I
Sabay fue como el vuelo de alas libres y abiertas de la mariposa, que dura un solo día, y cuya visión otorga inmenso placer al alma de quien puede verla pasar. Todas las bellezas de la vida se reunían en su sonrisa. En su cuerpo revivían la frescura del rocío de la mañana, lo etéreo del color del atardecer y la elegancia de la luna en su brillo más álgido sobre la noche.
La llevaban de abrazo en abrazo las sirvientas y las maestras de la casa del árbol de jade, tal como era nombrada en Al-Zahrâ la residencia privada de mi madre, la liberta gramática Lubná, a la cual, su nueva condición de abuela le había traído devuelta la risa espontánea y confiada que ya creía perdida.
Con apenas dos años de edad se manifestó su especial disposición al canto, logrando maravillar los oídos que escuchaban sus trinos afinados, más exquisitos que los de las cantoras más expertas, entonando músicas y ritmos que jamás habían sido por ella aprendidos, viendo por eso en su natural inclinación la maestría heredada de Zayyân, complázcase Alá en ella —la que fue abuela mía y amante de Al-Hakam—, y también el dedo majestuoso de lo divino, que hacía que la voz de Sabay ejerciera un influjo maravilloso en las almas. Por todo ello, siendo todavía muy niña, ya era grandemente aclamado su arte y solicitada su presencia en las fiestas, a puertas abiertas, que para la entrada de la primavera y para la despedida del verano se realizaban en nuestra casa del árbol de jade.
Con los cambios políticos acaecidos, comenzó una andadura distinta en las cosas. Madinat al-Zahrâ quedó bajo la custodia del juez Al-Marwani, que a pesar de ser interesadamente fiel a Almanzor tenía inteligencia crítica y comprendía la maniobra del primer ministro. Además había sido educado, en su juventud, junto a Lubná y con los maestros de la corte anterior, por lo que, casi era seguro, guardaba en su interior la semilla de la rectitud que tan evidentemente había crecido en ella, por la cual el cadí sentía gran consideración.
Ciertamente alejado de Almanzor —y que además éste se había emprendido en campañas exhaustivas contra los cristianos—, el cadí Al-Marwani dio rienda a su inclinación tolerante y disminuyó enormemente la tensión de vigilancia y agobio que había impuesto aquél. Aún más, pidió públicamente el consejo de Lubná, dando muestra así de una evolución en su administración.
Al-Zahrâ conoció un sosiego que no había vivido en su historia anterior, cuando era el centro político del imperio. Ahora las cosas tenían un orden menos estricto en lo formal, pero más comprensivo en lo interno, y los asuntos tenían resolución en las disputas enjuiciadas públicamente.
Se propagaron comentarios sobre las excelencias que antes habían pertenecido a altos señores y que ahora se podían disfrutar en Al-Zahrâ y entonces principiaron a llegarse nuevos ciudadanos, que se instalaron en los edificios que habían sido abandonados por la corte.
La delegación política en representación del gobierno que se había quedado en Madinat al-Zahrâ —sabiéndose sus miembros en el fondo relegados de cargos más relevantes para el imperio— se acomodó en sus puestos fáciles y sin complicación, y sus delegados no intervinieron en las decisiones de Al-Marwani, que poco a poco liberalizó la normativa y permitió de nuevo los actos públicos dedicados a las manifestaciones artísticas, recitaciones poéticas y celebraciones.
Un discretamente servido ejército custodió las puertas y la muralla de la ciudad, mientras que el cuerpo de guardia interior, compuesto por mil hombres al servicio del primer ministro, realizaba su vigilancia, relajadamente, a pie por las calles y los mercados. El mayor contingente de soldados lo formaban aquellos que escoltaban las fronteras de la residencia califal.
De entre los nuevos moradores de Al-Zahrâ había un nutrido número de intelectuales venidos del resto de al-Ándalus, desahuciados por los nuevos gobernantes de las ciudades donde antes habían sido bien considerados, muchos artistas que repudiaban el embrutecimiento de los gustos culturales de la nueva corte, y sobre todo y siempre, secretos conspiradores contra el régimen de Almanzor.
Nuestra escuela se convirtió, y casi sin percibirlo, en un importante lugar de reunión de personas influyentes, ilustradas y otras relevantes que intercambiaban sus opiniones, ya que cada atardecer se llegaban hasta nuestro patio abierto para comentar multitud de temas y para compartir y escuchar noticias y novedades recibidas de Córdoba o de la ciudad ministerio de Almanzor, en tertulia que más parecía un consejo de alcaldía de nuestra Madinat al-Zahrâ. El propio cadí Al-Marwani era uno de ellos, y un día, instado por los nobles e intelectuales influyentes que coincidían en esas reuniones, propuso a mi madre Lubná para alfaquí de la ciudad, y fue así titulada como Docta en leyes.
