Capítulo 3

Una nube con forma de perro viejo y sucio cruzaba el cielo, deslizándose fuera y dentro del marco de la ventana de un modo curioso. Eleanor Allardyce estiró el cuello, vio cómo desaparecía la esponjosa cola y se preguntó por qué sonaban las campanas de la iglesia y por qué no se oía ningún ruido de los obreros que trabajaban en la gran catedral que estaba siendo erigida a menos de noventa metros, con sus gruesos muros alzándose junto al jardín en la parte trasera de la casa. Recordó entonces que era el día de Navidad y se le formó un nudo desagradable en la garganta cuando se dio cuenta de que Marcus estaría en casa.

Desde la semana anterior, se sentía lo bastante bien como para abandonar la cama unas horas cada día, pero siempre volvía antes del regreso de Marcus.

—He hecho demasiado —decía a la niñera Hutton.

La frase significaba que sólo lo vería unos minutos, cuando él asomaba la cabeza por la puerta para preguntar cómo estaba. Sólo lo hacía por guardar las apariencias, porque sabía que la niñera Hutton andaría por allí. La misma razón lo obligaba a ser cortés, aunque ella veía el desdén en sus ojos.

Su cama se había convertido en una especie de santuario desde que tuvo a Sybil —«Mañana hará tres meses», pensó con un suspiro—, pero no podía quedarse allí para siempre. Había llegado el momento de recuperar el control de la casa… y ser objeto del azote de la cruel lengua de su marido. De todos modos, Marcus aparte, estaba más que aburrida y muy harta de la compañía de la niñera Hutton y las diversas enfermeras nocturnas que se dirigían a ella con el mismo tono con que hablaban a Sybil, como si ella fuera un bebé.

Oh, lo que daría por un paseo por la ciudad, una vuelta por las tiendas, para mirar la ropa y tomarse un café tranquilamente en Frederick & Hughes, su tienda favorita. Cerró los ojos y rememoró el elegante restaurante con sus brillantes lámparas de araña y ventanas emplomadas, el tintineo de la porcelana, el entrechocar de los cubiertos y, lo mejor de todo, el pianista de etiqueta que tocaba canciones de los últimos espectáculos en el blanco piano de cola.

Desde hacía años, era lo único con que disfrutaba: ir de compras, alejarse de la casa. Marcus le había dicho que era extravagante: le dolía que dispusiera de su propio dinero, que esa parte de ella no estuviese bajo su control, pero su madre le había dejado una enorme suma cuando murió, y Eleanor la guardaba en su propia cuenta corriente. Marcus había insistido varias veces en que lo transfiriese a la suya, pero se negó siempre, inflexible. Se estremeció recordando el enojo que mostró.

Había ruidos fuera y sacó las piernas de la cama y se acercó a la ventana. Había nevado algo durante la noche y unas cuantas personas caminaban por allí: un hombre, una mujer y media docena de niños que llevaban paquetes envueltos en brillantes colores, todos con un aspecto increíblemente feliz y cantando al pasar: «Navidad, Navidad…».

—… Dulce Navidad —completó suavemente, apoyando el rostro en las cortinas de terciopelo.

—¡Ah! Estás despierta, ya veo —dijo una voz desde la puerta—; y levantada. Eso sí que es una novedad.

—¡Marcus! —Se giró con rapidez, tropezando con la prisa—. No has llamado —dijo acusadora.

—Eres mi esposa, Eleanor. No me ha parecido necesario llamar.

—¿Dónde está la niñera Hutton?

—Cuidando de nuestra hija, quizá, dado que su madre no tiene ni idea de cómo hacerlo.

Al decirlo, su labio se curvó como el de un actor en una película. Ella casi esperó que se acariciara las puntas del bigote y soltara una risotada. Iba inmaculadamente vestido, con un traje gris oscuro con raya clara, chaleco de seda gris y camisa blanca como la nieve. Gemelos de rubíes brillaban en sus muñecas y la corbata estaba sujeta con un alfiler a juego; habían sido el regalo de su madre a su padre el día de su boda. El recuerdo le dio ganas de llorar.

—No me sentía bien, Marcus —balbuceó.

—Pero ahora pareces estar mucho mejor. Creo que te he oído cantar cuando entré. Supongo que podemos esperar que bajes a cenar. Van a venir los Mann y un amigo llamado Thomas Percival.

—¿Thomas Percival? ¿Te refieres al tío Thomas? —Se sintió a la vez encantada y sorprendida—. Creí que estaba en la India.

—Bueno, al parecer ha vuelto —dijo Marcus escuetamente—. Llamó el otro día y prácticamente se invitó a sí mismo, diciendo que era un viejo amigo de la familia.

—Papá y él fueron padrinos en sus respectivas bodas. Siempre celebrábamos la cena de Navidad juntos hasta que él perdió a su mujer y a su hija en el Titanic y se fue a vivir al extranjero.

Marcus se encogió de hombros, indiferente.

—Quizá podrías bajar a la cocina y ver cómo van los preparativos de la cena.

—Lo haré en cuanto me vista.

Él se marchó y los hombros de la mujer descendieron con alivio. Se acercó al ropero y sacó un sencillo vestido de día; se pondría algo más elegante para cenar. En el pequeño cuarto de baño anejo a su dormitorio, se lavó y se examinó el rostro en el espejo: piel como la cera, descolorida por la falta de aire fresco y sol. Y su espeso cabello castaño claro caía sin vida, aunque hubo un tiempo en que todo el mundo solía decirle lo bonito que era.

Se agotó aplicando un buen cepillado a su pelo y tuvo que sentarse en el borde de la bañera, sin aliento por el esfuerzo. En cuanto pasara Navidad, iría a Frederick & Hughes, se cortaría el pelo, en uno de esos nuevos cortes que estaban tan de moda, y compraría un vestido a la última moda, con una atrevida falda larga por la pantorrilla.

Pero ¿para qué? ¿De qué servía nada si estaba casada con Marcus, que la hacía tan desgraciada en todo momento? No importaba lo más mínimo el aspecto que tuviese, ni siquiera que hubiera sido la mujer más hermosa del mundo. Lo mismo daba que se metiese en cama y se quedara allí durante el resto de su vida.

Nancy había ido a Rochdale a pasar unos días con su padre y no volvería hasta dos días después de Navidad. Eleanor apenas había visto a Nancy desde que Sybil nació. La niñera Hutton fruncía el entrecejo y resoplaba con desaprobación cada vez que el ama de llaves entraba en el dormitorio y se sentaba en el borde de la cama de la paciente, «lista para una charla», como ella decía.

«La señora Allardyce no se siente muy bien hoy, señorita Gates», o «la señora Allardyce acaba de tomarse una pastilla y necesita dormir», decía la niñera, y Nancy hacía una mueca que sólo Eleanor podía ver, y se marchaba. Algunas noches, se deslizaba arriba cuando estaban bañando a Sybil y charlaban un poco. Nancy le había hablado de Brenna Caffrey, de quien se había hecho amiga.

La hermana de Phyllis, Gladys, sustituía a Nancy cuando ésta estaba fuera. Cuando Eleanor entró en la cocina, el olor a pavo asado le originó un leve mareo; en su juventud le encantaban los olores de Navidad, sobre todo los de los pasteles de frutas picadas. Actualmente no estaba segura de poder enfrentarse a uno, ni siquiera sabía si sería capaz de cenar, pues afloraban los recuerdos de viejas cenas festivas, cuando su padre estaba vivo e invitaba a montones de personas, no sólo los Percival. Apenas recordaba a su madre, que falleció cuando ella tenía cuatro años y fue sustituida por Nancy.

—Buenos días, señora Allardyce —dijo Gladys amargamente.

Era una mujer alta, de cara extrañamente larga y pelo gris como el acero, con los rígidos bucles mantenidos en su lugar por una redecilla. Como su hermana, rara vez sonreía.

—Buenos días, Gladys. ¿Qué tal va?

Oh, era inútil con los sirvientes, no sabía ser firme. Marcus la acusaba de tratarlos como iguales. «No es necesario decir “gracias” o “por favor” a alguien a quien le pago un sueldo», gritó en una ocasión, y le espetó que no fuera estúpida cuando ella contestó que no costaba nada ser educada. Su padre, un hombre hecho a sí mismo que había conocido la pobreza, siempre fue amable con los sirvientes. No le importaba que su hija se metiera en la cocina y ayudase a Nancy a preparar la comida.

