CAPÍTULO XXV
LA LIGA DE CAMBRAY
De 1508 a 1513
Quiénes y con qué objeto formaron la liga.—Bases del convenio.—Guerra de los confederados contra Venecia.—Conducta de cada príncipe.—Recelase el papa del francés, y proyecta echarle de Italia.—Partido que saca el Rey Católico de estas desavenencias.—Intenta Fernando establecer la Inquisición en Nápoles.—Oposición que encuentra en la capital y en todo el reino.—Alborotos; protestas enérgicas: peligros del inquisidor.—Desiste el rey de poner el Santo Oficio en Nápoles.—Otra liga llamada Santa.—Confederación del papa, el rey de España y la república de Venecia contra los franceses.—Guerra.—Celebre batalla de Rávena: derrota de los aliados: muerte del duque de Nemours.—Consecuencias de esta batalla: nuevas combinaciones: decadencia de los franceses en Italia.—Carácter del papa Julio II.—Proyectos del pontífice contra el Rey Católico.—Tregua entre Fernando y Luis XII.—Batalla de Novara entre franceses y suizos.—Apuro en que ponen los españoles a Venecia.—Gran triunfo de las armas españolas en Vicenza.— Últimos resultados de la liga de Cambray.
Al tiempo que estos sucesos pasaban en África, otros asuntos exteriores ocupaban la atención del Rey Católico, como consecuencias de la liga de Cambray, una de las confederaciones más ruidosas que se han hecho entre las naciones, y de las más notables por su objeto y circunstancias, la cual por lo mismo nos es fuerza dar a conocer. Este no fue aceptado por el de Francia sino a condición de declararse que entraba en ella solo por un año.
El papa Julio II, deseoso de recobrar los estados y tierras de la Iglesia que la república de Venecia le había ocupado en las guerras anteriores, promovió una confederación entre todos los príncipes que tenían quejas o reclamaciones contra aquella república por despojos o usurpaciones que les hubiese hecho. En este caso estaban la Santa Sede, el emperador y rey de Romanos, el rey de Francia como duque de Milán, y el de España como rey de Nápoles. Las gestiones del papa dieron por resultado la liga o concordia entre los soberanos de estas potencias que se ajustó en Cambray, ciudad del Norte de Francia, en 10 de diciembre de 1508. Las bases del concierto eran, que cada uno de estos príncipes para el 1.ºde abril próximo había de invadir con ejército las tierras y señorío de Venecia, y que ninguno desistiría de la guerra hasta que se hubiesen recobrado y devuelto a cada soberano las ciudades que cada cual alegaba haberle usurpado los venecianos. Las que el rey de Aragón y de Nápoles señaló por su parte fueron cinco; Trani, Brindisi, Gallípoli, Polignano y Otranto, empeñadas a la república por sumas adelantadas durante la última guerra. También se procuró incluir en la confederación a los duques de Saboya y de Ferrara, al marqués de Mantua y al rey de Navarra: este no fue aceptado por el de Francia sino a condición de declararse que entraba en ella solo por un año.
Lo notable de este célebre tratado de partición era que todas las potencias se hallaban en aquel tiempo en alianza y amistad con la república cuya desmembración y distribución se resolvía. Por lo mismo, y para encubrir la injusticia del objeto se propalaba, y así lo expuso el papa en consistorio (enero, 1509), que aquella liga era una confederación de los príncipes cristianos contra los turcos. Así lo aseguraban también las cortes de Francia y España a los venecianos, haciéndoles las más amistosas protestas. Nadie mostraba ir de buena fe en este negocio: todos llevaban un segundo fin; y el papa llegó a entablar inteligencias secretas con los de Venecia para ver si concertándose con ellos podía recobrar sus tierras con menos ruido, y evitar que quedasen después confederados en Italia tres príncipes tan poderosos y temibles. Las diferencias entre el emperador Maximiliano y Fernando el Católico sobre el gobierno de Castilla quedaban aplazadas para después de terminado el repartimiento de Venecia. Para que todo fuese odioso y mercantil en este negocio, los reyes de Francia y España por atraer a la liga a los florentinos sacrificaron vilmente la ciudad y común de Pisa, vendiéndola a Florencia por cien mil ducados después de haberla tomado bajo su protección. Este innoble trófico hecho con la libertad e independencia de un estado amigo, será siempre un borrón para aquellos dos monarcas, y más aún para el Rey Católico, bajo cuyo amparo había puesto el Gran Capitán aquella señoría[337]. Otra prueba de la poca sinceridad de los confederados entre sí fue otra liga muy secreta que se hizo entre el papa y los reyes de España y Francia contra el emperador, para el caso en que recobradas las tierras del imperio quisiese emprender algo, como sospechaban, contra alguno de ellos.