Llegaron nuevas noticias del proceder sin escrúpulos de Almanzor. Había mandado matar a su valido Chafar, una vez se adueñó de sus ejércitos bereberes, y ya para entonces cualquiera que fuera nombrado para su gobierno se sabía en serio peligro de muerte, pues no dudaba en deshacerse de aquellos en los que había depositado algún secreto de conspiración, o alguna información que a él pudiera perjudicarle en algún momento.
Los reinos cristianos del norte, que habían vivido años de tranquilidad en su relación con el califato —recibidas sobradas muestras de los deseos de paz de los Omeya más poderosos—, pronto aprendieron a desconfiar de Almanzor, que traicionó acuerdos y pactos, duplicó los tributos impuestos a los reyes cristianos y conspiró para lograr favores de algunos incautos que se vieron, luego, ellos mismos reemplazados.
Justificando su sed de guerra con la ruptura de relaciones con la corte califal que determinaron las coras más al norte, por la falta de entendimiento con él, se dispuso a batallar sin descanso contra reinos y reductos cristianos, sin respetar períodos de tregua y destruyendo cuantas ciudades infieles le salieran al paso, con todo lo que hubiera dentro de ellas. Un nuevo y denso clima de enemistad cubrió el horizonte de al-Ándalus, que acentuó los recelos, odios y diferencias.
Sólo en Madinat al-Zahrâ parecía querer resistirse la llegada del nuevo tiempo de discordia que ya era inexorable, anclada como estaba en la vieja forma de concebir la existencia y el poder, heredada de la visión más noble del califa anterior.
Aislada de los acontecimientos externos, y mientras estas y otras cosas se sucedían sin que nada reclamase mi interés verdadero para abandonar la nueva paz conseguida, las jornadas en nuestra casa familiar me eran muy dulces y sosegadas. Me incorporé como maestra de Poesía a la escuela de la casa, pues sentí renacido en mí el deseo de la expresión poética, aunque conservé la discreción oportuna para no desvelar, a los oídos de Almanzor, que todavía estaba viva.
Residíamos un importante número de mujeres en la casa, entre dueñas, servidoras antiguas, maestras, alumnas instaladas y servidoras nuevas. Sabido es el gusto femenino en celebrar fiestas para el relajo del ánimo, por lo que se hacían alegrías tres noches cada mes, coincidiendo con las tres de luna más oscura, donde circulaban igual los pebeteros con perfumes de azucena, de junquillo y de azafrán y los pomos con ungüentos de camomila y de violeta que los platos con berenjenas endulzadas con miel y con habas hervidas, y bandejas de alcachofas y salchichas. Se bebían licores destilados de la miel y otros macerados con hierbas, y también los extraídos de las vides sin mezcla de agua, que tenían gran poder sobre el ánimo y les procuraban a las hembras mucho relajo.
Llegaba Sabay, de la mano de Hind, y se movía entre ellas con la soltura del gato que caminaba por entre los arcos del piso superior, sonriente y con el aplomo de su libertad asumida naturalmente, y aunque su edad anduviera por aquel entonces en torno a los cuatro años, la expresión de su semblante no la hacía parecer niña, sino que poseía enorme madurez en sus ojos, y en su presencia destellaba la sensación de que no le hacía falta la niñez para aprender cosa alguna, pues su rostro parecía conocerlo todo de antes.
Y entonces principiaba a cantar, en la esquina del patio junto al árbol de jade, y su voz era como el eco de la esencia de la tierra, cantando melodías infinitas que se elevaban sobre la casa y sobre los huertos y las calles, y todo se quedaba en silencio excepto su garganta, que Dios la había creado para cantar.
Su voz penetraba en nuestros corazones arrancándonos las tristezas para que salieran con las lágrimas, ya que detenidas en la sangre la emponzoñan, y llegaban sus tonos hasta el alma, donde anidan los recuerdos más hermosos, y afloraban después las sonrisas a los semblantes, viviendo, cada una de nosotras, el momento perenne que nos guarda la felicidad más intensa, llevándonos junto a quienes nos amaron una vez sin miedo, o junto a aquellos a quienes una vez amamos sin frontera, y cada una se traía un pedazo de su reencuentro a las manos y sorbía un trago del licor ardiente de miel o comía un poco más del pastel de gachas y harina, y se abandonaba a la melancolía recóndita guardada del tiempo eterno de la hembra, dejándose guiar por la voz de Sabay. Ella, con los ojos cerrados, volaba en brazos del aire, más alto que las aves más lejanas, más etéreo que los perfumes más suaves de rosas y de amapolas, más lejos que cualquiera de los recuerdos más arcaicos de las mujeres más viejas.
