Capítulo 9
Malta, 1940
—Caffrey —gritó el cabo Culpepper—, el capitán Bradford quiere ir a Grand Harbour y ha preguntado por usted. ¡Caffrey! —chilló, pues Cara no apareció al momento.
—Ya voy, cabo, ya voy. Deje que levante el trasero.
Dejó la taza de té a medio beber, tomó la gorra y la chaqueta y corrió a su oficina.
—Qué cara tiene, Caffrey —dijo sonriente el robusto cabo—. Y también un bonito trasero, la verdad —comentó, chasqueando los labios y dispuesto a darle una palmada cuando pasara, pero Cara se apartó justo a tiempo; el cabo Culpepper tenía las manos muy largas.
Atravesó el taller en el que dos mecánicos estaban en el foso trabajando bajo un camión y otros le estaban cambiando el parabrisas a un coche. Fuera, en una explanada de cemento manchado de aceite donde aparcaban los vehículos, Fielding lavaba un coche, casi invisible dentro de su mono.
—¿Te ha pillado Culpepper? —gritó.
—Esta vez, no —dijo Cara, adusta.
Se metió en el primer coche de la fila del personal, un enorme Humber Hawk pintado de caqui, lo condujo una corta distancia por la polvorienta carretera hasta el edificio Mazapán, donde se detuvo, se apeó, abrió la puerta trasera y aguardó a que saliera el capitán Bradford. Mazapán no era el verdadero nombre del enorme edificio en que el personal más veterano y el administrativo de la Real Artillería Británica tenía sus oficinas y barracones, pero los ladrillos vidriados amarillos debieron de recordar un pastel a los primeros que llegaron y el nombre se quedó así. Construido hacía dos siglos para un duque italiano, había más de cuarenta habitaciones en su impresionante interior. Cara y otras nueve mujeres conductoras se alojaban en una granja abandonada a tiro de piedra, y sus servicios estaban disponibles no sólo para los oficiales de la Real Artillería, sino para los de los diversos cuerpos que estaban repartidos por la isla.
El capitán Bradford salió por las majestuosas puertas esculpidas.
—Buenos días, Caffrey —dijo tímidamente.
Era un hombre bajito y amable de unos cincuenta años, completamente calvo, que parecía muy torpe con las mujeres. Soltero, se enroló en el ejército en la Gran Guerra y había hecho carrera. Cara siempre hacía lo posible para que se encontrara a gusto. Debía de funcionar, porque él siempre la solicitaba a ella cuando necesitaba un chófer.
—Buenos días, señor.
Se irguió y saludó, y después le lanzó una resplandeciente sonrisa.
—Buen día para el críquet —comentó él al subir al coche.
—¿De verdad, señor?
—¿No se juega al críquet en Liverpool, Caffrey?
—Supongo que sí, señor, pero a mi familia sólo le interesa el fútbol.
—¿Liverpool o Everton?
—Liverpool, señor. Es el equipo católico, ¿sabe?
—Ah, sí, es usted papista, ¿no, Caffrey? Tiene que sentirse como en casa, aquí en Malta; está lleno de iglesias y cada día celebran a un santo.
—Me gusta mucho, capitán.
Como para demostrar lo acertado de sus palabras, tuvo que disminuir la velocidad mientras pasaba una pequeña procesión de mujeres y niños que llevaban estandartes bordados y guirnaldas de flores, dirigidos por un sacerdote que sostenía una cruz de madera. Cantaban un himno que no identificó, y probablemente se dirigían al pequeño santuario junto a la carretera al que ella llegaría unos minutos más tarde.
—¿Qué santo es hoy? —preguntó el capitán.
—No lo sé, señor. No somos tan religiosos en Liverpool. Sólo celebramos Pascua y Navidad, y hacemos procesiones en mayo. Yo participé en algunas cuando era joven.
El capitán se rio.
—No es que sea usted precisamente vieja, Caffrey.
Permaneció en silencio mientras ella conducía a través del desolado campo. No había nada bonito en Malta; el paisaje era duro y el suelo, más rojo que marrón, aunque ella suponía que mejoraría en primavera, cuando los campos estuvieran cuajados de flores. La temperatura era cálida para marzo, y a media mañana el sol lucía a través de las ventanillas, convirtiendo el coche en un horno.
—¿Le importa que abra una ventanilla, capitán?
—En absoluto, querida. Así es mejor —dijo, cuando ella bajó la ventanilla—. Hace calor, ¿verdad?
—Un poco.
—No está acostumbrada aún, eso es lo que pasa. Refrescará cuando lleguemos a la costa.
Cara se pasó el dedo por el interior del cuello. El ambiente era húmedo y estaba impaciente por llegar a la costa. Como Malta tenía sólo veintisiete kilómetros de longitud por catorce de anchura, y el edificio Mazapán estaba situado entre Medina y Rabat, cerca del centro de la isla, nunca tardaban mucho en llegar a cualquier parte. Cara asistía a misa en la catedral de San Pablo, en la pequeña Medina los domingos. Rabat, una población mucho mayor, con muchos restaurantes y dos cines, era donde pasaba la mayor parte de su tiempo libre, pues le ahorraba viajar hasta La Valletta, la capital.
Diez minutos después, conducía por Mediterranean Street, en las afueras de La Valletta, y una brisa fresca le revolvía el cabello. El aire era fresco y olía a salado.
En el Grand Harbour había atracado una gran variedad de barcos, que iban desde las siluetas ominosas y grises de los buques de guerra, los oxidados cargueros y los pesqueros de vivos colores, hasta algunos yates de lujo que se balanceaban perezosos en las claras aguas azul verdosas.
La carretera trazaba una curva y estaban pasando ante el palacio de San Elmo cuando el capitán Bradford le pidió que se detuviera frente a un pequeño café que estaba abriendo a un extremo de la carretera; un joven camarero con aspecto de estrella de cine sacaba mesas y sillas.
—Tengo una reunión aquí, Caffrey, y no acabaré hasta mediodía.
—¿Vuelvo a buscarle entonces, señor? —preguntó mientras consultaba su reloj; eran las once menos veinticinco.
—Quédate por aquí, hija mía, falta sólo una hora y media. Haz un poco de turismo… y quítate la guerrera. Dentro de una hora te habrás derretido con esa cosa.
—Gracias, señor.
El capitán desapareció dentro del café. Cara aparcó fuera, se quitó alegremente la guerrera y se arremangó la camisa; les habían prohibido hacerlo hasta que llegara el verano. Paseó de vuelta hasta el puerto, se tomó un café en un puesto frecuentado por pescadores y se sentó en un muro, contemplando cómo los pescadores descargaban las capturas de la mañana, aunque odiaba ver a los pobres peces arrojados en agitados montones de plata, con las cabezas erguidas de desesperación mientras luchaban contra la asfixia.
Los pescadores la miraron con curiosidad. Era muy diferente de sus mujeres: alta, de cabello rubio rojizo y, además, uniformada, mientras que sus mujeres eran bajas y morenas y se vestían como campesinas. Malta era otro mundo y ella seguía tratando de acostumbrarse al lugar, aparte de la temperatura.
Con el calor del sol a su espalda y el cielo como terciopelo azul, ni una nube a la vista, el sol espejeando como seda con apenas alguna arruga, se preguntó qué tiempo haría en Liverpool en aquella mañana de marzo. En su última carta, enviada dos semanas antes, mamá decía que el tiempo era tan malo como en Navidad: «Todas las mañanas hay nieve hasta el alféizar». Cara se estremecía al pensarlo, aunque a la vez deseaba estar frente al fuego en Shaw Street, bien cómoda y arrebujada, con una taza de té caliente en la mano. El deseo se fue desvaneciendo poco a poco y estiró las piernas al sol, deseando otra cosa: no llevar aquellas medias tan gruesas de color caqui y poder broncearse.
Se le ocurrió que sabía mucho más del mundo que su madre. Mamá sólo había viajado de Irlanda a Liverpool, donde se quedó, sin abandonar nunca sus alrededores más que para ir algún día a New Brighton o a Southport, aunque le gustaba cualquier novedad. Le habría gustado Malta, con sus sólidas tradiciones católicas y numerosos santuarios e iglesias, sus infinitos días de santos y fiestas religiosas, normalmente acompañadas de un impresionante despliegue de fuegos artificiales.