—Bueno, la señorita Gates lo dejó todo listo —admitió Gladys de mala gana, como si antes se hubiera adjudicado todo el mérito a sí misma—. El pavo ya estaba relleno y el budín, hecho. No había mucho más que hacer, como no fuera preparar las verduras. Phyllis está dándole un último repaso al comedor antes de disponer la mesa. Volverá dentro de un minuto para echarnos una mano.

—Bien, bien.

Eleanor se dijo que, al parecer, la casa funcionaba perfectamente sin ella.

Volvió a subir las escaleras. La casa parecía más pequeña que antes, y más oscura; los rincones en sombra sugerían amenazas desconocidas. También estaba demasiado caldeada: Marcus era muy friolero e insistía en que hubiera enormes fuegos en su dormitorio y en todas las habitaciones del piso bajo. ¿Se atrevería a escapar y dar un paseo? Deseaba sentir el aire frío en las mejillas, pero seguro que Marcus encontraría algún inconveniente: que estaba abandonando sus deberes, abandonando a sus hijos o abandonándolo a él, como si estuviera deseoso alguna vez de que le hiciera compañía.

Y en cuanto a los niños… Eleanor se dominó y abrió la puerta de la habitación de Anthony. Él levantó la mirada inmediatamente, con el rostro, como de costumbre, carente de expresión. Sus encantadores ojos dorados siempre eran lo primero que veía cada vez que entraba. Estaba sentado en el pupitre que él mismo había vuelto hacia la puerta; antes estaba colocado contra la pared. Era el niño más hermoso que pudiera haber, de mejillas rosadas, cabello rubio claro y piel tan suave como la de un ángel. Aquel verano, cuando cumplió cinco años, Marcus insistió en que tenía que ir al colegio y, entre gritos, se había llevado al niño de la casa que le aterrorizaba abandonar, lo metió en el Wolsley, y lo llevó a ver al director del pequeño establecimiento privado al que Marcus había asistido. Una hora más tarde, estaban de vuelta.

—No lo admitirán —soltó Marcus cuando Eleanor preguntó qué había ocurrido. Anthony escapó como un animal perseguido escaleras arriba—. El director no lo ha dicho con palabras, pero es evidente que piensa que el niño está mal de la cabeza.

—Siempre supimos que era… diferente, Marcus —dijo Eleanor, insegura.

—Diferente es una cosa, ser un maldito lunático es otra. ¿Qué va a ocurrir ahora? ¿Se quedará el niño en su habitación durante el resto de su vida?

Luego entró como una tromba en su estudio y estuvo de pésimo humor durante todo el día.

—Feliz Navidad, cariño —dijo al encontrar los dorados ojos de Anthony—. ¿Te gustaría bajar más tarde? Tenemos unos regalos preciosos para ti.

El niño se limitó a gruñir algo ininteligible y se inclinó sobre el pupitre. Eleanor se acercó y musitó:

—¡Oh, qué dibujo tan bonito!

Era la escena que se veía desde su ventana al atardecer. El cielo oscuro estaba atravesado por brillantes pinceladas de naranja y morado, las casas de enfrente eran apenas visibles entre las sombras, una mancha amarilla indicaba la posición de las ventanas. Lámparas de gas brillaban brumosas en la calle de abajo. La perspectiva, difícil desde un ángulo tan extraño, era perfecta. Eleanor siempre se había resistido a creer que pudiera haber algo extraño en un niño que era un artista tan brillante. Incluso cuando era más pequeño, impresionaba a la gente con sus dibujos a lápiz. Aprendió a caminar a los doce meses, era físicamente fuerte, comía bien y le encantaban sus libros ilustrados. Si le enseñaban, podía hacer cualquier cosa: lavarse, vestirse, montar en su pequeño triciclo por el pasillo de abajo, jugar con su tren, incluso atarse los cordones, lo cual, según Nancy, era notable para su corta edad. Así que, ¿cómo podía ser un «maldito lunático», como decía Marcus?

Le acarició la cabeza, pero él no se movió: siguió con la pintura, añadiendo trazos grises al cielo, que si antes parecía perfecto, ahora lo parecía mucho más. Nunca respondía a las caricias de ella, ni a las de nadie. Nunca la había besado, no le había rodeado el cuello con sus bracitos gordezuelos, ni dicho mamá o papá. Lo cierto es que nunca había hablado una palabra que pudiera entenderse: sólo emitía extraños ruidos ahogados que no tenían sentido. Era muy autosuficiente y jamás parecía necesitar compañía; sólo quería que lo dejaran solo con sus pinturas, sus libros y sus juguetes. Incluso comía en su habitación: sabrosos platos preparados por Nancy, quien pensaba que el niño era lo mejor del mundo. Eleanor siempre tenía la sensación de que su presencia no era bienvenida y que el pequeño deseaba que se marchara.

El doctor Langdon lo había examinado varias veces y consideraba que su aprendizaje era lento, pero no podía explicar por qué Anthony hacía tantas cosas bien.

—Todo se acabará arreglando —solía decir, con aire protector en opinión de Eleanor.

Salió de la habitación de Anthony y se detuvo en lo alto de las escaleras. De pronto, sintió la cabeza tan ligera como el aire y un zumbido entre las orejas. En algún lugar de la casa estaba su marido: inalcanzable, antipático, que la odiaba. Su hijo era diferente de todos los demás niños, una cosa rara, y no tenía ni idea de lo que sería de él. Otra mujer estaba al cuidado de la hija que ella no podía cuidar por haber estado demasiado enferma. Los pies de Eleanor avanzaron hasta que sólo los talones tocaban el peldaño superior. Era el día de Navidad, pero no había alegría ni felicidad en la casa y, al pensar en los largos años que tenía por delante, no imaginaba cambio alguno. Así sería siempre, y no podía soportarlo más. Se balanceó y las escaleras, ampliadas y amenazadoras, se alzaron para encontrarse con ella. Se imaginó cayendo, rompiéndose la cabeza, partiéndose los miembros y yaciendo como un cuerpo destrozado abajo, muerta o terriblemente malherida.

En algún lugar se abrió una puerta y una voz horrorizada, la de la niñera Hutton, jadeó:

—¡Señora Allardyce!

Eleanor asió la barandilla justo a tiempo. Tenía que haber una salida mejor.

Nancy estaba de vuelta cuando Eleanor bajó a la cocina dos días después de Navidad. El fuego rugía en la chimenea, el calentador de agua estaba sobre la cocina y ella estaba de pie en medio de la habitación, con los brazos en jarras y aspecto enfadado.

—Esa Gladys —se quejó—, siempre deja las cosas fuera de su sitio. ¿Dónde está la bandeja para asados, si se puede saber?

—¿Para qué necesitas ahora la bandeja de asados? —preguntó Eleanor.

—No la necesito. Sólo quiero saber dónde está. —Abrió la puerta del horno—. ¡Aquí está! Qué mujer más tonta, tendría que haberla puesto debajo del fregadero. —Colocó la bandeja en su sitio—. Tiene usted buen aspecto —comentó, mirando la cara sonriente de Eleanor—. Me gusta verla levantada y activa de nuevo. ¿Cómo fue la Navidad? Siéntese, niña. Estaba a punto de hacerme una taza de té.

Eleanor se sentó a la mesa en la misma silla y en el mismo lugar —en el extremo más cercano al fuego— donde se había sentado desde que tenía memoria. Sintió el resplandor de la familiaridad: echaba muchísimo de menos sus charlas con Nancy.

—La cena fue buena; claro que no tan buena como si la hubieras hecho tú —añadió rápidamente—. El tío Thomas vino y me trajo un chal maravilloso. ¿Lo recuerdas?

—Por supuesto que recuerdo al tío Thomas. Era el mejor amigo de su padre. Creí que vivía en la India.

—Así es, pero ha vuelto a Inglaterra para pasar un mes, mezclando los negocios y el placer. Estará en el Adelphi durante unos días antes de ir a Londres, y nos ha invitado esta tarde a tomar el té a las tres en punto.

—¿Nos? —repitió Nancy enarcando sus espesas cejas.

—Nos —insistió Eleanor con firmeza—. A ti y a mí. Lamentó que no estuvieras aquí. Te considera parte de la familia. Oh, y le trajo a Anthony un precioso juguete de cuerda con el que ha jugado desde entonces. Y Marcus había invitado a una pareja americana, los Mann, a cenar. Están haciendo un viaje de tres meses por Europa, y Marcus espera que el señor Mann compre forros para frenos y embragues en la fábrica para su empresa de automóviles en Pensylvania. Tienen tres hijos, todos mayores, y la señora Mann dijo que estuvo tres meses en la cama cuando tuvo al primero, el doble que yo. Estaba anémica, sea eso lo que sea. —Eleanor se había sentido reconfortada en aquel momento. Al parecer, no era la única mujer en el mundo que se quedaba en la cama tras tener un niño—. El caso es que la cena estuvo muy bien, mucho mejor de lo que yo esperaba.