Se hicieron muy famosas esas veladas mensuales con la luna oscura y Sabay comenzó a ser llamada, igualmente, a las tertulias de intelectuales de las veladas entre semana, y poco a poco fue extendiéndose en Madinat al-Zahrâ la prodigiosa cualidad de su voz.
Nuestra familia era dichosa en torno a Sabay, que endulzó las existencias de todas nosotras con su constante revoloteo por la casa del árbol de jade, donde ardían siempre carbones con aceites de incienso oloroso de jazmín, cuyo aroma le encantaba. Su piel, de un blanco lunar —en la cual veía mi tía Hind un reflejo de mí—, contrastaba bellamente con el rojo de sus labios —que en mucho le traían a la memoria a mi madre Lubná la belleza de la boca de su amante Al-Aziz—; su cabello cobrizo discurría entre ondas y graciosos rizos con irisaciones más claras y más oscuras —recordándome momentos dulces del abandono sobre el lecho de su padre, el canciller Almanzor—, y sus ojos, del color indefinido de la esmeralda y de la miel, poseían la huella de la misteriosa determinación de Al-Hakam; su mentón firme y fino traían la imagen de la juventud de Lubná, y, a decir de las que la habían conocido, un todo etéreo en su forma de moverse y de reír hacía pensar indefectiblemente en Zayyân, mi abuela. De modo que Sabay poseía la preciosa virtud de hacer retornar lo más bello de las personas.
En nuestras horas de intimidad familiar en los aposentos privados de la casa gustaba de distanciarme silenciosamente para observarla. Me situaba en el asiento al pie de un ventanal del salón, donde tantos atardeceres habían impresionado mi propia niñez, y la admiraba, extasiada en su belleza sin par, mientras peinaba el cabello suelto de la tía Hind, que cerraba sus ojos y le pedía que le cantara una cancioncilla pequeñita, y Sabay, sonriendo infinitamente y manejando con destreza el peine, elevaba las manitas sobre su cabeza semejando que los cabellos galopaban y susurraba una música sin palabras, un gorjeo agudo como de un pájaro que apareciese de pronto, un cántico que yo escuchaba como la alabanza a mi Dios por haberme otorgado la dicha de su presencia, un canto que mi madre Lubná sentía como el eco de muchas noches de su infancia, y que a Hind la arrullaba como si fuera una canción de cuna que la sumía en la placidez de un niño de pecho.
Otras veces la contemplé, recostada sobre el regazo de Lubná, mirándola al rostro sólo por mirarla y su abuela le preguntaba algo y ella sólo quería jugar a mirarla y no le permitía coger libros ni decir palabras, y la obligaba sencillamente a mantener el silencio entre ellas y a dejar que hablasen sus ojos, hasta que Lubná no podía por más que abrazar a Sabay y escuchar su corazón dolorido de tanta vida y musitar, entonces sí, una plegaria enternecida de gratitud a su destino. Yo esperaba a que mi pequeña hija repartiese su amor de cada día entre los detalles de su vida y entre las mujeres de la casa y entre los que iban y venían de las otras casas y de la escuela, pues tal alegría natural la había convertido en una misteriosa maestra que se merecían las existencias de las gentes, y aguardaba simplemente a verla, de pronto, volviendo a su edad de cuatro años, tornando a su cuerpecillo aéreo y felino que se sentía cansado y reclamaba mis brazos y el calor de mi regazo para dormir, y entonces se llegaba hasta mí, y mi sed de su cariño la recibía jubilosa, igual que se recoge un premio ansiado, y la sujetaba con mi abrazo y le acariciaba el rostro y veía cerrársele los ojillos rendidos de tanto ver, y ahora era yo quien le cantaba su nana preferida y a mí a quien me otorgaba Dios el privilegio de sentirme su madre.
A través de ella observé contenta cómo mi madre Lubná se reconciliaba con la vida, y cómo poco a poco iba acercándose a mí, que seguía ansiándola igual que de niña, y su corazón volvió de nuevo a confiarse al amar. Pasábamos muchas horas juntas y nuestro trabajo era hermosísimo, complementándose gozosamente en los alumnos de la escuela, de modo que ella se hacía cargo de la mente y yo del corazón, pues que madre enseñaba lo relativo a la palabra y su estructura, y la lectura y la escritura, la Gramática y la métrica y por tanto la ordenación de la mente, mientras que yo enseñaba lo relativo a la inspiración y su fluidez, el ritmo poético y la intuición creativa y por tanto la confianza en el caos del alma.
Dejándome impregnar de mi amor por ella y del gozo por la añoranza de su compañía saciada por fin ahora, sentía brotar mi impulso poético sin tomar en cuenta las rimas ortodoxas y sólo prestando atención a la expresión emocionada de mis voces interiores, logrando con mi entrega a ellas una poesía nueva y libre que llegaba a los corazones.
