VI

El otoño había transcurrido hermosísimo, dejando colores ocres y dorados sobre la sierra. Al-Hakam se había quedado al mando de los asuntos de su padre —que había partido en expedición a tierra de Ceuta pues quería conquistarla por ser puerta natural para extender sus dominios en el norte africano— y, por tanto, se había trasladado con sus pertenencias al alcázar real de Córdoba, donde la corte pasaba el invierno.

No gustaba el príncipe de cambiar sus costumbres, pues vivía plácidamente entregado a sus estudios en la munya que era de su propiedad al otro lado del Guadalquivir, pero el jefe eunuco Nasar le aseguró que la ausencia del califa no habría de ser larga, que sólo partía en primer intento militar y para inspeccionar el terreno, y que en todo lo que él pudiera le haría cómoda y despreocupada su estancia en el alcázar.

Para celebrar el fin del ayuno del mes de Ramadán principiando el nuevo año 318 de la Hégira —el 931 cristiano—, se había organizado una fiesta particular dentro del palacio califal, que presidiría el heredero Al-Hakam en ausencia de su padre, donde la principal atracción sería la orquesta formada por las mujeres del harén, favoritas, esclavas y concubinas que habían encontrado en su adiestramiento musical un maravilloso entretenimiento a las órdenes de Zayyân.

La muchacha se había construido una buena reputación como cantora y como maestra de otras cantoras. Convertida en hermosa mujer, redondeada amablemente en sus formas femeninas y de espléndida belleza natural, era además alegre y simpática, y tolerante y afable con sus alumnas, las otras mujeres compañeras del harén, dentro del cual dirigía una orquesta de treinta de ellas, de edades distintas pero que disfrutaban enormemente haciendo música y que además poseían ciertas cualidades y aptitudes para ello, y lo mismo para la fiesta del Nayruz cuando el despertar de la tierra en primavera, o que para la celebración del tiempo de vendimia, o como ahora, para la fiesta de la ruptura del ayuno anual dictado por el Ramadán, realizaban muestra de sus habilidades, con permiso del califa, en un concierto organizado convenientemente en el salón real.

La cantora Zayyân había conseguido que lo estricto del protocolo cortesano se flexibilizara para permitir que entrasen en las salas del harén instrumentos considerados un tanto indignos por ser favoritos entre la plebe, como trompas, panderetas, chirimías, tamboriles y otros de manufactura tosca creados por la invención popular para la alegría urgente y callejera, pero que se habían quedado ya como de uso cotidiano, como esas pequeñas maderas atadas a los dedos de la mano que se hacían chocar entre sí para marcar el ritmo de los cantos, y varas de las que se usaban para descargar los olivos de sus frutos, tan abundantes en los alrededores de Córdoba, atizadas entre sí o contra vasijas de superficie rizada y que producían un sonido muy peculiar.

Las más avezadas de la orquesta tañían flautas simples y también de las dobles, laúdes, cítaras y mandolinas, y además había un coro con diecisiete voces que complementaban el espectáculo. Pero lo más novedoso era que Zayyân las dirigía a todas ellas con la danza y los movimientos de su cuerpo, de modo que las flautas eran representadas en los brazos, los tamboriles con las caderas, los laúdes y las cítaras con la cintura, las chirimías y las trompas con las piernas, y así todas las partes de la orquesta tenían su correspondencia en una parte del cuerpo de Zayyân, que se movía espectacularmente al ritmo de la música, o mejor, dictando la propia música.

Después de la última oración leída en el sagrado libro Corán por el imán principal en la Mezquita Mayor de Córdoba, Al-Hakam estaba obligado a presidir el festejo protocolario en el gran salón regio. Allí pudo contemplar, por segunda vez en su vida, a la muchacha Zayyân, más hermosa todavía si tal fuera posible, convertida en mujer de apetecible secreto.

Pasteles de nueces, pastas de miel y de pistachos, dulces de avellanas y tortas de queso blanco, buñuelos, caldos y sopas y confituras de aves y otras delicias de las cocinas de palacio, regado todo ello con jugos de frutas y licores frescos y vinos calientes, hicieron muy agradable el tiempo de celebración del fin del ayuno anual, pero tal se le antojaría al príncipe largo en exceso, aburrido y vacío, pues que ardía internamente de impaciencia por ver llegada la noche de ese bendito día, por la gracia de Alá, en que se le había cruzado, manifiesto y patente, el deseo de la hermosa Zayyân abriendo una nueva página de su destino.