—¿Qué hizo usted ayer? —preguntó Nancy, que se sentó y empujó la taza de té y el azucarero en su dirección.

—Marcus estuvo toda la tarde en su club. Había un torneo de ajedrez o algo así, seguido de una cena, sólo para hombres, así que la niñera Hutton y yo llevamos a Sybil a dar una vuelta. Anthony no vino con nosotras. Cuando llegamos a casa, Gladys y Phyllis se habían ido, así que nos hicimos el té y comimos aquí. Lo pasé bastante bien.

Se dio cuenta, al ver el rostro de Nancy, de que el comentario de que lo había pasado muy bien porque Marcus no estaba no le había pasado inadvertido. Nunca hablaban de él. Eleanor no se quejaba y Nancy no lo criticaba, aunque era evidente que no le gustaba.

—Te he echado de menos, Nancy —añadió con calidez tras una pausa.

—Y yo a usted, niña. No dejé de pensar en usted todo el tiempo.

—¿Cómo está tu padre? —preguntó educadamente.

—Viejo y cascarrabias. —Nancy hizo una mueca—. Vinieron los vecinos el día de Navidad y cantamos villancicos. Ayer fuimos a un campeonato de whist y ganó una cesta de frutas. En cuanto llegamos a casa, se las comió todas y se ha pasado la noche en el retrete, al fondo del patio. Aún seguía allí cuando me he marchado; viejo tonto… —Sonrió afectuosamente de todos modos—. ¿Le importa si hago algo ligero para comer, como pavo frío, pepinillos y rebanadas de pan con mantequilla? Me gustaría salir un momento y ver cómo le va a Brenna antes de que nos vayamos al Adelphi. No he tenido la oportunidad de decírselo antes, pero ha conseguido una casa, una casita adosada en Shaw Street, y su marido al fin encontró trabajo. Apuesto a que esa familia ha tenido una auténtica Navidad festiva por allí.

—Lo del pavo frío me parece muy bien —aceptó Eleanor.

Estaba algo molesta, aunque hacía lo posible por disimularlo. No quería que Nancy supiese lo celosa que estaba de la mujer a quien su ama de llaves iba ver a diario. Sabía que no estaba siendo nada razonable. Brenna Caffrey había tenido una existencia espantosa, viviendo en un sótano con una niña que había nacido la misma noche que Sybil, con su marido incapaz de encontrar trabajo, sus hijos en un orfanato… No dejaba de esperar que la familia saliera adelante y volviera a Irlanda. Quería a Nancy para ella sola, no deseaba compartirla con Brenna, por muy mal que a ésta le fueran las cosas. Y ahora Brenna había conseguido una casa y su marido un trabajo, y probablemente se quedaría en Liverpool para siempre.

—¿Qué estás pensando? —preguntó Marcus en voz alta, mirando fijamente a los ojos redondos de su hijo. El niño estaba sentado en el suelo jugando con el juguete que Thomas Percival le había regalado. Era bastante raro: un carrusel en miniatura que daba vueltas cuando se le daba cuerda y sonaba una canción: Mangas verdes—. ¿Sabes que soy tu padre? —preguntó con la misma voz potente—. ¿Sabes cómo te llamas? ¿Sabes algo? —Estaba empezando a perder la calma; a los cinco minutos de estar con Anthony, fácilmente habría podido matar al niño—. Si no empiezas a enterarte pronto de las cosas, chico, habrá que mandarte a un asilo.

La Navidad había sido un momento muy embarazoso. Thomas Percival quiso ver al nieto mayor de su amigo para poder darle el juguete.

—Tiene un resfriado muy fuerte —mintió Marcus—. El médico le ha ordenado que no abandone su habitación.

Seguramente Percival querría que el niño le estrechase la mano, que conversara con él, aunque fuera una conversación limitada, pero Anthony era incapaz de comportarse con normalidad. Estaba profundamente avergonzado de su hijo. La situación le recordaba a Jane Eyre, sólo que era un niño loco y no una mujer loca quien estaba escondido en un dormitorio, en lugar de un desván.

—Un vistacillo no le hará daño, sin duda, y así puedo entregarle su regalo —insistió Thomas Percival.

—Habrá que ver. No se sentía muy bien. La última vez que miré, tenía una fiebre altísima.

Habían bajado a Sybil para que la admiraran los visitantes.

—Acaba de despertarse —dijo la niñera Hutton cuando apareció con el bebé.

—¡Qué preciosidad de niña! —exclamó la señora Mann.

Marcus supuso que se estaba limitando a ser educada. Cada vez que miraba a su hija, o estaba dormida o berreaba, y pensaba que era una cosilla delgaducha. Le echó un vistazo y, para su asombro, se dio cuenta de que la señora Mann tenía razón. No había visto antes a la niña con los ojos abiertos, no sabía que eran de un cálido color nuez oscuro. Y el cabello debía de haberle crecido de un día para otro, porque tenía la cabeza cubierta de suaves rizos del color del sol, que enmarcaban su minúsculo rostro en forma de corazón. También había crecido, indudablemente, así que el aspecto delgaducho había desaparecido. Sintió un momento de pánico: Anthony fue igual de hermoso, pero vaya manera de desarrollarse había tenido…

—¿Puedo tenerla? —pidió, al tiempo que extendía los brazos, ignorando la mirada de asombro de la niñera Hutton y de su esposa.

El bebé fue colocado en sus brazos y lo miró fijamente, deseando que lo reconociera de algún modo, como nunca había hecho Anthony. De pronto, ella soltó una risita y alargó una mano, como si quisiera tocar su cara, pero sin llegar a tocarla.

—Sabe quién soy —dijo, con un nudo en la garganta, al pensar que estaba sujetando a su hija, su propia carne y su propia sangre, el resultado de unos minutos insatisfactorios pasados con Eleanor en su cama.

—¿Me la da, señor Allardyce? Es hora de su biberón de las cuatro.

Si no hubieran tenido invitados, Marcus habría hecho saber a la enfermera lo feroz que podía ser su lengua. Su hija parecía perfectamente feliz en sus brazos, gorjeaba y agitaba los puñitos al aire. Sentía el ligero movimiento de sus piernas contra su diafragma y quería mantenerla allí, cerca de sí.

—¡Señor Allardyce! —insistió tajante la niñera.

De mala gana le devolvió a la niña. Al día siguiente tendría unas palabras con la niñera Hutton, le dejaría bien claro que era él quien mandaba, y que si quería tener en brazos a la niña, lo haría. Otra escena como aquélla y sería despedida y sustituida por alguien a quien dejaría las cosas muy claras desde el principio. Aquello era culpa de Eleanor, por consentir que los sirvientes le pasaran por encima, y permitir que la niñera Hutton fuera demasiado posesiva.

—Eres un estorbo —le soltó a Anthony dos días más tarde, de pie en la puerta del cuarto de su hijo y mirando sus ojos carentes de expresión—. Un estorbo. Me vergüenzas.

Tal vez no fuera mala idea llevar a cabo su amenaza y enviar al pequeño a un asilo. Le diría a todo el mundo que se había ido a un internado. Algunas personas, los auténticamente ricos, mandaban a sus hijos a internados a los cinco años. Era una lástima porque era un niño muy guapo y a Marcus le habría gustado mostrárselo a los Mann y a Thomas Percival; Eleanor bajó algunos de sus dibujos y los invitados quedaron hondamente impresionados, e incluso habían preguntado si podían quedarse con uno.

—Un asilo, eso es, voy a llevarte a un asilo, hijo mío.

¿De qué servía el niño? De nada, según su punto de vista.

El carrusel se detuvo, pero Anthony no reaccionó. ¿Les estaría tomando el pelo a todos? ¿Qué había en su cabeza?

Marcus cerró la puerta y volvió a su estudio. Encontrar un asilo para Anthony era algo que no podía delegar en su secretario. El asunto tendría que mantenerse en secreto entre Eleanor y él. Su esposa pondría objeciones, sin duda, pero Marcus era el jefe de la casa y su deseo prevalecería. Recostado en la silla, se preguntó cómo reaccionaría Brenna Caffrey si fuera su esposa y Anthony su hijo. Estaba seguro de que estaría en contra y de que, al final, ganaría ella. Eso le provocó un curioso escalofrío, la idea de tener acaloradas discusiones con Brenna, y después llevar su cuerpo indignado a la cama.

