la melancolía de su apresurada frialdad: diez o doce líneas escritas en el reverso de un plano de Lisboa. Lucrecia aseguraba que regresaría pronto y le pedía disculpas por no haber encontrado otro papel donde escribirle. El plano era una borrosa fotocopia en la que había, hacia la izquierda, un punto retintado en rojo y una palabra escrita con una letra que no pertenecía a Lucrecia: Burma.

Capítulo VI

Que Floro Bloom no hubiera cerrado todavía el Lady Bird era inexplicable si uno ignoraba su inveterada pereza o su propensión a las formas más inútiles de la lealtad. Parece que su verdadero nombre era Floreal: que venía de una familia de republicanos federales y que hacia 1970 fue feliz en algún lugar del Canadá, a donde llegó huyendo de persecuciones políticas de las que no hablaba nunca. En cuanto a ese apodo, Bloom, tengo razones para suponer que se lo asignó Santiago Biralbo, porque era gordo y pausado y tenía siempre en sus mejillas una rosada plenitud muy semejante a la de las manzanas. Era gordo y rubio, verdaderamente parecía que hubiera nacido en el Canadá o en Suecia. Sus recuerdos, como su vida visible, eran de una confortable simplicidad: un par de copas bastaban para que se acordara de un restaurante de Quebec donde trabajó durante algunos meses, una especie de merendero en mitad de un bosque a donde acudían las ardillas para lamer los platos y no se asustaban si lo veían a él: movían el hocico húmedo, las diminutas uñas, la cola, se marchaban luego dando menudos saltos sobre el césped y sabían la hora exacta de la noche en que debían regresar para apurar los restos de la cena. A veces uno estaba comiendo en aquel lugar y una ardilla se le posaba en la mesa. En la barra del Lady Bird, Floro Bloom las recordaba como si pudiera verlas ante sí con sus lacrimosos ojos azules. No se asustaban, decía, como refiriendo un prodigio. Moviendo el hocico le lamían la mano, como gatitos, eran ardillas felices. Pero luego Floro Bloom adquiría el gesto solemne de aquella alegoría de la República que guardaba en la trastienda del Lady Bird y establecía vaticinios: «¿Te imaginas que una ardilla se acercara aquí a la mesa de un restaurante? La degollaban, seguro, le hincaban un tenedor.»

Aquel verano, con los extranjeros, el Lady Bird conoció una tenue edad de plata. Floro Bloom asistía a ella con un poco de fastidio: inquieto y fatigado andaba atendiendo las mesas y la barra, casi no tenía tiempo de conversar con los habituales, quiero decir, con los que sólo muy de tarde en tarde pagábamos. Desde el otro lado de la barra miraba el bar con el estupor de quien ve su casa invadida por extraños, venciendo una íntima reprobación ponía los discos que le reclamaban, escuchaba con indiferencia ecuánime confesiones de borrachos que sólo hablaban en inglés, acaso pensaba en las ardillas dóciles de Quebec cuando parecía más perdido.

Contrató a un camarero: ensayó un gesto ensimismado ante la máquina registradora que lo eximía de atender a quienes no le importaban. Durante un par de meses, hasta principios de septiembre, Santiago Biralbo volvió a tocar el piano en el Lady Bird gozando de un ilimitado crédito en botellas de bourbon. La timidez o el presentimiento del fracaso me han vedado siempre los bares vacíos: aquel verano también yo volví al Lady Bird. Elegía una esquina apartada de la barra, bebía solo, hablaba de la Ley de Cultos de la República con Floro Bloom. Cuando Biralbo terminaba de tocar tomábamos juntos la penúltima copa. De madrugada caminábamos hacia la ciudad siguiendo la curva de luces de la bahía. Una noche, cuando adquirí mi sitio y mi copa en el Lady Bird, Floro Bloom se me acercó y limpió la barra mirando a un punto indeterminado del aire.

–Vuélvete y mira a la rubia -me dijo-. No podrás olvidarla.

Pero no estaba sola. Sobre sus hombros caía una melena larga y lisa que resplandecía en la luz con un brillo de oro pálido. Había en la piel de sus sienes una transparencia azulada. Tenía los ojos impasibles y azules y mirarla era como entregarse sin remordimiento a la frialdad de una desgracia. Posadas sobre sus largos muslos se movían las manos siguiendo el ritmo de la canción que tocaba Biralbo, pero la música no llegaba a interesarle, ni la mirada de Floro Bloom, ni la mía, ni la existencia de nadie. Estaba sentada contemplando a Biralbo como una estatua puede contemplar el mar y de vez en cuando bebía de su copa, o contestaba algo al hombre que tenía junto a ella, trivial como la explicación de un grabado.

–No faltan desde hace dos o tres noches -me informó Floro Bloom-. Se sientan, piden sus copas y miran a Biralbo. Pero él no se fija. Está enajenado. Quiere irse a Estocolmo con Billy Swann, no piensa más que en la música.

–Y en Lucrecia -dije yo, a uno nunca le falta clarividencia para juzgar las vidas de los otros.

–Cualquiera sabe -dijo Floro Bloom-. Pero mira a la rubia, mira a ese tipo que viene con ella.

Era tan grande y tan vulgar que uno tardaba un rato en darse cuenta de que también era negro. Siempre sonreía, no demasiado, lo justo como para que su vasta sonrisa no pareciese una afrenta. Bebían mucho y se marchaban al final de la música y él siempre dejaba sobre la mesa propinas desmedidas. Una noche vino a la barra para pedir algo y se quedó junto a mí. Entre los dientes sostenía un cigarro, por un instante me envolvió el olor del humo que expulsaba enérgicamente por la nariz. En una mesa del fondo, recostada en la pared, lo esperaba la rubia, perdida en el tedio y en la soledad. Se me quedó mirando con sus dos copas en la mano y dijo que me conocía. Un amigo común le había hablado de mí. «Malcolm», dijo, y luego mascó el cigarro y dejó las copas en la barra como para darme tiempo a que recordara. «Bruce Malcolm», repitió con el acento más extraño que yo haya escuchado nunca, y se apartó de un manotazo el humo de la cara. «Pero me parece que aquí le llamaban el americano.»

Hablaba como ejerciendo una parodia del acento francés. Hablaba exactamente igual que los negros de las películas y decía ameguicano y me paguece y nos sonreía a Floro Bloom y a mí como si hubiera mantenido con nosotros una amistad más antigua que nuestros recuerdos. Nos preguntó quién tocaba el piano y cuando se lo dijimos repitió admirativamente: Bigalbo. Llevaba una chaqueta de cuero. La piel de sus manos tenía la pálida y tensa textura del cuero muy gastado. Tenía el pelo crespo y gris y nunca cesaba de aprobar lo que veían sus grandes ojos vacunos. Moviendo mucho la cabeza nos pidió perdón y recobró sus copas: con notorio orgullo, con humildad, nos dijo que su secretaria lo estaba esperando. Sin duda es un hecho milagroso que sin dejar ninguna de las dos copas ni quitarse de la boca el cigarro depositara una tarjeta en la barra. Floro Bloom y yo la examinamos al mismo tiempo: Toussaints Morton, decía, cuadros y libros antiguos, Berlín.

–Has conocido a todo el mundo -me dijo Biralbo, en Madrid-. A Malcolm, a Lucrecia. Incluso a Toussaints Morton.

–No tiene mérito -dije yo: no me importaba que Biralbo se burlara de mí, con aquella sonrisa de quien lo sabe todo-. Vivíamos en la misma ciudad, íbamos a los mismos bares.

–Conocíamos a las mismas mujeres. ¿Te acuerdas de la secretaria?

–Floro Bloom estaba en lo cierto. Uno la veía y ya no había modo de olvidarla. Pero era una especie de estatua de hielo. Se le notaban las venas azules bajo la piel.

–Era una hija de puta -dijo bruscamente Biralbo. No solía usar esa clase de palabras-. ¿Te acuerdas de su mirada en el Lady Bird? Me miró igual que cuando su jefe y Malcolm estaban a punto de matarme. No hace ni un año, en Lisboa.

En seguida pareció arrepentirse de lo que acababa de decir. En él eso era una estrategia o un hábito: decía algo y luego sonreía mirando hacia otra parte, como si la sonrisa o la mirada lo autorizaran a uno a no creer lo que había oído. Adoptaba entonces la misma expresión que tenía mientras estaba tocando en el Metropolitano, un aire como de somnolencia o desdén, una tranquila frialdad de testigo de su propia música o de sus palabras, tan indudables y fugaces como una melodía recién ejecutada. Pero tardó algún tiempo en volver a hablarme de Toussaints Morton y de su secretaria rubia. Cuando lo hizo, la última noche que nos vimos, en su habitación del hotel, tenía un revólver en la mano y vigilaba algo tras las cortinas del balcón. No parecía tener miedo: sólo esperaba, inmóvil, contemplando la calle, la esquina populosa de la Telefónica, tan absorto en la espera como cuando contaba los días que iban pasando desde la última carta de Lucrecia.

Él no lo sabía entonces, pero la llegada de Billy Swann fue el primer vaticinio del regreso. Unas semanas después de que se marchara apareció Toussaints Morton: también él venía de Berlín, de aquella inconcebible región del mundo donde Lucrecia seguía siendo una criatura real.

En mi memoria aquel verano se resume en unos pocos atardeceres de indolencia, de cielos púrpura y rosa sobre la lejanía del mar, de prolongadas noches en las que el alcohol tenía la misma tibieza que la llovizna del amanecer. Con bolsos de playa y sandalias de verano, con el leve vello de los muslos manchado de salitre, con la piel tenuemente enrojecida, delgadas extranjeras rubias acudían al Lady Bird a la caída de la tarde. Desde la barra, mientras servía sus copas, Floro Bloom las consideraba en silencio con ternura de fauno, elegía imaginariamente, me señalaba el perfil o la mirada de alguna, tal vez signos propicios. Ahora las recuerdo a todas, incluso a las que una o dos noches se quedaron con Floro Bloom y conmigo cuando cerró el Lady Bird, como borradores inexactos de un modelo que contenía las perfecciones dispersas en cada una de ellas: la impasible, la alta y helada secretaria de Toussaints Morton.

Al principio Biralbo no reparó en ella, entonces no se fijaba mucho en las mujeres, y cuando Floro o yo le decíamos que observara a alguna que nos atraía particularmente él se complacía en señalarle imperfecciones menores: que tenía las manos cortas, por ejemplo, o que sus tobillos eran demasiado gruesos. La tercera o la cuarta noche -ella y Toussaints Morton llegaban siempre a la misma hora y ocupaban la misma mesa próxima al escenario-, mientras recorría los rostros de los bebedores usuales, le sorprendió descubrir en aquella desconocida un gesto que le recordaba a Lucrecia, y eso hizo que la mirase varias veces, buscando una expresión que no volvió a repetirse, que acaso no había llegado a suceder, porque era una pervivencia del tiempo en que buscaba en todas las mujeres algún indicio de los rasgos, de la mirada o del andar de Lucrecia.

Aquel verano, me explicó dos años después, había empezado a darse cuenta de que la música ha de ser una pasión fría y absoluta. Tocaba de nuevo regularmente, casi siempre solo y en el Lady Bird, notaba en los dedos la fluidez de la música como una corriente tan infinita y serena como el transcurso del tiempo: se abandonaba a ella como a la velocidad de un automóvil, avanzando más rápido a cada instante, entregado a un objetivo impulso de oscuridad y distancia únicamente regido por la inteligencia, por el instinto de alejarse y huir sin conocer más espacio que el que los faros alumbran, era igual que conducir solo a medianoche por una carretera desconocida. Hasta entonces su música había sido una confesión siempre destinada a alguien, a Lucrecia, a él mismo. Ahora intuía que se le iba convirtiendo en un método de adivinación, casi había perdido el instinto automático de preguntarse mientras tocaba qué pensaría Lucrecia si pudiera escucharlo. Lentamente la soledad se le despoblaba de fantasmas: a veces, un rato después de despertarse, lo asombraba comprobar que había vivido unos minutos sin acordarse de ella. Ni siquiera en sueños la veía, sólo de espaldas, a contraluz, de modo que su rostro se le negaba siempre o era el de otra mujer. Con frecuencia deambulaba en sueños por un Berlín arbitrario y nocturno de iluminados rascacielos y faros rojos y azules sobre las aceras bruñidas de escarcha, una ciudad de nadie en la que tampoco estaba Lucrecia.

A principios de junio le escribió una carta, la última. Un mes más tarde, cuando abrió el buzón, encontró lo que no había visto desde hacía mucho tiempo, lo que ya sólo esperaba por una costumbre más arraigada que su voluntad: un largo sobre con los filos listados en el que estaban escritos el nombre y la dirección de Lucrecia. Sólo cuando ya lo había rasgado ávidamente se dio cuenta de que era la misma carta que unas semanas antes escribió él. Tenía una tachadura o una firma en lápiz rojo y cruzaba su reverso una frase escrita en alemán. Alguien en el Lady Bird se la tradujo: Desconocido en esta dirección.

Volvió a leer su propia carta, que había viajado tan lejos para regresar a él. Pensó sin amargura que llevaba casi tres años escribiéndose a sí mismo, que ya era tiempo de vivir otra vida. Por primera vez desde que conoció a Lucrecia se atrevió a imaginar cómo sería el mundo si ella no existiera, si no la hubiera encontrado nunca. Pero sólo bebiendo una ginebra o un whisky y subiendo luego a tocar el piano del Lady Bird ingresaba indudablemente en el olvido, en su vacía exaltación. Cierta noche de julio un rostro se precisó ante él: un gesto fortuito que actuó en su memoria como esa mano que al posarse sobre una cicatriz revive involuntariamente el dolor crudo de la herida.

La secretaria de Toussaints Morton lo miraba como si tuviera ante sí una pared o un paisaje inmóvil. Volvió a verla unas horas más tarde, aquella misma noche, en la estación del Topo. Era un lugar sucio y mal iluminado, con ese aire de devastación que tienen siempre los vestíbulos de las estaciones antes del amanecer, pero la rubia estaba sentada en un banco como en el diván de un salón de baile, intocada y serena, con un bolso de piel y una carpeta sobre las rodillas. Junto a ella Toussaints Morton mascaba un cigarro y sonreía a las paredes sucias de la estación, a Biralbo, que no recordaba haberlo visto en el Lady Bird. Aquella sonrisa era tal vez un saludo que él prefirió ignorar, le desagradaba la simpatía de los desconocidos. Compró un billete y esperó junto al andén oyendo que el hombre y la mujer hablaban muy quedamente a sus espaldas en una fluida mezcla de francés y de inglés que le resultaba indescifrable. De vez en cuando una poderosa carcajada masculina rompía el murmullo como de corredor de hospital y resonaba en la estación desierta. Con algo de aprensión Biralbo sospechó que el hombre se reía de él, pero no llegó a volverse. Hubo un silencio más largo: supo que lo miraban. No se movieron cuando llegó el tren. Ya en él, Biralbo los miró abiertamente desde su ventanilla y encontró la sonrisa obscena de Toussaints Morton, que movía la cabeza como diciéndole adiós. Los vio levantarse cuando el Topo abandonaba muy lentamente la estación. Debieron de subir a él dos o tres vagones más atrás del que ocupaba Biralbo, porque ya no volvió a verlos aquella noche. Pensó que tal vez continuarían el viaje hasta la frontera de Irún: antes de abrir la puerta de su casa ya se había olvidado de ellos.