La poesía me sirvió en mucho para sobrellevar el alejamiento de Almanzor e incluso aceptar que a sus ojos yo estaba muerta, y para acatar humildemente los designios del destino, impredecible, ya que me mandaba seguir amando a ese hombre aún a pesar de él mismo y de mí misma, y comprendiendo, en tal absurdo amor, la vía de acceder a otros conocimientos que me esperaban, y que brotaban ajenos a mi mente prendidos de la expresión de mis poemas.
Buscando las huellas de poetas muy antiguos cuyo legado se guardaba en algunas copias de los libros quemados, mi madre Lubná me condujo una tarde en que las otras mujeres de nuestra casa hacían la siesta, a la Casa del Príncipe.
Allí nos sumergimos en la biblioteca secreta de copias exquisitas que había reservado Al-Hakam, y que llenaba una de las estancias de la casa, indefectiblemente cerrada y que nadie más conocía.
Extasiadas igual por sus tesoros como por los recuerdos que se venían al alma de nuestro amado Al-Hakam, llegó la noche sin darnos cuenta. La luna llena asomó indiscreta su luz en la afilada punta del arco central y más elevado sobre el resto de la arquería de la ventana, y comprobamos que su brillo formaba un haz blanco perfectamente definido y que apuntaba a un libro concreto situado en uno de los estantes de la pared frente a ella, de un modo que no nos pareció casual y que incitó nuestra curiosidad, como si ésta recibiera un sutil mensaje.
Alcanzamos no sin dificultad el libro enorme de pesadas tapas de piel curtida petrificada que tenía incrustados los nombres califales de Al-Hakam en marfil y nácar. Desprendimos sus broches y lo extendimos sobre una mesa baja de madera de roble.
Reconocí en el volumen la descripción de los planos secretos de la ciudad imperial. Desvelaban que la construcción de Madinat al-Zahrâ obedecía a la recreación de la constelación de Andrómeda estudiada por Tolomeo. Contenía la explicación de la situación intencionada de algunos emblemáticos edificios, que simbolizaban el lugar de ciertas estrellas de influencia beneficiosa en el inmenso astrolabio que podía entenderse como el suelo de la ciudad imperial; el sentido de las vías de agua y la localización de los estanques, aljibes y acueductos, que tenían que ver con la situación de la luna llena en las cuatro estaciones del año.
Todo se hallaba bellamente dispuesto y convenido. Pero entonces comprendí lo que había ocurrido en una de las jornadas de charlas y conversaciones que hube compartido con Al-Hakam en mi niñez. Recordé mi sueño sobre la doncella, y recordé que se lo había narrado a él, y me vino a la mente la expresión de su rostro, y la promesa de que más adelante entendería todo.
En la leyenda, Andrómeda —el alma humana reflejo de lo divino que quiso expresar Al-Hakam en nuestra ciudad— era rescatada por Perseo, quien la liberaba de sus grilletes y mataba al monstruo, en una bella historia de amor.
Pero en mi sueño Andrómeda yacía muerta en mis brazos.
Y de pronto comprendí. Supe que el destino de Al-Zahrâ se hallaba unido irremediablemente al mío, y que yo lo había aceptado.
Supe, como se sabe que es de día, o como se sabe que está lloviendo, que mi clarividencia me haría manifiesto, a cada momento, ese destino.
No se cumpliría el sueño de Al-Hakam, y el alma humana, nuestra ciudad, no sería rescatada para la inmortalidad. Mi mano alcanzó instintivamente la mariposa de mi cuello, palpitante de pronto. Quizá Al-Zahrâ, como una mariposa, estaba destinada al pequeño esplendor de un solo día; quizá Al-Zahrâ, como el alma latente de las cosas, sólo era mudo testigo de la historia.
En el libro estaban reflejadas todas las fechas, todos los símbolos. También los del último día de Al-Zahrâ, precisados con la nitidez de una carta astral.
Sentí que las fuerzas abandonaban mi cuerpo en brazos de algo que era por igual encuentro y despedida. Tuve la certeza de que los veintitrés años recién cumplidos de mi existencia sólo habían sido la espera de este momento y mis ojos parecieron ver un destello luminoso sobre los párpados y la parte alta de mi frente. Mis piernas flaquearon y se desplomó mi envergadura sobre el suelo sin que mi madre pudiera sujetarme o devolverme el sentido con sus voces. Tuvo que pasar tiempo, mientras me refrescaba las mejillas y abanicaba mi rostro, y después de agitar con masajes vigorosos mis piernas y mis brazos, hasta que sentí vuelto a mí mi espíritu. Muy despacio, retornamos a la casa, volviendo a cerrar la biblioteca, y le hice jurar que a nadie desvelaría la existencia de ese libro, y ella obedeció mi deseo, sin querer saber más.
Yo sentí la certeza de que mi vida había, definitivamente, cambiado.