Abrió el cajón superior derecho del escritorio y sacó un pañuelo blanco de lino de Irlanda con una «M» bordada en una esquina en azul. Estaba bajo el árbol el día de Navidad, un regalo de ella por haberle dado a Nancy la nota del Liverpool Echo que permitió a su marido enterarse de que tenía una casa. No dejaba de ser irónico que hubiera acabado siendo su salvador, cuando habría preferido que Brenna se quedara en el sótano de Upper Clifton Street, verla hundirse cada vez más hondo, cada vez más pálida, y con el bebé cada día más enfermo. Sólo entonces le hubiese ofrecido ayuda, y habría esperado algo más que un pañuelo como agradecimiento. Había pensado en ofrecerle al marido un buen trabajo en su fábrica, pues así tendría influencia sobre ella, pero Nancy le informó de que él ya había encontrado uno por su cuenta. Marcus hizo una mueca. Sus planes para atrapar a la mujer con la que estaba obsesionado se habían torcido dos veces, pero estaba decidido a poner algún día las manos sobre Brenna Caffrey.

—No puedes llevártelo —sollozó Eleanor—. No puedes.

—Puedo hacerlo y lo haré —replicó impaciente Marcus—. He encontrado un lugar cerca de Chester donde lo acogerán.

—¡Pero un asilo, Marcus, un asilo! Sólo los niños pobres van a asilos, los huérfanos. —Lo miró desesperada—. ¿Es un manicomio?

—Se llama Hogar Baldwin, y acoge niños retrasados. Lo fundó un tal doctor Richard Baldwin hace medio siglo. Cuesta veinticinco libras al año: no se puede decir que sea un lugar para pobres.

—¿Son retrasados los demás niños? ¿Les enseñan cosas?

—Aquí tienes el folleto. —Marcus empujó un librito bien presentado de tapa dura a través del escritorio—. No habla de clases, pero hay salidas, juegos…

—Anthony necesita que le enseñen —dijo Eleanor, tercamente.

—¿Qué y quién? —preguntó Marcus.

—No lo sé.

La mujer se hundió en la silla que estaba delante del escritorio. Aquello era lo último que hubiera esperado cuando Marcus la llamó a su estudio después de la cena; la semana anterior, había llamado a la niñera Hutton y tuvo una larga charla con ella. La empleada no le contó a Eleanor el porqué, pero lo cierto es que estuvo deprimida y llorosa desde entonces; y Marcus pasaba una sorprendente cantidad de tiempo en el cuarto de los niños con Sybil. Eleanor supuso que Marcus la requería para tener con ella una charla parecida, y se quedó impresionada al descubrir que lo que su marido pretendía era enviar a Anthony a un asilo. No sabía qué hacer con Anthony, pero quería que estuviera protegido del mundo exterior, no arrojarlo a él, sin saber muy bien qué podía suceder.

—Quizá deberíamos conseguirle un tutor privado —sugirió—. Merece la pena intentarlo.

—Sería una absoluta pérdida de tiempo, y tú lo sabes —contestó él bruscamente.

—No creo que pueda vivir sin Anthony —dijo con un hilo de voz, que se quebró en un sollozo.

—Eleanor, eso no tiene sentido, y también lo sabes. —Unió sus manos sobre el escritorio, con tal fuerza que los nudillos se pusieron blancos. Era señal de que estaba empezando a ponerle nervioso—. ¿Cuántas veces al día ves al niño? ¿Dos, tres veces?

—Más —contestó ella—. Al menos media docena de veces.

—¿Y cuánto tiempo te quedas? No más de unos minutos, supongo. El chico es una carga. Estará mucho mejor en un asilo, donde gente experta lo cuidará, y nosotros también.

—No quiero que se vaya —insistió obstinada—. No es perfecto, pero es mi hijo y lo quiero.

Marcus se volvió e hizo un gesto despreciativo con la mano.

—Se va a ir, Eleanor. Ya lo he decidido.

Eleanor se fue directamente a la habitación de Anthony. Estaba sentado en la cama, ocioso por una vez; vestido con el pijama que él mismo se había puesto, miraba al vacío.

Eleanor se sentó a los pies de la cama.

—Hola, cariño.

El rostro del pequeño no se alteró, aunque tampoco esperaba que lo hiciera.

—Tu padre va a mandarte fuera. Yo…

Rompió a llorar. Se había sentido mucho mejor desde Navidad, casi como era antes, aunque nunca fue una persona muy equilibrada y racional. Era demasiado nerviosa, lloraba por cualquier cosa, vivía en un estado de continua ansiedad por cosas que el sentido común debiera haberle indicado que no tenían la menor importancia. El día de Navidad no fue la primera vez que había pensado seriamente en acabar con su vida. Cuando Geoffrey, su novio, murió en el frente, se echó en la cama con una almohada apretada contra el rostro, y hasta que no empezó a perder la conciencia no pensó en cómo se sentiría su padre si se quitaba la vida, y entonces apartó la almohada.

Ahora estaba sentada en la cama de Anthony y las lágrimas no cesaban de fluir. Se tapó la cara con las manos y se balanceó adelante y atrás, incapaz de contener el dolor de su desgracia. Las lágrimas pasaron entre sus dedos y cayeron sobre su blusa azul de seda.

No era manera de comportarse delante de un niño vulnerable. Suspiró, se secó los ojos con el dorso de la mano, alzó la cabeza y empezó a tranquilizarse. Un silencioso Anthony se mecía adelante y atrás, con las manos ante el rostro, imitando sus movimientos, pero no había lágrimas. No lo había visto llorar nunca.

—¡Anthony! —Lo estrechó entre sus brazos y lo mantuvo cerca de su cuerpo hasta que el del niño se aquietó—. No te vas a marchar —juró—. Eres mi hijo y te tienes que quedar.

Abandonó el cuarto para decírselo a Marcus al momento.

Pero su marido era inflexible: había tomado una decisión y se negaba a dar marcha atrás. Estaba a punto de escribir al asilo y pedirles que se llevaran a su hijo en cuanto fuera posible.

—Imagina —dijo en voz baja—. Imagínate que alguien agitara una varita mágica y Anthony fuera completamente borrado de tu mente. ¿No te sentirías mejor sin él?

—Quizá sí —tuvo que admitir Eleanor, recordando cómo tenía que obligarse a ir a la habitación del niño y lo desesperada que se sentía cuando salía de ella—, pero nadie va a agitar una varita mágica. Anthony está aquí, es parte de nuestras vidas y me sentiré peor sin él.

—Entonces tendrás que acostumbrarte a ello, Eleanor.

—No dejaré que te lo lleves.

—¿Cómo vas a detenerme? —preguntó, al parecer divertido.

Era una pregunta que no pudo responder. Marcus era el doble de fuerte que ella. Podía gritar, dar patadas y protestar cuanto quisiera, pero de nada serviría. Le iban a quitar a su hijo y no había nada que pudiera hacer.

Estaba al borde del ataque de histeria cuando bajó a la cocina. Las tareas de Nancy habían acabado por aquel día y la habitación parecía extrañamente desnuda, todo estaba ordenado para volver a ser sacado a la mañana siguiente.

—Nancy —llamó—. Nancy, ¿dónde estás?

La puerta del cuarto de estar se abrió y Nancy asomó la cabeza.

—¿Dónde cree que voy a estar, niña? Aquí. ¿Qué ocurre? —preguntó cuando vio su rostro desencajado.

—Es Marcus, va a enviar a Anthony a un asilo para niños retrasados. Oh, Nancy —sollozó—, ¿qué puedo hacer?

—Será mejor que me vaya —dijo una voz, y una mujer de cabello rojizo dorado y rosadas mejillas salió del cuarto de estar de Nancy. Se echó un chal negro sobre la cabeza y saludó a Eleanor con un gesto—. Si alguien quisiera llevarse a mis hijos, tendría que hacerlo sobre mi cadáver —dijo escuetamente.

Eleanor sintió que una oleada de sangre le subía a la cabeza. ¿Cómo se atrevía aquella mujer de clase baja y mal vestida a hacer un comentario tan despectivo?

—¿Se llevaron a sus hijos al orfanato por encima de su cadáver? —replicó, dando por seguro que aquella mujer era Brenna Caffrey.

Brenna irguió la cabeza.

—Había que elegir entre Santa Hilda y un horrible sótano. Hice lo mejor para mis hijos, y me los llevé en cuanto tuve la oportunidad.

—No conoce a mi marido. Si decide hacer algo, nada lo detendrá —dijo Eleanor enojada, preguntándose por qué discutía con alguien cuya opinión le importaba un comino.