—¡Señorita! ¡Eh, señorita!
Los gritos venían de detrás de ella. Cara se volvió y vio a tres marineros que saltaban arriba y abajo en la cubierta de su barco, agitando las manos frenéticamente. Les devolvió el saludo y ellos la vitorearon.
—¿Cómo te llamas? —gritó uno.
—Cara Caffrey —gritó a su vez.
—¿De dónde eres, Cara?
—De Liverpool.
El más bajito empezó a dar saltos de alegría.
—Yo también, de Edge Hill. Me llamo Ernie Thomas.
—Yo soy de Toxteth, de Shaw Street.
—¿Qué haces esta noche, Cara?
Ella se encogió de hombros exageradamente y extendió las manos.
—No sé. Puede que esté de servicio.
—Si no estás de servicio, nosotros estaremos en el bar San Patricio en Merchant Street a partir de las ocho. Tráete a una amiga.
—Tráete a dos amigas.
—Lo intentaré. No puedo prometer nada.
Retrocedió, riendo. No tenía la menor intención de encontrarse con los marineros, estuviera de servicio o no, pero no quería desilusionarlos. Ellos siguieron gritando mientras cruzaba la carretera, recordando que Merchant Street estaba muy cerca y que había mercado cada día excepto el domingo. Quedaba aún una hora para que el capitán finalizara su reunión.
Vagó arriba y abajo junto a los coloridos puestos que vendían sobre todo comida, aunque algunos exhibían artesanía local: joyas de filigrana de oro y plata, cristal decorado, adornos hechos de piedra caliza. Le gustaba especialmente el encaje —había visto a mujeres sentadas ante sus casas trabajando con sus almohadillas—, y a mamá le encantaría un mantel o una colcha. Como sólo llevaba encima unas pocas liras maltesas, se contentó de momento con dos pañuelos de encaje.
A las doce menos cuarto, tras haber recorrido todo el mercado, caminó despacio de vuelta al café donde tenía que recoger al capitán Bradford, se sentó fuera en una mesa y pidió café al camarero con aspecto de estrella de cine.
—Es usted una chica muy guapa —dijo él cuando vino con el café.
—Y usted, un hombre muy guapo —dijo ella a su vez, y no pudo evitar una sonrisa cuando él se ruborizó hasta la raíz del cabello y casi salió corriendo de nuevo hacia el café.
—¡Así es la vida! —susurró Cara.
Aquello era como si le pagaran por estar de vacaciones. Acariciada por el sol, debió de quedarse dormida, porque cuando abrió los ojos le sorprendió ver a un joven de aviación sentado frente a ella, muy sonriente.
—Parecías la Bella Durmiente —dijo—. Estaba pensando en besarte para que despertaras, pero me preocupaba que pudieras convertirte en rana.
Ahora fue ella quien se ruborizó.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Una hora, dos, no estoy seguro.
—Mentiroso. —Miró su reloj—. Sólo llevo aquí cinco minutos.
—¿Estás esperando a algún jefe del ejército?
—Sí, al capitán Bradford.
Vio una berlina gris aparcada detrás del Humber color caqui.
—Yo he venido a buscar al capitán Chapman. Mi madre quería que fuese piloto y está un poco desilusionada de que sea sólo chófer. Pero tengo un galón. ¡Mira! Soy cabo. Nunca pensé que conseguiría un galón y estoy muy satisfecho.
Señaló el galón de su manga y Cara se echó a reír. Era un joven de lo más atractivo, aunque no exactamente guapo. De unos veintiún años, llevaba el pelo, castaño claro, muy corto, y supuso que sería rizado si se lo dejaba crecer un poco. Sus ojos eran tan azules como los de ella, tenía la boca un poco grande y la nariz parecía rota y mal curada. Debía de llevar bastante tiempo en Malta, pues estaba muy bronceado.
—Espero que no te estés riendo de mi galón —dijo, haciendo como que estaba ofendido.
—No, me estoy riendo de ti.
—¿Es mi nariz lo que encuentras tan divertido? Se me debió de romper en el vientre de mi madre. No se me ocurre otra razón para su extraña forma. —Se retorció la nariz, como si tratara de enderezarla, lo cual hizo reír aún más a Cara—. Está claro que me consideras muy gracioso, señorita… —se interrumpió mientras alzaba las cejas inquisitivamente.
—Caffrey, Cara Caffrey.
—Yo soy Christopher Farthing, conocido como Kit, y si te atreves a llamarme Penny Farthing[3], lloraré; lloraba sin parar en el colegio. ¿Cómo estás, Cara Caffrey?
Alargó la mano y se la estrechó. Sus dedos eran largos y morenos y estrechaba con tal fuerza que casi le hizo daño. Cara sintió una sensación en el pecho, una sensación que no podía describir, quizá porque nunca la había sentido antes.
Él sostuvo su mano demasiado tiempo; quizá la habría sujetado para siempre si la puerta del café no se hubiese abierto, dando paso al capitán Bradford acompañado de otros dos hombres, un oficial naval y el otro con el uniforme gris azulado de la RAF. La mano de Cara fue liberada, Kit Farthing se incorporó de un salto y saludó, y Cara hizo lo mismo. A veces le parecía ser un muñeco de resorte.
—Nos volveremos a ver, ¿verdad? —susurró Kit mientras caminaban hacia los coches.
—Eso espero.
Después de dejar al capitán Bradford en el edificio Mazapán, aparcó el coche y se iba a dirigir hacia el taller cuando se encontró de frente con Sybil Allardyce, que salía de allí. Los ojos de Sybil se empequeñecieron y luego dijo fríamente:
—Podría arrestarte por esto, Caffrey.
Cara gruñó para sus adentros mientras saludaba con desgana.
—¿Por qué, señora?
—Por quitarte la guerrera y arremangarte.
Desde el día en Bedford en que había pedido que la saludaran y las chicas se negaron porque no iba de uniforme, Sybil se la tenía jurada a Cara y a Fielding. Las importunaba constantemente y parecía no advertir que siempre acababa siendo peor para ella, sobre todo en lo que se refería a Fielding. Había sido auténtica mala suerte el que las destinaran a todas a Malta.
—El capitán Bradford me dijo que me quitara la guerrera, señora.
Cara se maldijo por no habérsela puesto antes, pero tenía algo mucho más importante en la cabeza mientras conducía de vuelta, en forma de un joven de la RAF con el encantador nombre de Kit Farthing.
—No tiene derecho a hacerlo —ladró Sybil—. ¿Y por qué ha estado fuera tanto tiempo? Debe de hacer ya dos horas y media…
—El capitán me pidió que esperara, señora.
—Tampoco podía hacer eso.
Se alejó, tras haber metido la pata, como siempre. Destinada en el edificio Mazapán, era la oficial a cargo del transporte y su función consistía en garantizar que todos los vehículos fueran revisados con regularidad, que siempre hubiera suficiente gasolina en el surtidor y piezas disponibles en el taller para hacer pequeñas reparaciones. Las solicitudes de los conductores se remitían a su despacho y pasaban al cabo Culpepper, cuyo despacho estaba en una esquina apartada del mismo taller junto a la sala de descanso de mujeres. Por desgracia, las chicas tenían que pasar por el despacho del sargento para entrar y salir del cuarto, y estaban a merced de sus largas manos.
—Tu amiga te está buscando. Parecía a punto de sufrir un ataque de apoplejía —comentó Fielding cuando Cara entró en el diminuto cuartito, en el que otra chica, Adele Morgan, estaba profundamente sumida en la lectura de un libro; alzó la cabeza y dirigió a Cara una breve sonrisa.
—Cuántas veces tengo que decirte, Fielding —dijo Cara suavemente—, que Sybil Allardyce no es mi amiga. —Se dejó caer en una silla—. Te he traído una cosa.
—¿Una cosa?
—Un regalo. —Sacó los pañuelos de encaje del bolsillo—. Me compré uno para mí también. Escucha, Fielding, no te puedes sonar las narices con él. Es para guardarlo.
Fielding hizo una reverencia al recibir el pañuelo y simuló que lloraba con grandes aspavientos.