Ordenó al jefe eunuco Nasar que hiciera regalos de su parte a las concubinas de su padre que tan portentosas muestras de buen hacer artístico le habían ofrecido en el concierto, lo cual llenó de regocijo al buen esclavo —acostumbrado al desinterés del príncipe en los asuntos palaciegos—, y creyó que Al-Hakam por fin actuaba cual un hombre, pues no en vano contaba con casi dieciocho años para el verano. Bien es cierto que cuando a continuación le pidió que una comitiva de cuatro guardias acompañara a la esclava Zayyân hasta sus aposentos regios y que le trajeran vino de dátiles y moras tempranas de las que ya habían brotado a pesar del invierno, pensó el buen Nasar que «mucho cambio era ése para solo un día», y que quizá se le había venido todo encima al príncipe, el descubrir de la vida y la urgencia del cuerpo, el despertar de lo interno y toda la fuerza desconocida que llama de pronto desde la belleza de una hembra, todo y tanto, vaya por Dios, que tiene raros caminos, se le habría venido encima al heredero Al-Hakam, y, sin poder desobedecer sus órdenes pero con el vértigo de vasallo que se juega el cuello, le rogó a Alá y a su Profeta Mahoma, y aun a su mensajero Gabriel, les rogó que tales deseos no le trajeran a él desdicha, pues que esa niña era esclava personal del califa y, decían las malas lenguas además, que por oscuros motivos la mantenía a buen recaudo bajo su exclusivo dictado.

Zayyân recordaba apenas a un muchacho menudo de pelo rojizo que sentado junto a su padre recibía las salutaciones de súbditos y vasallos políticos, en aquel primer día de su llegada como danzarina a palacio.

Poco tenía que ver con el príncipe Al-Hakam, que ahora se le presentaba como hijo y heredero del califa, admirador de su sabiduría y anfitrión que ponía a su disposición sus estancias privadas, e inclinaba su torso ante ella con gesto elegante y haciendo rozar las puntas de sus dedos sobre el corazón, los labios y la frente en señal de bienvenida.

Se le había alzado la estatura y ensanchado la complexión de los hombros, y su pelo —aun conservando lo pajizo del color rojo— había ganado en los destellos dorados y le agraciaban el aspecto. Daba sensación de tener fuertes piernas bajo el sarawil, un pantalón de lana fina de color blanco que se ceñía a la cintura con un cinto bordado con la enseña de la familia Omeya, y tenía bonitos ojos verdes, de esos que llaman joyados, pues que se extienden desde su interior hasta el borde en irisaciones como de brillo de joya, y su nariz afilada le otorgaba merecimiento de respeto, y sonreía cautivadoramente estirando esos labios rosados que ahora se movían... como si su dueño estuviera hablando, aunque ella nada había escuchado con sus oídos, y sólo sentía latir a borbotones el corazón en su cuello.

Zayyân sintió la urgencia de recordar en qué fase se encontraba la luna, pues que su cuerpo estaba estremecido y su piel ardía. Pero la luna estaba negra y no podía ser su arrobo motivado por la sangre menstrual, pues que ésta le había venido y ya ido hacía dos semanas, y, además, la respiración agitada que sentía y el ahogo extraño a pesar de ser noche invernal y la opresión seca y a la vez dulce que atravesaba su pecho y le subía sin saber cómo hasta la garganta en nada tenían parecido al embotamiento de sus miembros cuando ha de venir aquélla, y sí más bien creía reconocer las sensaciones que ahora embargaban su ánimo y su cuerpo en algunos de los momentos más placenteros que la danza y el ejercicio de la música le habían procurado dejándose llevar por ellas. Pero podía ser también... —y reparó Zayyân en la alarma que de pronto la hizo temblar como a una hoja—, podía ser también que la presencia de Al-Hakam la estuviera agradando en demasía, tal como creyó escuchar que estaba sucediéndole a él, en el momento en que pudo recobrar cierto dominio sobre su persona y sus oídos volvieron a abrirse al exterior.

Dijo ella que cantaría para él las aleyas del Corán que fuesen de su gusto, si así lo quería, y él le dijo que no, que prefería escuchar su voz en conversación. Dijo ella que podía tañer su cítara, que la mandaría traer, y él dijo que no, que prefería que sus manos tomasen una copa de vino, y ella, que «bailaría una danza para él y su amante si así lo deseaba», y él, que «sólo era su presencia lo que en ese momento le hacía falta», y que «para sosegar el ánimo de esa mariposa rosa que se agitaba sobre su hermoso cuello, podía él enseñarle unos libros muy bellos, traídos desde Bagdad y con dibujos pintados de pájaros que aquí no se conocían, en muestra de agradecimiento y compensación por lo que ya ella le había mostrado, viéndola bailar en aquella ceremonia califal tiempo atrás y viéndola hacer música con su cuerpo en el concierto de ese día».

El príncipe, mirándola con especial devoción, musitó por fin turbadoramente que «pues gracias a vos, señora, he descubierto una fuerza inusitada que me embarga, la cual, al menos, puede igualarse a la pasión de mi mente por los libros y de mi alma por la sabiduría, y es el deseo de estar junto a vuestra persona».