Tal fue la famosa liga de Cambray, uno de los tratados más impolíticos y más injustos que se han celebrado entre naciones, si bien esta misma injusticia parecía permitida por la Providencia para hacer expiar a la república veneciana su política interesada, codiciosa y mercantil, a que debía el engrandecimiento y riqueza que excitaba la envidia y la codicia de las demás naciones.
En su virtud cada confederado tomó sus disposiciones para la invasión y la guerra proyectada y convenida, y el de España procuró justificar su derecho a las ciudades que iba a recobrar, alegando que los venecianos por su parte no habían cumplido los pactos, y que mayor suma que la empeñada por la posesión de aquellas ciudades había gastado él en recuperar de los turcos para Venecia la isla de Cefalonia. Apercibidos ya todos, rompieron los primeros la guerra el papa Julio II y el rey de Francia Luis XII. Este monarca, ansioso de indemnizarse en Italia de la pérdida de Nápoles, cruzó los Alpes a la cabeza de un numeroso ejército (abril, 1509), con la ira de un soberano que fuera a castigar vasallos rebeldes. Vencidos en Agnadel los venecianos con grande estrago, y hechos prisioneros sus principales caudillos, en breves días ganó el francés a Crema, Cremona, Bérgamo y Brescia, que era lo que se le había señalado en la liga o convenio. Quebrantado con esto el poder de Venecia, el papa recobró también fácilmente lo suyo, y aunque las tropas españolas de Nápoles, reunidas por el virrey conde de Ribagorza, difirieron algún tanto por falta de concierto entre los jefes sus operaciones, las ciudades de la Pulla asignadas al Rey Católico se rindieron igualmente y entregaron al dominio y señorío de España. Faltaba solo el emperador, que habiéndose mostrado el más fogoso e impaciente de los aliados, observaba ahora una inacción extraña, de que los venecianos en su extremidad y angustia procuraban prevalerse, haciéndole proposiciones y aún enviándole cartas en blanco para ver de comprometerle a que los sacase de aquel conflicto contra tan universal conjuración.
Poco amigos entre sí los confederados y con poca sinceridad unidos, era natural que se desaviniesen tan pronto como se apoderaran de la presa, y así aconteció. El de Francia fue el primero que, envanecido con sus fáciles triunfos y procediendo más allá de lo que je correspondía después de recuperadas las ciudades que le pertenecían por el estado de Milán, excitó los recelos de los otros príncipes, y señaladamente del papa, en cuyo corazón renacieron los antiguos odios y antipatías a los franceses, aumentados con el temor, no solo de que el francés aspirase a hacerse señor de toda Italia, si no era prontamente atajado, sino de que pretendía hacer pontífice al cardenal de Rouán, deponiéndole a él de la silla. Con este motivo promovió el papa una nueva liga con el emperador y el Rey Católico contra el francés, a fin de arrojar de Italia a los de aquella nación.