Hay hombres inmunes al ridículo y a la verdad que parecen resueltamente consagrados a la encarnación de una parodia. Por aquel tiempo yo pensaba que Toussaints Morton era uno de ellos: muy alto, exageraba su estatura con botas de tacón y usaba chaquetas de cuero y camisas rosadas con amplios cuellos picudos que casi le llegaban a los hombros. Anillos de muy dudosa pedrería y cadenas doradas relumbraban en su piel oscura y en el vello de su pecho. Mascando un cigarro hediondo agrandaba su sonrisa, y llevaba siempre en el bolsillo superior de la chaqueta un largo mondadientes de oro con el que solía limpiarse las uñas, y se las olía luego discretamente, como quien aspira rapé. Un impreciso olor manifestaba su presencia antes de que uno pudiera verlo o cuando acababa, de marcharse: era la mezcla del humo de su tabaco cimarrón y del perfume que envolvía a su secretaria como una, pálida y fría emanación de su melena lisa, de su inmovilidad, de su piel rosada y translúcida.

Ahora, al cabo de casi dos años, yo he vuelto a reconocer ese olor, que ya será para siempre el del pasado y el miedo. Santiago Biralbo lo percibió por primera vez una tarde de verano, en San Sebastián, en el vestíbulo del edificio donde vivía entonces. Se había levantado muy tarde, había comido en un bar cercano y no pensaba ir al centro, porque aquella noche, era miércoles, estaría cerrado el Lady Bird. Caminaba hacia el ascensor sosteniendo todavía la llave del buzón -seguía mirándolo varias veces al día, por si acaso se retrasaba el cartero- cuando una sensación de lejana familiaridad y extrañeza le hizo erguirse y mirar en torno suyo: un segundo antes de identificar el olor vio a Toussaints Morton y a su secretaria felizmente instalados en el sofá del vestíbulo. Sobre las rodillas juntas y desnudas de la secretaria permanecían el mismo bolso y la misma carpeta que llevaba dos o tres noches antes en la estación del Topo. Toussaints Morton abrazaba una gran bolsa de papel de la que sobresalía el cuello de una botella de whisky. Sonreía casi fieramente apretando el cigarro a un lado de la boca, sólo se lo quitó cuando se puso en pie para tenderle una de sus grandes manos a Biralbo: tenía el tacto de la madera bruñida por el uso. La secretaria, Biralbo supo luego que se llamaba Daphne, hizo un gesto casi humano cuando se levantó: echando a un lado la cabeza se apartó el pelo de la cara, le sonrió a Biralbo, únicamente con los labios.

Toussaints Morton hablaba en español como quien conduce a toda velocidad ignorando el código y haciendo escarnio de los guardias. Ni la gramática ni la decencia entorpecieron nunca su felicidad, y cuando no encontraba una palabra se mordía los labios, decía miegda y se trasladaba a otro idioma con la soltura de un estafador que cruza la frontera con pasaporte falso. Pidió disculpas a Biralbo por su intgomisión: se declaró devoto del jazz, de Art Tatum, de Billy Swann, de las tranquilas veladas en el Lady Bird: dijo que prefería la intimidad de los recintos pequeños a la evidente bobería de la muchedumbre -el jazz, como el flamenco, era una pasión de minorías-: dijo su nombre y el de su secretaria, aseguró que regentaba en Berlín un discreto y floreciente negocio de antigüedades, más bien clandestino, sugirió, si uno abre una tienda e instala un rótulo luminoso los impuestos rápidamente lo decapitan. Señaló vagamente la carpeta de su secretaria, la bolsa de papel que él mismo sostenía: en Berlín, en Londres, en Nueva York -sin duda Biralbo había oído hablar de la Nathan Levy Gallery-, Toussaints Morton era alguien en el negocio de los grabados y los libros antiguos.

Daphne sonreía con la placidez de quien escucha el ruido de la lluvia. Biralbo ya había abierto la puerta del ascensor y se disponía a subir solo al piso octavo, un poco aturdido, siempre le ocurría eso cuando hablaba con alguien después de estar solo durante muchas horas. Entonces Toussaints Morton retuvo ostensiblemente la puerta del ascensor apoyando en ella la rodilla y dijo, sonriendo, sin quitarse el cigarro de la boca:

–Lucrecia me habló mucho de usted allá en Berlín. Fuimos grandes amigos. Decía siempre: «Cuando no me quede nadie, todavía me quedará Santiago Biralbo.»

Biralbo no dijo nada. Subieron juntos en el ascensor, manteniendo un difícil silencio únicamente mitigado por la sonrisa irrompible de Toussaints Morton, por la fijeza de las pupilas azules de su secretaria, que miraba la rápida sucesión de los números iluminados como vislumbrando el paisaje creciente de la ciudad y su serena lejanía. Biralbo no les dijo que entraran: se internaron en el corredor de su casa con el complacido interés de quien visita un museo de provincias, examinando aprobadoramente los cuadros, las lámparas, el sofá donde en seguida se sentaron. De pronto Biralbo estaba parado ante ellos y no sabía qué decirles, era como si al entrar en su casa los hubiera encontrado conversando en el sofá del comedor y no acertara a expulsarlos ni a preguntar por qué estaban allí. Cuando pasaba muchas horas solo su sentido de la realidad se le volvía particularmente quebradizo: tuvo una breve sensación de extravío muy semejante a la de algunos sueños, y se vio a sí mismo parado ante dos desconocidos que ocupaban su sofá, intrigado no por el motivo de su presencia sino por los caracteres de la inscripción que había en la medalla de oro que llevaba al cuello Toussaints Morton. Les ofreció una copa: recordó que no tenía nada de beber. Gozosamente Toussaints Morton descubrió la mitad de la botella que traía y señaló la marca con su ancho dedo índice. Biralbo pensó que tenía dedos de contrabajista.

–Lucrecia siempre lo decía: «Mi amigo Biralbo sólo bebe el mejor bourbon.» Me pregunto si éste será lo bastante bueno para usted. Daphne lo encontró y me dijo: «Toussaints, es algo caro, pero ni en Tennessee lo encontrarás mejor.» Y la cuestión es que Daphne no bebe. Tampoco fuma, y no come más que verduras y pescado hervido. Díselo tú, Daphne, el señor habla inglés. Pero ella es muy tímida. Me dice: «Toussaints, ¿cómo puedes hablar tanto en tantos idiomas?» «¡Porque tengo que decir todo lo que no dices tú!», le contesto… ¿Lucrecia no le habla de mí?

Como si el impulso de su carcajada lo empujara hacia atrás Toussaints Morton apoyó la espalda en el sofá, posando una mano grande y oscura en las rodillas blancas de Daphne, que sonrió un poco, serena y vertical.

–Me gusta esta casa. – Toussaints Morton paseó una mirada ávida y feliz por el comedor casi vacío, como agradeciendo una hospitalidad largamente apetecida-. Los discos, los muebles, ese piano. De niño mi madre quería que yo aprendiera a tocar el piano. «Toussaints», me decía, «alguna vez me lo agradecerás». Pero yo no aprendí. Lucrecia siempre me hablaba de esta casa. Buen gusto, sobriedad. En cuanto lo vi a usted la otra noche se lo dije a Daphne: «Él y Lucrecia son almas gemelas.» Conozco a un hombre mirándolo una sola vez a los ojos. A las mujeres no. Hace cuatro años que Daphne es mi secretaria, ¿y cree usted que la conozco? No más que al presidente de los Estados Unidos…

«Pero Lucrecia nunca ha estado aquí», pensó lejanamente Biralbo: la risa y las incesantes palabras de Toussaints Morton actuaban como un somnífero sobre su conciencia. Aún estaba de pie. Dijo que iría a buscar vasos y un poco de hielo. Cuando les preguntó si querían agua, Toussaints Morton se tapó la boca como fingiendo que no podía detener la risa.

–Por supuesto que queremos agua. Daphne y yo pedimos siempre whisky con agua en los bares. El agua es para ella, el whisky para mí.

Cuando Biralbo volvió de la cocina Toussaints Morton estaba de pie junto al piano y hojeaba un libro, lo cerró de golpe, sonriendo, ahora fingía una expresión de disculpa. Por un instante Biralbo advirtió en sus ojos una inquisidora frialdad que no formaba parte de la simulación: ojos grandes y muertos, con un cerco rojizo en torno a las pupilas. Daphne, la secretaria, tenía las manos juntas y extendidas ante sí, con las palmas hacia abajo, y se miraba las uñas. Las tenía largas y sonrosadas, sin esmalte, de un rosa un poco más pálido que el de su piel.

–Permítame -dijo Toussaints Morton. Le quitó a Biralbo la bandeja de las manos y llenó dos vasos de bourbon, hizo como si al inclinar la botella sobre el vaso de Daphne recordara de pronto que ella no bebía. Dejó el suyo sobre la mesa del teléfono después de paladear ruidosamente el primer trago. Se hundió más en el sofá, confortado, casi hospitalario, prendiendo con amplia felicidad su cigarro apagado.

–Yo lo sabía -dijo-. Sabía cómo era usted antes de verlo. Pregúntele a Daphne. Le decía siempre: «Daphne, Malcolm no es el hombre adecuado para Lucrecia, no mientras viva ese pianista que se quedó en España.» Allá en Berlín Lucrecia nos hablaba tanto de usted… Cuando no estaba Malcolm, desde luego. Daphne y yo fuimos como una familia para ella cuando se separaron. Daphne se lo puede decir: en mi casa Lucrecia tenía siempre a su disposición una cama y un plato de comida, no fueron buenos tiempos para ella.

–¿Cuándo se separó de Malcolm? – dijo Biralbo. Toussaints Morton lo miró entonces con la misma expresión que lo había inquietado cuando volvió al comedor con los vasos y el hielo, e inmediatamente rompió a reír.

–¿Te das cuenta, Daphne? El señor se hace de nuevas. No necesario, amigo, ustedes ya no tienen que esconderse, no delante de mí. ¿Sabe que algunas veces fui yo quien echó al correo las cartas que le escribía Lucrecia? Yo, Toussaints Morton. Malcolm la quería, él era mi amigo, pero yo me daba cuenta de que ella estaba loca por usted. Daphne y yo conversábamos mucho sobre eso, y yo le decía, «Daphne, Malcolm es mi amigo y mi socio pero esa chica tiene derecho a enamorarse de quien quiera». Eso es lo que pensaba yo, pregúntele a Daphne, no tengo secretos para ella.

A Biralbo las palabras de Toussaints Morton comenzaban a producirle un efecto de irrealidad muy semejante al del bourbon: sin que él se diera cuenta habían bebido ya más de la mitad de la botella, porque Toussaints Morton no cesaba de volcarla con brusquedad sobre los dos vasos, manchando la bandeja, la mesa, limpiándolas en seguida con un pañuelo de colores tan largo como el de un ilusionista. Biralbo, que desde el principio sospechó que mentía, empezaba a escucharlo con la atención de un joyero no del todo indecente que se aviene por primera vez a comprar mercancía robada.

–No sé nada de Lucrecia -dijo-. No la he visto desde hace tres años.

–Desconfía. – Toussaints Morton movió melancólicamente la cabeza mirando a su secretaria como si buscara en ella un alivio para la ingratitud-. ¿Te das cuenta, Daphne? Igual que Lucrecia. No me sorprende, señor -se volvió digno y serio hacia Biralbo, pero en sus ojos había la misma mirada indiferente al juego y a la

simulación-. También ella desconfió de nosotros. Díselo, Daphne. Dile que se marchó de Berlín sin decirnos nada.

–¿Ya no vive en Berlín?

Pero Toussaints Morton no le contestó. Se puso en pie muy trabajosamente, apoyándose en el respaldo del sofá, jadeando con el cigarro en la boca entreabierta. La secretaria lo imitó con un gesto automático, la carpeta como acunada entre los brazos, el bolso al hombro. Cuando se movía, su perfume se dilataba en el aire: había en él una sugerencia de ceniza y de humo.

–Está bien, señor -dijo Toussaints Morton, herido, casi triste. Al verlo de pie recordó Biralbo lo alto que era-. Lo entiendo. Entiendo que Lucrecia no quiera saber nada de nosotros. Hoy en día no significan nada los viejos amigos. Pero dígale que Toussaints Morton estuvo aquí y deseaba verla. Dígaselo.

Impulsado por una absurda voluntad de disculpa Biralbo repitió que no sabía nada de Lucrecia: que no estaba en San Sebastián, que tal vez no había regresado a España. Los tranquilos y ebrios ojos de Toussaints Morton permanecían fijos en él como en la evidencia de una mentira, de una innecesaria deslealtad. Antes de entrar en el ascensor, cuando ya se marchaban, le tendió a Biralbo una tarjeta: aún no pensaban regresar a Berlín, le dijo, se quedarían unas semanas en España, si Lucrecia cambiaba de opinión y quería verlos ahí le dejaban un teléfono de Madrid. Biralbo se quedó solo en el pasillo y cuando entró de nuevo en su casa cerró con llave la puerta. Ya no se escuchaba el ruido del ascensor, pero el humo de los cigarrillos de Toussaints Morton y el perfume de su secretaria aún permanecían casi sólidamente en el aire.

Capítulo VII

–Míralo -dijo Biralbo-. Mira cómo sonríe.

Me acerqué a él y aparté ligeramente la cortina para mirar a la calle. En la otra acera, inmóvil y más alto que quienes pasaban a su lado, Toussaints Morton miraba y sonreía como aprobándolo todo: la noche de Madrid, el frío, las mujeres quietas que fumaban cerca de él, al filo de la acera, apoyadas en un indicador de dirección, en la pared de la Telefónica.

–¿Sabe que estamos aquí? – me aparté del balcón: me había parecido que la mirada de Toussaints Morton me alcanzaba, desde lejos.

–Seguro -dijo Biralbo-. Quiere que yo lo vea. Quiere que sepa que me ha encontrado.

–¿Por qué no sube?

–Tiene orgullo. Quiere darme miedo. Lleva dos días ahí.

–No veo a su secretaria.

–Tal vez la ha mandado al Metropolitano. Por si yo salgo por otra puerta. Lo conozco. Todavía no quiere atraparme. Por ahora sólo pretende que yo sepa que no puedo escaparme de él.

–Apagaré la luz.

–Da igual. Él sabrá que seguimos aquí.

Biralbo echó del todo las cortinas y se sentó en la cama sin soltar el revólver. La habitación se me volvía cada vez más pequeña y oscura bajo la sucia luz de las mesas de noche. Sonó entonces el teléfono: era un modelo antiguo, negro y muy anguloso, de aspecto funeral. Parecía únicamente concebido para transmitir desgracias. Biralbo lo tenía al alcance de la mano: se lo quedó mirando y luego me miró a mí mientras sonaba, pero no lo descolgó. Yo deseaba que cada timbrazo fuera el último, pero volvía a repetirse tras un segundo de silencio, más estridente aún y más tenaz, como si lleváramos horas escuchando. Al fin cogí el teléfono: pregunté quién era y no me contestó nadie, luego escuché un pitido intermitente y agudo. Biralbo no se había movido de la cama: estaba fumando y ni siquiera me miraba, comenzó a silbar una lenta canción al mismo tiempo que expulsaba el humo. Me asomé al balcón. Toussaints Morton ya no estaba en la acera de la Telefónica.

–Volverá -dijo Biralbo-. Siempre vuelve.

–¿Qué quiere de ti?

–Algo que yo no tengo.

–¿Vas a ir al Metropolitano esta noche?

–No me apetece tocar. Llama tú de mi parte y pregunta por Mónica. Dile que estoy enfermo.

Hacía un calor insano en la habitación, el aire caliente zumbaba en los acondicionadores, pero Biralbo no se había quitado el abrigo, parecía que de verdad estuviera enfermo. Siempre lo veo con él en mis recuerdos de aquellos últimos días, siempre tendido en la cama, o fumando tras las cortinas del balcón, la mano derecha en el bolsillo del abrigo, buscando el tabaco, acaso la culata de su revólver. En el armario guardaba un par de botellas de whisky. Bebíamos en los vasos opacos del lavabo, metódicamente, sin atención ni placer, el whisky sin hielo me quemaba los labios, pero yo seguía bebiendo y casi nunca decía nada, sólo escuchaba a Biralbo y miraba de vez en cuando hacia la otra acera de la Gran Vía, buscando la alta figura de Toussaints Morton, estremeciéndome al confundirlo con cualquiera de los hombres de piel oscura que se detenían en las esquinas al anochecer. Desde la calle subía el miedo hacia mí como un sonido de sirenas lejanas: era una sensación de intemperie, de soledad y viento frío de invierno, como si los muros del hotel y sus puertas cerradas ya no pudieran defenderme.