—Entonces llévese usted misma al niño y déjelo en un lugar seguro. Eso le demostrará a su marido que no puede hacer siempre lo que le venga en gana.

—No hay ningún lugar al que pueda llevarlo, Brenna —intervino Nancy—. Eleanor no tiene ningún pariente en el mundo.

—Entonces puede venir a mi casa.

Era la idea más estúpida que hubiera podido oír nunca. ¡Sacar a su querido niñito de Parliament Terrace, donde estaba acostumbrado a todos los lujos que había bajo el sol, y llevarlo a un arrabal donde sería cuidado por una irlandesa ignorante! No había ni que pensar en ello.

Pero cuando, pasados unos días, Marcus le enseñó la respuesta a su carta, diciendo que Anthony había sido aceptado por el Hogar Baldwin y que lo esperaban el lunes siguiente, sintió un pánico atroz.

—¿Cómo es la casa de los Caffrey? —preguntó a Nancy.

—Está a medio terminar; no hay alfombra en el suelo, no es como aquí. Brenna no tiene suficientes sábanas ni suficientes cacharros; no tiene suficiente de nada, la verdad. Pero está limpio, es acogedor y está lleno de amor —dijo Nancy amablemente.

—Anthony lo odiaría.

—Más odia esta casa. Y puede usted ir a verlo cada día.

—Sabes lo difícil que es que salga de esta casa —suspiró Eleanor.

—Marcus tendrá esa misma dificultad el lunes.

Eleanor miró a su amiga, implorante.

—¿Tú qué harías, Nancy?

—¿Yo? Lo llevaría a casa de Brenna. No iba a ser para siempre… Cuando el señor Allardyce se dé cuenta de que no puede hacer siempre su voluntad, podrá usted traer de nuevo a Anthony. Habrá dejado clara su posición. Entenderá que va a suceder lo mismo si trata de llevarlo al asilo de nuevo.

Eleanor se estremeció, imaginando la reacción de Marcus cuando descubriera que Anthony había desaparecido.

—Quizá esté mejor en un asilo —dijo cobardemente—. Puede que descubrieran qué le pasa. Un día tendremos que averiguar qué es lo que va mal, Nancy.

—No lo encontrarán en ese lugar, niña. Leí el folleto. Es un sitio donde la gente rica lleva a los niños que no quieren para mantenerlos fuera de su vista y fuera de su mente.

—Ya veo. —Eleanor se mordió el labio—. Entonces no irá allí. No me importa lo que diga Marcus. Es tan hijo mío como suyo. —Irguió los hombros—. Vamos a llevarlo a casa de Brenna el viernes, antes de que Marcus vuelva a casa. Si grita y rabia, tendré que enfrentarme a él —añadió, pensando que quizá incluso encontrara valor para gritar y rabiar a su vez.

El viernes esperaron hasta que oscureció, cuando Phyllis se había marchado y la niñera Hutton estaba ocupada con Sybil; apenas tenía trato con Anthony y no se daría cuenta de que se había ido. Marcus no llegaría a casa antes de una hora. Nancy llevó en sus fuertes brazos a Anthony, cálidamente envuelto, y Eleanor, algo de ropa y unas sábanas en una maleta, así como una caja con material de pintura. Caminaron rápidamente por las estrechas calles, que estaban prácticamente al lado de su casa, pero por las que Eleanor nunca había pasado.

No se quedaron mucho tiempo en la modesta y apenas amueblada casa de los Caffrey en Shaw Street. Marcus esperaría que le sirvieran la cena en el instante en que llegara a casa, y que Eleanor estuviera sentada a la mesa con él. Apenas habló en el corto trayecto de vuelta, pensando en el hijo que había dejado atrás, en una casa llena de extraños.

—¿Sabe hablar? —preguntó Tyrone.

—No, cariño —contestó Brenna.

—Entonces ¿está chiflado? —dijo Fergus, que, con su hermano, acababa de volver a casa de la nueva escuela.

—Puede que sí, puede que no. —Brenna se encogió de hombros—. Eso es algo que nadie sabe. No le miréis fijamente. Le haréis sentirse incómodo.

Anthony estaba sentado en una silla, encogido sin mirar a nadie, con la caja de pinturas apretada contra su pecho. Su rostro no expresaba cómo se sentía. «Es un niño raro», había dicho Nancy una vez. Brenna se inclinó y trató de besar al niño, pero aunque Anthony no se apartó exactamente de ella, se puso rígido, como si se hubiera metido en sí mismo.

—Es un caballerito muy guapo —comentó Colm más tarde, cuando llegó a casa del trabajo, al ver a Anthony, que no se había movido de la silla.

Otro milagro había ocurrido justo después de Navidad, cuando Ambrose Houghton, el abogado, llamó para decir que un cliente suyo, Cyril Phelan, necesitaba con urgencia un hombre fuerte para el almacén donde vendía materiales de construcción, y que si a Colm podría interesarle. Colm aceptó con la velocidad del rayo y ahora percibía la regia cantidad de veinticinco chelines semanales.

—Es guapo como un príncipe —asintió Brenna—, pero ¿no son igual de preciosos los nuestros?

—Desde luego. ¿No le vas a dar de comer, Bren?

—Según su señoría, ya ha comido.

—No es una dama con título, ¿no?

—No, pero actúa como si lo tuviera. —Brenna frunció la nariz—. Me mira de arriba abajo como si yo fuera una mota de polvo.

—No puede mirarte tan de arriba abajo, Bren, cuando está dispuesta a dejarte a su hijo.

—Ah, pobrecilla. —El rostro de Brenna se suavizó—. Con todo su dinero, me da muchísima pena. ¡Imagínate, estar aterrorizada por tu propio marido!

—No todos son ángeles como yo —bromeó Colm, y ella le pegó juguetonamente.

Eleanor no podía creer que tuviera tanta suerte. Aquella noche, Marcus tomó sólo la mitad de la cena y luego dijo que se iba a la cama; se estaba acatarrando. No solía estar enfermo a menudo, pero cuando así era, solía armar mucho jaleo, desorganizando toda la casa. Se encargó a la niñera Hutton que preparara una bolsa de agua caliente; a Eleanor, que buscara un comprimido de Aspro y cualquier otra medicina para el catarro que hubiera en la casa, y a Nancy, que llevase un plato de agua caliente para que él pudiera hacer vahos.

Las tres mujeres intercambiaron miradas de alivio cuando la puerta de la habitación de Marcus se cerró por fin. La niñera Hutton dijo que era su noche libre y que iba al cine Century a ver Lirios rotos con Lillian Gish y Richard Barthelmess; ¿harían el favor Eleanor y Nancy de estar pendientes por si se despertaba Sybil? Las enfermeras de noche se habían marchado después de Navidad.

—Pero dudo que se despierte. Ha sido más buena que el pan últimamente. Sabía que era el cólico de los tres meses lo que la hacía llorar tanto.

Eleanor fue a Shaw Street para ver a Anthony a la mañana siguiente. Nancy prometió que ella iría por la tarde y dejaría a Eleanor libre para ir de compras, como deseaba. Brenna le dijo que el niño se había adaptado bien.

—Fergus y él se han caído muy bien. Están en el patio trasero, jugando en el columpio. Fergus es un niño muy bueno, no como Tyrone, que es un auténtico diablo.

El columpio no era más que una cuerda colgada de unos ganchos a cada lado de la puerta que daba a un pasillo detrás de la casa. Fergus estaba empujando y Anthony tenía los ojos cerrados; su rostro, habitualmente inexpresivo, mostraba un aspecto de feliz ensoñación. Ella dijo: «Anthony», pero él no abrió los ojos, así que volvió al interior de la casa, aterrada al ver que su mimado hijo jugaba en un artilugio tan rudimentario.

—¿Es seguro el columpio? —preguntó a Brenna en la insignificante cocinilla donde estaba secando los platos.

—Colm lo puso ahí. No dejaría jugar a nuestros hijos si no lo fuera —contestó Brenna, amoscada—. ¿Quiere una taza de té?

—Sí, por favor.

Al ver la colección de tazas y platitos desportillados que se estaban secando, hubiera preferido decir que no, pero supuso que Brenna, con sus ojos y sus sentidos tan agudos, probablemente adivinaría la razón.