No es posible detenerse en una historia general a presentar las varias y diferentes fases que tomaron los muchos proyectos de alianzas, tratos y convenios que formaban entre sí los confederados de la liga de Cambray y la república misma que habían tratado de repartirse, obrando cada cual por sus particulares miras e impulsados por opuestos intereses. El político Fernando no se descuidaba en sacar partido de estas combinaciones. La situación adversa en que pusieron al emperador el rey de Francia por una parte y los venecianos por otra, le sirvió para hacerle venir al arreglo de sus antiguas diferencias sobre el gobierno de Castilla. Después de muchas peticiones y réplicas por una y otra parte, concertáronse al fin en que el rey tendría la gobernación y administración del reino hasta que el príncipe Carlos su nieto cumpliese los veinte años; que este sería jurado otra vez heredero; que entretanto se le pasarían cada año treinta mil ducados puestos en Flandes; que al emperador se le darían cincuenta mil escudos de oro de los que al rey tenían que pagar los florentinos, y una ayuda de trescientos hombres de armas por cuatro o cinco meses para la guerra con los venecianos; y que cuando el príncipe quisiese venir a España enviaría el rey una armada a Flandes para traerle, y en la misma se llevaría al infante don Fernando su hermano para que residiese allá. Esta concordia fue confirmada después en Blois con autoridad del rey de Francia (diciembre, 1509). Favorecía al convenio la circunstancia de hallarse el Rey Católico sin hijos de su segundo matrimonio, pues el príncipe don Juan, que había nacido en mayo de este año, había muerto a las pocas horas[338].
Grandemente explotaba Fernando las enemistades suscitadas entre los confederados de Cambray, y con su diestra y astuta política parecía que en aquel complicado juego era el que tenía en su mano la baraja y poseía el arte de echar para sí las mejores suertes. Las pretensiones del francés sobre los estados de la Iglesia, y el aborrecimiento que el papa tomó a aquel monarca, fueron causa de que el pontífice buscara su apoyo y amparo en el Rey Católico, y Fernando se prevalió muy bien de esta necesidad para conseguir del pontífice no solo la investidura del reino de Nápoles que había esquivado hasta entonces darle, sino también que le relevara del censo que como feudatario estaba obligado a pagar a la Santa Sede[339]. Y no hizo esto solo el pontífice en favor del Rey Católico, sino que en odio al de Francia le declaró libre de la concordia que había hecho con el francés sobre la partición y sucesión de aquel reino y su reversión a la corona de Francia en el caso de morir sin hijos de la reina Germana de Foix, relevándole del juramento, restituyendo el reino en el estado que tenía antes de la partición, y declarando que debían suceder en el de Nápoles los herederos y sucesores del de Aragón por línea recta, así varones como hembras, que fue deshacer el grande error de Fernando y su compromiso contraído en el fatal tratado de 1505.
En esta coyuntura, y cuando así se iban convirtiendo en provecho suyo las complicaciones en que andaban envueltos los soberanos de aquella malhadada liga, expusose el monarca español por su voluntad a un gravísimo conflicto en su propio estado de Nápoles, ocasionado por el empeño de establecer en aquel reino la Inquisición de la misma manera que lo estaba en España. Opusose el pueblo tenazmente a la admisión del Santo Oficio, y cuando se recibieron los despachos del rey para la creación del tribunal, movióse grande alboroto, la muchedumbre corría furiosa las calles gritando: «¡Viva el rey, y mueran los malos consejeros!». Atentaron los amotinados a la vida del inquisidor Andrés Palacio y de sus oficiales, y amenazaban hacer pedazos al almirante que le había recogido en su casa (1510). No era solo en la capital donde dominaba este espíritu; era general en todo el reino el odio y la resistencia a la Inquisición: en esto se hallaban acordes napolitanos, angevinos y españoles, y todos protestaban conformes y unánimes que antes arrostrarían cuantos peligros y daños les viniesen, inclusa la muerte, que consentir que se pusiese el terrible tribunal en el reino[340]. El virrey y el almirante vieron de tal modo pronunciada la opinión general, y los ánimos tan acalorados y resueltos, que tuvieron por seguro que el insistir en aquella demanda era poner el reino en peligro hasta de darse a los enemigos de la dominación española, y ya muchos barones y principales personajes de todos los partidos se andaban confederando so pretexto de rechazar la Inquisición, e induciendo a las ciudades y pueblos a novedades y alteraciones, en cualquier ocasión muy peligrosas, pero entonces más, atendido el estado en que toda la Italia se encontraba. En su vista el virrey, que lo era en aquella sazón don Ramón de Cardona, y todos los del consejo acordaron que sería una temeridad insistir en aquel negocio, y publicaron dos edictos, anunciando que el rey en obsequio a la tranquilidad del reino y penetrado del celo de los napolitanos por la fe católica había ordenado que no se pusiese el Santo Oficio, y mandado solamente que los judíos y conversos de la Pulla saliesen del reino, pero estos por temor de la Inquisición se habían anticipado ya a salir, marchándose a Turquía y a las tierras de Venecia. Con esto se apaciguó aquella alteración, y volvió el sosiego a la ciudad y reino de Nápoles.