—Gracias, señora —gritaba—, estoy conmovida, de verdad. Gracias por acordarte un poco de mí.
Cara gruñó.
—¿Por qué habré hecho de una actriz mi mejor amiga? Nunca lo sabré.
—¿De verdad, Caffrey? ¿De verdad soy tu mejor amiga? —preguntó Fielding, y la miró con curiosidad.
—Claro que lo eres.
—Te quiero, Caffrey.
La bella y traviesa carita parecía seria por una vez.
Cara la miró dudosa, nunca muy segura de si Fielding fingía o no. Como quería de verdad a aquella personita enloquecedora, incontenible y locuaz, tanto como habría querido a una hermana, estuvo a punto de decir «Yo también te quiero», cuando Fielding dijo bruscamente:
—Cuando acabe la guerra, quiero que nos casemos y tengamos hijos.
—¡Oh, oye!
Cara buscó un cojín para lanzárselo, pero no había ninguno. A Fielding le debían haber arrojado más cojines que a nadie en este mundo.
—Tengo hambre —anunció.
—¿Te traigo un sandwich? ¿O se dice bocadillo? No estoy segura —preguntó su atormentadora.
—Yo tampoco, pero me gustaría comerme uno, y una buena bebida fría.
Una gran ventaja del edificio Mazapán era que la cantina estaba abierta desde primera hora de la mañana hasta última hora de la noche.
—¿Y tú, Morgan?
—Me tomaría un refresco, gracias.
—Sus deseos son órdenes para mí.
Fielding hizo una reverencia y se marchó.
—¿Es siempre así? —preguntó Morgan, una galesa soñadora cuya cabeza estaba siempre enterrada en un libro.
—No creo que lo sea, no.
—¿De veras era actriz en Blighty?
—Sí, al parecer trabajaba en el West End.
—Ah, vaya, supongo que es por eso —resumió Morgan, y volvió a su libro.
Era fácil irritarse con Fielding, pero era la persona menos aburrida que Cara había conocido y se alegraba de tenerla como amiga.
Sybil apretó los dientes al volver a su despacho. Iba a preguntar al capitán Bradford si realmente le había dado permiso a Cara para quitarse la guerrera y le había pedido que le aguardara en La Valletta, pero al pensarlo un poco le pareció algo muy mezquino, aparte de que podría parecer que estaba cuestionando las decisiones de un superior. Parecía que Cara le caía bien: siempre preguntaba por ella cuando necesitaba un chófer.
Nunca olvidaría aquel día en Bedford. Se había sentido muy orgullosa de sí misma, y Cara, Fielding y aquella otra chica a la que nunca volvería a ver habían echado a perder por completo su primer día como oficial. Si cerraba los ojos, podía oír aún el sonido de la incontenible risa del trío. Y se seguían riendo de ella, aunque quizá fueran sólo imaginaciones suyas, pero habría jurado que las oía reírse cada vez que pasaba cerca de ellas.
Estaba sentada tras su escritorio, aún furiosa, cuando el teniente Alec Townend asomó la cabeza por la puerta y ella se olvidó de Cara y de Fielding.
—¿Sigue en pie lo de esta noche? —preguntó.
—Oh, claro —contestó Sybil, muy alegre.
—Primero una copa, luego cine y, por último, cena —dijo él, animado—. ¿Te parece bien?
—Veo que lo has planificado todo; sí, me parece muy bien —dijo Sybil, admirada—. ¿Iremos a Rabat o a La Valletta?
—A Rabat. Podemos ir andando, y así nos ahorramos tener que organizar el transporte.
—¿Sabes qué película dan?
—Un viejo musical con George Raft y Alice Faye: Every Night at Eight. Espero que no la hayas visto.
—No, y me encanta George Raft.
—Y a mí Alice Faye me parece lo mejor de lo mejor, así que creo que los dos lo pasaremos bien.
—Seguro que sí.
Alec guiñó un ojo y cerró la puerta. No era muy atractivo, bajito y más bien rechoncho, con una cara vulgar, y se daba mucha importancia. Tenía veinticuatro años y había sido abogado en el despacho de su padre antes de ser llamado a filas. Aquélla sería la primera noche que salían juntos. A Sybil no le gustaba especialmente, pero prefería salir con un hombre cualquier día, incluso con uno que no la atrajera, que con un grupo de mujeres tediosas. Coquetear era una manera mucho más satisfactoria de pasar el tiempo que el cotilleo, y no le satisfacían las reuniones de mujeres; no había nada productivo ni entretenido en ellas y rechazaba todas las invitaciones de mujeres oficiales para que las acompañase a cenar, tomar una copa o ir al cine; prefería quedarse en su habitación y leer un libro si no había hombres disponibles. Tenía muy pocas amigas: Betsy Billington-Clarke, por ejemplo, que le había sido útil a su manera y tenía un hermano muy guapo, pero Betsy era una rara excepción.
A veces se preguntaba lo que dirían mamá y papá si supieran lo que había estado haciendo cuando estaba en la escuela en Londres. Los fines de semana se les permitía salir, y Sybil solía ir al bar de uno de los mejores hoteles del West End y dejaba que la invitaran; los hombres parecían encontrarla enormemente atractiva, con su ropa remilgada de escolar. Fue uno de aquellos hombres quien la llevó a ver la revista en la que salía Fielding. Después regresaron al hotel y se acostó con él. Ahora se acostaría con Alec Townend en cualquier momento. Le gustaba que las noches acabaran así… y eso no podía ser si salía con mujeres.
Cara miraba fijamente el motor negro y aceitoso de un camión y trataba de deducir por qué no arrancaba, cuando una voz dijo:
—Una de las correas de distribución está suelta.
—Me acababa de dar cuenta —replicó fastidiada. Al darse la vuelta, vio que Kit Farthing miraba el motor detrás de ella, y la extraña sensación inidentificable que había tenido cuando se estrecharon las manos volvió con fuerza—. ¡Oh, eres tú! —dijo temblorosa, mientras se tocaba tímidamente la cabeza enturbantada, deseando haber llevado algo más atractivo que un mono grasiento que le quedaba corto. Kit estaba muy elegante con su uniforme bien planchado. Le había crecido un poco el pelo desde el último día y parecía más rizado. Era muy delgado, casi desgarbado, y unos diez centímetros más alto que ella; era una novedad que la mirasen desde arriba—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Mi jefe ha hecho pasar a máquina el resumen de la reunión del otro día y me ha pedido que se lo traiga al tuyo. Ahora que he cumplido mi misión, se me ocurrió ir a buscar a la Bella Durmiente para decirle hola.
—Hola —repitió, con la sensación de que la lengua se le había congelado en la boca.
—Hola, Cara. —Kit mostraba una actitud completamente normal, así que estaba claro que ella no suscitaba en él el mismo efecto, aunque había una expresión en su agradable y casi fea cara tan inidentificable como la sensación que Cara sentía en su pecho—. ¿Vas a tener un descanso pronto? —preguntó alegremente.
—¿Qué hora es?
Había olvidado que llevaba reloj. Kit consultó el suyo.
—Casi las once.
—A las once y media paro a tomar algo.
—¿Podemos ir entonces a dar un paseo?
Cara bajó los ojos.
—Muy bien.
—No te olvides de esa correa de distribución —le recordó cuando ella estaba a punto de cerrar el capó del camión.
Cara se había olvidado de ella. Los camiones, los motores y sus diversas piezas ya no le parecían tan importantes.
Durante su corto paseo por el árido campo que rodeaba el edificio Mazapán, él le contó que tenía veintiún años y era de Lancaster.
—Es la capital de Lancashire y está muy cerca de Liverpool.
—¿Qué hacías allí? —preguntó Cara, que ya le había dicho que ella trabajaba en Boots, para luego describirle a su familia y la casa en Shaw Street.
—Era bibliotecario. Me encantan los libros —dijo con sencillez—. Siempre quise trabajar con ellos. Cuando piensas en toda la información que contienen, las historias que cuentan, el tiempo o el compromiso que ha supuesto escribirlos, el placer que dan, el beneficio que aportan… Enseñan de todo a la gente, desde arreglar un coche hasta entender la teoría de la relatividad de Einstein y… ¡bueno, toda clase de cosas! —Se detuvo y la miró, incómodo—. Debo de parecer yo mismo un libro. Hablo demasiado de ellos.