Brenna encajaba muy bien en su nueva casa, pensó Eleanor mientras sorbía remilgadamente el té ante el fuego y contemplaba a Anthony por la ventana. Con su largo vestido de algodón negro de dobladillo deshilachado y su sonriente niñita, Cara, acomodada en la cadera, pasaba de una habitación a otra desempolvando y limpiando con la mano libre, colocando una fila de figuras de santos en una estantería, a dos centímetros unas de otras, dando órdenes. «No empujes muy fuerte a Anthony, Fergus», decía desde la puerta de la cocina. «Tyrone, ¿quieres dejar de armar jaleo?», requirió al oír un fuerte golpe arriba.

—Colm ha traído unas maderas viejas y unos clavos y Tyrone está haciendo un fuerte —le explicó a Eleanor—. Vendrá a comer enseguida. Los sábados sólo trabaja hasta mediodía.

—Será mejor que me vaya —manifestó Eleanor, al tiempo que se incorporaba de un salto.

—Quédese donde está —ordenó Brenna—. Puede comer con nosotros. Tengo sopa de cebolla lista en la olla.

Eleanor volvió a sentarse obedientemente, deseando haber tenido el coraje de traer un paquete de comida, lo que no hizo ante la presunción de que Brenna se ofendiera. El tema del pago de la manutención de Anthony no se había abordado todavía. Nancy le dijo que lo hablaría aquella tarde.

Vino una vecina, una mujer musculosa de cara roja con el pelo negro enrollado en rulos de metal y un cigarrillo colgando del labio inferior, como si estuviera permanentemente pegado allí. Su voz sonaba como una sierra oxidada.

—Te he traído el tostador que te dije, Brenna. Tiene cuarenta años, pero está como nuevo. Me lo regalaron cuando mi hombre y yo nos casamos.

—Gracias, Katie —gritó Brenna—. ¡Oh, mira! ¡Ahora puedo tostar dos trozos de pan con una mano!

La mujer dirigió una extraña mirada a la visitante; a Eleanor le costó unos segundos darse cuenta de que le sonreía. Le devolvió nerviosa la sonrisa, deseando no haberse puesto su abrigo de terciopelo color fresa con el cuello de marta y los puños y el sombrero a juego, sino algo más sencillo. Se sentía horriblemente aparatosa.

—Si alguna vez quiere que le lean el porvenir, Katie es la persona adecuada —dijo Brenna cuando la mujer se marchó—. Lee las hojas del té por seis peniques.

—Lo tendré en cuenta —prometió educada Eleanor.

Poco después llegó Colm, oliendo a serrín. Se quitó la gorra de tweed y la bufanda; llevaba el pelo negro rizoso y la camisa de franela llenos de serrín. Era un hombre de buen aspecto: al menos un metro ochenta, delgado, con ojos oscuros y risueños. Los niños se parecían a él, mientras Cara era una miniatura de Brenna, con su mismo cabello dorado y rizado. Le hizo a Eleanor un gesto amistoso con la cabeza. Tyrone bajó las escaleras corriendo para saludarlo. Brenna lo besó en los labios y él le tomó el bebé, que gorjeaba, y lo alzó con las dos manos sobre su cabeza hasta que casi le hizo alcanzar el techo. Cara dio un grito de placer y él la bajó y se la metió bajo el brazo como si fuera un paquete.

—¿Dónde están Fergus y Anthony? —preguntó.

—En el patio —contestó Brenna—. La comida está lista, cariño —añadió, mientras entraba en la cocina.

Eleanor pensó con envidia que la familia era como un collar de margaritas, visiblemente conectados unos a otros. La casita era cálida y estaba llena de amor, como había dicho Nancy. En ese importante aspecto, era muy superior a la grandiosa casa de Parliament Terrace.

—Voy a hablar con ellos. —Colm salió de la habitación con Cara aún debajo del brazo, y le oyó decir—: Hola, chicos. Ah, ya veo que te gusta el columpio, Anthony.

—No sirve de nada hablarle, papá. No oye —respondió Fergus.

Eleanor conservaría en la memoria las palabras exactas dichas con aquella voz infantil durante el resto de su vida.

Se levantó de un salto y puso la taza a medio beber en la mesa con un golpe. Por un instante eterno se quedó tan inmóvil como las figuritas del aparador mientras el significado de las palabras de Fergus penetraba gradualmente en ella y su corazón empezaba a latir enloquecido en su pecho. Oyó a Fergus hablar de nuevo:

—Es como el viejo señor Flanaghan, que vivía cerca de nosotros, en Lahmera. Todo el mundo decía que era sordo como una tapia.

—Y lo era —asintió Colm—. ¿Recuerdas a Freddie Flanaghan, Bren?

—Sí que lo recuerdo —contestó Brenna a través de la puerta abierta.

Eleanor se apretó las mejillas con las manos. Despacio, muy despacio, todo se colocó en su lugar. Anthony había vivido en un mundo de silencio desde el día en que nació. No sabía que ella era su madre y Marcus su padre. Nunca había oído una palabra que nadie le hubiera dicho, pero había aprendido por imitación, haciendo lo que le enseñaban.

—No sabe quién soy —susurró cuando Brenna entró y empezó a poner la mesa—. ¿Cómo no me he dado cuenta? Ni siquiera el médico adivinó que estaba sordo.

—Yo tampoco me había dado cuenta, ni Nancy —dijo Brenna—, pero ahora podrá usted hacer algo.

—¡Por supuesto! —La excitación fluyó a través de las venas de Eleanor, haciendo temblar su cuerpo—. Hay escuelas para niños sordos. Pueden aprender el lenguaje de los signos y a hablar. Anthony tiene voz. No es mudo.

—Así, es, querida.

La excitación que sentía se reflejaba en los ojos azules de Brenna.

—Es muy inteligente. Hace unos dibujos preciosos.

—Dibujó a Cara anoche y Colm va a hacerle un marco para colgarlo en la pared.

—Su pequeño, Fergus, es una maravilla. Le han bastado cinco minutos con Anthony para saber lo que iba mal. Siempre le estaré agradecida. ¡Oh!

Eleanor sentía enormes deseos de llorar. Había llorado muchas veces en su vida, pero nunca de alegría.

Marcus colgó el teléfono. Éste respondió con un leve «clic» y él soltó el estornudo que había estado reteniendo durante la última parte de la conversación; luego se sonó con ruido. Le parecía que su catarro estaba empeorando. Acababa de llamar al Hogar Baldwin y les había dicho que no esperaran a su hijo el lunes. Se sentía ligeramente aturdido ante la noticia de que Anthony era sordo, pero estaba tan contento como Eleanor. Ya no tenía que sentirse avergonzado por tener un hijo idiota. Y había sido Fergus Caffrey, un niño de sólo seis años, quien entendió la naturaleza del problema de su hijo. Fergus había vuelto con él a casa, pues Anthony no quería separarse de su nuevo —y primer— amigo.

Seguía sin poder asimilar lo que había hecho Eleanor: llevarse al niño de casa, sin importarle su reacción, y luego levantarlo de la cama para darle la noticia. Nunca la había visto tan excitada, pero eso no era excusa para ir en contra de sus deseos. Y encima lo había llevado precisamente a casa de los Caffrey. Las vidas de las dos familias se estaban entrelazando de una manera que nunca hubiera podido prever.

Brenna se sentía un tanto desconcertada, aunque aquél debiera haber sido un buen día, uno de los mejores. Por primera vez en su vida, llevaba de verdad a uno de sus hijos en un cochecito de bebé. Era un gigantesco modelo Marmet, de un negro resplandeciente, y Cara, de casi seis meses, estaba dormida bajo la capota, con un aspecto engañosamente pequeño. Las compras de Brenna estaban almacenadas a sus pies: una libra de carne picada, dos libras de patatas, un saco de harina y media libra de tocino. Pensaba hacer un pastel de carne para aquella noche.

El cochecito había sido adquirido el día anterior en la tienda de empeños Oliphant, en Upper Parliament Street. Faily Oliphant había pedido al principio diez chelines, pero Brenna coqueteó con él como una loca y logró que se lo dejase por siete chelines y seis peniques, incluida la almohada y la pequeña colcha guateada. Parecía una extravagancia terrible, pero a Brenna cada vez le parecía más difícil cargar con el bebé y con la compra y pasaría mucho tiempo antes de que Cara pudiera caminar como era debido; puede que ella y Colm tuvieran más hijos, y entonces el cochecito volvería a servir una y otra vez, o al menos eso razonaba mientras coqueteaba con Faily Oliphant y pensaba en desprenderse de una suma tan monstruosa. El dinero de la apuesta seguía aún escondido en el colchón de la habitación libre, aunque había mermado mucho desde el día que lo habían encontrado. Y si no tenían más hijos, bueno, el cochecito siempre podría venderse, posiblemente con beneficios, pensó aquella noche, después de haberle sacado brillo y que Colm hubiera frotado las varillas oxidadas con papel de lija hasta que quedaron brillantes.