Cada noche de las siguientes fue requerida la presencia de Zayyân en los salones privados del príncipe, lo cual levantó no pocas murmuraciones en palacio, ya que muy conocida era la indiferencia de Al-Hakam con relación a las mujeres, pues no había mostrado interés alguno en adquirir esposas ni esclavas, y en cambio se le veía encaprichado con esta que no era suya, ni además permitida. El jefe eunuco Nasar pasaba el día dando explicaciones a la corte, asegurando que no había trato carnal entre ellos, que el príncipe se deleitaba enormemente conversando con la joven Zayyân sobre sus libros, y que ella era sobremanera culta, ingeniosa y de rápidas entendederas, lo cual complacía en mucho al príncipe. Que cuantos más libros y pergaminos y láminas y documentos eruditos de ciencia le mostraba —y a ella grandemente le gustaban y daba buenas muestras de ello, sonriendo y aplaudiendo, y leyendo con buena voz sus dictados—, más se contentaba el príncipe y mandaba traer más libros para enseñárselos a ella, y que en poco más de un mes casi había hecho trasladarse toda su amplísima biblioteca, y que los servidores personales de su munya se atosigaban de pensar en que luego tendrían que llevárselos de nuevo, cuando su amo decidiera volver a su residencia principesca.

Pero Al-Hakam no sentía prisa alguna por regresar a aquélla, y se le observaba cada día más alegre, y cada día más interesado en los asuntos políticos y de la administración de Córdoba, e incluso recibió placenteramente delegaciones de provincias que requerían ordenación económica, y administró justicia, y nombró gobernadores en nombre del califa. Nasar envió varios correos escritos largamente al rey, contándole los cambios agradables en la conducta de su hijo Al-Hakam, aunque evitando contar en sus misivas cómo pasaba las noches el príncipe.

Zayyân se había embellecido también, repentinamente, y cantaba más alegremente que nunca, y reía siempre, y se quedaba mirando absorta las aguas del estanque del jardín, y besaba las flores antes de cortarlas, y todas las mujeres admiraban la dicha que parecía escapársele del pecho cuando les contaba, en los ratos de costura en el jardín del harén ahora que ya venía la primavera, o en voz baja durante el tiempo de la siesta que ninguna dormía, las cosas hermosas que leía en los libros del príncipe, y las que él le contaba, tan extasiado como ella con los placeres del saber, y las muchas ciencias antiguas y nuevas que se recogían en los libros.

Lo que sólo le había contado a su amiga Azahra, abrazada a su pecho y alborozada como una niña, fue lo que tampoco sospechaba el buen Nasar, tranquilizado con el paso de los días y con el trasiego de los libros.

Pues que en una de esas noches de lluvia por sorpresa anunciando cambio de vientos, mientras miraban los dos jóvenes libros de Medicina, con planos sobre el cuerpo humano y mapas de sus venas como caminos, y de sus músculos y otros paisajes interiores, Zayyân comentó que entre tanto tratado de ciencia sobre el cuerpo conocido y sobre el ser, echaba ella a faltar el relato de usos y costumbres amatorias de las personas, que habían de ser muchos y muy distintos, tal como ella había observado gracias a su oficio de cantora del califa, y que en tanto dependían del momento y el deseo, y de la intención y la relación entrambos, pues que entraban en juego muchos elementos y que al fin eran más que dos los que formaban esa intimidad.

—Pues también cuentan el vino y la luna —seguía diciendo Zayyân con naturalidad—, y los alimentos que se han tomado y la música, y aun las ropas, y las telas que los envuelven, y las preocupaciones que ronden la mente, y el cariño que se tienen, o la amistad que se eleve de ellos, y además la pasión que en uno y otro se suscitan mutuamente, y aun otras cosas...

Calló repentinamente, pues reparó en que los ojos del príncipe brillaban extrañamente mirándola a ella, y sonreía tan encantadoramente que un frío suave la recorrió por entero, enervando las puntas de su piel y sintiendo el mismo ahogo placentero de aquella primera vez que su cercanía le negaba el aire. Sus miembros languidecían abandonados a un dulce mareo y su cuerpo no sólo cedía en su entereza sin oponer resistencia a la proximidad de él, sino que lo sentía entregarse deseando todavía más entrega, mientras que su mente se nublaba y sus ojos se cerraban, y su boca se había unido a la de él en un beso como una puerta al cielo. Él le pidió que le enseñase el amor que ella conocía de verlo tras las cortinas, y ella intentó hablarle de gestos y palabras y movimientos y otros detalles que solían ocurrir en esas veladas amatorias, aunque fue inútil, pues ya no recordaba gran cosa y su boca, más que hablar, prefería recibir los besos de Al-Hakam.

En pocos instantes y sin saber cómo, Zayyân y el príncipe Al-Hakam se encontraron en el júbilo mutuo de las caricias, reconociéndose en el descubrimiento del más excelso placer, y se amaron dulcemente, olvidando que existía el mundo, y deleitándose en las páginas de un libro nuevo, aprender a ser uno.