—No, qué va. —Le hacía pensar en los libros de un modo totalmente nuevo—. He de decir que no pareces bibliotecario.
—¡Oh, por favor, no digas que creías que era boxeador! —protestó, escandalizado—. O jugador de rugby. ¡Es esta maldita nariz! En el colegio, siempre evitaba jugar al rugby. No me gustan las actividades en que pueden hacerme daño. —Exhaló un patético suspiro—. No soy tan duro como parezco, ni mucho menos.
Cara se echó a reír.
—Me alegro, prefiero los bibliotecarios a los boxeadores.
Desde luego, nunca le diría que parecía mucho más lo último que lo primero.
Llegaron al edificio Mazapán.
—¿Te gustaría beber algo? —preguntó Kit—. El capitán Bradford me dijo que me tomara una cerveza en la cantina y la pusiera en su cuenta. Es buen tipo, ¿no?
—Muy bueno —asintió Cara—. Me temo que no me permitirán entrar en la sala de oficiales con el mono. —Se había quitado el turbante, pero no tuvo tiempo de cambiarse de ropa—. En cualquier caso, tengo que volver ya.
—¿Puedo volver a verte? No tengo servicio esta noche.
Cara advirtió por el modo en que lo decía —ligeramente ansioso, un poquito nervioso— que la invitación, si bien despreocupada, significaba tanto para él como para ella.
—Yo también estoy libre.
—Entonces te recojo a las siete —dijo él decidido—. Creo que podré conseguir un coche. Iremos a Rabat. ¿Te gustaría ir al cine o cenar?
—Me encantaría cenar.
—Podemos hablar mientras cenamos.
Le estrechó la mano y se despidió. Cuando volvió a la sección donde trabajaba, Cara tuvo la fuerte sensación de que estaba enamorada de Kit Farthing; en cuanto a él, tal como le dijo un mes más tarde, se había enamorado de ella antes incluso de que hablasen:
—Cuando estabas sentada en aquel café, profundamente dormida, mi Bella Durmiente, mi única Cara, roncando con toda su alma al calor del sol del mediodía.
—¡No estaba roncando! —protestó ella.
—Sí roncabas. Te oía desde kilómetros. Cuando nos casemos, tendremos que tener habitaciones separadas o no podré dormir ni un minuto.
Cara se tomó la alusión al matrimonio con calma. Las cosas eran así en tiempo de guerra, cuando no estabas seguro de dónde estarías la semana que viene, ni siquiera si estarías vivo. La incertidumbre, la sensación de peligro, provocaba en la gente un sentimiento de urgencia, y decisiones que habrían tardado semanas en tomarse se tomaban en una hora; cortejos que en tiempos menos dudosos habrían durado un año entero, duraban menos de un mes porque la gente necesitaba saber dónde se encontraba.
En aquellos momentos, Malta era un lugar de paz y tranquilidad, aunque había frecuentes prácticas de alarma aérea, la sirena ululaba y todo el mundo tenía que acudir a los refugios subterráneos. Pero no siempre sería así. La pequeña isla representaba una base de suministros crucial entre Europa y África del Norte, donde las tropas de ambos bandos se estaban concentrando y preparaban el choque. Hitler no iba a quedarse cruzado de brazos y dejar que los aliados conservaran una posición de importancia tan vital sin combatir.
En cualquier caso, lo lógico parecía comprometerse con Kit, permanecerle fiel hasta que la guerra acabara —la opinión general era que eso ocurriría al cabo de un año— y luego casarse y establecerse en algún lugar entre Liverpool y Lancaster, para que uno y otro pudieran visitar fácilmente a sus familias —Kit tenía un hermano y dos hermanas, además de sus padres—, y luego tener hijos. Ella quería cuatro, dos niños y dos niñas. Inspiró profundamente, tan feliz que apenas podía pensar en nada más. Ahora sabía qué era el extraño sentimiento que tenía en el pecho: era felicidad mezclada con amor hacia Kit, y dio por sentado que la sensación nunca desaparecería.
Sybil los vio juntos una noche en un café de Rabat. Estaban con Fielding y con otro chico de la RAF, delgado e infantil, excepcionalmente guapo. La pareja parecía llevarse bien, y se reían con ganas de algo. Pero los otros dos, Cara y su acompañante, sólo tenían ojos el uno para el otro, hablaban en susurros, sonreían de vez en cuando y con las manos enlazadas por encima de la mesa. De vez en cuando, él levantaba la mano de Cara, se la llevaba a los labios y la besaba, y ambos se miraban arrobados. Era evidente que estaban locamente enamorados. Como hombre, estaba lejos de ser guapo, pero había algo en él, en su rostro —al principio, Sybil no hubiera podido decir lo que era—, algo decente y bueno, decidió, y muy romántico. Imaginaba que sería un amante maravilloso. Se preguntó si Cara y él ya habrían hecho el amor.
—La verdad, este cangrejo está delicioso —comentó Alec Townend—. ¿No piensas lo mismo, cariño?
—Delicioso —murmuró Sybil.
Últimamente Alec empezaba a ponerla nerviosa. Era muy aburrido. No recordaba que hubiera dicho ni una vez algo interesante. Lo dejaría y empezaría a salir con otro; aquel otro teniente, John Glover, que la había invitado a cenar días antes. Sybil apartó el cangrejo y se revolvió inquieta en su silla, deseando que la hubieran destinado a algún lugar más interesante. Malta era tan aburrida como Alec. No pasaba nada. Echó un vistazo por el restaurante, lleno de militares, hombres y mujeres. Había sitio en el centro para que la gente pudiera bailar, y algunos se habían levantado y bailaban al ritmo de la pequeña banda local que tocaba I’m in the Mood for Love. La canción figuraba en la banda sonora de la película que había visto con Alec la primera vez que habían salido juntos. Aquella noche sonaba sin gracia, como si la banda no estuviera habituada a interpretar aquel tipo de música. Cara y su acompañante habían salido a la pista y se movían lentamente por ella, tan envueltos uno en los brazos del otro que podían haber sido una sola persona.
Sin que supiera por qué razón, Sybil sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Bueno, sí lo sabía: aquello era lo que quería, que alguien la amara, no del modo posesivo y sofocante en que lo hacía su padre, o el modo indiferente de su madre, que la había abandonado y sólo se preocupaba por Jonathan, sino del modo en que el joven aviador amaba a Cara.
Una vez al mes, Cara tenía un fin de semana libre. Fielding y ella solían intercambiar fines de semana con otras chicas para poder salir juntas. De momento, lo que hacían en sus días libres era quedarse unas cuantas horas en la cama, holgazanear por la granja —la última vez, se habían cortado mutuamente el pelo, porque era una pesadez tener que hacerse moños y trenzas para que el cabello no les rozara los cuellos—, ir al cine en Rabat y recorrer los muchos mercadillos callejeros, o acercarse hasta La Valletta y hacer lo mismo allí.
En mayo, cuando le habló a Kit del siguiente fin de semana, él dijo:
—Si consigo tener los mismos días libres, ¿podríamos ir a Gozo y pasarlos allí? Sólo se tarda media hora en el ferry.
Gozo era una pequeña isla junto al extremo septentrional de Malta.
—Me encantaría, pero ¿podrán acompañarnos Mac y Fielding? No puedo dejarla sola.
Peter McShane era el mejor amigo de Kit y era conocido como Mac: bajito y muy guapo, procedía de Newcastle y estaba felizmente casado con dos hijos. Era empleado en una tienda en su vida civil y se había hecho muy amigo de Kit gracias a su amor compartido por los libros. A menudo salían los cuatro; su relación con Fielding era puramente platónica, pero tenían el mismo sentido del humor, y se reían de cosas que la gente normal nunca hubiera considerado ni remotamente graciosas.
Kit le besó la nariz.
—Si eso significa que no vas a ir sin Fielding, conseguiré que vaya Mac, aunque tenga que llevarlo atado y amordazado.