Pero Biralbo no tenía miedo: no podía tenerlo, porque no le importaba lo que ocurriera en el exterior, al otro lado de la calle, tal vez mucho más cerca, en los corredores de su hotel, detrás de la puerta, cuando sonaban pasos amortiguados y llaves girando en una cerradura muy próxima y era un huésped desconocido e invisible al que luego oíamos toser en la habitación contigua. Con frecuencia limpiaba su revólver empleando en ello la desocupada atención de quien se lustra los zapatos. Recuerdo la marca inscrita en el cañón: Colt trooper 38. Tenía la extraña belleza de una navaja recién afilada, en su forma reluciente había una sugestión de irrealidad, como si no fuera un revólver que súbitamente podía disparar o matar, sino un símbolo de algo, letal en sí mismo, en su recelosa inmovilidad, igual que un frasco de veneno guardado en un armario.

Había pertenecido a Lucrecia. Ella lo trajo de Berlín, era un atributo de su nueva presencia, como el pelo tan largo y las gafas oscuras y la inexpresada voluntad de sigilo y de incesante huida. Volvió cuando Biralbo ya había dejado de esperarla: no vino del pasado ni del Berlín ilusorio de las postales y las cartas, sino de la pura ausencia, del vacío, investida de otra identidad tan ligeramente perceptible en su rostro de siempre como el acento extranjero con que entonaba ahora algunas palabras. Volvió una mañana de noviembre: el teléfono despertó a Biralbo, y al principio no reconoció aquella voz, porque también la había olvidado, como el color exacto de los ojos de Lucrecia.

–A la una y media -dijo ella-. En ese bar del paseo Marítimo. La Gaviota. ¿Te acuerdas?

Biralbo no se acordaba: colgó el teléfono y miró el despertador como si volviera de un sueño: eran las doce y media de una mañana gris y enrarecida por la doble extrañeza de no haber ido al trabajo y de escuchar la voz de Lucrecia, reciente aún, recobrada, casi desconocida, no imposible al cabo de los años y de la lejanía, sino instalada en un punto preciso de la realidad, en un minuto accesible y futuro, la una y media, había dicho ella, y luego el nombre del bar y una liviana despedida que confirmaba su ingreso en el territorio de las citas posibles, de los rostros que no es necesario imaginar porque basta una llamada de teléfono para invocar su presencia. Ahora el tiempo comenzó a avanzar para Santiago Biralbo a una velocidad que le era desconocida y lo volvía inhábil, como si estuviera tocando con músicos demasiado rápidos para él. Su propia lentitud se había traspasado a las cosas, de modo que el calentador de la ducha parecía que nunca fuera a encenderse y la ropa limpia había desaparecido del armario donde siempre estuvo, y el ascensor estaba ocupado y tardaba horas en subir, y no había taxis en el barrio, en ningún lugar de la ciudad, nadie esperaba un tren en la estación del Topo.

Notó que esa suma de contratiempos menores lo distraía de pensar en Lucrecia: quince minutos antes de que concluyeran los tres años de su ausencia, mientras Biralbo buscaba un taxi, Lucrecia estuvo más lejos que nunca de su pensamiento. Sólo cuando subió al taxi y dijo a dónde iba recordó estremeciéndose de miedo que verdaderamente estaba citado con ella, que iba a verla igual que veía sus propios ojos asustados en el retrovisor. Pero no era su propia cara la que estaba mirando, sino otra cuyos rasgos le resultaban parcialmente extraños, porque era la que iba a ser mirada por Lucrecia, juzgada por ella, interrogada en busca de esas señales del tiempo que sólo ahora Biralbo era capaz de advertir, como si pudiera verse a sí mismo desde los ojos de Lucrecia.

Aun antes de encontrarse con ella lo imantaba su presencia invisible, porque la premura y el miedo también eran Lucrecia, y la sensación de abandonarse a la velocidad del taxi, como en el pasado, como cuando acudía a una cita en la que durante media hora iba a jugarse clandestinamente la vida. Pensó que en los últimos tres años el tiempo había sido una cosa inmóvil, como el espacio cuando se viaja de noche por llanuras sin luces. Había medido su duración por la distancia entre las cartas de Lucrecia, porque los otros actos de su vida se le representaban en la negligente memoria como figuras en un relieve plano, como incisiones o manchas en la pared que miraba muy fijo cuando se acostaba y no dormía. Ahora, en el taxi, no había pormenor que no fuese único y arrasado por el tiempo y desvanecido en él: en el tiempo imperioso que otra vez debía medir por minutos y aun por fracciones de segundo, en el reloj que había ante él, a un lado del volante, en el de la iglesia por donde pasó a la una y veinte, en el que imaginaba ya en la muñeca de Lucrecia, secreto y asiduo como el latido de su sangre. Igual que había recobrado la seguridad increíble de que Lucrecia existía recobraba el miedo a llegar tarde: también a haber engordado y a haberse envilecido, a ser indigno del recuerdo de ella o infiel a los vaticinios de su imaginación.

El taxi entró en la ciudad, costeó las alamedas del río, cruzó la avenida de los Tamarindos y los callejones húmedos de la Parte Vieja y surgió bruscamente en el paseo Marítimo, frente a un ilimitado mediodía gris surcado de gaviotas suicidas entre la llovizna. Un hombre impasible y solo, con abrigo oscuro y sombrero terciado sobre la cara, estaba mirando el mar como si contemplara el fin del mundo. Ante él, al otro lado de la barandilla, las olas saltaban sobre los rompientes en altas erupciones de espuma. Biralbo creyó ver que el hombre cobijaba un cigarrillo en la mano ahuecada para defenderlo del viento. Pensó: yo soy ese hombre. El bar donde lo había citado Lucrecia estaba sobre un acantilado que se internaba en el mar. Vio el brillo de sus cristaleras al doblar una curva. De pronto la vida entera de Biralbo cabía en los dos minutos que faltaban para que se detuviera el taxi. Sobre las crestas grises de las olas se mecían gaviotas inmóviles. Al verlas desde la ventanilla Biralbo recordó al hombre del abrigo oscuro: tenía en común con ellas la indiferencia ante el desastre. Pero ése era un modo de no pensar en el hecho pavoroso de que le quedaban segundos para encontrarse con Lucrecia. El taxista se detuvo a un lado del paseo y se quedó mirando a Biralbo en el retrovisor. «La Gaviota», dijo casi con solemnidad: «Hemos llegado.»

A pesar de las grandes cristaleras del fondo, en La Gaviota había una opacidad de encuentros clandestinos, de whisky a deshoras y prudente alcoholismo. Las puertas automáticas se abrieron silenciosamente ante Biralbo. Vio mesas limpias y desiertas con manteles a cuadros, y una barra muy larga en la que no había nadie. Al otro lado de las cristaleras estaba la isla coronada por el faro, y tras ella la lejanía gris de los acantilados y el mar, el verde oscuro de las colinas sesgadas por la niebla. Serenamente, como si fuera otro, recordó una canción: Stormy weather. Eso le hizo acordarse de Lucrecia.

Pensó que había llegado tarde: que había equivocado la hora o el lugar de la cita. De perfil contra el remoto paisaje enturbiado a veces por las salpicaduras de la espuma una mujer fumaba ante una copa ancha y translúcida de la que no bebía. El pelo muy largo y las gafas oscuras le tapaban la cara. Se puso en pie, dejó las gafas en la mesa. «Lucrecia», dijo Biralbo, sin moverse aún, pero no la estaba llamando, incrédulamente la nombraba.

No imagino estas cosas, no busco sus pormenores en las palabras que me ha dicho Biralbo. Las veo como desde muy lejos, con una precisión que no debe nada ni a la voluntad ni a la memoria. Veo la lentitud de su abrazo tras los ventanales de La Gaviota, en la luz pálida de aquel mediodía de San Sebastián, como si en aquel instante yo hubiera estado caminando por el paseo Marítimo y hubiera visto de soslayo que un hombre y una mujer se abrazaban en un bar desierto. Lo veo todo desde el porvenir, desde las noches de recelo y alcohol en el hotel de Biralbo, cuando él me contaba el regreso de Lucrecia procurando entibiarlo con una ironía desmentida por la expresión de sus ojos, por el revólver que guardaba en la mesa de noche.

Al abrazar a Lucrecia notó en su pelo un olor que le era extraño. Se apartó para mirarla bien y lo que vio no fue el rostro que sus recuerdos le negaron durante tres años ni los ojos cuyo color tampoco ahora podía precisar, sino la pura certidumbre del tiempo: estaba mucho más delgada que entonces y la melena oscura y la fatigada palidez de los pómulos le afilaban los rasgos. La cara de uno es un vaticinio que siempre acaba por cumplirse. La de Lucrecia le pareció más desconocida y más hermosa que nunca porque contenía las señales de una plenitud que tres años atrás sólo estaba anunciada y que al cumplirse hacía que se dilatara sobre ella el amor de Biralbo. En otro tiempo Lucrecia solía vestirse de colores vivos y se cortaba siempre el pelo a la altura de los hombros. Ahora llevaba un pantalón negro muy ceñido, que acentuaba su delgadez, y un sumario anorak gris. Ahora fumaba cigarrillos americanos y bebía más velozmente que Biralbo, apurando las copas con determinación masculina. Lo vigilaba todo tras los cristales de sus gafas oscuras: se echó a reír cuando Biralbo le preguntó qué significaba la palabra Burma. Nada, le dijo, un sitio de Lisboa: había usado el reverso de aquel plano fotocopiado porque le apetecía escribirle y no encontraba papel.

–Ya no volvió a apetecerte -dijo Biralbo, sonriendo, para atenuar la queja inútil, la reprobación que él mismo advertía en su voz.

–Todos los días. – Lucrecia se echó el pelo hacia atrás, conteniéndolo con las manos apoyadas en las sienes-. Todos los días y a todas horas sólo pensaba en escribirte. Te escribía aunque no lo hiciera. Te iba contando todas las cosas a medida que me sucedían. Todas, incluso las peores. Incluso las que ni yo misma habría querido saber. Tú también dejaste de escribirme.

–Sólo cuando me devolvieron una carta.

–Me marché de Berlín.

–¿En enero?

–¿Cómo lo sabes? – Lucrecia sonrió: jugaba con un cigarrillo sin encender, con las gafas. En su atenta mirada había una distancia más definitiva y gris que la de la ciudad tendida en la bahía, dispersa tras las colinas y la bruma.

–Billy Swann te vio entonces. Acuérdate.

–Tú te acuerdas de todo. Siempre me daba miedo tu memoria.

–No me dijiste que pensabas separarte de Malcolm.

–No lo pensaba: una mañana me desperté y lo hice. Aún no ha terminado de creérselo.

–¿Sigue en Berlín?

–Supongo. – En la mirada de Lucrecia había una resolución que por primera vez ignoraba la duda y el miedo: también la piedad, pensó Biralbo-. Pero no he sabido nada de él desde entonces.

–¿A dónde te fuiste? – A Biralbo le daba miedo preguntar. Notaba que iba a llegar a un límite tras el que ya no se atrevería a seguir. Sin eludir su mirada Lucrecia guardó silencio: podía negar algo sin decir que no ni mover la cabeza, sólo mirando fijamente a los ojos.

–Quería ir a cualquier sitio donde él no estuviera. Ni él ni sus amigos.

–Uno de ellos estuvo aquí -dijo lentamente Biralbo-. Toussaints Morton.

Lucrecia hizo un brevísimo gesto de alarma que no llegó a conmover su mirada ni la línea delgada y rosa de sus labios. Por un instante miró en torno suyo como si temiera ver a Toussaints Morton sentado a una mesa cercana, acodado en la barra, sonriendo tras el humo de uno de sus chatos cigarros.

–Este verano, en julio -continuó Biralbo-. Creía que tú estabas en San Sebastián. Me dijo que erais grandes amigos.

–Él no es amigo de nadie, ni siquiera de Malcolm.

–Estaba seguro de que tú y yo vivíamos juntos -dijo Biralbo con melancolía y pudor, y cambió de tono en seguida-. ¿Tiene negocios con Malcolm?

–Trabaja solo, con esa secretaria suya, Daphne. Malcolm era una especie de asalariado. Malcolm ha sido siempre la mitad de importante de lo que él mismo piensa.

–¿Te amenazó?

–¿Malcolm?

–Cuando le dijiste que te ibas.

–No dijo nada. No se lo creía. No podía creer que una mujer lo dejara. Aún estará esperándome.

–A Billy Swann le pareció que tenías miedo de algo cuando fuiste a verle.

–Billy Swann bebe mucho. – Lucrecia sonrió de una manera que Biralbo desconocía: era como su forma de apurar una copa o de sostener un cigarro, señales del tiempo, de la tibia extrañeza, de una antigua lealtad gastada en el vacío-. No puedes imaginar mi alegría cuando supe que estaba en Berlín. No quería oírlo tocar, sólo que me hablara de ti.

–Ahora está en Copenhague. Me llamó el otro día: lleva seis meses sin beber.

–¿Por qué no estás tú con él?

–Tenía que esperarte.

–No me voy a quedar en San Sebastián.

–Tampoco yo. Ahora puedo irme.

–Ni siquiera sabías que yo fuera a volver.

–A lo mejor es que no has vuelto.

–Estoy aquí. Soy Lucrecia. Tú eres Santiago Biralbo.

Lucrecia alargó sus manos sobre la mesa hasta unirlas con las de Biralbo, que permanecieron inmóviles. Le tocó la cara y el pelo como para reconocerlo con una certeza que no lograba la mirada. Acaso no la conmovía la ternura, sino la sensación de una mutua orfandad. Dos años más tarde, en Lisboa, durante una noche y un amanecer de invierno, Biralbo iba a aprender que eso era lo único que los vincularía siempre, no el deseo ni la memoria, sino el abandono, sino la seguridad de estar solos y de no tener ni la disculpa del amor fracasado.

Lucrecia miró su reloj, aún no dijo que debía marcharse. Ése fue casi el único gesto que él reconoció, la única inquietud de otro tiempo que recobraba intacta. Pero ahora Malcolm no estaba, no había razón para la clandestinidad y la premura. Lucrecia guardó los cigarrillos y el mechero y se puso las gafas.

–¿Sigues tocando en el Lady Bird?

–Casi nunca. Pero si quieres tocaré esta noche. A Floro Bloom le gustará verte. Siempre me preguntaba por ti.

–No quiero ir al Lady Bird -dijo Lucrecia, ya en pie, subiéndose la cremallera del anorak-. No quiero ir a ningún sitio que me recuerde aquellos tiempos.

No se besaron al decirse adiós. Igual que hacía tres años, Biralbo vio cómo se alejaba el taxi donde ella iba, pero esta vez Lucrecia no se volvió para seguir mirándolo desde la ventanilla trasera.