Sostenía ya entonces el papa Julio II guerra abierta y encarnizada con los franceses, cuya expulsión de Italia había jurado so pena de morir en la demanda, si bien esto había producido un cisma lamentable en la Iglesia, convocando el rey de Francia un concilio en Pisa contra el pontífice, y congregando el papa otro concilio general en San Juan de Letrán contra los cismáticos. En tal situación, y a instancias del papa, que siempre había fiado en el auxilio del Rey Católico, se concluyó en 4 de octubre de 1511 una alianza entre la Santa Sede, el monarca español y la república de Venecia, que por su objeto se llamó la Santísima Liga, puesto que se encaminaba a restituir a la Iglesia el condado de Bolonia y demás tierras de que el francés se había apoderado, y a acabar con el cisma y dar libertad y unidad a la Iglesia y silla romana. Para esto el rey don Fernando había procurado ponerse bien con el emperador, y aliarse con el rey de Inglaterra su yerno; y como ya en este tiempo se había suspendido la empresa de África, se hallaba desembarazado por aquella parte, y aún se encontraba ya en Italia con su flota el conde Pedro Navarro. El monarca español se obligó a contribuir para esta liga con mil doscientos hombres de armas, mil caballos ligeros y diez mil soldados, pero el general en jefe de los ejércitos de las tres naciones coligadas había de ser el virrey de Nápoles don Ramón de Cardona, a quien el rey amaba como a hijo, y aún por tal pasaba en la opinión de muchos[341].
El rey de Francia por su parte puso en campaña un ejército aún más numeroso que el de los aliados, y le dio por general en jefe a su sobrino el duque de Nemours, Gastón de Foix, hermano de la reina doña Germana de Aragón; joven de solos 22 años, pero de tan precoz inteligencia y de tan aventajados talentos militares, que en su edad era ya reputado por el mejor y más intrépido y entendido general de la Francia.
Don Ramón de Cardona pasó con el ejército de la liga a ponerse sobre Bolonia, de que estaban apoderados los franceses, y cuando ya tenía sitiada y en bastante aprieto aquella ciudad pontificia, presentóse el joven duque de Nemours con su ejército y obligó a los aliados, que no contaban con tan buen general, a levantar el cerco (febrero, 1512). Esta victoria, y la que de allí a pocos días alcanzaron los franceses sobre las tropas venecianas en Brescia, cuya ciudad tomaron por asalto, levantaron a grande altura la reputación del duque de Nemours como valeroso y excelente general, y llamabanle ya «el rayo de Italia». Sabedor de estos sucesos el Rey Católico, previno a su general que procurara solo entretener a tan orgulloso enemigo, evitando cuanto pudiese venir con él a batalla, y no aceptándola sino muy forzado. Pero Cardona lo hizo tan al revés, que sabiendo que los franceses se habían bajado sobre Rávena, abandonó su fuerte y ventajosa posición del castillo de San Pedro y se fue a buscarlos.