No hizo falta atar y amordazar a Mac. Cuando ambos hombres llegaron a primera hora del domingo en las viejas bicicletas que habían conseguido adquirir en alguna parte, Mac parecía tan animado como Kit por el fin de semana que tenían por delante. Los cuatro vestían de paisano por primera vez: ellos, pantalones grises de franela, camisas Aertex y chaquetas deportivas; Cara, su vestido rojo y una chaqueta blanca; Fielding, una blusa fruncida y una falda tirolesa con la que parecía aún más bajita.
Esperaron al borde de la carretera el autobús a Gozo. En una perfecta mañana de mayo como aquélla, con el aire caliente brillando como champán y el olor a flores que cubrían los campos de alrededor, era difícil creer que había una guerra, que hacía apenas unos días que Winston Churchill había sustituido a Neville Chamberlain como primer ministro del Reino Unido, que la víspera Alemania había invadido Holanda, Bélgica y Luxemburgo, que se estaban librando feroces combates en toda Europa.
Llegó el autobús, un minúsculo vehículo lleno de mujeres ancianas vestidas con ropas negras y largas. Debían de haberse levantado al alba, pues iban cargadas con cestas de frutas y verduras de los mercados de Rabat. Cara y Fielding ocuparon los últimos asientos vacíos y Kit y Mac se quedaron de pie.
Había un pequeño altar pegado al parabrisas, un dibujo de Jesús metido en un marco en forma de corazón con un pequeño recipiente debajo que contenía agua bendita. El autobús se detenía con frecuencia para que la gente subiera y se apease —en general más mujeres ancianas— y cuando lo hacía, los pasajeros mojaban los dedos en el agua y hacían el signo de la Cruz. A Cara le pareció todo muy ostentoso. Ella prefería guardarse su religiosidad para sí misma, no exhibirla.
Subió al autobús un sacerdote casi adolescente y una mujer que iba en la parte delantera, con aspecto de tener unos noventa años, se levantó y le dejó el asiento. Él se sentó con un ligero movimiento de cabeza. Refunfuñando, Fielding se puso de pie e indicó a la mujer que se sentara. Ella miró nerviosa al sacerdote antes de sentarse.
Hacía demasiado calor en el atestado y ruidoso autobús. Mac estaba fumando —fumaba mucho— y el ambiente estaba cargado; era difícil respirar. Cara empezó a sentir sueño mientras avanzaban por la estrecha y desierta carretera, atravesando pequeñas aldeas, cada una con su enorme iglesia. Kit estaba agarrado a la parte de atrás de su asiento y ella notaba sus nudillos contra el cuello. No les había hablado a sus padres de él, aunque estuvieran prácticamente comprometidos; mamá sólo preguntaría si era católico y papá querría saber cuáles eran sus ideas políticas. Como Kit era ateo y no tenía tiempo para ocuparse de política, a los dos les parecería mal su elección de marido y no estaba en su ánimo enzarzarse en acaloradas discusiones epistolares acerca de si debía o no casarse con él.
Kit se inclinó y dijo:
—Ya casi hemos llegado. —Cara sintió sus labios contra su pelo. Los dedos le acariciaron el cuello; levantó la mirada y sonrió—. Te quiero —pronunció él sólo con los labios.
—Y yo a ti.
Lo dijo tan bajo que no estaba segura de que la hubiera oído. Ambos sabían lo mucho que se amaban el uno al otro y, aun así, se lo decían a cada momento. Cara se preguntaba si se acostaría con Kit en Gozo. No habían hablado del tema, pero le daba la sensación de que ocurriría y sus piernas temblaban con una mezcla de deseo y nerviosismo. Sólo podían pasar fuera una noche, pues entraban de servicio a primera hora del lunes, pero podía ser un punto de inflexión en su vida, el momento en que dejaría de ser una niña y se convertiría en mujer.
El autobús se detuvo en Cirkewwa, de donde zarpaban los ferris a Gozo. Todos los pasajeros se apearon y sus asientos fueron ocupados rápidamente por los desembarcados del ferry que acababa de llegar. Mac compró cuatro cervezas para refrescar sus secas gargantas —no importaba que la cerveza estuviera caliente— y se dirigieron al barco. Aspiraron agradecidos el aire fresco, disfrutando del suave movimiento del ferry que los llevó en un viaje de treinta minutos hasta Gozo. El agua azul estaba tan clara como un aguamarina (a Cara le recordaba el anillo que Louise Appleton le había enviado), y se veían peces de todos los tamaños y colores nadando sin rumbo en sus profundidades. Uno saltó hacia ella, que retrocedió alarmada, pero no era más que el reflejo de la imagen de una gaviota que se hundía en el agua, en la que entró con un ruido sofocado y un chorro de cremosa espuma.
Fielding dijo que se sentía como si hubiera escapado de la cárcel y no le importaba que la volvieran a encarcelar pasado mañana.
—Hasta que eso ocurra, me lo voy a pasar estupendamente. Hay guerra, y quién sabe cuándo podremos volver a hacer esto…
—Vamos, vamos —dijo Mac.
Cara y Kit se miraron el uno al otro y mantuvieron silencio.
Victoria, la capital de Gozo, era una ciudadela en lo alto de una colina, con sus murallas de cuatrocientos años erguidas como una vela gigante en el centro de la isla. En una de las callejuelas del confuso laberinto había un hotel barato que le habían recomendado a Mac. Les costó un rato encontrarlo, aun con la ayuda de un mapa. Era una casa de fachada plana en medio de una fila de edificios similares que estaba situada en una cuesta en curva de escalones bajos. La dueña, una mujer sonriente y enjoyada, con un vestido largo y floreado, hablaba bien el inglés e incluso podía entender a Mac, con su cerrado acento de Newcastle. La mayoría de los malteses tenía al menos nociones del idioma, pues la isla había sido una colonia británica durante más de un siglo.
Mac reservó dos habitaciones dobles para pasar la noche. Cara no estaba segura de si se sentía complacida o desilusionada porque parecía que Kit no tenía intención alguna de dormir con ella. Llegó a la conclusión de que se sentía las dos cosas a la vez.
—Me gustaría ducharme y cambiarme la camisa —anunció Mac cuando se cerró el trato.
Unos minutos más tarde, cuando los hombres desaparecieron, Cara y Fielding entraron en su habitación de la planta baja. Las paredes de tosco yeso estaban pintadas de blanco y el suelo enlosado con piedras de color caramelo. Había una alfombrilla chillona a cada lado de la cama doble, cubierta con una vistosa colcha blanca de encaje. Las cortinas de las minúsculas ventanas también eran blancas, y de la pared colgaba un crucifijo negro con un Cristo de bronce.
—Que bien se está aquí y qué fresco hace. —Fielding se arrojó sobre la cama—. Se parece un poco a la celda de una monja. ¿Las monjas duermen en celdas, Caffrey?
—No lo recuerdo, pero estoy segura de que no tienen cosas de encaje.
Se pasaron la tarde explorando perezosamente las sinuosas calles de Gozo con sus deteriorados edificios medievales, museos y tiendas de artesanía, deteniéndose a menudo para resguardarse del fuerte sol, para tomar una buena taza de café o un vaso del fuerte vino maltés. Sorprendentemente había mucha gente por la calle, muchos de ellos militares como ellos mismos. Ahora que Cara sabía que acabaría el fin de semana como lo había comenzado, siendo virgen, la tensión que había sentido antes, por emocionante que fuera, se desvaneció y se sintió más a gusto.
A las seis, las chicas volvieron al hotel para descansar y cambiarse. Kit y Mac permanecieron en un bar y prometieron recogerlas al cabo de una hora.
—No se os ocurra achisparos —dijo Fielding amenazadoramente.
—Como si fuéramos capaces —protestó Mac con voz ofendida.
En cuanto llegaron a su habitación, Cara se quitó el vestido y se tumbó sobre la cama, exhausta. Vio que había un vestido de gasa plateada colgando por la parte exterior del guardarropa. Sin mangas, con una enagua del mismo color debajo, había sido bordado exquisitamente con hilo de plata alrededor del cuello y el dobladillo. Nunca se lo había visto puesto a Fielding antes.
—Es bonito —comentó—, me refiero al vestido.
Su vestido de imitación de seda de dos piezas de C&A parecía muy pobretón a su lado.