Capítulo VIII

Volvió despacio a la ciudad, caminando junto a la barandilla del paseo Marítimo, salpicado a veces por la fría espuma deshecha en los rompientes. El hombre del abrigo oscuro y el sombrero aún estaba en el mismo lugar, mirando acaso a las gaviotas. Por la escalinata del Acuarium bajó al puerto de los pescadores, aturdido, hambriento, un poco ebrio, empujado por una exaltación moral que no se parecía ni a la felicidad ni a la desgracia, que era anterior o indiferente a ellas, como el deseo de comer algo o de fumar un cigarrillo. Mientras caminaba iba diciendo en voz baja los versos de una canción que Lucrecia había preferido siempre y que era una contraseña y una impúdica declaración de amor cuando ella y Malcolm entraban en el Lady Bird y Biralbo comenzaba a tocarla, no entera, sólo insinuándola, dispersando unas pocas notas indudables en otra melodía. Descubrió que esa música ya no lo emocionaba, que no aludía a Lucrecia ni al pasado, ni siquiera a él mismo. Recordó algo que le había dicho Billy Swann: «No le importamos a la música. No le importa el dolor o el entusiasmo que ponemos en ella cuando la tocamos o la oímos. Se sirve de nosotros, como una mujer de un amante que la deja fría.»

Aquella noche iba a cenar con Lucrecia. «Llévame a algún sitio nuevo», le había dicho ella, «a un lugar donde yo no haya estado nunca». Lo dijo como si exigiera no un restaurante, sino un país desconocido, pero ése era el modo en que ella había hablado siempre, poniendo una especie de apetencia heroica y deseo imposible en los más banales episodios de su vida. A las nueve volvería a verla, acababan de sonar las tres en los campanarios cercanos de Santa María del Mar: de nuevo el tiempo era para Biralbo como un lugar irrespirable, como las habitaciones de los hoteles donde hacía tres años se encontraba con Lucrecia cuando ella se iba y lo dejaba solo frente a la cama deshecha y al mar inmóvil que veía desde la ventana, ese mar de San Sebastián que en los atardeceres de invierno, desde la lejanía, es como una lámina vertical de pizarra. Deambuló por los soportales, entre redes apiladas y cajas vacías de pescado, hallando un vago alivio en los colores de las casas, amortiguados por el gris del aire, en las fachadas azules, en los postigos verdes o rojizos de las ventanas, en la alta línea de tejados que se extendían hacia las colinas del fondo. Era como si el regreso de Lucrecia le permitiera ver de nuevo la ciudad, que casi no había existido para sus pupilas mientras ella no estaba. Hasta el silencio que enaltecía sus pasos y los olores recobrados del puerto le confirmaban la proximidad de Lucrecia.

Él no recordaba que comimos juntos aquel día. Yo estaba con Floro Bloom en una taberna de la Parte Vieja y lo vi entrar, lento y ausente, con el pelo mojado, y sentarse a una mesa del fondo. «El lacayo del Vaticano ya no quiere tratos con los parias del mundo», dijo sonoramente Floro Bloom, volviéndose hacia él, que no nos había visto. Trajo su jarra de cerveza y se sentó con nosotros, pero apenas dijo nada durante la comida. Sé que fue justo aquel día porque enrojeció ligeramente cuando Floro le preguntó si estaba enfermo de verdad: esa mañana había llamado al colegio para hablar con él y alguien -«una voz clerical»- le dijo que don Santiago Biralbo había faltado a clase por encontrarse indispuesto. «Indispuesto», subrayó Floro Bloom, «a nadie más que a una monja se le ocurre hoy en día usar esa palabra». Biralbo comió muy de prisa, se disculpó por no tomar el café con nosotros: debía marcharse, su primera clase era a las cuatro. Cuando salió del bar, Floro Bloom movió pesadamente su cabeza de oso. «Él lo niega», me dijo, «pero yo estoy seguro de que esas monjas lo obligan a rezar el rosario».

Tampoco fue al trabajo aquella tarde. En los últimos tiempos, a medida que descreía en su porvenir como músico y se acostumbraba a la afrenta de enseñar solfeo, había descubierto en sí mismo una ilimitada disposición a la docilidad y a la vileza que bruscamente se extinguió en unas pocas horas. No es que ya no temiera ser expulsado del colegio: desde que vio a Lucrecia era como si fuese otro quien corría ese peligro, quien mansamente madrugaba todos los días y era capaz de avenirse a ensayar con sus alumnas una canción religiosa. Llamó al colegio: tal vez la misma voz clerical que había renovado en Floro Bloom un instinto hereditario de profanar conventos le deseó pronta mejoría con recelo y frialdad. No le importaba, en Copenhague Billy Swann todavía estaba esperándolo, muy pronto sería tiempo de empezar otra vida, la otra vida, la verdadera, la que la música le anunció siempre como una prefiguración de algo que él sólo había conocido de manera tangible cuando se lo revelaron los fervorosos ojos de Lucrecia. Pensó que únicamente había aprendido a tocar el piano cuando lo hizo para ser escuchado y deseado por ella: que si alguna vez lograba el privilegio de la perfección sería por lealtad al porvenir que Lucrecia le había vaticinado la primera noche que lo oyó tocar en el Lady Bird, cuando ni él mismo pensaba que le fuera posible parecerse algún día a un verdadero músico, a Billy Swann.

–Ella me inventó -dijo Biralbo una de las últimas noches, cuando ya no íbamos al Metropolitano-. Yo no era tan bueno como ella pensaba, no merecía su entusiasmo. Quién sabe, a lo mejor aprendí para que Lucrecia no se diera cuenta nunca de que yo era un impostor.

–Nadie puede inventarnos. – Al decir eso sentí que tal vez era una desgracia-. Llevabas muchos años tocando el piano cuando la conociste. Floro decía siempre que fue Billy Swann quien te hizo saber que eras un músico.

–Billy Swann o Lucrecia. – Recostado en su cama del hotel Biralbo se encogió de hombros, como si tuviera frío-. Da igual. Entonces yo sólo existía si alguien pensaba en mí.

Se me ocurrió que si eso era cierto yo nunca había existido, pero no dije nada. Le pregunté a Biralbo por aquella cena con Lucrecia: dónde estuvieron, de qué habían hablado. Pero él no recordaba el nombre exacto del lugar, el dolor casi había borrado aquella noche de su memoria, sólo quedaba en ella la soledad final y el largo viaje en el taxi que lo llevó a su casa, la carretera iluminada por los faros, el silencio, el humo de sus cigarrillos, ventanas iluminadas en los edificios solitarios de las colinas, entre la parda niebla. Así había sido siempre la parte de su vida vinculada a Lucrecia: un ajedrez de huidas y de taxis, un viaje nocturno por el espacio en blanco de lo nunca sucedido. Porque aquella noche no ocurrió nada que no le hubiera sido vaticinado de antemano por la antigua sensación del fracaso, por el vacío en el estómago: solo, en su casa, oyendo discos que ya no le procuraban la certeza de la felicidad, se peinaba ante el espejo o elegía una corbata como si no fuera exactamente él quien estaba citado con Lucrecia, como si en realidad ella no hubiera vuelto.

Había alquilado un piso frente a la estación, un apartamento con dos habitaciones casi vacías desde cuyas ventanas veía el curso oscuro del río cercado de alamedas y los últimos puentes. A las ocho Biralbo ya estaba muy cerca del portal, pero no se decidió a subir, estuvo un rato mirando las carteleras de un cine y luego recorrió los claustros sombríos de San Telmo esperando inútilmente que los minutos pasaran mientras muy cerca, al otro lado de la calle, en la oscuridad, las olas se alzaban sobre la barandilla del paseo Marítimo con un brillo de fósforo.

Al mirarlas supo por qué tenía la sensación de haber vivido ya una noche semejante: la había soñado, había caminado así en uno de sus sueños de ciudades nocturnas, iba a cumplir algo que misteriosamente ya le había sucedido durante la ausencia de Lucrecia y que ya era irreparable.

Al fin subió. Ante una puerta hostil hizo sonar varias veces el timbre antes de que ella le abriera. La oyó disculparse por la suciedad de la casa y las habitaciones vacías, la esperó mucho tiempo en el comedor, donde sólo había una butaca y una máquina de escribir, oyendo el ruido de la ducha, examinando los libros alineados en el suelo, contra la pared. Había cajas de cartón, un cenicero lleno de colillas, una estufa apagada. Sobre ella, un bolso negro y entreabierto. Imaginó que era el mismo donde ella había guardado la carta que le entregó a Billy Swann. Lucrecia aún estaba en la ducha, se oía el ruido del agua contra la cortina de plástico. Biralbo abrió del todo el bolso, sintiéndose ligeramente abyecto. Pañuelos de papel, un lápiz de labios, una agenda llena de notas en alemán que a Biralbo le parecieron dolorosamente las direcciones de otros hombres, un revólver, una pequeña cartera con fotografías: en una de ellas, ante un bosque de árboles amarillos, Lucrecia, con un chaquetón azul marino, se dejaba abrazar por un hombre muy alto, sujetándole las manos sobre su cintura. También una carta en la que a Biralbo le extrañó reconocer su propia escritura, y una lámina doblada cuidadosamente, la reproducción de un cuadro: una casa, un camino, una montaña azul surgiendo entre árboles. Demasiado tarde advirtió que había dejado de oír el ruido de la ducha. Lucrecia lo miraba desde el umbral, descalza, con el pelo húmedo, envuelta en un albornoz que no le cubría las rodillas. Le brillaban los ojos y la piel y parecía más delgada: sólo la vergüenza mitigó el deseo de Biralbo.

–Buscaba cigarrillos -dijo, con el bolso todavía en las manos. Lucrecia se le acercó unos pasos para recogerlo y señaló un paquete que había junto a la máquina de escribir. Olía intensamente a jabón y a colonia, a piel desnuda y húmeda bajo la tela azul del albornoz.

–Malcolm hacía eso -le dijo-. Me registraba el bolso cuando yo estaba en la ducha. Una vez esperé a que se durmiera para escribirte una carta. La rompí luego en trozos muy pequeños y me acosté. ¿Sabes qué hizo? Se levantó, anduvo buscando en la papelera y en el suelo, reunió uno por uno todos los pedazos hasta reconstruir la carta. Tardó toda la noche. Trabajo inútil, era una carta absurda. Por eso la rompí.

–Billy Swann me dijo que tenías un revólver.

–Y una lámina de Cézanne. – Lucrecia la dobló para guardarla en el bolso-. ¿También te dijo eso?

–¿Era de Malcolm el revólver?

–Se lo quité. Fue lo único que me llevé al marcharme.

–De modo que sí le tenías miedo.

Lucrecia no le contestó. Se quedó un instante mirándolo con extrañeza y ternura, como si tampoco ella se hubiera acostumbrado aún a su presencia, a aquel lugar desierto al que ninguno de los dos pertenecía. La única lámpara de la habitación estaba en el suelo y prolongaba oblicuamente sus sombras. Llevando el bolso consigo Lucrecia desapareció tras la puerta del dormitorio. Biralbo creyó oír que la cerraba con llave. Acodado en la ventana miró la línea del río y las luces de la ciudad queriendo apartar de su imaginación el hecho inconcebible de que a unos pasos de él, tras la puerta cerrada, Lucrecia tal vez se habría sentado en la cama, perfumada y desnuda, para ponerse las medias, la breve ropa íntima cuyo contraste acentuaría en la penumbra el tono rosado y blanco de su piel.

Desde aquella ventana la ciudad le parecía otra: resplandeciente, oscura como el Berlín que durante tres años había visto en los sueños, cercada por la noche sin luces y la línea blanca del mar. «Soñamos la misma ciudad», le había escrito Lucrecia en una de sus últimas cartas, «pero yo la llamo San Sebastián y tú Berlín».

Ahora la llamaba Lisboa: siempre, mucho antes de marcharse a Berlín, desde que Biralbo la conoció, Lucrecia había vivido en el desasosiego y la sospecha de que su verdadera vida estaba esperándola en otra ciudad y entre gentes desconocidas, y eso la hacía renegar sordamente de los lugares donde estaba y pronunciar con desesperación y deseo nombres de ciudades en las que sin duda se cumpliría su destino si alguna vez las visitaba. Durante años lo habría dado todo por vivir en Praga, en Nueva York, en Berlín, en Viena. Ahora el nombre era Lisboa. Tenía folletos en color, recortes de periódicos, un diccionario de portugués, un gran plano de Lisboa en el que Biralbo no vio escrita la palabra Burma. «Tengo que ir cuanto antes», le dijo aquella noche, «es como el fin del mundo, imagina lo que sentirían los navegantes antiguos cuando se adentraran en alta mar y ya no vieran la tierra».

–Iré contigo -dijo Biralbo-. ¿No te acuerdas? Antes hablábamos siempre de huir juntos a una ciudad extranjera.

–Pero tú no te has movido de San Sebastián.

–Estaba esperándote para cumplir mi palabra.

–No se puede esperar tanto.

–Yo he podido.

–Nunca te lo pedí.

–Tampoco yo me lo propuse. Pero eso no tiene nada que ver con la voluntad. Al final, estos últimos meses, yo creía que ya no estaba esperándote, pero no era cierto. Incluso ahora mismo te espero.

–No quiero que lo hagas.

–Dime por qué has vuelto entonces.

–Estoy de paso. Voy a irme a Lisboa.

Noto que en esta historia casi lo único que sucede son los nombres: el nombre de Lisboa y el de Lucrecia, el título de esa brumosa canción que yo aún sigo escuchando. Los nombres, como la música, me dijo una vez Biralbo con la sabiduría de la tercera o cuarta ginebra, arrancan del tiempo a los seres y a los lugares que aluden, instituyen el presente sin otras armas que el misterio de su sonoridad. Por eso él pudo componer la canción sin haber estado nunca en Lisboa: la ciudad existía antes de que él la visitara igual que existe ahora para mí, que no la he visto, rosada y ocre al mediodía, levemente nublada contra el resplandor del mar, perfumada por las sílabas de su nombre como de aliento oscuro, Lisboa, por la tonalidad del nombre de Lucrecia. Pero hasta de los nombres es preciso despojarse, afirmaba Biralbo, porque también en ellos habita una clandestina posibilidad de memoria, y hace falta arrancársela entera para poder vivir, decía, para salir a la calle y caminar hacia un café como si de verdad uno estuviera vivo.

Pero ésa era otra de las cosas que sólo comenzó a aprender tras el regreso de Lucrecia, después de aquella lenta noche de palabras y alcohol en la que bruscamente supo que lo había perdido todo, que le había sido arrebatado el derecho a sobrevivir en la memoria de lo que ya no existía. Bebieron en bares apartados, en los mismos bares a donde iban hacía tres años para esconderse de Malcolm, y la ginebra y el vino blanco les permitían recobrar el juego antiguo de la simulación y la ironía, de las palabras dichas como si no se dijeran y el silencio absuelto por una sola mirada o una ocurrencia simultánea que levantaba la risa y la gratitud de Lucrecia cuando caminaba asida casi conyugalmente del brazo de Biralbo o lo miraba en silencio en la barra de un bar. La risa los había salvado siempre: una elegancia suicida para burlarse de sí mismos que era la mutua y solidaria máscara de la desesperación, de un doble espanto en el que cada uno de ellos seguía estando infinitamente solo, condenado y perdido.

Desde la ladera de uno de los dos montes simétricos que cierran la bahía, quieta y nocturna como un lago, miraron la ciudad, desde un lugar con velas y cubiertos de plata y camareros que permanecían inmóviles en la penumbra, con las manos cruzadas sobre largos delantales blancos. También él, Biralbo, amaba los lugares, a condición de que en ellos estuviera Lucrecia, amaba en cada minuto la plenitud del tiempo con la serena avaricia de quien por primera vez tiene ante sí más horas y monedas de las que nunca se atrevió a apetecer. Como la ciudad al otro lado de los ventanales, la noche entera parecía ofrecérsele ilimitadamente, un poco amarga, oscura y no del todo propicia, pero sí real, casi accesible, reconocida e impura como el rostro de Lucrecia. Eran otros: aceptaron serlo, mirarse como si se vieran por primera vez, no invocar el fuego sagrado y corrompido por la lejanía, reprobar la nostalgia, pues era cierto que el tiempo los había mejorado y que la lealtad no fue inútil. Crudamente Biralbo entendió que nada de eso lo salvaba, que el mutuo y ávido reconocimiento no excluía la severa evidencia de la soledad: más bien la confirmaba, como un axioma melancólico. Pensó: «La deseo tanto que no puedo perderla.» Fue entonces cuando volvió a decirle que la llevaría a Lisboa.