Así pues, mientras empujaba orgullosa a Cara por el Princes Park una soleada tarde de marzo con un viento que no era ni frío ni cálido, cuando sólo faltaban cuarenta y ocho horas para el día de San Patricio y con Katie MacBride, que se había ofrecido a cuidar los niños para que ella y Colm pudieran ir a una fiesta típica en el Club Irlandés, lo que a Brenna le apetecía muchísimo, se sentía enfadada consigo misma por sentirse tan desconcertada, tan amarga, cuando casi todo estaba yendo tan bien. Sólo casi. Si no hubiera sido por Eleanor Allardyce, la vida habría sido perfecta.

A Brenna le parecía que estaba perdiendo a Fergus. Desde la noche que Anthony había pasado en Shaw Street, los dos niños se habían hecho inseparables. Fergus pasaba todos los fines de semana en la casa de Parliament Terrace; habría ido a diario si ella no se hubiera puesto firme. Dormía entre las más finas sábanas, comía los mejores manjares, y Eleanor… ¡le había comprado un traje!

—Pensé que estaría más cómodo cuando salimos todos juntos —había dicho.

—¿Salir a dónde? —Brenna rechinó los dientes ante la sugerencia de que su hijo no estaba decente para ser visto en compañía de Anthony con la ropa que ella le ponía.

—De compras, a ver una película —dijo alegremente Eleanor—. Fuimos a Blackpool en el coche el sábado. Subimos en el ascensor que lleva a lo alto de la torre.

Brenna ya lo sabía y se preguntaba por qué se molestaba en preguntar. Insistió en que el traje se guardara en casa de los Allardyce, por si Tyrone se sentía celoso y quería otro.

Se hubiera puesto más firme, e incluso insistido en suspender aquella relación de raíz, pero eso habría hecho daño a Anthony, que era un niño encantador. No tenía la culpa de que su madre fuera una bruja egoísta decidida a robar su hijo a otra mujer.

Colm y Nancy pensaban que no tenía razones para quejarse.

—Pareces muy resentida, Brenna —dijo Colm, regañándola cuando dijo que no entendía por qué los niños no pasaban un fin de semana de cada dos en Shaw Street, lo que sería más justo.

—Esto no tiene nada que ver con la justicia. Nosotros no podemos llevarlos a Blackpool en un coche fino, ¿verdad? Eleanor incluso tiene coche.

Brenna no dijo que podían ir andando los cinco hasta Pier Head: él, Tyrone, Fergus y Cara, y ver cómo navegaban los ferrys por el Mersey y los grandes navíos que se marchaban hacia otros países, o jugar al fútbol en el parque. Eleanor no había sugerido que fueran por turnos a las dos casas; daba por supuesto que Fergus preferiría la casa de Anthony a la suya.

—Anthony nunca había tenido un amigo —le dijo Nancy, Nancy, la no creyente, que llevaba a Fergus a misa los domingos por la mañana.

—Fergus lo ha espabilado mucho. Y a Fergus también le viene muy bien. No es tan callado y tímido como antes.

Quizá sí estuviera siendo poco razonable, pensó Brenna tristemente, pero ¿sería Eleanor tan amable de haber sido Fergus el que necesitara la compañía de Anthony? Lo dudaba.

Dirigió el cochecito hacia los peldaños, bajando la cabeza para evitar las ramas de un árbol que estaba cubierto de minúsculos capullos verdes. La visión le alegró el corazón. Durante los meses siguientes los capullos se convertirían en hojas, aparecerían las flores, momento en que ella empujaría el cochecito bajo el sol del verano y pensaría en el otoño, cuando las hojas se volvieran doradas.

Brenna sonrió. La vida era demasiado corta y hermosa para dejar que sus sentimientos personales interfiriesen en la felicidad de su hijo. Que ella odiara a Eleanor Allardyce no era motivo para impedir que Fergus y Anthony se vieran. Juró no volver a quejarse, al menos en voz alta. A partir de aquel momento, se guardaría sus sentimientos para sí.

Se sentía de mucho mejor humor y estaba cantando por lo bajo cuando salió del parque por Devonshire Road y pasó por delante de Nuestra Señora del Monte Carmelo, la escuela a la que iban los niños. Estaba a punto de girar hacia la derecha y volver hacia Shaw Street, pero en lugar de ello, giró hacia la izquierda, hacia Toxteth Street, donde trabajaba Colm para Cyril Phelan en su almacén de materiales de construcción. Cyril era un jefe duro, pero seguramente no pondría objeciones a que Brenna intercambiara unas palabras con su marido. Nunca lo había hecho antes, pero quería que Colm la viera sonriendo de nuevo antes de volver a casa. Aunque sólo pudieran saludarse con la mano, ya sería suficiente.

El almacén estaba situado detrás de una gruesa valla de madera. Se detuvo ante las verjas abiertas, mirando por entre los montones de grava y arena, ordenados montones de ladrillos, trozos de tubería de todos los tamaños, escaleras, lajas de pizarra azul grisáceo amontonadas cuidadosamente contra la pared en la parte trasera de la casa de los Phelan; no era más grande que la suya, advirtió Brenna con satisfacción. Un hombre cargaba arena en una carretilla con una pala, pero no había rastro de Colm. Ella metió un poco el cochecito dentro y echó un vistazo por un sendero que había entre los montones de tablas, pero no se veía a nadie. Quizá se hubiera llevado el carro para entregar algo y, si era así, estaba perdiendo el tiempo.

Estaba a punto de darle la vuelta al cochecito cuando la puerta de los Phelan se abrió y salió Colm, acompañado de una chica elegantísima, unos años más joven que ella. Su cabello negro, corto y brillante, enmarcaba su pequeño rostro con uno de aquellos sombreros que a veces llevaba Eleanor; un cloche, recordaba Brenna que se llamaban. Vestía un traje gris con la parte de arriba ablusada, una falda recta que le llegaba a las pantorrillas y zapatos negros con tacones increíblemente altos y pompones en las puntas. Brenna, con su chal, su usado vestido y aún calzada con las viejas botas de Colm —unos zapatos nuevos le parecían una extravagancia mayor que un cochecito de bebé— se sintió horriblemente desvaída en comparación.

Se dio cuenta de que Colm y aquella moderna joven parecían muy amigos. Lo cierto era que ella tenía la mano en su brazo y se estaban riendo de algo. ¿De qué?, se preguntó. La chica volvió a la casa, cerró la puerta y Colm salió silbando al patio, donde se detuvo al ver a Brenna. ¿Era sólo su imaginación, o parecía un tanto molesto?

—¿Quién era ésa? —preguntó fríamente, olvidando que sólo había ido para que él pudiera verla sonreír de nuevo.

—Elizabeth Phelan, la hija de Cyril —contestó él, con la misma frialdad—. Me ha preparado una taza de té.

—Creía que ninguna de las hijas vivía en la casa.

—No viven. Lizzie ha venido a ver cómo está su madre.

La señora Phelan había sido operada hacía poco de cálculos.

—¿Está casada?

Brenna rogó que la respuesta fuera «sí». Había algo en el modo en que Elizabeth Phelan puso la mano en el brazo de Colm que la hizo sentirse incómoda. Se dijo a sí misma que estaba siendo una tonta. Colm era el más fiel de los maridos y nunca le había dado la más mínima preocupación durante los años que llevaban casados, a pesar de todas las miradas insinuantes que le dirigían algunas mujeres cuando estaban cerca.

—No, Bren, está soltera —contestó—. Pertenece a la misma organización que Nancy, la Unión Social y Política de Mujeres. Mira, cielo, Cyril va a volver en cualquier momento y creo que es mejor que no te encuentre aquí. Te veo esta noche.

Le rodeó la cintura con el brazo y acompañó fuera a Brenna y al cochecito del bebé.

—Hola, niña —dijo Nancy, sorprendida, ya que Brenna no solía visitarla en horas de trabajo.

—¿Estás ocupada?

—Estoy tomando el té de media tarde. Pronto empezaré a hacer la cena. Entra. —Cara se había despertado en cuanto la tomaron en brazos, y Nancy la acarició bajo la barbilla, como si fuera un gato—. Juraría que esta niña está más grande y bonita cada vez que la veo.

Brenna no quería perder el tiempo con nimiedades. En cuanto se sentaron, dijo:

—¿Qué sabes de una mujer llamada Elizabeth Phelan?

Nancy parpadeó.

—¿La conoces?