—Lo llevé en una obra y después me permitieron quedármelo.
Fielding se estaba lavando de pies a cabeza con una toallita. Su pequeño cuerpo estaba perfectamente formado, con sus senos como pequeñas rosas y su cabello rubio recién cortado que formaba una masa de ricitos en miniatura. Cara estaba a punto de decir: «Me recuerdas a una muñeca que tenía», pero pensó que se podía ofender. En lugar de ello, preguntó:
—¿Por qué te alistaste en el ejército, Fielding?
Se lo había preguntado en otras ocasiones, pero nunca recibió una respuesta satisfactoria que explicara por qué una actriz de cierto éxito que también sabía cantar y bailar abandonó la carrera para unirse al ejército.
—Me apeteció, eso es todo —contestó, mientras se ponía unas bragas blancas y un sujetador, abrochándose éste por delante para luego hacerlo girar, como hacía Cara.
—No te creo. Estás perdiendo un tiempo muy valioso para tu carrera.
—¿Por qué te alistaste tú, Caffrey?
—Sabes muy bien por qué. Tenía un trabajo aburrido y quería sentir emociones, pero trabajar en un escenario tiene que ser emocionante para cualquiera. ¿Por qué guardas secretos cuando yo te lo cuento todo? —preguntó, acusadora.
—Oh, muy bien. —Fielding se encogió de hombros despreocupadamente—. Si quieres que te dé una respuesta, fui abandonada en el altar por el amor de mi vida. ¿Te sirve eso?
Cara negó con la cabeza.
—No. Si no es verdad, no.
—Toda mi familia murió en un accidente de carretera y tenía que apartarme de todo lo que conocía. ¿Eso te vale, inspectora Caffrey?
—Hablaste de tu padre el otro día.
—Tengo una enfermedad mortal y puedo palmar en cualquier momento.
—Se habría descubierto en la revisión médica.
Fielding la miró exasperada, y luego su rostro cambió y comenzó a llorar con fuertes sollozos que le estremecían el cuerpo. No se cubrió el rostro, se quedó allí de pie, con los brazos colgando a los lados y la cara deformada por el dolor.
—Mi hijo murió —dijo—. Murió en mi vientre y tuvieron que extirparme el útero, por lo que no podré tener más hijos. El hombre, el padre, se largó. Me alisté porque quería morirme. Mi hijo está muerto, Cara, y yo ya no quiero vivir.
Cara saltó de la cama y rodeó con sus brazos a la sollozante muchacha.
—Oh, Fielding, lo siento. No debía haber insistido. No me di cuenta de que era una cosa tan terrible. ¿Qué le pasó a tu hijo?
—Era demasiado grande para mi útero, casi diez kilos, y estaba empezando a desgarrármelo.
—Diez… ¡Fielding, maldita mentirosa! —estalló Cara; la apartó de un empujón y ella cayó en la cama, muerta de risa.
—Bueno, te niegas a creer la verdad —dijo, casi atragantándose con las palabras.
—Me has contado tantas mentiras, que ya no sé cuál es la verdad.
—Mi primera respuesta era la verdadera. Me abandonaron, no exactamente ante el altar, y tampoco era exactamente el amor de mi vida, aunque entonces yo creía que lo era. —Pareció por un momento triste, y Cara sospechó que era de verdad, aunque nunca se sabía con Fielding—. El escenario puede ser a veces un poco aburrido, sobre todo si llevas mucho tiempo con lo mismo, así que me alisté por la emoción, igual que tú. Y pensé que sería un punto favorable en mi currículum. No olvides que se suponía que la guerra sólo iba a durar seis meses.
—Realmente me engañaste —dijo Cara enfadada—. A veces eres una zorra, Fielding.
—Y tú eres una metomentodo, Caffrey.
Cenaron al aire libre, en una plaza arbolada situada en el centro mismo de Victoria. Cara nunca recordó lo que había comido, sólo que bebieron mucho vino; cuando acabaron de cenar, el mundo había adquirido otro aspecto y todo parecía mayor de lo normal, los sonidos eran más agudos y ella se sentía ligera como el aire y tan enamorada de Kit que tenía deseos de llorar.
—¿Estás bien, cariño? —le preguntó él tiernamente.
—Nunca me he sentido mejor en mi vida —contestó.
El sol poniente se disolvía en un cielo que se había vuelto repentinamente púrpura con pinceladas de oro y parecía incendiado. Mac se había traído una cámara y sacó una fotografía de Cara y Fielding en primer plano.
—Os daré copias si salen bien —prometió—. Creo que he puesto la cámara al revés y me he sacado una foto de la nariz. En cualquier caso, no se verá mucho, en blanco y negro.
El interior del restaurante estaba poco iluminado; una vela parpadeaba en cada mesa, y el humo ascendía de los inevitables cigarrillos; un pianista, a quien no se veía, acompañado por un violinista vestido de gitano, con un pañuelo rojo atado alrededor del pelo negro y largo, con un aro dorado en la oreja, tocaba canciones familiares de películas de Hollywood: Let’s Face the Music and Dance, Change Partners, The Way You Look Tonight… Se desplazaba de una mesa a otra, deteniéndose en cada una, mirando con ojos apasionados a las mujeres, haciéndolas sentirse deseadas y adorables, al menos por una noche.
El pianista empezó a tocar A Foggy Day in London Town en el momento en que el violinista se acercaba a su mesa por segunda vez. Fielding dijo:
—Canté esto una vez en una obra.
Siempre dispuesta a destacarse, y animada por el vino, empezó a cantar a todo pulmón y el gitano la animó con la mirada. Fielding se puso de pie y lo siguió por el restaurante: una pequeña figura parecida a una polilla con su vestido plateado. Cara vio que Mac la seguía con la mirada y se quedó impresionada porque lo que reflejaban sus ojos era cualquier cosa menos platónico.
La voz de Fielding no era muy fuerte, pero vibraba de sentimiento. Todo el mundo había dejado de comer y la gente acudía del otro lado de la plaza, atraída por la encantadora voz, pues era imposible imaginar un día de niebla en una noche tan gloriosa.
—Si estuviera en casa ahora mismo —dijo Kit en voz baja—, me estaría preparando para irme a la cama. Es sábado, y habría ido al cine o a un concierto. Puede que me hubiera quedado en casa y leyera un libro, sin saber que en otra parte del mundo la gente estaría sentada bajo las estrellas oyendo cantar a un ángel. —Miró a Cara—. ¿Estoy soñando o esto es real? ¿Tú eres real?
—Todo es real —le aseguró ella—. De verdad.
—Yo habría ido a un partido de fútbol esta noche —dijo Mac—. Los niños ya estarían en la cama y mi mujer y yo nos estaríamos quedando dormidos en las sillas, escuchando a medias la radio. —Frunció el ceño y negó con la cabeza—. No puedo imaginar que voy a volver a esa vida después de esto.
—No tienes elección, amigo —dijo Kit.
—Supongo que no.
Mac se levantó y apartó la silla para que Fielding, que había terminado de cantar entre grandes aplausos, no sólo de los clientes sino de la pequeña muchedumbre que se había congregado fuera, se sentara. Desde dentro del restaurante, una voz gritó:
—¡Estupendo espectáculo, Fielding!
Los brazos de Mac se apoyaron en el respaldo de la silla de Fielding. Ella tomó uno de sus cigarrillos, aunque casi nunca fumaba. Parecían muy cercanos aquella noche, no sólo físicamente.
Se quedaron allí sentados durante otra hora, hasta que el anochecer se convirtió en oscuridad y apareció media luna en el estrellado cielo azul marino. Mac empezó a bostezar. Cara cabeceó un momento y se alegró de que nadie se hubiera dado cuenta.
Kit se desperezó.
—Es hora de que volvamos.
Por alguna extraña razón parecía estar agotado.
—¡Pero la noche es joven! —gritó Fielding—. ¿No podemos ir a un club?
—Son las once y cuarto —respondió Kit—. Si hay algún club en Gozo, cerrará a medianoche porque mañana es domingo. No se trabaja ni se juega el día del Sabbat, me lo enseñaron en la escuela.
Volvieron bailoteando al hotel, del brazo, de la mano, las chicas en medio, cantando The Lambeth Walk.