–Pero no te das cuenta -dijo Lucrecia suavemente, como si las velas y la penumbra atenuaran su voz-. Debo ir yo sola.

–Dime si hay alguien esperándote allí.

–No hay nadie, pero eso no importa.

–¿Burma es el nombre de un bar?

–¿Te dijo eso Toussaints Morton?

–Me dijo que abandonaste a Malcolm porque todavía estabas enamorada de mí.

Lucrecia lo miró tras el humo azul y gris de los cigarrillos como desde otro extremo del mundo: también como si estuviera dentro de él y pudiera verse a sí misma desde las pupilas de Biralbo.

–¿Estará abierto todavía el Lady Bird? – dijo, pero tal vez no era eso lo que iba a decir.

–Pero tú no querías que fuéramos.

–Ahora sí. Quiero oírte tocar.

–Tengo en casa un piano y una botella de bourbon.

–Quiero oírte en el Lady Bird. ¿Estará Floro Bloom?

–A estas horas ya habrá cerrado. Pero tengo una llave.

–Llévame al Lady Bird.

–Te llevaré a Lisboa. Cuando tú quieras, mañana mismo, esta noche. Voy a dejar el colegio. Floro tiene razón: me hacen llevar a misa a las alumnas.

–Vamos al Lady Bird. Quiero que toques aquella canción, Todas las cosas que tú eres.

A las dos de la mañana un taxi los dejó en la puerta del Lady Bird. Estaba cerrado, desde luego, Floro Bloom y yo nos habíamos marchado a la una, después de esperar vanamente que Biralbo llegara. Tal vez también Lucrecia había sido atrapada por el chantaje del tiempo. Inmóvil en la acera, subiéndose las solapas de su chaquetón azul para defenderse de la humedad y la llovizna, le pidió a Biralbo que mantuviera encendido durante unos minutos el rótulo de neón, que tiñó de intermitentes rosas y azules el pavimento mojado, el rostro de Lucrecia, más pálido bajo las luces nocturnas. En la oscuridad el Lady Bird olía a garaje y a sótano y a humo de tabaco. Impunemente prolongaban el juego del pasado como en el escenario de un teatro vacío. Biralbo sirvió las copas, ordenó las luces, miró a Lucrecia desde la tarima del piano: como depuradas por la memoria, las cosas sucedían de una manera definitiva y abstracta, él iba a tocar y ella, como otras noches remotas, se disponía a escucharlo desde la barra sosteniendo una copa, pero no había nada ni nadie más, como en el recuerdo distorsionado de un sueño. Porque habían nacido para fugitivos amaron siempre las películas, la música, las ciudades extranjeras. Lucrecia se acodó en la barra, probó el whisky y dijo, burlándose de sí misma y de Biralbo y de lo que estaba a punto de decir y amándolo sobre todas las cosas:

–Tócala otra vez. Tócala otra vez para mí.

–Sam -dijo él, calculando la risa y la complicidad-. Samtiago Biralbo.

Tenía frío en los dedos, había bebido tanto que la velocidad de la música en su imaginación condenaba a sus manos a una torpeza muy semejante al miedo. Sobre el teclado, surgiendo de la bruñida superficie negra, eran dos manos solas y automáticas que pertenecían a otro, a nadie. Aventuró dudosamente unas pocas notas, pero no tuvo tiempo de trazar la forma entera de la melodía. Con su copa en la mano Lucrecia se acercó a él, más alta y lenta sobre los tacones.

–Siempre he tocado para ti -dijo Biralbo-. Incluso antes de que nos conociéramos. Incluso cuando estabas en Berlín y yo estaba seguro de que no ibas a volver. La música que hago no me importa si no la escuchas tú.

–Ése era tu destino. – Lucrecia seguía en pie ante la tarima del piano, firme y lejana, a un paso de Biralbo-. Yo he sido un pretexto.

Entornando los ojos para no aceptar la temible verdad que había visto en los de Lucrecia, Biralbo reanudó el comienzo de aquella canción, Todas las cosas que tú eres, como si la música aún pudiera protegerlo o salvarlo. Pero Lucrecia continuó hablando, se acercó más a él, le dijo que esperase un poco. Con un tranquilo ademán posó su mano en el teclado y le pidió que la mirara.

–No me has mirado aún -dijo-. Todavía no has querido mirarme.

–No he hecho otra cosa desde que me llamaste. Antes de verte ya te estaba imaginando.

–No quiero que me imagines. – Lucrecia se puso un cigarrillo en los labios y lo encendió sin esperar a que él le diera fuego-. Quiero que me veas. Mírame: no soy la misma de entonces, no soy la que estaba en Berlín y te escribía cartas.

–Me gustas más ahora. Eres más real que nunca.

–No te das cuenta. – Lucrecia lo miró con la melancolía de quien mira a un enfermo-. No te das cuenta de que el tiempo ha pasado. No una semana ni un mes, tres años enteros, Santiago, hace tres años que me fui. Dime cuántos días estuvimos juntos. Dímelo.

–Dime tú por qué has querido que viniéramos al Lady Bird.

Pero esa pregunta no le fue respondida. Lucrecia le dio lentamente la espalda y caminó hacia el teléfono con las manos hundidas en los bolsillos de su chaquetón, como si le hubiera dado frío. Biralbo la oyó pedir un taxi, la miró sin moverse mientras ella le decía adiós desde la puerta del Lady Bird. De un extremo a otro del bar, en el espacio entre sus dos miradas, percibió como una bofetada lentísima el tamaño y la oscuridad del abismo vacío que por primera vez era capaz de medir, que hasta aquella noche y aquella conversación ni siquiera había vislumbrado. Tapó el piano, lavó las copas en el fregadero, apagó las luces. Cuando al salir a la calle bajó la cortina metálica del Lady Bird le extrañó que el dolor no hubiera llegado todavía.

Capítulo IX

–Fantasmas -dijo Floro Bloom, examinando el cenicero con una vaga unción eucarística, como si sostuviera una patena-. Con los labios pintados. – Llevando en la otra mano una copa entró al almacén murmurando cosas con la cabeza baja y los faldones de la sotana moviéndose rumorosamente entre sus piernas, igual que si pasara a la sacristía después de decir misa. Dejó el cenicero y la copa sobre el escritorio y se frotó las manos con una envolvente suavidad eclesiástica-. Fantasmas -repitió, señalándome con un grave dedo índice las tres colillas manchadas de rojo. Sin afeitar y con la sotana desabrochada sobre el pecho parecía un sacristán licencioso-. Una mujer fantasma. Muy impaciente. Enciende muchos cigarrillos y los abandona a la mitad. Phantom Lady. ¿Has visto esa película? Copas en el fregadero. Dos. Fantasmas concienzudos.

–¿Biralbo?

–Quién si no. El visitante de las sombras. – Floro Bloom vació el cenicero y se abrochó ceremoniosamente la sotana, paladeando luego un trago de whisky-. Eso es lo malo de los bares cuando llevan mucho tiempo abiertos. Se llenan de fantasmas. Uno entra al retrete y hay un fantasma lavándose las manos. Ánimas del Purgatorio.

–Volvió a beber, alzando su copa hacia la bandera de la República-. Ectoplasmas de gente.

–A lo mejor se asustan cuando te ven con la sotana.

–Paño de primera. – Floro Bloom levantó sin esfuerzo una gran caja de botellas y la llevó a la barra-. Sastrería eclesiástica y militar. ¿Sabes cuántos años hace que tengo esta sotana? Dieciocho. Confección a medida. Fue lo único que me llevé cuando me expulsaron del Seminario. Ideal para guardapolvo y bata de casa. ¿Tienes hora?

–Las ocho.

–Pues habrá que ir abriendo. – Floro se quitó la sotana con un suspiro de tristeza-. Me pregunto si el joven Biralbo vendrá a tocar esta noche.

–¿A quién traería ayer?

–A una mujer fantasma y casta. – Floro Bloom levantó una cortina y me señaló el camastro que él o yo usábamos algunas veces-. No se acostó con ella. Por lo menos aquí. De modo que hay una sola posibilidad: la bella Lucrecia.

–Así que lo sabíais -dijo Biralbo: como a todo el que ha vivido absorto en una pasión excesiva le sorprendía descubrir que otros tuvieran noticia de lo que para él había sido un estado íntimo de su conciencia. Y era mayor la sorpresa porque le obligaba a modificar un recuerdo lejano-. Pero Floro no me dijo nada entonces.

–Se sentía dolido. «Desleales», me decía, «yo que les hice de tercero en los malos tiempos y ahora se ocultan de mí».

–No nos ocultábamos. – Biralbo hablaba como si el dolor todavía pudiera rozarlo-. Se ocultaba ella. Tampoco yo la veía.

–Pero hicisteis aquel viaje juntos.

–Yo no llegué a terminarlo. Tardé un año en ir a Lisboa.

Sigo escuchando la canción: como una historia que me han contado muchas veces agradezco cada pormenor, cada desgarradura y cada trampa que me tiende la música, distingo las voces simultáneas de la trompeta y del piano, casi las guío, porque a cada instante sé lo que en seguida va a sonar, como si yo mismo fuera inventando la canción y la historia a medida que la escucho, lenta y oblicua, como una conversación espiada desde otro lado de una puerta, como la memoria de aquel último invierno que pasé en San Sebastián. Es cierto, hay ciudades y rostros que uno sólo conoce para después perderlos, nada nos es devuelto nunca, ni lo que no tuvimos, ni lo que merecíamos.

–Fue como despertar de pronto -dijo Biralbo-. Como cuando te has dormido a mediodía y despiertas al anochecer y no reconoces la luz ni sabes dónde estás, ni quién eres. Le ocurre a los enfermos en los hospitales, me lo contó Billy Swann en aquel sanatorio de Lisboa. Se despertó y creía que estaba muerto y que soñaba que vivía, que aún era Billy Swann. Como en aquella historia de los durmientes de Éfeso que tanto le gustaba a Floro Bloom, ¿te acuerdas? Cuando Lucrecia se marchó yo apagué las luces del Lady Bird y salí a la calle; y de pronto habían pasado tres años, justo entonces, en los cinco últimos minutos. Oía su voz diciéndomelo muchas veces seguidas mientras iba a mi casa: «Han pasado tres años.» Todavía puedo oírla si cierro los ojos.

Dijo que más que al dolor o a la soledad despertó a la sorpresa de un mundo y de un tiempo que carecían de resonancias, como si desde entonces debiera vivir para siempre en el interior de una casa acolchada: la ciudad, la música, su memoria, su vida, se habían entramado desde que conoció a Lucrecia en un juego de correspondencias o de símbolos que se sostenían tan delicadamente entre sí, me dijo, como los instrumentos de una banda de jazz. Billy Swann solía decirle que lo que importa en la música no es la maestría, sino la resonancia: en un espacio vacío, en un local lleno de voces y de humo, en el alma de alguien. ¿No es eso, una pura resonancia, un instinto de tiempo y de adivinación, lo que sucede en mí cuando escucho aquellas canciones que Billy Swann y Biralbo tocaron juntos, Burma o Lisboa?

Bruscamente le había sobrevenido el silencio: sintió que en él se desvanecían los últimos años de su vida como ruinas derrumbadas en el fondo del mar. De ahora en adelante el mundo ya no sería un sistema de símbolos que aludieran a Lucrecia. Cada gesto y deseo y cada canción que tocara se agotarían en sí mismos como una llama que se extingue sin dejar cenizas. En unos pocos días o semanas Biralbo se creyó autorizado a dar el nombre de renuncia o de serenidad a aquel desierto sin voces. El orgullo y el hábito de la soledad le ayudaban: porque cualquier gesto que hiciera inevitablemente contendría una súplica, no iba a buscar a Lucrecia, ni a escribirle, ni a beber en los bares próximos a su casa. Con inflexible puntualidad llegaba al colegio todas las mañanas y a las cinco de la tarde volvía a casa en el Topo leyendo el periódico o mirando en silencio los veloces paisajes de las afueras. Dejó de escuchar discos: cada canción que oía, las que más amaba, las que sabía tocar con los ojos cerrados, eran ya el testimonio de una estafa. Cuando bebía mucho imaginaba cartas larguísimas que nunca llegó a escribir y se quedaba mirando obstinadamente el teléfono. Recordó una noche de varios años atrás: acababa de conocer a Lucrecia y concebía livianamente la posibilidad de acostarse con ella, pero sólo habían conversado tres o cuatro veces, en el Lady Bird, en una mesa del Viena. Llamaron a la puerta, le extrañó, porque ya era muy tarde. Cuando abrió, Lucrecia estaba frente a él, del todo inesperada, disculpándose, ofreciéndole algo, un libro o un disco que al parecer le prometió y que Biralbo no recordaba.

Contra su voluntad se estremecía cada vez que sonaba el timbre del teléfono o el de la puerta y luego renegaba de sí mismo por haberse concedido la debilidad moral de suponer que tal vez era Lucrecia quien llamaba. Una noche fuimos a verlo Floro Bloom y yo. Cuando nos abrió noté en su mirada el estupor de quien ha pasado solo muchas horas. Mientras avanzábamos por el pasillo Floro Bloom alzó solemnemente entre las dos manos una botella de whisky irlandés imitando al mismo tiempo el sonido de una campanilla.

-Hoc est enim corpus meum -dijo, mientras servía las copas-. Hic est enim calix sanguinis mei. Pura malta, Biralbo, recién traído de la vieja Irlanda.

Biralbo puso música. Dijo que había estado enfermo. Con aire de alivio fue a la cocina para buscar hielo. Se movía en silencio, con hospitalidad inhábil, sonriendo únicamente con los labios a las bromas de Floro, que se había instalado en una mecedora exigiendo aperitivos y naipes de póquer.

–Lo sospechábamos, Biralbo -dijo-. Y como hoy tengo cerrado el bar decidimos venir a cultivar contigo algunas obras de misericordia: dar de beber al sediento, corregir al que yerra, visitar al enfermo, enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo ha menester… ¿Has menester buen consejo, Biralbo?

Tengo un recuerdo inexacto de aquella noche: me sentía incómodo, me emborraché en seguida, perdí al póquer, hacia medianoche sonó el teléfono en la habitación llena de humo. Floro Bloom me miró de soslayo, la cara encendida por el whisky. Cuando bebía tanto parecían más pequeños y más azules sus ojos. Biralbo tardó un poco en contestar: por un momento nos miramos los tres como si hubiéramos estado esperando la llamada.

–Hagamos tres tiendas -dijo Floro mientras Biralbo iba hacia el teléfono. Me pareció que llevaba mucho tiempo sonando y que estaba a punto de callar-. Una para Elías, otra para Moisés…

–Soy yo -dijo Biralbo, mirándonos con recelo, asintiendo a algo que no quería que supiéramos-. Sí. Ahora mismo. Iré en un taxi. Tardo quince minutos.

–Es inútil -dijo Floro. Biralbo había colgado el teléfono y encendía un

cigarrillo-. No consigo recordar para quién era la otra tienda…

–Tengo que irme. – Biralbo buscó dinero en sus bolsillos, guardó el tabaco, no le importaba que estuviéramos allí-. Vosotros quedaos si os apetece, hay cerveza en la cocina. A lo mejor vuelvo tarde.