Funesta fue a la causa de la liga la desobediencia del general español al prudente consejo de su monarca. La batalla que se dio a la vista de los muros de Rávena fue la más sangrienta que hacía un siglo había enrojecido los hermosos campos italianos. Era el primer día de la pascua de Resurrección (1512), cuando se oyeron retumbar los cañones de uno y otro campo; la artillería de los enemigos hizo gran destrozo en la hermosa infantería española capitaneada por el conde Pedro Navarro, que imprudentemente la expuso a los tiros de las baterías francesas: mas luego la condujo contra los lansquenetes alemanes armados de largas picas, y arremetiéndoles los españoles con sus espadas cortas tan de cerca que les impedían el uso de sus incómodas armas, los arrollaron y deshicieron, acreditando más que nunca la superioridad de la infantería española. Pero no ayudada por la gente de a caballo, y cargando sobre ella toda la gendarmería francesa, capitaneada por aquel Ivo de Alegre, tan famoso ya en otro tiempo en las guerras con el Gran Capitán, obligaron a los aliados a recogerse con gran pérdida, bien que costara también la vida al caudillo Alegre, como antes habían perecido Zamudio y otros valerosos capitanes españoles. Repusieronse estos un tanto y arremetieron con tal furia, que llegó a estar otra vez dudosa la batalla, cuando se presentó el joven duque de Nemours, y combatiendo como el más brioso soldado en lo más recio de la pelea, decidió la victoria en favor de los franceses, bien que la compró con su propia vida: un soldado español le derribó del caballo y le atravesó con su espada, sin que le hubiera servido exclamar: Soy Gastón de Foix, hermano de la reina de Aragón. Pero ya entonces habían muerto los mejores capitanes españoles, otros habían sido hechos prisioneros, y el ejército aliado se retiró deshecho y cansado de pelear[342].
La derrota de Rávena aterró y desconcertó a los de la liga, y masá los venecianos, que se tuvieron por perdidos, juzgando ya a los franceses dueños de oda Italia; pero reanimaronlos las exhortaciones del embajador español conde de Cariati. El papa Julio II llegó a vacilar también; y el Rey Católico creyó necesario enviar por capitán general de la liga al Gran Capitán Gonzalo de Córdoba, y así se lo escribió al papa, sabiendo cuánto se había de animar y alegrar el pontífice, que en más de una ocasión había querido nombrar general de las tropas de la Iglesia al duque de Terranova, persuadido de que con él no soló recobraría a Ferrara, sino que podría hacerse señor de toda Italia. Mas no tardó Fernando en arrepentirse de aquel buen pensamiento, pues tan luego como vio el diferente rumbo que llevaban las cosas de Italia y la decadencia inopinada del poder de los franceses, buscó excusas para mandar suspender la ida del Gran Capitán, y le ordenó que no se moviese de España, con gran sentimiento de aquel insigne caudillo, y con escándalo general y no poca murmuración de la ingratitud e injusticia del rey hacia el más esclarecido de sus servidores.
La victoria de Rávena, que parecía deber afianzar la prepotencia francesa en Italia, fue, por el contrario, de peores consecuencias para los de aquella nación que para los vencidos aliados. La muerte de su general produjo rivalidades y discordias entre los capitanes y caudillos, insubordinación e indisciplina entre los soldados. Por otra parte el Rey Católico consiguió en aquella ocasión dos cosas por las que había estado trabajando mucho tiempo hacía, a saber, que el rey de Inglaterra su yerno entrara abiertamente en la liga, y que el emperador hiciera treguas con Venecia. Esto facilitó el paso de un ejército suizo en favor de la confederación, compuesto de unos veinte y cuatro mil hombres, con diez y ocho piezas de artillería. Perseguidos vigorosamente los franceses por los suizos, y abandonados por los tudescos, que se negaron a seguir sirviendo en sus filas por la seguridad que se les dio de que el emperador se declaraba contra la Francia, no solo perdieron lo que habían conquistado, sino también las ciudades de Lombardía, siendo arrojados de unas y rebelandoseles otras. En tal estado intentó Luis XII introducir la discordia entre los aliados procurando indisponer al Rey Católico con el emperador. Mas deshecha esta intriga por Fernando, volvió el francés su pensamiento a Navarra, donde sostenía el Rey Católico la guerra de que hablaremos después.