—Yo no, pero Colm sí. Sólo la he visto una vez. Es la hija de Cyril Phelan.

—¿Ah, sí? No lo sabía. He visto muchas veces a Lizzie Phelan, pero es más una conocida que una amiga. —Miró a Brenna con curiosidad—. ¿De qué va todo esto, niña?

Brenna empezaba a desear no haber ido nunca al almacén, no haber visto nunca a Elizabeth Phelan. Había decidido dejar de preocuparse por Fergus, y ahora tenía que preocuparse por Colm.

—Parecía muy interesante —dijo como de pasada—. Me preguntaba qué hace para ganarse la vida, eso es todo.

—Es secretaria —contestó Nancy.

Brenna nunca había oído esa palabra antes.

—¿Qué es una secretaria?

—Un trabajo que suelen hacer los hombres. Hace poco que las mujeres lo hacen. Lizzie trabaja en un banco. Es una chica muy lista y sabe mecanografía y taquigrafía y está estudiando para sacarse un título de contabilidad. Durante la guerra, cuando apenas tenía dieciséis años, fue a Francia con la Cruz Roja, se pasó dos años allí. Si te digo una cosa —dijo Nancy en voz baja, como si hubiera gente fuera con la oreja pegada a la puerta—, ¿me prometes que no se lo dirás a nadie?

—Te lo juro.

La descripción de Nancy de lo que era una secretaria no le había aclarado mucho las cosas. No tenía ni idea de lo que era taquigrafía o contabilidad.

—Cuando volvió de Francia, Lizzie no volvió a casa, sino que se mudó a un piso propio en Mount Pleasant, donde vive de manera bastante liberal con un tipo. No están casados.

—¡No me digas! —Brenna apretó los labios, muy impresionada—. Eso es repugnante.

Nancy rio.

—Yo la admiro, aunque no tendría valor para hacerlo. No todo el mundo cree que es necesario un trozo de papel para establecerse con un tipo. Bueno, lo último que he oído es que lo había echado. Quizá no estuviera a la altura de sus expectativas. —Volvió a reír—. Probablemente esté buscando un sustituto. Una mujer muy liberada, eso es la señorita Elizabeth Phelan.

—¡Eleanor! ¡Eleanor Allardyce! ¡Cómo me alegro de verte! Hace siglos que no nos veíamos. ¿Cómo estás, querida? ¿Te importa si me siento un minuto?

—Por favor.

Eleanor quitó su bolso de la silla para dejar sitio a Lily Mayer, con la que había ido a la academia Gladstone para señoritas en Rodney Street y a quien había visto luego de vez en cuando en fiestas y lugares como el Philarmonic Hall o Frederick & Hughes, donde ahora estaba merendando con Anthony y Fergus en una preciosa tarde de junio. Se sintió como si estuviera atrapada en una nube de caro perfume cuando Lily se deslizó en la silla con su pamela de paja y su vestido de seda crema con flecos de cuentas de ámbar en el cuello y los puños.

—Me encanta tu vestido —dijo.

—¡Chanel! —gritó Lily—. Lo compré en esta misma tienda la semana pasada, aunque es mucho más divertido ir a París. Vivimos sobre todo en Londres últimamente y a París se llega con facilidad en el tren nocturno. Liverpool es tan aburrido… —La fortuna de los Mayer procedía del comercio de esclavos y, cuando éste fue abolido, de la importación de alcohol de las islas del Caribe—. Bueno, ¿y quiénes son estos preciosos niños? No pueden ser tuyos los dos, ¿verdad?

Los niños miraban a Lily con los ojos muy abiertos. Eleanor los presentó.

—El rubio es Anthony, y es mío. El otro es Fergus. Es hijo de una… amiga —mintió. Sentía por Brenna lo mismo que Brenna obviamente sentía por ella—. También tengo una hija, Sybil, de nueve meses. Está en casa con la niñera. Queridos, ésta es Lily Mayer. Las dos fuimos a la escuela juntas.

—¿Qué demonios están haciendo? —preguntó Lily asombrada al ver cómo los dos niños empezaban a hacerse signos con las manos.

—Anthony es sordo y Fergus traduce lo que yo acabo de decir al lenguaje de los signos.

—¡Qué hermoso! ¡Qué conmovedor! —gimió Lily.

—¿Verdad? —dijo Eleanor secamente.

Aunque no podía estar más feliz de que Anthony se comunicase al fin, le hubiera gustado que fuese con ella y con los demás miembros de la familia, no sólo con Fergus, que parecía capaz de aprender el lenguaje de los signos mucho más rápidamente que nadie. Ella estaba intentando recordar cómo se formaban las palabras, pero le estaba costando muchísimo. Daniel Vaizey, el tutor de Anthony, decía que los dos niños estaban construyendo su propio lenguaje, pero que no tenía mucha importancia.

«Anthony tiene un cerebro muy rápido. Aprende enseguida los signos cuando los niños están separados», explicó.

«¿Habría que separarlos?», le preguntó Eleanor, alarmada.

«Por ahora, no. Ahora mismo, Fergus es importante para el bienestar de Anthony. Estaría perdido sin él», le aseguró Daniel.

—Bueno, querida, tengo que irme. —Lily se levantó—. Oh, he olvidado preguntarte qué tal está ese guapísimo marido tuyo. Fui a tu boda, ¿recuerdas?

—Está muy bien, gracias. Veo que tú aún no te has casado —agregó, al ver que el anular de la mano izquierda de Lily no tenía anillo.

—Lo estoy pasando demasiado bien como para asentarme y cargar con un marido e hijos. Tengo muchos amigos y me casaré cuando cumpla treinta. Adiós, querida. Adiós, chicos —se despidió, saludó con la mano y se marchó.

Eleanor preguntó a los niños si querían otro pastel. Fergus asintió vehemente y Anthony, mirándolo, lo imitó. Ella hizo un signo a la camarera y pidió los pasteles, más limonada y otra tetera para uno.

—Anthony quiere mear —dijo Fergus.

Eleanor echó un vistazo a las mesas próximas para ver si alguien lo había oído, pero parecía que no.

—Di «usar el lavabo», querido. Suena mucho mejor. —Fergus la miró, inexpresivo. Al menos, tenía un atractivo acento irlandés, mucho más agradable que el habla nasal de Liverpool—. Quizá podrías acompañarlo. Podéis ir solos perfectamente.

«¿Cuándo lo he pasado bien como Lily Mayer?», se preguntó a sí misma mientras veía cómo los niños desaparecían en el servicio de caballeros. Sólo durante los pocos meses que Geoffrey y ella fueron novios. La amiga de Eleanor lo conocía algo, pues él asistía a partidos de fútbol con su hermano, y parecía natural que los cuatro se sentaran juntos. Le presentaron a Geoffrey, que apenas tenía dieciocho años, como ella. Fue un amor a primera vista y el tiempo que siguió fue mágico y demasiado corto. Al cabo de seis meses, empezó la guerra y Geoffrey murió.

Desde entonces el restaurante de Frederick & Hughes se había convertido en su lugar favorito en el mundo, aunque si iba sola, le costaba contener las lágrimas cuando pensaba cómo podían haber sido las cosas y cómo eran en realidad.

—He pensado que podría sacar hoy a Anthony —dijo Daniel Vaizey el lunes por la mañana—. Hay una exposición de arte en Crumbs, en Bold Street, ya sabe, la tienda donde venden material para artistas. Creo que lo podría encontrar interesante. Fui el sábado y algunas de las obras no son ni la mitad de buenas que las suyas.

—Me encantaría ir a mí también —dijo Eleanor impulsivamente, y al momento se ruborizó, lamentando sus palabras, ya que sonaban demasiado atrevidas.

—Bueno, en tal caso, podemos ir todos juntos.

Daniel no pareció advertir su rubor. O tal vez se limitaba a ser cortés. Igual que Anthony, su hermana menor había nacido sorda y él mismo le había enseñado el lenguaje de los signos para que pudieran conversar. Cuando Marcus decidió que su hijo tenía que tener su propio tutor, Daniel fue la única persona que contestó al anuncio en el Echo. La docencia no era su profesión, explicó, sino una manera de mantenerse mientras estudiaba idiomas, pues lo que le gustaría era viajar al extranjero.

—Pero no como turista. No podría permitírmelo. Tendré que encontrar trabajo.

Eleanor y él se llevaban bien. Era un joven alto y atlético, de rasgos varoniles y con una sonrisa encantadora. Hubiera deseado no ruborizarse al decir que le encantaría ir a la exposición de arte, porque lo encontraba enormemente atractivo y eso era algo que preferiría que él no supiera.