-Malattia d'amore… -dijo Floro Bloom de manera que sólo yo pudiese oírlo. Biralbo ya se había puesto la chaqueta y se peinaba apresuradamente ante el espejo del pasillo. Oímos que cerraba con violencia la puerta y luego el ruido del ascensor. No había pasado ni un minuto desde que sonó el teléfono y Floro Bloom y yo estábamos solos y de pronto éramos intrusos en la casa y en la vida de otro-. Dar posada al peregrino. – Melancólicamente Floro dejaba gotear sobre su copa la botella vacía-. Míralo: lo llama y acude como un perro. Se peina antes de salir. Abandona a sus mejores amigos…

Desde una ventana vi salir a Biralbo y caminar como una sombra que huyera entre la llovizna hacia el lugar donde se alineaban las luces verdes de los taxis. «Ven. Ven cuanto antes», le había suplicado Lucrecia con una voz que él no conocía, quebrada por el llanto o el miedo, como extraviada en una oscuridad letal, en la ciudad lejana y sitiada por el invierno, tras alguna de las ventanas y de las luces insomnes que yo seguía mirando desde la casa de Biralbo mientras él avanzaba alojado de nuevo en la penumbra de un taxi, comprendiendo tal vez que un impulso más fuerte que el amor y del todo ajeno a la ternura, pero no al deseo ni a la soledad, seguía uniéndolo a Lucrecia, a pesar de ellos mismos, contra su voluntad y su razón, contra cualquier clase de esperanza.

Al bajar del taxi vio una sola luz encendida en lo más alto de la fachada oscura. Alguien estaba en la ventana y se apartó de ella cuando Biralbo quedó solo bajo las luces de la calle. Subió a saltos por una escalera interminable. Estaba jadeando y le temblaban las manos cuando pulsó el timbre de la puerta. Nadie le vino a abrir, tardó un poco en darse cuenta de que sólo estaba entornada. Llamando en voz baja a Lucrecia la empujó. Al fondo del pasillo brillaba una luz tras cristales opacos. Olía intensamente a humo de cigarro y a un perfume de mujer que no era de Lucrecia. Cuando Biralbo abrió la puerta de la habitación iluminada sonó como un disparo el timbre del teléfono. Estaba en el suelo, junto a la máquina de escribir, entre un desorden de libros y de papeles manchados por las huellas de unos zapatos muy grandes. Siguió sonando con una especie de obstinada crueldad mientras Biralbo examinaba el dormitorio vacío, todavía cálido y con la cama deshecha, el cuarto de baño, donde vio el albornoz azul de Lucrecia, la lívida cocina llena de vasos sin fregar. Volvió al comedor: durante un segundo creyó que el teléfono ya no seguiría sonando, se estremeció al oír un nuevo timbrazo más largo y más agudo. Al inclinarse para cogerlo advirtió que uno de aquellos papeles sucios de pisadas era una carta que él había escrito a Lucrecia. Oyó su voz. Le pareció que hablaba tapando con la mano el auricular.

–¿Por qué has tardado tanto?

–Vine en cuanto pude. ¿Dónde estás?

–¿Te ha visto alguien subir?

–Desde abajo me pareció que había alguien en la ventana.

–¿Estás seguro?

–Creo que sí. Hay papeles y libros por el suelo.

–Sal de ahí en seguida. Estarán vigilando.

–Dime qué ocurre, Lucrecia.

–Estoy en un sitio de la Parte Vieja. Hostal Cubana, junto a la plaza de la Trinidad.

–Iré ahora mismo.

–Da un rodeo. No te acerques mientras no estés seguro de que no te siguen.

Biralbo iba a preguntarle algo cuando ella colgó. Se quedó un instante oyendo absurdamente el pitido del teléfono. Miró la carta manchada de barro: tenía una fecha de octubre de dos años atrás. Con un tenue sentimiento de lealtad hacia sí mismo la guardó sin leerla y apagó la luz. Se asomó a la ventana: creyó que alguien se escondía en la sombra de un portal, que había visto la brasa de un cigarrillo. Los faros de un automóvil lo tranquilizaron: en el portal no había nadie. Cerró muy despacio la puerta y bajó las escaleras procurando que no sonaran sus pisadas. En el último rellano el rumor de una conversación lo detuvo. Sonó brevemente una música, como si alguien hubiera abierto y cerrado una puerta, y luego una risa de mujer. Inmóvil en la oscuridad Biralbo esperó a que volviera el silencio para seguir bajando. Con receloso alivio caminó hacia la franja de luz que venía de la calle, pálida y fría como la de la luna. Una sombra se interpuso súbitamente en ella. En un momento la sucia luz del portal aturdió a Biralbo: vio ante él, tan cerca que habría podido tocarlo, el rostro oscuro y sonriente de un hombre, vio unos ojos vacunos y una mano muy grande que se le tendía con lentitud extraña, oyó como desde muy lejos una voz que pronunciaba su nombre, «mi queguido Bigalbo», y cuando empujó aquel cuerpo con una violencia que a él mismo le sorprendió y echó a correr hacia la calle vio como en un relámpago una melena rubia y una mano que sostenía una pistola.

Le dolía el hombro: recordó la pesada sonoridad de un cuerpo que se derrumbaba y un obsceno juramento en francés. Corría buscando los callejones de la Parte Vieja: el viento salado y frío del mar le golpeó la cara y se dio cuenta de que no sabía dónde estaba. Oía resonar sus pasos en el pavimento mojado: el eco se los devolvía en las calles desiertas, o tal vez eran los pasos del hombre que estaba persiguiéndolo. Con desusada claridad vio en su imaginación la cara de Lucrecia. Le faltaba el aire y seguía corriendo, cruzó una plaza iluminada en la que había un palacio y un reloj, percibió el olor a tierra húmeda y a helechos de la ladera del monte Urgull, sintió que era invulnerable y que si no paraba de correr iba a perder el conocimiento, pasó junto a un zaguán del que salía una luz roja y una mujer que fumaba se lo quedó mirando. Como si emergiera de las aguas de un pozo se apoyó contra una pared con la boca muy abierta y los ojos cerrados, sintiendo en la espalda el frío de la piedra lisa. Abrió los ojos: lo cegaba la lluvia, tenía el pelo empapado. Estaba junto a la iglesia de Santa María del Mar. No vio a nadie en las calles que desembocaban frente a ella. Sobre su cabeza, más arriba de los campanarios y de los tejados, en la bruma amarilla y gris de la que descendía quietamente la lluvia, aleteaban gaviotas invisibles. Al fondo de las calles oscuras resplandecían los altos edificios de los bulevares como alumbrados por reflectores nocturnos. Biralbo tembló de fatiga y de frío y salió de la oscuridad, caminando muy cerca de las paredes, de los postigos de los bares cerrados. De vez en cuando se volvía: era como si esa noche únicamente él anduviera por una ciudad abandonada.

El Hostal Cubana era casi tan inmundo como su nombre prometía. Sus pasillos olían a sábanas ligeramente sudadas y a paredes húmedas, al aire encerrado de los armarios. Tras el mostrador de recepción un jorobado pedaleaba en una bicicleta estática. Con una toalla sucia se limpió el sudor de la cara mientras estudiaba con lento recelo a Biralbo.

–La señorita está esperándolo -le dijo-. Habitación veintiuno, al fondo del pasillo.

Se caló las gafas que le agrandaban los ojos y señaló una esquina turbia de penumbra. Biralbo observó un leve temblor en sus manos hinchadas, casi azules.

–Oiga. – El hombre lo llamó cuando él ya se internaba en el pasillo-. No crea que permitimos siempre estas cosas.

Tras las puertas cerradas se oían rumores de cuerpos y ronquidos de borrachos. La irrealidad se había adueñado otra vez de Biralbo: cuando llamó con los nudillos a la habitación número veintiuno dudó que verdaderamente fuera a abrirle Lucrecia. Dio tres cautelosos golpes, como si obedeciera una contraseña. Al principio nada sucedió: pensó que también esta vez empujaría la puerta y no habría nadie al otro lado: que se había perdido, que nunca iba a encontrar a Lucrecia.

Oyó los muelles de una cama, pasos de pies descalzos sobre baldosas desiguales: muy cerca alguien tosía y era descorrido un cerrojo. Olió otra vez a sudor antiguo y a paredes húmedas y no supo vincular esa sensación a la invulnerable delicia de estar mirando al cabo de tantos días los ojos pardos de Lucrecia. El pelo suelto, el pantalón oscuro y la ceñida camiseta malva la hacían parecer más delgada y más alta. Cerró la puerta, apoyándose en ella abrazó largamente a Biralbo sin soltar el revólver. El miedo o el frío la hacían temblar como si la conmoviera el deseo. Mirando la indecente pobreza de la cama y de la mesa de noche sobre la que había una lámpara de pantalla bordada Biralbo se acordó en un arrebato de lucidez y de piedad de los hoteles de lujo que ella había amado siempre. Es mentira, pensaba, no estamos aquí, Lucrecia no está abrazándome, no ha vuelto.

–¿Te han seguido? – Ni siquiera su rostro se parecía al de otro tiempo: los años o la soledad lo habían maltratado, tal vez ya no era hermoso, pero a quién le importaba, no a Biralbo.

–Salí corriendo. No me pudieron alcanzar.

–Dame un cigarrillo. No he fumado desde que me encerré aquí.

–Dime por qué te busca Toussaints Morton.

–¿Lo has visto?

–Lo tiré al suelo de un empujón. Pero antes ya había notado el perfume de su secretaria.

-Poison. Nunca usa otro. Se lo compra él.

Lucrecia se había tendido en la cama, temblaba aún, tragando ávidamente el humo del cigarrillo. En sus pies descalzos advirtió Biralbo con perpetua ternura las señales rojizas de los tacones que ella no estaba acostumbrada a usar. Inclinándose la besó levemente en los pómulos. Había huido, igual que él, tenía el pelo húmedo y las manos heladas.

Habló muy despacio, con los ojos cerrados, apretando a veces los labios para que Biralbo no oyera el ruido seco de los dientes cuando un largo escalofrío los hacía chocar entre sí. Entonces asía contra su pecho la mano de Biralbo, hincándole las pálidas uñas en los nudillos, como si temiera que él fuera a marcharse o que si la soltaba se hundiría en el miedo. Cuando temblaba perdía el curso de sus propias palabras, borradas por una exaltación muy semejante a la fiebre, se erguía en la cama, se quedaba inmóvil mientras él ponía un cigarrillo en sus labios, ya no rosados, como en otro tiempo, ásperos y resumidos en una doble línea de obstinación y soledad que se desvanecía a veces en la forma de su antigua sonrisa, la que Biralbo ya casi había olvidado, porque era así como le sonreía Lucrecia cuando estaba a punto de besarlo, tantos años atrás. Pensó que esa sonrisa no estaba destinada a él, que era como esos gestos infantiles que repetimos en sueños.

Por primera vez habló de su vida en Berlín: del frío, de la incertidumbre, de habitaciones alquiladas más sórdidas que el Hostal Cubana, de Malcolm, que por alguna razón que ella nunca supo había perdido la protección de sus antiguos jefes y el empleo en aquella dudosa revista de arte que nadie llegó a ver; dijo que después de varios meses en los que se vio obligada a cuidar niños y a limpiar oficinas y casas de indescifrables alemanes, Malcolm volvió un día con algo de dinero, sonriendo mucho, oliendo a alcohol, anunciándole que muy pronto terminaría su mala racha: una o dos semanas después se mudaron a otro apartamento y aparecieron Toussaints Morton y su secretaria, Daphne.

–Te juro que no sé de qué vivíamos -dijo Lucrecia-, pero no me importaba. Al menos ya no veía cucarachas corriendo por el fregadero cuando encendía la luz. Era como si Malcolm y Toussaints se conocieran de siempre, bromeaban mucho, reían a carcajadas, se encerraban con la secretaria para hablar de negocios, como ellos decían, se iban de viaje y tardaban una semana en volver, y entonces Malcolm me mostraba un fajo de dólares o de francos suizos y me decía: «Te lo prometí, Lucrecia, te prometí que tu marido haría algo grande…» De pronto Toussaints y Daphne desaparecieron. Malcolm se puso muy nervioso, tuvimos que dejar el apartamento y nos fuimos al norte de Italia, a Milán, para cambiar de aires, decía él…

–¿Los buscaba la policía?

–Volvimos a los cuartos con cucarachas. Malcolm se pasaba el día tendido en la cama y maldecía a Toussaints Morton, juraba que iba a acordarse de él si lograba atraparlo. Un día recogió una carta en la lista de correos. Llegó con una botella de champaña y me dijo que volvíamos a Berlín. Eso fue en octubre del año pasado. Toussaints Morton era otra vez su mejor amigo, ni se acordaba ya de todas las injurias que había pensado decirle. De nuevo sacaba fajos de billetes del bolsillo de su pantalón, no le gustaban los cheques ni las cuentas bancarias, antes de acostarse contaba el dinero y lo dejaba luego en el cajón de la mesa de noche poniéndole encima el revólver…

Lucrecia se detuvo; durante unos segundos Biralbo sólo escuchó el ruido discontinuo de su respiración, notando el brusco estremecimiento del pecho bajo su mano extendida. Mordiéndose los labios Lucrecia intentaba contener un escalofrío tan intenso como las convulsiones de la fiebre. Volvió los ojos hacia la mesa de noche, hacia el revólver que brillaba bajo la breve luz de la lámpara. Luego miró a Biralbo con la expresión de lejanía y de gratitud con que mira un enfermo a quien ha ido a visitarlo.