Desde que el papa Julio vio el poder de los franceses decaído en Italia y dejó de temerlos, comenzó a dar diverso rumbo a su política y a pensar en confederarse con los otros estados para arrojar de allí a su vez a los españoles; pues la condición de aquel pontífice, como dice un historiador aragonés, «era tal que con la necesidad quería y suspiraba por el amparo del Rey Católico, y cuando estaba fuera della y se veía con alguna prosperidad, tornaba a su natural condición, que era no reconocer obligación de los beneficios recibidos, y pagar con ingratitud.»[343] Al efecto no había medio que no empleara: negaba las pagas a los soldados y hacía que los venecianos las negasen también; indisponía a los suizos con los españoles; trataba de estorbar la ida del virrey de Nápoles don Ramón de Cardona con el ejército aliado a Lombardía, y detenerle en la empresa de Milán; publicaba que quería hacer la guerra contra el turco para escusar que el rey de Aragón tuviese ejército en Italia; andaba para todo esto en tratos con los venecianos, y aún con el mismo rey de Francia, y confiando en Venecia y en los suizos, proponíase hacer con el rey de España y con el emperador lo mismo que había hecho con el de Francia, diciendo con cierto donaire: «¡Buena ganancia fuera la mía con sacar de Italia a los franceses, insolentes y de mal gobierno, pero ricos, y de tal condición que no se podían conservar mucho en un estado, si en su lugar hubiese de hacer señores a los españoles, soberbios, pobres y valerosos!».
Con estas disposiciones, y habiendo reemplazado en su ánimo el odio a Fernando y los españoles al que antes tenía a Luis y los franceses, todo eran planes y proyectos contra el rey y la nación española, entre ellos el de concertar al emperador con el rey de Francia contra el de España, hasta abrigar el pensamiento de hacer al emperador rey de Nápoles, con la esperanza de, arrojar después de Italia a los alemanes con más facilidad que podía hacerlo con los españoles. Conocía el monarca español estos y otros manejos del inquieto y revolvedor Julio II, y aunque procuraba hacer rostro a todas las complicaciones que aquella conducta producía dentro y fuera de Italia, comprendía también que no podía haber paz y sosiego en la cristiandad, mientras el jefe visible de la Iglesia fuese el que todo lo alteraba y conmovía. En esta situación, en guerra por una parte el rey Fernando con Francia y con Navarra, envuelto por otra su virrey de Nápoles en las que allá en Italia traían entre sí el papa, el emperador, la república de Venecia, los duques de Milán, de Parma y de Ferrara, y en turbación y desasosiego todo, falleció el papa Julio II (20 de febrero, 1513), y le reemplazó en la silla pontificia el cardenal Juan de Médicis, que tomó el nombre de León X.