—¡Chiiist! —chistó Mac cuando llegaron.
—¡Cállate tú! —Fielding gritó además—: ¡Oríi!
La puerta había quedado abierta y entraron, chistándose unos a otros, incapaces de ver en el oscuro vestíbulo sin ventanas. Cara no recordaba si el lugar tenía electricidad.
—¿Alguien sabe dónde está nuestra habitación? —susurró quejumbrosa.
—Está aquí.
Sintió que la guiaban a través de una puerta, que se cerró tras ella. Allí había más claridad, pues las cortinas no estaban corridas y la luz de la media luna era suficiente para ver algo. Se dio cuenta de que era Kit, no Fielding, el que estaba de pie junto a la puerta, apoyado en ella. No veía qué expresión tenía en el rostro, pero parecía muy enfadado.
—Me voy si quieres —le ofreció con voz tensa, quizá después de ver la expresión que había en su rostro.
—¿Dónde están Fielding y Mac?
—¿Dónde crees que pueden estar? En el otro dormitorio.
—Pero… —Se suponía que no iba a pasar así. Mac estaba casado. Fielding no pretendería acostarse con un hombre casado—. Esto de entrar en la habitación conmigo, ¿lo organizaste antes con Mac?
—Tuve que hacerlo, ¿no? —dijo Kit, envarado.
Cara retrocedió.
—Parece muy sórdido eso de planearlo con antelación para que Mac supiera que querías dormir conmigo antes de que lo supiera yo.
—He querido hacer el amor contigo desde el día que nos conocimos. Pensé que ya lo habrías adivinado. Esperaba que tú sintieras lo mismo.
—Lo siento o lo sentía. La verdad es que no estoy segura de cómo me siento ahora.
No era así como había imaginado que ocurriría. Quería que fuera perfecto, pero había empezado mal.
—¡Cara! Nunca he hecho algo así antes. No sabía cómo hacerlo. No sabía si pedírtelo primero o… o qué hacer. —Parecía al borde del llanto—. Me parece que lo he estropeado todo. No importa. Pasaré la noche en cualquier sitio.
Estaba a punto de abrir la puerta cuando ella corrió hacia él y lo retuvo por el brazo.
—No te vayas. Lo siento, pero estoy muy confusa. He estropeado las cosas, ¿verdad?
—No, he sido yo.
—No, yo.
Hubo un silencio momentáneo, y luego cayeron uno en brazos del otro; medio riendo, medio llorando, se dirigieron a tropezones hacia la cama.
—Dime si hago algo mal —murmuró Kit, mientras empezaba a besarla.
Dolió mucho, y no fue tan maravilloso como esperaba, aunque le juró a Kit que lo había sido; ella estaba demasiado tensa y él demasiado nervioso. Después, se durmieron uno en brazos del otro y aquello fue suficiente de momento, sentir el peso de su brazo en la cintura de ella, el latido de su corazón junto al suyo y saber que ya no era virgen.
Seguía oscuro cuando Cara se despertó con la aterradora sensación de que estaba a punto de morir. Temblorosa, salió de la cama y consiguió llegar al lavabo donde vomitó tanto que le dolían las costillas y sus entrañas parecían estar siendo raspadas con una cuchara.
—Ha sido todo ese vino.
Había despertado a Kit, que la sujetaba sobre el lavabo. A pesar de su horrible malestar, Cara era consciente de que no llevaba nada puesto, y él tampoco. Oleadas de náuseas atravesaron su ya tembloroso cuerpo y volvió a vomitar.
—Oh, pobrecita —se lamentaba Kit.
La acompañó de nuevo a la cama, fue en busca de un vaso de agua y le limpió la frente con una toalla húmeda hasta que se quedó dormida de nuevo.
Cuando se volvió a despertar, era pleno día; el sol entraba en la blanca habitación y en todo Gozo repicaban las campanas de las iglesias; recordó que debería ir a misa. Para su sorpresa, Kit, con aspecto muy grave y pensativo, estaba sentado en la cama.
—¿Todavía me quieres? —preguntó en cuanto Cara abrió los ojos.
—Siempre te querré —dijo ella, adormilada—. ¿Por qué me haces preguntas tan tontas cuando ya conoces las repuestas?
—Me preocupaba que pudieras haberlo pensado mejor después de anoche; como todas las primeras noches, ha sido bastante desastrosa.
—No ha sido culpa tuya, me puse mala.
—El desastre ocurrió antes de que te pusieras mala; puede incluso que fuera la causa de que te sucediera —replicó Kit con tristeza—. Fue demasiado rápido y me di cuenta de que hacías gestos de dolor más de una vez.
—Es que me dolía, pero puede que no me duela si lo volvemos a hacer.
Él se deslizó en la cama y la tomó entre sus brazos.
—¿Estás segura? ¿Te apetece?
—No estoy segura, no —dijo ella, pesarosa—. Pensándolo mejor, me siento más débil que un gatito.
—Entonces lo dejaremos para otra vez.
—Muy bien —suspiró Cara, satisfecha.
—¿Sabes lo que pienso? —le dijo él en voz baja al oído.
—¿Qué?
—Creo que deberíamos casarnos; ahora, la semana que viene, lo antes posible. Hemos sobrevivido a una noche como ésta, así que debemos de estar hechos el uno para el otro.
El corazón de ella se detuvo un segundo.
—¿Nos darían permiso el ejército y la RAF?
—Nada perdemos por preguntar.
El lunes por la mañana, la noche en Gozo no era más que un recuerdo que permanecería para siempre en su memoria. Cara trataba de pensar a quién podía preguntar si se podía casar con Kit Farthing; él empezó a hacer averiguaciones aquel mismo día.
—Sólo está Allardyce —le informó Fielding, taciturna.
Estaban tumbadas debajo de un camión buscando una fuga en el depósito de gasolina. Era un sitio tranquilo para hablar. Cara seguía sin saber lo que había ocurrido entre ella y Mac cuando pasaron la noche juntos. Quizá hubieran compartido una cama platónicamente, o Mac habría dormido en el suelo, o tal vez hicieron el amor apasionadamente toda la noche; no servía de nada preguntárselo a Fielding, que no dudaría en mentir si le parecía. En cualquier caso, no era asunto de Cara.
—Sybil es la última persona en el mundo a la que querría pedirle algo, y menos aún permiso para casarme.
—No te culpo, aunque siempre puedes decir que estás embarazada, y entonces no tendrá más alternativa que decir que sí.
—No estoy yo muy segura. Puede que me enviaran a casa caída en desgracia —suspiró Cara—. No tengo más alternativa que pedírselo, ¿verdad?
—Pues no, y si se lo vas a pedir, Caffrey, hazlo rápido. Nunca he sido dama de honor y lo estoy deseando.
—¿Estáis dormidas vosotras dos ahí debajo? —tronó una voz, y el rostro del cabo Culpepper apareció boca abajo por un lado del camión—. ¿Cuánto se tarda en encontrar una fuga en un depósito de gasolina? ¿Y por qué hace falta que lo hagáis dos?
—Pregúntale a él si puedes casarte —susurró Fielding—. Seguro que te da permiso si le prometes la primera noche para él.
—¡Adelante! —gritó Sybil cuando Cara llamó a la puerta de su despacho en el edificio Mazapán.
Cara entró, se quedó rígidamente firmes delante del escritorio y saludó. Sybil alzó la mirada. Había estado leyendo una carta y parecía bastante distraída. Dejó caer la carta y Cara vio que estaba escrita a mano. El pequeño despacho era bastante impersonal y apenas más grande que el cuarto trastero en Shaw Street donde ella dormía. Había muchos esquemas en las paredes, un mapa grande de Malta con alfileres rojos que indicaban diversas posiciones y la inevitable foto del rey Jorge VI, esta vez con uniforme militar. Cara dio gracias al Señor por ser conductora, pues no habría soportado estar metida en aquel lugar sin nadie con quien hablar durante horas y horas.
—He tenido noticias de mamá —dijo Sybil con una voz completamente normal, no con el tono estridente que solía usar—. Jonathan se ha alistado en secreto, sin decírselo, y está muy disgustada.