–Casi todos los días Toussaints y Daphne iban a comer con nosotros. Llevaban vinos muy caros, caviar, falso, supongo, salmón ahumado, cosas así. Toussaints se ataba la servilleta al cuello y proponía siempre brindis, decía que nosotros cuatro éramos una gran familia… Los domingos, si hacía buen tiempo, íbamos todos al campo, a Malcolm y a Toussaints les hacía felices levantarse temprano para preparar la comida, cargaban el maletero del coche de cestas con manteles y cajas de botellas, pero antes de salir ya estaban borrachos, por lo menos Malcolm, yo creo que el otro no se emborrachaba nunca, aunque hablara y se riera tanto, parecía que estuvieran siempre fingiendo que éramos como esos matrimonios muy unidos, y a Daphne le daba igual, sonreía, me hablaba muy poco, me vigilaba siempre, no se fiaba de mí, pero disimulaba, con ese aire que tenía como de estar mirando la televisión y de aburrirse mucho, a veces hasta sacaba agujas y un ovillo de lana y se ponía a tejer… Ellos estaban aparte, bebiendo, partiendo la leña para el fuego, gastándose bromas que les hacían mucha gracia a los dos, contando chistes sucios en voz baja, para que no los oyéramos. En Navidad vinieron diciendo que habían alquilado una cabaña junto a un lago, en un bosque, iríamos a pasar allí la Nochevieja, una fiesta íntima, con unos pocos invitados, pero al final sólo apareció uno, le llamaban el Portugués, pero parecía belga o alemán, muy alto, con tatuajes en los brazos, un borracho de cerveza, cuando terminaba una lata la estrujaba entre los dedos y la tiraba a cualquier parte. Me acuerdo de que aquel día, el treinta y uno por la mañana, él había estado bebiendo y se acercó a Daphne, yo creo que la tocó, y entonces ella, que hacía punto, empuñó una aguja y se la puso en el cuello, él se quedó quieto y muy pálido y se marchó de la habitación y ya no volvió a mirarnos a Daphne ni a mí, sólo nos miró después, por la noche, cuando Toussaints lo estaba estrangulando en el mismo sofá donde se tendía para beber cerveza, todavía recuerdo lo grandes que se le pusieron los ojos, y la cara morada y azul, y las manos… Malcolm me había dicho que iban a hacer con el Portugués el mayor negocio de sus vidas, ganarían tanto dinero que después de aquello todos nosotros podríamos retiramos a la Riviera, algo relacionado con un cuadro, estuvieron toda la mañana paseando los tres por la orilla del lago, aunque nevaba mucho, yo los veía pararse de vez en cuando y gesticular como si discutieran, luego se encerraron en otra habitación mientras Daphne y yo preparábamos la comida, gritaban, pero yo no podía entenderlos, porque Daphne subió el volumen de la radio. Salieron muy tarde, la comida ya estaba fría, y no hablaron nada, estaban muy serios los tres, Toussaints miraba de vez en cuando a Daphne, de soslayo, y le sonreía, le hacía señas, miraba a Malcolm sin decir nada, y el Portugués mientras tanto comía haciendo mucho ruido y no hablaba con nadie, iba en camiseta, a pesar del frío, tenía aspecto de haber sido atleta o algo parecido antes de volverse alcohólico, entonces le vi aquellos tatuajes en los brazos y pensé que habría sido legionario en Indochina o en África, porque tenía la piel muy quemada por el sol. Afuera estaba nevando mucho y ya anochecía, había un silencio muy raro, un silencio de nieve, y yo notaba que iba a ocurrir algo y me ardía la cara, había bebido mucho vino, así que me puse el chaquetón y salí, anduve un rato por el bosque, hacia el lago, pero de pronto parecía que estuviera muy lejos y que fuera a perderme, me hundía en la nieve sin poder avanzar y los pies se me estaban helando, ya era de noche, volví a la cabaña guiándome por la luz de la ventana, y cuando me acerqué a ella vi lo que hacían con el Portugués, estaba enfrente de mí, mirándome, al otro lado del cristal, pero el silencio hacía que todo pareciera muy lejano, o que fuera mentira, uno de esos simulacros que le gustan a Toussaints, como si jugaran a estrangular a alguien, pero era cierto, el Portugués tenía la cara azul y sus ojos me miraban, Toussaints estaba detrás de él, en pie, inclinado sobre su hombro, como diciéndole algo al oído, y Malcolm le retorcía un brazo a la espalda y con la otra mano le hincaba su pistola en el centro del pecho, hundiéndola en la camiseta blanca, y en el cuello del Portugués se señalaban las venas y lo ceñía una cosa muy fina que brillaba, un hilo de nilón, me acordé de que algunas veces yo lo había visto en las manos de Toussaints, que jugaba con él enredándoselo entre los dedos, igual que cuando se limpia las uñas con ese mondadientes tan largo… Daphne también estaba allí, pero me daba la espalda, tan quieta como cuanto tejía o miraba la televisión, y el Portugués pataleaba un poco, eran más bien espasmos, recuerdo que llevaba un pantalón vaquero y botas militares, pero yo no oía sus golpes en el suelo de madera, y la nieve me cegaba los ojos, entonces Toussaints y Malcolm me miraron, yo no me moví, Daphne también se volvió hacia la ventana, y los ojos del Portugués seguían fijos en mí, pero ya no me veía, le temblaban un poco las piernas, luego dejaron de moverse y Malcolm le quitó la pistola del pecho, y el Portugués aún me miraba…

»No huyó: cuando Malcolm salió a buscarla estaba temblando, inmóvil, aletargada por el frío. Recordaba lo que ocurrió después como si lo hubiera visto tras un cristal empañado de vaho. Malcolm la empujó suavemente hacia el interior de la cabaña, le quitó el chaquetón mojado, luego ella estaba sentada en el sofá y tenía ante sí una copa de brandy, y Malcolm la trataba con la atenta vileza de un marido culpable.

«Impasiblemente contempló lo que hacían: Toussaints volvió del garaje limpiándose la nieve de los hombros y traía un basto lienzo de lona y una soga, se arrodilló ante el Portugués, hablándole como a un enfermo que no ha vuelto de la anestesia, le estiró las piernas mientras Malcolm lo levantaba por los hombros y Daphne extendía la lona en el suelo, junto a los pies de Lucrecia. El cuerpo pesaba mucho, las tablas retumbaron cuando cayó sobre ellas, las manos juntas en el vientre, muy nudosas, muy grandes, los tatuajes de los brazos, la cara vuelta de una manera extraña, como contraída sobre el hombro izquierdo, los ojos ahora cerrados, porque Toussaints le había pasado una mano sobre los párpados. Como enfermeros bruscos y eficaces se movían alrededor del muerto, lo envolvieron en la lona, Malcolm levantó su cabeza para que la soga se ajustara al cuello y luego la dejó caer secamente, le anudaron los pies, la cintura, ciñendo la lona a algo que ya no era un cuerpo, sino un fardo, una forma vaga y pesada que les hizo jadear y maldecir cuando la levantaron, cuando salieron chocando con las puertas y las esquinas de los muebles, precedidos por Daphne, que se había puesto las botas de agua y un impermeable rosa y alzaba en la mano derecha una lámpara de carburo encendida, porque afuera, en el camino hacia el lago, los copos de nieve fosforecían en una oscuridad como de sótano cerrado. En ella los vio desvanecerse Lucrecia desde el umbral de la cabaña, sintiéndose tan extraviada y tan débil como si hubiera perdido mucha sangre, oía voces amortiguadas por la nieve, las blasfemias de Toussaints, el inglés nasal y entrecortado de Malcolm, casi el ruido de las respiraciones, y luego golpes, hachazos, porque la superficie del lago estaba helada, por fin un chapoteo como de una piedra muy grande que se hundiera en el agua, después nada, el silencio, voces que el viento dispersaba entre los árboles.

»A la mañana siguiente volvieron a la ciudad. El hielo había vuelto a cerrarse sobre la lisura inmutable del lago. Durante varios días Lucrecia estuvo como muerta en un sueño de narcóticos. Malcolm la cuidaba, le traía regalos, grandes ramos de flores, le hablaba en voz baja, sin nombrar nunca a Toussaints Morton ni a Daphne, que habían vuelto a desaparecer. Le anunció que muy pronto se mudarían a un apartamento más grande. En cuanto pudo levantarse, Lucrecia huyó: aún seguía huyendo, casi un año después, no era capaz de imaginar que alguna vez terminara la huida.

–Y mientras tanto yo aquí -dijo Biralbo, anegado en un sentimiento de banalidad y de culpa, él acudiendo a clase todas las mañanas, aceptando apaciblemente la postergación, la sospecha del fracaso, esperando como un adolescente desdeñado cartas que no venían, ajeno a Lucrecia, infiel, inútil en su espera, en la docilidad de su dolor, en su ignorancia de la verdadera vida y de la crueldad. Se inclinó sobre Lucrecia, le acarició los agudos pómulos que surgían de la penumbra como el rostro de una mujer ahogada, y al hacerlo notó en las yemas de los dedos una humedad de lágrimas, y luego, cuando le rozaba la barbilla, el inicio leve de un temblor que muy pronto la sacudiría entera como la onda de una piedra en el agua. Sin abrir los ojos Lucrecia lo atrajo hacia sí, abrazándolo, asiéndose a su cintura y a sus muslos, hincándole en la nuca las uñas, muerta de espanto y frío, como aquella noche en que su aliento empañó el cristal de la ventana tras la que lentamente era estrangulado un hombre. «Me hiciste una promesa», dijo, con la cara hundida en el pecho de Biralbo, incorporándose sobre los codos para apresarle el vientre bajo las duras aristas de sus caderas y alcanzar su boca, como si temiera perderlo: «Llévame a Lisboa.»

Capítulo X

Conducía excitado por el miedo y la velocidad: ya no era, como otras veces, el abandono de los taxis, la inmovilidad frente al bourbon, la pasiva sensación de viajar en un tren arrojado a la noche, la vida inerte de los últimos años. Él mismo regía el ariete del tiempo, como cuando tocaba el piano y los otros músicos y quienes lo escuchaban eran impelidos hacia el porvenir y el vacío por el coraje de su imaginación y la disciplina y el vértigo con que sus manos se movían al pulsar el teclado, no domando la música ni conteniendo su brío, entregándose a él, como un jinete que tensa las riendas al mismo tiempo que hinca los talones en los ijares de un caballo. Conducía el automóvil de Floro Bloom con la serenidad de quien al fin se ha instalado en el límite de sí mismo, en la avanzada medular de su vida, nunca más en los espejismos de la memoria ni de la resignación, notando la plenitud de permanecer cálidamente inmóvil mientras avanzaba a cien kilómetros por hora. Agradecía cada instante que los alejaba de San Sebastián como si la distancia los desprendiera del pasado salvándolos de su maleficio, únicamente a él y a Lucrecia, fugitivos de una ciudad condenada, ya invisible tras las colinas y la niebla para que ninguno de los dos pudiera rendirse a la tentación de volver los ojos hacia ella. La trémula aguja iluminada del salpicadero no medía el impulso de la velocidad sino la audacia de su alma, las varillas del limpiaparabrisas barrían metódicamente la lluvia para mostrarle la carretera hacia Lisboa. Si alzaba los ojos hacia el retrovisor veía de frente la cara de Lucrecia: se volvía ligeramente para mirarla de perfil cuando ella le ponía en los labios un cigarrillo encendido, miraba de soslayo sus manos que manejaban la radio o subían el volumen de la música cuando sonaba una de aquellas canciones que otra vez eran verdad, porque habían encontrado en el automóvil de Floro -también es posible que él las dejara premeditadamente allí- antiguas cintas grabadas en el Lady Bird de los mejores tiempos, cuando aún no se conocían, cuando tocaron juntos Billy Swann y Biralbo y ella se acercó al final y le dijo que nunca había oído a nadie que tocara el piano como él. Quiero imaginar que también oyeron la cinta que fue grabada la noche en que Malcolm me presentó a Lucrecia y que en el ruido de fondo de las copas chocadas y las conversaciones sobre el que se levantó la aguda trompeta de Billy Swann quedaba un rastro de mi voz.

Oían la música mientras viajaban hacia el oeste por la carretera de la costa dejando siempre a su derecha los acantilados y el mar, reconocían los secretos himnos que los habían confabulado desde antes de que se conocieran, porque más tarde, cuando los escuchaban juntos, les parecieron atributos de la simetría de sus dos vidas anteriores, augurios de un azar que lo dispuso todo para que se encontraran, incluso la música de ciertas baladas de los años treinta: Fly me to the moon, le había dicho Lucrecia cuando el automóvil dejó atrás las últimas calles de San Sebastián, «llévame a la Luna, a Lisboa».

Hacia las seis de la tarde, cuando ya anochecía, se detuvieron junto a un motel un poco alejado de la carretera: desde ella sólo se veían ventanas iluminadas tras los árboles. Mientras cerraba el automóvil Biralbo oyó muy cerca el lento estrépito de la bajamar. Con su bolso de viaje al hombro y las manos en los bolsillos de un largo abrigo a cuadros Lucrecia ya lo esperaba ante la luz del vestíbulo. De nuevo el sentido cotidiano del tiempo se le desvanecía a Biralbo: le era preciso encontrar otra manera de medirlo cuando estaba con ella. La noche anterior, su encuentro con Floro Bloom y conmigo, todas las cosas que habían sucedido antes de que Lucrecia lo llamara, pertenecían a un pasado remoto. Llevaba cinco o seis horas conduciendo cuando se detuvo en el motel: las recordaba con la inconsistencia de unos pocos minutos, le parecía improbable que aquella misma mañana él estuviera en San Sebastián, que la ciudad siguiera existiendo, tan lejos, en la oscuridad.

Aún existíamos. Me gusta verificar pasados simultáneos: acaso al mismo tiempo que Biralbo pedía una habitación yo le preguntaba por él a Floro Bloom. Abrochándose los botones de la sotana me miró con la mansa tristeza de quien no ha sabido evitar un desastre.

–A las ocho de la mañana se presentó en mi casa. A quién se le ocurre, con la resaca que yo tenía. Me levanto, casi me caigo, voy por el pasillo maldiciendo en latín y el timbre de la puerta no para de sonar, como uno de esos despertadores sin escrúpulos. Abro: Biralbo. Con los ojos así de grandes, como de no haber dormido, con esa cara de turco que se le pone cuando no se afeita. Al principio no me enteraba de lo que me decía. Le dije: «Maestro, ¿has velado y orado toda la noche, mientras nosotros dormíamos?» Pero nada, ni caso, no tenía tiempo para perderlo con bromas, me hizo meter la cabeza en agua fría y ni siquiera me dejó preparar un café. Quería que yo fuera a su casa. Me enseñó un papel: la lista de las cosas que debía traerle. La documentación, el talonario de cheques, camisas limpias, yo qué sé. Ah: y un paquete de cartas que estarían guardadas en la mesa de noche. Imagina de quién. Hasta se puso misterioso, a esas horas, como si yo tuviera el cuerpo para misterios: «Floro, no me preguntes nada, porque no te puedo contestar.» Salgo a la calle, oigo que me llama, se me acerca corriendo: había olvidado darme las llaves. Cuando volví me recibió como si yo fuera el correo del Zar. Se había bebido como medio litro de café y parecía que pudiera fumar dos cigarrillos al mismo tiempo. Se puso muy serio, dijo que debía pedirme un último favor. «Para eso están los amigos», le dije yo, «para abusar de uno y no contarle nada». Quería que le dejara mi coche. «¿A dónde vas?» Otra vez se puso misterioso: «Te lo diré en cuanto pueda.» Le doy las llaves y le digo, «que escribas», pero ni me escuchó, ya se había ido…

La habitación que les dieron no estaba frente al mar. Era grande y no del todo hospitalaria o propicia, de un lujo malogrado por una incierta sugestión de adulterio. Mientras se acercaban a ella Biralbo sentía que lo iba abandonando una quebradiza felicidad, que tenía miedo. Para vencerlo pensó: «Me está ocurriendo lo que deseé siempre, estoy en un hotel con Lucrecia y no se marchará dentro de una hora, cuando mañana me despierte ella estará conmigo, vamos a Lisboa.» Cerró la puerta con llave y se volvió hacia ella y la besó buscando su delgada cintura bajo la tela del abrigo. Había demasiada luz, Lucrecia sólo dejó encendida la lámpara de una mesa de noche. Se comportaban con una vaga cortesía, con ligera frialdad, como eludiendo el hecho de que por primera vez en tres años iban a acostarse juntos.

Camuflado bajo una especie de severo tocador encontraron un frigorífico lleno de bebidas. Como invitados a una fiesta en la que no conocieran a nadie se sentaron en la cama uno al lado del otro, fumando, las copas entre las rodillas. Cada movimiento que hacían era un vaticinio de algo que no llegaba a suceden Lucrecia se recostó en la almohada, miró su copa, las aristas doradas de la luz en el hielo, luego miró en silencio a Biralbo, y en sus ojos velados por la fatiga y la incredulidad él reconoció el fervor de otro tiempo, no la inocencia, pero no le importaba, la prefería así, más sabia, rescatada del miedo, vulnerable, hipnótica como la estatua de una diosa. Nadie podría encontrarlos: estaban perdidos del mundo, en un motel, en mitad de la noche y de la tormenta que azotaba los cristales, ahora él guardaba el revólver y sabría defenderla. Cautelosamente se inclinaba hacia ella cuando la vio erguirse como si la despertara un golpe, mirando a la ventana. Oyeron el motor de un automóvil, un ruido de neumáticos sobre la grava del camino.

–No pueden habernos seguido -dijo Biralbo-. Ésta no es la carretera principal.

–Me siguieron a mí hasta San Sebastián. – Lucrecia se asomó a la ventana. Había otro coche ante el vestíbulo del motel, abajo, entre los árboles.

–Espérame aquí. – Comprobando el seguro del revólver Biralbo salió de la habitación. No temía el peligro: lo inquietaba que el miedo volviera de nuevo extraña a Lucrecia.