Desde entonces, y sin que por eso se aquietaran las agitaciones que entre todos los estados europeos había dejado sembradas la fatal liga de Cambray, tomaron las cosas nuevo giro. Venecia, no pudiendo concertarse con el emperador, por más que en este sentido había trabajado siempre el Rey Católico, se echó en brazos de la Francia, y ajustó un tratado de confederación con el rey Luis (23 de marzo, 1513): lo cual produjo la necesidad de nuevas combinaciones. Fernando el Católico creyó entonces conveniente hacer tregua con el francés, y así se pactó (1.º de abril), con gran disgusto del emperador, el cual en su enojo propalaba que el intento del rey era librar dela guerra a España y que cargase toda sobre Italia, y que a trueque de entorpecer la venida del príncipe Carlos a Castilla, se concertaría el rey su abuelo no solo con Francia sino con el infierno mismo. En efecto, la guerra ardió furiosa en Italia, principalmente en el desgraciado país de Lombardía, donde se hallaban tropas francesas, tudescas, venecianas, florentinas, pontificias, suizas y españolas. Diose pues una reñida y terrible batalla (6 de junio, 1513) cerca de Novara entre franceses y suizos, en la cual aquellos sufrieron una derrota sangrienta. De sus resultas hubieran tal vez los suizos atravesado la Francia sin oposición hasta París, si por la parte de Borgoña no hubieran sido detenidos y rotos por el señor de la Tremouille. Esta fue la salvación de la Francia, y esto produjo un tratado entre suizos y franceses, en que se declaró que el rey de Francia renunciaría al concilio de Pisa, no se entrometería más en los estados de la Iglesia, no se apartaría de la obediencia a la silla apostólica, y retiraría las guarniciones de Cremona y de Milán.
Los españoles eran los que habían quedado campeando en Lombardía, y el virrey Cardona atravesó sin resistencia el Milanesado, devastó las tierras de Venecia, llegó a vista de la reina del Adriático, y bombardeó la ciudad. Irritó esto a los venecianos, exasperó al famoso y aguerrido Bartolomé de Albiano su general, en otro tiempo compañero de triunfos de Gonzalo de Córdoba, y se puso en armas todo el país contra los españoles. En su virtud acordaron el virrey Cardona y el marqués de Pescara, jefes del ejército aliado, tomar el camino de Vicenza, llevando consigo más de quinientos carros cargados con los despojos de su correría por las tierras venecianas. Seguíalos Albiano, y parecíale ir tan seguro de la victoria, que mandó pregonar y ordenó a sus soldados que no dejasen un alemán ni un español a vida. Pero se dio la batalla a dos millas de Vicenza (7 de octubre, 1513), y a pesar de la confianza y de la bravura del general enemigo, fue tal el arrojo, el valor y la disciplina de la infantería española, que las armas del Rey Católico ganaron en los campos vicentinos uno de los más completos, señalados y decisivos triunfos que se vieron en aquellos tiempos en las regiones de Italia. Quedaron en poder de los españoles veinte y dos piezas de artillería, todas las banderas y estandartes y todas las acémilas, con multitud de prisioneros. Murieron sobre cinco mil venecianos, entre ellos casi todos los capitanes, pudiendo decirse que solo se salvaron Albiano y Gritti, huyendo el uno a Padua y el otro a Treviso[344].
Pareció esto un castigo de aquella república, que estando en liga con España e Inglaterra fue a aliarse con el mayor enemigo que había tenido. El papa León X, viendo a Venecia tan en peligro, envió a requerir amistosamente al virrey de Nápoles que sobreseyese en aquella guerra, de la cual no podía resultar beneficio a la cristiandad. Conveníale ya también al emperador, una vez que poseía los lugares que le habían sido aplicados en la liga de Cambray. Y como desde el triunfo de los españoles en Vicenza fueron más combatidos los franceses, tuvieron estos al fin que entregar el castillo de Milán (noviembre, 1513), juntamente con la ciudad de Cremona, y abandonar al fin la Lombardía y toda la Italia.
Tal fue el remate que por entonces tuvieron las largas y complicadas contiendas, negociaciones, alianzas, tratados y guerras, en que se envolvieron casi todas las naciones de Europa a consecuencia, primero de la liga de Cambray, y después de la Santa Liga. En ellas perdió mucho Venecia, Luis XII sacó por todo fruto el ver sus franceses lanzados de Italia, ganaron poco los demás estados, y solo la España, merced a la gran política del Rey Católico, sostuvo su influencia y la alta reputación de que ya gozaban las armas españolas.