—¿No cumplió dieciocho años la semana pasada? Lo lógico era que le llegaran los papeles de llamada a filas en cualquier momento.
Cara se colocó en posición de descanso, pues no parecía que Sybil se lo fuera a decir.
—Sí, pero sigue en la escuela y mamá ha tratado desesperadamente de que ingresara en la universidad.
—Jonathan me confesó que nunca lo admitirían en la universidad, que no es lo bastante listo.
—¿Cuándo te lo dijo? ¿Por qué no te sientas un momento, Cara?
—En Navidad.
Cara se acercó una silla. No había duda de por qué era de pronto Cara y no Caffrey, por qué le había pedido que se sentara. Sybil necesitaba a alguien con quien hablar y ella era el único nexo con su casa.
—No pude ir a casa en Navidad. —Parecía como si lo hubiera deseado—. No he visto a Jonathan desde que empezó la guerra. Oh, y mamá dice que tu madre no ha sido de mucha ayuda. No deja de decir que es cosa de él, y mamá se siente aún peor.
—Mamá es así —dijo ella, disculpándola. Parecía raro estar excusando a una madre que estaba a cientos de kilómetros de allí—. Se preocupó muchísimo cuando Fergus y yo nos alistamos.
Mamá se consideraba la madre perfecta y siempre había dicho que Eleanor no dejaba de tratar a Jonathan como a un bebé. «Se convertirá en un afeminado», decía, como si papá o uno de sus hijos pudiera hacer algo para solucionarlo. Pero Jonathan había demostrado que estaba equivocada e hizo lo que había querido, a pesar de las presiones de su madre.
—¿Dónde se ha alistado? ¿En el ejército, la marina o la RAF? —preguntó tras un silencio.
—La aviación naval —suspiró Sybil.
—Estoy segura de que le gustará. Parecía ansioso por marcharse.
—Mientras no acabe muerto… —Sus ojos brillaron un instante y luego suspiró—. Siempre he querido más a Jonathan que a nadie. Era la única persona que no pretendía nada de mí. —Tomó la carta, la miró fijamente sin verla y la volvió a dejar caer sobre el escritorio—. No soportaba a Anthony, que siempre estaba burlándose de mí. Me alegré cuando se marchó.
Cara no sabía qué decir. Se sintió aliviada cuando sonó el teléfono. Sybil descolgó el auricular, escuchó un momento y luego dijo:
—Me ocupo ahora mismo. —Marcó un número, y luego tamborileó impaciente con los dedos sobre el escritorio hasta que la persona al otro lado contestó—. ¿Cabo Culpepper? El mayor Hull quiere un chófer para que lo lleve a Republic Square, en La Valletta. —Colgó el auricular sin despedirse ni dar las gracias, miró a Cara, como sorprendida de verla allí, y preguntó—: ¿Estás aquí por alguna razón, Caffrey?
—Sí —dijo Cara, cortante—. Vine a pedir permiso para casarme.
—¿Con quién?
Una vez más miró la carta, como si no pudiera quitársela de la cabeza.
—Con el cabo Christopher Farthing. Sirve en la RAF. —Cara se mordió el labio, deseando que el teléfono no hubiera sonado, como si la llamada hubiera hecho que Sybil se volviera a convertir en Allardyce y fuera de nuevo aquella persona desagradable. No era sólo egoísmo, sino también una sensación de pena por aquella chica que parecía tan sola lo que le hizo decir—: Iba a invitarla a la boda, señora. Pensé que sería agradable tener a alguien de casa. Mamá siempre nos llamaba «Las chicas de septiembre».
Para alivio suyo, Sybil pareció complacida.
—Vaya, gracias, Caffrey, me encantaría ir.
Cara salía exultante del edificio Mazapán, cuando se detuvo un coche y Fielding saltó de él.
—He venido a buscar al mayor Hull. ¿Qué ha dicho Allardyce?
—No ha dicho ni sí ni no, pero ha aceptado una invitación a la boda.
Fielding gruñó.
—No debías habérselo pedido. Os echará una maldición.
—Es muy desgraciada, me da pena.
—¡Idiota! Eres demasiado blanda, Caffrey.
—No tan blanda. También pensé que inclinaría las cosas a mi favor. —Fielding sonrió.
—Ahora lo único que tienes que hacer es fijar la fecha.
Hasta principios de julio no tendrían todos los interesados un día libre al mismo tiempo; y Cara y Kit, un día más para una breve luna de miel en Gozo.
—Nos quedaremos en el mismo hotel, en la misma habitación —dijo Kit, besándola tiernamente—, y lo haremos mucho mejor esta vez. Es una pena que no hayamos tenido tiempo para practicar.
Desde que se habían conocido, sólo se veían una vez a la semana, dos como mucho, cuando llegaba en su bicicleta, por lo general con Mac. Nunca tenían ocasión de estar solos en un lugar donde pudieran hacer algo más que besarse. No sería muy diferente cuando estuvieran casados, pero al menos Cara tendría su anillo en el dedo y eso, de momento, sería suficiente. Eran muy jóvenes y habría mucho tiempo para hacer el amor en el futuro; en el futuro habría tiempo para hacer toda clase de cosas que ahora no podían.
Cara invitó a todas las chicas con las que compartía la granja, aunque sabía que algunas estarían de servicio y no podrían asistir. El cabo Culpepper insistió en entregarla y no pidió ningún otro privilegio.
El capellán del ejército había accedido a casarlos en la pequeña capilla improvisada detrás del edificio Mazapán que en otros tiempos había sido un establo. Sería una ceremonia civil, pues era inútil pedir a un sacerdote que oficiara lo que sería un matrimonio mixto. Ni siquiera en Liverpool se habría tolerado algo así.
—Tendrías que acceder a convertirte en católico y eso llevaría meses y meses —explicó Cara.
Sabía perfectamente que mamá se pondría enferma al pensar que su única hija no se iba a casar en una iglesia católica. Le pidió a Sybil que no le contara a Eleanor lo de la boda; ella se lo habría dicho a mamá y, si ésta descubría sus planes, iría hasta Malta a nado si pensaba que podía detenerla.
Cara y Fielding estaban en la sala escuchando la BBC cuando se anunció que Alemania había invadido Francia. Hubo un gemido unánime y los pensamientos de Cara se dirigieron inmediatamente a su hermano, Fergus, que llevaba meses en Francia, esperando y sin duda temiendo que ocurriera precisamente eso. Holanda ya se había rendido. ¿Sería capaz Francia de mantener a raya al ejército alemán? Si no era así, el Reino Unido se quedaría solo, sin nada más que el canal de la Mancha separándolo de un enemigo que parecía dispuesto a conquistar el mundo.
Mayo dio paso a junio. Bélgica ya había caído y Francia parecía a punto de hacerlo. Miles de soldados británicos y franceses habían sido evacuados a Gran Bretaña desde el puerto francés de Dunkerque, pero Cara no sabía si Fergus estaba entre ellos. No podía dejar de preocuparse por su dulce hermano e imaginaba su cuerpo destrozado en una embarrada trinchera, en un país extraño. Aquello le hacía sentir la guerra como algo muy cercano y personal. Unos días más tarde se tornó aún más cercana.
Era por la mañana, casi las siete, y las chicas de la granja se disputaban el único cuarto de baño, cuando sonó la alarma aérea, como lo había hecho tantas veces, anunciando bombardeos falsos. No fueron al sótano como tenían ordenado, sino que, después de una corta pausa, siguieron discutiendo hasta que alguien dijo: «¡Silencio!».
Callaron todas y, en el silencio que siguió, se pudo oír un distante zumbido.
—¡Aviones! —gritó Fielding, y corrió hasta la ventana—. ¡No veo nada! ¿Qué ha sido eso?
—¿Qué ha sido qué?
—Acabo de oír una explosión. Y ahora otra… y otra. ¡Oh, Dios mío! —Se volvió hacia las chicas—. Es un ataque aéreo, un auténtico ataque aéreo. Están bombardeando Malta.
Los ataques se repitieron por la tarde y a primera hora de la noche, ocho en total, todos dirigidos a la zona de los muelles. Hubo más de treinta víctimas mortales y muchos más heridos. Malta había recibido su bautismo de fuego y sangre; y aquello sólo era el principio.