En el vestíbulo un viajante bromeaba con el recepcionista. Callaron cuando él apareció, sin duda hablaban de mujeres. Dejando el revólver en la guantera del automóvil condujo hasta un restaurante próximo donde un letrero de neón anunciaba comidas rápidas y bocadillos. Al volver, las luces de una gasolinera le parecieron memorables, dotadas de esa cualidad de símbolos que tienen las primeras imágenes de un país desconocido al que uno llega de noche, estaciones aisladas, oscuras ciudades de postigos cerrados. Escondió el coche entre los árboles, oyendo un largo crujido de helechos húmedos bajo los neumáticos. Cuando caminaba hacia el motel miró la luz de las ventanas: tras una de ellas Lucrecia estaba esperándolo. Borrosamente se acordó sin dolor de todas las cosas que había abandonado: San Sebastián, la antigua vida, el colegio, el Lady Bird, que ya tendría encendidas las luces.

Cuando entró en el vestíbulo del motel el recepcionista le dijo algo en voz baja al viajante y los dos lo miraron. Pidió su llave. Le pareció que el viajante estaba un poco borracho. El recepcionista, un hombre flaco y muy pálido, le sonrió ampliamente al entregarle la llave y le deseó buenas noches. Oyó una risa ahogada cuando se alejaba hacia el ascensor. Estaba inquieto y no se atrevía a reconocerlo ante sí mismo, necesitaba uno de aquellos contundentes vasos de bourbon que Floro Bloom guardaba para sus mejores amigos en la alacena más secreta del Lady Bird. Mientras introducía la llave en la puerta de la habitación pensó: «Alguna vez yo sabré que en este gesto se cifraba mi vida.»

–Víveres para resistir un largo asedio -dijo, mostrando a Lucrecia la bolsa de los bocadillos. Aún no la había mirado. Estaba sentada en la cama, en sujetador, el embozo la cubría hasta la cintura. Leía una de las cartas que le había escrito a Biralbo desde Berlín. Sobres vacíos y hojas manuscritas estaban dispersos junto a sus rodillas flexionadas o en la mesa de noche. Lo recogió todo y saltó ágilmente de la cama para buscar cervezas y vasos de papel. Una prenda leve y oscura que brillaba como seda le ceñía el pubis y trazaba una delgada línea sobre sus caderas. A los dos lados de su cara oscilaba el pelo perfumado y liso. Abrió dos latas de cerveza y la espuma se le derramó en las manos. Encontró una bandeja, puso en ella los vasos y los bocadillos, no parecía advertir la inmovilidad y el deseo de Biralbo. Bebió un trago de cerveza y le sonrió con los labios húmedos, apartándose el pelo de la cara.

–Qué raro leer esas cartas de hace tanto tiempo.

–¿Por qué querías que las trajera?

–Para saber cómo era yo entonces.

–Pero en ellas nunca me contabas la verdad.

–Ésa era la única verdad: lo que yo te contaba. Mi vida real era mentira. Me salvaba escribiéndote.

–Era a mí a quien salvabas. Yo sólo vivía para esperar tus cartas. Dejé de existir cuando ya no vinieron.

–Mira qué vida hemos tenido. – Lucrecia cruzó los brazos sobre el pecho, como si tuviera frío o se abrazara a sí misma-. Escribiendo cartas o esperándolas, viviendo de palabras, tanto tiempo, tan lejos.

–Tú siempre estabas a mi lado, aunque yo no te viera. Iba por la calle y te contaba lo que veía, me emocionaba escuchando una canción en la radio y pensaba: «Seguro que a Lucrecia también le gustaría si pudiera oírla.» Pero no quiero acordarme de nada. Ahora estamos aquí. La otra noche, en el Lady Bird, tú tenías razón: recordar es mentira, no estamos repitiendo lo que ocurrió hace tres años.

–Tengo miedo. – Lucrecia cogió un cigarrillo y esperó a que él se lo encendiera-. A lo mejor ya es tarde.

–Hemos sobrevivido a todo. No vamos a perdernos ahora.

–Quién sabe si ya nos hemos perdido. Conocía ese gesto de las comisuras de los labios, esa expresión de serena piedad y renuncia que el tiempo había depurado en la mirada de Lucrecia. Pero aprendió que ya no era, como en años atrás, el indicio de un desaliento pasajero, sino un hábito definitivo de su alma.

Involuntariamente cumplían los pasos de una conmemoración: también aquella noche, como la primera, más indeleble en la consciencia de Biralbo que sus actos presentes, Lucrecia apagó la luz antes de deslizarse entre las sábanas. Igual que entonces él acabó en la oscuridad el cigarrillo y la copa, se tendió junto a ella, desnudándose a tientas, apresurado y torpe, con una vana voluntad de sigilo que se prolongó en sus primeras caricias. Algo no había sabido nunca recordar: el gusto de su boca, el delicado y largo relámpago de los muslos de Lucrecia, el desvanecimiento de felicidad y deseo en que sintió que se perdía cuando se enredaron con los suyos.

Pero me dijo que una parte de su consciencia permanecía ajena a la fiebre, intocada por los besos, lúcida de desconfianza y de soledad, como si él mismo, quieto en la sombra de la habitación, mantuviera encendida la brasa insomne de su cigarrillo y pudiera verse abrazando a Lucrecia y se murmurara al oído que no era cierto lo que sucedía, que no estaba recobrando los dones de una plenitud tanto tiempo perdida, sino queriendo urdir y sostener con los ojos cerrados y el cuerpo ciegamente adherido a los muslos fríos de Lucrecia un simulacro de cierta noche irrepetible, imaginaria, olvidada.

Notaba el encono mutuo de los besos, la soledad de su deseo, el alivio de la oscuridad. Indagaba en ella la cercanía un poco hostil del otro cuerpo no queriendo aceptar aún lo que sus manos percibían, la obstinada quietud, esa cautela retráctil con que se repudia el fuego. Seguía oyendo esa voz que le avisaba al oído, volvía a verse parado en una esquina de la habitación, indiferente espía que observara fumando el ruido inútil de los cuerpos, el desasosiego de las dos sombras que respiraban como escarbando la tierra.

Luego encendió la luz y buscó cigarrillos. Sin levantar la cara de la almohada Lucrecia le pidió que apagara. Antes de hacerlo Biralbo miró el brillo de sus ojos entre el pelo en desorden. Con ese aire de liviandad que tenía cuando andaba descalza fue hacia el cuarto de baño. Biralbo oyó como una injuria el ruido de los grifos y del agua girando en los sumideros. Al salir ella dejó encendida aquella luz tan pálida como la de un frigorífico. La vio venir desnuda y ligeramente inclinada y entrar tiritando en la cama, y abrazarse a él, con la cara todavía mojada y la barbilla trémula. Pero esas señales de ternura ya no alentaban a Biralbo: definitivamente era otra, lo había sido desde que volvió, tal vez desde mucho antes, cuando aún no se había marchado, no era mentira la distancia, sí la temeridad de suponer que uno habría podido vencerla, la simulación de conversar y encender cigarrillos como si no supieran que cualquier palabra ya era inútil.

Biralbo no recordaba luego si logró dormir. Sabía que durante muchas horas la siguió abrazando en la penumbra oblicuamente iluminada por la luz del cuarto de baño y que en ningún instante se mitigó su deseo. Algunas veces Lucrecia lo acariciaba dormida y sonreía diciendo cosas que él no pudo entender. Tuvo una pesadilla: se despertó temblando y él debió sujetarle las manos que buscaban su cara para hincarle las uñas. Lucrecia encendió la luz como para estar segura de que había despertado. La calefacción excesiva agravaba el insomnio. Biralbo volvió a disgregarse en la turbia proximidad de los sueños: seguía viendo la habitación, la ventana, los muebles, incluso sus ropas en el suelo, pero estaba en San Sebastián o no tenía a su lado a Lucrecia, o era otra mujer la que tan tenazmente abrazaba.

Supo que se había dormido cuando lo sobresaltó la certeza de que alguien se movía en la habitación: una mujer, de espaldas, vestida con una extraña bata roja, Lucrecia. Prefirió que aún creyera que él estaba dormido. La vio abrir cautelosamente el frigorífico y servirse una copa, cerró los ojos cuando ella se inclinó sobre la mesa de noche para coger un cigarrillo. La lumbre del mechero le iluminó la cara. Se sentó frente a la ventana como disponiéndose a esperar la llegada del amanecer. Dejó la copa en el suelo e inclinó la cabeza: parecía que quisiera distinguir algo tras el cristal.

–No sabes fingir -dijo cuando él se le acercó-. Me he dado cuenta de que no dormías.

–Tampoco sabes tú.

–¿Lo hubieras preferido?

–Lo noté en seguida. La primera vez que te toqué. Pero no quería estar seguro.

–Me parecía que no estábamos solos. Cuando apagué la luz todo se llenó de rostros, los de la gente que habrá dormido aquí otras noches, el tuyo, no el de ahora, el de hace tres años, el de Malcolm; cuando se tendía sobre mí y yo no me negaba.

–De modo que Malcolm sigue vigilándonos.

–Sentía como si estuviera muy cerca de nosotros, en la habitación de al lado, escuchando. He soñado con él.

–Querías arañarme la cara.

–Reconocerte me salvó. Ya no seguí soñando esas cosas.

–Pero te has vuelto a despertar.

–Tú no sabes que casi nunca duermo. En Ginebra, cuando conseguía un poco de dinero, compraba Valium y tabaco, comía con lo que me sobraba.

–No me has dicho que viviste en Ginebra.

–Tres meses, cuando me fui de Berlín. Me moría de hambre. Pero allí no pasan hambre ni los perros. No tener dinero en Ginebra es peor que ser un perro o una cucaracha. Vi cientos de ellas, en todas partes, hasta en las mesas de noche de aquellos hoteles para negros. Te escribía y tiraba las cartas. Me miraba al espejo y me preguntaba qué pensarías si pudieras verme. Tú no conoces la cara que se ve en el espejo cuando hay que acostarse sin haber comido. Tenía miedo de morirme en una de aquellas habitaciones o en mitad de la calle y de que me enterraran sin saber quién era.

–¿Conociste allí al hombre de la fotografía?

–No sé de quién me hablas.

–Sí lo sabes. El que te abrazaba en el bosque.

–Todavía no te he perdonado que me registraras el bolso.

–Ya sé: eso hacía Malcolm. ¿Quién era?

–Estás celoso.

–Sí. ¿Te acostabas con él?

–Tenía un negocio de fotocopias. Me dio trabajo. Casi me desmayé en su puerta.

–Te acostabas con él.

–Pero qué importa eso.

–Me importa a mí. ¿Con él no veías rostros en la oscuridad?

–No entiendes nada. Yo estaba sola. Estaba huyendo. Me buscaban para matarme. En él había bondad, eso que ni tú ni yo tenemos. Fue amable y generoso y nunca me hizo preguntas, ni cuando vio tu foto en mi cartera, aquel recorte del periódico que me mandaste. Tampoco preguntó nada cuando le pedí que me pagara la clínica. Hizo como si creyera que la causa era él.

Lucrecia esperó en silencio una pregunta que Biralbo no hizo. Tenía seca la boca y le dolían los pulmones, pero continuaba fumando con una saña del todo ajena al placer. Estaba amaneciendo al otro lado de los árboles, en un cielo liso y gris sobre el que todavía perduraba la noche, rasgada por jirones púrpura. Hacía horas que no escuchaban el mar. Muy pronto la primera luz levantaría niebla entre los árboles. De pie ante la ventana Lucrecia siguió hablando sin mirar a Biralbo. Tal vez no para que supiera o compartiera, sino para que también él alcanzara su parte de castigo, la dosis justa de indignidad y de vergüenza.

–…Aquella noche en la cabaña. No te lo conté todo. Me dieron somníferos y coñac, iba cayéndome cuando Malcolm me llevó a la cama. Lo miraba y veía sobre sus hombros la cabeza del Portugués con los ojos abiertos y la lengua morada que se le derramaba de la boca. Me desnudó como a un niño dormido, luego entraron Toussaints y Daphne, sonriendo, ya sabes, como esos padres que entran a dar las buenas noches. O a lo mejor eso ocurrió antes. Toussaints hablaba siempre acercándose mucho, se le olía el aliento. Me dijo: «Si la niña buena no calla papá Toussaints corta lengua.» Lo dijo en español, y me sonó muy raro, yo llevaba meses hablando y hasta soñando en alemán o en inglés. Incluso tú me hablabas en alemán cuando soñaba contigo. Luego se fueron. Me quedé sola con Malcolm, lo veía moverse por la habitación, pero estaba dormida, se desnudó y me di cuenta de lo que iba a hacer, pero no podía evitarlo, como cuando te persiguen en sueños y no puedes correr. Pesaba mucho y se movía sobre mí, estaba gimiendo, con los ojos cerrados, me mordía la boca y el cuello y seguía moviéndose y yo sólo deseaba que aquello terminara muy pronto para poder dormirme, Malcolm gemía como si estuviera muriéndose, con la boca abierta, me manchó la cara de saliva. Ya no se movía, pero pesaba como un muerto, entonces entendí lo que significa eso: pesaba como el Portugués cuando lo llevaban cogido de la cabeza y de las piernas y lo soltaron sobre aquella lona. Luego, en Ginebra, empecé a desmayarme y me daban vómitos cuando me levantaba, pero no era de hambre, y me acordé de Malcolm y de aquella noche. De la saliva. Del modo en que gemía contra mi boca.

Ya había amanecido. Biralbo se vistió y dijo que iría a buscar dos tazas de café. Cuando volvió con ellas Lucrecia todavía estaba mirando por la ventana, pero ahora la luz afilaba sus rasgos y hacía más pálida su piel contra la seda roja en la que se envolvía, una vestidura muy amplia, ceñida a la cintura, de un vago aire chino o medieval. Pensó con remordimiento y rencor que se la habría regalado el hombre de la foto. Cuando Lucrecia se sentó en la cama para beber el café sus rodillas y sus muslos surgieron de la tela roja. Nunca la había deseado tanto. Supo que debía marcharse solo: que debía decirlo antes de que se lo pidiera ella.

–Te llevaré a Lisboa -dijo-. No haré preguntas. Estoy enamorado de ti.

–Vas a volver a San Sebastián. Le devolverás el coche a Floro Bloom. Dile que no lo he olvidado.

–No me importa nadie más que tú. No te pediré nada, ni que seas mi amante.

–Vete con Billy Swann, toma un avión mañana mismo. Vas a ser el mejor pianista negro del mundo.

–Eso no valdrá nada si tú no estás conmigo. Haré lo que tú quieras. Haré que te enamores otra vez de mí.

–Sigues sin entender que yo lo daría todo porque ocurriera eso. Pero lo único que de verdad deseo es morirme. Siempre, ahora, aquí mismo.

Nunca, ni cuando se conocieron, había vislumbrado Biralbo en sus ojos una ternura así: pensó con dolor y orgullo y desesperación que nunca volvería a encontrarla en los ojos de nadie. Al apartarse, Lucrecia lo besó entreabriendo los labios. Dejó que la bata de seda roja se deslizara hacia el suelo y entró desnuda en el cuarto de baño.

Biralbo se acercó a la puerta cerrada. Con la mano inmóvil en el pomo escuchó el rumor del agua. Luego se puso la chaqueta, guardó las llaves, el revólver, tras un instante de duda resuelto por la visión de la sonrisa de Toussaints Morton. La cartera le abultaba desusadamente en el bolsillo: recordó que antes de salir de San Sebastián había retirado del banco todo su dinero. Apartó unos pocos billetes y dejó el resto en la mesa de noche, entre las páginas de un libro. Se volvió cuando ya abría la puerta silenciosamente: había olvidado recoger las cartas de Lucrecia. Un sol horizontal y amarillo relumbraba en los cristales del vestíbulo. Olió a tierra húmeda y a espesura de helechos cuando caminaba hacia el automóvil. Sólo al ponerlo en marcha y aceptar que irremediablemente se iba entendió las últimas palabras que le había dicho Lucrecia y la serenidad con que las pronunció: ahora también él deseaba morir de esa manera apasionada, vengativa y fría en que uno sólo desea lo que es únicamente suyo, lo que sabe que ha merecido siempre.

Capítulo XI